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MAXIMILIANO Memorias secretas del emperador mexicano © 2023, Pedro J. Fernández Diseño de portada: Jorge Garnica Fotografía del autor: Javier Escalante D. R. © 2024, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México info@oceano.com.mx Primera edición en Océano: 2024 ISBN: 978-607-557-808-8 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico

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Los siguientes libros, encuadernados en piel, fueron descubiertos el 1 de julio de 2015 en Palacio Nacional. Se encontraban escondidos detrás de una pared del primer piso, en la habitación usada por el ciudadano presidente Benito Juárez (1806-1872), detrás de la cabecera de la cama. Peritos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) llevaron a cabo una minuciosa restauración y una rigurosa investigación para determinar la datación de los manuscritos y la autenticidad de su contenido. Éstos fueron confirmados como las verdaderas memorias de Maximiliano de Habsburgo (1832-1867) durante una conferencia de prensa virtual, ofrecida por la doctora Victoria Aguilar de León el 10 de agosto de 2020, reproducida en diversos portales digitales, y que ha generado un gran interés público. El contenido de estos libros se ha trabajado de forma exhaustiva para brindar al lector una versión accesible de ellos, que aún permanecen vigentes en el colectivo nacional, con la esperanza de que ofrezcan una luz más humana de la llamada Segunda Intervención francesa. Se añade, al final de la reproducción de estas memorias, un texto (hasta ahora inédito) del ciudadano presidente Benito Juárez, que también acompañaba estos cuadernos y que ofrece un comentario oportuno sobre los mismos. Sea, pues, el lector, juez de la vida y obra de uno de los protagonistas más controvertidos de la Historia de México.

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CUADERNO DE TAPAS ROJAS

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Capítulo I

Ah, pero no sé cómo empezar a contar una historia como la mía; me pregunto ¿qué necesidad tiene el hombre de embalsamar sus recuerdos con tinta y papel? Supongo que se trata de la dictadura de la nostalgia, la magnífica ilusión de que somos dueños de nuestra vida. Ahora sé que cuando muera no lo haré realmente, porque yo soy un guiñapo para la historia de mi nueva patria; serán otros los que arrastren mi nombre, los que repitan las falacias que inventaron mis enemigos y publiquen verdades a medias sobre mí. Por eso, debo ser yo (mientras mi sangre no sea derramada) quien lo escriba todo, sin miedo alguno a la verdad. Aunque las revelaciones que haga parezcan inverosímiles, y el escribirlas abra heridas que ya creía sanadas, esto es la verdad, tal como yo la conozco y la viví. Aquí es donde me enfrento al primer problema, ¿por dónde debo comenzar? Porque mi infancia está llena de todo tipo de colores, de sonidos distintos, de juegos y de historias; y si tuviera más tiempo ordenaría mi cabeza a fin de escoger uno de ellos para empezar estas memorias, pero el destino me ha puesto en esta jaula dorada de la que no he podido escapar y el tiempo se termina. Porque vivimos bajo los caprichos de un destino implacable que nos trata como juguetes. Lo mismo nos otorga el poder que… ¡Calla, Max, no adelantes tu historia! Ya sé por dónde empezar. Me permitiré hacer trampa porque el primer recuerdo que habré de registrar no es mío; sin embargo, era un secreto a voces entre los criados del palacio de Austria. El encuentro que voy a narrar sucedió una noche tormentosa de los últimos días del invierno de 1832. La bruma plateada bajaba por el monte y difuminaba los árboles negros, las ramas desnudas se movían como los dedos largos de un demonio impío; aullaba el viento con la misma fuerza con la que los lobos de invierno lo hacen al cielo.

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Una sombra se movía inquieta. Era la negra figura de un hombre, apenas perceptible ante un escenario oscuro, pues la luna velada por los nubarrones no compartía ni un ápice de luz. Él llevaba un par de horas esperando, ansioso ante cualquier ruido extraño; escuchaba sus pisadas en la tierra húmeda y se encontraba lleno de preguntas que le zumbaban en la cabeza como abejas furiosas. Su corazón inquieto pronto encontró respuesta a sus inseguridades. Otra sombra surgió en aquellos jardines como una aparición de ultratumba. —Tenía miedo de que no vinieras —dijo él. Ella se colgó de su cuello para sentirlo cerca. Tal vez, para aspirar su aroma. —Por un momento… también pensé que no vendría —respondió ella. Ante la mirada incrédula de los criados de palacio que espiaban con morbo aquella escena ilícita, él y ella se fundieron en un abrazo estrecho y compartieron un beso que hubiera ruborizado a cualquier alma piadosa y temerosa de Dios. Se desnudó el cielo estrellado, y la luna brilló menguante sobre los dos enamorados, mas pronto volvió a ocultarse en las tinieblas frías. Los rayos plateados y los truenos amenazantes eran el preludio de una tormenta que estaba por desatar su furia. —¿Recibiste la carta que te envié hace un mes? —preguntó ella. —La verdad es que yo… —Hice tal como me dijiste —continuó—, la envié con un hombre de confianza y, para ocultar mi nombre, firmé como Mesalina. Como la esposa de Claudio, el emperador. Aunque también pensé en firmar como Livia, la esposa del divino Augusto. Él se rio. —¿No se te ocurrió otro nombre, querida mía? Tú no te pareces ni a Livia ni a Mesalina. Me recuerdas un poco a Medea, la hechicera griega que se enamoró de Jasón. No importa el nombre. Lo que me escribiste en aquella carta no tenía vanidad alguna, era sólo un reflejo de tu corazón sincero. Mírame a los ojos… siento lo mismo que tú, pero no tengo elocuencia para ponerlo en papel. Escucha, quiero aprovechar que estamos solos para confesarte que yo… 16

