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ÍNDICE DIBUJOS DE APERTURA El ratón y el gato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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ACTOS DE DESAPARICIÓN La desaparición de Elaine Coleman . . . . . . . . . . . La habitación de la buhardilla . . . . . . . . . . . . . . . Risas peligrosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Historia de un trastorno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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ARQUITECTURAS IMPOSIBLES La cúpula . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En el reino de Harad IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La otra ciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Torre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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HISTORIAS HERÉTICAS Aquí en la Sociedad Histórica . . . . . . . . . . . . . . . . Un cambio de moda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un precursor del cine . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El mago de West Orange . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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El ratón y el gato El gato está persiguiendo al ratón por la cocina: entre las patas de la silla azul, por encima de la mesa con mantel a cuadros rojos y blancos en el que se forman grandes ondas, volcando el azucarero hacia la izquierda y la jarra de leche hacia la derecha, a través del respaldo y las patas de la silla azul, por el suelo amarillo encerado. Los dos se echan hacia atrás y tratan de frenar en la superficie resbaladiza de cera en la que se ven nítidamente reflejados. Les salen chispas de las patas, pero es demasiado tarde: ante ellos se alza la gran puerta. El ratón se estrella contra ella, dejando un agujero con la silueta de un ratón. El gato se estrella contra ella, reemplazando la silueta de un ratón por otra más grande de un gato. En la sala de estar corren por el respaldo del sofá, sobre las teclas del piano (una delicada melodía al pasar el ratón, un estruendo de acordes al pasar el gato), a través de la alfombra azul. El ratón mira por encima del hombro mientras huye y cuando vuelve a mirar al frente ve la lámpara de pie cada vez más cerca. Imposible parar; en el último momento se divide en dos y vuelve a juntarse al otro lado. Detrás de él, el gato no logra divi9

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dirse en dos y choca contra ella: la cabeza y el cuerpo dejan el pie de la lámpara con la forma de un trombón. Por un momento cuelga de él, con las patas tiesas sacudiéndose como el badajo de una campana. Luego salta y corre detrás del ratón, que da media vuelta y se precipita hacia una ratonera en el zócalo. El gato choca contra la pared y todo él acaba como un acordeón. Se desdobla poco a poco, emitiendo música de acordeón. Se queda tumbado en el suelo con la barbilla apoyada en una pata y, asqueado, alza una ceja mientras tamborilea con las garras de la otra pata en las tablas del suelo. Un trozo de yeso le golpea la cabeza. Levanta la vista indignado. Le cae un pesado cuadro en la cabeza, que se le hunde entre los hombros. El cuadro representa un árbol verde lleno de manzanas rojas. La cabeza del gato se esfuerza por salir y lo hace de golpe con el ruido de un corcho al ser extraído, llevándose consigo el cuadro. Las manzanas se caen del árbol y aterrizan con ruido sordo sobre la hierba. El gato se estremece con una mueca. Se desprende una última manzana. Rueda poco a poco hacia el marco, salta por encima de él y cae en la cabeza del gato, en cuyos ojos tintinean unas cajas registradoras: Venta nula. El ratón, con albornoz y zapatillas, está sentado en su mullido sillón leyendo un libro. Es alto y delgado. Tiene los pies apoyados en una banqueta y unas gafas en el extremo de su largo hocico bigotudo. La luz amarilla de la lámpara de mesa cae sobre el libro e ilumina tenuemente la agradable habitación marrón. En la pared cuelga un bordado torcido en el que se lee «Hogar, dulce hogar», una fotografía ovalada de la madre del ratón con el pelo canoso recogido en un moño, y una reproducción de Mediodía de domingo de Seurat en la que todas las figuras son ratones. 10

