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I

Dicen que fue el único ser que verdaderamente regresó de entre los muertos. Que no sentía dolor de ningún tipo y que era capaz de contemplar el sol desde el alba hasta el atardecer sin pestañear. Que era un ente frío, cínico y egoísta, un trotamundos solitario que detestaba toda compañía y se burlaba del afecto humano. Que desayunaba alimañas y niños y que dormía con la mismísima Muerte; que incluso era su amante... Tan resistente que ni las catástrofes de la naturaleza, las personas más malvadas o los mismísimos Arcángeles pudieron acabar con él. Su rostro era capaz de atemorizar al más valiente de los hombres y ahuyentar a las mayores hordas de zombis. Y su alma inmortal era tan negra y gélida como el ocaso de invierno. Pero también dicen que tal criatura atormentada, sorprendiéndose incluso a sí misma, experimentó un tiempo en el que fue capaz de amar... a una niña humana, cuya sangre portó la cura del primer virus Z. Y dicen que, tras durísimas pruebas e incontables obstáculos, con la ayuda de ambos, la humanidad resurgió de sus cenizas; se cuentan cincuenta y tres años desde entonces. Su nombre aún se escucha en las historias de los viajeros que oscilan entre los puertos y asentamientos de los conjuntos de islas del Atlántico que, al menos hasta el momento de narrar esta crónica, forman la única región habitada, segura y civilizada del planeta, conocida como la Burbuja, urbanizada décadas atrás gracias a la titánica labor de la asociación Aurora, la única corporación íntegramente dedicada al desarrollo civil y a la recuperación del statu quo de antes del Apocalipsis. Se nombra en las mesas de los oscuros rincones de las tabernas más sórdidas de la Frontera. En las voces, o más bien en los miedosos susurros, de los niños de las escuelas subterráneas de la isla de Praia... Pero también hay quien asegura que nunca llegó a existir, pues aunque se hayan escrito numerosos libros y diarios alabándolo como a una divinidad o maldiciéndolo como a un demonio, nadie

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más lo ha vuelto a ver ni ha tenido constancia de su presencia, ya sea en la propia Burbuja, en la salvaje frontera interior francesa o más allá de la Zona Muerta, que es básicamente el resto del planeta sumido en la sombra. Se llamaba Erico. El propio sonido de su nombre siempre ha ido acompañado de multitud de mitos y leyendas. Un nombre que se ha usado para infundir respeto, esperanza y temor a partes iguales. En Ganea, un archipiélago formado por cuatro islas de la Burbuja pegadas unas a otras, las más avanzadas tecnológicamente de todo el planeta, donde la mayor parte de las superficies son grandes ciudades en las que son los rascacielos y no las palmeras lo que recorta el firmamento, a aquellos niños de padres ricos que se portan mal se los amenaza con que vendrá Erico y se los llevará a la oscuridad de su sótano, escondido en algún lugar de los vestigios de la lejana y ruinosa Barcelona, y los engordará con carne de rata hasta que le sirvan de alimento. Sin embargo, los quince habitantes de Litla Dimun, un pequeño islote minero y lleno de acantilados, que viven de los trueques gracias a las cantidades ingentes de Vanadio y Molibdeno que extraen del lugar, se han negado ya a reconocer como ciertos cualquier religión o dogma anteriormente establecidos, y solo utilizan el nombre de Erico para encomendarse al bien, maldecir y perjurar, o pronunciar cualquier discurso relacionado con su fe. La isla de Lanzarote es famosa, primero, por ser el hogar de la mayor comunidad científica del planeta instalada en laboratorios, puestos militares y observatorios de todo tipo, y segundo, por ser destino, al menos una vez al año, de todos y cada uno de los habitantes de la Burbuja, sin excepción, donde tienen el deber de pagar por ser tratados con las VAPO (vacunas de control de pandemias obligatorias). En esa árida región del mundo habitado, los técnicos, doctores y científicos más brillantes todavía se llevan las manos a la cabeza cada vez que reciben noticias llegadas desde los puestos de avanzada de los bordes exteriores, en la Zona Muerta, acerca de nuevos brotes cada vez más agresivos del virus Z . Entonces, exclaman, exasperados:

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«¡Si diéramos con el paradero de Erico, al menos con su cuerpo, seríamos capaces de culminar nuestras investigaciones, erradicar este maldito virus y terminar con las nuevas cepas para siempre!». Y están seguros de que él, vivo, muerto, no muerto o como quiera que se le pueda catalogar, y su irrepetible Singularidad, sería la clave para librarse de una vez por todas de tan resistente mal. No es de extrañar entonces que detrás de tanta expectación generada, innumerables grupos de militares, deambulantes, cazarrecompensas, incluso de escritores y cantautores en busca de inspiración, hayan intentado desesperadamente dar con su paradero, atreviéndose a adentrarse en las zonas más recónditas de la castigada Europa, no sin haber muerto entre las ruinas del antiguo mundo, haberse unido a las filas de no muertos que en ellas habitan, o regresado sin alguna pierna, brazo, ojo, o cualquier otra parte sumamente útil del cuerpo humano... pero siempre con las manos vacías. Existe una isla pequeña, situada entre el golfo de Vizcaya y el mar céltico, conocida como el Vertedero, donde el aire no es para nada puro, como nada ni nadie que habite en ella, y a vista de cuervo puede observarse un asentamiento de delincuentes, asesinos y marginados que más bien se trata de una cárcel sin barrotes ni ley. Aparte de la vegetación talada de sus alrededores, ese gueto de barracas y atalayas destartaladas es lo único que destaca en una superficie rodeada por un mar interminable. Es una isla sin puerto, de arena negra y con la característica de que es el único lugar de la Burbuja al que ningún superviviente desearía ir bajo ningún concepto. La mayoría de las islas del Atlántico fueron urbanizadas hace décadas y convertidas en fascinantes fortalezas y ciudades donde a día de hoy aún impera el bienestar, la seguridad, el orden y, lo más importante para sus residentes, la ausencia de zombis. Pero es de imaginar que para que el resto de las islas sean seguras, la basura tiene que echarse en algún sitio... Y es allí, en el Vertedero, sobre una roca que hay en la costa sur, cuya forma recuerda a la punta de una lanza, donde cada día a las seis de la tarde, llueva o haga sol, se sienta siempre una mujer cercana a la cuarentena, de pelo enmarañado y mirada taciturna, que nadie sabe qué demonios ha hecho para ser desterrada a tan funesto destino.

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Pues nadie la conoce ni ha hablado nunca con ella, y ni siquiera se sabe su nombre. No es de extrañar: reservada es un término que en su caso se queda corto, ya que lleva doce años sin pronunciar palabra. Esa mujer observa el horizonte cada día durante un par de horas, inamovible, y luego vuelve, silenciosa, junto al resto de personajes desechables de la isla, que ya han aprendido a ignorarla. Excepto uno: A veces, un hombre de pelo blanco, tez quemada por el sol y barba espesa apodado Pájaro Carpintero debido al tatuaje de dicha ave que tiene estampado en el hombro derecho, y que lleva en el Vertedero más años de los que puede recordar, se le acerca y le ofrece algo de fruta mustia y tímidos intentos de conversación, tal vez por aburrimiento o tal vez porque, según se dice, aquella mujer le gusta. Pero ella nunca le contesta; tampoco le hace ningún desdén, simplemente actúa como si nada más allá de la fina línea que separa el cielo del mar existiera. Pues bien, es importante empezar hablando de esta mujer, porque aunque no aparecerá demasiado en esta historia, sí que su aportación será crucial para entender muchas de las cosas que ocurrirán en ella. Una tarde en el que el cielo se encapotó con rapidez y las nubes estallaron en una de las tormentas eléctricas más furiosas que se recuerdan en el Vertedero, Pájaro Carpintero tuvo un mal presentimiento. Así que tan deprisa como sus cansadas piernas le permitieron, corrió a través de la orilla encharcada de la isla, contra viento, arena, lluvia y ensordecedores truenos, temiendo lo peor. En efecto, allí estaba la misteriosa mujer, posada sobre la roca como si fuera una elegante sirena. Solo que no tenía nada de elegante ni tampoco la destreza de una sirena aguantando el oleaje. Su ropaje empapado se le ceñía al cuerpo como una segunda piel y el agua la golpeaba con tal fuerza que apenas podía mantenerse estable sobre la roca. El poder de la marea la iba a matar. —¡Sal de ahí, mujer! —gritó Pájaro Carpintero, llevándose ambas manos a la boca a modo de bocina. Le dio un vuelco al corazón al verla agarrarse con más ímpetu para evitar ser engullida por la resaca. Maldijo toda clase de brusquedades cuando llegó y se subió desgañitado a la roca, agarró por debajo de los hombros a la mujer y, sufriendo un dolor reumático inenarrable, la arrastró hacia atrás en dirección a la arena, fuera de peligro, donde ambos cayeron en una

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especie de abrazo incómodo y lleno de rasguños. Dos marionetas rotas protagonistas de un cuadro grotesco. —Pero ¿es que quieres morir? ¿Eh? —se quejó Pájaro Carpintero, no tanto por el esfuerzo sino por el dolor que ella le provocó al caerle encima. Aún tumbados, consiguió adoptar una postura más cómoda para ambos y le apartó los pelos empapados de la cara. La mujer mantuvo su mirada casi catatónica fijada en el cielo denso, sin importarle que la intensa lluvia le anegara el rostro. —Sé dónde encontrarlo... —susurró ella. —¿Qué dices? —alzó la voz el hombre, aún jadeante, tan sorprendido de que pronunciara palabra como ensordecido por la tormenta. Y acercó la oreja a su boca. —Se cómo encontrar a Erico... —¿Cómo? —Arrugó el semblante, desconcertado—. ¿Erico? ¿Qué Erico? —Llevaba tanto tiempo en aquella maldita isla que al principio no supo si se refería a un preso, un familiar, un posible amante o una combinación de los tres. La mujer sonrió con un espontáneo alivio reflejado en el rostro. —Aquel al que todos buscan —dijo—. Sé dónde se encuentra Erico Lombardo.

