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uando hice el examen de arte de final de secundaria, con dieciséis años, y pasé a la Kingston School of Art para un período de prueba de un año, ya tocaba la guitarra bastante bien y estaba todo el tiempo aprendiendo cosas nuevas. Iba mucho a un café de Richmond que se llamaba L’Auberge. Estaba en una colina, justo al lado del puente; al otro lado, en Twickenham, había un sitio antiguo que estaba de moda que se llamaba Eel Pie Island. Era un enorme local de baile que habían construido en una isla en el medio del río. Se trataba de un sitio lujoso, antiguo, forrado por todas partes de una madera que no paraba de crujir. Los sábados por la noche tocaban allí bandas de jazz de Nueva Orleans, gente como Ken Colyer y los Temperance Seven. Nos encantaba. La costumbre era empezar en L’Auberge a principio de la noche, donde tomábamos un par de cafés, y después cruzar el puente para ir al Eel Pie. Nunca olvidaré la sensación que tenía cuando llegaba a la mitad del puente y de repente me daba cuenta de que estaba en medio de una multitud creciente en la que todo el mundo se parecía vagamente. En esos momentos sentía una tremenda sensación de pertenencia. En los días de la época beatnik, anterior a los hippies, parecía que todo giraba alrededor de la música. Las drogas no se veían mucho e incluso la gente bebía de forma muy moderada.

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Yo solía tocar con Dave Brock, que después formaría parte de Hawkwind, y me mezclaba con el grupo de músicos y gente beatnik que se reunía allí. A veces me subía al tren e iba hasta Londres, a los pubs y clubes de folk del Soho, sitios como el Marquess of Granby, el Duke of York o el café Gyre and Gimble en Charing Cross, conocido como «G’s». La primera vez que me dieron una paliza fue a la salida de este último. Un grupo de soldados me atrajo afuera y me dio un montón de patadas sin razón alguna, solo por desahogarse, supongo. Fue una experiencia bastante desagradable, pero en el fondo lo vi como una forma de madurar bastante retorcida, otro rito de iniciación que había completado. Pero el episodio me enseñó que no estaba hecho para las peleas. No intenté protegerme, quizá porque intuitivamente sabía que solo empeoraría las cosas; desde entonces parece que he desarrollado una especie de instinto que me alerta de situaciones potencialmente violentas y desde ese día las evito como si fueran una plaga. El mundo del folk tenía muchos seguidores en aquellos tiempos, y en los clubes y pubs empecé a conocer a mucha gente y también a músicos con los que compartía una forma de ver las cosas. Long John Baldry era un habitual y sabía que Rod Stewart cantaba a menudo en el Duke of York, aunque nunca lo llegué a ver. Además, dos guitarristas que tocaban regularmente en esos locales tuvieron una gran influencia sobre mí. Uno era un tipo que se llamaba Buck, que tocaba la primera guitarra Zemaitis de doce cuerdas que vi en mi vida, y el otro era Wiz Jones, otro famoso cantante melódico del momento. Tocaban baladas irlandesas y canciones folk inglesas, mezclándolas con canciones de Leadbelly y otros, lo que me proporcionó una visión única del mundo de la música folk. Me sentaba lo más cerca posible de ellos, algo que no siempre era fácil porque eran muy populares, y les miraba las manos para ver cómo tocaban. Después volvía a casa y ensayaba durante horas, intentando aprender la música que había oído. Escuchaba con atención la grabación de la canción en la que estaba trabajando y después copiaba lo que oía y lo repetía hasta que me salía igual. Recuerdo que intenté imitar el tono como

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de campana que había conseguido Muddy Waters en su canción Honey Bee. Fue la primera vez que conseguí presionar tres cuerdas a la vez en la guitarra. No sabía nada de técnica; solo me pasaba horas imitando lo que hacían otros. El más importante de todos para mí era Big Bill Broonzy, e intenté aprender su técnica, que consistía en acompañarte con el pulgar, utilizándolo para tocar ocho notas en las cuerdas más graves, mientras tocas un riff o contramelodía con los otros dedos. Es una parte básica del blues, que se toca de diferentes formas, y que también puede evolucionar hacia un patrón folk, como el clawhammer, en el que mueves el pulgar rítmicamente alternando entre las cuerdas de abajo mientras tocas la melodía en las cuerdas de arriba con los dedos índice, corazón y anular. Mi método de aprendizaje era muy básico: yo tocaba a la vez que el disco que quería imitar y, cuando creía que ya dominaba algo, lo grababa en la grabadora Grundig y lo reproducía. Si sonaba como el disco, me quedaba satisfecho. Cuando empecé poco a poco a dominar el arte de tocar en acústico con digitación, aprendí canciones nuevas, por ejemplo la antigua canción de Bessie Smith Nobody Knows You When You’re Down and Out, Railroad Bill, una antigua canción bluegrass, y Key to the Highway, de Big Bill Broonzy. Más o menos en esa época conocí, y estuve siguiendo durante un tiempo, a una cantante de folk estadounidense que se llamaba Gina Glaser. Era la primera música estadounidense que había conocido en persona en mi vida y me quedé fascinado. Para ganarse un dinerillo, posaba desnuda para las clases de dibujo en la Kingston Art School. Tenía un niño pequeño y un cierto aura de hastío permanente. Su especialidad eran las antiguas canciones de la Guerra Civil americana como Pretty Peggyo y Marble Town. Tenía una voz clara preciosa y tocaba con un estilo clawhammer inmaculado. Me quedé encandilado con ella y creo que yo también le parecía atractivo, pero me doblaba la edad y yo seguía estando muy verde en lo que respectaba al trato con las mujeres. Cuando fui mejorando mi forma de tocar, empecé a ir a un pub en Kingston que se llamaba The Crown, donde tocaba en un rincón,

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al lado de la mesa de billar. Ese pub en concreto atraía a una gente muy sofisticada dentro del mundo beatnik, que parecía estar un nivel por encima de los aficionados a la música con los que yo andaba normalmente. Era gente acomodada. Los chicos llevaban botas Chelsea, chaquetas de cuero, camisas de rayas marineras y Levi’s 501, que eran muy difíciles de encontrar, y los acompañaba siempre una especie de harén de chicas muy guapas. Bardot era en aquella época el icono de mujer que todas querían ser, así que el uniforme de esas chicas eran jerséis ceñidos, faldas con abertura y medias negras con abrigos de paño y bufandas. Eran muy exóticos, muy leales y muy bien educados, un grupo de amigos muy unido cuyos miembros, al parecer, se habían criado juntos. Normalmente quedaban en un pub, después se iban a pasar el rato a casa de alguien y siempre parecía haber una fiesta en algún lugar que conocían. Que me aceptaran en ese grupo se convirtió en mi ambición, pero como era un intruso desde el principio y además venía de familia de clase trabajadora, la única forma que tenía de llamar su atención era tocando la guitarra. Estar cerca de ese grupo, sobre todo después de ver a todas esas chicas tan guapas, me hacía tener ganas de formar parte de aquello, pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo. Cuando estaba todavía en la escuela secundaria, un amigo mío, Steve, uno de los chicos de Send al que le gustaba la ropa y vestir a la moda, me llevó a una cita a ciegas. Obviamente yo estaba allí para entretener a la amiga de su novia, que no era la chica más guapa del mundo. A mí ella no me interesaba en absoluto, pero estaba muy cachondo y, aunque no le di ni un beso, sí que intenté tocarle el pecho. A ella no le gustó nada y montó una escena. Esa fue mi experiencia más cercana al sexo hasta que conocí a Diane en Hollyfield, y tampoco es que nosotros llegáramos mucho más lejos. Me daba terror ir demasiado lejos y que después me culparan por ello. Desde que encontré aquel librito pornográfico en el parque me sentí empujado a descubrir por mí mismo de qué iba todo eso, pero tras mis experiencias de rechazo por parte del sexo femenino, empezando por mi madre, estaba aterrado y no me atrevía a dar el paso.

