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tas porque son arrogantes, y cuando son más pequeños, el arrogante eres tú. No, no quiero saber nada de eso. —Pero… si yo ni siquiera conozco a mis familiares… —dijo Bambi tímidamente y con tono triste—. Nunca nadie me había hablado de ellos, y hoy los he visto por primera vez. —No te preocupes por los demás —le aconsejó el cárabo—. Créeme. —Y giró sus ojos para expresar su disgusto—: Créeme es mucho mejor así. Ellos no son como los amigos. Verás, tú y yo no somos parientes, sino buenos amigos, y eso mola mucho más. Bambi estaba a punto de decir algo, pero el cárabo lo interrumpió: —Tengo experiencia en esos asuntos. Tú todavía eres muy joven. Créeme, lo sé. De todos modos, no me incumbe meterme en tus asuntos familiares. Pensativo, volvió a girar los ojos, y su rostro serio le dio un aspecto tan grave que Bambi decidió que era mejor callar.

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asó otra noche, y la mañana siguiente trajo un nuevo acontecimiento. Bajo un cielo despejado, el amanecer se llenó de rocío y frescor. De repente, las hojas de todos los árboles y todos los arbustos desprendían un aroma más intenso. La pradera respiraba su fragancia en grandes oleadas que subían hacia las copas de los árboles. «Pip», decían muy bajito los ratones al despertar. Luego, mientras seguía el crepúsculo grisáceo, ya no volvieron a decir nada más. Durante un largo rato hubo un silencio total. Después, un graznido estridente atravesó el aire. Los cuervos se habían despertado y se reunían sobre los árboles. Enseguida, la urraca contestaba: —Cracacacacá… ¿os importa, que todavía estoy durmiendo? Entonces sonaron multitud de pequeñas voces, arriba y abajo, cerca y lejos: —¡Pip! ¡Pip! ¡Tiuuuu! 57


tas porque son arrogantes, y cuando son más pequeños, el arrogante eres tú. No, no quiero saber nada de eso. —Pero… si yo ni siquiera conozco a mis familiares… —dijo Bambi tímidamente y con tono triste—. Nunca nadie me había hablado de ellos, y hoy los he visto por primera vez. —No te preocupes por los demás —le aconsejó el cárabo—. Créeme. —Y giró sus ojos para expresar su disgusto—: Créeme es mucho mejor así. Ellos no son como los amigos. Verás, tú y yo no somos parientes, sino buenos amigos, y eso mola mucho más. Bambi estaba a punto de decir algo, pero el cárabo lo interrumpió: —Tengo experiencia en esos asuntos. Tú todavía eres muy joven. Créeme, lo sé. De todos modos, no me incumbe meterme en tus asuntos familiares. Pensativo, volvió a girar los ojos, y su rostro serio le dio un aspecto tan grave que Bambi decidió que era mejor callar.

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asó otra noche, y la mañana siguiente trajo un nuevo acontecimiento. Bajo un cielo despejado, el amanecer se llenó de rocío y frescor. De repente, las hojas de todos los árboles y todos los arbustos desprendían un aroma más intenso. La pradera respiraba su fragancia en grandes oleadas que subían hacia las copas de los árboles. «Pip», decían muy bajito los ratones al despertar. Luego, mientras seguía el crepúsculo grisáceo, ya no volvieron a decir nada más. Durante un largo rato hubo un silencio total. Después, un graznido estridente atravesó el aire. Los cuervos se habían despertado y se reunían sobre los árboles. Enseguida, la urraca contestaba: —Cracacacacá… ¿os importa, que todavía estoy durmiendo? Entonces sonaron multitud de pequeñas voces, arriba y abajo, cerca y lejos: —¡Pip! ¡Pip! ¡Tiuuuu! 57


