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Clara Dupont-Monod

LEONOR DE AQUITANIA La rebeliรณn Traducciรณn de Isabel Gonzรกlez-Gallarza

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Primera edición: Mayo, 2019 Título original: «La Révolte» © Éditions Stock, 2018 © de la traducción: Isabel González-Gallarza, 2019 © de la presente edición: C IRCE Ediciones, S.L.U. Milanesat, 25-27 Tel.: 93 204 09 90 08017 Barcelona ISBN: 978-84-7765-315-8 Depósito legal: B. 12170-2019 Fotocomposición gama, s. l. Travessera de les Corts, 55, 2º- 5ª 08028 Barcelona Impreso en España Derechos exclusivos de edición en español para todos los países del mundo Cubierta: Diseño: Natalia Pàmies Ilustración: L eonor de Aquitania © Archive Photos / Getty Images Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada informáticamente o transmitida de forma alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso previo de la editora.

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«Tu espíritu es como un muro que el temporal azota. Miras en derredor y no hallas sosiego.» Carta de Hildegarda de Bingen a Leonor de Aquitania, siglo xii.

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En los ojos de mi madre veo cosas que me devastan. Veo inmensas conquistas, armaduras y casas vacías. Alberga una rabia que me condena y me fuerza a ser mejor. Esta noche se acerca a nosotros. Su vestido acaricia el suelo. Estamos en ese instante como las piedras de las bóvedas, inmóviles, sin respiración. Pero lo que endurece a mis hermanos no es la indiferencia, pues están acostumbrados a que no se los mire, ni la solemnidad del encuentro –‌todo lo que a Leonor concierne es solemne. No, lo que nos impide movernos, en ese instante, es su voz. Pues con esa voz dulce y amenazante a la vez, mi madre nos ordena que derroquemos a nuestro padre. Dice que para eso nos ha educado. Que nos ha hecho crecer aquí, en Aquitania y no en Inglaterra, para inculcarnos la nobleza de su linaje. ¿No me llaman acaso Ricardo Corazón de León? Ha llegado la hora de afirmarnos. Nos recuerda que, al nacer nosotros, pidió a los trovadores que cantaran una leyenda. Cada hijo tiene la suya. Nos explica que en esta sala del castillo de Poitiers, donde nos hallamos ahora y donde aprendimos a andar, el espíritu de nuestro bisabuelo nos insu7

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fla su fuerza. Habéis oído sus poemas, dice, y sus hazañas. Estáis, pues, armados, hijos míos. Tenéis catorce, quince y dieciséis años. Es el momento. Conocemos esas palabras. Corren por nuestras venas. Enrique, Godofredo y yo obedeceremos, cada uno por razones distintas. Pero nos une una certeza: se puede amenazar a Leonor, se la puede desafiar e incluso enfrentarse a ella; pero traicionarla, eso jamás. Y puede que mi padre lo supiera, en el fondo. Quizá quisiera alcanzarle en pleno corazón. Esa idea atemoriza a nuestras naciones. Pues, de ser así, no es una venganza personal lo que habremos de afrontar, sino el choque de dos monstruos dispuestos a aniquilarse el uno al otro. Y nosotros, sus hijos, seremos meros juguetes entre sus zarpas. Mi madre es una mujer segura de sí misma. Tengo una confianza absoluta en ella. Esta seguridad la posee desde la cuna, pues es duquesa de Aquitania, ha crecido entre el lujo y los libros, nimbada por el recuerdo de su abuelo, el primer poeta. Para ella, la seda y el saber no se distinguen en nada. Desde muy pronto gobernó sus feudos con mano firme. Las rebeliones de los señores, las cosechas, el trazado de las fronteras, la resolución de los litigios... A Leonor le gusta gobernar, y se conoce cada calleja de la aldea más pequeña de su Aquitania. Pues lleva su tierra como una alhaja fundida en la piel. Una poderosa alhaja: Aquitania es un territorio inmenso y 8