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En Kingston le eché el ojo a una chica que estaba completamente fuera de mis posibilidades. Creo que era la hija de un político local de Chessington. Se llamaba Gail y era preciosa: con la piel oscura, alta y voluptuosa y el pelo largo, negro y rizado. Parecía muy distante la primera vez que la vi, pero, después de observarla durante unas cuantas semanas, me di cuenta de que también era bastante rebelde. Me obsesioné con ella muy rápido y se me metió en la cabeza que la mejor forma de lograr su atención era emborracharme como una cuba, como si eso me volviera de alguna forma más atractivo o más masculino. En Kingston una noche cualquiera me bebía diez pintas de cerveza stout cremosa, seguidas de un ron con zumo de arándanos, un gin tonic o una ginebra con naranja. Aprendí a parar de beber justo antes de desmayarme, pero invariablemente acababa encontrándome muy mal y vomitando. Creo que no hace falta decir que como estrategia de ligue fue un fracaso total. No impresioné a Gail, pero aprendí mucho sobre el poder del alcohol. Poco tiempo antes de eso, había ido con tres amigos en tren a Beaulieu para asistir a un festival de jazz. Llegamos un sábado por la mañana y teníamos intención de quedarnos hasta el domingo por la noche. Decidimos ir a comer a un pub antes de ir al festival. Lo último que recuerdo es estar bailando encima de la mesa con un tipo que no había visto nunca antes, pero que se acababa de convertir en mi hermano del alma. Todavía recuerdo cómo era y todos los detalles, aunque no lo había visto nunca antes ni volví a verlo después. Me pareció que era la persona más graciosa y más carismática que había conocido en mi vida y los dos nos pusimos como cubas juntos. Mis amigos y yo teníamos intención de acampar en el bosque cerca del festival, pero no recuerdo nada hasta que me desperté por la mañana, solo y en medio de la nada. No tenía dinero, me había cagado y meado encima, también había vomitado y no tenía ni idea de dónde estaba. Había restos que parecían de una hoguera, lo que indicaba que al final los demás habían acampado cerca, pero se habían ido y me habían dejado allí. No me lo podía creer. Y tenía que volver a casa, a Ripley, en ese estado. Tuve que ir a coger un tren en una

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pequeña estación rural que había cerca. Le di lástima al jefe de estación y me dio un pagaré por el importe del billete escrito en un trozo de papel, que le entregué a Rose muy decaído cuando llegué a casa. Estaba muy desilusionado con mis amigos y sorprendido de que me hubieran dejado allí en ese estado, solo y sin dinero, pero lo peor fue que estaba deseando volver a hacerlo de nuevo. Creía que había algo místico en toda la cultura que rodeaba a la bebida y que emborracharme me convertía en miembro de una especie de club extraño y misterioso. También beber me daba el coraje necesario para tontear y, por fin, ligar con chicas. Los sábados por la noche, en Kingston, siempre seguía la misma rutina. Nosotros nos reuníamos en The Crown y yo tocaba. Había un tío que siempre estaba allí, Dutch Mills; era un verdadero personaje que tocaba la armónica de blues y la mayoría de los sábados nos íbamos de fiesta a su casa. Recuerdo ir allí una noche con una docena de personas a las que no conocía bien y que en cierto momento se apagó la luz y todo el mundo se puso a meterse mano. Ese día fue cuando perdí la virginidad, con una chica que se llamaba Lucy, que era mayor que yo y que tenía un novio que estaba fuera de la ciudad. Yo estaba aterrorizado y no sabía dónde poner las manos (a día de hoy sigo igual), pero ella me ayudó con mucha paciencia. Sabía que todos los demás se estaban enterando de lo que estaba pasando, pero no les importaba o estaban tan ocupados con sus propios asuntos que prefirieron ignorarnos. A la mañana siguiente nos fuimos cada uno por nuestro lado y, aunque nos veíamos por ahí con frecuencia, nunca volvimos a hablar de ello. Con lo poco que yo sabía de relaciones y de sexo, asumí que las cosas se hacían así y seguí con mi vida. Pasar tan de repente de un manoseo torpe al sexo completo fue muy raro y todo se acabó en un abrir y cerrar de ojos. No utilicé protección, claro, porque todo fue muy inesperado, pero la siguiente vez que pensé que podría volver a pasar, fui con un amigo a una farmacia y compré una caja de Durex. Me dio muchísima vergüenza. Me habían dicho que pidiera «una caja de tres», que supuse que sería un tipo de código o algo así. Recuerdo que el hombre que estaba detrás

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del mostrador me sonrió, me guiñó un ojo y me preguntó: «¿Los quieres con o sin lubricación?». No tenía ni idea de qué me hablaba. La siguiente vez que tuve oportunidad de usar uno, fue en casa de Dutch. Había ligado con dos chicas y por la tarde nos fuimos a su casa. Él entró en una habitación y yo en otra. Saqué esa cosa del envoltorio, sin tener ni la más mínima idea de cómo se utilizaba, y no pude ponérmelo bien, porque era muy raro y resbalaba mucho. Pasé una vergüenza horrible. Tras utilizarlo, lo examiné, vi que tenía una raja y me dio un ataque de terror. Cómo no, unas semanas después la chica me llamó y me dijo que creía que estaba embarazada y que teníamos que reunir dinero entre los dos para que fuera a abortar. Me quedé conmocionado, aunque ese tipo de cosas eran normales en aquella época. El sexo era lo único que me apartaba de la música; en ese aspecto acababa de empezar a explorar seriamente el blues. Es muy difícil explicar el efecto que tuvo en mí el primer disco de blues que escuché, aparte de decir que lo reconocí inmediatamente. Fue como si estuviera recuperando el contacto con algo que ya conocía, tal vez de alguna vida anterior. Para mí hay algo primitivamente tranquilizador en esa música y, en cuanto la oía, conectaba directamente con mi sistema nervioso y me hacía sentir como si midiera un metro más. Esa fue la sensación que tuve cuando oí por primera vez la canción de Sonny Terry y Brownie McGhee en el programa de Uncle Mac, y me ocurrió lo mismo cuando oí por primera vez a Big Bill Broonzy. Vi en la televisión una grabación de él tocando en un club nocturno, iluminado por la luz de una sola bombilla, que colgaba entre las sombras del techo, y creaba un efecto de luz un poco misterioso. La canción que estaba tocando se llamaba Hey Hey y me dejó sin aliento. Era una pieza de guitarra complicada, llena de blue notes, que son las que hay entre una nota mayor y una menor. Normalmente empiezas con la nota menor y después haces un bending subiendo hacia la mayor, para que el tono quede entre las dos. En la música gitana e india también se modulan las notas buscando ese tono intermedio entre la mayor y la menor. Cuando oí por primera vez a Big Bill y,

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después, a Robert Johnson, me convencí de que todo el rock ’n’ roll (y también la música pop en realidad) había nacido de esa semilla. Después me embarqué en aprender a tocar como Jimmy Reed, que normalmente tocaba a doce compases y cuyo estilo más adelante copiaron innumerables grupos de R&B. Descubrí que la clave era hacer una especie de boogie en las dos cuerdas más graves, simplemente presionando la quinta cuerda en el segundo traste y después en el cuarto traste, para hacer una figura rítmica básica emulando un paso tocando al mismo tiempo la sexta cuerda. Después subía a la siguiente cuerda para hacer el próximo bloque de los doce compases y así sucesivamente. El último paso, y lo más difícil en realidad, es sentirlo, tocar con un ritmo relajado para que se sienta y suene bien. Yo soy una persona que no puede dejar las cosas a medias, y si me he propuesto dedicar el día a algo, no me puedo acostar hasta que lo termino. Eso fue lo que me sucedió con el riff de aquel blues de doce compases. Estuve trabajando en ello hasta que sentí que se había convertido en parte de mi metabolismo. Según iba mejorando mi forma de tocar, fui conociendo a más gente que tenía el mismo respeto y reverencia que yo por la música que me gustaba. Un gran fanático del blues era Clive Blewchamp: nos conocimos en Hollyfield y nos embarcamos juntos en un fantástico viaje de descubrimiento. Fue Clive el primero que me puso el álbum de Robert Johnson. Le encantaba encontrar cosas muy especiales y cuanto más complicadas, mejor. También manteníamos una estrecha competición en cuanto a la ropa y pasábamos mucho tiempo juntos en el instituto y fuera de él. Más adelante íbamos a clubes de blues y seguimos saliendo por ahí juntos hasta que empecé a trabajar tocando en grupos a jornada completa. Siempre sentí que él desdeñaba un poco lo que yo intentaba hacer musicalmente, como si no fuera lo bastante auténtico. Tenía razón, pero para entonces yo ya era imparable. Él acabó los estudios en Kingston después de que a mí me expulsaran, consiguió su título y al final se mudó a Canadá, donde dirigía una revista de R&B. Estuvimos en contacto desde entonces hasta que, tristemente, falleció hace unos diez años.