Y aun así, en medio del tumulto reinaba el sueño y la oscuridad. Todos los elementos, de alguna manera, se unían en un conjunto uniforme. De repente, un mirlo emprendió el vuelo desde la copa de un abeto. Voló hasta la cima más alta que contrastaba con el cielo, aterrizó y, desde su asiento, examinó la infinidad del bosque y cómo el cielo grisáceo, saturado de noche, empezaba a arder y se despertaba por el este. Entonces, rompió a cantar. Desde el suelo parecía una pequeña mancha oscura. De lejos, su diminuto cuerpo negro era como una hoja marchita. Pero su canción se derramó sobre el bosque con un júbilo tremendo. Y todo se despertó. Con estruendo de aleteos, las palomas se movían de una punta a otra. Los faisanes chillaban, como si reventaran sus gargantas. Suave y fuerte sonaba el susurro de sus alas mientras bajaban al suelo desde sus alcobas. Después de aterrizar, seguían estallando unos cuantos graznidos más, antes de empezar a arrullar suavemente. Más arriba en el cielo triunfaban los halcones, con sus gritos agudos y alegres: «¡Yayaya!». Había salido el sol. —¡Yu-yu! —se alegró la oropéndola. Voló de rama en rama, y su cuerpecito redondo y amarillo brilló bajo los rayos matinales como si fuera una bolita dorada movediza. Bambi salía de debajo del gran roble para entrar a la pradera, que brillaba con el rocío, olía a hierba, a flores y a tierra mojada, y musitaba con miles de vidas. Allí estaba sentada la amiga liebre. Parecía estar pensando en algo grave. Un poco más lejos, un faisán presumido paseaba, mordisqueaba las briznas de hierba y observaba sus alrededores con cautela. Las joyas de color azul oscuro que llevaba en el cuello brillaban bajo el sol. Y muy cerca de donde se halla-

ba Bambi estaba uno de los príncipes. Todavía no lo había visto, ni había observado a uno de los viejos tan cerca antes. Pero allí estaba, delante de él, rígido bajo un avellano, un poco oculto por las ramitas. Bambi no se atrevió a moverse. Estaba deseando que el príncipe saliera del todo, y el joven corzo se estaba planteando si se atrevería a dirigirle la palabra. Quería pedir consejo a su madre e inspeccionó los alrededores. Pero su madre ya había seguido su camino y estaba un poco más allá, conversando con la tía Ena. De repente, también Gobo y Falina salían de la maleza a la pradera. Bambi no se movía y sopesaba sus opciones. Si quería acercarse a la madre y a los demás, tenía que pasar delante del príncipe, y eso le parecía muy impertinente. «Bueno —pensó—, no tengo por qué preguntárselo a mi madre. Al fin y al cabo, ya he hablado con el Viejo Príncipe, y tampoco se lo he contado a ella. Le hablaré, o por lo menos, lo intentaré. Y así además me verán los demás. Le diré: “Buenos días, mi príncipe”. Es imposible que eso le moleste. Pero, si se enfada, saldré corriendo». Bambi se debatía consigo mismo para tomar una decisión, vacilando entre una cosa y la otra. En ese momento, el príncipe salió de la sombra del avellano. «Ahora es el momento…», pensó Bambi. Pero entonces retumbó un trueno. El joven corzo se estremeció, no sabía lo que pasaba. Vio cómo el príncipe daba un tremendo salto por los aires y volvió corriendo hacia el bosque. Bambi inspeccionó los alrededores, aquel trueno todavía resonaba en sus oídos. Vio cómo todos los que estaban un poco más lejos, su madre, la tía Ena, Gobo y Falina, huían buscando refugio en el bosque. Vio cómo se escabulló la

