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EL AGUA VENDRร La elevaciรณn de los mares, el hundimiento de las ciudades y la transformaciรณn del mundo civilizado

JEFF GOODELL

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Título original: The Water Will Come Traducción: Jordi Balcells Antón ©  2017, Jeff Goodell Publicado por acuerdo con Little, Brown and Company, Nueva York, EE.UU. De la presente edición en castellano: ©  Gaia Ediciones, 2018 Alquimia, 6 - 28933 Móstoles (Madrid) - España Tels.: 91 614 53 46 - 91 614 58 49 www.alfaomega.es - E-mail: alfaomega@alfaomega.es Primera edición: marzo de 2019 Depósito legal: M. 4.078-2019 I.S.B.N.: 978-84-8445-797-8 Impreso en España por: Artes Gráficas COFÁS, S.A. - Móstoles (Madrid) Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Para Milo, Georgia y Grace

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Índice

Prólogo: Atlántida ........................................................... 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13.

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La historia más antigua jamás narrada .................. 25 Convivir con noé ................................................... 41 Nuevoclimalandia ................................................. 59 Air force one ......................................................... 85 Ruleta inmobiliaria ................................................ 99 El ferrari en el fondo del mar ............................... 127 Ciudades amuralladas ........................................... 155 Estados insulares ................................................... 177 Arma de destrucción masiva .................................. 201 Apartheid climático ............................................... 225 Miami se hunde ....................................................... 245 El largo adiós ....................................................... 273 Epílogo: buceo entre apartamentos ........................ 301

Agradecimientos ............................................................... 309 Notas ............................................................................... 313 Bibliografía selecta ............................................................ 341

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Siempre llega un momento en la historia de un paĂ­s en el que resulta evidente que la Tierra es menos manejable de lo que se pensaba. Jim Shepard The Netherlands Live with Water

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Prólogo ATLÁNTIDA

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por Miami en 2037, el famoso suelo de pajaritas del vestíbulo del Hotel Fontainebleau en Miami Beach quedó cubierto con 30 cm de arena y se vio un manatí muerto flotando en la piscina en la que Elvis nadó en su día. La mayor parte de los daños no se debieron a los vientos de 280 km/h del huracán, sino a la marejada ciclónica de seis metros que invadió esta ciudad a baja altura. En South Beach, los edificios históricos estilo Art Decó se separaron de sus cimientos y las mansiones de Star Island se inundaron hasta el pomo de sus puertas de cristal tallado. Un tramo de 27 km de la autopista A1A que recorría esas conocidas playas hasta Fort Lauderdale desapareció en el Atlántico. La tormenta destruyó la planta de tratamiento de aguas residuales de Virginia Key, con lo que la ciudad vertió cientos de millones de litros de aguas residuales sin filtrar a la bahía Vizcaína. Así, las playas amanecieron cubiertas de tampones y condones, y el hedor a excremento humano avivaba el miedo al cólera. Murieron más de trescientas personas, muchas arrastradas por la subida de aguas que dejaron sumergida gran parte de Miami Beach y Fort Lauderdale; trece fallecieron en accidentes de tráfico mientras luchaban por escapar de la ciudad cuando se difundió la noticia —falsa, como se supo después— de que uno de los reactores nucleares de Turkey Point, una vieja central eléctrica situada a

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ras el paso del huracán

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unos cuarenta kilómetros al sur de Miami, había sufrido graves daños por la marejada y había lanzado una nube radiactiva sobre la ciudad. Por supuesto, la presidenta afirmó que Miami regresaría, que los estadounidenses no se rendían, que la ciudad reconstruida sería mejor y más fuerte que antes. Sin embargo, quienes no se engañaban a sí mismos tenían claro que esta tormenta era el comienzo del fin de Miami como ciudad floreciente del siglo xxi. Todos los grandes huracanes suponen un desastre, pero este fue inesperadamente malo. Con un aumento del nivel del mar superior a treinta centímetros respecto del observado en los albores del siglo, gran parte del sur de Florida ya estaba mojada y vulnerable incluso antes de que llegase la tormenta. Debido a esta mayor altura de las aguas, la marejada ciclónica se adentró más en la región de lo que nadie podía imaginarse, desbordó canales de desagüe e inundó casas y centros comerciales a varios kilómetros de la costa. Ni siquiera sus nuevas pistas elevadas lograron evitar que el Aeropuerto Internacional de Miami estuviera cerrado diez días. El agua salada provocó un cortocircuito en el cableado eléctrico subterráneo y ciertas partes del condado de Miami-Dade quedaron a oscuras durante semanas; además, se contaminaron los pozos municipales de agua potable y miles de personas desplazadas pasaron a depender del agua embotellada que lanzaba desde el aire la Guardia Nacional. En barrios empapados eclosionaron huevos de mosquitos portadores de los virus del Zika y del dengue. Lamentablemente, las autoridades sanitarias se equivocaban cuando creían que inyectar la bacteria Wolbachia en mosquitos machos inhibiría su capacidad de transmitir los virus, pues los mosquitos Aedes aegypti, portadores de estas enfermedades, desarrollaron inmunidad. En Homestead, una ciudad de clase trabajadora situada en el sur del condado de Miami-Dade que había quedado arrasada por el huracán Andrew en 1992, tuvieron que derribarse miles de casas abandonadas que se habían convertido en un peligro para la