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Cerca del sillón hay una estantería llena de libros, con varios títulos visibles: Martin Cheddarwit, Fausto de Gouda, Las memorias de Anthony Edam, una Historia del Medioqueso, los sonetos de Shakespata. Mientras el ratón lee su libro, alarga sin mirar una mano hacia un plato que hay en la mesa. Está vacío: los dedos dan golpecitos dentro. Se levanta y se acerca al armario, donde sólo hay una caja con la palabra «Queso». La abre y la coloca del revés. Le cae en la palma un palillo, que mira con melancolía. Sacudiendo la cabeza, vuelve al sillón y coge el libro. En un globo encima de su cabeza aparece un dibujo: él sentado ante una mesa larga cubierta con un mantel blanco. En un puño sostiene un tenedor y en el otro un cuchillo. Un mayordomo ratón con frac deja frente a él un trozo de queso del tamaño de una tarta nupcial. Sale un telescopio rojo de la ratonera. El objetivo mira a izquierda y derecha. Del extremo sale una mano que hace señas al ratón para que avance. El ratón sale de la ratonera, cierra el telescopio y se lo mete en el bolsillo del albornoz. En la habitación iluminada por la luna anda de puntillas, levantando mucho las patas, hasta el sillón. Se esconde debajo y mira a través de los flecos. Sale, corre hasta el sofá y se escabulle debajo. Mira a través de los flecos. Sale y se acerca a la puerta entreabierta de la cocina. Se pega a la jamba de cara a la sala de estar y mira a izquierda y derecha. Una pata tantea de puntillas alrededor y el cuerpo estirado restalla como una goma elástica detrás de ella. En la cocina, se acerca sin hacer ruido a una silla iluminada por la luna, se abraza a la pata y empieza a escalarla. Levanta el hocico por encima de la mesa; ve una jarra de leche, un cuchillo brillante, un pimentero amenazador. En una tabla hay un triángulo de queso. Encorvado, se acerca de puntillas 11

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a él. De un bolsillo del albornoz saca un pañuelo blanco que se ata alrededor del cuello. Se inclina hacia el queso, entrecerrando los ojos como si oliera una flor. Con gran estrépito el gato salta sobre la mesa. Mientras persigue al ratón, el mantel se amontona formando pliegues, se vuelca el azucarero y una cascada de azúcar cae al suelo. De una copa caída sale una aceituna que rueda por la mesa y choca con una taza, un salero y un salvamanteles: los objetos se iluminan y suena un timbre como en una máquina del millón. En el suelo, una brigada de hormigas está amontonando el azúcar: una hormiga recoge los granos en un cubo que vacía en el cubo de una segunda hormiga que lo vacía en el cubo de una tercera hormiga, así por toda la habitación, hasta que la última lo arroja a un camión que espera. El gato persigue al ratón a través del respaldo y las patas de la silla azul, por el suelo amarillo encerado. Los dos se echan hacia atrás e intentan frenar a medida que se acercan a la gran puerta. El ratón está sentado en su sillón con la barbilla apoyada en una mano, mirando a las nubes melancólico. Es meditabundo por naturaleza y le agobia la necesidad de interrumpir sus meditaciones cada día para buscar comida. La búsqueda es agotadora y absurda en sí misma, pero se vuelve insoportable por la presencia del brutal gato. El desdén que siente hacia el gato es enorme y preciso: detesta las suaves y pesadas patas con las garras escondidas, los dientes destellantes, el aliento cálido y hediondo a pescado. Al mismo tiempo confiesa admirar en secreto su energía bruta y su simplicidad. El gato no parece tener otro objetivo en la vida que atrapar al ratón. Aunque el ratón no tiene muy desarrollada la capacidad de asombro, nunca deja de asombrarle la incansable hostilidad del gato. Eso lo vuelve peligroso, pese a su estupidez, 12

