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COLECCIÓN NOEMA

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Las canciones

DAVID GEORGE HASKELL

TRADUCCIÓN DE GUILLEM USANDIZAGA

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de los รกrboles Un viaje por las conexiones de la naturaleza

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Título:

Las canciones de los árboles © David George Haskell, 2017 Edición original en inglés: The Songs of Trees. Stories from Nature’s Great Connectors Viking, 2017

De esta edición: © Turner Publicaciones S.L., 2017 Diego de León, 30 28006 Madrid www.turnerlibros.com Primera edición: noviembre de 2017 De la traducción del inglés: © Guillem Usandizaga, 2017 Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial. ISBN: 978-84-16714-23-0 Diseño de la colección: Enric Satué Ilustración de cubierta: Diseño TURNER Depósito Legal: M-30230-2017 Impreso en España La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

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ÍNDICE

Prólogo .............................................................................................. 11 Parte i El ceibo ............................................................................................. El abeto de navidad ....................................................................... La palmera sabal ............................................................................ El fresno verde ............................................................................... Intermedio: Mitsumata ..................................................................

1 5 43 73 97 113

Parte ii El avellano ........................................................................................ 121 La secuoya y el pino ponderosa .................................................. 1 39 Intermedio: el arce ......................................................................... 171 Parte iii El álamo de Virginia ...................................................................... El peral de Callery ......................................................................... El olivo .............................................................................................. El pino blanco japonés ..................................................................

1 79 205 233 261

Agradecimientos................................................................................. 273 Bibliografía.......................................................................................... 2 77

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Dedicado a mis padres, Jean y George Haskell.

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PRÓLOGO

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os griegos de la época homérica consideraban que el kleos, la fama, estaba compuesta de canciones. Las vibraciones del aire contenían la medida y el recuerdo de la vida de una persona. Yo me he dedicado a escuchar a los árboles, en busca del kleos ecológico. No he encontrado héroes ni individuos en torno a los cuales gira la historia. En cambio, los recuerdos vivos de los árboles, que se manifiestan en sus canciones, nos hablan de la comunidad de los seres vivos, de una red de relaciones. Los seres humanos también formamos parte de esa conversación, en nuestra calidad de miembros consanguíneos y encarnados. Escuchar es por tanto oír nuestras voces y las de nuestra familia. Cada capítulo de este libro presta atención a la canción de un árbol concreto: el carácter físico del sonido, las historias de las que ha surgido, y nuestras reacciones corporales, emocionales e intelectuales. Buena parte de esta canción vive bajo la superficie acústica. Escuchar es por tanto colocar un estetoscopio sobre la piel de un paisaje para oír lo que bulle debajo. He buscado árboles en lugares de naturaleza bastante distinta. Los primeros capítulos del libro reúnen historias de árboles que parecen vivir apartados de los seres humanos. Sin embargo, las vidas de estos árboles y las nuestras, pasadas y futuras, están entrelazadas. Algunas conexiones son tan viejas como la vida misma; otras son recreaciones industriales de temas más antiguos. A continuación me centro en los restos exhumados de árboles que llevan mucho tiempo muertos: los fósiles y el carbón. Estos ancianos muestran la estela de historias bio11

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lógicas y geológicas y quizá dan pistas sobre el futuro. El tercer grupo de capítulos tiene que ver con los árboles que viven en las ciudades y campos. Da la sensación de que en este caso dominan los seres humanos; la naturaleza parece ausente o en suspenso. Sin embargo, todos los seres están atravesados por fuertes relaciones biológicas. En todos estos lugares, las canciones de los árboles surgen de relaciones. Aunque los troncos presentan la apariencia de individuos separados, su vida cuestiona esta perspectiva atomística. Todos –árboles, seres humanos, insectos, aves y bacterias– somos pluralidades. La vida es una red encarnada. Estas redes vivientes no son lugares de Unicidad infinitamente benevolente. Son más bien el lugar donde se negocian y resuelven las tensiones ecológicas y evolutivas entre la cooperación y el conflicto. Estas luchas no suelen desembocar en la evolución hacia seres más fuertes y más desconectados, sino en la disolución del ser dentro de las relaciones. Puesto que la vida es una red, no hay una “naturaleza” o un “entorno” separado de los seres humanos. Formamos parte de la comunidad de los seres vivos, compuesta de relaciones con “otros”, de modo que la dualidad ser humano / naturaleza que se halla en el corazón de muchas propuestas filosóficas es, desde una perspectiva biológica, ilusoria. No somos, como dice la canción popular, “viajeros desconocidos que recorren este mundo”. Ni tampoco somos las criaturas distantes de las baladas líricas de Wordsworth, expulsadas de la Naturaleza y caídas en una “charca estancada” de artificio donde afeamos “las hermosas formas de las cosas”. Nuestro cuerpo y mente, nuestras “Ciencias y Artes”, son tan naturales y salvajes como siempre. No podemos apearnos de las canciones de la vida. Esa música nos ha conformado; es nuestra naturaleza. Nuestra ética debe ser de pertenencia, un imperativo que se vuelve tanto más urgente por la variedad de maneras con que las acciones humanas desgastan, renuevan y cortan las redes biológicas en todo el mundo. Escuchar a los árboles, los grandes conectores de la naturaleza, es por tanto aprender cómo habitar las relaciones que dan origen, sustancia y belleza a la vida.

