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Pr贸logo Copenhague, 1983

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Hay un dios que vela por las leyendas en peligro de desaparecer, que salva a las estrellas semiolvidadas. Un ángel de la guarda capaz de levantarse de la mesa en la que los dioses celebran su banquete. Ese dios existe, si no, ¿qué otra explicación habría? Blixen. Karen Blixen. Ese nombre ya no dice mucho hoy en día. Tampoco Isak Dinesen, su pseudónimo. «El que ríe», en hebreo. Isak, eterna promesa del Nobel de literatura, nunca concedido. En cuanto a la baronesa Blixen... Cuando aún vivía, sus jóvenes compatriotas daneses la creían muerta. Su vida y sus relatos pertenecían a una época remota. El mundo de post­ guerra ya estaba pasando a otra cosa, al existencialismo y a la fiebre del jazz en los sótanos de Saint-Germain. ¿Muerta? Porque no la conocían. Viví más de veinte años junto a Karen Blixen. Era experta en resucitar. Una mujer de verdad muy fuerte. Tenía estilo, una presencia cautivadora... Y ese arte para salir de la tumba en la que se apresuraban a meterla corrientes literarias más efímeras todavía, por no hablar del celo de los médicos, que escrutaban su cuerpo enfermo, lo trituraban, quitándole un nervio aquí, un trocito de estómago allí, cortándola en pedazos con el pretexto de mantenerla con vida. Contra todo pronóstico, siempre se salvaba, dejándonos a todos con la boca abierta. 11

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A una edad en la que otras juegan a ser viudas herederas, la vi comerse Manhattan. Grandiosa. A los setenta y cuatro años, América le tendió su alfombra roja. Yo lo presencié y doy fe de ello. Nueva York, 1959. Era increíble, toda esa animación, la adoración que suscitó. Y después vino la calma. Y el olvido. Exhaló el último suspiro en otoño de 1962, tras setenta y siete años de vida de los que uno solo habría bastado para dejarme fuera de combate a mí. Y, de pronto, Hollywood. Un biopic, como lo llaman allí. Su vida en África. La película se llamará Out of Africa,* el título que le puso ella a su libro de memorias africanas, su mayor éxito literario. Su leyenda, sublimada en pantalla panorámica. Con Meryl Streep y Robert Redford. A ella todo eso le habría encantado. ¿Todo eso? Los actores famosos, los focos, las fiestas, los destellos de la leyenda que con tanta aplicación ella misma se forjó. Le habría encantado darse el capricho de un último regreso desde el más allá. Por curiosidad. La productora me ha invitado al rodaje. Al teléfono la noto apremiante: –Nos gustaría que viniera a Nairobi. La señorita Streep tiene muchas ganas de conocerla para que le hable de la señora Blixen. ¿Qué le hace pensar que yo accederé a hablar de Karen? ¿Que sé más que otras personas? De hecho, qué sabemos verdaderamente de las personas a las que hemos querido... Se marchan, dejándonos unos pocos recuerdos compartidos y retazos de una historia que ha sido la suya, y, entre esos retazos, silencios en los que, acurrucadas, duermen su verdad y la ignorancia vertiginosa que tenemos de ellas. *  En España, la película se llamó Memorias de África. (N. de la T.)

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–Mire, yo conocí a la baronesa Blixen mucho tiempo después de que regresara de África... ¿Qué podría yo contarle a la señorita Streep que no sepa ya? La productora insiste. Noto una pizca de histeria en su voz. A esa mujer no le está permitido fracasar: –Señorita Svendsen, han sido íntimas durante veinte años, ¿quién puede conocerla mejor que usted? Conocerla... La he visto como una vela a punto de consumir la última fibra de su mecha y cuya llama se aviva de pronto. O doblada de dolor, escribiendo sus cuentos para seguir viva una noche más. La he sorprendido creando romances con seres de carne y hueso, rompiendo parejas para formar otras nuevas con los fragmentos de las primeras. La he conocido como un remolino relampagueante, como un grito de alegría, incisiva o vulnerable, alegre, siempre distinta, siempre animada por su pasión por el juego. Pues jugaba, como inventan los niños todopoderosos un mundo maleable, como se divierten los dioses con los mortales a su manera desenvuelta y cruel. Podía llegar a ser exasperante. Hubo días en que la habría matado. Pero conocerla... Me hacen gracia todos, periodistas, poetas y editores, por preguntarme y esperar que ella les hable con mi voz, intrigados por su obra, que aborda los misterios de la identidad. A nadie se le ocurre preguntar: Y tú, Clara, ¿quién eres? A quien lo hiciera, le contestaría con gratitud que hubo un tiempo en el que me llamé Clara Svendsen y que nací dos veces. La primera, en Dragør, Dinamarca, en 1914, en el seno de una familia de pescadores. Licenciada en literatura, políglota, latinista y pianista a mis horas, siempre he sido motivo de asombro y de orgullo para mi modesta familia. Mi vida se resume en un puñado de hechos: era la secretaria de una mujer extraordinaria y con el tiempo 13

