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HILARIO PEÑA

DETECTIVE

M ALASUERTE

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DETECTIVE MALASUERTE © 2019, Hilario Peña Ilustraciones de portada e interiores: Patricio Betteo Fotografía del autor: Karla Quezada D. R. © 2019, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Homero 1500 - 402, Col. Polanco Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México info@oceano.com.mx Primera edición en Océano: 2019 ISBN: 978-607-527-947-3 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico

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Nota del autor

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n el principio fue el personaje: un detective pelirrojo que presumía, con voz aguardentosa, ser “feo pero de buen cuerpo”. —Ha ayudado a la procuraduría a resolver crímenes famosos —me contó un escritor—. Se llama Tomás Peralta pero todos lo conocen como el Malasuerte. Le pedí que me llevara con él. —Habla como si tuviera grava atorada en la garganta, pero tienes que ponerle mucha atención porque no le gusta repetir las cosas —me advirtió mi colega. —No te preocupes —dije, y le mostré mi grabadora marca So­ ny—. ¿De qué más me debo cuidar? —Mientras no derrames un salero frente a él o rompas un espejo, estarás bien. El local era el número trece. Como creía que la salación era contagiosa, mi amigo se negó a acompañarme hasta el interior de la oficina. Entré a una recepción desprovista de secretaria y equipada con muebles viejos y dispares. El lugar olía a polvo y tabaco. Las paredes estaban decoradas por los perros jugando póquer de Cassius Marcellus Coolidge y por un retrato del payaso triste Weary Willie. La puerta que daba a la oficina tenía un panel de vidrio esmerilado y sobre éste se encontraba rotulado: DETECTIVE MALASUERTE

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Me anuncié tocando y llamando su nombre. Un rugido grave y cavernoso me invitó a pasar. Tardé en acostumbrarme a la oscuridad de la oficina. El rayo de luz oblicuo, filtrado a través de las persianas ubicadas al fondo, delataba una atmósfera plagada de polvo. La silla crujía y rechinaba, pero aguantaba, heroica, la humanidad de Tomás Peralta. No vi nada en los ojos pequeños y desconfiados del Malasuerte que lo delatara como un sagaz solucionador de acertijos criminales. Su rostro te hacía pensar en un neandertal atestiguando por primera vez el fuego. Me presenté. Su mano callosa raspó la mía de doncella como piedra pómez sobre mantequilla. Le dije que era novelista en busca de una buena historia. —¿Qué quieres? —gruñó. —Hacerte famoso —respondí. Mi oferta le atrajo. Me propuso continuar nuestra charla en el bar La Ballena. Acepté y hasta pagué la primera ronda. Me volví su confidente. Así comencé esta saga. Cambié algunos nombres y situaciones, por respeto a los involucrados. Por ejemplo, en la Tijuana de Detective Malasuerte la alcaldesa es una mujer apodada la Morena, pero el que manda es el siniestro Sandkühlcaán, quien se alimenta del vicio fronterizo. Detective Malasuerte me gusta más como una novela del tamaño correcto que como tres cortas. Sobre todo porque hay un arco que abarca todas las historias. También porque aproveché la oportunidad para quitar paja y detallar algunas situaciones que quedaron difusas en la primera edición. Es por ello que si leíste y te gustó alguna de las novelas incluidas aquí, conviene conocer su versión corregida y aumentada. Reconozco que la abundancia de personajes puede resultar abrumadora, es por ello que al final del libro coloqué descripciones de los héroes, antihéroes, femmes fatales y primigenios que conforman el elenco. Para ser consultadas cuando la ocasión lo amerite. Por último, quiero agradecer los generosos consejos brindados por admirados colegas como Isabel González, Julio César Pérez Cruz, Karla Quezada, Iván Farías, Liliana Blum y Francisco Haghenbeck. Que sus hogares sean los últimos en ser destruidos por Cthulhu. Hilario Peña 8

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A la memoria de SebastiĂĄn Quezada (2004-2018) Buenas noches, dulce prĂ­ncipe

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Libro uno MALASUERTE EN TIJUANA

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Génesis de un detective

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ací un martes trece en un pueblo minero de la sierra sonoloense. Trabajaba de llantero y velador en la carretera. En mi cuarto de lámina tenía un collar de ajos, una herradura oxidada, un ojo de venado, una pata de conejo, un póster de Lina Santos y una herramienta Craftsman que me regaló mi tío, el Gitano. Él decía que no me la obsequió porque estaba borracho cuando lo hizo y no se acordaba. Días antes de la Semana Santa fui al Hollywood, un salón rústico que contaba con una bola de espejos sobre la pista de baile. Ésta era una mezcla de Studio 54 y taberna vaquera, con aserrín en la duela y fardos de heno en la orilla, junto a los barandales de madera. La cantina era para los viejos, el Salón Hollywood para la juventud. Su propietario tenía años queriendo cambiar la fachada vaquera, o al menos modernizarla, pero argumentaba que no tenía dinero para hacerlo y tan sólo se limitó a colgar la bola de espejos arriba de la pista. En el Salón Hollywood estuve bromeando con gente que no me quería para nada. Los empujaba, les palmeaba la espalda y les propinaba el clásico zape a la cabeza. Esos ojetes me tenían por apestado. Le pedí un tabaco a un patizambo. Lo acompañaba una novia bizca. —Escupe el cascajo, Malasuerte. No se te entiende —dijo. La gente decía que hablaba como si trajera grava atorada en la garganta. Repetí lo dicho. Modulé mi voz lo más que pude. El patizambo me informó que no le quedaba ningún tabaco. Comenté que le acababa de ver la cajetilla llena.