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PARTE I

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EL CEIBO

E

Cerca del río Tiputini (Ecuador) 0º38’10.2” S, 76º08’39.5” O

l musgo ha echado a volar, elevándose sobre unas alas tan finas que la luz apenas se da cuenta de la travesía. El sol no deja un color sino una sugerencia. Los folíolos se esparcen y los musgos planean sobre largas briznas. Un ancla fibrosa ata a todos los planeadores al enjambre de hongos y algas que cubre cada rama. A diferencia de sus parientes encogidos y encorvados del resto del mundo, estos musgos viven donde el agua no tiene piel ni frontera. Aquí el aire es agua. Los musgos crecen como algas filamentosas en mar abierto. La selva acerca la boca a todas las criaturas y espira. Tomamos aliento: cálido, oloroso; casi mamífero, parece fluir directamente de la sangre de la selva hasta nuestros pulmones. Animado, íntimo y sofocante. A mediodía los musgos vuelan, pero los seres humanos estamos de espaldas, acurrucados en el vientre fecundo del cenit moderno de la vida. Nos encontramos cerca del centro de la Reserva de la Biosfera de Yasuní, en el oriente de Ecuador. Estamos rodeados por dieciséis mil kilómetros cuadrados de selva amazónica divididos entre un parque nacional, una reserva étnica y una tierra de nadie, una selva que se extiende cruzando las fronteras colombiana y peruana y que, vista desde la majestuosa mirada de los satélites, constituye una de las mayores manchas verdes de la superficie de la Tierra. Lluvia. Cada pocas horas, lluvia, que habla una lengua propia de esta selva. La lluvia amazónica es distinta no solo por el volumen de lo que nos cuenta –tres metros y medio de precipitaciones al año, seis veces más de lo que recoge la gris Londres–, sino por su vocabulario y sintaxis. Las esporas invisibles y las sustancias químicas de las plantas cubren de neblina el aire que flota sobre el dosel arbóreo. Estos

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aerosoles son las semillas con las que el vapor de agua se fusiona y luego se hincha. Aquí cada cucharadita de aire tiene mil partículas de este tipo o más, una bruma diez veces menos densa que el aire lejos de la Amazonia. Dondequiera que la gente se agrupa de forma significativa, mandamos al aire billones de partículas desde motores y chimeneas. Como aves que se revuelcan en el polvo, la vigorosa agitación de nuestras vidas industriales levanta una niebla. Cada partícula contaminante, cada mota polvorienta de suciedad o espora de un bosque es una gota de lluvia potencial. La selva amazónica es inmensa, y en buena parte de su extensión el aire es principalmente resultado de la selva, no de las actividades de las diligentes aves. El viento a veces trae polvo de África o smog de una ciudad, pero la Amazonia habla sobre todo su propia lengua. Con menos semillas y abundante vapor de agua, las gotas de lluvia se hinchan hasta alcanzar tamaños excepcionales. La lluvia cae en grandes sílabas, fonemas distintos al habla entrecortada de la lluvia en la mayor parte de las masas continentales. No oímos la lluvia en el agua que cae silenciosa, sino en las muchas traducciones que nos brindan los objetos con los que la lluvia se topa. Como en cualquier lengua, y todavía más en una con tantas cosas que contar y tantos intérpretes dispuestos, los fundamentos lingüísticos del cielo se expresan con exuberancia formal: los aguaceros convierten los tejados de hojalata en chapas que vibran como si gritaran; la lluvia aporrea las alas de cientos de murciélagos, y las gotas estallan y caen al río bajo el vuelo de los quirópteros; las nubes lloviznosas bajan hasta las copas de los árboles y humedecen las hojas sin soltar una gota, y su encuentro produce el ruido de un pincel mojado en tinta sobre la página.