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me convertí en su dama de compañía, su enfermera, su traductora, su lectora más exigente y su esclava consentidora, pagada casi siempre mal y poco, o incluso nada. Ella me consideraba una carga insoportable, un fastidio del que le era imposible librarse. Curiosamente, las vejaciones que inventaba su mente, sublevada por las torturas infligidas a su cuerpo, nunca alteraron la confianza que tenía puesta en mí pues me nombró su albacea literaria. Lo que significa que seguiré a su servicio hasta mi último aliento. Sí, de acuerdo, pero ¿quién eres de verdad, Clara? Soy una silueta borrosa en la sombra de una mujer acostumbrada a ser el centro de todas las miradas, una cara redonda detrás del rostro anguloso de la baronesa. No soy nadie fuera de ella. No tengo amigos ni conocidos que no lo fueran primero suyos o que no se guíen por su interés por ella. Puse mis huevos en el nido de otra sin siquiera darme cuenta. Tener el control de su obra me convertiría en una mujer poderosa, eso ella no podía ignorarlo. Si quisiera, podría asfixiar su notoriedad, como ella asfixió mi vida. Con veinte años yo podría haber sido escritora, haber gustado a un hombre y fundado una familia, haber trazado mi propio camino. En lugar de eso, llamé a su puerta. No recuerdo qué autor aconsejaba a un joven admirador: «No conozca nunca a un escritor cuyo libro le haya gustado.» ¡Ojalá lo hubiera sabido a tiempo! Necesité casi veinte años para liberarme de su influencia. Una mañana, al despertar, supe que estaba curada, es inexplicable pero lo supe. El día de lo que yo llamo mi puesta en libertad, inicié los trámites para cambiar de nombre. Me convertí en Clara Selborn. Por una letra no me llamé Selfborn. Nacida a mí misma, por así decirlo. ¡A los setenta años! Eso a Karen le habría divertido, creo yo. 14

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Me oigo a mí misma decir al teléfono: –Clara Selborn, me apellido Selborn. Tras las ventanas de mi despacho cae la nieve sobre el puentecito japonés y el estanque. El paisaje blanco respira a cámara lenta. El silencio del invierno ahoga el rugido de las olas en el otro extremo de la casa. Un día de nieve como este Karen y yo partimos a descubrir América. La baronesa y sus treinta y un kilos de huesos, yo y mi temor de verla dislocarse por el camino. Conservo de ella miles de imágenes, pero hay una que es especial para mí por lo bien que expresa la manera en que Karen Blixen vivió su vida: su resurrección en Manhattan, una noche de 1959. La habían invitado a dar unas conferencias. Ya desde 1937, Estados Unidos había sido el primer país en publicar sus extraños Siete cuentos góticos y en entusiasmarse con esa danesa surgida de la nada. Aclamada por crítica y público, todos coincidían en considerarla una escritora maravillosa. Después, La granja africana deslumbró a esa nación de pioneros. Veinticinco años más tarde, ese país en el que nunca había conseguido poner un pie pese a intentarlo varias veces, ese país supuestamente versátil la reclamaba, la quería en su suelo para honrarla por fin. Esa noche de enero de 1959, nadie habría apostado un céntimo por la comparecencia de Karen Blixen en el centro de poesía de la Young Men’s-Young Women’s Hebrew Association. Y menos que nadie Jay William Smith, el joven poeta encargado de acompañarla en el escenario. Se habían conocido unos momentos antes, en la biblioteca del centro. Ese primer encuentro dejó a Smith pasmado. Perdida en un enorme sillón, con sus piececitos, calzados por bailarinas, colgando en el aire sin llegar 15

