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LA CUESTIÓN DEL CAMBIO Cómo han planteado los filósofos el problema desde la antigüedad a la modernidad

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i queremos entender qué hace diferentes nuestro planeta y nuestra especie tenemos que empezar planteando un problema aún más profundo: el problema del cambio. ¿Por qué no vivimos en un mundo estable, o al menos más estable? ¿Por qué pasamos por la experiencia del cambio, o al menos por qué pasamos por ella con una frecuencia tan superior a la de los otros planetas? Se trata de dos preguntas tan grandes y tan abrumadoras que, a pesar de su importancia, la filosofía ha renunciado a seguir intentando responderlas. Hoy, casi nadie vuelve a ellas para examinar el problema de cerca. Algunas preguntas son difíciles de contestar –todas las preguntas interesantes, de hecho, son de ese tipo– y otras, como las que van a llenar las siguientes páginas, son demasiado difíciles de preguntar siquiera. El cambio es un asunto difícil de afrontar, porque todo lo que digamos al respecto lo decimos desde el interior, atrapados por una especie de principio de incertidumbre. El cambio se revuelve contra nosotros en cuanto intentamos asirlo. Resulta casi imposible concebir la vida sin él y, aun así, hay gente que lo ha intentado. La prueba más antigua de estos intentos la tenemos en el arte de la era de las glaciaciones. Hace unos veinte o treinta mil años, los pintores de arte rupestre en el norte de España y el sur de Francia mostraron su fascinación por los lugares oscuros y profundos de las partes más inaccesibles de las cavernas: el entorno más ajeno al cambio que pudieron encontrar, hecho de roca sólida. Eligieron esta parte interior de las cuevas para decorarla con imágenes tan duraderas que muchas de ellas siguen intactas hoy, a pesar de los desperfectos en la atmósfera causados durante estos años por los desastres naturales o la respiración y demás emanaciones corrosivas del cuerpo humano.

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Nadie sabe por qué los artistas de las glaciaciones hicieron sus pinturas en situaciones tan adversas, un trabajo tan exigente llevado a cabo con herramientas toscas y colores muy limitados, en medio de una penumbra iluminada tan solo por alguna antorcha parpadeando… pero entendemos que solo una empresa de suprema importancia podría exigir un compromiso así. La explicación más plausible vincula estos trabajos con la necesidad de huir de lo efímero para alcanzar el mundo inmortal de los dioses o los espíritus o los ancestros atrapados en la piedra, el lugar al que los chamanes podían viajar con la imaginación durante sus ritos: viajes espirituales provocados por el uso de determinadas drogas. Casi se puede ver, casi se puede tocar ese esfuerzo en las huellas de las manos que llenan algunas de sus piedras. El intento de alcanzar el mundo que quedaba dentro de la roca era parte de una voluntad muy extendida de huir del cambio, quizá porque el cambio y la mortalidad son imposibles de separar. Por razones parecidas, los devotos siempre se han sentido atraídos por las montañas. Las montañas parecen resistirse al cambio, sobreviviéndonos a todos igual que los árboles esquivan la mortalidad con su impresionante longevidad y su capacidad incalculable de renovación.1 El cambio era entonces y sigue siendo ahora algo a lo que temer, algo de lo que escapar. Todavía tenemos una relación de amor-odio con el cambio, a veces nos lanzamos a sus brazos buscando mejorar nuestra situación, a veces lo rehuimos por una cuestión de escepticismo o por pura desesperación. Quizá, si entendiésemos mejor el cambio, dejaríamos de tenerle miedo. Sin embargo, durante miles de años nos han faltado nuevas perspectivas, nuevas teorías que nos acerquen a él, hasta el punto de que prácticamente hemos desistido de investigar.