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—Lárgate —exclamó. Me apodan Malasuerte porque nací el día de la salación y porque mi pelo es rojo. Esta característica es considerada en mi pueblo como cosa de mal augurio y del demonio. Las parteras estrellan a los bebés recién nacidos contra peñascos cuando detectan una sola peca en sus cachetes o un mechón rojo en sus cabecitas. La comadrona del pueblo iba a reventar mi mollera contra el peñasco más grande y filoso del Espinazo, pero como era el primer hijo que logró concebir mi madre después de un par de intentos abortivos, ésta se levantó como pudo de su catre y le impidió a la infanticida llevar a cabo su cometido.

Antes de irme del Salón Hollywood le arrebaté su cerveza al patizambo. Me tomó del brazo, a lo que respondí con una cachetada entre ceja y oreja. Una cachetada propinada por mi mano equivale a tres puñetazos de cualquier otro porque soy hombre de fuerza; sé mecánica y le sé a la construcción. Esto pensaba mientras sacaba todo mi coraje. Varios montoneros me rodearon. —Uno por uno —propuse. Mi propuesta no les entusiasmó. Dos saltaron encima de mí. Intentaban derribarme. No lo lograron. Me movía a voluntad con ellos encima. Otros dos me tomaron de mis piernas y me hicieron caer. En el suelo fui víctima de aquello que se conoce como una zapatiza. Sentí la punta filosa de una docena de botas vaqueras mallugar mis costillas, piernas y brazos mientras cubría mi cara lo mejor que podía. Sólo quería conocer una muchacha en el Hollywood pero no me lo permitían. Doña Juana, la propietaria de los abarrotes, siempre hablaba pestes de mí. Me tenía por sucio, siendo que me bañaba a diario y con agua helada de la presa, y decía que era de mal augurio, sólo por ser pelirrojo. Encima de todo doña Socorro me acusaba de fornicar con gallinas y de matar ganado a puñetazos. Decía que una vez me vieron matando una vaca, en el monte, de un solo gancho de derecha.

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Quería ser igual que mi tío, el Gitano. No sabía nada de estrellas del rocanrol ni de futbolistas. Mi modelo de persona era mi tío. Lo presumía: —Soy sobrino del Gitano. Un asesino a las órdenes de don Agustín Zamora. Mi tío levantó a don Germán porque éste se negó a vender sus terrenos. La gente iba con el chisme de que andaba de lengua larga. Don Agustín ajeraba a mi tío y éste venía conmigo: —¿Qué te he dicho? ¿No te he pedido que no me menciones más? ¿Quién te dijo que levantamos gente? —No he dicho nada, tío. Dígame quién dijo que ando diciendo eso. Que me lo diga en mi cara, a ver si es cierto. —No te hagas pendejo, cabrón. Te conozco. Sé lo hablador que eres. Y regrésame mi herramienta.

Terminó el último zapateado sobre mi cuerpo. Me levanté con la mayor naturalidad. Salí del Salón Hollywood, ya acostumbrado. A eso me exponía cada fin de semana. Me perseguía esa suerte por todos lados. Las cosas empeoraban para mí en el pueblo. Esa misma noche, al salir de la discoteca y doblar en la esquina, me encontré con el hijo de don Agustín y sus primos: Hipólito, Eladio y Rogelio. Le tendí la mano al Júnior, mostrándole respeto, a pesar de tener su misma edad. Él respondió jalándome del brazo con fuerza, para luego arrojarme al lodo. Me agarró desprevenido. Luego sacó su cuete. Me apuntó con él. Glock 19 Austria 9 × 19, leí grabado en su cañón. Agustín me pidió que dejara de andar de hocicón. El Júnior quería quedar bien con sus primos. Le había propinado una paliza a cada uno por separado, a Hipólito, a Eladio y a Rogelio. En distintas ocasiones. El único que salió impune de sus groserías fue el hijo de don Agustín. Esto por el respeto que les tenía a su padre y a su hermana, quien siempre ha sido para mí como un angelito expulsado del cielo por exceso de hermosura. Su nombre era Sandy y se parecía mucho a la actriz Lina Santos, sólo que no tan voluptuosa. Tenía pensado preguntarle si no le había dolido cuando se cayó del cielo y entonces Sandy se sonrojaría y yo la invitaría a ir al 15

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río conmigo. En mi caballo. Llegando al río los dos nos quitaríamos la ropa y nos meteríamos al agua, tomados de la mano. Ahí mismo le haría su primer chamaco, porque tengo buena puntería. Mientras esperaba a que ocurriera todo esto, le pedía permiso a su padre para tirar caspita del diablo. Mi futuro suegro me ahuyentaba como a un perro roñoso al que nadie quiere cerca: —Vete de aquí, muchacho. Órale. Luego iba con mi tío, el Gitano: —Tío, ¿no tiene un cuete que me preste? Tan siquiera una veintidós. Sí me animo a levantar contras. ¿Por qué no me pone a prueba? El Gitano me pedía que dejara de estar chingando.

