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Katie Williams

LA MÁQUINA DE LA FELICIDAD Traducción de Marcelo Andrés Manuel Bellon

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares de la realidad es mera coincidencia.

LA MÁQUINA DE LA FELICIDAD Título original: tell

the machine goodnight

© 2018, Katie Williams Traducción: Marcelo Andrés Manuel Bellon Diseño de portada: Éramos tantos Fotografía de la autora: © Athena Delene D. R. © 2019, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Homero 1500 - 402, Col. Polanco Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México info@oceano.com.mx Primera edición: 2019 ISBN: 978-607-527-779-0 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico

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Capítulo uno La máquina de la felicidad

Apricity : palabra inglesa arcaica que se refiere a la sensación del sol en la piel durante el invierno

L

a máquina dijo que el hombre debería comer mandarinas. Enumeró otras dos recomendaciones también, tres en total. Un número modesto, le aseguró Pearl mientras leía la lista que había aparecido en la pantalla frente a ella: uno, él debería comer mandarinas con regularidad; dos, debería trabajar en un escritorio que recibiera la luz de la mañana; tres, debería amputar la sección más alta de su dedo índice derecho. El hombre —apenas entrado en sus treinta de acuerdo con los cálculos de Pearl, y con un tono rosáceo alrededor de los ojos y la nariz, justo como los conejos blancos o las ratas— levantó la mano derecha frente a su rostro con asombro. Subió también la izquierda, y usó su palma para presionar experimentalmente la parte superior de su dedo índice derecho, el dedo en cuestión. ¿Va a llorar?, se preguntó Pearl. A veces las personas lloraban cuando escuchaban sus recomendaciones. La sala de conferencias en la que la habían puesto tenía paredes de cristal, abiertas a las cabinas de trabajo del otro lado.

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Sin embargo, había un interruptor en la pared para empañar el vidrio; Pearl podría activarlo si el hombre comenzaba a llorar. —Sé que la última podría parecer un poco pasada de la raya —dijo. —De mano, querrá decir —el hombre bromeó, sus labios se dibujaron para revelar unos dientes demasiado largos. Casi como de conejo. Pearl echó un vistazo a su lista para recordar su nombre: Melvin Waxler—. ¿Entiende? —él agitó su mano—. Pasado de mano. De mi mano. Pearl sonrió con amabilidad, pero el señor Waxler sólo tenía ojos para su dedo. Presionó su punta una vez más. —Una recomendación modesta —dijo Pearl—, en comparación con algunas otras que he visto. —Seguro, lo sé —dijo Waxler—. Mi vecino de abajo se sentó frente a tu máquina una vez. Ésta le dijo que dejara de tener contacto con su hermano —presionó otra vez su dedo—. Él y su hermano no discutían ni nada parecido. De hecho, tenían una buena relación, o eso decía mi vecino. De apoyo, fraternal —lo presionó—. Pero lo hizo. Cortó su relación. Dejó de hablar con él, punto —lo presionó—. Y funcionó. Él dice que es más feliz ahora. Dice que no tenía idea de que su hermano lo estaba haciendo infeliz. Su hermano gemelo. Idéntico incluso, si mal no recuerdo —cerró la mano en un puño—. Pero resultó que así era. Infeliz, eso es. Y la máquina lo sabía, también. —Las recomendaciones pueden parecer extrañas al principio —Pearl comenzó su discurso, memorizado del manual—, pero debemos tener presente que la máquina Apricity usa una métrica sofisticada, teniendo en cuenta factores de los que nosotros no somos conscientes. La prueba se confirma con los números. El sistema Apricity cuenta con una calificación de aprobación de casi cien por ciento: noventa y nueve punto noventa y siete por ciento. —¿Y el punto cero tres por ciento? —el dedo índice se levantó desde el puño de Waxler. No estaba dispuesto a quedarse abajo. 10

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—Aberraciones. Pearl se permitió echar un vistazo a la yema del dedo del señor Waxler, que no parecía diferente de las otras en su mano, pero era su propia aberración, según Apricity. Imaginó que la yema del dedo sobresalía de su mano como el corcho de una botella. Cuando Pearl volvió a mirar, descubrió que la mirada de Waxler había cambiado de su dedo a su rostro. Los dos compartieron esa leve sonrisa que se da entre extraños. —¿Sabes qué? —Waxler se inclinó y enderezó su dedo—. Nunca me ha gustado mucho. Este dedo, en particular. Se estrelló contra una puerta cuando era pequeño, y desde entonces… —sus labios se tensaron, revelando sus dientes otra vez, casi en una mueca. —¿Le duele? —No duele. Simplemente se siente… como si no perteneciera. Pearl tocó algunos comandos en su pantalla y leyó lo que ésta le regresó. —El procedimiento quirúrgico conlleva un riesgo mínimo de infección y cero riesgos de mortalidad. El tiempo de recuperación es insignificante, una semana cuando mucho. Y con una copia de su informe de Apricity… allí está, acabo de enviárselo, a Recursos Humanos y a su médico incluido en la lista… su empleador acordó cubrir todos los costos relevantes. Los labios de Waxler se curvaron hacia abajo. —Mmm… Entonces, no hay razón para no hacerlo. —No, no la hay. Se quedó pensando por un momento más. Pearl esperó, cuidando de mantener su expresión neutral hasta que él asintió con la cabeza para que siguieran adelante. Cuando lo hizo, ella oprimió el último comando en su pantalla y, con un pequeño estallido de satisfacción, tachó el nombre de su lista. Melvin Waxler. Hecho. —También recomendé que su cabina de trabajo sea reasignada al lado este del edificio —dijo—, cerca de una ventana. 11

