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EL HOMBRE DE LA TIERRA

ra el año 750 antes de Cristo. El reino de Israel vivía una paz espléndida por aquellos años. Era próspero y su dominio se extendía muy lejos. Ningún país vecino implicaba una amenaza para el poderoso Israel. Un granjero guardaba sus rebaños en Tecua, al sur de Jerusalén. Un día le llegó al corazón la voz de Dios, ‘‘como rugido de león’’. Se llamaba Amós. Dejó sus rebaños y salió por las calles de Jerusalén a predicar el mensaje que Dios le había inspirado: el pueblo de Israel estaba enfermo de injusticia, herido en el alma, corrompido, confiado en sus propias fuerzas, aunque externamente floreciente. Las injusticias de los poderosos y de los ricos clamaban a Dios. La prosperidad de Israel había creado una aristocracia dominante que explotaba a los humildes y a los pobres de la tierra. Dios no soportaba eso y juzgaría a su pueblo. Aquello era la ruptura de la Alianza. Amós, el primero de los grandes profetas, anuncia el juicio de Dios. Su pueblo merece castigo. La ira de Yavé habrá de concretarse en guerra, en invasión, en exilio. Israel goza de su prosperidad y la traduce en injusticia. Dios prepara en el norte a un pueblo guerrero que avanza sin misericordia, los asirios. Amós lo teme. Israel no quiere pensar. Amós lo anuncia. Israel no quiere escuchar. Amós denuncia las injusticias sociales, la satisfacción humana, la falta de honradez, la infidelidad a la conducta que Yavé pactó con Israel cuando lo escogió y lo hizo suyo. Ahora Israel es culpable de múltiples injusticias, de lujo inmoderado, de au-

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