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Primera edición: Enero, 1988 Decimoséptima edición: Febrero, 2002 Título original: «Frida Kahlo» © 1985 by Presses de a Renaissance © de la presente edición: CIRCE Ediciones, S.A. Sociedad Unipersonal Milanesat, 25-27 08017 Barcelona ISBN: 84-7765-002-0 Depósito legal: B. 46.194-XLI Impreso en España Derechos exclusivos de edición en castellano para España y propiedad de la traducción Traductor: Joan Vinyoli/Michèle Pendanx Diseño gráfico: Vilaseca/Altarriba Associats Portada: Fotografía de Frida Kahlo con autorización de The Imogen Cunningham Trust Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada informáticamente o transmitida de forma alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso previo de la editora.


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Mi afectuoso agradecimiento a todos aquellos que han colaborado en la realización de este libro, de forma muy especial a: Elena Poniatowska André Dautzenberg, Giséle Freund, Carmen Giménez, Alejandro Gómez Arias, Jean van Heijnoort, Maurice Nadeau, Dolores Olmedo, Emmanuel Pernoud, Juan Soriano, Georgette Soustelle, Jean-François Vilar.


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Y sin embargo, aunque cada uno trata de escapar de sí mismo como de una prisión que lo encierra en su odio, hay en el mundo un gran milagro, yo lo siento: toda vida es vivida. Rainer Maria RILKE, El libro de la peregrinación


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Mi cuerpo es un marasmo. No puedo escapar de él. Como un animal que siente su muerte, siento que la mía se instala en mi vida con tanta fuerza que me priva de cualquier posibilidad de lucha. No me creen, porque me han visto luchar tanto. No me atrevo a creer que podría equivocarme; esa clase de relámpagos escasean. Mi cuerpo me abandonará, a mí, que siempre fui su presa. Presa rebelde, pero presa. Sé que nos vamos a aniquilar mutuamente, así que la lucha no tendrá vencedor. Vana y permanente ilusión creer que el pensamiento, porque está intacto, puede liberarse de esa otra materia hecha carne. Ironía del destino, me gustaría tener aún la capacidad de debatirme, de dar patadas a ese olor de éter, a mi olor de alcohol, a todos esos medicamentos, inertes partículas que se apelotonan en sus frascos —¡ah! la asepsia hasta en sus grafismos, ¿por qué?—, a mis pensamientos en desorden, al orden que se esfuerzan en imponer en esa habitación. A los ceniceros. A las estrellas. Las noches son largas. Cada minuto me asusta y me duele todo el cuerpo, todo. Y los demás se preocupan por mí, preocupación que me gustaría evitarles. Pero ¿qué podemos evitar a los demás cuando hemos sido incapaces de salvarnos nosotros mismos? El alba siempre está demasiado lejos. Ya no sé si la deseo o si lo que quiero es hundirme más profundamente en la noche. Sí, quizá sí, mejor acabar. La vida es cruel encarnizándose de este modo conmigo. Debiera de haber distribuido mejor sus cartas. Tuve demasiado mal juego. Un tarot negro en el cuerpo.

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La vida es cruel por inventar la memoria. Como los viejos que recubren con matices sus recuerdos más antiguos, al borde de la muerte, mi memoria gravita alrededor del sol y ¡cómo ilumina! Todo está presente, nada se ha perdido. Como una fuerza escondida que os impulsa para estimularos más: ante la evidencia de que no habrá futuro, el pasado se amplía, sus raíces aumentan, todo en mí es rizosfera, los colores se cristalizan en cada estrato, la menor imagen toca a su absoluto, el corazón late in crescendo. Pero pintar, pintar todo eso es ahora imposible. ¡Oh!, ¡doña Magdalena Carmen Frida Kahlo de Rivera. Su Majestad la coja, cuarenta y siete años en ese pleno verano mexicano, gastada hasta la urdimbre, un dolor fulminante como nunca, ya estás en lo irreparable! ¡Viejo Mictlantecuhtli, dios, libérame!

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¿De dónde? Wilhelm Kahlo América ya es grande. De una grandeza anónima, de una inmensidad sideral. Paul MORAND

«Mi padre, Guillermo Kahlo, era muy interesante, de bastante elegancia al moverse, al caminar. Tranquilo, laborioso, valiente, (...)» Frida Kahlo Se llamaba Wilhelm. Nació en Baden-Baden en 1872, hijo de Jakob Heinrich Kahlo y de Henriette Kaufmann Kahlo, judíos húngaros. En el momento en que empieza esta historia, tenía dieciocho años. Un hombre joven, no muy alto, delgaducho, con un carácter más bien reservado, pero sin duda alguna sensible e inteligente, pues le gustaban la música y la lectura. Tenía la frente alta y unos inmensos ojos claros, esa clase de ojos que uno no consigue saber si expresan melancolía o ensueño, si están presentes o ausentes, en otra parte. En ese final de adolescencia que le dejó ante la indecisión de un giro que no sabía cómo tomar, un acontecimiento decidió por él: murió su madre. Transcurrió un año, durante el cual Jakob Heinrich Kahlo se volvió a casar. Pero Wilhelm no soportó a su madrastra. Una historia banal. Una cuerda estaba a punto de romperse, allí, en si-

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lencio: el lazo que le unía a su familia se deshilachaba suavemente con el dolor de esa muerte. En la bruma de la línea del horizonte, había un puntito de otro color, el punto de fuga. Había que alcanzarlo.