La reputación de Sandy, la hija de don Agustín, estaba impoluta, a pesar de las habladurías que comúnmente corrían por las lenguas de los carcamanes en el pueblo. No se le conocía pareja. No participaba en juegos rudos y toscos como las otras muchachas que jugaban voleibol y a los encantados en la plazuela. Tampoco se le veía en la calle a altas horas de la noche ni bailando con nadie. Si no era reclutado por don Agustín tenía mi plan B: ir a la frontera, amasar una fortuna y regresar al pueblo a desposar a mi linda pollita. No dejaría que don Agustín diese un solo centavo para la boda. Llegaría y me ganaría el respeto de todos, construyéndoles un caserón a mis papás primero que nada. A ellos los quiero mucho. Me decían Malasuerte por pelirrojo, lo cual se considera de mal augurio en mi pueblo. Doña Juana, la de la tiendita, me gritaba ¡Tomás, qué feo estás! porque, además, soy muy velludo. Mi barba es de color rojo rojo y me crece hasta en los pómulos desde muy niño. Abajito de los ojos. Como esos hombres lobo. Pero rojo. El rastrillo me irritaba la piel. La mayor parte del tiempo me la dejaba. Existía otra razón para lo de Malasuerte. Mi papá sembraba chile en el pequeño valle que se abre entre el cerro del Espinazo y el del Espolón. Todos saben que sembrar chile es un albur: o te va mal o te va muy mal. También fabricaba guaraches de correa con suela de llanta. Yo salía a venderlos. Me levantaba del catre a las cinco de la mañana, con el pie izquierdo. Siempre con el pie izquierdo, no podía evitarlo. De 16

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ahí me instalaba en la plazuela a las cinco y media. Todos los días. Ni los turistas ni la gente normal solían comprar guaraches en una plazuela ubicada en lo más remoto de la sierra sonoloense, a las cinco y media de la mañana. Mucho menos los turistas. Las cosas empeoraron cuando los mitoteros esparcieron el rumor de que el hijo tonto de don Tomás andaba matando reses a puñetazos y fornicando con burras y gallinas. No se puede fornicar con gallinas. Con burras sí. Luego de todo un verano de partirnos el lomo arando, arrancando raíces y recolectando piedras que recogía en carretilla, una helada acabó con la mitad de nuestra cosecha. Nos las vimos duras. Comíamos frijoles día, tarde y noche. Por mí no había problema. Me gustan. Mi madre tampoco se llegó a quejar. Mi papá intentaba convencer a la gente de que las acusaciones en mi contra eran falsas. Mi hijo no fornica con gallinas, dijo. Luego llegó el circo. Vivíamos retirados de los demás terrenitos. En la salida del pueblo, rodeado por una parcela de amapolas. Antes de subir a lo más más profundo, oscuro y siniestro de la sierra sonoloense. A un costado de nuestro terreno estaba un baldío ejidal que yo mismo desmontaba cada año a machetazos. Me cansé de tanto exprimirme ampollas pero nunca nadie me lo agradeció. Ahí se asentaba algunas veces un hipnotizador y otras un cine húngaro con películas de los Almada. Nunca llegó ningún circo. El camino que lleva a mi pueblo es tan angosto que les es imposible llegar a vehículos grandes. Para acceder a él se tomaba una desviación ubicada a la izquierda de un vado de agua clarita del río, filtrada por las piedras de La Gran Sierra del Oeste. Sobre la antigua carretera a Durango que ya nadie usa, excepto los gomeros. Adentrándose en esa desviación se subía hasta abrirse paso por un camino angosto de terracería que bordeaba una serie de cerros de lo más escarpados. Había que tener cuidado al ir manejando. El trayecto era de un solo carril. Muchas fatalidades ocurrieron ahí, sobre todo durante las fiestas del santo patrono, que es cuando la gente está más borracha. Al ir rodeando el sexto cerro escarpado se comienza a distinguir mi pueblo, el cual es atravesado a la mitad por un arroyo que desciende de la sierra, justo a sus espaldas. Mi humilde y abandonado pueblo estaba arrinconado contra La Gran Sierra del Oeste, como un boxeador que ya no tolera más 17