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II

Nacida de la pasión de dos eternos amantes, una bella guerrera se pone en pie y brinda sobre la trona, orgullosa de su esencia de vencedora imbatible... Sus oponentes la miran deslumbrados desde la lona. La Frontera... Si alguna parte del mundo habitado se puede catalogar como un lugar tranquilo, sin altercados, con posibilidades para encontrar un trabajo honrado a cambio de unas cuantas liras de Verona o raciones de alimento y en el que vivir sin miedo y con perspectivas de formar una familia feliz..., desde luego que ese lugar no es este. El Vertedero sigue siendo el peor destino al que uno pueda ir a parar, por supuesto, pero a cualquiera que no sea militar, cazador de recompensas, deambulante, que simplemente esté de paso o que ya se haya acostumbrado a vivir entre la inmundicia anárquica de los bazares, salones, burdeles, asesinatos aleatorios y enfermedades de todo tipo, y piense en la sencilla idea de trasladarse a la Frontera para echar raíces, seguramente se lo tache de necio o de buscabroncas. Tras cincuenta y tres años de lucha (y después de volver a perder dolorosamente varias regiones que en su día ya fueron repobladas, como el norte de Italia, en la última gran pandemia del virus Z hace algo más de dos décadas atrás), la superficie de la Frontera se ha mantenido como la única zona «apta para la vida» (si es que este término se puede considerar adecuado) de todo el continente, que comprende un triángulo escaleno delimitado por los Pirineos franceses al sur, de donde nace un larga valla electrificada que cruza desde Narbona y Carcasona por el este hasta la región de Aquitania al noroeste. Más allá de eso, una zona en la sombra tan inmensa, oscura e incierta como el mismísimo cosmos. No es de extrañar que como mínimo resulte frustrante para los supervivientes del Apocalipsis no haber sido capaces de hacerlo

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mejor y verse todavía obligados a vivir en islas para sentirse seguros. Pero como muchas veces dicen algunos eruditos del monasterio del islote de Kalma, no es fácil como especie haber estado al borde de la absoluta extinción y resurgir como si el mundo fuera una maceta en la que plantas girasoles. Se hace lo que se puede con lo que se tiene. Fin de la discusión. Si se le pregunta la opinión a un militar de cualquier puesto de avanzada, dirá que las incursiones en tierra hostil cada vez son más eficaces, al menos hacia el sur de la Frontera, y que pronto levantarán una nueva valla que proteja y habilite la zona norte de la Península Ibérica. Si se le pregunta a un ciudadano medio de la Burbuja, se quejará de que no entiende cómo es posible que no solo se hayan perdido múltiples regiones de Europa, sino que no se haya conseguido más terreno con tantos años que se han tenido para reconquistar el continente. En cambio, la respuesta de uno de Ganea será preguntar con porte refinado si es en realidad un acto tan necesario. Un matemático de la escuela de Praia contestará que el número de habitantes actual del planeta no llega al millón y medio, una cuarta parte de la cantidad de no muertos que aún pululan por ahí, y que por progresión geométrica habrá que esperar aún tres generaciones más hasta que haya suficientes personas en el mundo para generar más recursos y hacer frente a carencias tales como la falta de mano de obra, de un ejército decente y de medidas medioambientales contra la radiación residual. Si se le pide opinión a un religioso del neocristianismo, voceará que los zombis son un ejército de demonios casi inmortal; los hombres, seres demasiado débiles, y que este mundo ha sido definitivamente dejado de la mano de Dios y de la de su hermano Calipto. Y si se le preguntara a Gina «Desamor» Romeo, la deambulante que en el momento de continuar esta historia regentaba la taberna de Jean Phillipe en Brach, un asentamiento fronterizo de la región de Nueva Aquitania situado a cien metros de la valla electrificada que separa ambos mundos, habría dicho que le importaba una soberana mierda. En una pared de la taberna de Jean Phillipe podía verse un tablón con cinco carteles de «Se busca» con los rostros de los miembros de la familia Faure-Dumont. Todos, menos el del miembro más joven,

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estaban marcados con un aspa roja. El local olía a cerveza, a brasas y también a sudor y a sangre, pues acababa de tener lugar una buena pelea. Sentada en la barra, Gina, que aunque solo tenía veintiocho años estaba perdiendo con rapidez su aspecto juvenil desde que la vida la estaba curtiendo a base de arduas experiencias y ya lucía alguna que otra cicatriz, como la de su oreja derecha, cuya herida de la que nunca hablaba quedaba bien disimulada bajo varios mechones de cabello, sostenía con una mano un vaso lleno de whiskey y con la otra se apretaba el costado izquierdo, consciente de que posiblemente tuviera alguna costilla fracturada. Bebió de un sorbo el líquido cobrizo del vaso. Eso la reconfortó. Su mano aún temblaba ligeramente por el entumecimiento que le provocaban las magulladuras. En ese momento empezó a sonar desde la vieja gramola situada junto a la puerta del local la canción «La isla bonita», de Madonna. Phillipe, el dueño de la taberna, ordenó a sus ayudantes con un chasquido de dedos que recogieran el desastre de mesas y sillas rotas que había dejado el altercado y echó una rápida ojeada a la muchacha. —¿Cómo estás? —se atrevió a preguntarle. Y le sirvió otro trago. Un tipo no demasiado grande pero sí sumamente estúpido yacía inconsciente en el suelo a escasos metros de ella. Aquel borracho había intentado flirtear con la chica patosamente la primera vez y tocar y oler imprudentemente su cabello moreno la segunda. El resultado: un baile de puñetazos, vasos rotos contra la cabeza, patadas en la entrepierna y taburetes empotrados el uno contra el otro. Gina alzó la vista para mirar al tabernero; en sus ojos aún se reflejaba cierta carga de mal humor. Entonces sacó del bolsillo interior de la chaqueta una fotografía de la isla paradisiaca de Madeira que llevaba siempre encima y se la mostró. —Precioso —murmuró Phillipe—. ¿El destino de tus próximas vacaciones? —Mi hogar —respondió sorprendentemente serena—. Por qué razón no vuelvo junto a mis tíos y sigo pudriéndome en asentamientos como este, llenos de malnacidos, es algo que aún no me explico. Phillipe apoyó ambas manos sobre la barra. —Por supuesto que sí —rio—. Cuentan que eres una deambulante. Y de las buenas. De modo que te va la marcha. Apuesto a que los ojos

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te hacen chiribitas cuando un cliente llama a tu puerta y te dice que debes volver a cruzar esa valla de ahí afuera. Gina adoptó un semblante reflexivo. Tal vez estuviera en lo cierto. Los deambulantes eran personas extrañas que escogían un modo de vida solitario y adicto a la adrenalina. Los menos habilidosos no vivían demasiado, pero aquellos que destacaban se conocían la Zona Muerta mejor que las palmas de sus propias manos. Daba igual que los contrataran para recuperar algún pedazo de tecnología del pasado, para guiar a algún grupo de militares por las ruinas de una ciudad perdida o para reconocer un nuevo terreno en la Sombra. Cualquier excusa era buena para escapar de la asfixiante monotonía de una sociedad desesperada y agonizante. —Odio cuando alguien tiene más razón que yo acerca de mí... — musitó Gina, que observó de nuevo la instantánea con disimulada añoranza y volvió a guardarla en la chaqueta. —No ha sido difícil. Salta a la vista que no eres precisamente una princesa a la que le apasione tostarse al sol —observó Phillipe. —Tampoco una necia a la que le guste que se le acerquen demasiado. —Creo que a ese le habrá quedado claro a partir de hoy. —Hizo un gesto con la cabeza señalando al tipo abatido. Ahora los empleados se lo llevaban de pies y manos para depositarlo sobre el frío barro de la calle—. ¿Es por eso que te haces llamar Desamor? —No me gusta ese apodo. Y no me gusta que me llamen así —replicó ella—. Es algo que solo ocurre en ciertas partes de la Frontera. Pensaba que aquí me iba a librar. —Pues siento decir que al menos yo no te conozco por otro nombre. —La culpa la tiene un cantautor del tres al cuarto que presenció cómo tumbaba bebiendo al campeón de Tarbes hace tres años en la taberna de ese asentamiento. Quedó tan impresionado por mi aguante que decidió componer una maldita canción inspirándose en mi apellido, Romeo, que al parecer tiene algo que ver con una historia antigua de dos amantes de Verona que murieron por amor. —Ese cantautor, ¿cómo se llama? —quiso saber el tabernero. —Se hace llamar Minuto Tres, porque es el tiempo que duran todas sus composiciones. Él no es muy famoso, pero, por lo visto, la canción