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porque el ratón reconoce que hay largos periodos en los que el gato se ausenta por completo de su mente. Además, pese a su simplicidad intrínseca, sigue siendo cierto que es astuto; conspira sin cesar contra él y sus ridículas artimañas le exigen estar en una actitud alerta que preferiría evitar. El ratón es consciente de la tentación de sucumbir a la indiferencia; debe esforzarse continuamente en ser cauteloso. Tiene la sensación de estar agotando sus nervios y dañando su espíritu al prestar tanta atención al gato; al mismo tiempo, se da cuenta de que su atención es en el mejor de los casos imperfecta, mientras que el gato está pensando en él sin parar con infinita energía. Si pudiera quedarse en su ratonera sería feliz, pero no puede debido a la necesidad de salir a buscar queso. No es una situación que se preste a proporcionar la tranquilidad de espíritu que invita a la contemplación. El gato está sentado frente a la ratonera con un martillo en una mano y una sierra en la otra. A su lado hay un montón de tablas amarillas y una gran bolsa de clavos. Empieza a dar martillazos y a serrar furioso, cruzando la habitación en una nube de polvo que lo oculta. De pronto, el polvo se asienta y se le ve contemplando su obra: un largo sendero serpenteante que empieza en la ratonera y pasa por debajo del sofá, por el respaldo del sillón, por encima del piano y a través de la puerta de la cocina hasta la mesa de la cocina. Encima del mantel, al final del sendero, hay una gran trampa con un trozo de queso dentro. El gato se acerca de puntillas a la nevera, desaparece detrás de ella y saca la cabeza con disimulo: mira rápidamente a izquierda y derecha. Se oye el timbre de una bicicleta, ring, ring. Al cabo de un momento aparece el ratón, pedaleando con ahínco. Va a toda velocidad del extremo del sendero a la mesa. Al frenar con 13

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un chirrido, las ruedas se deforman para acto seguido recuperar su forma redonda. Lleva gafas, gorra y guantes. Apoya la bicicleta contra el azucarero, va hasta la trampa y la mira con interés. Se mete en la trampa, se sienta en la barra de latón y se pone un babero blanco. De un bolsillo de su cazadora de cuero saca un cuchillo y un tenedor. Se come rápidamente el queso. Cuando termina vuelve a guardar el cuchillo y el tenedor en el bolsillo, y empieza a jugar con la trampa. Se columpia en una barra alta, cuelga boca abajo, camina por las paralelas y hace acrobacias. Luego se monta de nuevo en la bicicleta y desaparece por el sendero, tocando el timbre. El gato sale de detrás de la nevera y salta sobre la mesa donde está la trampa. La mira ceñudo. Se arranca de la cabeza un solo pelo: se desprende con el ruido de una cuerda de violín. Lo acerca poco a poco a la trampa. El pelo roza el muelle, pero la trampa no se mueve. Aprieta el muelle con una cuchara y la trampa tampoco se mueve. Golpea el muelle con un mazo. La trampa sigue sin moverse. La mira con rabia. La toca con cautela con un dedo. La trampa salta con el ruido de una puerta de hierro que se cierra de golpe. El gato da brincos por la mesa agarrándose la pata atrapada mientras el dedo se le hincha como una bombilla, rojo brillante. El gato entra por la izquierda disfrazado de ratón. Lleva una peluca rubia, una careta y un traje negro ceñido con una raja hasta el muslo. Tiene los pechos altos y redondos, cintura de avispa, y caderas curvadas y cimbreantes; los labios de un rojo intenso, y las pestañas negras tan espesas y rizadas que se abren y cierran como persianas. Se acerca lenta y seductoramente, con una pata en la cadera y la otra en el pelo rubio. El ratón está apoyado contra un lado de la ratonera, con una mano en el bolsillo. Los ojos se le sa14