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castigo por parte de su rival. Allá arriba no llegaba el gobierno, ni los turistas, ni los comercios. Llegaron los cirqueros en su caravana cochambrosa. Tenían mucho ánimo. Se instalaron en el baldío que yo mismo les desmonté con todo y mis ampollas llenas de pus. La gente cuando me saluda de mano me dice que es como saludar a una piedra pómez, de tan seco y rugoso, pero, bueno, me estoy saliendo del tema. Mi madre entró en confianza con todos. La trataban bien. Le pagaban para que les guisara, y Leonora, la del trapecio, le ayudaba a mi mamá. De noche, durante el espectáculo, Leonora era una amazona morena, alta, de melena ondulada, y tan fuerte y sana que parecía inmortal. Su leotardo azul de lentejuelas brillaba como un diamante. Sin embargo, de día, la luz del sol delataba una tez pálida y enfermiza, y unos ojos subrayados por bolsas moradas. Su vestido aparecía sucio y plagado de remiendos. A Leonora le dio por ir mucho a nuestro humilde jacal de adobes y techo de varas, algunas veces para que mi madre le remendara su leotardo, otras para ayudarle en las labores del hogar. Su esposo era Francisco. El otro trapecista. Un pachuco de bigotito delineado como el de Tin-Tan. Muy pulcro y limpio, eso que ni qué. Todas las mañanas iba a la presa y se bañaba con agua helada. Yo creo que era el único que se bañaba. Leonora no. Leonora escupía fuego, bailaba sobre el trapecio y hacía el salto mortal. Francisco no hacía nada de eso. Él nomás se quedaba colgado de los pies en el trapecio, esperando a que su mujer lo tomara de sus brazos. Vi el espectáculo y Pancho no hacía más que eso. La agarraba cuando terminaba de hacer las piruetas en el aire. Todos hablaban con acento caribeño porque eran de Puerto Rico, donde hay mucho brujo, según mi madre. El único mexicano era Pancho. También era el que más bebía de todos. Una noche, durante una de sus borracheras, golpeó a Leonora, dejándola con un feo ojo de cotorra. Al otro día Pancho se fue a beber y a jugar al cubilete con el payaso Togo; Indalecio, el torso humano; Josefina, la niña-anciana; Bartolo, el imbécil; María José, la mujer barbada; Sansón, el hombre más fuerte del mundo; Fernando y Servando, los hermanos siameses, y Elena, el enano. Ya nunca más se le volvió a ver a Pancho. 18

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Togo, Josefina, Bartolo, María José, Fernando, Servando y Elena dijeron que Pancho perdió todo su dinero en el cubilete, salió de la cantina muy triste y se regresó antes que ellos al campamento. Lo que yo sé es que al caer la madrugada, Sansón, haciendo honor a su nombre, lo golpeó en la nuca con una quijada de burro y lo cargó hasta la presa, donde lo echó amarrado a un gran peñasco. Ahí sigue todavía. Quedó claro que los fenómenos lo tenían todo planeado. Incluso tenían una panga lista para la ocasión. Luego Leonora le dio té de calzón a mi padre. Básicamente hizo una infusión con sus pantaletas y se la dio a beber al autor de mis días. El pobre se empinó la taza como si fuese la sangre de Cristo pero al rato ya caminaba con los ojos desorbitados y babeando, como Bartolo el imbécil. Desapareció el mugroso circo y con él mi papá. Se fue con los fenómenos para el sur. En el camino Leonora lo quiso hacer trapecista. Lo hizo trapecista, sólo que no duró. Cerca de San Blas mi jefe salió volando, se dio con la cabeza en las gradas y se partió el cráneo en dos. Los cirqueros lograron pegarle la cabeza y lo dejaron ahí mismo. Luego él solito llegó a nuestro jacal. Sucio, con una rajadota en la testa y pidiéndole perdón a mi mamá con lágrimas en sus ojos. Ya no quedó bien. No pudo trabajar más. Aquel hombre fuerte e inteligente, se acabó. Ya sólo le importaba fumar sus Delincuentes. Robaba dinero y vendía nuestras cosas para conseguir cigarros. Lo bueno fue que se largaron. Era una lata tener a los fenómenos todo el día dentro del jacal. Bartolo se reía como una hiena de los chistes de Togo, quien me inspiraba mucho miedo ya que jamás se quitaba el maquillaje debido a que era buscado por pedofilia en Colombia y Venezuela; Sansón lo destruía todo con sus manotas gigantes y torpes; Fernando y Servando nunca querían comer lo mismo, siempre peleaban y no cabían en la mesa. —Te tragas ese plato de frijoles y yo soy el que los pedorrea —le decía Servando a Fernando. Elena se la pasaba robándole las pantaletas a mi madre para olerlas y masturbarse en la presa, y yo cada rato pisaba a Indalecio, quien se arrastraba por el piso como gusano ya que no tenía manos ni piernas. El jacal se convirtió en un maldito zoológico durante esos días.