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que escribió sobre mi tiene gancho, así que bien por él y mal por mí —dijo ella con fastidio, y bebió otro sorbo. —Minuto Tres... —repitió pensativo—. Ahora que lo dices, me suena... Sea como sea, ¿cómo prefieres que te llame? —Mi nombre es Gina. —Le tendió una mano—. Por favor, corre la voz de que es el único. —Jean Phillipe. —Se la estrechó—. Haré lo que pueda. Después de lo de hoy, mucha gente preguntará por ti. A aquel tipo le has dado una buena paliza... —murmuró el hombre sorprendido—. ¿Dónde aprendiste a luchar así? Gina alzó tres dedos, y los fue bajando mientras hablaba. —Tuve tres mentores: mi padre a los diez, un oriental de buen corazón llamado Quiang a los dieciocho, y hace un par de años a Trevor Castor, que durante unos cuantos meses quiso reclutarme para que trabajara con él y que de vez en cuando me enseñaba algunos truquitos. —¿Trevor, el cazarrecompensas? —comentó divertido—. La Frontera entera le debe las aspas rojas de aquel tablón. Según dicen es el mejor, el más lunático y el más arrogante de todos ellos. —Las tres cosas son ciertas —confirmó la muchacha con una sonrisa escueta. —¿Y por qué nunca has aceptado su oferta? Gina se encogió de hombros. —Lo mío no es cazar a personas, sino objetos y porciones de mapa. Los deambulantes y los cazadores no terminamos de entendernos y a menudo acabamos a tortas. Nuestro terreno es la Sombra, y el suyo, la Frontera y la Burbuja. Así que es mejor no entrometernos ni probar experimentos raros. —Hizo una breve pausa por si se le ocurrían más motivos—. Tampoco me fascina la idea de trabajar junto a un maníaco del orden con una evidente inestabilidad mental —terminó de decir. —¿Tan exageradas son sus excentricidades? La chica emitió un sonido afirmativo con los labios cerrados. Luego dijo: —A los delincuentes que caza con vida los obliga a peinarse y a lavarse bien antes de llevarlos ante la justicia. Luego les dice que nunca tendrán una segunda oportunidad para causar una buena primera impresión. ¿Te parece eso lo suficientemente excéntrico? —Bebió de una vez el resto del contenido del vaso y fue a coger de nuevo la botella.

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Phillipe la apartó de su alcance. —Llevas tres —dijo—. ¿Podrás pagar una cuarta ronda? —Seguramente no —contestó ella con la mano aún extendida. —¿Por qué no te vas ya para casa y descansas? Te vendrá bien mirarte con lupa esas heridas —le sugirió. La chica apartó el pecho de la barra e hizo una ligera mueca de molestia al tocarse de nuevo las costillas. Luego se palpó el labio. Aun le sangraba, se lo secó con el puño. —Eso depende ¿Qué hora es? —quiso saber. —Las diez y media. ¿Es que esperas a alguien? —preguntó el tabernero. Gina asintió. —A Trevor Castor —soltó de golpe. Phillipe se puso tenso. —¿Va a venir aquí? —Se incomodó—. Escucha, yo no quiero problemas. —Se apartó un poco de la barra y miró con nerviosismo hacia la puerta. —Puedes estar tranquilo. Apuesto a que hoy ya has cubierto el cupo diario. —Se sacó una nota escrita a mano del bolsillo del pantalón y la colocó en la barra—. Adelante, échale un vistazo. La he encontrado hoy fuera de mi habitáculo, clavada en un alfiler que formaba un ángulo perfectamente recto con la puerta: simples excentricidades. Phillipe, ligeramente intrigado, se puso unas gafas de pasta medio rotas que llevaba colgadas con un hilo del cuello y se acercó para leer. «Querida Gina, tengo algo que contarte que te será de sumo interés. Sé que piensas que tal vez se trate de una jugarreta para volver a vernos, pero nada más lejos de la realidad, y si estoy mintiendo, juro sobre mi licencia de cazador de recompensas que yo mismo me pondré de rodillas y dejaré que me vueles la tapa de los sesos con mi revólver. Nos vemos a las once de la noche junto al arroyo que hay cerca de la taberna de Jean Phillipe. Pd: Agradecería que me devolvieras las doscientas liras de Verona que me robaste la última vez mientras dormía. Fdo: Trevor Castor». —Vaya... —exclamó el tabernero—. Cualquiera diría que ese tipo te ama...

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—Y así es —dijo, guardándose la nota de nuevo—. Aunque también me odia con la misma intensidad. —¿Es que acaso tú y él...? —Hizo un gesto juntando los dos dedos índices. —Jamás —rechazó ella con rotundidad, y añadió—: Simplemente me dejó vivir un tiempo con él en una de sus siete moradas. —¿En serio le robaste a Trevor el cazador doscientas liras? —dijo Phillipe, sorprendido. —Eso es lo que asegura él. La realidad es que me las debía tras ayudarlo a capturar a aquel asesino caníbal que se creía un zombi y que atormentó a media Frontera durante años. Su cabeza le permitió ganar diez veces esa suma. —Está bien. —El hombre quiso cambiar de tema—. Sea como sea, me gustaría que os ocuparais de vuestros asuntos raritos bien lejos de mi local. —Una petición justa —admitió ella—. En breve me iré. Deja de preocuparte. —Chica... Llevas en mi taberna cuarenta minutos y parece que haya pasado un puñetero huracán. Es difícil no preocuparme si encima sé que Trevor Castor anda cerca y viene a buscarte. —En teoría, en son de paz. —Siguió palpándose el labio—. Maldita sea, cómo escuece... —Aun así... —La observó un segundo, suspicaz—. Aquí nada pasa por casualidad. Y últimamente, la gente se pone más violenta de lo habitual. Debe de ser el aire; huele distinto, como a ácido de motor. Se te queda en la garganta. Dime una cosa: ¿sueles meterte en muchos líos? —¿Y quién no en la Frontera? —gruñó Gina, divertida. —El que no los busca —respondió el hombre, convencido—. Una vez conocí a un predicador, un hombre de bien, que su afán era el de ayudar a la gente con sus plegarias. —No me digas —comentó Gina con fingido interés mientras se frotaba los nudillos, aún manchados de sangre—. ¿Y qué fue de él? —Terminó muerto de varios disparos junto a esa mesa de allí atrás cuando intentó parar una timba de mus de cuatro hombres gritándoles que el juego y el vicio eran el Mal. —¿A eso lo llamas tú no meterse en líos? —murmuró Gina, frunciendo el ceño.

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—No. Pero mientras hablábamos me he fijado en que aún están los agujeros de bala en la pared y no he podido evitar acordarme. Gina se giró para mirarlos. Interesante estucado, pensó. Luego sacó un par de fichas de cuatro liras de Verona y las dejó caer sobre la mesa. —Parece ser que me llegará para una cuarta ronda —observó—. Venga, sírveme y te cuento cómo encontré un dron alemán estrellado en las ruinas de Lyon, del que extraje un generador cinético que ahora suministra electricidad a mi habitáculo. Aquello sí fue meterse en líos: me vi atrapada por una horda de zombis en las afueras de esa condenada necrópolis y tuve que esconderme dos días enteros en el interior de una furgoneta calcinada. —Ni hablar —rechazó Phillipe—. Prefiero devolverte el cambio de lo que ya has consumido y perderte de vista por un tiempo. —Sacó una ficha de dos liras y se la lanzó de vuelta. Gina la cogió al vuelo y lo miró con una sonrisa irónica. —Desde luego, no eres el tabernero más fascinante con el que me he cruzado. —Tú tampoco eres mi mejor clienta. —Se encogió de hombros—. Y hablar por más tiempo no hará que este desastre se arregle solo. ¿Te has fijado en que se ha marchado ya todo el mundo? Gina echó una rápida ojeada alrededor. —En esa mesa todavía hay un hombre —señaló. Un tipo de mediana edad, con clapas en el pelo y la cara totalmente desfigurada por unas feas quemaduras, miraba de forma inquietante, sin gesticular ni pronunciar palabra, un punto fijo de la superficie de la mesa en la que estaba sentado, situada en la esquina más oscura del local. —Ese de ahí no cuenta —protestó—. Un día iba borracho, se apoyó sin querer en la valla electrificada para atarse un zapato y así se ha quedado. Parece que sigue traumatizado. Cada día viene pero no consume nada. —¿Y por qué le permites estar aquí? —preguntó Gina. —Porque es mi cuñado —soltó con hastío—. Y ahora en serio: ¿no habías quedado con Trevor Castor en algún lugar apartado de mi taberna? —Por su tono de voz parecía cada vez más nervioso. —De acuerdo, anciano. —Apoyó ambas palmas en la barra para ayudar a levantarse, sin ánimo de ofender a nadie—. Imagino que preferirás que no vuelva por aquí.