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salud pública. En Miami Shores, unos promotores propusieron a la ciudad comprar manzanas enteras de apartamentos inundados, dragar las calles y convertirlas en canales con casas flotantes a los lados, pero nunca se materializó la financiación para estos proyectos. Antes de la tormenta, los daños causados por el aumento del nivel del mar ya habían llevado los presupuestos de ciudades y condados al borde del precipicio. También escaseaban los fondos estatales y federales, en parte porque muchos estadounidenses veían Miami como una ciudad rica y elitista que llevaba décadas ignorado las advertencias sobre construir demasiado cerca del agua. Se había intentado blindar la orilla con rompeolas y elevando los edificios, pero solo una pequeña parte de los propietarios más ricos tomaron medidas al respecto. La mayoría de las playas también habían desaparecido. El Gobierno federal decidió que no podían permitirse gastar 100 millones de dólares cada pocos años en traer arena fresca y, sin reposición, las mareas cada vez más altas acabaron llevándose las playas. A finales de la década de 2020, las únicas que quedaban eran oasis privados de arena frente a hoteles de lujo. Sin embargo, el huracán también las arrasó y dejó hoteles y torres de apartamentos posados sobre peñascos de piedra caliza, con lo que los turistas también desaparecieron. Tras el huracán, la ciudad se convirtió en una meca para propietarios de barriadas, curanderos espirituales y abogados. En las zonas del condado todavía habitables solo los más ricos podían permitirse asegurar su hogar, y era casi imposible que te concediesen una hipoteca, sobre todo porque los bancos no creían que las casas fuesen a seguir allí en los siguientes treinta años. A pesar de todo, las aguas continuaban subiendo, casi treinta centímetros cada década, y una gran marejada tras otra devoraba más y más la línea costera y empujaba el agua al interior de la ciudad. Los rascacielos que se habían levantado durante los años de vacas gordas fueron abandonados gradualmente, y comenza-

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ron a aprovecharlos los narcotraficantes y los traficantes de animales exóticos. Los cocodrilos anidaban en las ruinas del Museo de Ciencias de Frost. (Los historiadores señalaron que la persona a quien se dedicó el museo, el multimillonario Phillip Frost1, había sido un escéptico del cambio climático). A pesar de todo, las aguas seguían subiendo. A finales del siglo xxi, Miami se había transformado por completo: ahora era un lugar ideal de buceo donde podía nadarse entre tiburones y todoterrenos cubiertos de mejillones para explorar los escombros de una gran ciudad americana. Por supuesto, esta es tan solo una posible visión del futuro; hay maneras más brillantes (o más oscuras) de imaginárnoslo, pero yo soy periodista, no guionista de Hollywood. En este libro quiero contar una historia real sobre el futuro que estamos creando para nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos. Y empieza así: el clima está alcanzando temperaturas más altas, las grandes capas de hielo del mundo se están derritiendo y el agua está subiendo. No se trata de una idea especulativa, ni de la hipótesis de unos pocos científicos locos, ni siquiera de un engaño perpetrado por los chinos. El aumento del nivel del mar es un hecho irrefutable característico de nuestro tiempo, tan real como la gravedad, y reestructurará nuestro mundo de un modo que apenas alcanzamos a imaginar. Mi interés particular por esta historia comenzó con un huracán verdadero. Poco después de que el Sandy azotara la ciudad de Nueva York en 2012, visité el Lower East Side de Manhattan, uno de los barrios más afectados por las inundaciones. Para cuando llegué, el agua había retrocedido, el barrio ya olía a moho y putrefacción, no había luz y las tiendas estaban cerradas. Vi árboles partidos, coches abandonados, escombros por todas partes, gente que sacaba muebles echados a perder de semisótanos y marcas de agua oscuras visibles en muchos escaparates y puertas. La marejada en el East River casi había alcan-