Para dar cuenta de la investigación sistemática del cambio en términos generales –y no de los análisis de procesos particulares–, tenemos que retroceder en el tiempo unos dos mil quinientos años. Hubo un momento, hacia mediados del primer milenio a. de C., en el que la pregunta “¿por qué tiene lugar el cambio?” era objeto 22


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de un intenso debate entre distintas escuelas y sabios del Mediterráneo oriental. Los filósofos a los que habitualmente llamamos presocráticos y cuyo trabajo dio forma al pensamiento de Sócrates (y, en consecuencia, a toda la tradición occidental posterior) llegaron a dos soluciones contradictorias entre sí. El cambio inquietaba a los filósofos porque es en apariencia una ley universal –la característica más notable de cómo percibimos el mundo los seres humanos–, pero a su vez solo tiene sentido en comparación con un estado previo, donde el cambio no sería posible. En ese caso, ¿qué es lo que provoca el cambio? Es más, si algo cambia, es diferente a lo que era antes de ese cambio, así que, ¿cómo podemos seguir hablando de ello en los mismos términos? “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río” es el aforismo que acuñó Heráclito entre finales del siglo VI y principios del siglo V a. de C. para expresar esta inquietud. Para cuando entramos en el agua y metemos el segundo pie en el río, la corriente ya ha dejado de ser la misma que cuando metimos el primero. La historia de estos debates y estos problemas es, en cierto sentido, la historia de la sociedad que produjo estas ideas contradictorias... o la historia de las propias ideas, separadas de los filósofos que las pensaron. Sin embargo, para mayor comodidad, inteligibilidad e intensidad –y a riesgo de que parezca que sucumbimos a la falacia de que la historia del intelecto está encarnada en las vidas de los grandes intelectuales–, puede que sea mejor centrar la mirada en los individuos que lideraron las discusiones. Como casi todo el pensamiento de la “edad de los sabios” en el primer milenio a. de C., las preguntas acerca de la naturaleza del cambio surgieron a lo largo y ancho de Eurasia. Los taoístas en China, por ejemplo, se hicieron eco o anticiparon la teoría de Heráclito de que la naturaleza se transforma a sí misma. El recopilador del “Chuang Tzu”, entre el siglo IV y el siglo III antes de la era cristiana se preguntaba cómo se convertían las nubes en lluvia y qué hacía soplar al viento. ¿Hay –se preguntaba irónicamente– alguien sin nada que hacer que se dedica a agitar el mundo? Los taoístas, en general, daban por buena la respuesta de que una fuerza universal o, en la mayoría de las versiones, un par de fuerzas contrapuestas llama23


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das yin y yang, dirigían todo lo que sucedía, “moviéndose en todas las direcciones”.2 Sin embargo, la historia que voy a reconstruir en las siguientes páginas se centra en occidente, porque los occidentales han conservado la mayoría de los textos relevantes y han fomentado la continuación y posterior estudio de estos debates. La historia que voy a contar es la historia de las batallas que libraron unos héroes y unos gigantes. Gigantes occidentales, en este caso. Heráclito, un aristócrata misántropo de la antigua Éfeso, nos brindó la primera explicación general del cambio. Probablemente fuera contemporáneo de Confucio, pero estaba mucho más cerca de las tradiciones de la sabiduría de transmisión oral –revelada por oráculos o cantos de bardos, y rodeada de un esoterismo deliberado– que el gran maestro chino. Se comunicaba mediante figuras retóricas, imágenes y analogías imperfectas, sin importarle –según sus editores alemanes de principios del siglo XX– si quedaba claro o no lo que decía, quizá porque desde su punto de vista debíamos buscar la verdad por nosotros mismos, como él ya había hecho.3 Se expresaba con tal oscuridad nómica que, basándose solo en los pocos fragmentos que han logrado sobrevivir, se le ha vitoreado como precursor de todo tipo de escuelas de pensamiento que no tienen nada que ver entre sí. Para Justino Mártir, en el siglo II, fue un profeta del cristianismo. Para Lenin, un marxista, y para los idealistas alemanes del siglo XIX, un precursor del idealismo alemán.4 Sus primeros seguidores y lectores no iban tan lejos a la hora de interpretarle, limitándose a llamarlo “el enigmático” o, más frecuentemente, “el oscuro”. Su pensamiento era como un lago profundo y lleno de barro. Sócrates, según decía, necesitó “un buzo para llegar hasta el fondo”. Heráclito buscaba lo que ahora llamaríamos “una teoría del todo”. En lugar de acumular conocimientos sin más, confiaba en alcanzar con el pensamiento “una gran cosa” –Dios o la Naturaleza o algún principio universal– que dirigiera todo lo demás y le diera sentido. Comprender el cambio parecía ser la clave de esta búsqueda. A Heráclito se le cita a menudo como un pensador pluralista que dividía el mundo en partículas en continuo conflicto. Parte de su men24