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El crujir de una rama los puso en alerta, ya fuera por el viento que soplaba con más fuerza o porque uno de los criados que los espiaba se había vuelto descuidado. —Será mejor que me vaya —se apuró ella, y antes de que pudiera hacerlo, él la atrajo hacia sí para robarle un último beso, mientras las primeras gotas de lluvia atravesaban el aire cual agujas de plata que caen sobre fieltro negro. Pocos segundos después, el hombre se quedó solo, como una sombra entre la bruma y la lluvia que enfriaban el mundo. Ella, en cambio, entró al palacio, sus largos rulos castaños goteaban, su vestido blanco estaba enlodado; además, se le había arruinado el maquillaje. Subió corriendo por las escaleras y se apresuró a arreglarse, pues el gran baile estaba por comenzar en cualquier momento. Minutos después entró en el gran salón mientras la pequeña orquesta, a la luz dorada de las velas blancas, tocaba un viejo vals germano. El paje de la puerta la anunció como la “muy querida y noble” Sofía Federica Dorotea Guillermina de Wittelsbach, archiduquesa de Austria. Mi madre. El hombre miraba esta escena desde los jardines, a través de una cortina de lluvia y de un ventanal que se empañaba cruel. Gotas frías le empapaban el rostro y le resbalaban por la barbilla. Sobra decir, creo yo, que él no era el esposo de mi madre, sino Napoleón Carlos José, mejor conocido como Napoleón II, un joven con rostro de querubín y rizos dorados que arrancaba suspiros a las damas de toda Europa (y supongo que de algunos caballeros también). Mi madre pensaba que nadie sabría de sus sentimientos hacia Napoleón II, pero se equivocó; fue, y ha sido, un secreto a voces en Austria y, quizás, en todo el mundo, porque cuanto más alto está uno en el candelabro del mundo, más difícil es esconder los latidos del corazón. Cuando yo tenía cinco años, uno de los criados me contó del encuentro sucedido aquella noche fría y lluviosa. Bajé a los jardines y estuve paseando entre los árboles, rozando mi mano entre las ramas de los arbustos recién cortados, imaginando cómo había sucedido aquella breve reunión que apenas entendía. Me parecía tan lejana, porque cuando un recuerdo se sumerge más en el pasado, éste tiene que ver más con el reino de la imaginación que el de la verdad o el de la historia. ¿No es así? 17

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Esta escena la escribo tal como me la contaron, pues yo no había nacido, y empiezo así estas memorias, como un intento inútil de embalsamar el pasado para que no se pierda. Aunque bien sabe cualquier estudioso de la historia que los documentos y memorias sobreviven más por casualidad que por la intención de ser preservados. Empecemos, pues, esta historia por el principio, porque ni siquiera me he presentado. Me llamo Fernando Maximiliano José María de Habsburgo y Lorena, en otro tiempo archiduque de Austria, hasta hace poco príncipe de Hungría y Bohemia, alguna vez virrey de los territorios de Lombardía-Véneto y último emperador de un sueño hechizo llamado imperio mexicano. Aunque si le preguntan a la gente común, también soy el hermano incómodo, el hijo iluso, el poeta aristócrata y el amante desdichado. Llegaremos a cada una de esas máscaras a su debido tiempo. Tengo la esperanza de que este cuaderno de tapas rojas (que me han traído esta mañana con dos potes de tinta) me sea suficiente para contarlo todo. Al menos, mientras me encuentre en este encierro involuntario, podré dedicar varias horas a abrir el cerrojo de mi mente para viajar en el tiempo y el espacio. Escribiré sobre mis recuerdos, sobre lo que otros me han contado, sobre los documentos y cartas que yo mismo he escrito, que he recibido o que me han compartido en estricta confidencia. Así reconstruiré mi historia, y volveré a vivir cada vez que mis letras sean leídas. Otro recuerdo viene a mi mente. No es mío, pero lo escribo tal como lo escuché. El arte de invocar el pasado es impreciso y obedece sus propias reglas. Sucedió un viernes de julio, el día seis para ser exactos. ¿El año? 1832. Un levantamiento contra la monarquía del rey Luis Felipe I tenía sitiado a París en barricadas y gritos de libertad; mientras que en Austria, en el palacio de Schönbrunn, mi madre leía con sumo cuidado los partes que llegaban de Francia. Reposaba junto a una ventana larga, contemplando de tanto en tanto el rosado que entintaba las nubes de aquel atardecer. Ella tomó una pequeña taza de porcelana con el asa pintada de oro, y bebió un poco de té humeante (costumbre que recientemente 18