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Y aun así, en medio del tumulto reinaba el sueño y la oscuridad. Todos los elementos, de alguna manera, se unían en un conjunto uniforme. De repente, un mirlo emprendió el vuelo desde la copa de un abeto. Voló hasta la cima más alta que contrastaba con el cielo, aterrizó y, desde su asiento, examinó la infinidad del bosque y cómo el cielo grisáceo, saturado de noche, empezaba a arder y se despertaba por el este. Entonces, rompió a cantar. Desde el suelo parecía una pequeña mancha oscura. De lejos, su diminuto cuerpo negro era como una hoja marchita. Pero su canción se derramó sobre el bosque con un júbilo tremendo. Y todo se despertó. Con estruendo de aleteos, las palomas se movían de una punta a otra. Los faisanes chillaban, como si reventaran sus gargantas. Suave y fuerte sonaba el susurro de sus alas mientras bajaban al suelo desde sus alcobas. Después de aterrizar, seguían estallando unos cuantos graznidos más, antes de empezar a arrullar suavemente. Más arriba en el cielo triunfaban los halcones, con sus gritos agudos y alegres: «¡Yayaya!». Había salido el sol. —¡Yu-yu! —se alegró la oropéndola. Voló de rama en rama, y su cuerpecito redondo y amarillo brilló bajo los rayos matinales como si fuera una bolita dorada movediza. Bambi salía de debajo del gran roble para entrar a la pradera, que brillaba con el rocío, olía a hierba, a flores y a tierra mojada, y musitaba con miles de vidas. Allí estaba sentada la amiga liebre. Parecía estar pensando en algo grave. Un poco más lejos, un faisán presumido paseaba, mordisqueaba las briznas de hierba y observaba sus alrededores con cautela. Las joyas de color azul oscuro que llevaba en el cuello brillaban bajo el sol. Y muy cerca de donde se halla-

ba Bambi estaba uno de los príncipes. Todavía no lo había visto, ni había observado a uno de los viejos tan cerca antes. Pero allí estaba, delante de él, rígido bajo un avellano, un poco oculto por las ramitas. Bambi no se atrevió a moverse. Estaba deseando que el príncipe saliera del todo, y el joven corzo se estaba planteando si se atrevería a dirigirle la palabra. Quería pedir consejo a su madre e inspeccionó los alrededores. Pero su madre ya había seguido su camino y estaba un poco más allá, conversando con la tía Ena. De repente, también Gobo y Falina salían de la maleza a la pradera. Bambi no se movía y sopesaba sus opciones. Si quería acercarse a la madre y a los demás, tenía que pasar delante del príncipe, y eso le parecía muy impertinente. «Bueno —pensó—, no tengo por qué preguntárselo a mi madre. Al fin y al cabo, ya he hablado con el Viejo Príncipe, y tampoco se lo he contado a ella. Le hablaré, o por lo menos, lo intentaré. Y así además me verán los demás. Le diré: “Buenos días, mi príncipe”. Es imposible que eso le moleste. Pero, si se enfada, saldré corriendo». Bambi se debatía consigo mismo para tomar una decisión, vacilando entre una cosa y la otra. En ese momento, el príncipe salió de la sombra del avellano. «Ahora es el momento…», pensó Bambi. Pero entonces retumbó un trueno. El joven corzo se estremeció, no sabía lo que pasaba. Vio cómo el príncipe daba un tremendo salto por los aires y volvió corriendo hacia el bosque. Bambi inspeccionó los alrededores, aquel trueno todavía resonaba en sus oídos. Vio cómo todos los que estaban un poco más lejos, su madre, la tía Ena, Gobo y Falina, huían buscando refugio en el bosque. Vio cómo se escabulló la

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amiga liebre, desconcertada, o cómo salía corriendo el faisán con su cuello estirado. También notó cómo, de repente, el bosque se quedó callado, y entonces él también reaccionó y volvió a la maleza de un brinco. Solo había dado unos pasos cuando contempló al príncipe, tendido en el suelo, inmóvil. Desconcertado, Bambi se detuvo. No entendía cómo había podido ocurrir. Estaba allí estirado, con el hombro desgarrado por una tremenda herida y sangrando. Estaba muerto. —¡No te quedes ahí parado! —dijo una voz a su lado. Era su madre, en pleno galope—. ¡Corre! ¡Corre todo lo que puedas! No lo esperó, sino que siguió corriendo. Su orden, de alguna manera, arrastró a su hijo junto a ella. Echó a correr con todas sus fuerzas. —¿Qué era eso, mamá? —preguntó—. ¿Qué era? Su madre contestó, jadeando: —Era… ¡Él! Bambi se estremeció. Juntos siguieron corriendo hasta que finalmente se detuvieron, con la respiración cortada. —¿Qué me decís? Por favor, ¡contadme algo! —suplicó una pequeña voz encima de sus cabezas. Bambi levantó la mirada y vio a la ardilla, saltando de rama en rama—. Os estuve siguiendo todo el rato, saltando hasta aquí —jadeó—. Pero ¡es horrible! —¿Estuviste ahí? —preguntó la madre de Bambi. —Por supuesto que estuve ahí —contestó—. Todavía me tiemblan las extremidades. —Estaba erguida, apoyada en su hermosa cola, y enseñaba su fino pecho blanco y ambas patitas delanteras, firmemente apretadas contra su cuerpo—. Me estoy volviendo loca de angustia.