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—Gracias. Eso será agradable. Pearl terminó con la última pregunta rápida, la que cerraría la sesión y la acercaría un poco más a su bonificación trimestral. —Señor Waxler, ¿diría usted que prevé que las recomendaciones de Apricity mejorarán su satisfacción general con la vida? —la frase provenía del manual de capacitación actualizado. Antes, la pregunta era: ¿Apricity lo hará más feliz?, pero el Departamento Legal había decidido que las palabras más feliz eran problemáticas. —Parece que podría —dijo Waxler—. La cosa de los dedos podría reducir mi velocidad de escritura en el teclado —se encogió de hombros—, pero hay más en la vida que la velocidad de escritura. —Entonces… ¿sí? —Seguro. Quiero decir, sí. —Maravilloso. Gracias por su tiempo. El señor Waxler se levantó para irse, pero luego, como golpeado por un impulso, se detuvo y se acercó a la Apricity 480, que estaba instalada en la mesa entre ellos. La semana pasada Pearl había sido provista del nuevo modelo: más elegante que la Apricity 470 y más pequeña también, del tamaño de una baraja de cartas. La máquina tenía bordes brillantes y una carcasa gris claro que reflejaba un brillo sutil, como el humo dentro de la bola de una adivina. La mano de Waxler se cernió sobre ella. —¿Puedo? —dijo. Ante el asentimiento de Pearl, tocó el borde de la Apricity con la punta del dedo, que ahora estaba programado para ser amputado: las confirmaciones de Recursos Humanos y del consultorio médico ya habían llegado a la pantalla de Pearl, y se llevaría a cabo en poco más de dos semanas. ¿Era imaginación de ella o el señor Waxler ya estaba un poco más alto, como si un yugo invisible hubiera sido levantado de sus hombros? ¿Estaba el rosa alrededor de sus ojos y nariz ahora acompañado por un saludable color en sus mejillas? 12

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Waxler se detuvo en la entrada. —¿Puedo preguntar una cosa más? —Por supuesto. —¿Tienen que ser mandarinas o cualquier otro cítrico hará lo mismo?

Pearl había trabajado como técnica de satisfacción para la oficina de la Corporación Apricity en San Francisco desde 2026. Nueve años. Mientras sus colegas saltaban a nuevos puestos de trabajo o nuevas empresas, Pearl se había quedado. A ella le gustaba quedarse. Así había vivido su existencia. Después de graduarse en la universidad, se había quedado en el primer lugar que la había contratado, trabajando como asistente ejecutiva nocturna para corredores comerciales en los mercados asiáticos. Después de tener a su hijo, se había quedado en casa hasta que éste comenzó a ir a la escuela. Después de casarse con su novio de la universidad, se había quedado como su esposa, hasta que Elliot tuvo una aventura y la dejó. Pearl estaba bien donde estaba, eso es todo. Le gustaba su trabajo, sentarse con los clientes que habían comprado uno de los Paquetes de Evaluación de Satisfacción de tres niveles de Apricity, tomar sus muestras y hablar con ellos acerca de los resultados. Su asignación actual era la típica. El cliente, la promisoria firma de mercadotecnia de San Francisco !Huzzah!, había comprado el Paquete Platinum de Apricity después de la muerte de una empleada, o como el jefe de Pearl había dicho: “Una Navidad muy infeliz y un último buenas noches para una”. Horas después de la fiesta, la redactora de !Huzzah! se había suicidado en la sala de espera de la oficina. El servicio de limpieza nocturna había encontrado a la pobre mujer, pero ya era demasiado tarde. La noticia de la muerte había circulado, por supuesto, tanto por su causa como por su ubicación. Los informes de enero de !Huzzah! señalaron una disminución en la productividad de los trabajadores, y el consiguiente 13

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aumento en las quejas a Recursos Humanos. Los informes de febrero fueron aún más sombríos, las primeras semanas de marzo ya eran desastrosos. Entonces !Huzzah! recurrió a la Corporación Apricity y, a través de ellos, a Pearl, quien fue a sus oficinas en SoMa a fin de crear un plan de satisfacción para cada uno de los cincuenta y cuatro empleados de la empresa. La felicidad es Apricity. Ése era el lema. Pearl se preguntó qué pensaría la redactora muerta al respecto. El proceso de evaluación de Apricity no era invasivo. El único elemento que la máquina necesitaba para formar sus recomendaciones era una muestra de células epiteliales del interior de la mejilla. Ésta era la primera tarea de Pearl en un trabajo, entregar y recuperar un hisopo de algodón, deslizar una pizca de la saliva capturada a través de un chip de la computadora y luego colocar el chip cargado en una ranura de la máquina. La Apricity 480 la tomaba de allí y entregaba un pormenorizado plan de satisfacción personalizado en cuestión de minutos. Pearl siempre se había maravillado de esto: ¡pensar que la solución a la felicidad de alguien permanecía junto a los residuos del bagel que se había comido en el desayuno! Pero era verdad. Ella misma se había sentado frente a Apricity y había sentido sus efectos. Sin embargo, durante la mayor parte de su vida, para Pearl la infelicidad sólo había sido una ligera emoción y no una pesada nube sobre su cabeza, co­ mo había escuchado a otros describirla; ciertamente, nada como la niebla de un depresivo, nada de ese mal clima. La infelicidad de Pearl se parecía más al humo de una vela apagada. Una vela de cumpleaños. Firme, incondicional, equilibrada: éstas eran las palabras que se le habían aplicado a ella desde su infancia. Y suponía que tenía justo el aspecto correspondiente: cabello oscuro recortado alrededor de sus orejas y cuello en forma de una limpia gorra para nadadora; rasgos agradables pero no demasiado bonitos; figura esbelta en la parte superior, 14

