3 minute read

prólogo

Cuando en 2004 abrimos Momofuku Noodle Bar, no teníamos intención de servir postres. Creíamos que pesar ingredientes y hornear dulces era de calzonazos. A veces, a los clientes habituales los agasajábamos con unos bombones Hershey’s Kisses o con unos sándwiches de helado que yo compraba en la tienda de enfrente. Durante un tiempo, también tonteamos con una desacertada y efímera carta de cupcakes. En ese momento, contratar a un chef pastelero era lo último que se me hubiera ocurrido. Antes habría fichado a otro sous-chef que gastar dinero en alguien que se dedica a remover azúcar y hornear galletas. Así pensaba en aquella época.

Entonces, conocí a Christina Tosi.

El Departamento de Salud se había presentado en el restaurante y había vertido lejía sobre cientos de dólares en panceta de cerdo que nosotros mismos habíamos envasado al vacío. Según ellos, cualquiera que dispusiera de una máquina de envasado al vacío debía tener un plan APPCC (Análisis de Peligros y Puntos Críticos de Control), un sistema de gestión de registros increíblemente complejo más propio de fábricas de alimentación que de restaurantes de ramen. Wylie Dufresne se apiadó de mí y me envió a Christina Tosi, que acababa de implementar ese mismo plan en el restaurante que él dirigía, wd~50. Rápidamente y sin ayuda de nadie, Tosi nos salvó del infierno burocrático del Departamento de Salud.

En aquella época, ella se encargaba de gestionar este tipo de planes para varios de los restaurantes más importantes de Nueva York, lo que la mayoría de la gente hubiera considerado un empleo a jornada completa. Pero me di cuenta de que aquella mujer no era como la mayoría de la gente y de que teníamos muchas cosas en común; Tosi trabaja de sol a sol sin descanso y sin desfallecer.

Así que la contraté para que nos ayudara a organizar nuestra «oficina» —una mesa en un pasillo—, pero, en lugar de ello, comenzó a organizar la empresa.

Además, trabajaba como cajera en Ssäm Bar (esto fue durante la época en la que servíamos burritos), por las noches se preparaba para correr maratones y, de alguna forma, sacaba tiempo para hornear galletas y pasteles en su casa. Todos los días que venía a trabajar, traía algo casero. Y espectacular. Por su sabor, nada de aquello parecía haber sido elaborado en la cocina de un diminuto piso de Brooklyn, con ingredientes normales y corrientes y en un momento. Mientras tratábamos de transformar el restaurante de burritos mexicanos-coreanos, que entonces era Ssäm Bar en un negocio con posibilidades de permanecer abierto más de un año, me alimenté básicamente de lo que Tosi traía.

Sus galletas y sus pasteles, como muchas cosas que acabaron formando parte de la carta —el bossam, el pollo frito—, al principio eran solo para el personal. Yo la machacaba con que debía venderlos; era como un disco rayado. Y no sé ni cómo ni cuándo ni por qué, pero acabó cediendo. En mi mente, es como si de un día para otro hubiera pasado de redactar un plan APPCC a obligarme a prometerle que nunca más volvería a servir postres comprados. Por fin, había decidido hacerme caso y asumir un perfil más culinario en Momofuku. Aunque ya han transcurrido cinco años de aquello, parece que fue hace cinco minutos.

Para entonces, ella ya sabía cómo funcionaban las cosas y le parecía bien trabajar en el sótano… con el azúcar, la harina y la mantequilla que había por ahí… después de hacer su trabajo de «etc.» por el día y recorrer la ciudad elaborando planes APPCC para otros restaurantes…

Tosi tiene muchos dones: es encantadora de perros, consume más azúcar de lo que parece humanamente posible sin desplomarse y es la persona más testaruda que conozco. Pero lo que la hace tan especial para mí son su delirante ética profesional y su agudo cerebro.

Siempre he creído que cuando contratas a alguien con talento, hay que formarlo hasta un determinado nivel y, después, dejarlo libre. Tosi redefinió los términos de esa teoría. Milk Bar no existiría ni, por supuesto, sería lo que hoy es sin ella. Esta es la crónica de cómo comenzó todo y una mirada a la situación actual, mientras ella guía el negocio hacia terrenos inexplorados.

Un consejo antes de que sigas leyendo: no te dejes engañar por sus buenos modales y su encanto sureño; detrás de esa fachada se esconde una mujer despiadada… como sus recetas, en las que unos sabores y unos ingredientes aparentemente sencillos se combinan de maneras que hacen que a hombres hechos y derechos se les salten las lágrimas. Oponer resistencia a su manifiesto azucarero no sirve de nada.

David Chang