—Yo también me noto débil por el susto —reconoció la madre—. Es increíble. Nadie había visto nada. —¿Ah no? —replicó la ardilla—. Estás equivocada. ¡Yo ya lo había visto! —¡Yo también! —dijo otra voz. Era la urraca, que se acercó volando y aterrizó en una rama. —¡Y yo! —se oyó desde más arriba aún. Allí estaba la corneja, sentada en un fresno. Y desde las copas de otros árboles se entremezclaron los graznidos enojados de unos cuervos: —¡Nosotros también lo hemos visto! Todos se reunieron y hablaron con tono grave. Estaban particularmente molestos y visiblemente llenos de rabia y de miedo. «¿A quién? —pensaba Bambi—, ¿a quién habéis visto?». —He hecho lo que he podido —dijo la ardilla, apretando las manitas contra su corazón—. He hecho todo lo que he podido para avisar al pobre príncipe. —Y yo —se quejó la corneja—. ¿Cuántas veces no habré gritado? Pero no ha querido escucharme. —A mí tampoco me ha oído —espetó la urraca—. Diez veces lo he llamado. Estaba a punto de volar por encima de su cabeza pensando que si aterrizaba en el avellano que estaba delante de él seguro que entonces me oiría. Pero en ese preciso momento ha pasado. —Yo tengo la voz aún más potente que la tuya, y lo he avisado con todas mis fuerzas —añadió el cuervo con tono amargo—. Pero sus señorías no nos hacen mucho caso. —Es verdad, ningún caso —admitió la ardilla.

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amiga liebre, desconcertada, o cómo salía corriendo el faisán con su cuello estirado. También notó cómo, de repente, el bosque se quedó callado, y entonces él también reaccionó y volvió a la maleza de un brinco. Solo había dado unos pasos cuando contempló al príncipe, tendido en el suelo, inmóvil. Desconcertado, Bambi se detuvo. No entendía cómo había podido ocurrir. Estaba allí estirado, con el hombro desgarrado por una tremenda herida y sangrando. Estaba muerto. —¡No te quedes ahí parado! —dijo una voz a su lado. Era su madre, en pleno galope—. ¡Corre! ¡Corre todo lo que puedas! No lo esperó, sino que siguió corriendo. Su orden, de alguna manera, arrastró a su hijo junto a ella. Echó a correr con todas sus fuerzas. —¿Qué era eso, mamá? —preguntó—. ¿Qué era? Su madre contestó, jadeando: —Era… ¡Él! Bambi se estremeció. Juntos siguieron corriendo hasta que finalmente se detuvieron, con la respiración cortada. —¿Qué me decís? Por favor, ¡contadme algo! —suplicó una pequeña voz encima de sus cabezas. Bambi levantó la mirada y vio a la ardilla, saltando de rama en rama—. Os estuve siguiendo todo el rato, saltando hasta aquí —jadeó—. Pero ¡es horrible! —¿Estuviste ahí? —preguntó la madre de Bambi. —Por supuesto que estuve ahí —contestó—. Todavía me tiemblan las extremidades. —Estaba erguida, apoyada en su hermosa cola, y enseñaba su fino pecho blanco y ambas patitas delanteras, firmemente apretadas contra su cuerpo—. Me estoy volviendo loca de angustia.