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Después que mi papá enfermó comencé a trabajar en la vulcanizadora. Ésta quedaba sobre la carretera a Durango, cerca del vado de aguas cristalinas del que ya les hablé. Visitaba a mis papás cada fin de semana. Aquel domingo, al salir del Salón Hollywood, llegué de madrugada a la vulcanizadora con el labio reventado y con moretones en todo mi cuerpo. No quise ir a nuestro jacal por no mortificar a la jefita. Sabía lo que iba a decir: que siempre me meto en problemas; que pareciera que le quiero hacer honor a mi apodo; que le regresara la herramienta a mi tío el Gitano y que me fuera preparando para la llegada del Viernes Santo, el día del vía crucis. La semana siguiente me tocaba participar en la Pasión. Nadie más podía con la cruz de madera, sólo yo. Aún no construían una más liviana. Además, yo era el único con barba. Mi madre me comprometía cada año. Era un Jesús pelirrojo. Quien encarnaba al Salvador tenía que aguantar primero los latigazos. Después venía la corona de espinas en la cabeza. Luego debía cargar con una cruz de noventa kilos, desde la primera casa del pueblo hasta la punta del cerro que se encuentra al otro extremo, a espaldas de la iglesia. Una vez ahí, era mi deber fincarla sobre un agujero, para luego treparme en ella como por tres horas. Se recitaban las Siete Palabras de la Cruz, se procedía a la Procesión del Silencio y, por último, el Rosario del Pésame. No había un Simón que me ayudara con la carga, tampoco quien interpretara a los bandidos. Un servidor era el único crucificado. Eso sí, había muchos soldados romanos con látigo. Se alquilaban solos. Don Peraza, mi patrón y propietario de la vulcanizadora El Loco Peraza, me dejó irme desde el miércoles al pueblo. El Jueves Santo también me alquilaba para participar en el Lavatorio de Pies. Ese año tampoco alcanzamos pan bendito. Al día siguiente cargaría con la cruz. Al llegar por la noche a nuestro jacal mi madre y yo comenzamos a discutir. Le dije que el padre nomás nos hablaba cuando se le ofrecía algo de nosotros. Me cambió de tema: —Creo que tu papá vendió mi olla de bronce. No la encuentro. Dice que él no se la llevó. Que la plancha sí la vendió pero que la olla no. La vez pasada que le pregunté por la plancha me dijo que mi cadena de oro sí pero que la plancha no. 20

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El llamado a la aventura

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e volvió a repetir lo de cada año, pero con ciertos detalles diferentes. Me estuvieron azotando como a una mula. Antes no era así. Ahora parecía que lo hacían con saña. Además, hacía un calor de los mil demonios. Nadie me fue a ayudar. Ningún Simón llegó. —¡Tomás, qué feo estás! —me gritaba doña Socorro—. ¡Malasuerte! Estaba a punto de desmayarme del calor y del sufrimiento. Creen que no me fijé quién se burlaba. Grabé sus caras en mi memoria. Con todo y nombres. Les quería pedir que se burlaran de mí más tarde. Bola de ignorantes. Esa gente no respeta ni lo más sagrado. Llegué al cerro, finqué la cruz y me trepé. Otras tres horas en el solazo y al final ni las gracias. Ninguna María Magdalena me esperaba abajo. Sólo mi madre con mi pantalón y mi camisa. Regresamos a nuestro jacal para alistarnos para la procesión. No alcancé a bañarme. Nomás me puse mi camisa amarilla con motivos de palmeras. Las señoras caminaban con sus velos, dándose golpes en el pecho. Unos metros adelante alcancé a ver a la hija de don Agustín. Sola. Como siempre. Fui tras ella. Me puse a su lado: —Hola, Pollita. Dijo que yo apestaba y se alejó. Era verdad que algo olía mal ahí. Me llegó el olor. Me dio vergüenza. De todos modos, si yo olía así era por haber cargado esa cruz todo el santo día. Me entraba sentimiento que me dijeran apestoso. Siempre he sido limpio. Me separé de la procesión y fui a la cantina por una cerveza. Le

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invité una a un forastero. El forastero estaba sentado solo y con cara de pocos amigos. Sabía lo que se sentía eso. Nunca lo había visto en el pueblo, esperaba que me hablara sin ningún problema. Le dije que era sobrino del famoso Gitano, que lo podía recomendar porque solicitaba asesinos. Le dije que don Agustín Zamora tenía a don Germán secuestrado porque no le quería vender sus terrenos. Le dije que eso todo mundo lo sabía. Le dije también que me encontraba vendiendo mi caja de herramienta marca Craftsman que estaba como nueva y que incluía rotomartillo, llave perica, llave inglesa, llave Stillson, pinzas de electricista, matraca, extensión mediana, gigante y dados de media, siete-dieciséis, nueve-dieciséis, cinco octavos, once-dieciséis, tres cuartos y trece-dieciséis. Él seguía callado y con cara de pocos amigos. Esto me puso muy nervioso. Le ofrecí un cigarro pero no quiso. Saqué uno para mí. Estuvimos un rato callados. El forastero se terminó la cerveza y se fue. Ni las gracias me dio. Fue derecho para con el hijo de don Agustín, que estaba en la calle. Luego me enteré: el forastero era el propietario de la casa donde tenían a don Germán. Salí corriendo de la cantina. Nada, ni el nuevo lío en el que me hallaba metido me preocupaba tanto como el recuerdo de mi linda pollita llamándome apestoso. Llegué a nuestro jacal. Mi papá se encontraba atascándose de tamales en la mesa de la cocina. Mi madre estaba triste. El padrecito no le permitió vender sus tamales. La abracé. —No agradecen, mamá. —Dios sí agradece, hijo. Había tenido suficiente. Suficiente de insultos. Ahora sí van a tener su mala suerte, pensé. Me empiné mi café de talega, agarré mi navaja y salí a la calle. La calle del mercado se encontraba mojadita por la brisa de la noche. Clarito brillaba debajo de una lunota grande, como de plato de porcelana, al mero encima del quiosco. Esa lunota que siempre se pone los Viernes Santos. Caminaba volteando para todos lados. Sabía que el hijo de don Agustín y sus primos me buscaban. Actuaba por instinto, ni siquiera tenía claro lo que pretendía hacer al llegar a la casa de mi linda pollita. Según yo, con aquella inocencia que me caracterizaba en aquel entonces, entraría a su cuarto 22