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Me entusiasmó ver que existía una fraternidad de almas afines, y esa fue una de las cosas que determinaron el camino que en el futuro me llevaría a ser músico. Empecé a conocer gente que también sabía de Muddy Waters y de Howlin’ Wolf, y ellos tenían amigos más mayores, coleccionistas de discos, que organizaban noches de música en los clubes. Allí fue donde conocí la música de John Lee Hooker, Muddy Waters y Little Walter. Esa gente se reunía en la casa de alguno de ellos y se pasaba toda la noche oyendo solo un disco, por ejemplo The Best of Muddy Waters, y después tenía encendidas discusiones sobre lo que había oído. Clive y yo íbamos mucho a Londres para rebuscar en tiendas de discos como Imhoff’s, en New Oxford Street, que tenía todo el sótano dedicado al jazz, o Dobell’s, en Shaftesbury Avenue, donde tenían un contenedor con el nombre «Folkways», que era una etiqueta genérica que abarcaba el folk, el blues y la música tradicional. Si tenías suerte, podías encontrar a algún músico en ejercicio en esas tiendas y, si le decías que te gustaba Muddy Waters, respondía: «Bueno, pues entonces tienes que escuchar a Lightning Hopkins», y ya tenías una dirección que seguir. La música empezó a ocupar tanto tiempo en mi vida que no fue ninguna sorpresa que mi rendimiento en la escuela de arte se viera muy afectado. Fue culpa mía que las cosas salieran así, porque al principio me llamaba mucho la atención tener una vida relacionada con el arte. Estaba muy enganchado a la pintura y también, hasta cierto punto, al diseño. Era un buen delineante y cuando me matriculé en Kingston me ofrecieron una plaza en su departamento de artes gráficas, que acepté, en vez de decantarme por bellas artes. Pero en cuanto entré en el departamento de artes gráficas me di cuenta de que estaba en el sitio equivocado y lo descuidé. Mi motivación se desvaneció. Cuando iba al bar a la hora de comer, veía a todos los alumnos de bellas artes con el pelo largo, cubiertos de pintura y con un aire completamente indiferente. Les daban una libertad casi total para desarrollar sus talentos como pintores o escultores, mientras que yo tenía que estar todo el día ocupado con proyectos como diseñar una jabonera o inventar una campaña de publicidad para un nuevo producto.

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Aparte de un corto período en el que conseguí entrar en el departamento de vidrio, donde aprendí a hacer grabados y pulir con arena y me interesé por el trabajo en vidrieras contemporáneas, me pasé todo el tiempo aburridísimo. La música era diez veces más emocionante, diez veces más atractiva, y por mucho que me gustara el arte, también sentía que la gente que intentaba enseñarme venía de una dirección académica con la que yo no me podía identificar. Parecía que me estaba preparando para desarrollar una carrera, no en el mundo del arte, sino en el de la publicidad, en la que las habilidades para vender eran igual de importantes que la creatividad. Pero me quedé conmocionado cuando llegué a la sesión de evaluación, al final de mi primer año, y me dijeron que habían decidido prescindir de mí. Sabía que mi catálogo de proyectos era reducido, pero creía de verdad que el trabajo que había hecho era lo bastante bueno para seguir adelante. A mi parecer, mi trabajo era mucho más creativo e imaginativo que el de la mayoría de los alumnos. Pero juzgaban la cantidad, así que nos echaron a otro alumno y a mí, solo dos de los cincuenta, y no me sentó nada bien. No estaba en absoluto preparado para eso, pero me sirvió como incentivo para dedicarme al único talento que me quedaba. Que me echaran de la escuela de arte fue otro rito de iniciación para mí. Me impactó darme cuenta inesperadamente de que no iba a tener todas las puertas abiertas ante mí durante el resto de mi vida, que la realidad era que algunas me las iba a encontrar cerradas. Emocional y mentalmente se me cayó el mundo encima. Cuando por fin reuní el valor para decírselo a Rose y a Jack, ellos se mostraron muy decepcionados y avergonzados, porque acababan de descubrir que era un mentiroso, además de un fracasado. Muchas veces les había dicho que estaba en el instituto, cuando realmente estaba haciendo novillos: me iba por ahí a tocar la guitarra o a pasar el rato bebiendo en un pub. «Has tenido tu oportunidad, Rick, y la has tirado por la borda», fue lo que me dijo Jack. Me dejó muy claro que si quería seguir viviendo con ellos, tendría que trabajar y aportar dinero a la casa y que, si no contribuía, tendría que irme.

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Elegí la primera opción y acepté trabajar con Jack en calidad de «ayudante» por quince libras a la semana, que era un buen salario. Jack era maestro yesero, maestro albañil y maestro carpintero. Lo que significa que «dominaba» esos tres oficios y tenía derecho al sueldo y a la consideración que le correspondían a ese grado de experiencia. Trabajar con alguien con ese nivel no era una tontería, por supuesto. Tenía que mezclar mucho yeso, mortero y cemento y llevárselo rápido para que pudiera colocar ladrillos y echar el yeso sin apartar los ojos de su tarea. Uno de los primeros trabajos importantes que hicimos juntos fue en una escuela primaria de Chobham, y lo más exigente que tuve que hacer fue subir mortero líquido con un capacho por una escalera y después llevarlo por un andamio, lo más rápido que me permitiera mi cuerpo, para que Jack pudiera colocar las hileras de ladrillos. Me puse muy en forma y me encantaba el trabajo, probablemente porque sabía que no me iba a pasar toda la vida haciéndolo. Mi abuelo era un hombre muy hábil con las manos y verle enyesar una pared en muy pocos minutos era increíble. Resultó ser una experiencia valiosa para mí, aunque me parecía que él era muy duro conmigo, seguro que para evitar cualquier sospecha de nepotismo. Aprendí que él trabajaba y vivía según unos férreos principios, que intentó inculcarme. En aquellos días, había dos formas de pensar entre la gente que trabajaba en las obras. Una era la de la gente que intentaba hacer lo menos posible, pero salirse con la suya haciéndole creer al capataz que estaban muy ocupados, cuando en realidad estaban haciendo el vago. Al parecer eso era lo más común. La segunda, de la que Jack era la pura personificación, era la de los que creían que había que trabajar a un ritmo constante y hacerlo todo bien, y sin parar, hasta que acabaras. Él no tenía tiempo para los que holgazaneaban y por eso, hasta cierto punto, era un poco impopular y lo marginaban (como a mí me ocurriría unos años después). El legado que me dejó fue que siempre debía intentar hacerlo todo lo mejor que pudiera y terminar lo que hubiera empezado. A pesar del trabajo, en ningún momento dejé de ensayar con la guitarra, tanto que algunas veces volvía loca a mi familia con tanta