Las hojas de las plantas son las que hablan con más elocuencia el lenguaje de la lluvia. Aquí la diversidad de plantas alcanza niveles sin parangón en la Tierra. Más de seiscientas especies de árboles viven en una hectárea, más que en toda América del norte. Si inspeccionamos una hectárea adyacente, todavía añadimos más especies a la lista. 16

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el ceibo

Cada vez que he visitado este lugar, mi ancla en esta confusión y deleite botánicos ha sido un árbol Ceiba pentandra, una especie que muchas personas de la zona llaman ceibo. Rodeo su pie con veintinueve pasos, pasos que sortean raíces tabulares que salen en forma radial del centro; cada raíz empieza en el tronco a la altura de la cabeza y luego desciende hacia la selva. El tronco mide tres metros de ancho, un metro más que las columnas que sostienen el Partenón. A pesar de su tamaño impresionante, el árbol no es tan antiguo como los pinos, olivos y secuoyas que viven en climas fríos o secos y cuentan los años en milenios. En la Amazonia, llena de hongos e insectos, pocos ceibos viven más de doscientos años. Los ecólogos calculan que este árbol tiene entre 150 y 250 años. El árbol es grande no porque sea viejo, sino porque los ceibos jóvenes se estiran dos metros cada año, y sacrifican la fortaleza de la madera y las defensas químicas a cambio de la rapidez de crecimiento. La copa del ceibo, sus ramas más altas, forma una amplia cúpula que se eleva diez metros más que los árboles circundantes, que alcanzan los cuarenta metros de altura, el equivalente de unos diez pisos en un edificio. Desde una posición privilegiada en la copa contemplo un dosel arbóreo distinto del de los bosques templados y relativamente regulares en cuanto a la altura de los árboles. Una docena de ceibos más crecen entre el lugar donde estoy y el horizonte, cada uno un montículo que asoma de la superficie irregular y agrietada creada por los árboles que me rodean. El árbol es un gigante. ¿Un axis mundi? Quizá, pero el ruido de la lluvia refuta cualquier intento de utilizar una única idea para aislar el árbol de su comunidad. Cada gota de agua que cae es un golpecito contra las pieles de tambor que son las hojas. La diversidad botánica se traduce en sonidos que surgen del ritmo del tambor. Cada especie tiene su ruido de lluvia, lo que pone de manifiesto la variada fisicidad de las hojas del ceibo y las muchas otras especies que viven sobre su forma maciza o alrededor de ella. Los folíolos expansivos del musgo volador hacen tictac bajo el impacto de una gota. Una hoja de aro, un corazón alargado de la longitud de mi brazo, suelta un tuc tuc con tonos bajos que persisten mientras la superficie difunde su energía. Las hojas tiesas de una plan17

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ta vecina, que parecen platos llanos, reciben la lluvia con un ligero chasquido, unas chispas metálicas. Una roseta de hojas en forma de lanza brota de la punta de una mata de clavija, y las hojas tiemblan al golpear la lluvia su superficie. El ruido es monótono, tap, sin un ápice de la urgencia de las hojas menos flexibles. La hoja de una planta de aguacate amazónico suelta un ruido sordo, grave, nítido y leñoso. Estos sonidos proceden de las plantas de sotobosque, especies que echan raíces bajo las ramas extendidas del ceibo y en la tierra pobre que rodea al tronco. El agua que golpea el sotobosque ya ha atravesado muchas hojas en su descenso. En las copas de los árboles la mayoría de las hojas presenta formas características de los trópicos: superficies lisas terminadas en puntas agudas o filamentos. Estas “puntas de goteo”, combinadas con superficies de hoja resbaladizas, acumulan agua, que forma grandes lágrimas. Al hincharse las lágrimas en la punta de la hoja, el agua se convierte en una lente, que refracta la luz de modo que dentro aparece una imagen invertida de la selva. La gota solo tiene una punta fina a la que asirse, de manera que cada pocos segundos la hoja suelta el agua acumulada, y luego asoma otra lente, que muestra su imagen antes de caer. La hoja repele agua de esta forma, se seca y frena el crecimiento de hongos y algas, amigos de la humedad. Estas puntas de goteo en las cotas elevadas de la selva engrandecen las gotas de lluvia ya gigantes, y las arrojan sobre las pieles de las plantas del sotobosque. Las hojas más grandes son las que acumulan más agua y las que gotean más rápido, de modo que los ritmos del sotobosque surgen de la diversidad de las formas de las hojas en la copa del ceibo. Los miles de tamaños, formas, grosores, texturas y maleabilidad de las hojas de abajo añaden textura al sonido. Incluso la hojarasca canta con un vigor que no me he encontrado en ninguna parte. Este ruido del suelo es el tictac de miles de relojes con resorte, cada uno de los cuales libera la tensión con un chac propio del enredo leñoso de la superficie en descomposición. En la copa del ceibo también está presente la diversidad acústica, pero es más sutil. Las gotas son más pequeñas y producen en las hojas de los muchos árboles de los alrededores un sonido parecido a los rápidos de un río, lo que eclipsa las variaciones sonoras de cada hoja. 18

