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CARL HONORร

ELOGIO DE LA EXPERIENCIA

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H Cรณmo sacar partido G I de nuestras vidas mรกs longevas YR P

R O francisco j. ramos mena P O ID G TE O R P L IA R E T A M . Traducciรณn de

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Algunos de los nombres en este libro han sido cambiados para proteger la identidad de las personas.

Título original inglés: Bolder. Making the Most of Our Longer Lives. © Carl Honoré, 2018. © de la traducción: Francisco J. Ramos Mena, 2019. © de esta edición: RBA Libros, S. A., 2019. Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona. rbalibros.com Primera edición: junio de 2019. ref.: onfi253 isbn: 978-84-9056-923-8 depósito legal: b.13.232-2019

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grafime • preimpresión

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Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

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del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

E T Asi necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra M (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). . a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

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Todos los derechos reservados.

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En el tema de la edad, la mente manda sobre la materia. Si a ti no te preocupa, entonces no importa.

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CONTENIDO

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Introducción. El efecto cumpleaños 13H

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1. Cómo el envejecimiento se ha hecho mayor   2. Ejercicio: in corpore sano 51 O   3. Creatividad: perros viejos, trucos nuevos C 75 R   4. Trabajo: viejas manos a la obra 95 PO   5. Imagen: el envejecimiento se maquilla 125 O   6. Tecnología: iEdad 149 ID G   7. Felicidad: preocuparse menos, disfrutar más 163 E   8. Atractivo: ¡me gusta! 185 T O   9. Amores: el corazón no tiene arrugas 207 R P 10. Solidaridad: nosotros, no yo 229 L juntos ahora A 11. Interacción: todos 245 I

R E Conclusión. AT Ha llegado el momento 273 .M Notas 287 A B R Bibliografía 299

Agradecimientos 303

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introducción EL EFECTO CUMPLEAÑOS

Espero morir antes de envejecer. pete townshend, «My Generation»

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H Llevo varias décadas persiguiendo una pelota con un palo. Para G I mí, el hockey es mucho más que mi deporte favorito: R es un Y ejercicio agotador, una oportunidad para salir con los amigos P y un vínculo con mis raíces canadienses. TambiénOes una forC Mientras ma de esquivar el hecho de que estoy envejeciendo. R O edad y en lo que juego al hockey puedo dejar de pensar en mi P significa. ¿De qué tendría que preocuparme cuando todavía O D me siento como un adolescente cada I vez que la pelota toca la G parte inferior de mi stick? E Pero un día llegó el torneo T anual de Gateshead, una ciudad O industrial del norte de Inglaterra. R P Cuando se acababaL el tiempo en el partido de los cuartos de IA final, mi equipo empataba con los mismos adversarios a los R que habíamos E el año anterior. Podía sentir cómo T aniquilado los nervios A y la indignación se apoderaban de todos los miemM equipo. Entonces, en el último minuto de juego, bros de. mi A conBla tanda de penaltis acechándonos, me saqué de la manga R de los trucos más difíciles que hay en el hockey. uno Para reanudar el juego, el árbitro deja caer la pelota entre dos rivales. Este «saque neutral» constituye una auténtica prueba de fuerza, equilibrio, reflejos, coordinación mano-ojo y velocidad de pensamiento. El objetivo es hacerse con el control de la pelota. Marcar directamente tras un saque es algo muy poco habitual. Sin embargo, en aquel partido de cuartos de final yo hice justamente eso: coloqué la bola en la esquina inferior de la red desde una distancia de cinco metros antes de 13