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repetición. Era adicto a la música y para entonces ya tenía una colección de discos. Escuchar a Chuck Berry, B. B. King y Muddy Waters había hecho que me surgiera el gusanillo del blues eléctrico y, no sé cómo, conseguí convencer a mis abuelos de que me compraran una guitarra eléctrica. Eso ocurrió después de que fuera a Londres a ver a Alexis Korner, que tocaba en el Marquee, en Oxford Street, un club de jazz que hacía de vez en cuando noches de blues. Alexis tenía la primera banda de R&B auténtico del país, en la que tocaba un armonicista fantástico que se llamaba Cyril Davies. Ver tocar a Alexis por primera vez me hizo pensar que no había ninguna razón por la que yo no pudiera tocar una guitarra eléctrica. Tenía otra buena razón por la que necesitaba tan desesperadamente una guitarra nueva: que mi Washburn se había roto y no había reparación posible. Antes de empezar a trabajar para Jack, Rose decidió llevarme a visitar a mi madre unos días. Por entonces ella estaba viviendo en una base aérea cerca de Bremen, en Alemania, donde estaba destinado su marido, Frank, o «Mac», como lo llamaba yo. Para esa época ya tenía tres hijos: había tenido una segunda hija, Heather, en 1958. Casi nada más llegar, Mac me dijo que tenía que cortarme el pelo antes de entrar en las zonas comunes de la base. Me quedé horrorizado por su petición, porque no llevaba el pelo muy largo para la moda de entonces, pero parecía que el problema era que no se me veía la parte superior de las orejas. Busqué apoyo en la generación más joven, en mis tres hermanastros, pero no lo encontré. Los tres se pusieron del lado de su padre. Yo me negué categóricamente a hacerlo hasta que Rose se unió a sus filas; eso me rompió el corazón, porque hasta entonces ella había sido mi defensora incondicional, pasara lo que pasara. Cedí, pero me enfadé muchísimo, porque sentí que ya no tenía a nadie de mi lado. Me hicieron un corte de pelo al estilo militar y yo me sentí solo y humillado. Me pasé deprimido el resto de la estancia allí, pero las cosas se iban a poner aún peor. Un día estaba tumbado en mi cama de la habitación de invitados, enfurruñado, cuando mi hermanastro Brian entró y se sentó en la cama sin mirar antes. Aterrizó justo encima de

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mi adorada guitarra Washburn, que yo había dejado allí, y rompió el mástil justo por la mitad. Me di cuenta inmediatamente de que no había forma de repararla y me quedé desolado. Era un niño muy bueno y me adoraba, y todo había sido un accidente, pero en ese momento me dije en mi fuero interno que, en lo que a mí respectaba, Pat y toda su familia se podían ir directos al infierno. Pero no perdí los nervios. Solo me encerré en mí mismo. No solo me habían arrancado la identidad, sino que también habían destruido mi más preciada posesión. Me atrincheré en mi interior y decidí que, de entonces en adelante, no podía confiar en nadie. La guitarra eléctrica que elegí fue una a la que ya le había echado el ojo en el escaparate de Bell’s, donde compré la Hoyer. Era la misma guitarra que le había visto tocar a Alexis Korner, una Kay semiacústica con dos cuernos, que en aquel momento era un instrumento bastante avanzado, aunque esencialmente, como aprendí después, no era más que una copia de la mejor guitarra de la época, la Gibson ES-335. Tenía dos cuernos a ambos lados del mástil para permitir un acceso más fácil a los trastes más altos, y se podía tocar de forma acústica o enchufarla y tocarla en modo eléctrico. La Gibson habría costado más de cien libras entonces, creo, muy por encima de nuestras posibilidades, pero la Kay costaba solo diez libras y parecía bastante exótica. Me robó el corazón. Lo único que no me gustaba era el color. Aunque la anunciaban como color «amanecer», que tendría que haber sido un naranja dorado, tirando a rojo oscuro en los bordes, era más bien amarillenta y después pasaba a una especie de rosa, así que en cuanto la tuve en casa la forré de vinilo negro. Por mucho que me encantara esa guitarra, pronto me di cuenta de que no era buena. Era tan difícil de tocar como la Hoyer porque, igual que en aquella, las cuerdas estaban muy separadas del diapasón y, como no tenía alma, el mástil era débil. Tras unos pocos meses de tocarla mucho, empezó a combarse y tuve que adaptarme a ese defecto, porque era la única guitarra que tenía. También me ocurrió algo más confuso con esa guitarra: en cuanto la tuve, ya no la quería. Eso me ha ocurrido varias veces en mi vida y me ha causado muchos problemas.

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No habíamos comprado un amplificador, así que solo podía tocarla de forma acústica y fantasear con cómo sonaría en modo eléctrico, pero no me importó. No hacía más que aprender cosas nuevas. La mayor parte del tiempo intentaba tocar como Chuck Berry o Jimmy Reed, temas eléctricos, pero después di un paso atrás y recuperé el country blues. Me empujó Clive cuando, sin razón aparente, me dio un disco que se llamaba King of the Delta Blues Singers para que lo escuchara: era una colección de diecisiete canciones grabadas por el bluesman Robert Johnson en los años treinta. Leí en la carátula que una vez, cuando Johnson estaba haciendo una audición en una habitación de hotel en San Antonio, tocó mirando hacia un rincón porque era muy tímido. A mí me paralizaba la timidez cuando era pequeño, así que me sentí inmediatamente identificado con él. Al principio esa música casi me repelió; era demasiado intensa y ese hombre no hacía ningún intento de dulcificar lo que intentaba decir, o tocar. Era duro, más que nada que hubiera escuchado hasta entonces. Pero tras escucharlo varias veces me di cuenta de que, a cierto nivel, había encontrado a un maestro y que el trabajo de mi vida se tenía que centrar en seguir el ejemplo de ese hombre. Me quedé totalmente embelesado por la belleza y la elocuencia de canciones como Kindhearted Woman, y el puro dolor de Hellbound on My Trail parecía expresar cosas que yo siempre había sentido. Intenté copiar a Johnson, pero su estilo de tocar simultáneamente líneas de bajo inconexas en las cuerdas bajas, el ritmo en las medias y la melodía principal en las cuerdas agudas, mientras cantaba a la vez, me resultaba imposible de imaginar incluso. Así que dejé ese disco a un lado durante un tiempo y empecé a escuchar de nuevo a otros músicos, intentando formarme un estilo propio. Sabía que nunca podría alcanzar el nivel de los originales, pero creía que, si seguía intentándolo, lograría evolucionar. Solo era cuestión de tiempo y de fe. Empecé a tocar cosas que había oído en los discos, pero añadiéndoles mis toques. Cogía trozos que podía copiar de diferentes guitarristas de blues que me gustaban y que tocaban la guitarra eléctrica, como John Lee Hooker, Muddy Waters y Chuck Berry, y otros

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de guitarristas de acústica, como Big Bill Broonzy, y los mezclaba, intentando encontrar una fraseología que englobara a todos esos artistas. Era una tarea tremendamente ambiciosa, pero no tenía prisa y estaba convencido de que iba por el camino correcto y que al final encontraría lo que buscaba. Una noche de enero de 1963 quedé con un tipo que se llamaba Tom McGuinness en el pub Prince of Wales de New Malden. Tocaba en una banda de blues que se llamaba los Roosters, que aparentemente formó originalmente Paul Jones, con Brian Jones a la guitarra. Cuando Paul y Brian la dejaron, la novia de Tom, Jenny, que había estudiado conmigo en la Kingston School of Art, me recomendó como posible guitarrista. La banda estaba formada entonces por Tom McGuinness a la guitarra, Ben Palmer a los teclados, Robin Mason a la batería y Terry Brennan era la voz. No tenían bajista. Terry era un tío fantástico, un genuino teddy boy en toda la extensión del término. Llevaba el pelo al estilo Pompadour, con un flequillo de unos quince centímetros de alto en la parte de delante, y vestía levita con el cuello de terciopelo, vaqueros pitillo y unos zapatos que se llamaban «brothel-creepers», que eran botines Winklepicker de ante y suelas de crepé. Pero a diferencia de la mayoría de los teddy boys, que tenían reputación de duros y solo escuchaban a Bill Haley y a Jerry Lee Lewis, él era un tío muy sensible al que le encantaba el blues. Además tenía una voz estupenda. Fue la admiración que yo sentía por Ben, el teclista, y por él lo que me hizo querer tocar con ellos. Supe que Ben iba a ser importante en mi vida en cuanto lo oí tocar. Era un purista absoluto, con un amor por el blues tan grande como el mío, o mayor. Hice una audición breve e inmediatamente me pidieron que me uniera a la banda. Los Roosters eran un grupo muy básico y prácticamente no tenían equipo. La guitarra, la voz y los teclados salían por el mismo amplificador. No teníamos un transporte propiamente dicho, solo el Morris Oxford descapotable de Robin, en el que teníamos que meternos nosotros y todo el equipo. Ser el dueño del coche le daba a Robin cierto poder en la banda. Nos reuníamos para ensayar en una

