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después, no varió en toda la tarde aquel gesto de comparsa intercambiable, de bruto tímido, que caracterizaba su nerviosismo. Mamá se durmió tarde y aprovecharon aquel momento para hablar con el médico, que no pudo evitar, como en un bien aprendido mecanismo de defensa, adoptar un tono científico para hablar del empeoramiento de Mamá. «Cuánto tiempo», dijo Antonio en un tono desprovisto de la entonación de una pregunta que hizo callar al doctor bruscamente. «¿Quiere usted decir cuánto tiempo le queda de vida?», preguntó el doctor. «Sí.» «No me puedo creer que seas tan animal», replicó María Fernanda mirando directamente a Antonio por primera vez. «Yo no puedo creer que seas tú tan hipócrita.» «¿Se puede saber quién te has creído que eres para hablarme así?» De entre los dos, ella no pudo evitar preferir la brusquedad de Antonio al gesto de fingido escándalo con que María Fernanda huyó de un diálogo en el que, hablando honestamente, antes o después habría acabado dándole la razón. «¿Cuánto tiempo le queda?», intervino ella para acabar lo antes posible y para descansar la incomodidad del doctor. «El empeoramiento es progresivo y rápido. Ha sido enorme desde que llegó aquí. Nunca se puede predecir con total seguridad. Tal vez un mes, quizá menos. Básicamente depende de ella misma.» Lo que debía de estar pensando el doctor, a quien la excesiva juventud no había dado aún el don del fingimiento, era que los tres se peleaban por dinero. La realidad, como casi siempre, no sólo era mucho más compleja, sino que ni siquiera ellos mismos podrían haberla explicado. La suma del patrimonio de Mamá era casi insignificante al ser dividida entre tres, y si tampoco era el cariño o la preocupación lo que les reunía ahora en torno a su muerte, parecía difícil no aceptar que algo tenían los tres de espectadores. La morbosidad que habría tenido aquel sentimiento al ser referido a cualquier otra persona no la tenía sin embargo con Mamá. Como si los tres se consideraran espectadores exclusivos, poseedores únicos de entrada en un anfiteatro de tres sillas en cuyo escenario Mamá estuviese representando su propia muerte, y lo estuviesen haciendo además con la seriedad de algo querido y no querido a la vez, a ratos grotesco y a ratos de un patetismo conmovedor. María Fernanda se cobró su venganza en Antonio al no tomarse la molestia de mirarle cuando se quedaron después solos,


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