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el ceibo

Como estoy de pie en las ramas de arriba de un árbol más alto que los demás, que hace sombra al resto, el ruido de los rápidos de un río viene de debajo de mis pies. Me siento como si estuviera del revés, como la imagen en una lágrima, desorientado al oír lluvia selvática bajo mis pies. El ascenso de cuarenta metros por una serie de escaleras metálicas me ha llevado a través de las capas de lluvia: el ruido de la lluvia sobre la hojarasca y las plantas del sotobosque desaparece a un metro o dos del suelo, sustituido por el chasquido sobrio e irregular de las gotas sobre las hojas escasas, con los tallos estirados hacia la luz y las raíces horadando el suelo. Veinte metros más arriba, el follaje se espesa y empiezan los rápidos. A medida que voy subiendo, aparecen y luego se alejan los sonidos de árboles concretos, primero el repiqueteo de mecanógrafa veloz de una higuera estranguladora y después unas gotas ásperas que atraviesan hojas de parra hirsutas. Alcanzo la superficie de los rápidos y el fragor se agita a mis pies, descubriendo tamborileos sobre carnosas hojas de orquídea, impactos grasos sobre bromelias y tableteos graves sobre las orejas de elefante del Philodendron. Toda la superficie de los árboles rebosa de vegetación; cientos de especies vegetales viven en la copa del ceibo. Aquí los artilugios humanos para no mojarse son inútiles y embotan los oídos. Puede que los impermeables repelan las gotas que caen, pero el plástico con el que están hechos incrementa el efecto del calor tropical y uno acaba empapado de sudor. A diferencia de muchos otros bosques, aquí la lluvia revela tanta información acústica que el chasquido, resoplido o crujido de las gotas sobre el tejido de poliéster, nailon y algodón se convierten en una barrera y distracción auditivas. La textura blanda y con poco relieve de la piel y del pelo humanos es silenciosa o casi. Mis manos, hombros y cara responden a la lluvia con sensaciones, no con sonidos. Cuando los misioneros occidentales llegaron aquí, insistieron en que sus súbditos colonizados y evangelizados llevaran ropa. Un efecto involuntario de esta restricción fue reorientar los oídos hacia uno mismo y lejos de la selva, cerrando en parte la puerta a la relación acústica con plantas y animales. En mis conversaciones con los huaorani, la cultura indígena de la zona, siempre han aparecido, sin que 19

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vinieran a cuento, comentarios sobre la incomodidad y la coacción de la ropa con la que hay que visitar el pueblo. Los huaorani han vivido en la selva durante miles de años, pero ahora su vida y su cultura se ven amenazadas por forasteros. La ropa cuenta mucho por varias razones. Sospecho que una de ellas es la desconexión de la comunidad acústica, una pérdida significativa para gente que vive en medio de relaciones entre múltiples especies. Igual que la maquinaria ensordece a algunos trabajadores de fábrica, que acumulan fragmentos de estopa en los oídos, los que van tapados también pierden a veces la capacidad de oír. En la copa del ceibo, los ruidos de los animales se imponen a los ritmos vegetales: gañidos, murmullos, aullidos, silbidos, chillidos y aleteos. Cada verbo sónico tiene su paladín y muchas especies se comunican con sonidos para los que nuestro lenguaje no tiene descriptores adecuados. Las alas desdibujadas de un zafiro golondrina zumban, un sonido con un matiz de chillido que recuerda a un látigo. El pájaro, un destello del tamaño de un pulgar de un azul y un verde irisados, mete el pico en el arco rojo de flores que brota de una bromelia cebra. Entre las hojas carnosas de la bromelia, parecidas a las de la piña, una rana canta co-co-co-AP!, una canción alegre que da inicio a un coro de llamada y respuesta de docenas de ranas escondidas en los matorrales de bromelias que cubren las ramas del ceibo. A diferencia de las hojas con punta de goteo, las rosetas erguidas de las bromelias recogen y almacenan el agua. Estas plantas pueden contener cuatro litros en los huecos entre las bases de las hojas, lugar de cría de ranas y de centenares de otras especies. Una hectárea de selva esconde cincuenta mil litros de agua en las bromelias de las copas de los árboles, y buena parte de ese volumen se acumula a lo largo de las ramas de los árboles grandes que sobresalen. El ceibo es un lago en el cielo. Los charcos de agua no son el único hábitat de la copa. Hay tantos microclimas entre estas ramas como en cientos de hectáreas de los bosques más templados. Se acumulan ciénagas en las horquillas resguardadas. En los nudos se forman y se secan pantanos efímeros. Docenas de años de caída de hojas se han acumulado en la copa del ceibo, lo que crea una tierra tan profunda y rica como la hojarasca del 20

