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Capítulo 2 ———————————————

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Prenacimiento, nacimiento e infancia

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ecuerdo mi nacimiento con mucha claridad, más como una sensación que como un proceso de pensamiento o de identificación. Estaba en una habitación oscura en la que había unas ventanas largas y estrechas en lo alto. La estancia estaba iluminada con lámparas de gas, aunque, como es lógico, en aquel momento no sabía lo que eran. Salir de la oscuridad a aquella luz me hizo daño en los ojos. El ruido que producía el personal al dejar el instrumental me resultaba completamente atronador. Recuerdo la punzante sensación del aire frío en la piel al abandonar la calidez del vientre materno, y cómo entraba en mis pulmones por primera vez, haciéndome sentir ese frío glacial tanto por fuera como por dentro. Abandonar la calidez y la seguridad del vientre de mi madre para emerger a ese mundo tan hostil fue una experiencia absolutamente devastadora. Nací sobre las 6:15 de la mañana del 29 de junio de 1921 en el Cuartel de Wellington, que se encuentra en el barrio Victoria, justo detrás de Palacio de Buckingham. Mi padre era militar; el sargento Ambrose Harry Russel-Williams. Pero puedo recordar cosas incluso anteriores a mi nacimiento, pues en ocasiones me han venido a la mente imágenes

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de mis vidas pasadas. Más que las vidas en sí, lo que recuerdo principalmente son las muertes. La primera que recuerdo con gran claridad tuvo lugar cuando vivía como ermitaño en un promontorio en la ladera de una montaña. Luego pude comprobar que en realidad se trataba de un volcán, pues cada cierto tiempo se escuchaba un estruendo. Vivía en una cabaña de madera y tenía una pierna rota. Recuerdo que en algún momento se produjo una erupción y perdí la conciencia. Podría tratarse del Vesubio. Hay otro episodio que me intriga especialmente. En esta ocasión vivía en una cueva en una zona bastante elevada de una montaña, y las ropas que llevaba eran muy características: una túnica de lana con rayas blancas y negras de unos quince centímetros de ancho. Se produjo una avalancha que selló la cueva y allí es donde morí. Recuerdo esa túnica muy claramente, pero nunca he encontrado ninguna referencia a esa clase de vestimenta. En otra vida (o, mejor dicho, en otra muerte) recuerdo que iba corriendo como un loco por un prado de hierba verde hacia un bosque, y que a mis espaldas unos caballos galopaban y producían un gran estruendo. Sentí un golpe tremendo en la espalda, así que supongo que fui lanceado. En aquel momento sentí miedo, algo que no he sentido nunca en esta vida. Mi padre era un hombre afable y maravilloso con el que resultaba muy fácil llevarse bien. Era bastante alto (casi 1,90 m), muy delgado, de pelo negro y tez oscura. Había sido sargento en la Guardia Coldstream y le habían gaseado en la Primera Guerra Mundial, por lo que su estado de salud sufría grandes altibajos. En todo caso, eso no le impedía ser un hombre que se adaptaba a todo y que era capaz de realizar cualquier tarea. Antes de que yo cumpliese diez años ya me había enseñado a cocinar y a reparar un par de zapatos. Le gustaba mucho la música; tocaba el piano bastante bien y tenía una voz agradable. Él y mi madre se ponían junto al piano y cantaban las canciones