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y le daría un besote. Ya habían sido demasiadas humillaciones. Nos vamos a casar, pensé. Las doce. Me detuve una cuadra antes. Había gente platicando junto al zaguán de don Agustín. Me asomé desde la barbería de don Simón, cerrada a esas horas de la noche. El caserón de don Agustín estaba en la esquina contraria y contaba con una barda de dos metros de alto, cubierta de trepadora. Crucé la calle bajo el cobijo de las sombras y me brinqué la barda sin problemas. Aterricé en el patio y rápido me escondí en el rincón más oscuro. Caminé por un costado del caserón hasta poder ver a los tipejos parados cerca del zaguán. Los reconocí. Uno era el forastero. El otro era mi tío, el Gitano. Estaba seguro de que el forastero le contó que le quise vender la caja de herramienta. Don Agustín salió de su hogar. Se unió a los otros dos. —Le daremos piso a ese hijo de la chingada —anunció. El hijo de la chingada era yo. No cabía duda. Me entró miedo. Pronto le iba a poner remedio a esa persecución. Era hora de hacerse parte de la familia Zamora. Dios sabía que lo intenté por las buenas. Además, todo se estaba dando. Dios se encontraba de mi lado esa noche. Don Agustín dejó la puerta entreabierta. Corrí hacia dentro del caserón. La sala se encontraba desierta. Sabía que el hijo de don Agustín andaba en la calle buscando problemas conmigo. Las mujeres ya debían estar dormidas. El equipo de sonido seguía escupiendo “La ley del monte” a todo volumen. ¿Para qué andar silencioso? Subí las escaleras sin tanto sigilo. En la planta alta no podía buscar a mi linda pollita de cuarto en cuarto. No quería abrir una puerta y encontrarme con mi futura suegra en pelotas. Intenté guiarme por el tamaño de cada habitación. La pieza más grande debía de ser la de don Agustín. Escuché el rechinido de los resortes en un colchón, el rechinido de unas bisagras oxidadas y luego pasos que se acercaban a mí. Bajé corriendo y me metí debajo de la escalera. A los pocos segundos bajó también la señora de la casa. Iba al baño. En el pueblo las letrinas las tenemos afuera. Mi mamá tenía una bacinica debajo de su cama y orinaba ahí pero hay gente que prefiere salir. Me armé de valor. Lo mejor sería volver a subir y abrir cada cuarto. Según mis cálculos no quedaba nadie más que Sandy en el segundo 23

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piso. Subí corriendo de nuevo. La primera pieza se encontraba con la puerta abierta. Supuse que era la de los señores. Abrí la puerta de la siguiente habitación. Vi un bonito rifle Remington contra la pared, una repisa con una colección de tejanas y varios pares de botas vaqueras en el piso. El cuarto del Júnior, pensé. La habitación que quedaba debía ser la de mi linda pollita. Saqué mi navaja, limpié el sudor de mi mano en el pantalón, giré la perilla y abrí la puerta. —¿Qué pasa? —dijo Sandy, aún sin percatarse de quien era el hombre que entraba a su cuarto. La música seguía sonando fuerte en la sala. Sin decir agua va cerré la puerta con el pie y pegué un salto desde la entrada hasta la cama, cayendo encima de mi linda pollita, con una mano sobre su boca y la otra apoyando mi navaja contra su vientre. Me pareció raro lo que usaba para dormir: un vestido muy grueso, como hábito de monja, a pesar del calorón que hacía. Le pregunté qué tal olía. Intentó gritar y la callé con mis labios. Le sabían a ciruela. Estuve a punto de despegarme de ella cuando su boca se abrió para mí. Sentí sus brazos recorriéndome la espalda. En su cara: una mirada esperanzadora. Como si le estuviese haciendo un favor. ¡Yo! Me encontraba en las nubes. Aquello se parecía mucho a mis sueños húmedos. Su disposición era absoluta. Con la navaja le corté el ridículo hábito de monja que usaba como piyama. Un olor agrio se filtró por no sé dónde. No le di importancia. Le besé el cuello. Bajó el volumen de la música en la planta baja. Se escucharon voces. Provenían de la sala. Distinguí la voz de don Agustín. Entró al caserón junto con mi tío el Gitano y el forastero. Me estuve quieto un rato. Sentía la respiración agitada de Sandy bajo mi pecho. Escuché cerrarse una puerta en la planta alta. Supuse que se trataba de la señora. Don Agustín seguía platicando abajo. Decidí tomarme mi tiempo. Irme con más calma. Con mucho cuidado le hice una abertura vertical al vestido por la parte del pecho. La besé en esa parte. Me emocioné, sacudí a Sandy y ésta soltó un gemido. Agarré su nuca y la hice como quise. Me percaté de algo más que ocurría en aquel cuarto. Algo espantoso que surgió de la nada, justo en el momento en que me distraje. Era monstruoso… ¡El hedor! Cómo me quejaría de algo así si soy hombre. He estado en los lugares más putrefactos sin quejarme. En nada me afectó el estar en 24