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len de las cuencas en forma de telescopios. En el objetivo de cada uno hay un corazón palpitante. Medio hipnotizado, camina como un sonámbulo por la habitación. El gato pone un disco y empieza a sonar una rumba. Baila con las manos en la nuca, sacando las caderas, pestañeando y volviendo la cabeza a un lado y otro: dentro del ceñido traje negro, su oscilante trasero tiene la forma de un as de picas. El ratón se coloca frente al gato y empieza a bailar. Van de un lado para otro de la habitación, retorciéndose y dando patadas al unísono. Mientras bailan, al gato se le suelta la peluca dejando ver una oreja de gato. Se acerca bailando a una alfombra de piel de oso y se tumba de lado. Cierra sus ojos de largas pestañas y frunce sus labios rojos. El ratón se acerca. Saca un puro del bolsillo y se lo pone entre los grandes labios rojos. El gato abre los ojos. Alza la vista, ve el puro y vuelve a bajarla. Se quita el puro de los labios y lo mira. Estalla en su mano. Cuando el humo desaparece, el gato tiene la cara negra. Esboza una sonrisa muy blanca. En los dientes aparecen muchas líneas antes de resquebrajarse y caer en pedazos. El gato está tumbado de espaldas en su cesta de la cocina. Tiene las patas entrelazadas detrás de la cabeza, la rodilla izquierda levantada, el tobillo derecho apoyado de lado en ella. Le invade la rabia al pensar en el ratón, que sabe que lo desprecia. Le gustaría hacerlo picadillo, asarlo al fuego, arrojarlo a una sartén de mantequilla chisporroteante. Comprende que su rabia no es la rabia del hambre y se pregunta si es el mismo ratón el que le provoca esta ferocidad que arde en su pecho como una indigestión. Desprecia su delicadeza física, sus débiles brazos del grosor de las púas de un peine, su frágil cráneo aplastable, su afición a los libros y a la soledad. Al mismo tiempo es 15

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irritantemente consciente de que admira su elegancia, su aire culto y lánguido, su desenvuelta confianza en sí mismo. ¿Por qué está leyendo siempre? En cierto sentido lo intimida; en su presencia se siente torpe y estúpido. Piensa obsesivamente en él y sospecha con rabia que la obsesión no es mutua. Si se mostrara menos indiferente, ¿sentiría tanto odio? ¿Podrían aprender a convivir juntos pacíficamente en la misma casa? ¿Se libraría entonces de esa dolorosa opresión en el corazón? El ratón está ante la mesa de su taller, rizando las pestañas de una gata mecánica. El pelo largo y negro brilla como regaliz; los labios parecen de caramelo. Lleva un vestido rojo ceñido, medias de redecilla negras y zapatos rojos de tacón. La deja en el suelo y baja la cremallera del vestido para darle cuerda con una gran llave. Sube la cremallera y se encamina hacia la ratonera. En la sala de estar, la gata mecánica se pavonea despacio de un lado para otro; tiene los pechos puntiagudos como gorros de fiesta. El gato levanta la cabeza del respaldo del sillón. En sus ojos aparecen unos corazones atravesados por flechas. Se acerca a la silla deslizándose por el suelo como la miel. Cuando llega hasta la gata, se yergue y la contempla extasiado. El corazón le palpita con tanta fuerza que se le marca con cada latido. Se mete una mano en el bolsillo y saca un sombrero de paja que se coloca ladeado sobre la cabeza. Se ata en el cuello una gran pajarita de lunares. Oye un tictac. Saca del bolsillo un reloj redondo amarillo, se lo lleva a la oreja ceñudo y lo vuelve a guardar. Se inclina más hacia la cara de la gata y en cada uno de sus ojos ve una bomba negra brillante con una mecha encendida. Se vuelve hacia el público y de nuevo hacia los ojos peligrosos. La gata mecánica estalla. Cuando el humo se 16