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populares del momento: Come into the Garden, Maud, Wonderful Katie, I’ll Be Waiting at the Kitchen Door, Burlington Bertie... Era un hombre estricto, pero también muy amable y cariñoso. Siempre se preocupaba por el bienestar de los demás. Recuerdo cierta ocasión en la que íbamos en nuestro coche (un viejo Morris azul cuya matrícula aún recuerdo: NY 6993) de camino a Norfolk para visitar a algunos parientes que tenían una granja allí. En el trayecto nos cruzamos con un coche que estaba parado en el arcén. Resultó que se había quedado sin combustible. Mi padre siempre solía llevar una garrafa de gasolina de ocho litros en uno de los laterales del coche. Cuando se la ofreció a este hombre, este insistió en coger un poco y devolverle la lata, pero mi padre dijo que no, que se la quedara, así si en el futuro se encontraba con alguna otra persona que se hubiese quedado sin combustible, podía dársela. Es extraño, pero unos tres años después nos ocurrió algo muy parecido; nos quedamos sin gasolina y alguien nos dio una lata, así que podría decirse que la recuperamos. A mi padre le encantaba la naturaleza. Se había criado en un entorno rural, cerca de Guildford, y siempre que podía nos llevaba a dar largos paseos por el campo. Nos enseñaba las flores, las plantas, los insectos, y nos explicaba cosas para que pudiésemos entender el mundo natural. Siempre tuvimos perros y gatos, y también a ellos los cuidaba con mucho cariño. Mi madre provenía de una familia muy numerosa de Essex; el clan de los Jones. Era una mujer afable y bondadosa, de complexión ligeramente fornida y cabello ondulado cobrizo. La gente solía fijarse en ella. Mi padre conoció primero a Dorothy, la hermana menor de mi madre, durante la Primera Guerra Mundial. Hasta la llevó a su casa para vivir con ella, pero cuando conoció a mi madre se enamoró de ella, algo que a su hermana no le hizo ninguna gracia y que posteriormente, tras el fallecimiento de mi madre, ocasionó algunos problemas en la familia.

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Mis padres se llevaban bien. Aunque teníamos muy poco, ambos eran personas caritativas. Éramos muy pobres, pero no lo sabíamos porque teníamos una vida plena como familia unida, y tener eso suponía contar con una enorme riqueza. En los años veinte había muy poco trabajo, así que mi padre aceptaba cualquier cosa que estuviese disponible, por lo que siempre nos estábamos mudando de un sitio a otro. Ese fue también el motivo por el que pasé por tantísimas escuelas distintas, diecisiete en total. Tenía un hermano mayor y una hermana pequeña, así que yo era el del medio. Mi hermano era dieciocho meses mayor que yo, y mi hermana, casi dos años menor. Mi hermano era más sociable y abierto, pero yo era más introvertido y, por lo general, iba a mi aire y no me unía a otras personas. Me sentía mucho más a gusto en compañía de animales. Siempre me gustó estar en el campo; me sentía como en casa en la naturaleza, mucho más que en lugares construidos por el hombre. Durante los primeros años de mi infancia vivíamos en un entorno campestre, de modo que pasaba mucho tiempo explorando los alrededores con mi perro. Éramos prácticamente inseparables, hasta el punto de que dormía con él en su caseta. Cuando no sabían dónde estaba llamaban a mi perro, pues todo el mundo estaba seguro de que yo estaría con él. La verdad es que fue una existencia feliz, una infancia llena de alegría. En esta vida nunca he sentido miedo. En la guerra di por hecho que me matarían, pero no estaba asustado. Por supuesto que me afectaba enormemente todo el sufrimiento que presenciaba a mi alrededor (los cuerpos de los soldados destrozados, volados en pedazos), pero nunca tuve miedo. La primera vez que me di cuenta de mi falta de miedo fue cuando tenía unos cinco años, en una ocasión en la que me había quedado en casa de mi abuelo. Fue por esas fechas, en los