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zado los tres metros de altura, desbordó el malecón e inundó las partes bajas del Lower Manhattan. Mientras paseaba y observaba a la gente que poco a poco reconstruía sus vidas, me pregunté qué habría pasado si, en lugar de inundar la ciudad y luego retroceder en pocas horas, el océano Atlántico hubiera entrado para quedarse. Llevo escribiendo sobre el cambio climático más de una década, pero ver las inundaciones en el Lower East Side me tocó muy de cerca. Al no haber visitado Nueva Orleans hasta varios años después del Katrina, las imágenes de sus inundaciones, por catastróficas que fueran, no llegaron a afectarme tanto como mi caminata por el Lower East Side. Un año antes de la llegada del Sandy, había entrevistado a James Hansen2, científico de la NASA y padrino de la ciencia del cambio climático, quien me dijo que, si no se hacía nada para frenar la quema de combustibles fósiles, el nivel del mar podría subir hasta tres metros a finales de siglo. En aquel momento no entendí todas las implicaciones de esta predicción y tuvo que llegar el Sandy para ayudarme. Poco después de mi visita al Lower Manhattan, viajé a Miami para aprender más sobre los cimientos porosos de piedra caliza que sustentan esa ciudad tan llana. Durante la marea alta, me adentré con el agua hasta las rodillas en varios barrios de Miami Beach; vi que el agua alta retrocedía a barrios de clase trabajadora situados muy al oeste, cerca del límite con los Everglades. No hacía falta mucha imaginación para comprender que me encontraba en una futura Atlántida. Pronto me quedó claro lo mal preparado que está nuestro mundo para hacer frente a la subida de las aguas: a diferencia, por ejemplo, de una pandemia mundial, el aumento del nivel del mar no constituye una amenaza directa a la supervivencia humana. Los primeros humanos no tuvieron problemas para adaptarse a este cambio: solo tenían que trasladarse a terrenos más elevados. Sin embargo, hoy día eso no es tan fácil. Resulta terriblemente irónico que la propia infraestructura de la era de los combustibles fósiles

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—las viviendas y las oficinas en las costas, las carreteras, los ferrocarriles, los túneles, los aeropuertos— sea lo que nos hace más vulnerables. * * * El ascenso y el descenso del nivel del mar es uno de los ritmos más ancestrales de nuestro planeta, la música de fondo que ha sonado durante los cuatro mil millones de años de vida de la Tierra. Es algo que la ciencia sabe desde hace mucho tiempo. Incluso en la historia relativamente reciente, el nivel del mar ha fluctuado considerablemente debido a tambaleos en la órbita terráquea que cambian el ángulo y la intensidad de la luz solar que nos alcanza y provocan las sucesivas edades de hielo. Hace ciento veinte mil años, durante el último período interglaciar, cuando la temperatura de nuestro planeta era muy parecida a la actual, el nivel del mar era de seis a nueve metros más alto3. Y hace veinte mil años, en el culmen de la última era glacial, el nivel del mar era unos 120 metros más bajo4. Sin embargo, la diferencia con la actualidad es que los humanos estamos interfiriendo con este ritmo natural al calentar el planeta y derretir las vastas capas de hielo de Groenlandia y la Antártida. Hasta hace unas pocas décadas, la mayoría de los científicos creían que estas capas de hielo eran tan enormes e indomables que ni siquiera siete mil millones de seres humanos quemando combustibles fósiles con nuestros juguetitos podrían marcar la diferencia a corto plazo. Ahora saben que no es así. En el siglo xx, los océanos subieron unos quince centímetros5, aunque eso fue antes de que el calor procedente de la quema de combustibles fósiles tuviera un gran impacto en Groenlandia y la Antártida, puesto que cerca de la mitad del aumento del nivel del mar registrado en el siglo xx procede de la expansión de los océanos. Hoy en día, las aguas están subiendo a más del doble de velocidad que en el siglo pasado6. A medida que aumenta el