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despeja, al gato le cuelga el pelo a trozos, dejando ver trozos de carne rosa y unos calzoncillos de lunares. Fuera de la ratonera, el gato está dando cuerda a un ratón exactamente igual que el de verdad. El ratón mecánico va con albornoz y zapatillas, y tiene las manos en los bolsillos y unas gafas en el extremo del hocico. El gato abre la parte superior de la cabeza, que está sujeta como una tapa con bisagras, mete un siseante cartucho de dinamita roja y la cierra. Deja el ratón frente a la ratonera y lo ve desaparecer por la entrada en forma de arco. En el interior, el ratón está sentado en su sillón leyendo un libro. No levanta la vista hacia el visitante, que se acerca a él con las manos en los bolsillos. Sin dejar de leer, alarga una mano y abre la cabeza de su doble. Retira el cartucho siseante y lo clava en un pastel que deja en su lugar. Da la vuelta al ratón mecánico y sigue leyendo mientras éste sale por el arco. El gato espera a la entrada de la ratonera tapándose las orejas con los dedos y los ojos cerrados. Cuando los abre y ve el ratón, arquea las cejas. Lo coge, le abre la cabeza y saca un pastel adornado en el que lee «Feliz cumpleaños». En el centro hay un cartucho rojo siseando. Se le eriza el pelo. Toma una aparatosa bocanada de aire y sopla la mecha con tanta fuerza que por un momento inclina el pastel. Luego sonríe, se pasa la lengua por los dientes y abre las mandíbulas. Oye un ruido. El pastel suena ruidosamente: tictac, tictac. Perplejo, se lo lleva a un oído y escucha con atención. En sus ojos se refleja la horrible realidad. El gato entra en la sala de estar al volante de una grúa amarilla. Del aguilón cuelga una bola de demolición negra brillante. Va hasta la ratonera y se detiene. Empuja y tira de dos palancas haciendo que la bola se 17

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inserte en una goma gigante sujeta a un tirachinas gigante. La goma se tensa y lanza la bola, que se estrella contra la pared. Toda la casa se derrumba, dejando en pie sólo una chimenea alta roja entre las ruinas. Sobre la chimenea hay un nido y una cigüeña sentada con una caña de pescar. Lleva una gorra de béisbol azul. Abajo, entre los escombros, se ve movimiento. El gato se levanta tambaleante, apoyado en una muleta. Tiene la cabeza envuelta con una venda blanca que le tapa un ojo, una pierna escayolada y un brazo en cabestrillo. Con la punta de la muleta aparta un montón de escombros y deja al descubierto un trozo de zócalo. En el zócalo vemos la ratonera intacta. En el interior, el ratón está sentado leyendo un libro. El ratón comprende que ese gato ridículamente inepto es libre de fracasar una y otra vez en el largo transcurso de su infame vida, mientras que a él se le niega la libertad de cometer un solo error. Es muy improbable que sea responsable de algún error, puesto que es mucho más listo que el gato y enseguida cala todos sus risibles ardides. Pero ¿saberse superior no podría llevar a una relajación de la vigilancia que podría ser fatal? Después de todo, no es invulnerable; sólo lo será en la medida en que siempre esté vigilante. Está harto, más que harto, de ser más listo que el gato; hay veces que desearía tener un enemigo de su categoría, alguien más parecido a él. Comprende que su hartura es una debilidad peligrosa contra la que debe estar perpetuamente en guardia. A veces piensa: «¡Ojalá pudiera dejar de estar alerta!» El pensamiento lo alarma y le hace mirar por encima del hombro hacia la entrada de la ratonera, sobre la que ya ha caído la sombra del gato. El gato entra por la izquierda con un saco al hombro. Lo deja al lado de la ratonera. Desata la cuerda 18