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—Yo no he dicho eso. —Arrugó el entrecejo—. Jamás se me ocurriría negar a nadie que venga a beberse mi alcohol. Y la culpa de la pelea no ha sido tuya. Así que si sigues viva después de esta noche, vuelve en una semana. Pero no antes. Gina se ajustó el cubrehombros y luego el cinturón con su cuchillo y utensilios. Era una chica de buena estatura y condiciones físicas, de mirada penetrante y decidida, que no la bajaba nunca si no era para atarse las botas. En el nuevo orden mundial de las cosas no se distinguía entre mujeres y hombres peligrosos, cualquiera podía acabar con cualquiera, y su apariencia no indicaba precisamente lo contrario. No obstante, alguna vez le habían dicho que era una persona noble, de buen corazón... Ella siempre dudó de que aquello fuera cierto. Los amigos, si es que alguna vez tuvo alguno, a veces dicen esa clase de cosas. Se dispuso a marcharse. —A propósito —dijo ella acercándose a la puerta. Se detuvo y se volvió hacia Phillipe—. ¿De dónde viene el whiskey que me has servido? —Lo destilo yo mismo. Luego lo guardo en bidones de madera en el sótano durante al menos seis meses. ¿Por qué? —Es el mejor que he probado en años —sonrió. El tabernero puso cara de sorpresa y luego de orgullo. Gina se despidió con un gesto de cabeza y salió al exterior. Originalmente, Brach había sido un pequeño pueblo de la región de Aquitania, al oeste de Francia, que tras el Apocalipsis pasó a erguirse como uno de los primeros puestos fronterizos durante la recuperación de Europa, y dada su proximidad con el mar, el primero por el que empezó a construirse la valla, lo que lo hizo muy popular durante las primeras décadas de la reconquista. Incluso llegó a consolidarse como un emplazamiento turístico de obligada visita para aquellos ciudadanos curiosos de la Burbuja que querían experimentar cómo sería volver a pisar el continente. Sin embargo, con el tiempo, la arena arrastrada por el viento desde las cercanas dunas de Pilat fue sepultando las calles de Brach bajo un manto de tierra y polvo, sus habitantes perdieron el interés por el lugar y terminó convirtiéndose prácticamente en un enclave fantasma.

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Ahora, lo más destacable de Brach eran la taberna de Phillipe, un bazar lleno de prostíbulos y tenduchas malolientes al sur, el puesto militar en la valla que vigilaba el acceso a la Zona Muerta y los cascotes de lo que una vez fue un lujoso hotel, ahora apodado la Perla del Desierto, cuyas arcaicas y agrietadas habitaciones habían sido adaptadas para servir como únicas moradas de aquellos residentes que pudieran costearse la estancia. Más allá de eso, kilómetros y kilómetros de ruinas, paramos secos y vegetación muerta reinaban hasta el siguiente asentamiento habitado: Brecha Ámbar, a medio día a caballo hacia el este. Gina llevaba en Brach poco menos de un mes, tras regresar de la Zona Muerta habiendo culminado con éxito su último encargo, que consistió en recoger varias muestras específicas de agua y vegetación en una región perdida a ciento cincuenta kilómetros al norte, cuyas particularidades la comunidad científica se mostró muy interesada en analizar. Con ello ganó una buena cantidad de liras de Verona, y eso le hizo pensar que Brach sería un buen lugar en el que quedarse por un tiempo. Sin embargo, desde entonces no había obtenido ningún otro contrato y sus recursos se estaban agotando. Por eso aquella mañana recibió con una mueca comprometida la proposición de verse con Trevor Castor. No le apetecía demasiado volver a tener a ese hombre cara a cara, pero si tan interesante era el asunto que se traía entre manos, como mínimo tenía el deber que le dictaba su código profesional de escucharlo. Aquella noche era especialmente oscura, sin estrellas y con una luna lechosa que se ocultaba tras un denso manto de nubes. De modo que a medio camino hacia el arroyo, cojeando ligeramente por el dolor de sus magulladuras y sumida en sus propios pensamientos, Gina no vio venir el puñetazo que le fue a estallar en plena cara. La chica vislumbro destellos en una nueva y veloz punzada de dolor, pero reaccionó rápido y pudo esquivar un segundo golpe. —¡¿Quién te has creído que eres, maldita fulana?! —gritó balbuceante el borracho con el que se había peleado en la taberna hacía menos de media hora, que al fallar el segundo puñetazo dio un paso en falso que casi lo hizo caer al suelo. ¿Cómo era posible que aquel desgraciado siguiera en pie? A Gina la invadió una incontrolada e imparable ira.

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él.

—Yo te mato... —masculló entre dientes, y fue a abalanzarse sobre

—Permite que corra de mi cuenta —se escuchó una voz grave, seguida de un rapidísimo disparo que iluminó fugazmente la noche y fulminó al tipo en el acto; sus sesos se esparcieron por el suelo como el vino derramado. Gina, absorta y todavía con el puño en alto, se volvió y vio la silueta de un hombre corpulento que vestía elegantemente con una gabardina larga y un sombrero hecho con la piel de algún animal. En ese momento fue a encenderse un cigarrillo de liar con el cañón todavía humeante del revólver, lo que dejó entrever un rostro de rasgos esculpidos y lleno de cicatrices, cuyo mentón prominente quedaba ensombrecido por una barba de cinco días. —¡Trevor! —exclamó Gina, sin poder dar crédito a lo que acababa de pasar. —Hola, nena. ¿Qué tal te va? —preguntó Trevor, que sin apartar su mirada analítica de ella dio una larga y silenciosa calada al cigarro.

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III

Quienes lo conocen un poco saben que Trevor Castor solo ha sentido respeto por una sola persona en toda su vida: su padre, al cual mató a los catorce años clavándole una taza de hojalata en la cabeza, harto de aguantar más sus azotes y palizas. Luego, de algún modo que nunca explicó, se las apañó para hacer desaparecer el cadáver. Ni siquiera tenía la certeza de que se tratara de su verdadero padre. La madre de Trevor ejerció la prostitución en los suburbios de Carcasona y dos días después de que él naciera llamó a la puerta de un sorprendido Íñigo Castor, el cura de la región, le dijo que ese era hijo suyo, dejó al bebé en el porche de la parroquia y dio media vuelta para no volver a verlos más. Trevor creció entonces entre dos entornos muy opuestos: el de las plegarias a primerísima hora de la mañana y la severa rectitud del neocristianismo, y el de las peleas entre las bandas de los suburbios fronterizos cuando caía la noche. Cada vez que volvía a casa con algún moratón o herida de cuchillo, su padre le provocaba el mismo número de heridas multiplicado por dos. A los dieciocho años ya había estado en el Vertedero dos veces por delitos menores. Y a los veintiuno ya tenía precio puesto a su cabeza. Cuatro buenos cazadores de recompensas fueron a por él y los cuatro murieron en el intento (aunque uno de ellos fue por accidente al desplomarse su caballo por un peñasco). Entretanto, Trevor aprendió a manejar los puños y las armas como nadie y transformó sus habilidades en aquello que más tarde sería su ocupación. Un buen día, cuando por fin consiguieron dar con su escondite y capturarlo en un zoo abandonado de Ax-les-Thermes, lo dispusieron todo para ahorcarlo en público. Entonces convenció a las autoridades de que sabía que su conducta no había sido la adecuada y apeló al derecho que tenía cualquier practicante del neocristianismo de arrepentirse y servir al

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Señor. De modo que pasó media década reflexionando acerca de sus pecados en el monasterio de Kalma. Para cuando se cansó de la estricta disciplina que regía en el interior de aquellos muros y del severo y doloroso entrenamiento que él mismo se autoimpuso, dedujo que su deuda para con Dios ya estaba saldada y obligó a firmar su absolución al Padre superior de la abadía. Así fue como volvió a la Frontera hecho una bestia de dos metros de alto y ciento diez kilos de puro músculo, donde se autoproclamó el mejor cazador de recompensas habido y por haber y retó públicamente a cualquiera que no estuviera de acuerdo a que demostrara lo contrario en un duelo de habilidad con pistolas, machetes, manos desnudas o lo que le viniera en gana. Era ahora, a la edad de cuarenta y cinco años, cuando Trevor Castor, que había cazado a tantas personas y se había ganado tantos enemigos que ni en cien empuñaduras de cuchillo cabrían las respectivas muescas, aprendió la verdad más reveladora de todas: que cuando uno lleva demasiados años siendo el mejor, conviene que sea uno mismo quien escoja a su relevo. —¡No era necesario que lo mataras! —le reprochó Gina señalando el cadáver—. Podía encargarme yo sola. —Sí —contestó él. —Sí, ¿qué? —No habían cruzado ni dos palabras y ya la estaba sacando de quicio. —Que sí a que hacía falta que lo quitara de en medio y que sí a que no me cabe duda de que podrías haberte encargado sola —respondió Trevor. Luego le recordó—: Te oí decir que lo ibas a matar. Simplemente quise ahorrarte las molestias. —Era una amenaza, no una notificación —aclaró Gina, acelerada. El corazón todavía le latía con fuerza—. ¿Es que ahora también liquidas a personas que no tengan precio puesto a su cabeza? —Solo si me lo pide Dios, Calipto o un mal presentimiento. —¿Y cuál de tus múltiples voces internas ha sido esta vez? —le recriminó ella. —Ninguna. —Los ojos de Trevor brillaron como los de un lobo en mitad de la noche. Se hizo un breve silencio y entonces se acercó con pasos lentos hasta quedar frente a la chica, que, aunque jamás lo ad-