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rico, que abarca desde el Poitou hasta la frontera española, englobando el Lemosín y la Auvernia. El señor de un territorio así es mucho más poderoso que el rey de Francia. Quizá parezca extraño pero, en esta época que es la mía, un noble puede tener más poder que un monarca si sus tierras son más vastas. Por ello el rey de Francia, Luis VIII, estaba obligado a casarse con Leonor. Cuando se la presentaron, se enamoró perdidamente de ella. Tenía quince años, y ella, trece. Su corazón era puro, pero la pureza nunca convenció a Leonor. Fue reina de Francia quince años, quince años de tedio. No le dio a Luis ningún heredero. Amaba la literatura, él, los Evangelios; quería fiestas y guerras, él, la paz y el diálogo. Leonor cree en el poder, Luis, en Dios. Se las ingenió para anular su matrimonio con Luis –‌algo que ninguna reina hace, jamás–, como tampoco ninguna esposa lanza una ofensiva contra su esposo, pero así es ella, mi madre es pionera. No son éstas palabras de hijo apasionado, no, sus gestos y sus decisiones no tienen pasado ni referente, y al final termino por creer que esa serie de «primeras veces» traduce un remoto deseo de inocencia. Tras su marcha, puso la mira en un hombre once años menor que ella, Enrique Plantagenet. Él necesitaba esa Aquitania tan grande como un país. Se convirtió en rey de Inglaterra, y mi madre volvió a ser reina. Esta vez le dio muchos hijos, entre ellos, Enrique, Godofredo y yo. 9

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El resumen se asemeja a una hermosa vidriera de iglesia. Una pareja real resplandeciente, a la cabeza de un imperio que engloba Inglaterra y Aquitania, varios herederos valientes... Un equilibrio de presencias, mi padre más a menudo en Inglaterra, mi madre en Aquitania, y nosotros, los hijos, acostumbrados a ir de un sitio a otro. Mas también una grieta. Invisible en la imagen oficial, pero tan profunda que en ella se sumieron la violencia, el rencor y el odio. Pues mi madre pensaba conservar el dominio de Aquitania. A este respecto hizo un contrato con mi padre. Por su matrimonio ella le aportaba sus tierras, cuya extensión le otorgaba un verdadero poder; a cambio, él dejaba autónoma a mi madre, no interfería en la gestión de sus territorios, e incluso, puesto que le gustaba tanto el poder, la asociaba a su gobierno de Inglaterra. Era un acuerdo justo. Pero, en el fondo, estos dos seres excepcionales no escaparon a la mecánica tristemente banal del común de los mortales, que consiste en ser traicionado primero y en vengarse después. Alentada por su aplomo, por esa certeza de que sacaría lo mejor de lo que la suerte le tuviera destinado, mi madre creyó casarse con un ser inofensivo. Pero el Plantagenet no tardó en confiscárselo todo. Trató a Aquitania como a Inglaterra, como un reino conquistado. La moneda, la justicia, la lengua, las leyes del comercio y de la pesca, el trazado de los bosques: todo lo cambió a su antojo, haciendo caso omiso de la rebelión que 10