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se había importado de Inglaterra), pero una punzada de dolor hizo que la soltara. Al caer y romperse, el ruido alertó a los criados. Entraron corriendo, encontraron a la archiduquesa con ambas manos en el vientre abultado. Siempre práctica y eficiente para administrar sus sentimientos, mi madre esperó en cama hasta que llegara la partera y el médico, sólo entonces se relajó por completo. Mi nacimiento coincidió con el de la noche, el titilar azul de las estrellas veló mis primeros sueños. ¡La archiduquesa ha dado a luz a un varón sano!, fue la noticia que corrió por los pasillos, las cocinas y los jardines del palacio. ¿Dónde estaba mi padre? Él tenía el estómago hecho un nudo de nervios. Desde que fue informado del parto, se encerró en la biblioteca a beber coñac y encontrar la calma en el aroma añejo de los libros, lomos de piel cuarteada y papel amarillento. No fue hasta bien entrada la noche que me acurruqué en sus brazos por primera vez, aunque él me mirara con desconfianza. Mis primeras noches dormí entre sábanas de seda, acostumbrándome a los privilegios de la familia. Lujo era todo lo que alcanzaban a ver mis ojos; imagino que cada nueva sensación, cada brillo de la mañana, cada roce de tela, cada cucharilla de plata, me llamaban la atención como si el mundo fuera algo asombroso por descubrir; casi como la cueva de las maravillas que se describe en los cuentos de Las mil y una noches. Cuando tenía hambre, como todos los niños, estiraba mis brazos y lloraba para llamar la atención del sirviente encargado de cuidarme. Me envolvía en una manta, y me llevaba hasta el cuarto en el cual mi madre descansaba, siempre junto a la misma ventana larga, añorando el amor en aquellos atardeceres austriacos que han inspirado tantos poemas. Mi pequeña boca se prendía de su pecho y succionaba débilmente. El día 22 del mes en que nací, sucedió un infortunio que enlutó a todos en palacio. Dicen que comenzó con un grito de horror, con las cocineras corriendo por los pasillos, y rezos a la Santísima Virgen. Uno de los criados más jóvenes entró intempestivamente en la habitación de mi madre y exclamó: —¡Ha muerto! ¡El joven Napoleón ha muerto! Aquello fue suficiente para que a mi madre se le cortara la leche materna y, muy digna, sin mirarlo a los ojos, lo reprendiera: 19

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—¡Se toca antes de entrar! —dijo con voz potente—, que no se vuelva a repetir. Por supuesto, a mi madre no le importaba asumir esos momentos de autoridad tan impropios para una dama porque, en su visión del mundo, para ser una mujer normal debería tener hombres normales a su alrededor, y eso no era posible si se es parte de la realeza. Dicen que a mi madre le causó tal tristeza la muerte de su amado querubín que asumió un papel de viuda. Aunque no lloró en público, se vistió de negro, ordenó que los espejos de palacio fueran cubiertos con telas negras y mandó decir misas para que su alma saliera pronto del purgatorio. Escuché rumores, sin confirmar, de que mi madre se levantaba a la mitad de la noche y deambulaba por los pasillos como si se tratara de un alma desencarnada, de aquellas que sólo se escuchan en los viejos relatos de fantasmas. También que llevó, durante varios meses, un relicario al cuello con la imagen pintada del joven difunto. La cadena tenía el largo suficiente para que la joya estuviera muy cerca de su corazón. La verdad de todo este asunto era que ya se esperaba que Napoleón II muriera pronto. Aunque quisieron esconder los pañuelos blancos en los que tosía sangre, todos sabían que la tuberculosis le arrancaría la vida de un momento a otro. Napoleón II murió suspirando el nombre de Sofía, y seguramente recordando aquella noche fría y tormentosa en la que confirmaron su amor. En cuanto a mí, tuve necesidad de un ama de crianza para alimentarme de leche materna, y mi madre rara vez se asomaba a mi cuna. Me tomó años entender que yo le recordaba a aquel querubín que ya había expirado su último aliento. Sin embargo, los rumores de su amorío secreto apenas comenzaban a extenderse por todo el imperio. Y sí, llegó un día en el que tuve la oportunidad de pararme frente a mi madre y preguntarle, con toda frialdad: ¿Quién es mi padre? La respuesta me rompió el corazón. Ya llegaremos a esa dolorosa historia. ¡No te adelantes, Max!

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