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suelo. La tierra descansa sobre ramas anchas y la sostienen marañas de enredaderas. Arraigada en este mantillo, una higuera con un tronco ancho como un torso humano crece entre otra media docena de árboles en la confluencia de las ramas del ceibo, un bosque que echa raíces a cincuenta metros del suelo. Estos árboles se apiñan en los lados norte y este, donde la tierra de la copa está húmeda y donde las hojas del ceibo crecen más espesas, como en un barranco umbroso de bosque. En las ramas expuestas del suroeste, una comunidad de cactus, líquenes y bromelias con hojas en forma de cuchilla soporta la alternancia entre diluvio y desierto, hinchándose con la lluvia y luego achicharrándose bajo el sol ecuatorial directo. En los troncos verticales, las enredaderas se entrelazan con orquídeas, lo que genera marañas que retienen el agua donde echan sus raíces los helechos. Encima de todo esto crecen las hojas del propio ceibo, del tamaño de la mano de un niño, abriéndose como un abanico en unos ocho folíolos alargados. El árbol presenta las hojas en las puntas de las ramitas, lo que crea una neblina vaporosa. Las hojas parecen frágiles para un árbol tan grande, pero, a diferencia de las plantas resguardadas de más abajo, tienen que resistir el viento de las tormentas y las ráfagas. Su tamaño pequeño y la forma parecida a un abanico les permiten doblarse y ceder al viento. La mayoría de los biólogos tropicales ha trabajado a nivel del suelo. Sin embargo, últimamente algunos han usado torres, escaleras de cuerdas y grúas para llegar hasta las copas de los árboles. Allí han descubierto que hasta la mitad, e incluso muchas más, de las especies de la selva viven exclusivamente en las copas de los árboles. “Dosel”, el término biológico para las copas de muchas especies de árboles en un bosque, es una palabra demasiado simple para un mundo tan complejo y tridimensional. Los mapas de la diversidad biológica nos proporcionan otra manera de comprender las muchas vidas de este ceibo. Cuando la riqueza de plantas, anfibios, reptiles y mamíferos –que hay que reconocer que solo son un subconjunto de la diversidad de la vida, pero el que conocemos más– se evalúa en todo el mundo, un mapa de la diversidad codificado con colores descubre los lugares con el mayor número 21

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de especies de cada grupo. El lugar en el que convergen, el centro neurálgico, es el oriente de Ecuador y el norte de Perú, la Amazonia occidental. La clasificación tabular de categorías de especies en el seno de estas agrupaciones taxonómicas más amplias confirma lo que los mapas muestran. Según la mayoría de los indicadores, este es el cenit moderno de la biodiversidad terrestre, el resultado de la creatividad de la vida incubada en el calor y la lluvia tropicales. La evolución ha tenido tiempo de elaborar sus producciones de invernadero: la Amazonia occidental ha sido una selva tropical durante millones, quizá decenas de millones de años. Desconocemos en gran medida la historia geológica de la región, pero puede que la situación de la Amazonia occidental entre el estímulo de los Andes y la costa cambiante del Atlántico la hayan abierto a la invasión de nuevas especies desde el mar y las montañas, lo que habría favorecido todavía más el aumento de la biodiversidad. Un indicador menos formal pero igualmente informativo de la diversidad de esta selva es un paseo con un botánico profesional, ya sea un profesor o un guía forestal experimentado. Sus extraordinarios conocimientos biológicos y culturales comprenden todas las plantas más comunes, incluido el papel de las plantas en la vida de las personas. Los especialistas también aportan conocimiento especializado de las identidades e historias de un subgrupo particular, las plantas que han estudiado durante décadas. Sin embargo, la tarea de identificar la mayoría de las especies, y ya no digamos de conocer las historias de estas plantas, queda muy lejos de su alcance. Por todas partes hay especies desconocidas y no descritas por la ciencia occidental. Unos botánicos descubrieron recientemente una nueva especie en el sendero que lleva al comedor de una estación de investigación biológica. Esta selva es el lugar donde muere la soberbia biológica: vivimos en una profunda ignorancia sobre la vida de nuestros primos. En las ramas altas del ceibo, la lluvia amaina. Ara! Ara! Un par de guacamayos escarlata pasa justo por encima de mí volando de horizonte en horizonte, y su vuelo es un júbilo de sonido y color. En el árbol los insectos cantores se reparten las octavas, y cada especie ocupa un lugar en la escala con chasquidos, resuellos y zumbidos pal22