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sala que había encima de un pub en algún lugar de Surbiton. Yo iba allí desde Ripley, enchufaba mi guitarra al amplificador de Tom y todos nos poníamos a aprender canciones, sobre todo covers de blues y R&B. Aprendimos por nuestra cuenta un par de canciones de Chuck Berry, Short Fat Fanny de Larry Williams y algunas de Muddy Waters. Un momento importante para mí fue cuando Tom trajo un día un disco de un artista negro, Freddy King, con una canción instrumental a 45 revoluciones que se llamaba Hideaway y que lo tenía loco. Nunca antes había oído a Freddy King y escucharlo tuvo en mí un efecto similar al que experimentaría si me topara con un extraterrestre del espacio exterior. Me quedé sin palabras. En la cara B de Hideaway estaba I Love the Woman, que tenía un solo de guitarra en el medio que me dejó sin aliento. Era como escuchar jazz moderno, expresivo y melódico, y tenía una forma única de tocar en la que modulaba las cuerdas y producía sonidos que me ponían la piel de gallina. Fue revolucionario para mí, como un nuevo faro hacia el que dirigirme. Hasta ese momento siempre había considerado que la guitarra era un mero acompañamiento para la voz, excepto en un par de casos únicos que había detectado y que me habían hecho preguntarme de dónde habían salido esos músicos. Un buen ejemplo era la canción de Connie Francis Lipstick on Your Collar, que tenía un solo de guitarra increíble de George Barnes, y también Ricky Nelson tenía un guitarrista, James Burton, que tocaba solos de country blues con guitarra eléctrica. Al oír tocar a Freddy entendí de dónde venía todo eso. Los Roosters ensayábamos más que tocábamos. Aunque teníamos algún bolo de vez en cuando, básicamente en la sala de arriba de algunos pubs, yo lo hacía sobre todo por la emoción de reunirme con gente a la que le gustaba el blues tanto como a mí. En Ripley casi nadie tenía interés por el blues. El pop era lo que estaba a la orden del día, y en aquel momento todo el mundo se volvía loco con el sonido Mersey. Los Beatles empezaban a tener popularidad, y una vez a la semana ponían un programa en la radio que se llamaba Pop Go the Beatles, en el que ellos tocaban sus canciones y también covers de otra

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gente. Estaban despegando muy rápido y todo el mundo quería ser como ellos. Eran los inicios de la Beatlemanía. En todo el país la gente se vestía como ellos, tocaba como ellos, sonaba como ellos y se parecía a ellos. A mí me parecía terrible, probablemente porque demostraba lo aborregada que era la gente y lo dispuesta que estaba a elevar a esos músicos al estatus de dioses, mientras que muchos de los artistas que yo admiraba habían muerto sin disfrutar de la más mínima fama, muchas veces solos y sin dinero. También esa situación hacía que pareciera que lo que nosotros estábamos intentando hacer era ya una causa perdida. El aumento gradual de la popularidad del sonido Mersey obligó a los músicos como yo a pasarse al circuito underground, como si fuéramos anarquistas que planeáramos el derrocamiento del régimen musical establecido. Parecía que el movimiento del «trad jazz» estaba moribundo y que estaba arrastrando a la tumba con él al folk y al blues. Así que lo importante de los Roosters era, sobre todo, que nos necesitábamos por cuestiones de identificación. No íbamos a llegar a ninguna parte, así que nos reuníamos, hablábamos, tocábamos, tomábamos té, comparábamos los discos que habíamos oído e intentábamos aprender algo de ellos. El repertorio era una mezcla de temas de blues de John Lee Hooker, Muddy Waters, Freddy King y otros, entre los que siempre estaban Hoochie Coochie Man, Boom Boom, Slow Down y I Love the Woman, que me daba la oportunidad de lucirme con los solos que estaba desarrollando. No hicimos más que una docena de bolos en total, todos a cambio solo de unas libras y unas copas, y, como yo seguía trabajando en las obras con mi abuelo, muchas veces salía al escenario lleno de manchas de yeso. La mayoría de nuestros bolos eran dentro del circuito Ricky Tick, una serie de clubes que había en varios condados que rodean Londres y que dirigían Philip Hayward y John Mansfield, dos promotores que trabajaban con una música impresionante y que en aquella época tenían prácticamente el monopolio de la escena de los clubes nocturnos. También tocamos un par de veces en el Marquee, como teloneros de Manfred Man, la banda en la que cantaba enton-

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ces Paul Jones. Aunque con ellos me lo pasé muy bien, empecé a hacerme un nombre como guitarrista y disfruté del estilo de vida semibohemio que llevaba aparejado todo eso, la verdad es que el grupo tenía grandes defectos, porque no tenía los medios, ni el compromiso, ni el dinero para llegar a ninguna parte. Como resultado duró solo seis meses y el último bolo fue en el Marquee el 25 de julio. Aunque el Marquee se había ganado su reputación como club de jazz, al que iban a tocar músicos bastante famosos como Tubby Hayes, entonces estaba empezando a meterse cada vez más en la escena del R&B. Yo iba todos los jueves por la noche, que era la noche del blues; cogía el tren hasta Waterloo y después el metro a Oxford Street. Como casi nunca tenía un sitio donde quedarme a dormir, normalmente acababa la noche paseando por las calles para hacer tiempo hasta el amanecer, que era cuando salía el primer tren a casa. Fue en el Marquee donde me encontré por primera vez a John Mayall y al saxofonista y teclista Graham Bond, quien tocaba en un trío con el contrabajista Jack Bruce y el batería Ginger Baker. Todos los que pertenecían a la escena del R&B tocaban allí. Tras la disolución de los Roosters, un músico de Liverpool, Brian Casser, le propuso a Tom McGuinness que se uniera a un grupo nuevo. Muchos habían estado tocando en los clubes de Mersey antes que los Beatles y él era uno de ellos. En 1959 había liderado un grupo que se llamaba Cass and the Casanovas antes de mudarse a Londres y abrir un club nocturno, el Blue Gardenia, en el Soho. Con el enorme éxito del sonido de Liverpool y el rápido ascenso de bandas como Gerry and the Pacemakers y cantantes como Billy J. Kramer, había empezado a sentirse desplazado, así que se decidió a formar un grupo nuevo que se iba a llamar Casey Jones and the Engineers. Reclutó a Tom, y como yo también me había quedado tirado, Tom me reclutó a mí. Lo mejor de tocar con Casey Jones fue la experiencia que adquirí; fue la primera vez que hice una gira. Tocamos en varios clubes del norte, sobre todo de la zona de Manchester, e hicimos incluso un bolo al aire libre en Belle Vue Amusement Park. Cass nos hizo a to-