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se fraguaba. Los señores lo detestaron enseguida. A mi padre no le importaba. Se reveló autoritario, despótico y ávido. Para él Leonor no era más que un vientre, la dejaba encinta casi cada año. Comprendiendo su error, mi madre apostó por la coronación de su hijo mayor, llamado Enrique como su padre. Pensó que podría reinar a través de él, recuperar sus plenos poderes. Numerosos monarcas de nuestro entorno adoptan esta costumbre de coronar a un hijo para asegurar la continuidad de su dinastía. Lo inician en el ejercicio del poder, lo legitiman a ojos del pueblo. Ello ocurre en buena avenencia entre padre e hijo. El Plantagenet se presta al juego, y corona a Enrique..., pero hace caso omiso de su presencia. Es un nuevo engaño. Sigue siendo el único señor. Se niega a delegar en su hijo. Pertenece a esa extraña raza de hombres siempre bien rodeados que están solos pese a todo. Hace oídos sordos a la rabia de los barones expoliados, y a la nuestra. Quiere someter a todos a su voluntad, empezando, por supuesto, por esa Aquitania obtenida de mi madre por su matrimonio. El Plantagenet redibuja un mundo entero, a su gloria. Pero en ese mundo también está Leonor. Hoy esa venganza ocupa a mi madre por completo. Desde que nos anunció el derrocamiento del Plantagenet, recorre de un extremo a otro la gran sala de Poitiers. Leonor anda como un general. Su largo cinturón de cuero rebota contra su vestido. Como domina varias lenguas, veo pa11

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sar a los mensajeros venidos de lejos, los emisarios, los recién unidos a la causa. A sus pies dejan cofres llenos de monedas, que muerden para demostrar que son de oro. Hablan en voz baja. Los poetas ya no se atreven a ensayar sus versos en sus aposentos. Sorprendo a mi madre al amanecer, ante la mesa de la gran sala. La mañana tensa sus cuerdas de luz desde las ventanas. Leonor está entre dos rayos, allí donde baila el polvo del techo al suelo, dos rayos que parecen seguir las líneas que mi madre dibuja en un mapa. Ahí está el imperio de mi padre, abarca desde el mar del Norte hasta los Pirineos. Nadie hay tan poderoso como él. Las pulseras de Leonor tintinean sobre la madera. Cuenta los puntos de intersección, calcula las distancias. Veo sus finas muñecas vestidas de seda, la curva de un velo que le cubre el moño y baja por su espalda. Entonces aflora un recuerdo. Veo ese mismo perfil inclinado sobre nuestras camas, de niños. De esa silueta brotaba una historia propia para cada uno de nosotros. Su melodía se extendía hasta las vigas de las salas, en lo más hondo de los valles de Aquitania, confundía los días nevados con las veladas de san Juan, las nanas con las marchas al frente. Los años han pasado, pero ahí siguen esas historias que nos cantaron en voz baja, prendidas de nuestros corazones, cual talismanes de voz y de imágenes, surgidas de un rostro que observo esta mañana y que sigue ofreciendo la misma frente preocupada y la punta de largas pestañas. 12

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Mi madre no sabe que la observo. Es en sí misma una ofensiva, con el cuerpo en tensión, medio inclinado, concentrado por completo en el asalto. Ya de niños sabíamos que su amor era una fuerza, y eso nos tranquilizaba. Se incorpora. Casi me sobresalto. Como siempre, siento fundirse en mí una mezcla de fuerza y de terror. Me indica con un gesto que me acerque. Sé lo que va a decirme. Cuando me dirige la palabra, es solo para planear el día de la batalla. Me hablará de mi padre. Es su obsesión desde hace años, el objeto de su odio. En las apariciones oficiales, pese a la corte, pese a la multitud, siempre lo ha mirado solo a él, el Plantagenet. Sus grandes ojos grises no me veían. Entonces, aunque me avergüence reconocerlo, a veces quisiera que me odiara a mí también. En vano esperaría de ella palabras de amor. Mi madre no las ha pronunciado nunca. Ello no me aflige. Mi tiempo trata las palabras con reserva. Las respeta demasiado para abrumar con ellas a la multitud, para emplearlas sin ton ni son. Llegará un día en que se hablará tanto que ya no se dirá nada. Pero, en mi tiempo, la palabra sigue siendo un gesto que compromete. El verbo es tan preciado que decide de la vida o la muerte. El caballero respeta la promesa hecha a la dama, aunque haya de costarle la vida; el señor honra su juramento; la paz y la guerra se deciden con una sola frase. Se cumple la palabra dada. Por ello Leonor nunca nos ha dirigido palabras tier13