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años veinte, cuando se creó la NAAFI (Institutos de la Armada, el Ejército y las Fuerzas Aéreas). El gobierno la puso en marcha para atender a las necesidades de los militares y de sus familiares en el extranjero, principalmente para administrar los comedores y los establecimientos recreativos. Mi padre solicitó un trabajo en esta institución, le aceptaron y le enviaron a Egipto. Por aquel entonces Egipto y Palestina eran colonias británicas. El resto de la familia no le acompañamos de inmediato, sino que esperamos más o menos un año y durante ese tiempo nos quedamos con mi abuelo, un personaje colosal e imponente que se fumaba unos treinta gramos de tabaco al día y elaboraba sus propias bebidas alcohólicas a partir de hierbas (bayas de saúco y diente de león). Trabajó para la compañía de arena y grava Wennington hasta que se retiró con setenta años. Después empezó a trabajar como obrero en una excavación y continuó en ese puesto (en el que tenía que cargar vagones con una pala enorme) hasta que cumplió ochenta. Tenía un pequeño terreno en Southend Road, justo en frente de la compañía de arena y grava, en el que habían quedado algunos barracones tipo Nissen de la Primera Guerra Mundial; él los reconvirtió en salones de té y mi abuela se ocupaba de ellos. Un buen día, durante nuestra estancia en casa de mi abuelo, nos quedamos asombrados al ver aparecer un par de elefantes por la calle, uno gris y otro blanco, a los que estaban llevando al zoo de Londres. Eran del rey de Siam, quien había enviado un elefante blanco como regalo al rey de Inglaterra, y otro gris como acompañante. Los estaban transportando a pie desde los muelles de Tilbury —una buena caminata—, y se quedaron a pasar la noche en el terreno de mi abuelo, atados en una esquina a un par de estacas de madera. Tinker, nuestro perro, salió corriendo y empezó a ladrar a los elefantes. Eso hizo que uno de ellos se enfadase, así que enroscó su trompa alrededor de él, lo levantó y lo lanzó por los aires. Yo me abalancé con toda mi rabia sobre el elefante y empecé a darle puñetazos en las

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patas. El elefante me cogió con su trompa, me levantó en el aire… y me volvió a dejar en el suelo. Los adultos estaban completamente horrorizados, pero yo no sentí ningún miedo, tan solo rabia porque el elefante hubiese lanzado así a mi perro. Poco después de aquel incidente, mi madre, mis hermanos y yo viajamos en barco hasta la ciudad de Heliópolis. Mi padre se encargaba de los suministros para toda el área de Egipto y Palestina que se encontraba bajo el protectorado de Gran Bretaña. Allí fui al colegio durante algún tiempo, pero no tardamos en trasladarnos a Palestina. Recuerdo muy bien aquel viaje en tren; se tambaleaba tanto e iba tan despacio que de vez en cuando saltábamos fuera y caminábamos junto a él, simplemente por estirar las piernas y hacer un poco de ejercicio. En total nos llevó treinta horas llegar a nuestro destino. Nos metieron en un complejo para civiles situado en un lugar llamado Sarafand, a unos treinta y dos kilómetros tierra adentro desde Jaffa (cerca de Tel Aviv) y no muy lejos de la base que la RAF tenía en Ramallah. Ahí fue donde retomé mi asistencia a la escuela, que se encontraba cerca del lugar en el que fue enterrado San Jorge después de morir en las Cruzadas. En esa época mi madre cayó gravemente enferma. Tenía el pecho muy congestionado, así que la trasladaron a un sanatorio del Líbano. Mi padre solía pedir prestado un coche y se acercaba a verla una vez al mes. Por aquel entonces, cuando yo tenía nueve años, tuve una revelación muy intensa y profunda. Puesto que mi madre estaba ausente y pasábamos tanto tiempo solos, yo me encargaba de cocinar, de preparar el almuerzo, de ocuparme de las cosas de casa, de cuidar a mi hermana... Pensaba mucho en mi madre y en lo dura que era nuestra vida, y tenía la sensación de que había algo extraño en todo el sufrimiento del que era testigo. Era consciente de que existía el sufrimiento físico, pero esto era algo mucho más profundo, y estaba seguro de que tenía que estar ahí por alguna razón, a pesar de que en ese momento estuviese más allá de mi com-