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y redonda en los muslos y la parte inferior, como una de esas muñecas inflables que se levantan después de tumbarla de un golpe. De hecho, Pearl había sido seleccionada para su trabajo como técnica de Apricity porque poseía, como su jefe lo había expresado, “un aura lanuda de satisfacción, como si tuvieras una manta sobre tu cabeza”. —Es raro que te preocupes. Nunca te desesperas —había dicho, mientras Pearl permanecía sentada frente a él y jalaba los puños de la chamarra que había comprado para la entrevista—. Tus lágrimas son extraídas del charco, no del océano. ¿Eres feliz ahora mismo? Lo eres, ¿cierto? —Estoy bien. —¡Estás bien! ¡Sí! —gritó él ante esta revelación—. Depositas tu felicidad en un almacén, no en una bolsa de monedas. ¡Se puede comprar barato! —¿Gracias? —Eres más que bienvenida. Mira, a esta pequeña le gustas —había señalado a la Apricity 320, que ocupaba una posición privilegiada en su escritorio—, y eso significa que también a mí me gustas. Esa entrevista había sido hacía nueve años y dieciséis modelos de Apricity. Desde entonces, Pearl había sufrido docenas más de las metáforas vagamente insultantes de su jefe y, lo que es más importante, había visto al sistema de Apricity probarse cientos, no, miles de veces. Mientras otras compañías tecnológicas se volvían obsoletas o se convertían en colosos capitalistas, la Corporación Apricity, guiada por su director y fundador, Bradley Skrull, se había mantenido fiel a su misión. La felicidad es Apricity. Sí, Pearl era una creyente. Sin embargo, ella no era tan ingenua como para esperar que todos los demás compartieran esa creencia. Si bien la siguiente cita de Pearl transcurrió casi tan bien como la del señor Waxler, y el hombre apenas parpadeó ante la recomendación de divorciarse de su esposa y contratar a una serie de profesionales del sexo acreditadas para satisfacer sus necesidades 15

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carnales, la cita posterior a ésa fue inesperadamente mala. Se trataba de una diseñadora web de mediana edad, y a pesar de que la recomendación de Apricity parecía menor —adoptar una práctica religiosa—, y aunque Pearl señaló que esto podría interpretarse como algo que iba desde el catolicismo hasta la wicca, la mujer salió furiosa de la sala, gritando que Pearl pretendía que se volviera débil de mente, y que esto encajaría bastante bien con los propósitos de su empleador, ¿no era así? Pearl envió una solicitud a Recursos Humanos para programar una cita de seguimiento a realizarse el día siguiente. Por lo general, estas situaciones se corregían solas después de que la persona tenía un tiempo para considerarlo. A veces, Apricity confrontaba a la gente con su yo secreto y, como Pearl había tratado de explicarle a la mujer que gritaba, una reacción tan apasionada, aunque negativa, era seguramente una señal de ello. Aun así, Pearl llegó a casa desanimada —la metafórica manta sobre su cabeza se sentía un poco deshilachada— para encontrar su departamento vacío. Sorprendente e increíblemente vacío. Hizo un recorrido por las habitaciones dos veces antes de reconocer que Rhett, por primera vez desde que había regresado de la clínica, había abandonado la casa por su propia voluntad. Un escalofrío la recorrió y se congregó, zumbando, debajo de cada una de sus uñas. Ella buscó su pantalla, la sacó de las profundidades de su bolsillo y la desplegó. —Acabo de llegar a casa —habló en ella. Bn, llegó la eventual respuesta. —No estás aquí —dijo ella, aun cuando lo que quería decir era: ¿Dónde diablos estás? Akb dbrs y salí, respondió él. —Llega a casa a tiempo para la cena. La alerta de que su mensaje había sido enviado y recibido sonó como si su pantalla hubiera emitido un profundo suspiro mecánico. Su departamento se encontraba en las avenidas exteriores del distrito de Richmond de la ciudad. Podías llegar caminando 16

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hasta el océano e incluso ver una esquina de éste, gris y revuelto, si presionabas tu mejilla contra la ventana del baño y mirabas a la izquierda. Pearl se imaginó a Rhett solo en la playa, caminando hacia las olas. Pero no, ella no debería pensar de esa manera. La ausencia de Rhett en el departamento era algo bueno. Era posible, ¿cierto?, que hubiera salido con amigos de su vieja escuela. Tal vez alguno de ellos se había acordado de él y había decidido llamarlo. Quizá Josiah, que parecía ser el mejor del grupo. Había sido el último de ellos en dejar de visitarlo, le había escrito a Rhett a la clínica, y una vez había señalado uno de los moretones oscuros que habían cubierto los miembros de Rhett y había dicho ¡Auch! tan triste y dulcemente que era como si el moretón hubiera estado en su propio brazo, con la sangre acumulada debajo de la superficie de su propia piel sin marcas. Pearl lo dijo ahora, en voz alta, en su departamento vacío. —Auch. Decir la palabra no trajo dolor. Para pasar el tiempo hasta que llegara la hora de la cena, Pearl sacó su último kit de modelado. Los kits habían aparecido en su plan de satisfacción de Apricity. Estaba a punto de terminar el último, un trilobite del periodo Devónico. Encajó las últimas placas del esqueleto y usó un pequeño destornillador para girar los tornillos más pequeños ocultos debajo de cada hueso sintético. Una vez que terminó, cepilló un material curtido granuloso con una delgada capa de pegamento y ajustó la tela perfectamente sobre el exoesqueleto. Hizo una pausa y evaluó. Sí. El trilobite estaba quedando muy bien. Cuando se trataba de sus modelos, Pearl no escatimaba ni se apresuraba. Había ordenado kits de la más alta calidad; las piezas duras eran producidas con exactitud por una impresora 3D, y las blandas eran cultivadas en una mezcla de ADN ingeniosamente procesado. Una vez más, Apricity había tenido una evaluación atinada. Pearl se sentía lo suficientemente 17