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dos ponernos ropa a juego y gorras del ejército confederado de cartulina, que a Tom y a mí no nos gustaban nada. Los bolos eran muy diferentes entonces; comparado con lo que hay hoy, los sistemas de sonido eran ridículos. Tocábamos con amplificadores pequeños, Voxes o Gibson, y nosotros teníamos uno cada uno, así que la mayoría de los grupos se limitaban a tres amplificadores y la batería. Solo los grupos más boyantes tenían sus propios sistemas de altavoces, e incluso esos solo tenían una salida de unos cien vatios, nada que ver con los estándares modernos. El repertorio de The Engineers incluía algo de rock ’n’ roll (Chuck Berry, Little Richard y cosas así), pero la mayoría del material estaba muy basado en el pop, covers de las veinte canciones más escuchadas básicamente, y no pude soportar hacer eso durante mucho tiempo. Yo era demasiado purista y, tras seis semanas, Tom y yo dejamos el grupo. Con Casey Jones and the Engineers hice más o menos siete bolos. Entre ellos seguía trabajando en las obras con mi abuelo y pasando el rato con la gente de la escena musical de la zona, que entonces estaba floreciendo. Alexis Korner había montado un club, el Ealing Club, en un sótano pequeñísimo enfrente de Ealing Broadway Station, y otro entusiasta del blues, Giorgio Gomelsky, había abierto el CrawDaddy Club en el antiguo Station Hotel de Richmond, donde tenía una banda residente los domingos por la noche: los recién formados Rolling Stones. Yo había conocido a Mick, Keith y Brian durante su largo período de gestación, cuando no tocaban nada más que R&B. Nos conocimos en el Marquee. Era la segunda vez que iba a ver tocar a Alexis y ellos estaban allí. En cierto momento de la noche todos se levantaron para tocar con la sección rítmica de Alexis. Después me acerqué a hablar con Mick y nos hicimos amigos. Siempre llevaba un micrófono en el bolsillo, un Reslo, y yo se lo pedí prestado para hacer un bolo en Richmond, en el que solo estábamos un batería y yo tocando canciones de Chuck Berry. El micrófono no tenía pie, así que tuve que apilar dos sillas y pegar el micro con cinta adhesiva a la parte de arriba de ese pie improvisado.

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Mick, Keith y Brian tocaban donde podían: en el 51 Club de Ken Colyer en Charing Cross Road, en el Marquee y en el Ealing Club. Yo llegué a sustituir a Mick alguna vez que tuvo problemas de garganta y durante un tiempo fuimos muy amigos. Después ellos lograron que les hicieran residentes en CrawDaddy y desde ahí despegaron; en cuatro semanas pasaron de tener públicos de unas pocas personas a varios centenares. Una noche los Beatles vinieron a ver a los Stones. Acababan de sacar Please Please Me, que fue un gran éxito. Cruzaron el local y se plantaron justo delante del escenario, todos con chaquetas largas de cuero negro y cortes de pelo iguales. Ya entonces tenían una presencia y un carisma tremendos, pero para mí lo más raro fue que parecía que habían ido allí vestidos con la ropa del escenario y eso me molestó, no sé por qué. Pero fueron muy amables y obviamente había una admiración mutua entre ellos y los Stones, así que supongo que era normal que yo estuviera celoso y los viera como una panda de gilipollas. Giorgio Gomelsky, el propietario de CrawDaddy, georgiano de nacimiento, pero criado en Francia, Suiza e Italia, era un hombre muy efusivo y carismático, que salpicaba sus frases con la palabra «baby»; era grande y gordo, con el pelo negro engominado hacia atrás y barba, un poco como Brutus, el de Popeye, pero con acento italiano. Extravagante, ciudadano del mundo y de gustos refinados, también le encantaban el jazz y el blues y tenía un oído estupendo para el talento. Hizo un gran trabajo dentro de la incipiente escena del R&B inglés y fue, creo, el primero que apostó de verdad por los Stones. Unos meses después de empezar a tocar en CrawDaddy, firmaron con Andrew Loog Oldham, que en aquel momento era el relaciones públicas de Brian Epstein, el mánager de los Beatles, y Giorgio se quedó con un palmo de narices. Un día tenía el club más de moda de Londres, con la banda con más éxito de Inglaterra, y al siguiente ellos dejaron el club, sacaron un single, Come On, y se fueron de gira con Bo Diddley. Creo que fue una decepción de la que Giorgio nunca se recuperó, pero era un pragmático y se puso inmediatamente a buscar sustitutos para que tocaran en su club las noches de los domingos. Al

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final se decidió por los Yardbirds, un grupo de R&B liderado por el guitarrista y cantante Keith Relf. Con su guía y sus ánimos, pronto ellos también estaban llamando la atención desde el CrawDaddy. Pero tenían un problema: su guitarrista principal, Anthony Topham, tenía dieciséis años y sus padres lo presionaban para que dejara el grupo y se concentrara en los estudios. Una noche estaba en una fiesta en Kingston, escuchando a Keith y a otro guitarrista, Roger Pearco. Estaban tocando juntos temas de Django Reinhardt, y muy bien además, aunque Roger se adelantaba un poco cuando se emocionaba. Keith me dijo que era el cantante de los Yardbirds y me pidió que fuera a escucharlos al CrawDaddy, porque había muchas posibilidades de que su guitarra dejara la banda y quería saber si me interesaría ocupar su puesto. Yo fui a ver qué tal. Tocaban buen R&B, canciones como You Can’t Judge a Book, de Bo Diddley, y Smokestack Lightning, de Howlin’ Wolf, y por mi parte, solo con que conocieran esas canciones ya era suficiente para que me gustaran. La forma de tocar de Topham era un poco rígida, pero eran un buen grupo, aunque tocaban un poco bruscos y acelerados, y además no tenía nada mejor que hacer en ese momento. Así que cuando Topham por fin lo dejó, me lo pidieron y acepté. No estaba muy convencido con el tema de unirme a otro grupo, pero sabía que solo iba a ser algo provisional. Éramos cinco: Keith a las voces y el arpa, Chris Dreja a la guitarra rítmica, Paul Samwell-Smith al bajo, Jim McCarty a la batería y yo en la guitarra principal. Por primera vez en mi vida tenía un trabajo de músico a jornada completa, lo que significaba que pude dejar de trabajar con mi abuelo. Mi abuela se mostró encantada, porque sabía que ese era mi verdadero talento, y mi abuelo no se lo tomó muy en serio, pero me dieron su bendición. Esta vez hubo un contrato, firmado en octubre de 1963, en el salón de la casa de Keith en Ham, con todos los padres del grupo presentes. Al principio seguí viviendo en casa; me pagaban por semanas y viajaba para ir a los ensayos y a los bolos. Pero tras una temporada Giorgio nos alquiló un piso en el ático de una casa antigua de Kew y nos fuimos todos a vivir allí. Para mí fue una época

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fantástica, porque era la primera vez que vivía fuera de la casa familiar. Durante las primeras semanas, antes de que llegara su novia americana, compartí habitación con Chris Dreja y nos hicimos muy buenos amigos. Era un tipo callado, tímido y amable y yo confiaba en él completamente, algo raro en mí. Me gustaba que, a diferencia de los otros, a él no lo moviera la ambición. Solo estaba allí para disfrutar de lo que viniera. Hacíamos bolos en varios locales de los condados que rodean Londres, como el Ricky Tick, el Star Club, el Croydon y el CrawDaddy. Era mi primera experiencia tocando tan seguido, una noche tras otra (en los primeros tres meses hicimos treinta y tres bolos), y lo disfruté muchísimo. Lo que me gustó inmediatamente de los Yardbirds fue que la única razón de su existencia era honrar la tradición del blues. No escribíamos canciones al principio, pero los covers que elegíamos definían nuestra identidad, que quedaba patente en canciones como Good Morning Little Schoolgirl, de Sonny Boy Williamson, Got Love If You Want It, de Slim Harpo, y nuestro tema más popular, que tocábamos la mayoría de las noches, Smokestack Lightning, de Howlin’ Wolf. Nosotros creíamos que sabíamos tocar blues, pero había alguien que no estaba de acuerdo. Nada más firmar el contrato, Giorgio nos dijo que había conseguido que fuéramos con Sonny Boy Williamson en su próxima gira por Inglaterra. Yo no era un gran fan de Sonny Boy (mi armonicista favorito era Little Walter), y la verdad es que no fue una experiencia muy agradable. Como el experto en blues de Ripley que era, sabía que él no era el Sonny Boy Williamson que había escrito Good Morning Little Schoolgirl y que después fue asesinado con un picahielos; su nombre real era Rice Miller. Así que cuando nos lo presentaron en el CrawDaddy, no pude evitar intentar lucirme e impresionarlo con mis conocimientos y le pregunté: «¿No te llamas Rice Miller en realidad?». En respuesta sacó muy despacio una navaja pequeña y me atravesó con la mirada. Y a partir de ahí las cosas no hicieron más que empeorar. Pero era un bluesman famoso y, a efectos prácticos, uno de los auténticos, así que todos lo reverenciábamos y