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mitiría, se sintió un tanto intimidada—. La vida y la muerte no son más que estados de la creación. En ocasiones yo solo me limito a facilitar el intercambio —dijo en un tono carente de emociones. Después añadió—: Desde hace un par de semanas tengo un contrato para capturar vivo o muerto a ese indeseable. Solo se me ocurre definir como improbable casualidad el hecho de que el tipo haya venido a parar a Brach y que tú te hayas embroncado con él. No hace falta que me des las gracias. —Tampoco lo pensaba hacer —protestó Gina irritada—. Te he dicho que sé defenderme por mí misma. —Gracias a que yo te enseñé cómo —le recordó. Luego le sujetó el mentón y observó sus heridas. Ella no se lo impidió—. Estás hecha un desastre. Al menos podrías recogerte el cabello en una coleta. Gina chasqueó la lengua y dio un paso atrás. —No soy uno de tus encargos a los que vayas a entregar a las autoridades. Cuando necesite algún consejo sobre mi imagen ya te lo pediré. —Puso los brazos en jarras—. ¿Puedes contarme ya a qué viene tanto misterio y dedicación por tu parte a la hora de dar con mi ubicación y dejarme una ridícula carta clavada en la puerta? —Antes solían gustarte mis cartas. —No es que me gustaran, es que eran lo único que no detestaba de ti. —¿Tan mal maestro fui? —preguntó el cazador de recompensas. —Bueno, hui de tu lado, ¿no? —dijo ella con tono de evidencia—. Estaba harta de tus desprecios, de tus cambios de humor y de no parar de romperme partes del cuerpo siguiendo tus instrucciones. ¿Disfrutabas con ello? Trevor dio una última calada al cigarro, lo tiró al suelo y lo aplastó bajo su bota. —Lo que ahora quiero son tres cosas —dijo exhalando el humo e ignorando el último comentario de Gina—: La primera es que te relajes... Vamos, respira; si te guardara algún rencor por lo que hiciste y te quisiera muerta sabes que ya lo estarías. La segunda es que me ayudes a recoger ese cuerpo y a llevarlo hasta el caballo que he dejado atado cerca del arroyo. Las autoridades de Brecha Ámbar esperan un fiambre mañana al alba y no me apetece mancharme la ropa más de lo necesario. Y por último, una vez la tensión desaparezca del ambien-

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te, quiero que te sientes conmigo en una hoguera que lleva un rato encendida. —Hizo un gesto con la cabeza señalando en dirección a dónde estaba el caballo—. Como te pedí: tenemos que hablar. Gina vislumbró en la distancia el resplandor anaranjado de unas llamas. Luego achinó los ojos, pensativa. —Esto no se tratará de otro jueguecito tuyo porque simplemente te apetece hacerme perder el tiempo, ¿verdad? Porque a pesar de lo que te pueda parecer, te aseguro que no estoy para hostias. —Señaló su cara amoratada. Luego dijo—: Tengo una nota que me autoriza a volarte la tapa de los sesos si intuyo que me estas ninguneando. El cazador de recompensas rio entre dientes, como si estuviera divirtiéndose con la situación. —¿Te hace gracia? —advirtió Gina. No fue exactamente una pregunta. —Adelante, cógelo. —Le lanzó su revólver. La chica lo agarró al vuelo—. Sabes que siempre cumplo mis amenazas y casi siempre mis promesas. Gina sostuvo el arma, extrañada. —¿Y qué demonios significa esto? —Una garantía —respondió—. Hace más de un año que no nos vemos. No podemos retomar nuestra amistad sin que antes generemos un entorno de cálida y total confianza entre nosotros. —Tú y yo nunca fuimos amigos, Trevor. —Tampoco enemigos —rebatió—. ¿Te paras a pensar a veces en lo afortunada que eres? —¿Y tú en lo insolente que llegas a ser? —contraatacó ella. —Esa es la menor de mis virtudes. Gina habría querido decirle que más bien era el menor de sus múltiples defectos, pero terminó optando por no seguir por esa senda. Así él pensaría que tenía razón y ella que era un capullo incorregible. Ambos saldrían ganando. Observó un instante el revólver. Pesaba bastante. Se notaba que era una buena arma. Se trataba de un modelo Jericho de 9 mm, el arma favorita del cazador. —De acuerdo —aceptó la muchacha al fin, colocándose la pistola por detrás del pantalón—. Explícame a qué viene toda esta puesta en escena. Estoy más cansada que intrigada, así que si esto se alarga demasiado simplemente me iré a dormir.

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—Todavía tienes que relajarte y luego ayudarme con el asunto del fiambre —le recordó él. —Lo cierto es que saber que tu revólver está en mi poder mientras dura nuestro encuentro es bastante tranquilizador —repuso ella—. Pero no me ha quedado claro por qué tengo que ayudarte con los desastres que vas dejando por ahí. —Porque bien podría haberte espiado manteniéndome al margen, esperar a que acabaras dejando sin sentido y sin dientes a ese pobre diablo y entretenerme viendo cómo te deslomabas arrastrando su cuerpo o atándolo para que no te molestara más. Luego tan solo hubiera tenido que ir con mi caballo a recogerlo y quedarme la recompensa de cuatrocientas liras de Verona para mí solo. Además, me habría ahorrado una bala. —¿Es que acaso pensabas compartir la recompensa conmigo? — musitó Gina. —Así es. —No te creo. —Llámalo camaradería —respondió el cazador. —¿Estás diciendo que me vas a dar doscientas liras si te ayudo a llevar este fiambre hasta tu caballo? —quiso oírle repetir. Trevor sacudió la cabeza. —Las cuatrocientas liras me las quedaré yo. —Acabas de decir que me darías la mitad del dinero si cooperaba. —No —la corrigió él—. Lo que te he dado a entender es que compartiría la recompensa contigo. Y dado que tú ya me debes doscientas liras a mí, de este modo estaremos en paz y no tendré que perseguirte en un futuro por robarme vilmente la última vez mientras dormía. —Yo no te robé nada —se defendió Gina con un repentino desdén—. Solo cogí lo que me pertenecía. Trevor extendió la comisura de los labios. —Está claro que ni tú ni yo abandonaremos voluntariamente nuestra propia versión de los hechos. Por eso, de no lograr ponernos de acuerdo, algún día me veré con el derecho de venir a reclamar lo que considero mío y tú te verás con el derecho de defenderte, huir o pagar. Gina fue a responder a eso, pero se lo pensó mejor y se detuvo con media palabra en la boca.

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—Movamos este cuerpo de una maldita vez —concluyó al fin. Y así fue como entre ambos, en absoluto silencio, trasladaron el cadáver hasta el arroyo, donde lo envolvieron en una sábana y lo dejaron listo para, más tarde, subirlo y atarlo al caballo. Luego se limpiaron la sangre de las manos con el agua del pequeño riachuelo, donde Gina aprovechó para lavarse también la cara, y fueron a sentarse en dos troncos ya colocados uno frente al otro ante la hoguera. —¿Tienes hambre? —le preguntó Trevor, en un atisbo de cortesía. La chica negó con la cabeza mientras observaba las llamas y estiraba las manos para calentarse. En el rostro se le habían dibujado más moratones de la pelea y las heridas del cuerpo le dolían más que antes. —¿Sed? —¿Llevas whiskey encima? —Lo miró. Trevor sacó una pequeña cantimplora metálica de su faltriquera y se la extendió. Ella la cogió, dio un sorbo y escupió el líquido al instante, tosiendo con fuerza. —¿Qué diantres es esto? —masculló. —Lo llaman licor de hoguera. ¿Apropiado, no te parece? Se elabora en la región de Carcasona. A veces lo usan para adulterar la gasolina. —Es horrible —se quejó arrugando el gesto. —No seré yo quien diga lo contrario. Pero llevo semanas bebiéndolo y aún no me ha matado. Con eso me vale —murmuró. Sacó su pitillera y se encendió otro cigarrillo acercándolo un poco al fuego. Gina olisqueó el líquido y lo volvió a probar. Esta vez su tráquea lo toleró un poco mejor, pero le ardió al tragarlo y tosió de nuevo. Se secó la boca con el puño y luego se rodeó las rodillas con los brazos. Así se quedó un buen rato, en silencio, contemplando las llamas de la hoguera. Trevor no le quitó el ojo de encima mientras fumaba. —¿Y bien? —dijo el cazador al cabo de unos minutos, echando la colilla al fuego—. ¿No quieres saber por qué estamos aquí? —Pues ahora que lo dices, ya no estoy muy segura. Además, hace rato que he renunciado a creer que soy yo quien lleva las riendas de esta conversación. Trevor, con un movimiento pausado, se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo largo y gris. —Tómate tu tiempo para responder a lo siguiente: ¿cuál crees tú que, hoy por hoy, sería el trabajo mejor pagado al que cualquier