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nas. Conoce demasiado bien su valor para desperdiciarlas. En general, mi madre no baja la guardia. Permanece al borde de sí misma, recelosa, tensa, y no invita a nadie a entrar. Entonces habla de otra manera. Me he enterado de que, cada vez que me entreno con la espada, manda llamar al monje boticario. Éste prepara pomada de salvia, emplasto de verbena, ungüento de bardana y otros remedios de eficacia inmediata, por si resulto herido. Para mis hermanas, mi madre manda traer lazos de Bagdad, cuya muselina es tan ligera que se confunde con su cabello. Si mi hermano mayor organiza una cacería, encontrará una silla nueva, de cuero fresco, preparada para él durante la noche. Así demuestra mi madre su ternura, no con palabras sino con gestos discretos. Su mayor declaración fue, pues, un gesto. Me dio su Aquitania. Consciente de la amenaza que pesaba sobre ella por culpa de mi padre, Leonor me la legó. Me correspondía a mí defenderla y honrarla. Yo tenía entonces catorce años. Entré en la iglesia de San Hilario, en Poitiers. Las arcadas me protegían con sus brazos blancos. El obispo me entregó la espada, me puso el anillo en el dedo y me ató las espuelas. Me convertí así en duque de Aquitania. Pronuncié el juramento de rodillas, con voz fuerte: «Levanta lo arrasado, conserva lo intacto.» Sentí una inmensa felicidad. Esa ceremonia me inscribía en el orden de las cosas. Mi madre me otorgaba un lugar en el mundo. 14

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Después me habló de su reino. Quería distinguirse de Inglaterra. «Es tu cuna, Ricardo, pero es una tierra sin alma, una tierra de lluvia y de miseria. Allí nadie sabe leer.» En Aquitania los muertos se yerguen en los senderos, y el agua fría de los manantiales puede hervir. Aprendí las creencias. Sus habitantes llevan al cuello una piedra de las marismas. Hay que comer los frutos debajo del árbol, es una manera elemental de agradecérselos. Por más que la Iglesia recorra los campos, para la gente de aquí el color del cielo tiene tanto valor como un sermón. Aman tanto la naturaleza que saben leerla. Ahora yo también sé mirar la corteza del tilo, sé en qué momento se podrá extraer el líber, con el que se fabrican las cuerdas de los pozos. Reconozco también el tañido de las campanas, que llevan nombre. Atacar al vecino es un pasatiempo cotidiano, aunque ese vecino sea el propio rey: los aquitanos llevan la rebelión en la sangre. Sometí a quienes no acataban la autoridad de Leonor –‌puesto que guerrear es lo único que sé hacer. Firmé con su sello, con el orgullo ingenuo de los niños que se saben elegidos. Y, de todos esos colores, queda solo un plan de batalla. A veces logro ver las cosas con distancia, considerar el desastre. Me hago preguntas. ¿Se sobrevive a la decisión de matar a un padre? ¿Y por qué el mío privilegió tanto su deseo en detrimento del nuestro? ¿Qué interés tenía en levantar a 15

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su familia contra él? Pues ésa es la ironía: el resentimiento une a la familia. Hasta ahora, mi hermano mayor y yo compartíamos bien poco. Yo era el impulsivo, y Enrique, el altivo... A mí solo me interesan las muchachas de una noche, los combates y la soledad. Él quiere desposar a una princesa, prefiere el arte de la conversación a las armas y adora desfilar a caballo con su corte... Todas nuestras diferencias se resumen en un detalle: me gusta la caza del jabalí, algo que Enrique desprecia. Él prefiere el ciervo, el animal de los reyes. Pero, aunque el jabalí sea sucio y feo, con las pezuñas torcidas, hay que combatirlo cuerpo a cuerpo, aliento contra aliento. Se lo acosa con perros, pero el asalto final se hace en el suelo, de igual a igual. Nunca verá nadie a un jabalí eludir el combate, no así el ciervo, miedoso, que renuncia y se deja matar. Cada vez que he traído un jabalí cazado por mí, Enrique se ha negado a comer su carne. Siempre me ha considerado con cierta altivez, como si la violencia fuera sucia, alentado por su certeza de acceder un día al trono. Mi madre, consciente de nuestras diferencias, supo adelantarse. Me dio un compañero de infancia, un coloso llamado Mercadier. Más de diez veces lo vi esquivar las embestidas furiosas de los jabalíes... Con unos ojillos muy juntos que parecen flotar en su ancho rostro, una mandíbula enorme, el cabello largo y descuidado, y manos como mazas, Mercadier es una criatura de cuento que me reconcilia con el género humano. Es un niño 16