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saje, sin embargo, también parece encajar con una idea extendida entre varios filósofos de finales del segundo milenio antes de nuestra era y mantenida durante los siguientes quinientos años o así a lo largo de Eurasia, desde China a la India, pasando por el Asia sudoccidental, Egipto y Grecia: “Todas las cosas –así lo afirmaba Heráclito– son una”.5 El cosmos es un sistema único en el que se unen distintas partes interdependientes; cuántas partes identifiquemos y cómo las distingamos unas de las otras no forma parte de la realidad objetiva, sino que es simplemente un efecto de nuestras percepciones poco fiables y una técnica para poder seguir adelante en el día a día. Los números más allá del uno no tienen una realidad objetiva: son instrumentos para clasificar las percepciones. Por ejemplo, nos resulta más fácil hablar de dos ojos, pero en realidad son un único par de ojos. Podemos hablar de distintas hojas, estambres y pétalos, pero lo que forman es una sola flor... y así sucesivamente hasta que alcancemos esa unidad que lo abarca todo. La diferencia entre Heráclito y los contemporáneos que le rebatían era que él pensaba que la unidad subyacente del universo podía ser compatible con la diversidad, como sucede con la unidad de la familia a pesar de las tensiones y los enfrentamientos internos, como sucedía en el mundo griego que habitaba Heráclito, plagado de ciudades enemigas pero conscientes de ser todas esencialmente griegas... o como se podía ver en la propia geografía de su Éfeso natal, donde la tierra y el mar estaban en continuo conflicto, las costas cada vez más erosionadas y llenas de sedimentos. Pensaba que el equilibrio del cosmos residía en el conflicto continuo: una lucha de cada parte constitutiva contra todas las demás. El conflicto es esencial al sistema tal y como lo entendía Heráclito, porque la unidad y la diversidad son conflictivas en sí mismas. Las diferencias hacen que las partes de cualquier sistema se puedan distinguir de las de los demás sistemas, y la reconciliación de esas diferencias es precisamente su función principal. Podemos reconstruir –al menos mediante hipótesis y de manera parcial– su camino hacia estas conclusiones. “Los despiertos –por utilizar el término de Heráclito– comparten un mismo mundo, pero 25


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cuando duermen, cada uno de ellos se refugia en su mundo privado”.6 Entiendo que no estaba hablando literalmente de estar despierto o en el mundo de los sueños: cualquiera que intente interpretar sus frases tiene que recordar que Heráclito no pretendía poner las cosas fáciles. Al contrario, como los oráculos, que eran hasta cierto punto sus rivales en la búsqueda de reconocimiento, seguidores y recompensas materiales, su trabajo era “envolver la verdad en oscuridad”. Quería aumentar su misterio, hacer de su sabiduría algo más esotérico, y gratificar a sus alumnos con enigmas que resolver, algo parecido a la relación, tan enloquecedora como satisfactoria, que mantienen hoy el diseñador de crucigramas y su público. La paradoja siempre estaba implícita en los pronunciamientos de Heráclito. Por “estar despierto” entendía tener el pensamiento abierto a la verdadera percepción de la realidad. Por “sueño” entendía el mundo en el que teníamos que vivir y actuar en la práctica. Heráclito reflexionó sobre la diferencia entre experiencia y realidad y dio con una solución brillante: la realidad es dinámica en su esencia, sometida a una tensión “como la del arco o la lira”, donde la armonía depende de una multitud de pulsaciones casi imperceptibles. El conflicto es lo que une el mundo, como un fuego desatado que funde todo en una unidad en vez de consumirlo en sus llamas. Lo que Heráclito llamaba “Dios” era un agente o un lugar en el que las tensiones se reconciliaban. Su paradoja más sorprendente decía “el cambio es descanso”.7 Con ello, yo entiendo que el cambio es lo que ahora llamaríamos “el sistema por defecto” del universo. No tiene sentido, según Heráclito, intentar explicarlo o decir qué lo causa. Simplemente sucede. Es el sonido entre las cuerdas vibrantes, el estado inevitable de todas las cosas. El pensamiento de Heráclito solo sobrevive en los fragmentos que los distintos comentaristas han registrado o preservado, por lo tanto cualquier reconstrucción no deja de ser aproximada. Sin embargo, una manera más eficaz de analizar su doctrina del cambio –y comprobar si la entendemos correctamente– pasa por la refutación que se atribuye a Parménides, contemporáneo de Heráclito aunque mucho más joven, y a la sazón su gran crítico. 26