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a tocar el suelo, la baronesa hizo amago de levantarse para saludarle, pero fue incapaz. Smith descubrió así a una anciana extremadamente frágil, tan ligera y delgada que parecía hecha de madera de balsa. Dos ojos perplejos lo miraban con fijeza, como si su dueña se hubiera despertado sobresaltada y un poco confusa. Se acercó para observarla mejor. Bajo un sombrerito como de duende vio un rostro estrecho y blanco surcado de finas arrugas, una nariz aguileña, unos pómulos altos y una larga boca de expresión irónica. Sus ojos, de un negro profundo, eran muy vivos. Inmensos, maquillados con khol, brillaban con una energía extraordinaria. Smith vio una chispa de alegría bailar en el fondo de sus pupilas. La voz de contralto que salía de ese frágil esqueleto lo sorprendió. Pero tras intercambiar las primeras palabras de cortesía, Karen volvió a su apatía. Nueva York y sus fiestas la habían dejado extenuada. Sus piernas, que en tiempos habían bailado el foxtrot en el Muthaiga, ya no la sostenían. Yo habría preferido que renunciara. Captar la atención del público con sus relatos dos horas seguidas exigía la energía de una heroína de Wagner. ¿De dónde iba a sacarla? Karen sabía leerme el pensamiento, pero prefirió ignorarme y se arrellanó en el sillón, dándole una calada a su cigarrillo. Me pareció que la columna de humo que se elevaba en el aire me transmitía un mensaje burlón: Aquí estoy, vivita y coleando, I’ll be back soon! Nadie se lo creía. Le arranqué una concesión que no hizo sino confirmar mis temores: en el momento de la breve pausa prevista entre sus dos relatos, le pediría discretamente si quería continuar. Si no quería, Smith la ayudaría a abandonar el escenario. 16

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Desafiando el tornado que se había abatido sobre Manhattan, el público iba acudiendo a la cita. Llegaba hasta nosotras el rumor ahogado de toda esa animación. Un flujo continuo de taxis y de limusinas escupía su ración de famosos en la calle Noventa y dos: Truman Capote, que venía a veces a vernos a Rungstedlund, Gloria Vanderbilt del brazo de Sidney Lumet, escritores, actores de teatro, estudiantes... Querían ver de cerca a la leyenda. Karen me pidió que la dejara sola un momento. Se maquilló con esmero –«solo cuenta la mirada»– y la ayudé a ponerse el vestido como quien se pone una armadura. Hubo que levantarla del sillón sujetándola de las axilas, sus brazos eran tan frágiles como las alas de un pájaro. Después, llevarla en volandas hasta el ascensor para dejarla caer sobre una silla de ruedas rumbo a los bastidores y, de ahí, a las puertas del escenario. Sus ojos oscuros nos lanzaron una mirada furiosa. «¡Sacadme de aquí! ¡No soy minusválida! ¡De pie, vamos, ayudadme a ponerme de pie!» Bufaba. Smith me murmuró: «¡No podrá llegar hasta el micrófono!» Yo hice un gesto de exasperación. Tiraba la toalla. Él inspiró hondo: «Dígame, Clara, ¿cuál era la máxima de su amigo Finch Hatton? ¿Je Respon­ dray? Bien, pues vamos allá...» Le ofreció el brazo y, milagrosamente, la baronesa se lo aceptó con gracia. Se hizo el silencio en el gran auditorio. El público abrió mucho los ojos ante la fragilidad del personaje, ante la aparición ataviada con un largo vestido negro tan sencillo que su fabricación seguramente había exigido la mayor complejidad, ante el rostro empolvado de blanco en el que brillaban dos ojos hábilmente maquillados. La sala entera se dio cuenta: sin el apoyo atlético del poeta, la aparición se derrumbaría. 17

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Pero sus andares eran tan decididos que parecía imponerle ella el ritmo a su acompañante, apartándose imperceptiblemente de él y moviéndose por su propia voluntad. Una corriente eléctrica recorrió la sala. Cada espectador contenía el aliento a la vez que todos los demás, con la esperanza desmedida de sostener sus andares titubeantes hasta su destino, de evitar la caída y prolongar el milagro. De pronto Karen se detuvo a medio camino. Se tambaleó. A costa de un esfuerzo que yo sabía sobrehumano, se volvió hacia el público y le ofreció su pálido rostro y su sonrisa. ¿Lo hizo para agradecer su asistencia? ¿Que la hubieran rescatado del olvido? ¿Para honrar a todos los que se habían congregado en el patio de butacas, en los palcos, a los que estaban sentados en los escalones o de pie apiñados al fondo de la sala? Con un gesto vivo extendió hacia ellos un brazo delicado. Como da vida una maga a una criatura dormida. Había en ese gesto tanta gracia y tanta valentía reunidas que, espontáneamente, todo el público se puso en pie y la aclamó. Era siempre así. Entraba en una habitación y al instante lo transformaba todo. Llegó hasta el pesado sillón de estilo medieval que la dirección del centro había sacado del desván para la ocasión, un sillón tan grande que se la tragó entera. Mientras Smith la presentaba al público, recorrió la sala con su mirada de gitana, soberana y amable. Esa noche les daría a esos americanos tanto cariño como estos le demostraban desde hacía un cuarto de siglo, esa noche, si era necesario, sacaría la energía de las últimas fuerzas que le quedaban. –Quienes hayan leído mi libro, La granja africana, quizá recuerden mi aventura una mañana de Año Nuevo. El sol aún no se había levantado, y las estre18