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pantanos llenos de animales muertos; trabajé de matancero en un rastro; era bueno para cazar tejones; en la vulcanizadora dormía lleno de cucarachas. No me dan asco. Aquello era diferente. Aquello era una marmota descompuesta sobre un charco de drenaje, aderezada con una mezcla de vómito, orines y excremento. Peor que eso. Volteé para todos lados, tratando de identificar la procedencia de esa peste. Entonces la ubiqué. Era ella. Me aparté. Pregunté qué era esa fetidez nauseabunda. —No te vayas —dijo, desesperada y jalándome hacia ella con sus manos todavía en mi espalda— Estoy enferma, padezco insuficiencia renal. Sentí mareos y náuseas. —Eso no es insuficiencia renal —exclamé—, ése es el olor del infierno. Mi linda pollita rompió en llanto. Dijo que nunca nadie la iba a querer. Me liberé de sus brazos. —Mejor me voy —dije. —Si te vas, grito. No había consumado el acto. Todo había quedado en intento. Si me llegaban a sorprender, habiendo descubierto el peor secreto de la familia, seguro me cortarían en pedazos con una motosierra. Recapacité. Volví a apreciar la chulada de mujer que tenía enfrente, a pesar de su pestilencia. Me sentí querido y afortunado. Me envalentoné, tomé aire lejos de ella y regresé abrazándola, como quien se sumerge en un pantano. Su hábito de monja venía reforzado con un cinturón de tela a la altura de su cintura. Lo corté y me introduje en ella. Bajo mi cintura concentré mi pasión. El movimiento de mi pelvis extraía un manantial de fetidez inacabable. Algo en mí me hizo asimilarlo. Ahora todo era goce. Comencé a respirar con regularidad. Me restablecí. Agarré mi ritmo. Ella se acopló a mí. Nos amamos. Mientras tanto, la peste, desatada, conquistaba nuevos territorios. El hedor cruzó a través del bastidor de la puerta hacia el pasillo de la planta alta. Ahí se esparció. Bajó las escaleras y llegó a la sala. La pestilencia estaba en todas partes, asesinando plantas de sombra y de sol, marchitando flores, haciendo a los perros ladrar y a las ratas chillar. 25

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—¿Qué es eso que huele, vieja? —dijo don Agustín. Se escuchó un portazo. Venía de abajo, de la puerta de la entrada. Al parecer, don Agustín había despedido a sus amigos, quienes hicieron arcadas y vaciaron el contenido de sus estómagos al salir. Escuché pasos en la escalera. Brinqué hacia la puerta. Le puse seguro. —¿Eres tú, hija? —expresó don Agustín, como quien habla a través de un paño usado como filtro de respiración. Tomé mi pantalón y mi camisa y me metí bajo la cama. Sandy se agachó. Su hermosa cara se le puso roja porque colgaba de la cama. Me pidió que la besara. La besé. Su papá golpeó con el puño la puerta. Mi linda pollita quiso saber qué íbamos a hacer si nos descubrían. Dije que me iría del pueblo por un tiempo. Me pidió que regresara a pedir su mano. Lo pensé un instante. Le prometí que regresaría por ella. —Tomás, tienes que regresar. Me entregué a ti, no creas que me voy a casar con alguien con este maldito olor. Los golpes de don Agustín a la puerta se volvieron más fuertes. Quiso saber por qué estaba encerrada. —Ahí voy —dijo Sandy, mientras sacaba otro hábito del clóset y deslizaba bajo la cama el que rompí. Don Agustín sufrió un ataque de tos. —Hija, ¿qué está pasando? Está peor que nunca. Las flores se marchitaron. Los perros no paran de ladrar. Sandy abrió la puerta. La patada que tenía aquella pestilencia hizo retroceder a don Agustín. Mi linda pollita dijo que una pesadilla la hizo transpirar. —¿Quieres que te lleve al doctor? Sandy aseguró que se sentía bien. Su padre le pidió que abriera la ventana, para que se ventilara la estancia. Algo captó la atención de don Agustín. Señaló los pies debajo de la cama de Sandy. —¡Qué hiciste! —exclamó. El padre de Sandy desapareció. Fue por su cuete. Yo sabía que las cosas se pondrían peor luego de que don Agustín descubriese que era ni más ni menos que el mismísimo Malasuerte quien estaba debajo de la cama de su hija. Me apresuré a salir de ahí. Camino a las escaleras, justo a mi lado, él iba saliendo de su cuarto. Ya me apuntaba 26