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abandonado. Recién nacido, lo encontraron envuelto en paja ante la puerta del castillo de Poitiers. Mi madre vio en ello una señal del destino. Apostó por su corpulencia y su sencillez, y no se equivocó. Mercadier es el hermano con el que soñaba. Desde siempre me sigue a todas partes, alerta, pícaro y peleón. Su gratitud garantiza su lealtad. Gracias a él he conocido la cercanía y el afecto. Era lo que siempre había querido. Tenía a mi lado a Mercadier, tan valeroso y fiel como frívolo y despectivo puede ser Enrique. Recuerdo a mi hermano una Navidad, en Inglaterra. Tendríamos unos diez años. El castillo estaba iluminado con velas. Las sombras se estiraban en blandas formas que subían reptando por las paredes, mientras la corte desfilaba despacio para honrarnos. Mi padre, que detesta las ceremonias, aceptaba las reverencias de los señores, preguntándose a cuál atacaría primero. Enrique estaba inmóvil, envarado en su camisa adornada de oro, pequeño soberano de pacotilla que de vez en cuando miraba a mi padre de reojo para aprender modales. Resultaba a la vez tierno y patético. Enrique miraba con altivez; mi padre se mantenía erguido. Enrique se mostraba suficiente; mi padre, seguro de sí. Tenía ante mí la diferencia entre la dominación y la preeminencia, y no tardé en darle la espalda, buscando con la mirada la alta silueta de Mercadier, de pie en un rincón oscuro, muerto de aburrimiento. Pero, desde que estamos los tres contra mi padre, Enrique se ha acercado más a mí. Ahora me 17

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propone armas, comenta maniobras, me pide opinión. Ya no me juzga. Siento su temor, agazapado bajo la prestancia. Lo he comprobado muchas veces, nada hay más peligroso que un hombre humillado. Es un consejo de mi madre: «Mata o perdona la vida. Pero no hieras. Un hombre herido se convierte en un animal peligroso.» Pues Aquitania es mía, pero mi hermano no posee nada. Fue coronado rey de Inglaterra, se casó con una princesa y... no puede gobernar. Mi padre no le cede nada. Es el hazmerreír de Europa entera. En las tabernas de los puertos lo ridiculizan con canciones. ¿Cómo resultar creíble cuando una corona sirve de juguete? Mi padre lo priva no solo de poder, sino también de respeto. Por ello, durante años, Enrique ha alimentado su rencor lejos de aquí. Tenía su propia corte en Bonneville-sur-Touques, en Normandía. Bueno, corte... más bien una orgía. Al no disponer de rentas personales, pues mi padre se las niega, se servía de las arcas reales. Naturalmente, los cortesanos pululaban y se deleitaban con fastuosos banquetes. Mi madre tuvo que reprenderlo para que volviera a Poitiers. Desde siempre ha sabido reconocer la tristeza disfrazada de insolencia. Hace tiempo sorprendí a Enrique agachado al borde de un estanque, ocupado en untarse la cabeza de barro. De nosotros es quien más se asemeja a nuestro padre, con las facciones cuadradas, el cabello pelirrojo y los labios finos y cerrados en una expresión de amargura. De rodillas a la orilla del agua, cogía barro en abundan18