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que nadie pudiera siquiera moverse. Mi oponente en el saque soltó un juramento entre dientes. El portero derrotado estrelló su palo contra el suelo con disgusto. Mi equipo estaba en semifinales, y yo me sentía en las nubes. Tras los abrazos y los choques de manos que se sucedieron cuando el árbitro pitó el final, y con la imagen del gol todavía repitiéndose en mi cabeza, entré en el vestuario. Allí, al otro lado de una montaña de uniformes de hockey empapados y malolientes, un empleado del torneo hacía una lista de HT los perfiles del equipo, comparando las edades de sus miemIG bros. El jugador más joven tenía 16 años. ¿Y el más viejo? R Y ¡Eres —¡Colega, eres tú! —gritó, no sin cierto regodeo—. P el jugador más viejo de todo el torneo! CO y patas de Por entonces yo tenía 48 años, el pelo entrecano R gallo a juego. Pero, pese a ello, la noticiaOme dejó sin aliento. P para ganar los cuarLa alegría de marcar un gol de antología O tos de final se vio eclipsada al instante ID por la irrefutable aritG mética: había 240 jugadores en el torneo, y todos ellos eran E más jóvenes que yo. En un T abrir y cerrar de ojos, había pasaO do de goleador a abuelo. PR y empecé a fijarme en los demás Cuando salí del vestuario AL jugadores que participaban en el torneo, se me amontonaron I R las preguntas… E ¿Parezco fuera de lugar? ¿La gente se ríe de mí? ¿SoyAelT equivalente en hockey del típico tío de cuarenta y tantos . M que tiene una novia de veintitantos? ¿Debería optar porAun pasatiempo más ligero? ¿Quizás el bingo? RB Al final nos llega a todos: ese momento glacial y demoledor en el que de repente te sientes viejo. Tu fecha de nacimiento, antaño una mera serie de números en tu documento de identidad, se convierte en una pulla, un memento mori, susurrán­dote la prueba de que ya vas cuesta abajo y transitas por una vía de sentido único hacia la faja y la mecedora. La vida tal como la conoces, tal como quieres que sea, ha terminado. Empiezas a preocuparte por lo que resulta apropiado para tu edad. ¿Este traje es demasiado juvenil para mí? ¿Este

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corte de pelo, este trabajo, esta amante, este grupo, este deporte…? El factor desencadenante puede ser un cumpleaños señalado, una enfermedad o una lesión, un desaire amoroso o un ascenso que se te ha escapado en el trabajo. Puede ser la muerte de un ser querido. Para mí fue el hecho de ser el jugador más viejo de un torneo de hockey. Sin embargo, si examinamos el asunto con más detalle, veremos que también tiene una parte positiva: hoy, un número de nosotros mayor que nunca vivimos lo suficiente para ser T abuelos goleadores. Se debe a que el siglo xx ha desencadena-H G do una revolución de longevidad. Las mejoras en materiaI de R nutrición, salud, tecnología, saneamiento y atención Y médica, P junto con la disminución del hábito de fumar y elO incremento C más tiemde los ingresos, nos están ayudando a vivir mucho R con creces po. La esperanza de vida al nacer se ha duplicado O P a 71,4 años en a escala global, pasando de 32 años en 1900 O la actualidad, mientras que en los países ID ricos la cifra supera G actualmente los 80 años. En 1963, Japón empezó a regalar un plato de sake de plata —conocido TE como sakazuki— a todos O 100 años; la tradición hubo de los ciudadanos que cumplían R interrumpirse en 2015,Ppues los centenarios japoneses eran AL demasiado numerosos. I Rdecir que en el pasado no hubiera gente que Eso no quiere E viviera hasta ATuna edad avanzada. Durante la mayor parte de la historia, . M la esperanza de vida media era muy baja debido a queAla mortalidad infantil era muy alta; pero si en la era preindus­ RB trial sobrevivías hasta alcanzar la edad adulta, podías terminar viviendo mucho tiempo. Los registros documentales sugieren que hasta un 8 % de los ciudadanos del Imperio romano tenían más de 60 años, y que en los siglos xvii y xviii más del 10 % de la población de Inglaterra, Francia y España tenían esa edad. Isaac Newton murió a los 84 años. De vez en cuando, las personas extraordinariamente longevas incluso saltaban a los titulares. Inglaterra entera sucumbió al hechizo de un trabajador agrícola llamado Thomas Parr, que antes de