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prensión. Me prometí a mí mismo que algún día encontraría la respuesta. Ni siquiera tuve ocasión de pararme a pensar en esto y tratar de comprenderlo hasta mucho tiempo después; cambiábamos tanto de lugar de residencia y mi vida era tan difícil (especialmente después de que muriesen mis padres) que no había tiempo para pararse a hacer nada más que no fuese seguir adelante. Un aspecto extraño de mi infancia fue la cantidad de veces que estuve a punto de morir, en todas ellas por ahogamiento. Cuando echo la vista atrás y repaso mi vida, es como si por algún motivo no se me hubiese permitido morir. En cierta ocasión, yo tendría más o menos dos años, íbamos caminando con algunos parientes por la orilla del Támesis, en Richmond. Tropecé y me precipité en picado y de cabeza en el río. En mi caída, mi tío consiguió agarrarme de los tobillos y sacarme del agua. Apenas lo recuerdo, pero parece ser que me zambullí de pleno (siempre me decían jocosamente que lo único que me quedó seco fueron las plantas de los pies). La segunda vez que estuve a punto de morir fue cuando tenía cuatro años. Vivíamos en Northolt, cerca del río Brent, que por lo general no era más que un pequeño riachuelo, pero en aquel momento había llovido copiosamente, por lo que estaba desbordado. Una vez más, tropecé y caí al agua, y esta vez fue mi perro Tinker quien me sacó de allí agarrándome con los dientes y tirando de mí hasta haberme arrastrado hasta un lugar seguro. Los dos llegamos a casa empapados hasta los huesos. Tiempo después, en Palestina, solíamos ir a nadar a una playa de las afueras de Jaffa que estaba en una pequeña bahía del Mediterráneo y a la que llamábamos la Ensenada de Campbell. En tres ocasiones me vi atrapado por la resaca y arrastrado a mar abierto. Casualmente, las tres veces fue la misma persona, un policía amigo de mi padre, quien me rescató. Recuerdo que la última vez que me sacó del agua mi padre estaba presente y el

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policía le exhortó a voz en grito: «¡Harry, ya va siendo hora de que enseñes a nadar a este maldito bastardo!». Yo era plenamente consciente de que podía haber muerto, pero eso era algo que no me preocupaba; no sentía pánico ni dolor, sino simplemente una aceptación sosegada. Recuerdo que pensaba: «Si así es como ha de ser, que así sea». En 1931 comenzaron a llegar a Palestina los judíos provenientes de Europa, y eso marcó el inicio de los problemas y las hostilidades. Vivíamos en un complejo que se encontraba fuera del área militar, entre un pueblo árabe y un asentamiento judío. Ambas comunidades se llevaban bien y no hubo problemas entre ellas. Solíamos ir a Tel Aviv, un enclave mayormente judío, y luego a Jaffa, que era principalmente árabe, pero había muy poco conflicto entre estos dos pueblos. Pero entonces se produjo un éxodo masivo de judíos provenientes de Rusia que trataron de entrar por la fuerza. El ejército decidió que la situación no era segura, así que nos evacuaron a todos y volvimos a casa. Yo regresé a la escuela y mi padre consiguió un trabajo temporal en los comedores de la reserva policial de la City de Londres, pero en esa época su salud comenzó a deteriorarse rápidamente debido a los efectos del gas que había respirado durante la guerra, por lo que alguien le encontró un trabajo en Conventry que pensaban sería más adecuado para él. Así es como se convirtió en el conserje del Triumph Motor Sports Club, en Binley Road, justo frente a la fábrica de motocicletas Triumph. A pesar de ser un edificio de una sola planta, aquel lugar era inmenso; contaba con una sala de baile que también hacía las veces de teatro, cuatro mesas de billar, una habitación para jugar a las cartas, y en la parte trasera había una piscina enorme en la que los jugadores de los equipos de rugby y de fútbol podían darse un chapuzón. Rodeando el edificio había un campo de golf de nueve hoyos y cuatro canchas de tenis. Tan solo estuvimos ahí uno o dos años, hasta que murió mi padre. Seguramente su empeoramiento tuvo que ver con el he-