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Los jóvenes reformistas de una generación se convierten en los viejos maestros de las siguientes. A finales del siglo V a. de C., Sócrates recordaba a Parménides como “un hombre de cabello enteramente canoso pero de aspecto bello y noble” perteneciente a la anterior generación y que filosofaba en pentámetros yámbicos.8 Por la manera en la que este hombre canoso utilizaba el lenguaje –intentando, mediante la poesía y la paradoja, trascender sus limitaciones y ampliar su alcance– los lectores pueden sentir aún hoy la agonía de una gran mente encarcelada en las imperfecciones de la comunicación humana, como un gran orador que solo dispone de un megáfono estropeado. Poner las ideas en verso era una manera de recuperar y continuar la mística oral de la sabiduría tradicional en una época en la que se usaba cada vez más el lenguaje escrito. Parménides hizo la segunda gran contribución a lo que podríamos llamar una filosofía del cambio en la historia de la tradición occidental: en un poema del que solo nos quedan los fragmentos transmitidos por sus alumnos y sus adversarios, describía un viaje espiritual por el “Camino de la Verdad” a bordo del carro de las hijas del Sol y rumbo al umbral de la Noche y el Día, donde las doncellas se levantaban el velo en un deslumbrante acto de revelación. Suena parecido a la experiencia de iluminación de un chamán –ayudado por estimulantes, quizá, o en plena visión durante un trance– y hasta cierto punto lo es. Parménides fue uno de los últimos filósofos occidentales en utilizar el lenguaje de los chamanes del pasado, que monopolizaban la comunicación con los dioses, espíritus y ancestros mediante el baile, el sonido de los tambores y las drogas que los llevaban al éxtasis. Con todo, rompió los lazos de la sabiduría iluminada para buscar la verdad mediante la razón, sin ninguna ayuda adicional. Las convenciones literarias de la época exigían que empezara el poema con una revelación, un mensaje divino, pero inmediatamente el poder del pensamiento tomaba las riendas. En algunos aspectos, la razón le confirmó algunas intuiciones que Heráclito ya había formulado. Parménides probó la unicidad del todo con una lógica elegante: “No hay –aseguró– ni habrá nunca nada más allá del ser”, puesto que si hubiera algo más tendría que tratarse del “no ser”. Al llegar a este punto su teoría se separa de la del viejo 27