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cazador de recompensas o deambulante que se precie pudiera aspirar? Gina se encogió de hombros. —Seguramente alguno tan absurdamente peligroso que hasta yo lo rechazaría. —Oh, pero este no —comentó Trevor, volviéndose a ajustar el sombrero con parsimonia—. Sin duda se trata de uno absurdamente peligroso. Pero con la información correcta en tu poder, este no lo rechazarías ni tú ni nadie. —¿Por qué no vas al grano? —solicitó Gina, cogiendo de nuevo la cantimplora que había dejado a un lado. —Estoy decidido a encontrar el paradero de Erico Lombardo —soltó Trevor de golpe—. Y si te unes a mí, sé cómo dar con la persona que puede decirnos dónde está. Gina, que iba a dar otro sorbo, se detuvo y lo miró, ligeramente interesada. —Erico... ¿el Zombi...? Trevor arqueó una ceja. —Me pregunto por qué siempre que se menciona ese nombre en una conversación la gente tiende a formular la misma estúpida pregunta... Como si no quedase ya meridianamente claro que así es. Ella se quedó pensativa unos instantes, sin prestar atención a eso último. —No me interesa —dictaminó al fin, y bebió. El cazador levantó un dedo amenazador. —Chica, no te hagas la listilla conmigo —la advirtió, serio—. Sabes bien que la última recompensa que ofrecen por encontrarlo es de medio millón. —Y seguirá subiendo cada vez que salten rumores de nuevas cepas del virus Z —repuso ella—. Todavía te queda un aspa por marcar en el tablero de la familia Faure-Dumont. ¿Por qué no completas tu obra antes de embarcarte en un disparate como este? —No me importan demasiado los miembros de esa familia. Perseguirlos es como hacer círculos con el humo de un cigarro. —¿Porque es aburrido? —Porque es sencillo. Solo los idiotas te aplauden por ello —aclaró Trevor—. Los rumores vuelan, el reloj corre, y a la reputación se

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le tiene que dar de comer. Imagínate las canciones que compondría Minuto Tres sobre ti si fueras la que trajera de vuelta a ese bicho raro. —Me da completamente igual lo que un trovador malnacido cante sobre mí. Es más, solo quiero que me olvide. —Desamor tampoco es un apodo que esté tan mal. —Vas a dejar de recordármelo si deseas que te siga escuchando — gruñó Gina. Trevor perfiló media sonrisa. —Como quieras... —dijo—. Entonces sigue escuchando: en una semana, todos los cazarrecompensas y deambulantes de la Frontera sabrán lo que yo sé ahora. Así que no existirá otra oportunidad mejor para dar con Erico... «el Zombi» —recalcó con énfasis—. Si no somos nosotros, lo harán otros. —Que sean otros, pues. Yo ya no soy tan niña para ser tan necia — insistió ella. Le devolvió la cantimplora—. ¿Cuánto tiempo más nos va a llevar esto? Esta noche hay una timba de póker en el hotel donde me hospedo y estoy pensando en unirme. Trevor achinó los ojos casi imperceptiblemente. —Eres muy cabezota —dijo, mostrándose paciente. Luego echó un vistazo rápido al reloj lleno de engranajes de su muñeca—. Calculo que me quedan unos veinte minutos antes de tener que partir hacia Brecha Ámbar y convencerte de que vamos a hacerlo. Gina carraspeó para aclararse la garganta. Todavía le ardía. —Te seré sincera —dijo con voz cansada—. Desde que tengo memoria son incontables las personas a las que he oído asegurar que saben dónde se encuentra Erico Lombardo. La mayoría de ellas terminaron siguiendo pistas falsas que las llevaron a la muerte. La minoría fue más lista: la cosa se quedó en simples habladurías de taberna. Por lo que a mí respecta, puede que a estas alturas ese zombi solo sea una masa de huesos irreconocible sepultada bajo varios metros de tierra. Nadie lo ha vuelto a ver nunca... ¡Jamás! Solo... —Tosió un par de veces, llevándose un puño a la boca, y carraspeó de nuevo—. Solo sabemos de su existencia a través de las copias de un diario que se escribió hace más de medio siglo y en el que se supone que se explica la versión oficial de cómo el mundo se fue al traste. De modo que no... No me seduce la idea de malgastar varios meses de mi vida dando tumbos buscando a un fantasma que despareció bajo la nieve antes

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de que incluso tú nacieras. Y no te ofendas, pero ya no eres un chaval. —Volvió a toser, esta vez con una ligera sensación de embriaguez—. Joder, esa mierda que bebes es fuerte —mencionó. El cazador la miró con renovada atención. —Muy pronto, esta conversación va a ponerse interesante —anunció Trevor. —¿De veras? Porque lo estoy deseando —contestó ella, que reclinó la espalda en el tronco, poniéndose cómoda, y dirigió la vista al cielo nocturno—. Que me aspen, podría quedarme dormida aquí mismo. —Imagino que una deambulante como tú ya debería de saberlo, pero los caminantes no tienen una fecha de caducidad establecida — siguió hablando el cazador—. Dependiendo de la cepa con la que se hayan transformado, hay casos en los que pueden mantenerse activos indefinidamente en entornos no demasiado cálidos ni demasiado fríos. —Gina asintió distraídamente, musitando con los labios, sin apartar la mirada de las estrellas—. Muerto del todo o no, en algún punto de ahí afuera tiene que esconderse su cuerpo; valdría con una simple muestra de su ADN, aquello que los científicos llaman su Singularidad... Además, existieron numerosos testimonios en el pasado de personas que aseguraron haberse cruzado con él. Y en cuanto a la persona de la que te hablo, si aún vive alguien en este condenado planeta que lo haya visto tras el Apocalipsis y que pueda saber a ciencia cierta dónde está, sin lugar a dudas es esta. Me juego un ojo de la cara a que esta vez no se trata de un farol. —¿Cómo estás tan seguro de que no te vas a quedar tuerto? —preguntó Gina, cerrando un ojo e intentando atrapar de forma imaginaria una estrella entre sus dedos índice y pulgar. —Cuando te diga de quién se trata tú también te lo jugarás. —Muy bien. Pues dime quién es y te diré si exageras. —No es mi intención contarte nada hasta que no aceptes trabajar conmigo. La joven volvió la vista hacia él. —No es mi intención aceptar nada hasta que no me cuentes hasta el último detalle del asunto —le contestó—. De hecho, tampoco es mi intención aceptar nada que implique pasar más de una semana contigo o más de un mes en la Sombra. Imagínate lo inconcebible que resultaría una combinación de ambas cosas.

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El cazador le lanzó entonces su mirada más crítica. —¿Cuándo vas a abandonar esa actitud tuya, como si esto no te interesara lo más mínimo, y vas a mostrarte receptiva de una vez? Gina respiró hondo. —Está bien —dijo al fin, colaboradora—. Vayamos por partes. — Se inclinó un poco hacia delante, consciente de que se estaba dejando caer de lleno en su juego—. Suponiendo que todo lo que cuentas sea cierto y que esta vez la información de tu contacto sea auténtica. ¿Para qué me necesitas? —Al fin una buena pregunta —repuso él, medianamente satisfecho—. Como bien has intuido, Erico no se encuentra en la Frontera ni en la Burbuja, de lo contrario yo mismo habría dado con él hace años. Así que necesito un socio que se conozca bien la Zona Muerta. Y dado que no suelo llevarme muy bien con la gente, se me ocurre que al aliarme contigo hay más posibilidades de que el trabajo llegue a completarse. Si no, corro el riesgo de acabar hartándome de cualquier otro compañero que no seas tú y terminar echándolo accidentalmente por algún precipicio. —No tengo tan claro que no te diera por hacer lo mismo conmigo alguna mañana que te levantaras de mal humor —le echó en cara Gina. —Vamos... —Trevor extendió los brazos en un gesto amigable—. Sabes que te aprecio. Que eso me llegue a pasar contigo no es imposible pero sí improbable —se jactó—. Por supuesto, al acabar repartiremos las ganancias en un cuarto de millón para ti y otro cuarto para mí. Y lo que más ilusión te hará de todo: una vez concluyamos el trabajo me compraré un lujoso apartamento en una de las islas de Ganea, donde disfrutaré de un merecido retiro, y no hará falta que crucemos nuestros caminos nunca más... Gina lo miró perspicaz. —Seductor... —murmuró. —Sabía que lo de perderme de vista te iba a emocionar. —Me refiero a lo del cuarto de millón —puntualizó ella—. Aunque se trata de una elevada suma de dinero que dudo que estés realmente dispuesto a compartir. —Si aceptas colaborar conmigo lo firmaremos ante algún notario de la Burbuja.