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cho de tener que estar a la intemperie en el campo de golf soportando condiciones climatológicas extremas de todo tipo, pues tenía que ocuparse de cosas como cortar el césped por mucho frío que hiciese. Cogió un resfriado que luego se convirtió en neumonía y que finalmente le acabó causando una pleuritis. Murió en el hospital King George de Warwick a la edad de cuarenta y dos años. Por aquel entonces, yo tan solo tenía diez. Nos dejaron permanecer en el club deportivo cerca de un año, pero después tuvimos que mudarnos a un alojamiento alquilado en Coventry. Mi madre, en su intento por ganar el dinero suficiente para mantener a la familia unida y a flote, trabajaba como encargada en unas piscinas por el día y como camarera en un bar por la noche. Era una persona muy tierna y afectuosa y para mí fue devastador tener que verla trabajar tan duro, ver cómo se iba consumiendo poco a poco de puro agotamiento. Más o menos por esas fechas mi hermano George, que por aquel entonces tenía doce años, decidió unirse al servicio infantil de la Marina. Eso hizo que mi madre tuviese un poco menos de carga, y además de este modo él pudo recibir una buena educación. Al final acabó pasando toda su vida en el ejército, donde prestó servicio durante treinta y cinco años antes de retirarse. Mi madre recibía una pensión de diez chelines a la semana de la Legión Británica, aunque este dinero no suponía demasiada ayuda, pues para entonces su estado era tan lamentable que casi estaba demasiado enferma para trabajar. Yo insistía en que tenía que ponerme a trabajar para poder colaborar. Algunos amigos de la familia trataron de ayudarnos, pero en aquel tiempo casi no había dinero para nadie. Alguien me sugirió que me convirtiese en aprendiz de imprenta, pero no tenía sentido ir a trabajar como aprendiz sin que me pagasen por ello, pues lo que nos hacía falta era dinero. El ayuntamiento me dio un permiso especial para poder ausentarme de la escuela. Tenía unos once años y medio, así que me puse a trabajar en una fábrica de maquinaria en Coventry. El trabajo que realizaba

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allí era muy duro; tenía que limpiar las virutas que producían los tornos de metal, unas virutas que estaban afiladas como cuchillas, y yo tenía que recogerlas con mis propias manos, sin guantes, y separarlas del resto de la basura. Créeme si te digo que no era nada agradable. Y además solo me pagaban diez chelines a la semana. La fábrica se encontraba al pie de una colina en Gulson Road. En el otro extremo de la calle había un hospital, y ahí fue donde falleció mi madre unos dieciocho meses después que mi padre. Cuando murió mi padre no me sentí apenado en absoluto, pues de algún modo era consciente de que la muerte no era el final y sabía que todavía andaba por ahí, solo que en un lugar mejor que este. Eso mismo lo sentí también con mi madre; pude sentir claramente (lo noté, lo percibí) el instante exacto en el que murió, sobre las tres de la tarde, a pesar de que en ese momento me encontraba en la fábrica. Al igual que ocurrió con mi padre, cuando falleció mi madre también me alegré por ella, pues sabía que por fin se había liberado, que eso suponía el final de su sufrimiento. Por supuesto que su ausencia me dejó un gran vacío, una gran sensación de pérdida, pero era plenamente consciente de que había sido para bien. Aquel día, cuando regresé a nuestra pequeña casa adosada (la típica casa obrera de ladrillo de esa época, con dos estancias abajo y dos dormitorios arriba), me encontré con que mi abuelo y dos de las hermanas pequeñas de mi madre ya estaban ahí. Aún no había alcanzado la puerta de entrada cuando una de ellas la abrió de golpe y me espetó sin más: «Tu madre está muerta». Así, sin prolegómenos, de ese modo tan directo y tan brutal. Yo me limité a responder: «Lo sé». Ya habían examinado la casa de arriba abajo y se habían agenciado todo lo que pudiese tener algún valor. Para entonces mi hermano mayor ya había ingresado en la Marina, así que estaba atendido, pero el problema era mi herma-