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maestro. Como, según Parménides, no puede haber grados de existencia, “todo es un continuo”. La unicidad del universo no puede dividirse porque el todo está presente en todos lados.9 Heráclito se había equivocado al ver la unidad del todo como una especie de abstracción de sus partes porque, siguiendo la lógica de Parménides, en realidad no había tales partes... y por lo tanto no había conflictos ni tensiones que resolver mediante la armonía, solo las ilusiones de dicho conflicto generadas por nuestras mentes. El propio cambio tenía que ser una ilusión porque, en la unidad sin fin del universo, no había nada en lo que nada pudiera convertirse. Los alumnos de Parménides en su colonia natal de Elea –lo que es ahora el sur de Italia– demostraron, o al menos creyeron demostrar, esta imposibilidad del cambio. Su discípulo favorito, Zenón, escribió sus demostraciones en forma de paradojas, que se hicieron famosas en Atenas cuando llegaron a oídos de los sabios de la ciudad, entre los que se contaba Sócrates, durante una visita de intelectuales de Elea, probablemente en el año 429 a. de C. Entre las que han sobrevivido, gracias precisamente a que los comentaristas atenienses las registraron, se encuentra la “paradoja de la flecha”, según la cual el movimiento es ilusorio: una flecha volando permanece en realidad inmóvil, puesto que siempre ocupa un espacio que es igual al de su propio tamaño. La “paradoja de la dicotomía” afirma la imposibilidad del movimiento basándose en que un viaje no puede nunca completarse, puesto que siempre hay que caminar primero la mitad de la distancia restante. La “paradoja de la tortuga” incide en el mismo argumento imaginando una carrera en la que Aquiles le da a la tortuga una cierta ventaja y luego no consigue alcanzarla nunca, ya que en cada momento de la carrera, cuando llega al punto de partida de su rival, siempre le queda un trecho más que recorrer. En el mundo de Zenón todo era inmutable e inerte, y nuestras impresiones en sentido contrario eran solo ilusiones. Reconocía con total franqueza que sus paradojas no demostraban la realidad del mundo como lo vivíamos, pero a la vez insistía en que la alternativa de un mundo plural y sin reposo como el que proponía Heráclito resultaba completamente absurda.10 28


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En resumen, para los eléatas el cambio era tan difícil de explicar que la sensación que tenemos de que en realidad existe no puede ser sino un error, mientras que para Heráclito el cambio era tan difícil de explicar que lo único que podía hacerse era aceptarlo sin más. Ninguna de las dos respuestas parece satisfactoria... y tampoco se lo pareció a Platón, que siguió preocupándose por el asunto. Puesto que tenemos que enfrentarnos a la realidad del cambio en cada momento de nuestra vida, no nos sirve de gran cosa considerarlo sin más “una ilusión”, y puesto que cada cambio exige que imaginemos a su vez otros estados inmutables con los que compararlo –dejando implícita la realidad de lo inmutable–, la tentación de seguir preguntando “¿por qué?” acaba resultando fastidiosa. La mejor solución a la que pudieron llegar aquellos pensadores que se tomaron en serio el asunto fue meter a Dios en la ecuación, ese “primer actor” que, con una especie de empujón cósmico, habría introducido el tiempo en medio de la eternidad y habría dado pie al primer cambio, iniciando así una serie de causas a partir de las cuales se explicarían todos los demás. Esta no era tanto una solución en sí al problema como una manera de quitárselo de encima o, por decirlo de otra manera, una solución que cerraba el debate pero dejaba a la vista el problema, como una herida que sangra debajo de una tirita. A la sombra del debate sobre el cambio, surgieron varias preguntas acerca de los tipos concretos de cambio que hoy en día llamamos evolutivos. ¿Cómo surgió la vida orgánica? Siempre estuvo presente –según el consenso presocrático– en ese elemento vivo que es la Tierra, en el polvo y el agua... y en el barro que resulta de la unión de agua y polvo. Podía verse en los fósiles, los peces extintos, los monstruos y las “indescriptibles serpientes” –la expresión es de Heródoto– que precedieron a las formas de vida existentes. Sin embargo, como demostró Lucrecio, el gran poeta romano de la naturaleza, en el siglo I a. de C. el pensamiento de los presocráticos y sus sucesores en la Grecia clásica no entendía de vínculos evolutivos entre las distintas especies. Era la Tierra la que había “dado a luz” a cada una de ellas hasta que, como una madre que envejece, decidió no seguir con el agotador trabajo de renovar la creación.11 En el mismo siglo, 29


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pero en otra generación, Ovidio, sucesor de Lucrecio, se centró en el sexo y las estrategias de reproducción; lo que en términos evolutivos llamamos selección sexual: uno de los ejemplos más evidentes y a la vez perturbadores de un tipo de actividad natural, visible en todo el mundo, que la cultura se empeña en racionalizar. Ovidio consideraba que la capacidad para hacer el amor de las especies podía tomarse como un patrón común de toda la vida orgánica, pero cuando se trataba de los seres humanos esa capacidad se convertía en un “arte” en vez de una ciencia.12

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