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del cuello del saco, mete las dos manos y saca con cuidado una nube gris. La coloca encima de la ratonera. Empiezan a caer de la nube gruesas gotas de lluvia. El gato mete una mano en el saco y la saca con ropa vieja. Se disfraza rápidamente de vendedor ambulante y toca el timbre de la ratonera. El ratón aparece en la puerta y se apoya contra la jamba con los brazos y los tobillos cruzados mientras contempla la lluvia. El gato saca del saco una colección de paraguas del tamaño de un ratón, que abre de uno en uno: rojo, amarillo, verde, azul. El ratón sacude la cabeza. El gato saca un chubasquero amarillo, unas botas de lluvia, una caña de pescar y otros aparejos. El ratón sacude la cabeza. El gato saca un caballo de mar de goma roja, una bombona de aire comprimido, una campana de buzo, un bote de remos, un yate. El ratón sacude la cabeza, entra en la casa y cierra de un portazo. Abre la puerta, cuelga un letrero del pomo y vuelve a dar un portazo. En el letrero se lee: No hay nadie en casa. Llueve con más fuerza. El gato sale de debajo de la nube, que flota sobre su cabeza y empieza a seguirlo por la habitación. La tormenta empeora: le caen encima piedras de granizo del tamaño de pelotas de golf. Estallan relámpagos en zigzag, retumban truenos. El gato corre por la habitación tratando de escapar de la nube y se esconde debajo del sofá, dejando fuera la cola. Un rayo le alcanza la cola que crepita como un cable eléctrico. El sofá se eleva por un instante, dejando ver al gato electrificado y luminoso, rígido por el shock; en el interior de su cuerpo, bordeado de pelo en punta, se ve el esqueleto blanco azulado. Empieza a caer nieve de la nube y a soplar un viento sibilante. La nieve se amontona sobre la alfombra, se eleva rápidamente a los lados del sofá y llega hasta la repisa de la chimenea donde el reloj observa aterrado y se tapa los ojos con las manecillas. El gato se abre paso con esfuerzo a tra19

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vés de la ventisca, pero no tarda en verse atrapado en la nieve. Le cuelgan carámbanos del morro. Se queda inmóvil, una silueta de gato que lucha por avanzar con la cabeza inclinada. La puerta de la ratonera se abre y sale el ratón con orejeras, bufanda y guantes. Hace sol. Empieza a abrir un camino con una pala. Cuando llega al gato de nieve, se sube a la pala y le clava una zanahoria en el centro de la cara. Luego baja, retrocede y empieza a arrojarle bolas de nieve. La cabeza del gato se cae. El gato da vueltas furioso por la cocina, con las manos a la espalda y las cejas curvadas en una V. Sobre su cabeza, en un globo, aparece un deseo: está manejando una sierra circular que se mueve despacio con agudos gemidos a lo largo de una tabla amarilla. Al final de la tabla está el ratón, tumbado de espaldas y atado con cuerdas. La imagen desaparece y otra la reemplaza: el gato, con casco de ingeniero, conduciendo un gran tren. El ratón está tumbado en mitad de las vías, con las muñecas atadas a un raíl y los tobillos atados a otro. Le caen gruesas gotas de sudor por la cara mientras la imagen desaparece y otra la reemplaza: el gato dando vueltas a un torno que baja poco a poco un yunque sobre el ratón, atado a una pequeña silla. El ratón levanta la vista aterrado. El gato suelta de pronto la manivela y el yunque se precipita hacia abajo con un silbido mientras el torno da vueltas frenético. En el último momento el ratón se aparta tambaleante. El yunque se desprende del globo y cae en la cabeza del gato. El gato sabe que el ratón siempre será más listo que él, pero ese pensamiento torturador sólo le sirve para enardecer su deseo de atraparlo. Nunca se rendirá. Su vida, por lo que se refiere al ratón, es un largo 20