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con su cuete. Forcejamos, logré alzar su brazo, disparó hacia el techo. Las mujeres gritaron. Con una mano inmovilicé su brazo derecho, con la otra lo comencé a ahorcar. Mientras tanto, él me lanzaba puñetazos inofensivos. Don Agustín estaba viejo. Me tiró un rodillazo en la ingle, atentando contra mis testículos. Falló. Lo estrangulé con más fuerza aún y cedió soltando su cuete. Se lo quité de las manos, lo empujé al suelo y salí corriendo. A mis espaldas lo escuché gritar sus amenazas. En la puerta de la entrada ya estaban el Gitano y el forastero intentando entrar a la casa después de oír el disparo. Por fin entré en razón: mi tío no me quería. Quizás hasta me odiaba. No podía atenerme a nuestro parentesco. Seguro él se encontraba del otro lado de la puerta con su arma desenfundada. Quité el pasador, abrí la puerta y de inmediato puse el cañón sobre la frente de mi tío. El forastero me quiso empujar abalanzándose sobre mí. No pudo. Soy fuerte como un tronco. Ni me movió. Le solté un plomazo tan a quemarropa que le quemé la ropa. El infeliz cayó de rodillas con sus tripas ardiendo. —Ya estuvo bueno, cabrón —dijo mi tío. —Arriba las manos —ordené, y mi tío levantó sus manos. Desarmé a mi tío el Gitano y salí corriendo, no sin antes dispararle a una llanta de la camioneta de don Agustín. (Además de fuerte y valiente, soy inteligente.) El corazón se me salía del pecho. Sé que en la literatura seria es de mal gusto usar dicharachos pero ésta no es literatura seria y la verdad es que corrí como alma que se la lleva el diablo. Directo al jacal de mis padres. Tres cuadras antes me esperaban el hijo de don Agustín y sus primos. Bajaron de su camioneta, uno por uno. Me fui sobre de ellos sin pensarlo. Puse a la vista mis dos cuetes. —Qué —les dije—. ¿Quieren un poco de esto? —y les apunté a los cuatro alternadamente. El hijo de don Agustín me pidió que me calmara. —¿Quieren que los rocíe de plomo? ¿Eso quieren? Sonó el walkie-talkie de don Agustín (no había celulares en aquel entonces): —Adelante, hijo. ¿Cuál es tu veinte? Necesito que busquen al Malasuerte. Tráemelo vivo o muerto. Se metió con tu hermana. Repito, 27

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se metió con tu hermana. Anda armado. Repito, anda armado. Cambio. ¿Me copiaste? Agustín intentó ir por su cuete. Reaccioné haciéndole un boquete en la nuca con el Smith & Wesson de su padre. Después repartí plomo a diestra y siniestra. Dicen que ese revólver —el modelo 500, con cañón de seis pulgadas y proyectiles Magnum— tiene buena patada. No lo sé. Ni lo sentí. Para mí fue como estar disparando una pistolita de triques. Los muchachos gritaban y se revolcaban en el suelo. Vacié la escuadrita Glock y el revólver Smith & Wesson. Luego corrí hacia mi jacal. Llegué agitado. No podía hablar. Mi madre estaba asustada. Escuchó los disparos. Mi papá seguía comiendo de la cacerola de tamales. —¿Qué le pasó, hijo? ¿En qué se metió ahora? —Los maté, mamá. Los maté a todos. Al hijo de don Agustín y a sus primos. Mi madre me pidió que me fuera lejos. —¿Pero a dónde? —Pues para el norte. Agarra monte, busca la vía del ferrocarril, espera a que pase uno y te vas. Pero ya, hijo. Vete. —Perdóname mamá. —Ellos se lo buscaron. Ni modo. Lo hecho, hecho está. Nomás déjeme darle tamales y un bule con agua, hijo. Espérese. Entró a la cocina y salió con el bule y una docena de tamales envueltos en una toalla. —Ahora váyase y no vuelva. Nomás acuérdese que aquí lo quieren mucho su madre y su padre. Déjeme darle la bendición. Me madre me dio la bendición larga. La que marca crucecitas en la frente, en los hombros y en el pecho. —Usté está muy guapo, no importa lo que diga la gente de aquí. Por favor, tenga cuidado. No quiero que le pase lo que a su padre. Tenga cuidado con lo que tome. No acepte tragos de extraños ni de extrañas. Hay muchas brujas en el mundo. —Hay muchas brujas —repitió mi padre, desde el fondo del jacal, con la mirada puesta aún en su plato de tamales. Mi madre continuó con su discurso críptico: —No vaya al Valle de las Sombras ni salga la noche de la Luna 28

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Ensangrentada. Tenga mucho cuidado con los duendes que salen del arcoíris y vaya con un brujo para que le haga una buena limpia y le quite toda su salación. Pero primero agarre monte. Les dije que los quería mucho y que cuidaran de mi gallo. Salí del jacal con lágrimas en los ojos e hice como mi mamá me dijo: agarré monte.

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