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morir, en 1635, había afirmado que tenía 152 años. Pese a que se aseguró que había confundido su fecha de nacimiento con la de su abuelo, la opinión pública inglesa se deleitaba con las historias relativas a su espartana dieta («queso casi rancio y leche en todas sus formas, pan basto y duro, y un poco de bebida, en general suero de leche amargo») y su pintoresca vida amorosa, que incluía hacer penitencia por adulterio y criar a un hijo fuera del matrimonio siendo ya centenario. Tal era su fama, que el «Viejo Parr» —como pasó a conocérsele— fue T inmortalizado por Van Dyck y por Rubens. Tras su muerte,Hlo IG enterraron en la abadía de Westminster. R Y como Aunque nadie ha llegado ni de lejos a vivir tanto P Parr afirmaba haberlo hecho, la revolución de O la longevidad, C adelante, un se mire como se mire, representa un gran salto Run motivo de celeinmenso monumento al ingenio humano, O P se percibe como tal. bración…, y, sin embargo, a menudo no O ¿Y por qué no? Pues sobre todoID porque nuestra actitud con respecto al envejecimiento no G ha ido de la mano con la promesa demográfica que se extiende TE ante nosotros. En lugar de O para brindar por todos esos abrir una botella de champán R P a menudo no hacemos sino seguir años adicionales de vida, L dando vueltas a la IA idea de que envejecer es malo. En lugar de R saborear nuestras E hazañas en el hockey, nos asustamos por T las entradas A de nuestro cabello. Pensemos el discurso público suele presentar el . M deenlacómo incremento longevidad como una fastidiosa tendencia A B cabe situar junto al cambio climático y la desigualdad ecoRque nómica. Las noticias publicadas en los medios de comunicación con respecto a temas como que actualmente la población centenaria mundial supera las 450.000 personas, o que los mayores de 65 años pronto superarán en número a los menores de cinco, por regla general vienen sazonadas con expresiones como «tsunami plateado» (o «tsunami gris»),* o «bomba *  Una referencia al color del cabello de los ancianos. (N. del t.)

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de tiempo». Los profetas de la fatalidad advierten que toda esa longevidad comportará esclerosis económica, escasez de mano de obra, el colapso fiscal, el desplome de los mercados bursátiles, el desmoronamiento de los servicios sociales, la guerra intergeneracional y el fin de la innovación. Si no empezamos a relajar las normas relativas a la eutanasia —advierten—, nos veremos inundados de ancianos incontinentes que no pararán de hablar de lo mucho mejor que se vivía en el pasado. T Nuestro propio envejecimiento personal inspira temoresH IG similares. ¿Cuándo fue la última vez que conocimos a alguien R Y 60 con ganas de llegar a los 40 o los 50, y no digamos a los P o los 70? Es cierto que sobrevivir pasados los 80 o los 90 pueCOentonces la de convertirse en motivo de orgullo, pero hasta R propia idea de envejecer suele evocar miedo, angustia, despre­ O P idea de que envecio e incluso repulsión. Nos aferramos a la O jecer es una maldición, de que a partir ID de un momento deterG minado cada cumpleaños nos hace menos atractivos, menos E productivos, menos felices, menos T enérgicos, menos creativos, O de miras, menos adorables, menos saludables, menos R abiertos P menos útiles…, en suma, menos menos fuertes, menos visibles, L nosotros mismos. IA Rel mismo en todas partes: cuanto más joven, El mensaje es E T de tráfico representan a las personas ma­ mejor. Las A señales yores encorvadas sobre bastones, mientras que la industria .M de losAcosméticos vende los productos «antienvejecimiento» como RB si envejecer fuera una enfermedad. Hoy en día es difícil encontrar una tarjeta de cumpleaños impresa para adultos que no mezcle los buenos deseos con cierto grado de compasión y tono de burla. Recuerdo una de ellas en la que aparece una mujer retrocediendo asustada como en una película de terror de serie B acompañada de las palabras: «¡Dios mío, tienes 30 años!». La idea de que envejecer es una mierda está arraigada en nuestro pensamiento y en nuestro lenguaje. Si uno se olvida