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cerca de la felicidad en el momento en que abría el celofán de un nuevo kit e inhalaba el penetrante olor de su artificio. Antes del trilobite, había hecho una Protea cynaroides, nombre común de la protea rey, el modelo de una planta que, como Rhett señaló rápidamente, en realidad no estaba extinta. Ella podría haber cultivado una verdadera protea rey en la ventana de la cocina, que recibía la débil luz del callejón. Pero Pearl no quería una protea rey verdadera o, más bien, no quería cultivar una protea rey. Ella quería construir la planta pieza por pieza. Quería darle forma con sus propias manos. Quería sentir algo grandioso y bíblico: ¿Ves lo que he forjado? La protea rey había florecido entre los dinosaurios. ¡Piénsalo! Esta flor aplastada bajo sus ancestrales pies. El Sistema de Gestión del Hogar interrumpió la concentración de Pearl, cuando sus suaves tonos de bibliotecario la alertaron de que Rhett acababa de entrar en la recepción. Pearl recogió sus materiales de modelado —los pinceles en miniatura, las pinzas con extremos tan finos como los pelos que colocaban y las botellas ámbar de goma laca y de pegamento—, para que todo estuviera guardado antes de que Rhett llegara a la puerta del departamento. No quería que él la atrapara entretenida con su pasatiempo porque sabía que entonces sonreiría con burla y la provocaría. ¿Doctora Frankenstein?, anunciaría en ese tono plano que, curiosamente, parecía salir a través de un altavoz, aunque no lo estuviera imitando. Localizando a la doctora Frankenstein. Monstruo en estado crítico. ¡Monstruo en código azul! ¡Código azul! ¡Urgencia! Y aunque las burlas de Rhett no la molestaban, tampoco creía que fuera especialmente bueno para él tener oportunidades de actuar de manera desagradable. Él no necesitaba oportunidades, como fuera. Su hijo era todo un emprendedor cuando se trataba de cosas desagradables. No, ella no había pensado eso. Se escuchó la puerta principal y un momento después, allí estaba Rhett, cada uno de sus preciosos cuarenta y tres kilos de su ser de dieciséis años. Había estado haciendo frío afuera, 18

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y ella podía oler el aire de primavera que salía de él, metálico, galvanizado. Pearl buscó algún rubor en sus mejillas, como el que había visto en el rostro del señor Waxler, pero la piel de Rhett permanecía pálida; sus pómulos visibles eran una dura verdad. ¿Estaba perdiendo peso de nuevo? No lo preguntaría. Después de todo, Rhett había llegado a la cocina sin que ella se lo pidiera, presumiblemente para saludar. No lo molestaría averiguando en dónde había estado ni formularía la peor pregunta de todas para la mente de Rhett, en dos palabras: ¿Tienes hambre? En su lugar, Pearl sacó una silla y su prudencia fue recompensada cuando Rhett se sentó con una agresiva inclinación de cabeza, como si reconociera que ella había anotado un punto sobre él. Se quitó la gorra tejida y su cabello quedó esponjado. Pearl resistió el impulso de cepillarlo con la mano, no porque necesitara que estuviera ordenado, sino porque deseaba tocarlo. ¡Oh, cómo se estremecería su hijo si ella se acercara a su cabeza! Se levantó para buscar en los armarios. —Tuve un día horrible —dijo. No era verdad. Había sido, en el peor de los casos, un poco agotador, pero Rhett parecía aliviado cuando Pearl se quejaba del trabajo, ansioso por conocer la secreta extrañeza de la gente que Apricity evaluaba. La empresa tenía una estricta política de confidencialidad con respecto a sus clientes, autoría del mismo Bradley Skrull. Así que técnicamente, por contrato, se suponía que Pearl no debía hablar sobre sus sesiones en Apricity fuera de la oficina, y lo cierto era que muchas de ellas no resultaban una conversación apropiada para un adolescente y su madre. Sin embargo, Pearl había descartado todas esas objeciones al momento en que se había dado cuenta de que la tristeza de otras personas era un bálsamo para la poderosa e inexplicable miseria de su hijo. De manera que le contó a Rhett sobre el hombre que, ese mismo día, se había mantenido imperturbable ante la sugerencia de que cambiara a su esposa 19

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por prostitutas, y le contó acerca de la mujer que le había gritado por la simple sugerencia de explorar una religión. Sin embargo, no le dijo nada sobre el dedo amputado del señor Waxler, preocupada de que Rhett aceptara la idea de cortarse partes de sí mismo. Un dedo pesaba… ¿cuánto?, ¿unos cuantos gramos por lo menos? Rhett sonrió cuando Pearl dejó al descubierto a los oficinistas, una sonrisa burlona, ​​su única sonrisa. Cuando era pequeño, rebosaba con frecuencia de una generosa alegría, y la luz brillaba a través de los espacios entre sus dientes de bebé. No. Eso era una exageración. Pero así le había parecido a Pearl, el brillo de su sonrisa de niño pequeño. “Mafá”, solía llamarla, y cuando ella señalaba hacia su propio pecho y corregía: “¿Mamá?”, él repetía: “Mafá”. Había llamado a Elliot con el típico “papá” con la suficiente rapidez, pero el “mafá” para Pearl se había quedado. Y ella pensó alegre, tontamente, que el amor de su hijo por ella era tan poderoso que había sentido la necesidad de crear una palabra completamente nueva para expresarlo. Pearl se puso a preparar la cena de Rhett, midió el terroso polvo de proteína y lo mezcló en un espeso batido nutricional. Lodo, les decía Rhett a los batidos. Aun así, se los bebía según lo prometido, tres veces al día, un acuerdo hecho con los médicos de la clínica; su salida había dependido de éste y otros acuerdos: no ejercicio excesivo, no diuréticos, no vómitos inducidos. —Supongo que tengo que aceptar que la gente no siempre hará lo que es mejor para ella —dijo Pearl, refiriéndose a la mujer que le había gritado y se dio cuenta, mientras preparaba el batido frente a su hijo, de que el comentario podría ser interpretado como dirigido hacia él. Si Rhett sintió un pinchazo, no reaccionó, sólo se inclinó hacia delante y tomó un pequeño sorbo de su lodo. Pearl había probado el batido nutricional una vez, sabía pastoso y falsamente dulce, una pasta de sacarina. ¿Cómo era posible que él hubiera elegido subsistir con esto? Pearl había intentado 20