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calentamiento de la Tierra y las capas de hielo empiezan a sentir el calor, es probable que el índice de esta subida crezca con rapidez. Así, un informe de 2017 de la Asociación Nacional Oceánica y Atmosférica, la principal agencia climatológica de Estados Unidos, afirma que el aumento mundial del nivel del mar podría oscilar entre 30 cm y más de 240 cm para 21007. Además, dependiendo de cuánto calentemos el planeta, este valor seguirá aumentando durante siglos. Aunque todavía existe cierta incertidumbre sobre estos pronósticos, muchos científicos con los que he hablado creen que es probable que las proyecciones más pesimistas empeoren conforme comprendan mejor la dinámica del hielo. En cuanto a la temperatura, las tendencias van en ascenso: 2016 fue el año más caluroso de la historia8, y mientras escribo estas líneas, el Ártico está 20 °C más caliente de lo normal9. Por otra parte, si vives en la costa, la velocidad a la que sube el nivel del mar importa más que la altura total. Si sube despacio, no es para tanto: tendremos tiempo de levantar carreteras y edificios y construir diques. O de irnos. Nos supondrá un contratiempo, pero probablemente será algo manejable. Desafortunadamente, la Madre Naturaleza no siempre es tan dócil. En el pasado, los mares se han elevado en impulsos drásticos que coinciden con la caída repentina de capas de hielo; por ejemplo, hay indicios de que el agua subió unos cuatro metros en un solo siglo al final de la última edad de hielo10. Si este cambio se repitiese, sería una catástrofe para las ciudades costeras de todo el mundo, pues provocaría que cientos de millones de personas huyeran de la costa y billones de dólares en bienes inmuebles e infraestructura quedarían bajo las aguas. La mejor manera de salvar las ciudades costeras es dejar de quemar combustibles fósiles (y si todavía te cuestionas si hay relación entre la actividad humana y el cambio climático, te has equivocado de libro), pero aunque mañana mismo prohibamos el carbón, el gas y el petróleo, no podremos bajar el termostato del planeta inmediatamente. Por un lado, el dióxido de carbono

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(CO2) no es como otros tipos de contaminantes del aire en los que las sustancias químicas que causan el esmog desaparecen en cuanto dejan de ser vertidas al cielo (como en gran medida sucedió cuando se instalaron convertidores catalíticos en los automóviles). Una buena parte del CO2 emitido actualmente permanecerá en la atmósfera durante miles de años, lo que significa que, aunque redujéramos el CO2 mañana mismo, no podríamos impedir el calentamiento provocado por el CO2 ya vertido al aire. «El impacto climático de la liberación de CO2 del combustible fósil a la atmósfera durará más que Stonehenge» —afirma el científico David Archer11—. «Más que una cápsula del tiempo, más que los desechos nucleares, mucho más que la civilización humana hasta la actualidad». En lo que a la subida de las aguas se refiere, la lenta respuesta del sistema climático terrestre tiene enormes consecuencias a largo plazo. Aunque sustituyéramos todos los todoterrenos del mundo por monopatines y cada central de carbón por una fotovoltaica y pudiésemos reducir a cero en un día y a golpe de magia la contaminación global de CO2, debido al calor ya acumulado en la atmósfera y los océanos, el nivel del mar no dejaría de subir, al menos hasta que la Tierra se enfriase, lo cual podría llevar siglos. Esto no significa que recortar las emisiones de CO2 no tenga sentido; al contrario: si podemos limitar el calentamiento a 1,7 °C por encima de las temperaturas preindustriales, puede que solo nos enfrentemos a poco más de medio metro de aumento del nivel del mar durante este siglo, lo que nos daría más tiempo para adaptarnos12. Sin embargo, si no damos por concluida la fiesta de los combustibles fósiles, nos iremos a casi 4,5 °C de calentamiento, y entonces ya no habrá nada que hacer. Podríamos llegar, bien a 120 centímetros de subida de las aguas para finales del siglo, bien a cuatro metros. Las consecuencias a largo plazo son aún más alarmantes. Si quemamos todas las reservas conocidas de carbón, petróleo y gas del planeta, es proba-