—Yo también me noto débil por el susto —reconoció la madre—. Es increíble. Nadie había visto nada. —¿Ah no? —replicó la ardilla—. Estás equivocada. ¡Yo ya lo había visto! —¡Yo también! —dijo otra voz. Era la urraca, que se acercó volando y aterrizó en una rama. —¡Y yo! —se oyó desde más arriba aún. Allí estaba la corneja, sentada en un fresno. Y desde las copas de otros árboles se entremezclaron los graznidos enojados de unos cuervos: —¡Nosotros también lo hemos visto! Todos se reunieron y hablaron con tono grave. Estaban particularmente molestos y visiblemente llenos de rabia y de miedo. «¿A quién? —pensaba Bambi—, ¿a quién habéis visto?». —He hecho lo que he podido —dijo la ardilla, apretando las manitas contra su corazón—. He hecho todo lo que he podido para avisar al pobre príncipe. —Y yo —se quejó la corneja—. ¿Cuántas veces no habré gritado? Pero no ha querido escucharme. —A mí tampoco me ha oído —espetó la urraca—. Diez veces lo he llamado. Estaba a punto de volar por encima de su cabeza pensando que si aterrizaba en el avellano que estaba delante de él seguro que entonces me oiría. Pero en ese preciso momento ha pasado. —Yo tengo la voz aún más potente que la tuya, y lo he avisado con todas mis fuerzas —añadió el cuervo con tono amargo—. Pero sus señorías no nos hacen mucho caso. —Es verdad, ningún caso —admitió la ardilla.

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—Uno hace lo que puede —opinó la urraca—. A nosotros no nos pueden echar la culpa cuando pasa algo así. —Un príncipe tan apuesto —se lamentó la ardilla—, y en sus mejores años. —¡Ja! —graznaba la corneja—. ¡Si no hubiera sido tan arrogante y nos hubiera hecho caso! —¡No era nada arrogante! —le espetó la ardilla. —No más arrogante que los otros príncipes de su clase —añadió la urraca. —¡Y estúpido además! —se rio la corneja. —¡Serás estúpida tú! —gritó el cuervo desde arriba—. Será mejor que no hables de estupidez. Todo el mundo sabe hasta qué punto puedes llegar a ser tonta. —¿Yo? —le replicó la corneja, pasmada—. Nadie podrá decir que yo soy tonta. Seré despistada, pero de tonta no tengo ni un pelo. —Como quieras —dijo el cuervo con tono serio—. Olvidemos lo que he dicho, pero recordad que el príncipe no ha muerto porque fuera arrogante o estúpido, sino porque no ha podido ponerse a salvo. —¡Ja! —se burlaba la corneja—. ¡Yo no voy a participar en este tipo de conversaciones! —Y salió volando. El cuervo siguió hablando: —Él ya atrapó a muchos de mi familia también. Mata cuando quiere. Nada nos puede salvar de Él. —Pero hay que tener mucho cuidado —rectificó la urraca. —Eso está claro —admitió el cuervo, triste—. Hasta luego. — Y alzó el vuelo en compañía de sus familiares. Bambi miró alrededor. Su madre ya no estaba. «¿Pero de qué están hablando? —pensó—. No consigo