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seducir a Rhett con bellos alimentos comprados en los mercados de granjeros del centro y las panaderías locales de la esquina; había amontonado los presentes en un exhibidor sobre el mostrador de la cocina: enormes uvas como joyas, espesa leche orgánica de vaca, croissants crujientes con mantequilla. Rhett los había mirado como si fueran el verdadero lodo. Muchas veces, Pearl luchó contra el impulso de decirle a su hijo que cuando ella tenía su edad, esta “enfermedad” era la aflicción de las adolescentes que leían demasiadas revistas de moda. ¿Por qué?, ella quería gritar. ¿Por qué él insistía en hacer esto? Era un misterio sin solución, porque incluso después de soportar horas de terapia tradicional, Rhett se rehusaba a sentarse frente a Apricity. Ella le había pedido que lo hiciera sólo una vez, y el asunto había terminado en una pelea terrible, la peor de todas. —¿Quieres meter algo a la fuerza dentro de mí otra vez? —había gritado él. Se estaba refiriendo a la sonda de alimentación, esa que, como le gustaba recordarle en sus peores momentos, ella había permitido que el hospital usara con él. Y había sido en verdad horrible cuando lo hicieron, cuando los delgados brazos de Rhett golpearon frenética y débilmente a las enfermeras para evitarlo. Al final, tuvieron que sedarlo para lograrlo. Pearl se había quedado en la esquina de la habitación, impotente, mientras seguía los discos negros de las pupilas de su hijo hasta que se ocultaron bajo sus párpados. Después, Pearl había llamado a su propia madre y llorado al teléfono como una niña. —¿Meter algo a la fuerza? —preguntó ella—. Vamos, ni siquiera es una aguja. Es un hisopo de algodón contra tu mejilla. —Es una invasión. Sabes cuál es la palabra para eso, ¿cierto? Poner algo dentro de alguien en contra de su voluntad. —Rhett —suspiró ella, aunque su corazón estaba martilleando—, esto no es una violación. —Llámalo como quieras, pero no lo quiero. No quiero tu estúpida máquina. 21

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—Está bien. No tienes que hacerlo. A pesar de que había ganado la discusión, Rhett había cerrado después su boca contra toda comida y contra todas las pláticas. Una semana más tarde había vuelto a la clínica, su segunda estancia allí. —¿Escuela? —le preguntó ahora. Ella preparó su propia cena y comenzó a comerla: un pequeño cuenco de pasta, aderezado con aceite, mozzarella, tomate y sal. Cualquier cosa demasiado rica o picante en su plato y las fosas nasales de Rhett se ensanchaban y su labio superior se curvaba por la repulsión, como si ella hubiera venido a la mesa vestida con un negligé. Así que ella comía cosas simples frente a él, inofensivas. La dieta ascética la había hecho perder peso. El jefe de Pearl había comentado que últimamente se veía bien, “como uno de esos caballos flacos. ¿Cómo se llaman? Los que corren. Los que están en los huesos”. Bueno. Pearl perdería peso si Rhett lo ganaba. Un pacto tácito. Un equilibrio. Algunas veces, Pearl recordaba cuando había estado embarazada, cuando había sido su cuerpo el que alimentaba a su hijo. Se lo había dicho a Rhett una vez, en un momento de debilidad: Cuando estuve embarazada, mi cuerpo te alimentaba, y con este comentario él pareció asquearse más que nunca. Pero esta noche, Rhett parecía tolerar algunas cosas: su batido nutritivo, su pasta, su presencia. De hecho, estaba casi animado, contándole acerca de una cultura ancestral que estaba estudiando para su clase de antropología. Rhett tomaba sus clases en línea. Había comenzado cuando estaba en la clínica y continuó después de que había regresado a su hogar, sin volver nunca a su escuela secundaria privada, bastante bonita y cara, pagada por, valía la pena señalar, la Corporación Apricity que él desdeñaba. En estos días, rara vez dejaba el departamento. —Estas personas perforaban agujeros en sus cráneos, los golpeaban con cinceles —había fascinación en la voz plana de Rhett, un altavoz que anunciaba las maravillas del mundo—. 22

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La piel vuelve a crecer por encima y vives así, con un hoyo o dos en tu cabeza. Creían que eso hacía que fuera más fácil para los dioses entrar. ¡Hey! —bajó el vaso, empañado con los restos de su licuado—, tal vez deberías sugerirle esa religión a la mujer enojada. ¡Golpea un agujero en su cabeza! Tendrás que llevar tu cincel a trabajar mañana. —Buena idea. Esta noche voy a afilar la punta. —De ninguna manera —sonrió él—, déjala sin filo. Pearl sabía que debía haberse sorprendido porque la sonrisa de Rhett se apagó, y por un momento pareció casi desconcertado, perdido. Pearl se echó a reír, pero ya era demasiado tarde. Rhett empujó su vaso hacia el centro de la mesa y se levantó. —Buenas noches —murmuró. Unos segundos más tarde llegó el chasquido decisivo de la puerta de su dormitorio. Pearl se sentó por un momento antes de levantarse y limpiar la mesa; dejó el vaso hasta el final, dado que requería una lavada más profunda.

