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o cina para almas en celo


Kitagawa Utamaro. Kaiyoikomachi: una geisha en la habitación de su amante, entre 1800-1806. Brooklyn Museum, Nueva York, EE.UU. Š Brooklyn Museum, Museum Collection Fund.


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EL PEZ GLOBO Muerte y placer en la gastronomía japonesa

l novelista Junichiro Tanizaki se esmera en explicar cómo la esencia en la estética tradicional japonesa es captar el enigma de la sombra. De tal forma que lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las modulaciones de la sombra. La luz es demasiado obvia para el refinado gusto japonés. Y en este elogio de la sombra que supone la cultura japonesa, el harakiri viene a ser tal vez, desde una mirada occidental, la máxima expresión de una idiosincrasia signada por la sombra —en el más pleno sentido arquetipal— que arropa una concepción heroica de la vida: los samuráis consideraban la vida como una entrega de morir gloriosamente, desdeñaban de la muerte natural y buscaban morir y hacerse el harakiri en el pleno esplendor. El extraño gusto de alimentarse de un exótico y espantoso pez que esconde veneno en sus genitales, y que en menos de media hora puede matar a sus comensales, forma parte sin duda de esta vocación ritualista de los japoneses por retar a la muerte, lo que convierte a esta comida en una suerte de guante para quienes aman el sexo extremo, aunque se trata de una delicadeza culinaria que se consume desde hace siglos, habitualmente cruda. Las finas lonjas cortadas en forma de sashimi, dejan traslucir el dibujo de los platos, diseñados especialmente para tal fin. Y a veces esta carne es tan fresca que se mueve en el plato. El consumo de fugu que quiere decir «felicidad», es una especie de danza de la muerte, en la que el comensal se entrega a un cocinero que, eso sí, ha estudiado en una escuela dedicada exclusivamente al arte de preparar el fugu (o foku) y estas enseñanzas duran cinco años. Pero la cosa se


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complica porque se dice que la muerte causada por el pez globo es tan placentera como una petite mort, y algunos cocineros entonces buscan dejar una mínima dosis de toxina en el pescado, suficiente para producir un leve adormecimiento de labios y lengua, pero demasiado poca como para llevar la sensación al extremo. El pescado, en este caso, se acompaña de jengibre y guindilla, de modo que cuando se deja de sentir el sabor de las especias, se sabe que el pescado tiene más veneno del permisible. No obstante, su preparación es una ceremonia en la que el cocinero celebra su poder sobre la muerte, como el que domina en el sexo sobre el dominado. Es la relación amorosa entre el comensal y el cocinero llevada a su más alta expresión. La carne del pez globo es tan deliciosa que los gourmets japoneses, con peligro de su vida, han consagrado el fugu mortal como rey de los peces, y a su alrededor se ha desarrollado un arte culinario de una extrema finura. La tetratoxina, 200 mil veces más potente que el curare, es uno de los venenos más peligrosos del mundo, y una sola pieza de fugu contiene suficiente cantidad para matar —con mucho placer, eso sí— a unas 500 personas. Cuatro mil años antes de Jesucristo ya se comía fugu, y en esta larga historia de Japón, el pez ha causado decenas de miles de víctimas, sobre todo porque antes no se sabía que era peligroso, aunque la muerte era muchas veces el precio que comensales audaces pagaban por conocer el éxtasis. La tentación del placer era más fuerte que el miedo de morir, porque el fugu, que además carece de antídoto conocido, se debate entre estos dos extremos: la delicia y la muerte. Cuando lo comes eres muy feliz, y entonces mueres. El consumo de estos peces se ha convertido en todo un arte y son pocos los restaurantes con licencia para servirlos. Uno de ellos es el restaurante vanguardista Mibu, en Tokio, cuyo creador es Hiroyoshi Ishida, un monje budista amante de la tradición. En el restaurante más exclusivo de Tokio, y tal vez del mundo, solo ocho privilegiadas personas pueden sentarse a la mesa en dos o tres turnos al día. El precio por cubierto es de 25 mil yenes (unos 200 euros). Sin estrellas Michelin, pero su fama es un secreto a voces en la esfera sibarita, es una suerte de club gastronómico al que solo pueden ir (una vez al mes) los 300 socios y sus acompañantes, personas seguramente de tendencias muy oscuras. Ubicado en el elegante barrio de Ginza, en una calle estrecha, Mibu no está enclavado en ninguna joya arquitectónica. En penumbra, a la luz de unas velas, solo hay un salón de 20 metros cuadrados con dos mesas.


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El pez globo, tan temido como apetecido.

«Las ramas de un cerezo recuerdan que la primavera existe, todo en Mibu es una carrera por la perfección: los cuchillos se afilan la noche antes para que no traspase el eco metálico al pescado crudo», escribe Rosa Rivas en el diario español El País: Un voluminoso cantante de ópera (que casi da en el techo con la cabeza) te habrá convencido de que efectivamente estás en otro mundo. Y antes de que vuelvas al ajetreo de Ginza, te habrás sumergido en las profundidades de la cocina kaiseki (platos en una progresión de sabores, colores y simbolismos, aunque originalmente esta expresión se refería a una piedra caliente que los monjes zen se colocaban en el cinturón para calmar el hambre y calentar sus estómagos).

Pero si el lector en efecto es de esos que buscan experiencias extremas en el sexo y en el resto de su vida, y está pensando seriamente en aventurarse a probar semen de pez globo, lo recomendable es que reserve con antelación y tome un vuelo hasta Tokio, a sabiendas de que el orgasmo seguramente sobrevendrá sentado a una mesa, en un comedor donde, afortunadamente, habitan las sombras.