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hacíamos todo lo que él decía. En un momento del concierto incluso nos hacía arrodillarnos mientras él realizaba una especie de moonwalk de blues en el escenario; fue bastante raro. Pero él no estaba muy impresionado con nosotros. Se dice que comentó: «Estos niños ingleses quieren tocar blues muy mal y eso es justo lo que hacen». Creo que Giorgio tenía una estrategia creada desde el primer día. Lo que se le había escapado con los Rolling Stones quería conseguirlo con los Yardbirds. Intentaba que subiéramos de nivel, hacernos más grandes que los Stones. A principios de 1964 nos consiguió un contrato con Columbia Records y entramos en un estudio de grabación, un sitio diminuto en New Malden que se llamaba R. G. Jones, para grabar el cover de una canción que se llamaba I Wish You Would, de Billy Boy Arnold. Era una canción sencilla, muy pegadiza, pero aunque me parecía un tema genial, no estaba seguro de si quería hacer discos. Estaba desarrollando una actitud muy purista hacia la música y creía que solo debía tocarse en directo. Mi teoría era que hacer discos era un tema básicamente comercial y por tanto no era música pura. Era una actitud ridículamente pomposa, teniendo en cuenta que toda la música con la que yo estaba aprendiendo provenía de los discos. En realidad lo que pasaba es que me daba vergüenza porque, en el estudio, mi incompetencia quedaba al descubierto, a la vista de todos. Pero no era solo mi caso, y por emocionante que fuera hacer un disco, cuando lo escuchamos y lo comparamos con la música a la que se suponía que nos queríamos parecer, se notaba que sonaba bastante mal. Sonábamos jóvenes y blancos, y aunque nuestro segundo single, un cover de una versión rock de Good Morning Little Schoolgirl, sonaba mucho mejor, yo seguía teniendo la sensación de que nos estábamos quedando muy lejos de lo que pretendíamos. Y era algo que notaba no solo con los Yardbirds, sino con otras bandas que admiraba, como Manfred Man, los Moody Blues y los Animals; todos ellos sonaban mucho mejor en directo que en los discos. Nosotros también sonábamos mejor en directo, algo que confirmó la salida al mercado de nuestro primer LP, Five Live Yardbirds. Como no había muchos otros discos en directo, acabó siendo un

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disco pionero e innovador. Tenía un sonido mucho más crudo, sin refinar, que a mí me gustaba más. Lo que nos diferenciaba de otras bandas era la forma en que experimentábamos con la dinámica del grupo, algo que sugirió Paul Samwell-Smith. También nos hicimos bastante conocidos por la forma de improvisar: por ejemplo, cogíamos la base de un tema estándar de blues, como I’m a Man, de Bo Diddley, y lo embellecíamos improvisando un poco en medio, muchas veces introduciendo un punteo en la línea de bajo que iba subiendo de volumen, aumentando en un crescendo, y luego volvía a bajar para seguir con el cuerpo del tema. Mientras la mayoría de las bandas tocaban canciones de tres minutos, nosotros cogíamos temas de tres minutos y los extendíamos hasta cinco y seis; el público se volvía loco, sacudía y giraba la cabeza sin parar y bailaba de diferentes formas estrafalarias. A mi guitarra le ponía cuerdas de tensión baja, con una primera cuerda muy fina para facilitar los bendings, y no era raro que en los momentos más frenéticos de la actuación rompiera al menos una. En la pausa que tenía que hacer para cambiar la cuerda, el público, enfervorecido, a veces empezaba a darnos un aplauso lento, lo que inspiró a Giorgio para ponerme el apodo de «Mano Lenta» Clapton. Giorgio nos hizo trabajar muchísimo. Con el padre de Keith Relf, Bill, como roadie y chófer, salíamos a la carretera la mayoría de las noches, girando por el circuito Ricky Tick y por otras salas del sur de Inglaterra. También hicimos un viaje a Abergavenny y un par de bolos en el Twisted Wheel de Manchester, para que no faltara de nada. Para aumentar nuestras ganancias (y las suyas), una vez nos consiguió un contrato con una empresa de publicidad para promocionar camisas en la televisión. Nos hicieron fotos con unas camisas blancas mientras un jingle anunciaba: «Raelbrook Toplin, ¡la camisa que no tendrás que planchar!». Recuerdo que, incluso entonces, ya me sentí muy incómodo anunciando algo que no tenía nada que ver con la música, pero aquellos eran los días en que los músicos no tenían apenas poder de decisión sobre lo que pasaba en sus carreras y hacían solo lo que les decían sus mánager.

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Cuando tocamos en el cuarto Richmond Jazz and Blues Festival, el 9 de agosto de 1964, ese ya era nuestro bolo 136 de ese año. Habían abierto el fin de semana los Rolling Stones y nosotros cerrábamos el domingo por la noche. Después Giorgio nos engañó sutilmente, algo que ocurría a menudo. Nos dijo que necesitábamos desesperadamente unas vacaciones y que hiciéramos las maletas, porque nos íbamos al día siguiente a pasar dos semanas estupendas a Lugano, la ciudad suiza junto al lago Lugano donde él había vivido en el pasado. Así que nos fuimos en un par de furgonetas Ford Transit, una de ellas llena de fans femeninas, chicas que nos adoraban y que venían al CrawDaddy todas las semanas para vernos. Pero cuando llegamos al hotel, tras un viaje por los Alpes que le pondría los pelos de punta a cualquiera, el sitio no estaba muy bien acondicionado. No había nada cubriendo el suelo, solo cemento basto, y todos teníamos que dormir en la misma habitación. Y al segundo día Giorgio anunció que Bill venía de camino con todo el equipo y que íbamos a tocar junto a la piscina. En ese momento quedó claro que nuestras «vacaciones» solo eran parte de un estrafalario trato que había hecho Giorgio con el dueño del hotel para que les proporcionáramos entretenimiento a unos huéspedes inexistentes. Acabamos tocando para un puñado de lugareños y para las fans que habían venido con nosotros desde Inglaterra. Para finales de 1964, tras haber hecho más de doscientos bolos, nos fuimos volviendo cada vez más grandes y empezamos a tocar en giras organizadas con grandes estrellas americanas como Jerry Lee Lewis y las Ronettes. Ronnie Ronette me tiró los tejos una noche. Yo no me podía creer que, de todos los hombres que había en la gira, ella se hubiera fijado en mí, pero fue algo momentáneo y después me confesó que le recordaba a su marido, ¡Phil Spector! No hace falta que confiese que me enamoré perdidamente de ella. Era la criatura más sexual que he visto en mi vida y yo estaba decidido a aprovecharlo al máximo. Al final de la gira, mientras rondaba su hotel de Londres, me quedé desolado cuando la vi salir, con otra de las chicas del