entender todo lo que dicen. ¿Quién es ese Él del que hablan…? Pero, claro, la figura que vi en el bosque aquel día… eso era Él también… pero Él no me mató…». Bambi pensó en el príncipe que había visto, tendido en el suelo, ante sus ojos, con el hombro desgarrado sangrando. Estaba muerto… Se puso en marcha. El bosque ya había vuelto a cantar con miles de voces, el sol penetraba en el follaje con rayos intensos, había luz por todas partes, y la espesura comenzaba a oler; arriba en el cielo se oían los gritos de los halcones, y abajo, muy cerca, un pájaro carpintero se reía descaradamente, como si no hubiera pasado nada. Bambi no consiguió levantar el ánimo. Era como si se sintiera amenazado por algo oscuro, no entendía cómo los demás podían seguir alegres y despreocupados, cuando la vida era tan dura y peligrosa. En ese momento sintió el deseo de marcharse muy lejos y adentrarse cada vez más en el bosque. Le apetecía mucho dirigir sus pasos hacia donde la maleza estaba más espesa, buscar un escondrijo donde, rodeado por todas partes de setos impenetrables, nadie pudiera verlo. No quería volver a la pradera. Cerca de Bambi, algo se movió en la maleza. Se estremeció. Delante de él estaba el Viejo Príncipe. El joven corzo se encogió, preparado para salir corriendo, pero logró controlarse y quedarse quieto. El Viejo lo observaba con sus enormes ojos profundos: —¿Estuviste allí, antes, cuando pasó? —Sí —dijo Bambi en voz baja. Notó los latidos de su corazón en la boca. —¿Dónde está tu madre? —preguntó el Viejo. —No lo sé —contestó Bambi, aún impresionado. El Viejo seguía observándolo detenidamente:

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—Uno hace lo que puede —opinó la urraca—. A nosotros no nos pueden echar la culpa cuando pasa algo así. —Un príncipe tan apuesto —se lamentó la ardilla—, y en sus mejores años. —¡Ja! —graznaba la corneja—. ¡Si no hubiera sido tan arrogante y nos hubiera hecho caso! —¡No era nada arrogante! —le espetó la ardilla. —No más arrogante que los otros príncipes de su clase —añadió la urraca. —¡Y estúpido además! —se rio la corneja. —¡Serás estúpida tú! —gritó el cuervo desde arriba—. Será mejor que no hables de estupidez. Todo el mundo sabe hasta qué punto puedes llegar a ser tonta. —¿Yo? —le replicó la corneja, pasmada—. Nadie podrá decir que yo soy tonta. Seré despistada, pero de tonta no tengo ni un pelo. —Como quieras —dijo el cuervo con tono serio—. Olvidemos lo que he dicho, pero recordad que el príncipe no ha muerto porque fuera arrogante o estúpido, sino porque no ha podido ponerse a salvo. —¡Ja! —se burlaba la corneja—. ¡Yo no voy a participar en este tipo de conversaciones! —Y salió volando. El cuervo siguió hablando: —Él ya atrapó a muchos de mi familia también. Mata cuando quiere. Nada nos puede salvar de Él. —Pero hay que tener mucho cuidado —rectificó la urraca. —Eso está claro —admitió el cuervo, triste—. Hasta luego. — Y alzó el vuelo en compañía de sus familiares. Bambi miró alrededor. Su madre ya no estaba. «¿Pero de qué están hablando? —pensó—. No consigo

entender todo lo que dicen. ¿Quién es ese Él del que hablan…? Pero, claro, la figura que vi en el bosque aquel día… eso era Él también… pero Él no me mató…». Bambi pensó en el príncipe que había visto, tendido en el suelo, ante sus ojos, con el hombro desgarrado sangrando. Estaba muerto… Se puso en marcha. El bosque ya había vuelto a cantar con miles de voces, el sol penetraba en el follaje con rayos intensos, había luz por todas partes, y la espesura comenzaba a oler; arriba en el cielo se oían los gritos de los halcones, y abajo, muy cerca, un pájaro carpintero se reía descaradamente, como si no hubiera pasado nada. Bambi no consiguió levantar el ánimo. Era como si se sintiera amenazado por algo oscuro, no entendía cómo los demás podían seguir alegres y despreocupados, cuando la vida era tan dura y peligrosa. En ese momento sintió el deseo de marcharse muy lejos y adentrarse cada vez más en el bosque. Le apetecía mucho dirigir sus pasos hacia donde la maleza estaba más espesa, buscar un escondrijo donde, rodeado por todas partes de setos impenetrables, nadie pudiera verlo. No quería volver a la pradera. Cerca de Bambi, algo se movió en la maleza. Se estremeció. Delante de él estaba el Viejo Príncipe. El joven corzo se encogió, preparado para salir corriendo, pero logró controlarse y quedarse quieto. El Viejo lo observaba con sus enormes ojos profundos: —¿Estuviste allí, antes, cuando pasó? —Sí —dijo Bambi en voz baja. Notó los latidos de su corazón en la boca. —¿Dónde está tu madre? —preguntó el Viejo. —No lo sé —contestó Bambi, aún impresionado. El Viejo seguía observándolo detenidamente:

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—¿Y no la estás llamando? Bambi se fijó en su honorable rostro pardo, después en la espléndida corona y se llenó de valor: —También sé estar solo —contestó. El Viejo lo examinó un momento, antes de hablar en tono sosegado: —¿No eres el pequeño que antes lloraba por su madre? Bambi se avergonzó un poco, pero no perdió el coraje: —Sí, ese soy yo —reconoció. El Viejo lo observó en silencio, y a Bambi le pareció ver que la mirada de aquellos ojos profundos se estaba suavizando. —Me reñiste aquel día, Viejo Príncipe —explicó envalentonado—, porque no sabía estar solo. Desde entonces he aprendido. El Viejo seguía poniendo a Bambi a prueba con la mirada, y se reía un poco, de manera casi imperceptible. Pero Bambi lo había visto: —Viejo Príncipe —dijo en confianza—, ¿qué ha pasado? No lo entiendo… ¿quién es ese Él del que todos hablan…? Volvió a callar, asustado por la mirada oscura que cortó su pregunta. Pasó otro rato. El Viejo miró en la distancia, por encima de la cabeza de Bambi, antes de decir: —Oír, oler y ver por ti mismo. Aprender por ti mismo. —Alzó la cabeza coronada un poco más—. Hasta siempre —terminó. Y luego, nada más. Desapareció. Bambi se había quedado solo, desconcertado y desanimado. Pero el «hasta siempre» resonaba en su cabeza y, de alguna manera, lo consolaba. «Hasta siempre», había dicho el Viejo. Eso quería decir que no estaba enfadado.

Bambi se vio invadido por el orgullo y alzado por una solemne alegría. Sí, la vida era dura y estaba llena de peligros. Pero podía traerle lo que fuera, porque él aprendería a soportarlo todo. Despacio, se adentró en el bosque.

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—¿Y no la estás llamando? Bambi se fijó en su honorable rostro pardo, después en la espléndida corona y se llenó de valor: —También sé estar solo —contestó. El Viejo lo examinó un momento, antes de hablar en tono sosegado: —¿No eres el pequeño que antes lloraba por su madre? Bambi se avergonzó un poco, pero no perdió el coraje: —Sí, ese soy yo —reconoció. El Viejo lo observó en silencio, y a Bambi le pareció ver que la mirada de aquellos ojos profundos se estaba suavizando. —Me reñiste aquel día, Viejo Príncipe —explicó envalentonado—, porque no sabía estar solo. Desde entonces he aprendido. El Viejo seguía poniendo a Bambi a prueba con la mirada, y se reía un poco, de manera casi imperceptible. Pero Bambi lo había visto: —Viejo Príncipe —dijo en confianza—, ¿qué ha pasado? No lo entiendo… ¿quién es ese Él del que todos hablan…? Volvió a callar, asustado por la mirada oscura que cortó su pregunta. Pasó otro rato. El Viejo miró en la distancia, por encima de la cabeza de Bambi, antes de decir: —Oír, oler y ver por ti mismo. Aprender por ti mismo. —Alzó la cabeza coronada un poco más—. Hasta siempre —terminó. Y luego, nada más. Desapareció. Bambi se había quedado solo, desconcertado y desanimado. Pero el «hasta siempre» resonaba en su cabeza y, de alguna manera, lo consolaba. «Hasta siempre», había dicho el Viejo. Eso quería decir que no estaba enfadado.

Bambi se vio invadido por el orgullo y alzado por una solemne alegría. Sí, la vida era dura y estaba llena de peligros. Pero podía traerle lo que fuera, porque él aprendería a soportarlo todo. Despacio, se adentró en el bosque.

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