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na, que apenas tenía nueve años. Tiempo después supe que ni tan siquiera se acordaba de su madre. Mi abuela se la llevó a vivir con ella, pero no tardó en plantársela a una de las hermanas de mi madre, la que había nacido justo después de ella. Sin embargo, yo insistí en que quería vivir por mi cuenta, porque sabía qué tipo de personas eran mis familiares y no quería tener que tratar con ellos. Mi abuelo por parte de madre intentó conseguirme una plaza en Casa Barnardo (un centro de acogida de menores), pero en aquel momento no aceptaban a niños de mi edad. Tras la muerte de mis padres yo quedé en una situación desesperada; estaba literalmente medio muerto de hambre. Me sentía muy frustrado, ya no tanto por que hubiesen fallecido (pues en todo caso era consciente de que en realidad no habían muerto, e incluso en un par de ocasiones percibí claramente su presencia), sino por el hecho de que, sin ellos para mantenerme, mi vida se había vuelto muy difícil. Me alojé con un amigo y su familia, pero diez chelines a la semana distaban mucho de ser suficientes para vivir, así que empecé a hacer trabajos a tiempo parcial por las tardes. Era absolutamente agotador: seis días a la semana trabajando sin descanso desde primera hora de la mañana hasta la hora de acostarse. Exhausto como estaba, me pasaba todo el domingo tumbado en la cama. Aquello era limitarse a existir, pero no podía considerarse vivir. En el transcurso de uno de mis trabajos a tiempo parcial (en este caso recogiendo los vasos en un bar por un par de míseros chelines extra) conocí a un tipo que me recomendó que fuese a Hull y probase a encontrar trabajo en un barco arrastrero, pues pensaba que de este modo me iría mejor. «Te darán la ropa que necesitas para trabajar —me dijo—, no pasarás hambre y tendrás un sitio en el que dormir». Pensé que eso sonaba mucho mejor que la mísera vida que llevaba, así que hice autostop hasta llegar a Hull y allí conseguí un trabajo en un barco de arrastre llamado Dungeness. En aquel momento tan solo tenía doce años y medio, pero me las arreglé para que me sellaran

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la tarjeta de empleo. De todos modos, al capitán le daba exactamente igual la edad que tuviese siempre que pudiese realizar las tareas necesarias. Por algún motivo (quizá porque la zona estaba sobreexplotada, o porque había demasiados barcos pescando en el mismo sitio) decidieron probar suerte mucho más al norte, en el Ártico. Aparte del patrón, éramos otros cinco miembros en la tripulación. Desplegábamos las redes de arrastre y navegábamos durante unas cuatro horas, luego subíamos la carga de pescado a bordo, tras lo cual descansábamos durante aproximadamente hora y media y después comenzábamos nuevamente con la siguiente tanda. Seguíamos con esta dinámica sin parar ni un momento; no pudimos permitirnos dormir de un tirón por las noches hasta que no regresamos a tierra. Lo normal era que los pescadores estuviesen fuera solo durante unos días, pero nosotros tardamos cerca de un mes en regresar. Además era invierno, así que las condiciones de trabajo eran especialmente duras. Sufrimos unas cuantas tormentas y tuvimos que navegar con olas tan altas como esta casa. En cierta ocasión se produjo una situación particularmente peligrosa y tuvimos que refugiarnos en la cara de sotavento de una isla. La nieve comenzó a acumularse y congelarse en los aparejos, por lo que no nos quedó más remedio que sacar las hachas y empezar a partir el hielo a golpes, pues de lo contrario hubiésemos acabado volcando y la embarcación hubiese quedado con el casco hacia arriba, como si fuese una tortuga. Algunos cabos del grosor de una muñeca pasaron a tener más de treinta centímetros de ancho. Pero, una vez más, no sentí miedo; acepté la situación e hice todo lo posible por ayudar a aliviarla. No sentía ningún dolor emocional, sino tan solo la incomodidad física que conlleva el hecho de estar congelado y agotado. Volvimos con las bodegas cargadas hasta los topes de pescado (bacalao, fletán, de todo). Cuando arribamos a puerto descargamos el pescado y rápidamente se lo llevaron al mercado. El