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pitantes. Una paloma plomiza repite una melodía simple y grave, a la que se unen la risita ahogada y el estornudo de un carnaval de aves: tangaras crestifuegos, monjas frentiblancas, surucuás aurora, como mínimo cuarenta especies de aves en unas pocas ramas. Los monos aulladores chillan a un kilómetro de distancia y sus gritos recuerdan a un motor de reacción. Nueve o diez especies más de primates viven aquí e interrumpen el ruido constante de los insectos cantores con estrépito, silbidos y chillidos. Las nubes se convierten en volutas verticales de neblina y luego desaparecen. El sol baja y la temperatura asciende diez grados. En dos minutos tengo la piel seca; la ropa tardará días en pasar de empapada a simplemente húmeda. Un millar de abejas se lanzan sobre mi cuerpo. Atraídas por el sudor, muchas son lo suficientemente pequeñas para atravesar la malla que me he puesto en la cabeza cuando ha salido el sol. Se me meten en los ojos agitando las patas y molestándome. Después de una hora o así de escozor en los ojos, me retiro del reino de las abejas en las copas de los árboles y bajo a la penumbra bípeda. Como si volviera a la caverna de Platón, he cambiado al regresar al mundo conocido. Encima de mí hay capas biológicas de una belleza y complejidad incomparables. Ahora estoy en tierra firme, pero me vuelven a la memoria y al suelo de selva que piso los ecos y las sombras de las capas superiores.

Los sonidos de la Amazonia occidental nunca cesan. Las hebras que conectan la vida están tan apretadas y tan abarrotadas que el aire repiquetea con energía vibratoria día y noche. En medio de esta intensidad, la naturaleza de la red de los seres vivos se manifiesta de formas extremas. Al principio esta naturaleza parece ser un entorno con un nivel de conflicto alto, incluso aterrador. Los gritos y lamentos de guerra resultan bien audibles. La regla que tienen que seguir las personas en el ceibo o al caminar por un sendero embarrado es que si uno resbala o necesita recobrar el equilibrio, no hay que agarrar la rama más 23

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cercana. Aquí las cortezas son un arsenal de púas, agujas y ralladores. Si uno tiene la suerte de toparse con un tallo de corteza lisa, las hormigas y serpientes que están al acecho le darán una buena lección. La herida se le infectará en esta pócima aérea de esporas bacterianas y fúngicas. Uno no tiene que alargar la mano para enfrentarse al peligro. Me inclino hacia delante para recoger mi libreta y una hormiga bala cae de la vegetación al hueco entre el cuello de mi camisa y la nuca, y aterriza con un pac suave. Los entomólogos curiosos que han probado toda la gama de los dolores provocados por insectos clasifican a la hormiga bala en la cúspide de su escala global. La hormiga le dijo hola a mi cuello con un pinchazo de su aguijón abdominal venenoso. El dolor fue como el tañido de una campana de bronce puro: claro, metálico y monótono. No sabía cómo me podían sonar los nervios hasta el momento en que “me tañeron” armas de bajo calibre desde un árbol. Con la mano izquierda di un mamporro contra el pinchazo y arrastré al atacante. Antes de que cayera al suelo, la hormiga me clavó la mandíbula en el índice, dejándome dos mordeduras en el dedo. A diferencia de la pureza del aguijón, este dolor era un grito, un incendio, una confusión. Al cabo de unos minutos la sensación se me había extendido a la piel de la extremidad, una cacofonía y un pánico que me empapó la extremidad de sudor. Durante una hora no pude mover el brazo y me notaba el músculo pectoral izquierdo desgarrado y contusionado. Horas después, amortiguadas por los medicamentos, la mordedura y la picadura quedaron reducidas a un gemido caluroso pero no ensordecedor, de la intensidad de la punzada de un avispón. Esta fue mi iniciación a una realidad de la selva. No sentí en absoluto en esta red de relaciones la “inocencia y benevolencia indescriptibles” de Thoreau. El arte y la ciencia de la guerra biológica alcanzan sus estados más altos de desarrollo en la selva tropical. El ataque de la hormiga solo me dejó una pequeña cicatriz en el dedo. Otros insectos dejan recordatorios más persistentes y peligrosos. Uno de los insectos más silenciosos que pulularon a mi alrededor en la copa del ceibo era un mosquito murmurador, con el cuerpo de un brillante azul eléctrico y el tamaño de un broche. Cuando me dis24