Pearl esperó hasta una hora después de que el SGH hizo notar que la luz de Rhett se había apagado antes de entrar furtivamente en su habitación. Abrió la puerta del armario y encontró los jeans y la chamarra que había usado ese día pulcramente doblados en la repisa, un comportamiento envidiable en el chico si no se hubiera tratado de otra rareza, algo que los adolescentes simplemente no hacen. Pearl buscó en los bolsillos de la ropa un boleto de Muni, un recibo de la tienda, algún desecho que le dijera en dónde había estado su hijo esa tarde. Ya le había llamado a Elliot para preguntarle si Rhett había estado con él, pero Elliot estaba fuera de la ciudad, ayudando a un amigo a montar una instalación en alguna galería (¿Minnea­ polis? ¿Minnetonka? Minne-algo), y él le había dicho que Valeria, su ahora esposa, definitivamente habría mencionado si Rhett hubiera pasado por su casa. 23

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—Todavía está bebiendo sus batidos, ¿no es así, paloma? —había preguntado Elliot, y cuando Pearl había afirmado que sí, que Rhett seguía bebiendo sus batidos, él añadió—: Entonces permite que el chico tenga sus secretos, siempre y cuando no se trate de secretos de comida, eso es lo que yo creo. Pero, oye, programaré algo con él cuando regrese, la próxima semana. Fisgonea un poco. ¿Y me llamas de nuevo si hay algo más? Sabes que quiero que lo hagas, ¿verdad, paloma? Ella había dicho que lo sabía, que lo haría, había dicho buenas noches; no había dicho nada, nunca había dicho nada, sobre el uso del apelativo cariñoso que él aplicaba perpetua y libérrimamente, incluso frente a Valeria. Paloma. No le dolía a Pearl, no mucho. Sabía que Elliot necesitaba sus amaneramientos. Desde que se habían conocido, en la universidad, Elliot y su cohorte habían estado corriendo de un lado para otro, desvaneciéndose y sollozando, apuñalándose por la espalda y generándose catástrofes, todo este drama supuestamente necesario para que pudiera ser regurgitado en arte. Pearl siempre había sospechado que los amigos artistas de Elliot la encontraban a ella y a sus estudios generales de universidad como algo aburrido, pero eso estaba bien porque ella los encontraba tontos. Y ellos lo seguían haciendo, además: amoríos y alianzas, rencillas y rencores mantenidos desde hacía mucho tiempo, era sólo que ahora eran mayores, lo que significaba que seguían corriendo precipitadamente por ahí con sus pequeñas barrigas balanceándose al frente. Los bolsillos de los jeans de Rhett estaban vacíos, y también el pequeño cesto de basura debajo de su escritorio. Su pantalla, desplegada y colocada en su soporte sobre el escritorio, estaba bloqueada con huellas dactilares, por lo que no podía verificar nada. Pearl se encontraba al lado de la cama de su hijo, en la oscuridad, y esperaba, como lo había hecho cuando era un bebé, con los pechos llenos y doloridos por la leche al verlo. Y así se había parado de nuevo en estos dos últimos 24

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años difíciles, su pecho todavía dolía pero ahora estaba vacío, hasta que estaba segura de haber visto la subida y la bajada de su aliento por debajo de la manta. Después de la primera visita de Rhett a la clínica, cuando el tratamiento no había funcionado, lo habían llevado a otro lugar que Elliot había encontrado, una casa victoriana reformada cerca del Presidio, donde un equipo de mujeres mayores trataba a los que se mataban de hambre solos abrazándolos. Simplemente abrazándolos por horas. “¿Un abrazo?”, se había burlado Rhett cuando le habían dicho lo que debía hacer. En ese punto, sin embargo, se encontraba demasiado débil para resistirse, demasiado débil para sentarse derecho sin ayuda. El “tratamiento” era privado, no se les permitía a los padres observar, pero Pearl había conocido a la mujer, Una, que había sido asignada a Rhett. Sus brazos eran regordetes y arrugados, con una fina malla de líneas en el codo y la muñeca, como si usara arrugas como brazaletes, como mangas. Pearl mantuvo su cortesía frente a ella como una pantalla para ocultar el repentino odio que la atenazaba. Odiaba a esa mujer, odiaba sus brazos flácidos y capaces. Pearl se había sentado aquí, en este departamento, imaginando a Una, a sólo veintidós cuadras de distancia, sosteniendo a su hijo, proporcionando lo que Pearl debería haber podido dar y de alguna manera no había podido. Una vez que Rhett recuperó dos kilos, Pearl había convencido a Elliot de que deberían regresarlo a la clínica. Allí había perdido los dos kilos que había ganado y luego uno más, y aunque Elliot seguía sugiriendo que lo llevaran a la casa victoriana otra vez, Pearl se mantuvo firme en su negativa. —¿Con esas chifladas? —le dijo a Elliot, fingiendo que ésta era su objeción—. ¿Esas hippies? No. No, se repitió a sí misma. Haría cualquier cosa por Rhett, había hecho cualquier cosa, pero la idea de Una acunando a su hijo, mirándolo suavemente, era algo que ella no podía soportar. Pearl mantendría a Una en reserva, como un último recurso. Después de dejar la casa victoriana, Rhett había estado 25

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de nuevo en el hospital y luego pasó lo del terrible tubo de alimentación. Pero había funcionado, finalmente había funcionado. Pearl había padecido la recuperación de su hijo gramo por gramo. ¿Era allí donde Rhett había estado esta tarde? ¿Había ido a ver a Una? ¿Había necesitado sus brazos? Un cambio sutil en las mantas mientras se elevaba el pecho de Rhett hizo que Pearl saliera de la habitación. Si volviera a sentarse para Apricity, se preguntaba si habría un nuevo elemento en su plan de satisfacción: mirar a su hijo respirar. Sin embargo, a decir verdad, esta práctica no la hacía tan feliz, sólo evitaba una ola de desesperación.

