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MANUAL PARA VOTANTES Primerizos o expertos (Hastiados o esperanzados)

FABRIZIO MEJĂ?A MADRID Ilustraciones

HELGUERA

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Este ensayo retoma elementos que han sido objeto de publicaciones anteriores, sobre todo en la revista Proceso, pero que aquí han sido reelaborados y estructurados para que funcionen como un todo.

MANUAL PARA VOTANTES Primerizos o expertos (Hastiados o esperanzados) © 2017, Fabrizio Mejía Madrid © 2017, Antonio Helguera (por las ilustraciones) Ilustración de portada: Antonio Helguera D.R. © 2018, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec, C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de Mexico Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2018 ISBN: 978-607-527-474-4 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico

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Índice

En la fila, 9 Así que esto es votar, 11 ¿Para qué voto?, 17 Los políticos, 25 La boleta neoliberal, 33 La boleta populista, 45 La izquierderecha, 61 La boleta priista, 75 Independientes, ¿de parte de quién?, 83 Ante la boleta, 95 El Instituto, 97 ¿Desde dónde votar?, 111 Los medios, 131 Los gringos, 149 Yo, ¿ciudadano? Las cuitas de la sociedad civil, 157

Saliéndome de mis casillas, 169

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Así que esto es votar

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stoy parado haciendo fila. Es la no-actividad más optimista porque, si se olvidan los retrasos, uno siempre avanza y, al final, obtendrá su recompensa. Pero, mientras me ejercito en las actividades propias del que se forma en una cola —revisar varias veces el entorno y lo que quiera que uno traiga en las manos—, doy con una obviedad. A diferencia de colocarse en cualquier otra fila, en una para votar no hay recompensa fáctica, material. Saldrás de ella con algo, pero ¿qué será? Mi abuelo, que trabajó en los años cuarenta como capataz de una fábrica de muebles cuyo nombre era patriótico —dm Nacional— consideraba ir a votar no como un derecho sino como una obligación, un acto cívico, un saludar a la bandera de los lunes, pero para adultos y en domingo de ley seca. También hay que decir que consideraba votar por el pri un deber y que su argumento más sólido —viniendo de él, que, como veremos, había sido henriquista— era éste: —Son los que de todos modos ganan. Así que crecí en el entendido ancestral de que las elecciones eran sólo un refrendo para que las cosas no cambiaran. —Siempre se puede perder más que unas simples votaciones —concluía mi abuelo, apurando el ilegal tequila del domingo electoral. 11

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Había en su reparo la memoria del fraude electoral de Miguel Alemán que favoreció a su sucesor designado, Adolfo Ruiz Cortines, en 1952. A sus 34 años, mi abuelo apoyó en mítines a Miguel Henríquez Guzmán, porque, según él mismo contaba, podría deshacer lo que Alemán había hecho —sobre todo, robar— y restaurar “lo que hizo el general Lázaro Cárdenas”. Desde entonces, hay elecciones que se presentan como reparaciones de los errores del presente, de sus abominaciones, como restauración de alguna idea de justicia. A Henríquez Guzmán sólo le reconocieron 15 por ciento de la votación y hubo un movimiento en todo el país para protestar. Mi abuelo asistió a un mitin en el Zócalo de la capital y vio por primera vez los caballos de la represión, los macanazos, los gases. El descontento con el resultado electoral fue finalmente reprimido por la policía y el ejército. Henríquez se retiró de la política y murió justo veinte años después de aquella elección. A esa desazón se referían los escrúpulos de mi abuelo. Sus hijos vivirían la represión del presidente Díaz Ordaz contra el movimiento estudiantil de 1968. Lo que se podía perder, además de una contienda, era la vida. Lo que hablaba no era una opinión, sino la experiencia de los garrotazos. Pero ¿para qué votamos? En el país del Partido Único, el presidente en turno designaba a su sucesor y todos los ciudadanos pasaban a confirmar con votos su decisión. Había votantes pero no electores. Si algún candidato distinto obtenía siquiera un respaldo que no fuera ridículo, terminaba exiliado —como Henríquez Guzmán— o dedicando el resto de sus días a denunciar el fraude en su contra. Las elecciones, como peleas de gallos arregladas, necesitaban de esa boleta depositada en la urna para autorizar el triunfo dado de antemano. 12