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—Si llegara a aceptar una colaboración contigo lo firmaríamos ante todos los notarios de la Burbuja —repuso la muchacha. —No veo por qué eso tendría que ser un problema —aceptó él. —Trevor, toda esta charla no tiene ningún sentido si no me cuentas quién es la fuente —dijo Gina, que no pudo ocultar su creciente interés. La conversación estaba tomando ya la senda correcta, pensó él, calculador. —Se trata de Elena Vela. —Su voz sonó como un látigo—. Sigue viva, y sé dónde encontrarla. Tal vez lo que a la chica le hizo enmudecer y parpadear un par de veces para volver en sí no fue el contenido de las palabras de Trevor, si no la seguridad con la que las pronunció: no había movido ni un solo músculo de la cara. Ella sabía que el cazador a menudo tenía el mismo sentido del humor que una condenada bomba nuclear, pero esta vez no le dio la sensación de que se tratara de una de sus bromas descerebradas. Aun así lo miró con recelo. —Eso es imposible —exclamó—. Esa mujer lleva años muerta. —No, qué va —negó Trevor, sin perder la compostura—. Eso mismo pensaba yo; eso mismo creía todo el mundo. La realidad es que durante todos estos años la han mantenido oculta. Y no solo sigue viva, sino que al parecer esa chiflada está deseando contarlo; desde hace tres días no para de repetir que ha llegado el momento de que alguien digno sepa la verdad... Según cuentan, llevaba más de una década sin hablar con nadie. Y ahora, de pronto, le da por tener un pico de lucidez. Hay que aprovecharlo antes de que su mente se apague de nuevo o de que otros metan sus narices en el tema. Gina hizo una pausa pensativa. —¿O sea que la han tenido encerrada todo este tiempo solo por ser quien es y luego le han hecho creer a todo el mundo que estaba muerta? ¿Eso no es ilegal? —preguntó incisiva. —Nena, pero ¿tú en qué planeta vives? —Trevor contrajo el semblante—. Todo el mundo sabe la historia de cómo Paula Vela huyó de estas tierras con su hija mientras esta aún era una cría. Cuando nunca más se supo de ellas, hubo llantos, plegarias e incluso suicidios colectivos en una sociedad de pirados evocada a la extinción. Ella era como un símbolo de esperanza que mantenía la locura de la gente

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controlada. Y de pronto, después de casi treinta años, aparece su hija deshidratada, sola, llamando a las puertas de la civilización. ¿Adónde demonios crees que fueron todo ese tiempo? ¿De crucero por el Ártico? —masculló con sarcasmo—. No, por supuesto que no. Es lógico pensar que se marcharon en busca de ese zombi y que pasaron todos esos años con él, al menos una buena parte. Y ahora piénsalo bien. —Se cruzó de brazos—. De pronto tienes en tu poder a la única persona que sabe dónde diantre se esconde el ser que podría cambiar las tornas de la guerra contra los no muertos, y ¿qué haces? ¿La sueltas por las islas de la Burbuja con un lacito para que la gente le monte un puñetero club de fans o te burlas de la dudosa legalidad de nuestro sistema, le cuentas a todo el mundo que ha muerto a causa de sus heridas y la escondes hasta que decida soltarlo todo? —No es que no lo encuentre lógico, solo digo que es inmoral —opinó Gina, disconforme—. De estar viva, Elena Vela no ha hecho nada malo para estar privada de su libertad tanto tiempo. —La mayoría de las decisiones que toman las autoridades de la Burbuja son inmorales simplemente porque vivimos en un mundo en el que el progreso es más urgente que la moral —dijo Trevor. —Y por eso mismo nunca me hice cazarrecompensas —replicó ella—. Para no tener que cuestionarme a menudo qué es más importante, si mis principios o mi comida. —Entonces no le des más vueltas. Lo del cautiverio de esa mujer son simples daños colaterales. —Daños colaterales, ya... Y luego nos cuentan que no hay que perder la fe en el ser humano... —Soltó un bufido de risa—. Qué más da, jamás vamos a recuperar ya este mundo. No digo que no esté bien intentarlo, pero deberíamos empezar a afrontar el hecho de que como especie hace tiempo que hemos caducado en el fondo del frigorífico. —Tras unos segundos de apoyar su barbilla en la rodilla, prosiguió—: Si lo de esa mujer es tal como dices, nunca van a dejar que alguien ajeno a las autoridades se entrometa —opinó, ya más participativa. —Al contrario —contestó Trevor—. Una vez se sepa el paradero de Erico, necesitaran contratar a alguien competente, de probada reputación, para que vaya en su búsqueda. Y ahí es donde podemos entrar tú y yo. A mí nunca me niegan un trabajo, y por mucho que te quejes, gracias a Minuto Tres, ahora a ti tampoco.

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—Mi reputación me la he ganado a pulso. No le debo nada a nadie —protestó ella—. ¿Dónde retienen a Elena? —preguntó inmediatamente después. Las palabras le salieron casi sin permiso de la boca. A continuación fue como si el mundo se detuviera por completo. Ambos intercambiaron sus miradas en un silencio que duró varios segundos. El resplandor anaranjado de las brasas le otorgó a Trevor un aspecto siniestro. En esos momentos, una araña se deslizó hasta posarse sobre la pierna del cazador. —Vaya... —dijo este al fin, gratamente sorprendido, y acercó un dedo para dejar que el arácnido se le aproximara—. Parece que por fin has decidido entrar en razón... —En absoluto. Todavía no he decidido nada. Pero admito que esta historia me empieza a despertar cierta curiosidad. —Hizo una mueca despreocupada. —Cierta curiosidad, claro... —murmuró el hombre de forma distraída—. Verás, una vez, hará unos dos años, decidí compartir la información de un encargo con un socio; fue por beneficio mutuo, como ahora. Resulta que aquel tipo pensó que podía jugármela e ir por su cuenta. Cuando di con él, no llegó muy lejos. Fue perdiendo extremidades mientras trataba de huir. Una huida de cincuenta metros... —De forma pausada alzó la araña con sus dedos en pinza y la acercó al fuego lo suficiente como para que agonizara por el calor hasta quedar totalmente chamuscada y con las patas retorcidas. Luego la echó al fuego y continuó—: Te aprecio, Gina. Sé que tú no intentarías jugármela. Así que voy a compartir esta información contigo. Porque sé que no eres estúpida. Creo que entiendes a dónde quiero llegar a parar, ¿verdad? Gina captó perfectamente su deliberada advertencia, así como que ella tan solo se encontraba a un pequeñísimo paso del punto de no retorno. Trevor siempre tenía un motivo para hacer lo que hacía. No iba a compartir una información de ese peso con nadie si no estuviera totalmente convencido de que sacaría lo que buscaba a cambio. Lo conocía demasiado bien. Él era la clase de persona capaz de trastocar tu mundo. Alguien con quien si te relacionabas de cualquier modo, te traería, sin que pudieras hacer nada por evitarlo, numerosas consecuencias, la mayoría negativas. A Gina jamás se le pasaría por la cabeza traicionarlo voluntariamente, al igual que jamás se le pasaría por

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la cabeza pasar la cabeza por la hélice de un helicóptero en marcha. Por eso, de todo este asunto, era precisamente la idea de adquirir un compromiso con él lo que la echaba rotundamente para atrás. —¿Qué pasará si me lo cuentas y decido olvidarme del trabajo y no colaborar contigo? —quiso saber, tras meditar sobre todo aquello unos instantes. —Teóricamente no puedo obligarte a hacer nada que no quieras... —¿Pero...? —Hizo un ademán con la mano, indicándole que prosiguiera. —Pero a mi modo de ver, una vez te lo cuente solo tendrás dos opciones: o unirte a mí emocionada como un maldito perro con epilepsia, o unirte a mí carente de toda voluntad aunque con muchas ganas de seguir respirando. Sea como sea, ya no habrá vuelta atrás. Gina no necesitó saber más. —En ese caso dame un par de días para pensarlo. No quiero adquirir este compromiso todavía —solicitó, prefiriendo parar el asunto a tiempo. Lo cierto es que no quería adquirir ese compromiso nunca. Pero necesitaba tiempo y una buena excusa para huir bien lejos de Brach. Al fin y al cabo, aunque como historia para pasar el rato tenía su dosis de interés, el trabajo y las condiciones expuestas en aquella charla eran descabellados. Si algún día volvía a cruzarse con Trevor Castor le contaría que tuvo que marcharse porque le salió otro encargo menor, que nunca estuvo preparada para su propuesta y que siempre deseó que la búsqueda de Erico Lombardo le fuera fenomenal—. Así que dejémoslo aquí por el momento, ¿quieres? —Fingió una sonrisa cortés—. Guárdate la información por ahora. Te prometo que pensaré detenidamente en ello. Trevor le devolvió otra sonrisa mucho más maliciosa. —Tienen a Elena Vela prisionera en el Vertedero —pronunció de golpe. —¿¡Qué!? ¡No, joder! —la chica soltó un exabrupto y se tapó los oídos. —Ya es tarde para eso, nena. Lo has escuchado perfectamente. —¡Te pedí que te detuvieras, maldito sicópata egoísta! —gritó con la cara desencajada, que fue empeorando al entender lo que venía a continuación—. ¡Oh, mierda, mierda, mierda! —Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro, nerviosa. De pronto le clavó una mirada

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odiosa al cazador, que parecía entretenerse con todo aquello—. ¡No quiero hacerlo! ¡Y no lo haré! —Hizo un gesto tajante con la mano, sin poder creer lo que acababa de pasar. —Me da igual lo que quieras —dijo este en un tono sin inflexiones—. Me da igual lo muy indignada que estés, incluso si no me diriges la palabra durante toda la jodida búsqueda. Pero ahora, gracias a mí, ya dispones de los datos necesarios para iniciar el trabajo, lo que te convierte en mi socia. Así que vas a venir conmigo hasta el Vertedero, le sacaremos toda la información a esa mujer y luego me guiarás por toda la Sombra hasta dar con nuestro objetivo. —Hizo un gesto con la cabeza señalando en dirección a la Zona Muerta, tras la valla electrificada. Gina lo miró horrorizada. Ese tarado egocéntrico lo había vuelto a hacer. Había jugado con su mente generándole la suficiente curiosidad como para luego poder aprovecharse y tenerla justo dónde él quería. Deseó con impotencia haber quemado aquella nota por la mañana. Debería haber ignorado su necesidad de adquirir un nuevo encargo y recordado que un encuentro con Trevor Castor nunca podía traerle nada bueno. Estaba loco. Por Dios, ir en busca de Erico Lombardo... con él... era el mayor intento de suicidio que podía cometerse. Su mirada se perdió en algún punto indefinido de la hoguera, como si intentara asimilar una realidad que con el transcurso de los segundos se volvía más y más desagradable. De repente recordó que todavía tenía la pistola del cazador encajada en su espalda. Se llevó disimuladamente una mano a la cadera. —Está descargada —la advirtió Trevor, que parecía adivinar siempre lo que ella pensaba—. Solo le quedaba una bala, que fue la última cosa que se le pasó por la cabeza a ese fiambre de ahí atrás. Gina dejó ir un gruñido colérico, se giró de espaldas a él y cerró los ojos, maldiciendo su suerte. Sostuvo el revólver descargado entre las manos y se lo quedó mirando con frustración. —Quería empezar una nueva vida aquí, Trevor... Hacer algún encargo menor de vez en cuando y vivir con lo necesario. Tal vez formar una familia. Ya no soy la muchacha temeraria que conociste. —Suspiró con resignación, intentando parecer desesperada—. Quiero una vida fácil, ¿entiendes? Por eso me fui de tu lado. Trevor se dispuso a rematar la situación. Aún no había terminado de someterla.

