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La mota que no era para mí

muñeca se quitaba una prenda la platea enfurecía más y más, hasta que su vapor tronó en voces unánimes: “¡perverso!”, gritaban estos; “¡degenerado!”, aullaban aquellos, “¡puto!” gritaban al unísono. El artista de los hilos los ignoraba, concentrado en su coreografía suspensoria, y la pequeña Eva con su sonrisa congelada meneaba sus curvas de esponja indiferente.

No tardó en volar el naranjazo. Pero cuando cruzó el aire un zapato fscal, fnalmente titubeó el titiritero. El pueblo había hablado: quien movía los hilos abusaba de la muñeca, propietaria de un particular pudor, el mismo que el público, súbitamente moralista, le regateaba a las auténticas vedettes de carne y carne. Era obvio que el catrín había cruzado una frontera inexplicable, un muro misterioso de esos que solo aprecian los psicosociólogos audaces.

No sé qué ocurrió, pero no voy a convocar a Pirandello ni masticaré teorías sobre el fetiche o los sospechosos aunque atávicos contratos entre la imaginación y la realidad, ni denunciaré sexismo (palabra que, por otro lado, aún no existía) ni tampoco habré de referirme a cómo aquel facsimilar de eterno femenino, pequeña golem curvácea, merecía más deferencia que sus carnalas carnales.

Entre los gritos y los proyectiles, el maestro de ceremonias entró por fn al quite y le forzó el mutis al titiritero. Llevaba en el rostro una pena de apóstol maltrecho y un gesto altivo de ironía mefstofélica. Recogió el tiradero de prenditas, las echó a la maleta y caminó hacia las bambalinas arrastrando a su desguangada marioneta. Y con su sonrisa petrifcada y sus intimidades al desgaire, la pequeña diosa se dejaba arrastrar, más que por sus hilos enredados, por las miradas inclementes de los hombres.

LA MOTA QUE NO ERA PARA MÍ

No sé qué ocurrió: algún conficto en la supercarretera neurológica, o un bloqueo de células descontentas en la retorta sináptica, o un temperamental triquitraque en la psique nebulosa; en fn, no lo sé, pero algo hubo que me impidió fumar mota como la gente decente.

Por destino generacional, estaba predestinado a ser un efciente consumidor de cuanto estímulo natural o artifcial se hubiere puesto en mi camino, oriundo como soy de 1950, año cintura del siglo pasado, principal vertedero de la legendaria “generación de los sesentas”, que hoy en día practica el deporte extremo de ir lentamente caducando, sin milagros mas con melancolías. En la década de los años sesenta, quienes éramos jóvenes deveras llegamos a calcular que por alguna razón inescrutable –una alineación inusitada de planetas propicios, o una hendedura en el continuum– se nos había otorgado dispensa especial y fotaríamos, forever young, en un perpetuo nirvana.

En todo eso –y las modas, y el rock, y el culto de la rebelión y las estentóreas hablas urbanas y todo lo demás de que ya dio cuenta una inabarcable literatura y una sociología fatigosa– estaba esta idea de que la mota era una suerte de ultrachamana sabelotodo a la que era menester venerar si realmente uno quería constancia de membresía en “los tiempos que están cambiando”, como berreaba Bob Dylan con su voz de espantasuegra.

Yo vivía en Monterrey, que era a todas luces un callejoncito lamentable en la urbe de la contracultura mundial. Una pequeña pantomima de la copia chilanga que, a su vez, era un conmovedor meme de la onda que exaltaba a san Francisco o a Londres. Los afanes por hacerse de un papelito aunque fuera de extra en ese escenario peace and love no pasaron en Monterrey de una discoteca psicodélica que duró dos meses, unos pocos fecos beatles, los pantalones de campana y una trepidante lectura colectiva del Howl de Allen Ginsberg a la que asistimos cuatro aullantes.

Y fue entonces cuando un compañero apodado el Cartujo nos anunció, no sin un previo y solemne juramento de silencio, que se hallaba en posesión de una importante mariguana.

La tarde en que nos íbamos a tronar esa tal mariguana, trepamos el cerro circunvecino en el carro de un amigo ricachón que se apellidaba Cueva. Cuando llegamos hasta donde lo permitió la brecha, revisamos cuidadosamente que no hubiese nadie ni en la cercanía ni en la lejanía. Luego, el Cartujo extrajo ceremonialmente el paquetito. Extendió en el cofre del carro un pañuelo sobre el que acomodó la