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resto de la tripulación se estaba ocupando de reponer carbón, por lo que pusieron en marcha el cabrestante para subirlo a bordo. La cubierta estaba mojada y resbaladiza y uno de los tripulantes patinó y, en su caída, iba directo hacia el cabrestante. Yo le agarré y tiré de él para alejarle, pero al hacerlo me quedé yo mismo enganchado en la máquina... Me hospitalizaron con varias fracturas en la mano y el brazo derechos, y así es como terminaron mis días como pescador de arrastrero. Unas semanas más tarde ya se me había terminado todo el dinero que tenía, así que decidí que lo mejor sería regresar a Londres, un lugar que, al ser más grande, podría ofrecerme más oportunidades. Para poder volver estuve trabajando en varias granjas recogiendo patatas. En aquellos días se hacía a mano, y era una labor que te rompía la espalda. Ya en Londres realicé algunos trabajos de poca importancia, tareas de lo más ingratas, simplemente para sobrevivir: de porteador, cargando sacos de patatas y de nabos a la espalda para llevarlos al mercado de Spitalfields, friendo rosquillas en una panadería... No contaba con ninguna clase de educación, pues nos habíamos trasladado tanto durante mi infancia que nunca tuve la oportunidad de asentarme como es debido en ninguna de las escuelas a las que asistí. Era un chaval sin lugar alguno en la vida, estaba totalmente desesperado. En lo único que pensaba era en mantenerme con vida. Fue una existencia en la que no hubo ningún placer, ningún disfrute ni alegría en absoluto. Finalmente, alguien me aconsejó que fuese al albergue para jóvenes del Ejército de Salvación. Allí me dieron alojamiento, me cuidaron y me consiguieron un trabajo mejor. Así fue como empecé a trabajar para un tal Benjamin Shapiro, un judío. Era un refugiado polaco de la última guerra (la Primera Guerra Mundial) que regentaba un pequeño negocio de sastrería en el que confeccionaba abrigos y mantos de mujer para los grandes almacenes de Londres. Era un caballero muy amable y gentil, y le recuerdo con mucho cariño.

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Estuve un par de años trabajando para él. Al principio me pagaba treinta chelines a la semana (un salario bastante bueno para la época), y más o menos un año después me aumentó el sueldo a un par de libras. Podría decirse que era un ayudante, un chico para todo. Me encargaba de alquilar un carro por seis peniques —uno de esos típicos carretones que llevan los vendedores ambulantes—, lo llenábamos con fardos de ropa convenientemente envuelta y me hacía cargo de llevarlo hasta los grandes almacenes de la ciudad, donde hacía la entrega por las puertas traseras. Siempre había alguien que se encargaba de revisar meticulosamente todas las prendas entregadas, y yo me quedaba ahí esperando mientras lo hacía. Tenía que ir provisto de aguja e hilo por si acaso había que retocar algo. No llevaba más de seis semanas trabajando aquí, ocupándome de estos transportes semanales a las grandes tiendas de Londres, cuando el señor Shapiro me pidió que fuese a cobrar sus cheques los sábados. Mi tarea consistía en ir al banco a canjearlos y llevarle el efectivo a su casa, en el barrio de Stepney. Viéndolo en retrospectiva, no puedo creer que me confiase todo ese dinero después de tan solo seis semanas. Cuando le llevaba el dinero a su casa, lo dejaba sobre la repisa de la chimenea, y como aquel día era el Sabbath, él no lo tocaba hasta el domingo. Digamos que yo trabajaba los sábados y ellos los domingos. Llegaba sobre la hora del almuerzo y su esposa siempre me ofrecía algo frío para comer, pues, por supuesto, no cocinaba los sábados. Fue una etapa muy agradable. Por primera vez en mi vida las cosas parecían ser un poco más sencillas. Y entonces llegó la guerra.

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