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—Tu padre fue un importante activista de las revueltas del hambre en la época en que Aurora terminó de urbanizar la Burbuja, pero no un deambulante como tú —dijo. Eso la hizo abandonar su teatralidad y ladear la cabeza para mirarlo—. Aun así, dicen que pasaba largas temporadas en la Zona Muerta y regresaba siempre ileso. Hasta que un buen día, hace quince años, ya no volvió. Y a ti te contaron que debió de morir ahí afuera, en algún lugar de la fría noche... Te quieres hacer la blanda conmigo, pero a mí no me engañas, nena. Sé que una vez soltada la liebre, algún día te dará por indagar hasta lo más hondo del asunto. Te conozco más bien de lo que crees: tu padre es la única razón por la que te convertiste en lo que eres ahora. No porque seas una temeraria que busca el placer inmediato de las emociones fuertes, tampoco porque encuentres en tus viajes un modo de escapar de tu alma atormentada, ni tan solo por el dinero... sino porque en el fondo siempre has tenido la esperanza de encontrarlo algún día con vida entre los vestigios del antiguo mundo. ¿Tengo o no tengo razón? —Se levantó y empezó a sacudirse con despreocupación el abrigo para quitarse la suciedad del terreno, dándole unos segundos para contestar, cosa que Gina no hizo—. Lo suponía... —murmuró—. Tú ya no perteneces a estas tierras. Puede que tu cuerpo sí, pero tu mente sigue ahí fuera, en la Zona Muerta, a todas horas, todos los días del año... Y eso es algo que ahora mismo me va a venir muy bien. —Acto seguido, le dio la espalda y fue a recoger el cadáver envuelto del suelo. Se lo cargó al hombro con suma facilidad y lo depositó sobre el lomo del caballo—. La isla del Vertedero está totalmente vigilada las veinticuatro horas del día, en todo su perímetro. A nada ni a nadie que no sea militar o preso se le permite entrar, y solo se puede salir si se ha cumplido condena, pero me las he arreglado para conseguir un pase especial durante unas horas —explicó, empezando a atar el cuerpo—. Por el momento Elena Vela no ha soltado prenda. Y dudo que le cuente la información que posee a cualquiera; habrá que ganarse su confianza primero. A veces tú tienes más tacto para esa clase de cosas. Mi estilo para sacar lo que quiero de la gente no es a base de caricias, precisamente. —Tiró del último nudo con fuerza y se acercó de nuevo hasta donde estaba ella. Tendió la mano para que Gina, que no podía borrar de la cara su expresión de turbación, le devolviera el arma—. Me voy a Brecha Ámbar —explicó mientras

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enfundaba de nuevo el revólver—. Allí tengo asuntos que debo atender con suma urgencia y que me llevaran un día entero. Aprovecha y tómate un tiempo para conversar con tus demonios. Espérame en este mismo lugar al alba del segundo día. Entonces partiremos hacia el Vertedero. Juntos. La miró con rigor unos segundos, luego dio media vuelta y anduvo hasta su caballo. Por primera vez en toda la noche, Gina se quedó sin saber qué contestar. Sentía indignación, rabia, temor o una combinación de todo. También una incomprensible y casi inexistente admiración. No sabía cómo, pero aquel hombre siempre era capaz de sacar lo mejor y lo peor de ella misma. Observó, tratando de no perder el orgullo propio en su mirada, cómo el cazador de recompensas montaba el animal. Su corpulenta silueta se recortó a contraluz con la luna. —¿Quieres añadir o echarme en cara algo más antes de que me marche? —preguntó él. —No... Pero te agradecería que me dieras un cigarrillo —fue lo único que dijo Gina, con voz seria. Trevor asintió, sacó su pitillera y le extendió uno. Ella lo tomó pero por el momento no lo prendió. —Nos vemos muy pronto —dio el cazador por sentado. Le hizo un gesto con el sombrero a modo de despedida, espoleó a su caballo y empezó a alejarse a trote lento. Su sombra fue difuminándose al amparo de la noche y del terreno pantanoso de Brach, bajo la atenta mirada de la muchacha. Gina necesitaba darse unos instantes para procesar y asimilar lo que acababa de ocurrir. Antes de dirigirse a su morada, decidió seguir el curso del arroyo y caminar en silencio hasta llegar a la valla electrificada. Se detuvo frente a ella, a un prudente metro de distancia, y observó la oscuridad nocturna más allá de la seguridad de aquellos barrotes de metal. A izquierda y derecha, la empalizada de cinco metros de altura atravesaba la región entera, grandiosa, infranqueable, absolutamente mortal para cualquier cosa que intentara cruzar desde el otro lado. Se encendió el cigarrillo raspando en la bota una cerilla que tenía en el bolsillo y dio una profunda calada. Eso la relajó un poco. Aunque la oscuridad no le permitió ver más allá de unos pocos metros, no le costó imaginar el mundo que había detrás del muro,

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pues había estado en él decenas de veces: una vastedad entrecruzada de carreteras fantasma, desiertos calcinados, edificios cubiertos por hiedras oscuras y ruinas desoladas que se mezclaban con la naturaleza descontrolada y se fundían con el cielo negro; donde todo estaba sombrío, donde aún se podían sufrir los efectos de la radiación latente de las bombas lanzadas en el pasado, durante los primeros intentos de recuperar el continente. Donde todo era incierto y cualquier despiste podía matar a una persona en cuestión de segundos. Donde aún existían los monstruos... Dio otra calada, taciturna. «Ir en busca de Erico Lombardo... Elena Vela, viva...». Por mucho que intentara copar su mente con imágenes de la Zona Muerta, no pudo quitarse de la cabeza esas ideas que una hora antes le habrían resultado de lo más inverosímiles. Una cosa era buscar tecnología perdida adentrándose veinte o treinta kilómetros en la Sombra. Otra muy distinta era cruzar media Europa para buscar a una leyenda extinta del pasado. Además, sabía perfectamente que, en el improbable caso de que volviera con vida de un disparate así, Trevor se las apañaría para quedarse con el dinero. O al menos con la mayor parte. Él siempre salía ganando. «Lunático arrogante...». De pronto, Gina vio moverse algo tras la valla. Al enfocar la vista pudo distinguir una silueta esquelética y retorcida que merodeaba entre la vegetación salvaje. La figura también se percató de su presencia y caminó lentamente hacia los barrotes. La muchacha, demasiado acostumbrada ya a los torpes caminantes, que ya no consideraba un verdadero peligro por sí solos, observó sin inmutarse cómo la cara podrida de la criatura, salpicada por llagas supurantes, abría sus fauces gruñendo e intentando morderla en vano, apretando la frente contra los travesaños. Unos brazos delgados y pálidos, cuyos huesos estaban tan astillados que parecían fragmentos de vidrio roto, se extendieron inútilmente para intentar agarrarla, pero los dedos, alargados como garras, ni siquiera llegaron a rozarle el pelo. Dos segundos después, el sistema de defensa de la valla se activó con un fuerte chasquido y un jardín de chispas estalló convirtiendo la noche en día. El zombi, que no podía sentir miedo ni dolor, luchaba para llegar a ella sin éxito mientras una intensa corriente galvánica lo destrozaba. Entre violen-

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tos espasmos, siguió dando bandazos imprecisos al aire y bramando con sus dientes negros hasta que todo él empezó a arder. Gina contempló imperturbable aquella triste estampa: el ser fue convirtiéndose en una diabólica bola de fuego azul y naranja. Su cuerpo en llamas fue sucumbiendo, primero de rodillas, soltando pequeñas erupciones de gas, hasta que al fin no quedó más que un contorno irregular de materia calcinada en el suelo. Gina dio una última calada al cigarro y lanzó la colilla a las ascuas residuales del otro lado. —Te entiendo... —le dijo a los restos humeantes del zombi—. Mi día tampoco ha sido espectacular. Miró la pantalla rayada de su reloj y tomó una decisión. Era casi medianoche. Dio media vuelta y echó a andar en dirección a su morada. Estaba agotada, confusa, todavía herida..., pero no iba a perder el tiempo descansando. Se marcharía de Brach aquella misma noche.

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