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fracaso, una monótona sucesión de humillaciones impronunciables; su infelicidad sólo se ve aliviada por instantes de esperanza engañosa en los que cree, a pesar de las dudas de toda una vida de amarga experiencia, que por fin tendrá éxito. Aunque sabe que nunca atrapará al ratón, que siempre se escabullirá dentro de su ratonera medio palmo antes de la garra que intenta atraparlo, también sabe que sólo si lo atrapa su desgraciada vida tendrá sentido y podrá cambiar. ¿Es su propia vida, por lo tanto, lo que busca cuando se queda despierto conspirando contra el ratón? ¿Es a sí mismo a quien está persiguiendo en el fondo? Frunce el entrecejo y se rasca el morro. El gato está frente a la ratonera con un trozo de tiza blanca en una mano. En la pared azul dibuja el contorno de una gran puerta. La ratonera está en la base. Dibuja el círculo de un pomo y abre la puerta. Entra en una habitación oscura. En el otro extremo de la habitación está el ratón con una tiza. Dibuja una ratonera blanca en la pared y se mete en ella. El gato se arrodilla y mira por la ratonera. Se levanta y dibuja otra puerta. La abre y entra en otra habitación oscura. En el extremo de la habitación está el ratón, que dibuja otra ratonera y se mete en ella. El gato dibuja otra puerta, el ratón dibuja otra ratonera. Dibujan cada vez más deprisa: puerta, ratonera, puerta, ratonera, puerta. En el fondo de la última habitación el ratón dibuja en la pared el contorno blanco de un cartucho de dinamita. Dibuja una cerilla blanca, que coge con una mano y rasca contra la pared. Enciende el cartucho y se lo da al gato. El gato mira el contorno del cartucho. Se lo ofrece al ratón. El ratón sacude la cabeza. El gato se señala a sí mismo arqueando las cejas. El ratón asiente. El cartucho estalla.

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El gato entra por la izquierda con un casco amarillo y una carretilla roja. La carretilla está llena de tablas. Se detiene frente a la ratonera, coge un martillo y sierra el montón de tablas, y se mete un puñado de clavos negros entre los dientes. Empieza a serrar y a dar martillazos a toda velocidad, yendo de un extremo de la habitación al otro en medio de una nube de polvo que impide ver su trabajo. De pronto, el polvo se asienta y el gato contempla su obra: ha construido una guillotina alta que se comunica con la ratonera por medio de una escalera. Por encima del hueco para la cabeza cuelga la brillante cuchilla negra azulada. Justo debajo, al otro lado, hay una cesta. En el borde de la cesta el gato coloca un trozo de queso. Ata un extremo de una cuerda a una palanca situada a un lado de la guillotina y el otro extremo al trozo de queso. Luego se aleja de puntillas y desaparece detrás de un badil. Un momento después el ratón sube las escaleras de la plataforma de la guillotina. Se queda de pie con las manos en los bolsillos del albornoz y examina la cuchilla, el hueco para la cabeza y el trozo de queso. Saca del bolsillo un paquete amarillo con un lazo rojo. Se inclina sobre el borde de la plataforma y desata la cuerda de la palanca. Coloca la cabeza a través del hueco, coge el trozo de queso del borde de la cesta y deja el paquete en su lugar. Ata un extremo de la cuerda al paquete, saca la cabeza del hueco y ata de nuevo la cuerda a la palanca. Saca del bolsillo unas tijeras grandes que deja en la plataforma. A continuación saca una cuerda, que ata a la palanca de tal modo que cuelga casi hasta el suelo. Baja y, apoyado contra la rueda de la carretilla con los tobillos cruzados, se come el queso. Un momento después, el gato salta sobre la plataforma. Mira sorprendido la cuchilla. Se agacha, mira a través del hueco para la cabeza y ve el paquete amarillo. Frunce el entrecejo. Levanta la vis22