Francisco de ZurbarĂĄn. Agnus Dei, 1635-1640. Museo Nacional del Prado, Madrid, EspaĂąa.


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EL CORDERO Ese macho cabrío

e niña, cuando en mis ratos de ocio me echaba sobre mí misma boca abajo en el suelo a revisar el Larousse, me quedaba siempre absorta sobre las imágenes de los santos, y una especie de morbo casi erótico hacía que una suerte de fogaje me subiera hasta las mejillas. No es casual entonces que los Carmina buranas, la música de Abelardo, incluso el canto gregoriano sean para mí una invitación al placer erótico. Hay una delicada filigrana en ese gran bordado que es la sexualidad, que a menudo conecta lo sagrado con las voluptuosidades del amor. Si no, habría que pensar un poco en sor Juana Inés de la Cruz o en Salomón. Tal vez esta percepción, en algún secreto yacimiento de aquello que me hace quien soy, tiene alguna resonancia tántrica, algún profundo arraigo epicúreo y de cierto modo politeísta. Es por eso que no temo hoy a estos daimones que se han dado a la tarea de conjurarme esta suerte de maleficio que es tal adicción a la comida, la cual confieso, está por encima del sexo en la escala de mis perversiones. Por todo eso pienso que si Jesucristo es el Cordero de Dios, por ejemplo, no hay duda de que sentarse a una mesa frente a un cordero siempre será un gesto místico y al mismo tiempo erótico. Siendo el cordero símbolo del sacrificio, comer cordero es alimentarse de la carne de Cristo, que es Dios y hombre. ¿No hay, entonces, en ese acto de devorar un cordero, uno de los más profundos gestos de antropofagia? ¿Y no hay también, acaso, en eso de la antropofagia, algo de voluptuosidad en términos de la más remota memoria arquetipal? Si había una carne más apetecible en aquellos tiempos del Mesías era la del cordero, nombrado 179 veces por los profetas en la Biblia. Tanto que, según se cree, como Jesús era un huésped distinguido, en la Última Cena el dueño de la casa debe haber preparado cordero asado. Y, si hay un alimento que despierta la memoria ancestral es esa carne tierna del hijo de la oveja y el carnero, ese manso e indefenso animal destinado al sacrificio desde tiempos inmemoriales, que cuando es bebé se llama recental; cuando está siendo amamantado, lechal; de tres a seis meses, pascual; de seis a doce,


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borrego, y luego borro, primal, andosgo, trasandosgo y carnero cuando es viejo, después de cinco años. Ya desde mucho antes el cordero era para la civilización griega casi un animal sagrado, hijo por cierto de Teófane y Poseidón. Es decir, Poseidón convirtió a Teófane en oveja y se convirtió él mismo en carnero para poseerla, y convirtió a los habitantes de la isla en la que ella se hallaba huyendo de sus pretendientes, en rebaño. El mito griego del vellocino de oro —nada menos que un rebaño de carneros con piel de oro que Eetes, el rey de la Cólquida (actual Georgia) tenía bajo resguardo de un dragón y que Jasón debía robar para probar que era hijo de Esón y tomar el trono— eleva al animal a un plano tan fantástico como revelador del valor que tendría para los griegos. Tanto así que, en la Grecia antigua, una de las cuatro tareas que le son asignadas a Psique por Afrodita es la de buscar una piel de oro de unos corderos que se encuentran sobre una colina. Ella les da unos caramelos de miel, ellos se adormecen, se les enganchan los vellos en una cerca de metal, y Psique los toma consigo para entregarlos a Afrodita. Tal obligación le fue dada a cambio de devolverle el amor de Eros, hijo de la diosa, que la abandonó por haber desobedecido la prohibición que este le hiciera de jamás mirarle la cara. Recuerdo muy bien cuando de niña me llevaron alguna vez a un entierro en la Guajira venezolana, unas tierras desérticas donde la muerte se festeja con plañideras, chicha de maíz y un delicioso y almizcloso carnero asado en leña. Y no puedo dejar de pensar en el olor de la leña, el cordero y los extraños cantos de las plañideras. Pareciera, pues, que el cordero es un alimento destinado a las fiestas religiosas en muchas culturas, sobre todo las desérticas. En todo caso, la vida nómada de los wayúu está profundamente vinculada a la cría de los corderos, preferidos en bodas, funerales y exhumaciones, compromisos y otras fiestas, la mayoría de carácter sagrado. Pero también, igual que en algunos pueblos de cultura árabe, en la Guajira el carnero tiene valor monetario, y recordemos que el dinero es poder y el poder es afrodisíaco. Las deudas en la Guajira se pagan con ganado, y las dotes también. No es de extrañar, por tanto, que sean las criadillas de cordero uno de los más famosos y suculentos platillos procuradores de placer sexual en la historia de los afrodisíacos. Son requeridas para mantener el vigor en el hombre, probablemente porque son ricas en testosterona, la hormona que favorece el impulso sexual y la agresividad. Pero un animal que debería ser castrado para elevar la calidad de sus carnes es, de suyo, un tema que alude a lo erótico. Y mientras más antigua sea la receta, más se acercará a su carácter sagrado, que en la Antigüedad era indisociable de lo profano.


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Jacopo Zucchi. Eros y Psique, 1589. Galleria Borghese, Roma, Italia.

De la cocina ancestral boliviana, va esta receta que las mujeres dan a sus hombres cuando les fallan las ÂŤjuerzasÂť: En una olla de agua frĂ­a se ponen las criadillas, hueso blanco bien lavado y cortado en trozos, cebolla, zanahoria, tomate y locoto picados en juliana, y perejil. Se deja hervir por varias horas hasta que el caldo queda lechoso, y se cuela. Luego se sirve el caldo con las verduras y las criadillas.




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