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traje, me hundió la aguja en la mano para darse un trago. La sangre que perdí fue insignificante, pero al alimentarse, ese mosquito Haemagogus babeó saliva en mis capilares, lo que supone una entrada líquida para los virus. El Haemagogus se especializa en las copas de los árboles y desova en grietas húmedas donde la lluvia despierta y sustenta a las larvas. La afición a la sangre de mono de la hembra adulta, junto a su larga vida, hace que el insecto sea un excelente vector de enfermedades. Acababa de compartir una aguja sucia con monos lanudos. ¿O quizá con monos aulladores, saki, araña, capuchinos, ardilla, tamarinos, micos nocturnos, titís o sagüis? Para un virus las copas de los árboles son pantanos de sangre de primates, a los que se unen arroyos de mosquitos. Docenas de especies de murciélagos y roedores añaden afluentes. Esta especie de mosquito es un hogar hospitalario para los virus, bacterias, protistas y otros patógenos que viven en la sangre. Afortunadamente, después de la mordedura no tuve ninguna fiebre amarilla selvática ni ninguna otra enfermedad, pero el mosquito fue un recordatorio de que a pesar de que el colmillo y la zarpa de Tennyson –pumas, serpientes y pirañas– captan nuestra atención, la mayor parte de lucha biológica en la selva ocurre a una escala que escapa a nuestros sentidos. Las muestras de adn presentan parásitos en la sangre y la carne de todas las criaturas. Solo de vez en cuando vemos una manifestación externa de ese parasitismo. Mientras escuchaba el goteo de agua de una bromelia, vi una hormiga con las mandíbulas clavadas en el borde exterior de una hoja. La hormiga estaba muerta. Su último acto fue la mordedura que la dejó anclada. Un hongo parásito, Ophiocordyceps, la había consumido desde dentro, y luego le había ordenado de algún modo que caminara hasta una hoja azotada por el viento y que se agarrara fuerte. Un tallo coronado con una bolsa hinchada asomaba ahora del cuello de la hormiga, derramando esporas fúngicas infecciosas a todas las hormigas de abajo. Las hojas que, como pieles de tambor, transforman con sus formas variadas la lluvia en sonidos también sufren múltiples tipos de ataque. Las bacterias y los hongos perforan cutículas y poros; los insectos roen los brotes nuevos y tiernos. En una de las plantas mejor estudiadas, el género Inga, la mitad del peso de las hojas jóvenes se debe al 25

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veneno, una costosa inversión en defensa. No es una anomalía de una rareza botánica; Inga es uno de los géneros más comunes y ricos en especies de la selva. Incluso con su veneno, las hojas jóvenes y tiernas pueden sufrir daños importantes y salir de la vulnerable fase de crecimiento con aspecto de dianas de tiro usadas. Las hojas más duras y viejas tienen algo menos de veneno, pero también ellas dedican casi un tercio de su peso a la defensa química, un reflejo de la ubicuidad de los patógenos y de los mordiscos y rasgones que los herbívoros infligen a las plantas. La intensidad de la lucha por la vida en la selva tropical es tanto un resultado como una causa de la diversidad de especies. Con tantas especies hacinadas, la competencia es necesariamente alta y las oportunidades para la explotación abundan. Estas relaciones antagónicas nutren la creatividad de la evolución, y hacen todavía más diversa la selva. Si una especie concreta se vuelve abundante, los enemigos engrosan sus filas y revierten la situación. Ser poco común tiene una ventaja: uno se escabulle de sus atacantes. Esta rareza puede ser bioquímica. Si una planta está rodeada de parientes cercanos pero posee su propia combinación de sustancias químicas defensivas, crecerá con fuerza a pesar de vivir entre plantas que son parecidas en los demás aspectos. Las comunidades vegetales tropicales son por tanto extraordinariamente diversas en parte porque la selva rebosa de hongos y orugas. Una hectárea puede contener sesenta mil especies de insecto y mil millones de individuos, la mitad de los cuales no hace nada más que comer plantas y criar. La diversidad y abundancia fúngica y bacteriana no se han estudiado tan a fondo, pero son igualmente vastas. Parecería que todo este conflicto debiera forzar a la vida a funcionar de un modo atomizado. Los individuos tienen que luchar, la víctima contra el enemigo, en una serie de conflictos interminables y entrelazados. La lucha es en efecto intensa, pero, en lugar de separar la vida en átomos, la guerra darwiniana ha creado un horno que quema al individuo, derrite las barreras y suelda unas redes tan fuertes como diversas. La cultura de las sociedades humanas de la región nos descubre parte de esta red. Los huaorani viven en la Amazonia occidental desde hace miles de años, buena parte de ellos como cazadores, recolectores 26