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ta hacia la cuchilla. Vuelve a mirar el paquete amarillo. Con cuidado alarga una mano a través del hueco y vuelve a retirarla. Mira ceñudo la cuerda y pone una expresión astuta. Ve las tijeras, las coge y corta la cuerda. Espera, pero no pasa nada. Impaciente, mete la cabeza por el hueco y coge el paquete. El ratón, que come el queso con una mano, tira lánguidamente de la cuerda con la otra. La cuchilla cae con el ruido de un tren que pasa: un silbido solitario. El gato trata de sacar la cabeza del hueco. La hoja le corta la mitad superior de la cabeza, que cae ruidosamente en la cesta con el ruido de una moneda. Sale y se tambalea hasta que cae del borde de la plataforma a la cesta. Recupera la parte superior de la cabeza y se la pone como si fuera un sombrero. Está del revés y le da la vuelta. Encuentra sorprendido en su mano el paquete amarillo con la cinta roja. Ceñudo, lo abre. Dentro hay un cartucho rojo de dinamita con la mecha encendida. Lo mira y se vuelve hacia el público. Parpadea una vez. El cartucho estalla. Cuando se despeja el humo, el gato tiene la cara negra. En cada ojo un barco se parte en dos y se hunde poco a poco en el agua. El ratón está sentado en su sillón con los pies apoyados en la banqueta y el libro abierto del revés en el regazo. Le ha invadido la melancolía, como si los tonos marrones de su habitación se hubieran filtrado en su cerebro. Se siente hastiado y malhumorado; se mueve dentro de la estrecha brújula de su mente, desprovista totalmente de ideas nuevas. ¿Está tal vez demasiado solo? Piensa en el gato y se pregunta si existe alguna posibilidad por remota que sea de relacionarse, tal vez de hacerse compañía. ¿Es posible que se hagan amigos? Tal vez él podría enseñarle a apreciar las cosas de la mente y él podría aprender del gato a disfrutar de los placeres más simples. Tal vez el gato 23

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también siente de vez en cuando una punzada de soledad. Después de todo, tienen muchas cosas en común, ¿no? Los dos están solteros, viven bajo techo y disfrutan de las comodidades de una domesticidad agradable; los dos son reservados; los dos disfrutan con los complots y las conspiraciones. Cuanto más vueltas le da a esa idea, más le parece que el gato es un gran ratón blando. Se lo imagina con orejas de ratón y delicadas patas de ratón, sentado frente a él a la mesa de la cocina con un babero blanco, llevándose a la boca un tenedor en cuyo extremo hay un trozo de queso. El gato entra por la derecha con un borrador. Se acerca a la boca de la ratonera, se inclina y la borra. Se yergue y borra la pared, dejando ver la casa del ratón. El ratón está sentado en su sillón con los pies en la banqueta y un libro abierto del revés en el regazo. El gato se inclina y borra el libro. El ratón alza la vista irritado. El gato borra el sillón del ratón. Borra la banqueta. Borra toda la habitación. Tira el borrador por encima del hombro. Ya no queda nada en el mundo aparte del gato y el ratón. El gato lo atrapa en un puño. Se pasa la lengua roja sobre sus dientes brillantes, afilados como punzones. Aquí y allá, por encima de algún diente, se expande y contrae una estrella. El gato abre más las mandíbulas y cierra los ojos, pero titubea. La muerte del ratón es deseable en todos los sentidos, pero ¿cómo será la vida sin él? ¿La ausencia del ratón lo satisfará completamente? ¿Cabe esperar que lo eche de menos de vez en cuando? ¿Es posible que lo necesite de un modo inquietante? Mientras el gato titubea, el ratón saca del bolsillo del albornoz un pañuelo rojo. Con rápidos movimientos circulares borra los dientes del gato mientras éste 24

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lo mira sorprendido. Le borra los ojos. Los bigotes. Le borra la cabeza. Todavía en su garra, borra todo el cuerpo menos la pata que lo sostiene. Luego, con mucho cuidado, borra también la pata. Se cae poco a poco y da una palmada. Mira alrededor. Está solo con su pañuelo rojo en un mundo vacío. Al cabo de un rato empieza a borrarse a sí mismo, moviéndose rápidamente de la cabeza a los pies. Ya no queda nada salvo el pañuelo rojo, que ondea, aumenta de tamaño y de pronto se divide de dos. Las mitades se convierten en dos telones rojos que empiezan a cerrarse. A través de ellos se escribe sola en letras negras la palabra: Fin.

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