A la mañana siguiente, la diseñadora web llegó tarde a su cita de seguimiento. Cuando por fin llegó, entró enfurruñada, lo que confundió más a Pearl que la indignación del día anterior. Pero una vez que la mujer se sentó y desenrolló una larga bufanda roja de su cuello, lo primero que hizo fue disculparse. —Quizá no vas a creer esto —dijo—, pero odio cuando la gente grita. No soy de las que levantan la voz. La mujer, Annette Flatte, presentó su disculpa de una manera práctica, sin autocompasión ni mezclas de culpa. Vestía el mismo atuendo que el día anterior, una playera blanca y pantalones grises ajustados. Pearl imaginó el vestidor de la señora Flatte: lleno de atuendos idénticos, en donde la moda era una distracción innecesaria. —¿Te contaron lo que pasó después de la fiesta de Navidad? —dijo la señora Flatte—, ¿por qué te trajeron aquí? Pearl hizo un cálculo rápido y decidió que la señora Flatte no sería el tipo de persona que consideraría la ignorancia fingida como una forma de cortesía. —¿Sobre su compañera de trabajo que se suicidó? Sí, ellos me lo dijeron desde un principio. ¿Usted la conocía? —No en realidad. Redacción, diseño, son dos pisos diferentes —la señora Flatte abrió la boca, luego la cerró de nuevo, 26

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reconsiderando. Pearl esperó—. Algunos de ellos están bromeando al respecto —dijo finalmente. Pearl ya era consciente de eso. Dos empleados habían hecho la misma broma durante sus sesiones con ella: Supongo que Santa no le trajo lo que ella quería. —Es de mal gusto —la señora Flatte negó con la cabeza—. No. Es cruel. —La infelicidad engendra crueldad —Pearl repitió con diligencia una de las líneas del manual de Apricity—. De la misma manera que la crueldad engendra infelicidad —buscó algo más que decir, algo que no estuviera en el manual, algo propio, pero el paisaje estaba arrasado, estéril. No había nada allí. ¿Por qué no había nada allí?—. Están asustados —dijo por fin. —¿Asustados? —la señora Flatte resopló—. ¿De qué? ¿De su fantasma? —De que algún día puedan sentirse así de tristes. La señora Flatte miró la bufanda en su regazo y peinó su fleco. Cuando habló, fue como una avalancha: —Ella escribió algo para mí una vez, una pequeña línea, poesía, de hecho. La dejó en mi escritorio en mi primera semana aquí. —¿Qué decía? La señora Flatte se inclinó hacia la bolsa que estaba a sus pies. Pearl podía ver los huesos de su cráneo a través del cabello corto, podía ver la curva y la hendidura donde se unían la espina dorsal y el cráneo. Imaginó que unía estas piezas girando pequeños tornillos. La señora Flatte se incorporó con una cartera, y del compartimento de monedas sacó un trozo de papel. Pearl tomó la hoja cuidadosamente entre dos dedos. Estaba impresa con una fuente de computadora diseñada para imitar una cursiva apresurada. Harás un viaje largo y serás muy feliz, aunque sola. —Lo busqué —dijo la señora Flatte—. Es de un viejo poema llamado “Lines for the Fortune Cookies”. ¿Y lo ves? ¿Acaso no parece uno de esos papelitos que vienen dentro de las 27

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galletas? Al parecer, lo hizo para cada uno en su primera semana, eligió un verso diferente de un poema distinto. Para darles la bienvenida. ¿Nadie más te contó que ella había hecho esto? —Nadie me lo dijo. La señora Flatte presionó sus labios. —La verdad es que tú tenías razón —dijo—. O tu máquina, como sea. Sí necesito algo —se posó pesadamente en la última palabra—. No sé nada sobre religión, fui educada para desconfiar de ella. Pero… hay algo. Esta mañana… —se detuvo. —¿Esta mañana? —la animó Pearl. —El autobús me lleva al parque Golden Gate, y siempre hay gente mayor en el jardín haciendo tai chi. Hoy salí y los observé por un rato. Por eso llegué tarde a mi cita contigo. ¿Tú crees…?, ¿podría ser eso? Para mí, quiero decir… ¿Crees que eso es lo que la máquina podría haber querido decir? Pearl fingió considerar la pregunta, aunque ya sabía que entregaría la respuesta estándar. —Intente y averígüelo. Con Apricity no hay lo correcto o lo incorrecto. Tan sólo se trata de lo que funcione para usted. La señora Flatte sonrió repentina y ampliamente, y todo su rostro se transformó gracias a eso. —¿Te lo puedes imaginar? —ella rio—. Todos esos viejos chinos… ¿y yo? Le agradeció a Pearl y se disculpó una vez más por su arrebato del día anterior, antes de inclinarse para recoger y volver a enrollar su larga bufanda roja. —Señora Flatte —dijo Pearl mientras la mujer se ponía en pie para irse—, sólo una cosa más. —¿Sí? —¿Diría usted que prevé que las recomendaciones de Apricity mejorarán su satisfacción general con la vida? —¿Qué es eso? —¿Será usted más feliz? —preguntó Pearl—. ¿Será… feliz? La señora Flatte parpadeó, como sorprendida por la pregunta; luego asintió una vez, con brusquedad, pero segura. 28

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—Creo que sí. Pearl se sorprendió de sentir un brote de… ¿era decepción? Observó la suave nuca del cuello de la señora Flatte en tanto la mujer salía de la sala de conferencias, y sintió un repentino y feroz deseo de que se diera media vuelta y, como lo había hecho el día anterior, comenzara a gritar.

Cuando Pearl regresó a casa, se preguntó si volvería a encontrar el departamento vacío. Pero no, allí estaba Rhett, en su habitación con la computadora, haciendo las tareas escolares, tal como se suponía que debía estar. —Hey —dijo sin voltear. Pearl estaba tan concentrada en los delicados ángulos de sus hombros encorvados que tardó un momento en descubrir al trilobite a medio terminar acomodado sobre su escritorio. —¿Está bien que lo haya tomado? —él se volvió y siguió su mirada. —Por supuesto, pero no está terminado todavía. Aún necesita algunos detalles: antenas, patas, el recubrimiento de goma laca —luego añadió, guiada por un impulso—, podrías ayudarme a terminarlo. —Sí, tal vez —ya le estaba dando la espalda otra vez. —¿Este fin de semana? —Podría ser. Pearl se demoró. Deseó poder partir ahora, con esta nota prometedora, pero tenían que hacer algo antes de que Rhett comiera (bebiera) su cena. —¿Rhett? Es día de control de peso. —Sí, lo sé —dijo sin ninguna entonación—. Sólo déjame terminar mi párrafo. Se encontró con ella, minutos después, en el baño. Se quitó la sudadera y la puso en la mano extendida que ya la estaba esperando. —Bolsillos —dijo ella. 29