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Ocurre que la primera vez que voté las cosas no fueron profundamente distintas: Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato no designado por el presidente De la Madrid, ganó la elección en 1988, pero sus boletas aparecieron por los caminos de México, quemadas. Sin cifras claras, el triunfo se lo dieron a Carlos Salinas de Gortari. Recuerdo la indignación en las plazas que gritaban “Repudio-total-al-fraude-electoral”. Pero la vieja idea del refrendo pasivo continuó, incluso en la saliva de los opinólogos a la venta en los medios de comunicación: —No se puede decir que ganó Cárdenas. No hay resultados confiables. O: —La legitimidad puede ser de origen o de desempeño —nos paralizaban los expertos catedráticos de la revista Nexos. Lo que querían decir es que puedes robarte una elección pero, luego, enmendarte gobernando bien. —México no es una dictadura —agregó Octavio Paz en el encuentro “La experiencia de la libertad” en 1990 dentro de un foro de Televisa—. Es una democracia de partido dominante. Somos un país acostumbrado a las más ingeniosas justificaciones del horror —“usted disculpará que le saquemos el corazón, pero si no, mañana no sale el sol”—, y esa vez los intelectuales dieron lecciones de parafernalia aztecoide para justificar algo que hacía de México, no una dictadura, según ellos, sino una excepción. Algo único. La estabilidad política del país durante casi un siglo no se debía a la represión de cualquier discrepancia, sino a una identidad nacional particularmente inerte. Un país que nunca se mueve aunque siempre parece que se mueve, una especie de ola congelada, como las que pintaba Hokusai en Japón. 13

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Como siempre, Cárdenas ganó con nuestros votos, pero no se los reconocieron, y las elecciones dieron muestra de ser otra cosa. Pero ¿qué? En 1988 sirvieron como una expresión medible del descontento, un aviso de que, a la siguiente, habría que comprar más votos, tener un candidato del partido menos estúpido, o tratar de que en este sexenio —“la legitimidad del desempeño”— se castigara con el presupuesto a las regiones o sindicatos que habían demostrado ser de oposición. Entonces, las elecciones eran como una luz sobre la oscuridad de lo social para saber a quién golpear. En otros países los ciudadanos, se dice, ejercen un “voto de castigo” —no votar por quien los ha dañado—, pero en México se castiga a quienes han votado de verdad, a los que no toman el asunto como un trámite legal o, peor, como una mercancía que se vende a cambio de lo que reparten los candidatos. Así les fue en los años que siguieron al fraude de 1988 a los campesinos de la Laguna, en Coahuila y Durango. Salinas mandó al ejército a aprehender al corrupto líder de los petroleros, no para sanear a su sindicato, sino para poner ahí a alguien leal. Lo mismo sucedió con el ascenso de Elba Esther Gordillo, entre los maestros. Después, Salinas pactó con el tercer lugar de la contienda, el pan, para irle otorgando gubernaturas —Baja California— y usar las elecciones fraudulentas para que jamás hubiera vencedores claros y él mismo, como presidente ilegítimo, pudiera designar interinatos. En el sexenio de Salinas, casi la mitad de los estados de la república —catorce— se quedaron sin gobernadores electos. Un sistema “de licenciado dominante”, dirían los perspicaces intelectuales. El país fue más desigual y casi tan corrupto como el de Miguel Alemán: una vez más se entregaron las empresas financiadas por el Estado a individuos privados que casi siempre eran amigos, 15

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familiares o cómplices del presidente. “El capitalismo de los cuates”, lo bautizó la periodista Carmen Aristegui. Y ése fue el resultado de la primera elección en que voté. Entonces, ¿para qué voto?

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¿Para qué voto?

