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Pero Ninfa, a pesar de su menudo aspecto, era una joven de acero: afrontó el mal y se curó. Tenía dos niñas y tenía que vivir por ellas, haciéndose fuerte pese a saber que la muerte estaba al acecho. Y sucedió otro milagro: se quedó embarazada. Los doctores, e incluso el párroco, le desaconsejaron seguir con el embarazo. Pero Ninfa no se rindió, ¡quería a la criatura que llevaba en el vientre! Cuando Luisa nació fue confiada a una nodriza que, conociendo la triste historia de Ninfa, se ofreció a amamantarla, cuidarla y destetarla gratuitamente. Ninfa habría podido ir a visitar a la niña cuando quisiera; la aldea era pequeña y se conocían todos. Por desgracia, esto no ocurrió. Se vio obligada a permanecer en la cama del hospital con sus dos hijas mayores, Concetta y Mimma, constantemente confortándola. De la división de maternidad fue transferida a cirugía de urgencia, pero las hemorragias se sucedieron y de nada valieron los intentos por salvarla. El mal había minado definitivamente el débil cuerpo de Ninfa, que se apagó sin haber conocido a la pequeña Luisa. Las niñas fueron confiadas a los abuelos paternos, don Tano Lupo y su esposa, doña Marianna. Antonio lo vendió todo: la casa donde había vivido con Ninfa, los muebles, la ropa de casa, todo lo que le recordaba a ella. Después de algunos años, conoció a una chica, hija de un jinete, que acompañaba al padre a los hipódromos. Antonio todavía era joven, ¡necesitaba una compañera! No tenía nada de malo, si no fuera porque la chica vivía como una nómada. Sedujo y enamoró a Antonio hasta el punto de que este, llevado por la loca fiebre del amor, abandonó padres, hijas y trabajo y desapareció en la nada. Años más tarde, llegó hasta Tano Lupo la noticia de que quizás el hijo trabajaba en el hipódromo de la ciudad de Nueva York; había un herrador italo-americano, decían, que se hacía llamar Tony Wolf. Don Tano escuchaba con indiferencia los rumores traídos por algunos de los tantos emigrantes que ocasionalmente volvían para relatar las maravillas de América. Para él, Antonio había muerto y había sido enterrado con su amada nuera Ninfa. Ella sí era la hija que habría querido. Pero a Antonio no, ¡no podía perdonarle! Se puede perder la cabeza por una mujer, pero la locura de Antonio había superado todos los límites. 19


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