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llas, a punto de desaparecer de la bóveda celeste, parecían gotas luminosas colgando del cielo... Como Jay Smith unos momentos antes, todos se quedaron prendados con el timbre atemporal de su voz. La voz de la eternidad. Fuerte y velada, controlada, cambiaba de color sin previo aviso, los arrastraba donde se le antojara. La granja, los niños kikuyu, las penas de la narradora eran también las suyas. Allí por donde había cabalgado cabalgaban ellos. Dormían con ella bajo la Cruz del Sur, y, cuando sumergió su mirada en la de los leones, la imitaron, temblando. Karen Blixen o Isak Dinesen, poco importaba el nombre o el seudónimo. La mujer, la escritora candidata al Nobel o la plantadora de café en Kenia a principios de siglo, poco importaba la identidad. Aquella a cuya voz se abandonaban no era ya una septuagenaria excéntrica ni la estrella de moda en Nueva York a la que había que escuchar, conocer y aplaudir. No, esa noche tenía veinte, cien, mil, tres mil años. Era la vieja Europa aristocrática y alegre. Era la voz de la sabiduría y del pasado. Su magnetismo era total. Ella era consciente de su poder. Les contó las noches africanas de luna llena; les habló de Denys Finch Hatton, el amigo que le traía el aire fresco y la luz; les presentó a Farah, el somalí, centinela de su universo africano; les reveló la carta del rey de Dinamarca, a la que sus sirvientes kikuyu atribuían poderes mágicos capaces de sanar sus heridas. Lo narró todo, sin echar un solo vistazo a las hojas que tenía en el regazo y que yo había me­ canografiado bajo su dictado. ¿Para qué? Llevaba escritas en la carne cada palabra y cada línea. Habían nacido del desastre y las maravillas de su vida. En tiempos, hacía siglos de ello, había sido una joven esperanzada. Había amado desmedida y desesperadamente; había sido amada también, con más ligereza. 19

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En esa sala llena hasta la bandera solo ella y yo sabíamos que el eco de ese amor imperfecto seguía persiguiéndola algunas noches. Las frases brotaban de su boca, ágiles, en una lengua soberbia, como siempre lo habían hecho. No engañaba a nadie. No interpretaba ningún papel. Revivía lo que contaba, volvía a soñar lo que había inventado. Y para todos ellos, cautivos de su voz, volvía a contar la historia. Su historia, idealizada, cuya verdad tocaba en cada uno una nota secreta que vibraba y se unía a las demás. Se interrumpió un instante antes de empezar el segundo cuento. Me acerqué a ella. Su mirada ciega me atravesó de parte a parte. Solo existía la concentración que mantenía juntos todos sus yoes, solo contaba el círculo de luz que la envolvía. Yo era la inconsistencia del éter. Insistí. Me recompensó con una mirada de una violencia terrible. Impresionada, retrocedí. ¡Qué bruja! Estaba en trance. Seguramente por las anfetaminas que tomaba a escondidas para sostenerse en pie. Uno de sus innumerables tapujos. Por más que estuviera al corriente, habrían sido necesarias otras fuerzas y no las mías para oponerse a su voluntad. En cuanto salí del escenario, la voz persuasiva se elevó de nuevo. Aguantó una hora más. Todo el público se puso de pie, aplaudiendo a rabiar, un aplauso interminable. Algunas personas estaban al borde de las lágrimas, otras zapateaban. Ella se retiró bajo un coro de aclamaciones, con la cabeza alta y el brazo de Smith relegado al rango de mero accesorio. Más tarde, alguien comentó que había abandonado el escenario «como un pájaro de una especie demasiado antigua para poder levantar el vuelo». La imagen me parece 20

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acertada. En esa época de su vida, su cuerpo era una jaula para ella, pero su espíritu, que había atravesado numerosos océanos, civilizaciones y dramas, se obstinaba en surcar el vacío aleteando. La quise porque era así, por eso la soporté. Porque era fuerte, indomable y traviesa. Mi Honorable Leona.