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stoy como varias veces en mi vida parado en la fila para votar. Como ya dije, es distinta a todas las filas que he hecho: no es para recibir o dar algo. “Si me dan su voto”, piden y condicionan los candidatos, pero a lo que se refieren no es, en realidad, una cruz en una boleta. Es algo mucho más invisible y que tiene que ver con el poder que le otorgamos a otros para que organicen lo que a los demás nos queda lejos de la casa y el árbol. Es una decisión para no decidir. Eso es. Nos paramos unos atrás de los otros pensando en qué piensan los demás, si votarán por el mismo que uno o no. Y por qué. Las personas son los vecinos. Uno vota, en primer lugar, para ser igual a los que lindan con el lugar que habitamos. Se les conoce de vista y hay algo que los nivela y empareja con nosotros mismos. Somos ciudadanos, es decir, habilitados para decidir. Cruzamos una boleta y, de la suma de todas, aparecen mayorías, minorías y nulos. El poder nivelador del voto es tal, que no deja lugar para las intensidades ni para expresar los matices. Es por uno o por el otro, nadie más que nosotros sabrá nuestras razones para hacerlo, pues el medio es una cruz en una boleta. Nada dice que dejar en blanco una boleta o escribir una mentada de madre o ni siquiera inscribirse en el padrón signifique hartazgo, rencor, miedo, 17

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conformismo o simple distracción. Como no existen matices, no votar es igual a no decir, es el silencio, lo autoexcluido por razones que nadie te va a preguntar. El suicidio más triste: el que no tiene espectador. Son los demás los que hablarán por ti: los que no votaron pueden estar tan a gusto con el sistema, que ni siquiera fueron a refrendarlo. O son los que, iracundos, no quieren participar de la farsa. De cualquier forma, el silencio de no votar lo usarán los otros para sus propias justificaciones. Nunca un voto nulo ha cambiado algo. Todas las veces que he entrado a una casilla a votar he sentido inquietud. Hasta hoy, nunca me he preguntado a qué se debe, pero hay algo en las mamposterías plásticas, en los señores de la mesa que revisan papeles oficiales y en la solemnidad circundante de los formados en fila que me pone tenso. Ahora que lo pienso, quizá sea que temo no saber hacer bien lo que se supone que debo, como ciudadano: llevar mi credencial de elector, dejarme buscar en el padrón —sé que yo mismo tuve la obligación de hacerlo, pero lo olvidé y se pasó el lapso—, pasar a la siempre tembleque mesita tras dos cortinas de plástico, tomar el crayón y cruzar el símbolo que he elegido para expresarme. Luego, tratar de entender —es por colores— dónde se mete la boleta que corresponde a cada urna, recoger mi credencial y que me pinten el dedo de genciana. Las nueve veces oficiales y varias de consultas ciudadanas he salido un poco sudado, oliendo el pulgar a vinagrillo y desazón. ¿He elegido bien? ¿Me devolvieron la credencial que sirve como único signo de que existo? Espero que ahora sí gane por quien voté. Pero ¿quién es él, además de lo que para mí representa? Aquí, parado en una pierna mientras la fila no avanza, me acuerdo de Franz Kafka. No sólo porque, en sus novelas 18

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¿Para qué voto?

y cuentos, los trámites reinan en el mundo, sino por su idea del Estado. Al final de cuentas, uno vota para darle contenido a la estructura del poder, para brindar nombre y apellido a una forma. El poder no es algo, sino una relación entre unos que quieren que les obedezcan y otros que obedecen. Uno ve a los políticos más de lo recomendable, pero al Estado nadie jamás lo ha visto. Salvo Kafka. Cuando Josef K., el personaje de El castillo, llega a traba­ jar como agrimensor para el Estado, imagina que la fortaleza donde asienta su poder debe ser señorial y majestuosa. Pero no lo ve, “mira a las alturas que parecen vacías”. Finalmente, el hueco de la nieve se disipa y K. lo puede ver, pero no le parece más que un caserío de dos pisos, “un villorrio miserable”. El poder, sin embargo, está presente desde que pregunta por su contrato, del que nadie sabe y todo mundo sospecha. Él, que vive “en el destierro de estar afuera de todo asunto público”, es visto por los aldeanos como un vagabundo —lleva sólo un jergón que usa como almohada y una vara para medir— cuyas intenciones no son transparentes y, también, como un niño que “entiende todo al revés”. En el Castillo, K. es el futuro empleado público enmarañado entre las jerarquías del pequeño poder —el dueño de la hostería, bajo cuyo teléfono duerme— y del más alto de los poderes: al que nunca se accede, un vacío, una oquedad en medio de la nieve, rodeado de cargos, secretarios, suplentes, encuestadores, que escriben cartas y oficios que se copian y se archivan. Del Castillo, K. sabe una sola cosa: “Uno de los principios que regulan la actividad de la administración es que la posibilidad de un error jamás debe ser considerada”. El tema del error es importante para K. porque nadie parece haber solicitado sus servicios como agrimensor y él ha llegado hasta ahí tras abandonar a su 19

