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Titubeó el titiritero

iluminó la morgue y ahí sobre la plancha, “donde la ciencia sus límites ensancha”, miré a mi primer muerto con su Y escrita con bisturí en el pecho.

Cuando salí del desmayo estaba en el suelo. Salí arrastrándome, con los ojos cerrados. El viejo Cuarón se atareaba con su plato de fdeos. Repitió su sonrisa de navaja, extendió la mano y, algo repuesto, le di el sobre adecuado. Envolvió el frasquito con papel periódico y al dármelo me dijo: “Cuando salgas ya no voltiés patrás”. ¿Y?

TITUBEÓ EL TITIRITERO

El sitio aquel se ubicaba en un callejón pringoso del centro de la ciudad. (No voy a detenerme describiendo el farol opaco ni el hediondo arroyo). El nombre se me escapa, pero emparentaba con el más allá. Que se llamase “El Inferno”, “El Purgatorio” o “El Paraíso” carece de importancia: su mercancía era adecuada para los tres mundos: un burlesque que le habrá parecido a la plural clientela celestial, o infernal o purgatorial, o todas a la vez. ¿Deberé agregar –como López Velarde– que yo era muchacho y conocía la o por lo redondo? No voy a estorbar con obviedades: digamos que ocurrió por el año setenta, en tiempos en que la piel en general aún era clandestina y aún tenían sentido la rima y olfato.

Pues bien: la correría la propició mi profesor Huberto Batis, que me había diagnosticado ingenuidad. El remedio que propuso era peregrinar hacia lo que flológicamente llamó un encueradero, lo que a su juicio bastaría para craquelar mi moral provinciana y me haría comprender mejor la poesía de Baudelaire.

Hicimos fla mientras la chicharra del gas neón tomaba fotos verdes y rojas. Pasada la taquilla, salvamos la adversidad de mi edad inadecuada con un par de billetes que me envejecieron un par de años e ingresamos por fn al más allá. Con algo de bodega y gallinero, atisbé entre la humareda a un centenar de caballeros ávidos de iniciación espiritual. Silenciosos en los precarios tablones, en una atmósfera

reverencial casi religiosa, aguardamos a que el velo se levantara para atestiguar el desfle de diosas accesibles.

Un ensamble de dos virtuosos, Bismuto en los tambores y Antimonio en la trompeta, atacaron una fanfarria de latón asmático. Se corrió el telón y reveló un más o menos Olimpo de cartulina. El maestro de ceremonias, metido en un frac con demasiada experiencia, ofreció la bienvenida a ese que llamó “el templo de Venus”. Luego de advertir que la noche sería inolvidable, dio por iniciado el espectáculo y ordenó al refector evidenciar a la primera artista de la noche: una simbiosis de volován y duquesa que arremetió un trepidante chachachá. (Pero tampoco voy a molestar describiendo los vestuarios, ni las nalgas jamonas, ni los muslos de galantina entre las prótesis de los ligueros).

El espectáculo consistía en un desfle de señoras que se iban alternando el escenario y se zangoloteaban con variable entusiasmo, despojándose de sus ropajes hasta quedar en las tres prendas que, en aquel tiempo, autorizaba el largo brazo de la ley: la braguita rutilante y en la punta de cada teta la llamada “pezonera”: un gorrito de diamantina con tiritas que, si se lograba hacer girar en sentidos opuestos, como unos molinos antagonistas, ameritaban posgrado en burlesque y ovación summa cum laude.

Sucedió entonces que entre los vitoreados estriptís frescamente entró a escena un atildado cuyo género masculino bastó para suscitar el rechazo del respetable. Traía una maleta de la que procedió a extraer a una exótica de un metro de altura y curvilínea como un diábolo. Bismuto y Antimonio entonaron un jazz más maullado que melifuo, el titiritero levantó sus crucetas y la muñeca se irguió airosamente, como se habrá erguido Eva al escapar de la cárcel de huesos de Adán.

Vestida de largo en rojo elegante, la marioneta comenzó unos contoneos algo neoyorquinos y se despojó ella solita de la primera prenda, con una pericia que nada le envidiaba a las humanas precedentes. La maestría del señor humano que movía los hilos era tan encomiable como la de la pequeña mujer hechiza.

El público, estupefacto al principio, comenzó a enojarse. Y mucho. ¿Por qué? Una ira tajante contra el titiritero tirano: cada vez que la