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y horticultores. Los misioneros y otros colonos trajeron enfermedades y “asimilación”, lo que mató tanto a las personas como a la cultura. En la actualidad dos mil huaoranis viven en la Reserva de la Biosfera Yasuní y alrededores, algunos en asentamientos permanentes con escuelas y ambulatorios del gobierno, y otros en la selva, voluntariamente aislados del contacto con los demás. La vida huaorani en la selva no ha producido una taxonomía linneana del mundo vegetal. Por el contrario, muchas “especies” de plantas tienen múltiples nombres. A menudo se describe a las plantas por sus muchas relaciones ecológicas o usos en la cultura humana y no a partir de apodos individuales. La antropóloga Laura Rival escribe que, cuando los entrevistadores insisten, los huaorani “no consiguen” dar nombres individuales a lo que los occidentales llaman “especies de árboles” sin describir el contexto ecológico, por ejemplo la composición de la vegetación circundante. La sociedad huaorani no tiene equivalente del ermitaño del Himalaya que vive en las cuevas o de la cabaña de Thoreau, donde el escritor quiso “vivir exclusivamente del trabajo de sus manos”. Los huaorani, en sus propias palabras, “viven como si fueran una sola persona”. La individualidad, la autonomía y la maestría son muy apreciadas, pero se expresan en el contexto de la relación y la comunidad. A los que se van a la selva a vivir de forma independiente se los considera profundamente enfermos o enfadados, abocados a la muerte. Los nombres “individuales” huaoranis son un producto del grupo. Dejar un grupo por otro conlleva la muerte del nombre antiguo, la adquisición de nueva personalidad y la imposibilidad del retorno. Perderse en la selva, especialmente solo y de noche, es una posibilidad que aterra a los huaorani, incluso a los que la conocen mejor. Cuando los huaorani se pierden, buscan un ceibo y lo convierten en una especie de altavoz subwoofer. Al golpear las raíces tabulares del árbol vibra todo el tronco, una llamada botánica de bajo profundo a amigos y familia, un grito para recuperar los vínculos que lo mantienen a uno con vida. La gran altura del árbol hace que resuene de una forma que un grito no conseguiría. Al oír esa canción palpitante, tu gente vendrá. Esta señal es especialmente útil cuando los niños se pierden. Sus familias saben dónde están los ceibos grandes, de modo 27

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que el sonido los alerta y guía. Los cazadores y guerreros también utilizan el árbol para dar noticia de las presas. Quizá no por casualidad el ceibo es el árbol de la vida en la leyenda de la creación huaorani. El árbol es un lugar central para muchas criaturas de la selva, y salva vidas manteniendo y reconectando los hilos que dan vida. La disolución de la individualidad en la relación es la forma como sobreviven a los rigores de la selva el ceibo y toda su comunidad. En el lugar donde el arte de la guerra está tan bien desarrollado, paradójicamente la supervivencia implica rendición, abandonar el ser para unirse a los aliados. Algunas de estas alianzas se forjan en el seno de las especies. La hormiga bala que me mordió, las hormigas guerreras cuyas legiones hacen que tiemble la hojarasca bajo el ceibo, y las hormigas cortadoras de hojas que se llevan fardos de plantas a sus nidos subterráneos, todas forman sociedades cuya identidad radica en la colonia, no en la hormiga individual. Cuando subo al ceibo paso junto a muchas organizaciones de ese tipo. Un enredo de telarañas al pie del árbol es el hogar de unas arañas sociales, una comunidad de docenas, en la que cada una contribuye al engrandecimiento y defensa de la telaraña. Las arañas sociales triunfan o fracasan como grupo. Las características de los individuos importan en la medida en que contribuyen a la comunidad. La selección natural actúa sobre estos grupos y favorece algunas combinaciones por encima de otras. La sociedad de arañas evoluciona por tanto a través del destino de los colectivos. Igualmente, muchas especies de ave y de mono viven en grupos familiares unidos por una dependencia mutua. Las alianzas que fusionan especies lejanamente emparentadas son tan comunes como las que se forman en el seno de las especies. Las raíces y hojas del ceibo son comunidades de hongos y bacterias mutualistas en las que los intereses e identidades de las partes constituyentes se difuminan. En las tierras viejas y pobres en nutrientes de la Amazonia ese tipo de relaciones son esenciales. El fósforo es especialmente escaso, y la red ramificada de hebras de hongo aumenta enormemente la superficie disponible para la absorción. El árbol corresponde con los azúcares de sus hojas, lo que permite que la unión de planta y hongo crezca con fuerza incluso en terrenos pobres. 28

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