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familia. En un pasaje memorable, le explican que no existe la equivocación en las decisiones del Castillo, sino sólo que él no las entiende. Tiene que saber qué tipo de carta le escribieron para solicitar sus servicios; si fue oficial, semioficial o personal, es decir, si fueron “órdenes” del conde que supuestamente habita el Castillo, “interpretaciones” de sus secretarios o simples “informaciones”. Parece que K. malinterpretó todo: quien le escribió lo hizo de manera “personal” y, se especula, no fue un servidor del Castillo, sino probablemente un suplente. Así, K. no es nada —“la existencia es el servicio”—, salvo un error de percepción. “Nadie nunca ha visto al Estado”, escribió Régis Debray en su libro sobre las imágenes de los poderosos. El Castillo está hundido en un hueco al que no llegan los rayos del sol. La vía al Castillo es doble. Como dijo Pierre Bourdieu: “En la realidad objetiva existen las instituciones, reglamentos, oficinas, ministerios, pero también existe en las mentes; el Estado es la huella de unas conquistas sociales”. Por eso hay desesperación ante un Estado que se olvida del interés público, que usa las instituciones para sus metas privadas, que cree que hacer algo se cumple con anunciarlo. Como algo invisible, el Estado, en realidad, son todas las relaciones de poder entre nosotros y las ideas que tenemos sobre ellas. Pero vengo a esta votación después de treinta años en los que, gobiernos más, gobiernos menos, todos se han desentendido de nosotros. Y, ahora, sospecho de quienes se encargan de los trámites en el Castillo. Hay razones para no confiar en un Estado cuyo discurso público es un elogio perpetuo a la empresa privada y el desprecio a las funciones de maestros o médicos, la mano de donde proviene la huella de las conquistas sociales. Es un Estado que se somete a 20

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¿Para qué voto?

las “reglas” de la privatización (el mito de que lo privado es eficaz y no corrupto), que apuesta a que nos habituemos a la violencia que viene, en primer lugar, de la moneda. Tener o no tener dinero, a eso se ha reducido la idea de lo que significa habitar en estas tierras. Los mercados financieros ya no negocian con los Estados, sólo “explican” lo inevitable. Es un Estado, como dice Bourdieu, que “admite que el crecimiento máximo, la productividad y competitividad, son el único y último fin de las acciones humanas y separa radicalmente lo económico de lo social”. Protegiendo sólo la acumulación privada (hay que abandonar las conquistas sociales para garantizar los “derechos” de los inversionistas), el Estado está reducido a su función policial, y ahí también falla. Es un Estado que no incorpora en sus cálculos lo que a nosotros —los abajo firmantes— nos parece esencial: el sufrimiento que causa. Max Weber, cuyo hermano fue el sinodal de Kafka para obtener su título como abogado, decía que el poder necesita a los intelectuales para que le elaboren lo que llama una “teodicea de sus privilegios”, es decir, la justificación para que tengan más dinero, poder, e influencia que el resto. La mayor parte de los intelectuales mexicanos no reaccionó ante los asesinatos en el país: pasaron del intelectual comprometido al intelectual desentendido. Participan del núcleo de la teodicea: la competencia por privilegios. Si se justifican las irregularidades económicas como reglas de la política, el resto es el fatalismo neoliberal. Bajo toda circulación de ideas hay una circulación de poder. Hoy, la teodicea de los privilegios no necesita mayor justificación mítica que el sondeo, una vaga sociología de domingo electoral, un “futuro” que sería sólo atemperar el sufrimiento como destino. Se han justificado acciones que van en contra de cualquier interés general 21