El carillón del péndulo acababa de dar las siete de la tarde cuando Wilhelm entró en el salón donde estaba su padre. Un salón de proporciones íntimas, revestido de madera, de terciopelos y tapetes. Saludó y dio unos pasos hacia el piano de media cola situado cerca de la ventana y allí se detuvo. Sin mirar a su padre, Wilhelm dijo: —Quiero marcharme de aquí. —Marcharte, marcharte... —Sí. Mis estudios en Nuremberg no me sirvieron de nada, lo sabes perfectamente. Te hicieron perder esperanzas y dinero... Jakob Kahlo permaneció en silencio. Con el dedo, Wilhelm dibujaba figuras imaginarias sobre la laca del piano. —Como la epilepsia —prosiguió Wilhelm—. Eso no arregló nada... Y esa desaparición... Quiero decir, mi madre. —¿Y adónde vas a ir? —¡Oh!, lejos de Alemania. —Ah, de modo que también quieres abandonar el país... Eso significa que deberás escoger otro. —América. —Ya hay demasiada gente allí, hijo mío. Un sueño sin esperanzas es un sueño que mata. Los ojos de Wilhelm Kahlo se agrandaron aún más, como si en ellos se reflejase de repente toda la distancia entre Europa y ultramar. Se volvieron más sombríos, como si las olas del océano entintaran de ultramarino sus iris.

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—América es grande —dijo Wilhelm—. No tengo por qué ir al norte. He consultado el mapamundi. Puedo ir hacia el sur. Allí está México. Jakob Kahlo escuchaba, atento. —Voy a pensarlo —dijo al fin—. La joyería no es una mina de oro. Haré cuentas y veremos qué se puede hacer. Se levantó del sillón en que estaba sentado, avanzó hacia la puerta, volvió atrás, en dirección a su hijo. —Wilhelm, mírame. En la penumbra, suavemente, la joven silueta se volvió hacia su padre. —Piensa que cuando uno se va muy lejos corre el riesgo de no volver. Trata de estar seguro de lo que quieres. Seguro. —Sí.

Diecinueve años en Baden-Baden. Wilhelm Kahlo salió a caminar un poco por las calles para convencerse, si acaso hacía falta, de que Baden-Baden no era más que eso: una ciudad termal tranquila y seria, lánguida salvo para la gente de paso, para quien todo eran paseos, placeres de veraneos, preocupaciones por el descanso, la salud y las conversaciones fáciles. Además, en todos los libros que había leído, jamás había encontrado una alusión a Baden-Baden. Quizá en alguna canción, pero no lo recordaba. Se oían decir tantas cosas sobre América. La colonia judía que se amontonaba en Hester Street, en Nueva York; la colonia italiana que no sabía qué hacer con las tierras infinitas en Argentina... ¿Qué era cierto? ¿Qué no lo era? ¿Cómo saberlo? En el fondo, a Wilhelm le importaba bien poco. Si las calles de Baden-Baden, fuese cual fuese el itinerario, parecían llevar todas a una puerta cerrada, ese más allá leja-

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no abría en su espíritu ventanas por las que se precipitaba la luz. Se sentía cautivado por ella, aunque, en aquel momento, no le iluminaba, sino que más bien le cegaba. En ese deslumbramiento, el nombre «México» se destacaba, mágico y liberador como una consigna. Veía los colores, imaginaba pieles cobrizas, plantaciones de cactus, vestidos y músicas inverosímiles, junglas inexploradas. Pero eso era todo. Su exaltación por marchar no le permitía ordenar sus ideas, los escasos conocimientos adquiridos, y además tenía conciencia de estar demasiado impregnado de cultura alemana para poder inmiscuirse con exactitud en ese revoltijo resplandeciente que le esperaba en la otra orilla.

Pasaron unos días en los que Jakob Kahlo miraba a su hijo con una mezcla de circunspección y admiración. Un silencio tácito era de rigor entre los dos. Una tarde, al anochecer, le convocó para anunciarle que le daría el dinero necesario para marcharse. Pasaron algunas semanas de preparativos, durante las que Wilhelm se sentía ora angustiado por el menor trámite necesario, ora subyugado por la aventura de la que iba ser protagonista. Jamás dudó de la decisión tomada, pero de repente tuvo la impresión de empezar a andar a ciegas. Hasta la partida.

Hamburgo. La agitación de la ciudad. El olor del puerto. Los baúles. Algunos papeles en los bolsillos en los que había escritos nombres, direcciones: la dirección de un amigo de un vecino, la de un sobrino de una profesora de música... El ininterrumpido trajín del muelle. La excitación. La confusión de las maletas amontonadas entre cuerdas, hierros, cajas y sacos de mercancías. Los vigorosos descargadores del puerto. Los gritos.

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Hacerse mar adentro. Cuando puso el pie en la pasarela del barco, Wilhelm sintió que se tambaleaba.

Bajo los hurras, los llantos, las manos y los pañuelos agitados, el barco se separó al fin del muelle. En cubierta, en medio del barullo, Wilhelm se quedó con la mente en blanco y toda la tensión que había precedido a la partida desapareció de repente. Como un estandarte, únicamente la última frase que le dijo su padre temblaba entre la niebla de su cabeza vacía: «Ich bin bei dir.»*

* «Estoy contigo.»

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