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ble que el nivel suba unos 60 metros en los próximos siglos13, lo que sumergiría prácticamente todas las principales ciudades costeras del mundo. El problema con el aumento del nivel del mar es que resulta imposible observarlo solo con pasar unas semanas en la playa. Por el contrario, la subida se hará sentir en marejadas ciclónicas más graves, mareas más altas y el arrastre gradual de la arena de las playas, de las carreteras y de la infraestructura costera. Incluso en el peor de los casos, los cambios ocurrirán a lo largo de años, décadas y siglos, no en segundos, minutos y horas. Esta es exactamente la clase de amenaza para la que estamos peor equipados genéticamente, pues hemos evolucionado para defendernos de un tipo con un cuchillo o de un animal de grandes colmillos, pero no para tomar decisiones sobre amenazas apenas perceptibles que se aceleran gradualmente con el tiempo. No somos tan diferentes de aquella rana que se cuece hasta la muerte en una olla a fuego lento. Un arquitecto al que conocí mientras me documentaba para este libro comentaba medio en broma que, con suficiente dinero, puedes lidiar con lo que sea. Supongo que es verdad. Si tuvieras suficiente dinero, podrías reconstruir cada calle y edificio de Miami o elevarlos tres metros y la ciudad estaría bastante bien adaptada para el próximo siglo, más o menos. Sin embargo, no vivimos en un mundo en el que el dinero sea «lo de menos», y parte de la dura realidad sobre el aumento del nivel del mar es que, si bien las ciudades y los países ricos pueden permitirse construir diques, mejorar los sistemas de alcantarillado y elevar la infraestructura crítica, las ciudades y naciones pobres no. Pero es que incluso para los países ricos, las pérdidas económicas serán elevadas. Un estudio reciente señala que, con una subida de apenas dos metros, casi un billón de dólares en bienes inmuebles en los Estados Unidos quedarían bajo el agua, incluidas una de cada ocho casas de Florida14. Si no se adoptan medidas importantes, los daños mundiales causados por el aumento del

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nivel del mar podrían alcanzar los 100 billones de dólares anuales para 210015. Sin embargo, no solo se perderá dinero. También desaparecerá la playa donde te besaste con tu pareja por primera vez; los manglares en Bangladesh, que son el hábitat de los tigres bengalíes; los nidos de cocodrilo de la bahía de Florida; las oficinas centrales de Facebook en Silicon Valley; la basílica de San Marcos en Venecia; Fort Sumter en Charleston, Carolina del Sur; la mayor base naval de América en Norfolk, Virginia; el Centro Espacial Kennedy de la NASA; las tumbas en la Isla de los Muertos, en Tasmania; las barriadas de Yakarta, Indonesia; naciones enteras como las Maldivas y las Islas Marshall; y, en un futuro no muy lejano, Mar-a-Lago, la Casa Blanca estival del presidente Donald Trump. En todo el mundo, alrededor de 145 millones de personas viven a un metro o menos del nivel actual del mar16. Conforme suban las aguas, millones se verán desplazadas, muchas en países pobres, lo que creará generaciones enteras de refugiados climáticos que harán que la actual crisis de los refugiados de guerra sirios parezca una obra de teatro de colegio17. Aquí la clave no son los caprichos de la climatología, sino la complejidad de la psicología humana. ¿En qué punto nos implicaremos de verdad para recortar la contaminación de CO2? ¿Gastaremos miles de millones en infraestructura adaptable para preparar a las ciudades para el aumento del nivel del mar o no haremos nada hasta que sea demasiado tarde? ¿Daremos la bienvenida a la gente que huye de las costas sumergidas y de las islas que se hunden o la meteremos en la cárcel? Nadie sabe de qué modo nuestro sistema económico y político plantará cara a estos retos. Lo cierto es que los seres humanos nos hemos convertido en una fuerza geológica en el planeta, con un poder de reformar los límites del mundo de maneras que ni buscábamos ni entendemos del todo. Cada día, poco a poco, el agua va subiendo y arrasa playas, erosiona costas y entra en casas, comercios y lugares de culto. Conforme nuestro mundo se inunda, es probable que

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cause un sufrimiento y una devastación inmensos, pero también es probable que acabe uniéndonos e inspire la creatividad y la empatía de un modo que nadie puede prever. Sea como fuere, las aguas están llegando. Como me dijo con su vozarrón de Antiguo Testamento Hal Wanless, geólogo de la Universidad de Miami, cuando nos dirigíamos a la playa: «Si no te estás haciendo un barco, entonces no entiendes qué está pasando aquí».

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