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Él le echó una mirada pero cedió sin hacer ningún comentario: los volvió de dentro hacia fuera. Había sido su truco en el pasado cargar sus bolsillos con objetos pesados. Cuando Pearl asintió, Rhett se subió a la báscula. Ella no era alta, pero él era más alto que ella ahora, más aun cuando se paraba en la báscula. Más alto, pero pesaba menos que ella, y ella no era una mujer grande. Rhett miró al frente para dejar que Pearl viera el número sola. Ella sintió ese número. Más alto o más bajo, lo sentía todas las semanas, como si afectara su cuerpo a la inversa, aligerándola o cargándola con su peso. —Perdiste casi un kilo. Él bajó de la báscula sin hacer ningún comentario. —Eso no es bueno, Rhett. —Es pasajero. —No es bueno. —Tú me has visto. Estoy bebiendo mis batidos. —¿Dónde estabas ayer? Cerró la boca lentamente, en un desafío. —En ninguna parte que tenga relación con ese número. —Mira. Soy tu madre… —Y lo siento por eso. —¿Lo sientes? No lo sientas. Sólo quiero que tú… —se detuvo. ¿Qué estaba diciendo? Ella sólo quería que él ¿qué? Sonaba como si estuviera leyendo algún tipo de guion—. Te pesaremos un día más. El sábado. Si sólo es pasajero, volverá a la normalidad entonces. —Está bien. —Si no es así, llamaremos al doctor Singh y ajustaremos la receta de tu batido. Él puede querer que vayamos. —Ya te dije que está bien.

La cena transcurrió en silencio, salvo por el sonido deliberado de Rhett al sorber su batido. Pearl se consoló al pensar que esto era exactamente lo que hacían los adolescentes: actuaban 30

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con toda la intención de ser desagradables para vengarse por haber sido regañados. Después de la cena, ella sacó un nuevo kit de modelado, una especie particular de avispa. Comenzó a retorcer los filamentos de alambre con sus pinzas para armarla. Como de costumbre, Rhett había desaparecido en su habitación inmediatamente después de la cena. Debía estudiar para un examen, había dicho. Pearl estaba perdida en su trabajo con la avispa, y sólo reaccionó cuando escuchó un arañazo en la mesa para encontrar que Rhett se encontraba allí, regresando el trilobite. Estaba parado, como si esperara algo, con su mano todavía en el modelo. Ella no podía leer su expresión. —Está bien si lo guardas en tu habitación —dijo—. Quiero decir, me gustaría que lo tuvieras tú. —¿Pero no necesitas terminarlo? Tú lo dijiste… En un impulso, ella extendió la mano y agarró su muñeca. ¡Estaba tan delgado! No lo podías saber en verdad hasta que lo tocabas. Podría haberla enmarcado entre su dedo pulgar y el índice con facilidad. Todavía tenía un poco de vello en su piel, ese pelillo sedoso y traslúcido que había crecido sobre su cuerpo para mantenerlo caliente cuando él había estado en su delgadez más extrema. Lanugo, lo llamaban los doctores. Ambos miraron fijamente su mano en la muñeca de Rhett. Sabía que tal vez estaba horrorizado; él odiaba ser tocado, sobre todo por ella. Pero no pudo obligarse a soltarlo. Ella acarició el vello con su dedo. —Es suave —murmuró. Él no habló, pero tampoco se apartó. —Desearía poder replicarlo en uno de mis modelos —había hablado sin pensar, y terminó por decir algo extraño y horrible. Pero Rhett se quedó y dejó que acariciara su muñeca por un momento más. Luego, algo más: llevó su muñeca para tocar —improbablemente— la mejilla de Pearl antes de liberarse. —Buenas noches —dijo él, y ella pensó que lo había escuchado añadir—: mafá —y entonces ya se había ido; de nuevo, 31

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el sonido de la puerta de su habitación. Pearl miró el trilobite sin terminar, lo imaginó nadando a través de los océanos oscuros sin el beneficio de sus antenas para guiarlo, una pequeña concha compacta, apagada y ciega. Seguramente él no había dicho “mafá”. Pearl se quedó despierta hasta tarde otra vez, fingiendo que trabajaba en la avispa, aunque en realidad lo que hacía eran giros no guiados en el cable, para terminar con una criatura improbable, una que nunca había existido, que nunca podría existir: la evolución nunca lo permitiría. Imaginó que la criatura existía de cualquier manera, la imaginó cubierta de vello, de plumas, de escamas, de cilios que reaccionaban ante la más mínima sensación. Cuando la luz de la habitación de Rhett se apagó por fin, ella se adentró por el pasillo y sacó un hisopo de algodón de su bolso. Rhett dormía de espaldas con los labios ligeramente separados, un efecto de la pastilla para dormir que ella había aplastado en su batido cuando preparaba su cena. Fue fácil deslizar el hisopo en su boca y pasarlo por su mejilla sin causar un murmullo o agitación. Este acto, que Rhett y la compañía, ambos, considerarían una violación, había resultado más fácil de lo que debería haber sido. La Apricity 480 se encontraba en la mesa de la cocina, pequeña y cómplice. Pearl se acercó con el bastoncillo de algodón en su mano. Desenvolvió un nuevo chip, el pequeño trozo de plástico que entregaría el ADN de su hijo a la máquina. Harás un viaje largo y serás muy feliz, aunque sola. Cargó el chip, lo introdujo en el puerto y tocó el comando. La Apricity emitió un leve zumbido mientras reunía y tabulaba sus datos. Pearl se inclinó hacia delante. Desplegó su pantalla y miró en su superficie en blanco, buscando su respuesta allí, ahora, en este último momento antes de que comenzara a brillar.

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