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grupo, del brazo de Mick y Keith. Desafortunado en el amor una vez más. A finales de diciembre nos invitaron a tocar como teloneros de los Beatles en su vigésima novena serie de espectáculos navideños en el Hammersmith Odeon de Londres. Era una curiosa mezcla de música, comedia musical y comedia tradicional en la que compartíamos el papel de teloneros con grupos de pop como Freddie and the Dreamers, artistas en solitario como Billy J. Kramer y Elkie Brooks y el grupo de R&B Sounds Incorporated. Los Beatles aparecieron en un sketch cómico con el DJ más conocido de Inglaterra, Jimmy Savile, en el que sobreactuaron la mayor parte del tiempo, antes de hacer una actuación de media hora al final del programa. Giorgio decidió que necesitábamos un uniforme para los bolos. Como sabía lo importante que era para mí la imagen y suponía que iba a pelear con uñas y dientes para llevar lo que me diera la gana, me encargó a mí la tarea de diseñarlo. Lo que se me ocurrió fueron trajes negros con chaquetas que tuvieran, en vez de las solapas tradicionales, algo parecido a la solapa de una camisa que se abrochaba casi hasta arriba. Nos las hicieron a medida, con moaré negro y beis, en una sastrería de Berwick Street, en el Soho. Y la verdad es que estaban muy bien. Aunque casi siempre estábamos al final del cartel, esas actuaciones nos parecían bien. Era algo bastante local y venían todos nuestros seguidores del CrawDaddy a vernos, así que podíamos tocar para nuestros fans, que realmente escuchaban nuestra música. Con los Beatles era diferente. Una noche fui a la parte de atrás del auditorio para verlos desde allí y no oía la música por culpa de los gritos. La mayoría de sus fans eran chicas jóvenes, de entre doce y quince años, que no tenían interés en escuchar. Sentí lástima por el grupo y me pareció que ellos también estaban ya hartos de eso. Conocí a los Beatles un día mientras andaba por el backstage del Odeon. Paul hizo de embajador y vino a saludarnos. Recuerdo que nos tocó la melodía de Yesterday, que tenía a medio escribir, y nos preguntó a todos qué nos parecía. Todavía no tenía letra. La llamaba Scrambled Eggs y cantaba: «Scrambled eggs… Todo el mundo me

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llama “Scrambled eggs”». George y yo conectamos inmediatamente. Parecía que le gustaba lo que hacía yo y hablamos mucho del mundo de la música. Me mostró su colección de guitarras Gretsch y yo le enseñé mis cuerdas de tensión baja, que siempre compraba en una tienda que se llamaba Clifford Essex en Earlham Street. Le regalé unas cuantas y ese fue el inicio de lo que luego se convirtió en una larga amistad; aunque tardaría un tiempo en desarrollarse, porque entonces los Beatles pertenecían a otro mundo que no tenía nada que ver con nosotros. Eran estrellas en rápida ascensión. El caso de John fue algo diferente. Un día iba en el metro a Hammersmith para uno de los espectáculos y me puse a hablar con una mujer mayor estadounidense. Estaba perdida y me pidió que le indicara. Me preguntó a qué me dedicaba y adónde iba, y le dije que iba a tocar la guitarra en un concierto con los Beatles. «¿Los Beatles?», dijo, asombrada, y después preguntó: «¿Puedo ir con usted?», a lo que yo le respondí: «Si quiere, intentaré que la dejen entrar». Cuando llegamos al Odeon, le dije al director de escena que era amiga mía y la llevé al camerino de los Beatles, que estaba en el mismo nivel que el escenario. Se estaban preparando para entrar, pero se detuvieron un momento y fueron muy amables y educados con ella. Pero cuando llegamos a donde estaba John y se la presenté, él puso una expresión de aburrimiento exagerado y, por debajo de la chaqueta, empezó a hacer un gesto como si se estuviera masturbando. Me quedé perplejo y me sentí ofendido, porque me sentía responsable de aquella anciana inofensiva; además, en cierto sentido, su actitud también era un insulto hacia mí. Conocí bien a John años después, en otra época de nuestra vida, y llegamos a ser amigos, supongo, pero siempre fui consciente de que era capaz de hacer cosas de lo más raras. Aunque los Yardbirds no estaban aún en el círculo donde se pagaba dinero de verdad, ganábamos lo suficiente para que pudiera comprarme mi primera guitarra de verdad, una Gibson ES-335 rojo cereza, el instrumento de mis sueños, del que la Kay solo era una mala imitación. A lo largo de mi vida he escogido muchas guitarras

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influido por la gente que las tocaba, y esa era como la que tocaba Freddy King. Fue la primera de una nueva era de guitarras, y era delgada y semiacústica. Era a la vez una «guitarra de rock» y una «guitarra de blues», que se podía tocar, si era necesario, sin amplificación y aun así se oía bien. Había visto la Gibson en una tienda en Charing Cross Road o Denmark Street, donde muchas tiendas de música tenían guitarras eléctricas en los escaparates. Para mí eran como tiendas de caramelos: me quedaba plantado delante de ellas, mirando durante horas y horas, sobre todo por la noche, cuando el escaparate estaba iluminado. Después de estar en el Marquee, me iba a dar una vuelta y pasaba por delante de todas ellas, mirando y soñando. Cuando por fin compré la Gibson, no me podía creer lo brillante y preciosa que era. Por fin me sentía como un verdadero músico. La verdad es que me tomaba todo demasiado en serio y me estaba volviendo muy crítico e intransigente con cualquiera que no tocara solo blues puro. Esa actitud probablemente era parte de una fase intelectual. Estaba leyendo las traducciones de Baudelaire y descubriendo a los escritores de la generación beat estadounidense, como Jack Kerouac y Allen Ginsberg, a la vez que veía todo el cine francés y japonés que podía. Empecé a desarrollar un verdadero desprecio por la música pop en general y a sentirme verdaderamente incómodo por pertenecer a los Yardbirds. Ya no íbamos en la dirección que yo quería, sobre todo porque, al ver el éxito galopante de los Beatles, Giorgio y algunos de la banda empezaron a obsesionarse con salir en la televisión y tener un disco en el número uno. Es muy posible que Giorgio siguiera dolido por haber perdido a los Stones, pero lo que estaba claro era que no estábamos ascendiendo lo bastante rápido, así que nos dijo a todos que saliéramos al mundo a buscar un tema de éxito. Yo no tenía problemas con el hecho de tener un éxito, siempre y cuando fuera una canción de la que yo me sintiera orgulloso. Curiosamente, varios meses atrás, el propio Giorgio me había hecho escuchar una canción de Otis Redding que se llamaba Your One and Only Man. Era una can-

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ción pegadiza y yo creía que podíamos hacer una versión que no supusiera vender nuestra alma. Entonces Paul Samwell-Smith vino con una canción que se llamaba For Your Love, de Graham Gouldman, quien después formaría parte de los 10cc. La canción era claramente un número uno. Yo puse pegas, pero a todos los demás les encantó y no hubo nada que hacer. Cuando los Yardbirds decidieron grabar For Your Love, supe que eso iba a suponer el principio del fin para mí, porque yo no veía cómo podíamos hacer un disco así y seguir como hasta entonces. Me daba la sensación de que nos habíamos vendido del todo. Yo toqué en esa versión, pero mi contribución se limitó a un riff de blues muy corto en medio de la sección 8 y, como premio de consolación, me dieron una cara B, un tema instrumental que se llamaba Got to Hurry, que estaba basado en una melodía que había tarareado Giorgio, que se atribuyó el mérito de haberla escrito y la firmó con el pseudónimo «O. Rasputin». Para entonces yo ya era un individuo quejica y descontento. Deliberadamente me volví todo lo impopular que pude, discutiendo siempre y poniéndome dogmático con todo lo que surgía. Al final Giorgio me llamó a su despacho del Soho y me dijo que estaba muy claro que ya no estaba contento en el grupo y que, si quería irme, él no se iba a oponer. No me despidió exactamente. Me invitó a renunciar. Totalmente desilusionado, en ese momento estuve a punto de olvidarme de todo ese negocio de la música para siempre.

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