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cia y se lo aplicaba sobre el cráneo, de donde le caía sobre los hombros. Gruñía como un cochino. Pasé de largo. Pero, en honor a la verdad, he de decir que pese a esta cercanía sobrevenida por la rebelión, nuestra fraternidad no pasa de ser un conjunto de soledades. Somos siete hijos. Siete fronteras. Yo me siento afín a Matilde, la mayor de las hijas, pero la conozco poco. Hemos crecido desconfiando unos de otros, esperando una señal de nuestro padre. No hemos obtenido nada, salvo el benjamín. Juan irrumpió casi a la fuerza, la noche de Navidad, en el gélido castillo de Oxford. Mi madre tenía más de cuarenta años. Ahora éramos cuatro hijos varones. Al contrario de lo que cabía esperar, mi padre se encariñó con él de inmediato. ¡Hasta le vendó la cabeza para quitarle los bultos del cráneo! Nunca se había visto a un Plantagenet ocuparse tanto de un niño. Juan fue siempre un pequeño rey. Por eso mismo lo odiamos. Deberíamos haber crecido unidos. Enrique podría haberme enseñado a llevar las finanzas, yo habría ayudado a Godofredo a pulir su daga, les habría sostenido el espejo a mis hermanas. Sobre todo a Matilde, nacida un año antes que yo, Matilde con su porte erguido y sus pálidas muñecas, tan semejante a mi madre, que una noche me tapó los oídos con las manos para protegerme del fragor ensordecedor del trueno –‌de niño quería luchar contra la tormenta. Se inclinó sobre mí. Conocía mi hosquedad repentina, y me murmuró la canción de mi nacimiento. Noté el 19

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aroma a lirio de su cabello. Mi madre cubría con esta flor el suelo de nuestras alcobas. Del Plantagenet no teníamos más que la inclinación por la espada. La espada no traiciona, por eso es mi única amiga. En nuestras mentes planeaba la idea de que algún día tomaríamos el relevo de nuestro padre, y eso que apenas conocíamos su rostro. Sentíamos crecer el odio por él. Los grandes barones de Aquitania, reunidos en torno a mi madre, hablaban en voz baja. Los señores desfilaban uno tras otro en la corte, reclamaban a gritos que el rey los recibiera de inmediato, pues había vuelto a trazar las fronteras de sus dominios. Pero el rey no se hallaba en palacio. Siempre estaba en los caminos, recorriendo su reino para someterlo. Nosotros, sus hijos, debíamos mostrarnos a la altura de un modelo ausente, emular a un fantasma. En ese porvenir desdibujado, mi madre era un punto de referencia. Su condición de reina la obligaba a cambiar con frecuencia de residencia, en Inglaterra o en Francia, en Caen, Niort, Falaise o Poitiers, pero siempre nos llevaba consigo. Cuidó bien de nosotros. Ni una palabra tierna, ya lo he dicho, ni tampoco caricias. Muy pronto nos dimos cuenta de que, para ella, la felicidad siempre se acompaña de una amenaza. Si nunca abrazó a sus hijos fue por supuesto porque temía su muerte. Huele el peligro, agazapado en alguna parte, el temor de que le quiten aquello que ama. Así actúan quienes sufren. Pero el amor se abre camino pese a 20

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todo. Un día le pregunté por qué nunca asistía a los entrenamientos de armas, en los que destaco. Y sé cuánto aprecia a los combatientes. Levantó la mano, y yo, intuitivamente, bajé la cabeza. No hacía falta. Me dijo: «Puedo verlo todo, salvo tu sangre derramada.» Leonor se expresa con caricias en suspenso, con promesas ocultas bajo un carácter esquivo. Quisiera abrazarla pero no lo hago, naturalmente. Me contento con escuchar esos juramentos mudos que nacen de un corazón receloso, y son éstos los que, ahora, me animan a contar la presente historia.

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