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de algo, es que «se está haciendo mayor», mientras que «notar la edad» significa sentirse dolorido, débil e inferior. Disminuimos el valor de los cumplidos añadiendo detrás las palabras «… para su edad», y decimos que los 60 son los «nuevos 40» o que los 50 son los «nuevos 30», como si llegar a los 50 o 60 años fuera algo que se debería evitar, y no algo a lo que aspirar. O consideremos cómo, cuando hablamos de personas que están en la tercera edad, caemos habitualmente en el síndrome del «todavía»: decimos que todavía trabaja, que todaT vía mantiene relaciones sexuales, que todavía conservaHsu G agudeza mental, como si a partir de una determinadaI edad R Y milaseguir relacionándose con el mundo fuera un pequeño P gro. La palabra «viejo» es tan tóxica que la actriz Judi Dench CO y «jubilarha prohibido que se utilice en su casa. «Vintage» R se» también forman parte de su lista deOprohibiciones. «No P quiero ninguna de esas antiguas palabras», explicaba poco O después de celebrar su octogésimo IDaniversario.1 Incluso los grupos que estánGa favor del envejecimiento se E esfuerzan por encontrar unTlenguaje adecuado para su causa. O de The Age of No Retirement, Jonathan Collie, cofundador R una organización conPsede en Londres, afronta el mismo obsALque escribe un comunicado de prensa táculo cada vez I Rentrevista. «El problema —afirma— es que las o concede una E dos palabras AT que necesitas usar son “edad” y “viejo”, pero en cuantoMlas usas todo el mundo desconecta». Laura Carsten. sen,Adirectora y fundadora del Centro sobre Longevidad de la B RUniversidad de Stanford, se encuentra con el mismo problema en Estados Unidos. «Llevo más o menos cuarenta años tratando de persuadir a la gente para que utilice la palabra “viejo” con orgullo, pero hasta ahora no he logrado que una sola persona lo haga —explica—. De hecho, incluso yo la evito por temor a que el término pueda ofender». Retroceder ante el envejecimiento no es nada nuevo. En la Antigüedad, los poetas y dramaturgos griegos y romanos se burlaban despiadadamente de sus mayores. Aristófanes

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los retrató como seres frágiles, patéticos y propensos a sentir deseos eróticos embarazosos, mientras que Plauto fue de los primeros en poner de moda el tópico del viejo verde. Las obras de los autores medievales, desde Boccaccio hasta Chaucer, están repletas de viejos cornudos. Hace más de dos siglos, Samuel Johnson, creador del primer diccionario de inglés, detectó una tendencia lamentablemente generalizada a infravalorar el cerebro de las personas al envejecer. «En la mayoría de la gente existe una inclinación perversa a su- T poner que el intelecto de los ancianos decae —escribía enH G 1783—. Si un hombre joven o de mediana edad, cuandoIterR Y mina una visita, no recuerda dónde ha dejado el sombrero, P no pasa nada; pero si se descubre la misma falta O de atención en un anciano, la gente se encoge de hombrosC y dice: “Está R perdiendo la memoria”».2 O P pero no para me¿Ha cambiado algo desde entonces? Sí, O jor. Nuestra aversión a hacernos mayores —o incluso sim­ ID G plemente a parecerlo— es hoy más fuerte que nunca. Actualmente gastamos cada año 250.000 TE millones de dólares en O productos y servicios antienvejecimiento. Las personas de R P veintitantos recurren al bótox y a los implantes de cabello AL de trabajo, y hasta los adolescentes antes de las entrevistas I R utilizan procedimientos cosméticos para «refrescar» su apaE 3 T riencia. A A veces la sensación de que se haya abierto la veda para M . da cualquiera que supere cierta edad. Cuando los investigadores A B deRla Escuela de Salud Pública de Yale se pusieron a buscar en Facebook grupos organizados que hablaran sobre personas mayores, encontraron 84, que sumaban un total de 25.489 usuarios. Todos los grupos menos uno intercambiaban estereotipos poco halagüeños. En las descripciones de sus sitios, más de una tercera parte se mostraba a favor de prohibir que las personas mayores condujeran, fueran de compras y realizaran otras actividades públicas. Un usuario incluso proponía una solución final para las personas mayores: «Todos los ma-

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