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Primera parte Un rodaje en Ă frica Nairobi, 1984

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1 Sabía cuáles serían mis primeras palabras. –Lléveme a la vieja estación, donde pararemos un momento, y luego tome por Railway Road y déjeme en el hotel Norfolk. Entraré en Nairobi por el camino que recorrió Karen Blixen la primera vez, en 1914. Dormiré en el hotel en el que pasó su primera noche en África. Desde que acepté la invitación de la productora de la película, me he imaginado mil veces ese trayecto hasta «el hotel de los lores». Llegaré algo cansada por el largo vuelo desde Copenhague, pero eso no me impedirá seguir el camino de tierra que, setenta años antes, Karen y Bror Blixen descubrieron de recién casados, zarandeados en una carreta tirada por mulos. Bror y Karen en el umbral de sus vidas. Los Blixen, dueños de las tierras altas, con África como terreno de juego. Dos locos adorables que acababan de escapar a un peligro aterrador: la vida aburrida que los amenazaba en Escandinavia. Cierro los ojos. Karen no sabe dónde detener la mirada. ¿En los adornos de plumas? ¿En las pieles desnudas y brillantes? Los colores la aturden. Son demasiado exuberantes. El hormigueo febril de las calles también. Después, una emoción incontrolable, fulminante. Se siente embriagada por los aromas violentos, 25

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una amalgama de sudor, humo acre y estiércol. Hasta entonces solo ha conocido los aromas frescos de los bosques daneses y los tonos desleídos de los jardines nórdicos. Absorta en mi escenario ideal, he olvidado prepararme para la realidad. Son apenas las seis de la tarde, y la oscuridad es total. Aquí, la noche se derrumba sobre la ciudad siempre a la misma hora. La productora ha enviado un coche a recibirme al aeropuerto. Llueve a mares. A través de los cristales borrosos entreveo una escena apocalíptica. Avanzamos por una gigantesca pista de barro cubierta de cráteres desbordantes de agua. Algunos coches zigzaguean con admirable pericia para evitar los gigantescos charcos. Otros optan por abalanzarse sobre ellos entre sonoros bocinazos. Indiferentes a esa carrera de obstáculos, al chaparrón tropical y al estruendo, grupos de jóvenes negros se dirigen a Nairobi a pie. Empapados. Me adentro en una ciudad pasmosa. Dos horas más tarde llegamos al hotel Norfolk. He renunciado al rodeo por la vieja estación y a la llegada gloriosa por Railway Road. Mi peregrinación empieza con una cita fallida.

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2 Nada más cruzar el umbral del club Muthaiga tengo la reconfortante certeza de que sus fantasmas me esperan en el bar con su uniforme de caza y un whisky en la mano. Mi presencia en ese lugar de leyenda, pautado por el descorche de botellas de champán, me pone la carne de gallina. Tengo mi opinión sobre cada uno de los caballeros pioneros que iluminaban los recuerdos de Karen. Unos pocos condestables y muchos gandules... Pero era instantáneo, en cuanto los mencionaba la baronesa rejuvenecía. En un rincón del bar de boiseries oscuras, mis fantasmas se impacientan, lo sé, lo noto. Pido un whisky. Eso debería gustarles. He elegido un sillón aislado, en la diagonal exacta de los bancos donde solían reunirse para perpetuar los usos y costumbres de la vieja Inglaterra y beber como cosacos entre antiguos compañeros de Eton. Están ahí. Al primero de todos, que domina al grupo con su alta estatura, lo reconozco por su melena blanca y su cojera, es Hugh Cholmondeley, más conocido como lord Delamere. El viejo león respetado por los masái. A su lado, igual de corpulento pero infinitamente más joven, el barón Bror von Blixen-Finecke, el gran cazador blanco que fascinaba a Hemingway. Karen, en cambio, lo detestaba. Le debía las tragedias de su vida. Un poco apartado, 27