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como, por ejemplo, alegar que despedir empleados es garantía de una buena gestión o de rentabilidad. Lo único en el universo que “hace más con menos” es un agujero. “Hay dos caminos en el Castillo —le dicen los aldeanos a K.—: el que lleva a la orilla de la colina del Castillo y el que va al pueblo.” En el caso de nuestro Estado, el que va al pueblo no es transitable, es sólo los tres meses de silencio que se necesitarían, de a minuto por persona, para asumir los asesinados en dos sexenios. El otro no se puede andar porque, tras subir la colina, encontraríamos el hueco en medio de la nieve. K. decide no ir por ninguno de los dos caminos y visita la casa de donde salió la carta que lo invitaba a trabajar para el Castillo, la de la familia Barnabas. Tratando de emular lo que ha visto —la acción calculada para no hacer—, deduce que las mujeres tienen influencia en los funcionarios públicos porque son esposas de día o amantes de noche. Encuentra a Olga, que le cuenta la historia de su padre, un servidor ejemplar, un bombero que le fue de utilidad a la aldea en decenas de incen­dios. Su prestigio se vino abajo en una sola fiesta en que un “influyente” del Castillo, Sordini, trató de propasarse con su hija pequeña, Amelia. No es que el bombero se opusiera abiertamente a que su hija tuviera sexo con Sordini, sino que dejó que Amelia lo rechazara, porque le dio asco. A partir de ese momento, la familia Barnabas no resiente el castigo del “influyente”, sino del resto de los aldeanos que ven comprometidos sus pequeños privilegios —dormir cerca del Castillo— si le dirigen la palabra al bombero o a sus hijas. Los condenan al silencio. “Era sobre todo —cuenta Olga Barnabas— a causa del lado molesto de este asunto por lo que se habían separado de nosotros, para no saber nada, para no hablar ni pensar en ello, para no arriesgarse a ser alcanzados de una forma u otra.” 22

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¿Para qué voto?

Cuando decimos: “Fue el Estado”, es esa desesperación la que nombramos. Pero vuelvo a la fila kafkiana para votar. El Estado no es algo por lo que se vota, sino que son las relaciones de quienes le obedecemos, esos ordenamientos, pero también las ideas que nos hacemos sobre ellos. El poder tiene dos vías: alguien que quiere que le obedezcan y los que obedecemos más o menos complacientemente. Lo que nos une es una relación de poder. Las decisiones del Estado se han restringido cada vez más: las corporaciones internacionales —las empresas, los bancos— extorsionan a los Estados para que privilegien sus condiciones para invertir o prestar dinero. Los sufragantes poco podemos hacer frente a ello con nuestros votos. Las decisiones principales se toman en consejos de administración que nunca han sido electos. El capitalismo no es democrático. Todo lo contrario: tiende al monopolio y a la oscuridad de sus procedimientos. El Estado es corrupto en la medida en que nos enteramos de sus tejemanejes. La empresa parece honesta porque casi nunca aparece, fantasmal como es, ante la luz de la opinión pública. La fila no avanza. Parece que se les ha perdido un votante en el padrón electoral. Miran la credencial y vuelven a buscarlo. Votar es habituarte a esto: con cualquier otra fila, habría quien se desesperara a tal grado de abandonarla, pero aquí hay una única oportunidad. No hay voto igual porque las condiciones, los candidatos, las desesperaciones, los odios, los miedos y los anhelos cambian. El sentido de votar es vivir esa experiencia de lo instantáneo que parece definir el futuro. Que pueda con mi voto cambiar mi situación y la de mi país no es seguro. Pero lo incierto no es necesariamente imposible.

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