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dad, cubriendo las espaldas. Innecesariamente. La muchedumbre, tropezándose y cayendo sobre los escombros, desapareció en dirección a la ciudad lo más deprisa que les permitían sus pies. En la cabecera, dando unos saltos impresionantes, iba el alcalde, sólo un par de brazas por delante del gigantesco carnicero. —Un hermoso golpe —comentó el peloblanco con frialdad, mientras se protegía los ojos del sol con la mano enguantada de negro—. Un hermoso golpe de un sable zerrikano. Me inclino ante la maestría y la belleza de unas guerreras libres. Soy Geralt de Rivia. —Y yo soy Borch, llamado Tres Grajos. —El desconocido de la túnica marrón señaló un desteñido escudo en la parte delantera de su ropa que mostraba a tres pájaros color sable puestos en fila en el centro de un campo de oro de una sola pieza—. Y éstas son mis muchachas, Tea y Vea. Así las llamo, porque con sus nombres verdaderos se puede uno morder la lengua. Las dos, como has adivinado, son zerrikanas. —Por lo que parece, gracias a ellas tengo todavía caballo y haberes. Gracias, guerreras. Os lo agradezco también a vos, señor Borch. —Tres Grajos. Y guárdate lo de señor. ¿Algo te retiene en este villorrio, Geralt de Rivia? —Antes al contrario. —Perfecto. Tengo una proposición: no lejos de aquí, en la encrucijada junto al camino del puerto fluvial, hay una venta. Se llama El Dragón Pensativo. Su cocina no tiene par en todo el país. Me dirijo justamente allí con la idea de comer y pasar la noche. Sería un honor si quisieras hacerme compañía. —Borch —el peloblanco se alejó del caballo, miró al desconocido a los ojos—, quisiera que las cosas estuvieran claras entre nosotros. Soy brujo. —Lo había imaginado. Y lo has dicho con un tono como quien dice «tengo lepra». —Hay quienes prefieren la compañía de un leproso a la de un brujo —dijo Geralt despacio. —Y hay quienes prefieren tal compañía a la de las muchachas. En fin, sólo puedo compadecerlos, a los unos y a los otros. Renuevo mi propuesta. Geralt se quitó el guante, apretó la mano que le tendían. —Acepto, y me alegro de que nos hayamos conocido. —En camino entonces, o me moriré de hambre. II El ventero limpió con un trapo la áspera mesa, se inclinó y sonrió. Le faltaban las dos paletas.

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