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siempre algo pensativo aunque con una sonrisa traviesa y pronta, Denys George Finch Hatton, hijo del octavo conde de Nottingham, el mejor cazador de África. Denys murió demasiado pronto y demasiado joven para que Hemingway tuviera tiempo de encariñarse con él. Los dos rabos de lagartija, en el extremo de la mesa, incapaces de estarse quietos salvo cuando apuntan a un venado, sin duda son Tich Miles y Berkeley Cole, los inseparables, siempre bebiendo, siempre de juerga. El tipo delgado y bajito que se une a ellos es... Galbraith Cole, naturalmente, tan pelirrojo como su hermano Berkeley. Nada más sentarse cuenta al resto de sus compañeros que acaba de llegar del valle del Rift y ha tenido que desmontar su carreta pieza a pieza para poder cruzar un barranco y, una vez superado el obstáculo, volver a montarla a mano. De no ser por eso, ¡nunca habría llegado a tiempo para beberse esa copa! Se aprietan un poco para hacer sitio al alma errante del desdichado Jossly Hay, conde de Errol y secretario de Estado de Asuntos coloniales, asesinado en un bosque por un marido celoso. Esos nombres conocidos no eran para mí sino rostros ciegos. Ahora sus retratos me miran fijamente, colgados de la pared encima del banco. Parecen reunidos como una compañía de actores en el escenario de un teatro, esperando a la vieja amiga de Tania para empezar la función. Una obra que restituiría el aroma perdido de Nairobi. Por desgracia estamos en 1984, es domingo, y el club Muthaiga, sede de fiestas, libertinaje y grandes amistades, está ahora en manos de pálidos descendientes de pioneros. Generación tras generación, lo han ido vaciando de su sustancia sulfurosa para hacerlo a su imagen y semejanza: un lugar de culto como es debido. Al Muthaiga se va para hacer una genuflexión cerveza en mano antes de pasar al sacrosanto 28

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brunch dominical. Un rebaño de polos Ralph Lauren ha sustituido la ropa de caza y el chaqué. Ayer, nada más dejar las maletas en el hotel, me llamó la ayudante personal de la actriz. –La señorita Streep quisiera conocerla lo antes posible. Mañana es su día libre. ¿Podría usted almorzar con ella? ¿Qué tal en el Muthaiga? A las doce en punto entonces... La espero, absorta en mis cavilaciones, cuando el barullo de las conversaciones cesa de pronto. Acaba de aparecer la actriz. Una corriente eléctrica recorre la sala. Luego todas las miradas se apartan de ella con fingida indiferencia. Todo el mundo la observa. Ella lo sabe. Tras los cristales de sus gafas de sol sus ojos me buscan. La montura estrecha endurece los rasgos angulosos de su rostro. La creía rubia, pero es una morena de pelo ondulado la que barre la sala con la mirada. No soy una persona que destaque, pero ella avanza directamente hacia mí antes de que me dé tiempo siquiera a amagar un gesto. Enseguida me coge la mano y me la estrecha con entusiasmo. –¡Clara! ¡Cuánto me alegro de...! Se quita las gafas y me sonríe. Tiene unos ojos azul porcelana muy dulces. Su frente alta y abombada y su tez luminosa expresan serenidad, salvo por una arruga vertical, solitaria pero profunda, que le surca el entrecejo y desmiente esa impresión. Viste de manera muy discreta: blusa sobria, pantalón de sport y zapatillas de deporte. No lleva joyas, exceptuando dos grandes pendientes de oro en forma de aro. Se ha peinado con un moño del que se le escapa un mechón en la nuca. De modo que Karen es ella. Conozco el trabajo de la actriz y la admiro. Es capaz de expresar nuestras emociones más tenues sin caer en el patetismo. Sin embargo, esta joven nor29

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teamericana terriblemente wasp que se sienta frente a mí, ¿sabrá expresar la complejidad de «mi» Blixen? –¿Dos vermús, en homenaje a la baronesa? –‌me pregunta a modo de preámbulo. Naturalmente asiento con la cabeza. Pero la voy a decepcionar. Me cree depositaria de un saber del que, en realidad, no tengo sino una ínfima parte. Karen se llevó consigo su verdad, dejándome con multitud de interrogantes que espero esclarecer durante mi estancia aquí. Sus tapujos, sus secretos y también su pudor. Observo con atención a la actriz, que habla para que me sienta a gusto, o para tranquilizarse ella, no lo sé. Es guapa, sí, a su manera llena de minúsculas imperfecciones. Una nariz un poco demasiado larga, demasiado puntiaguda, los ojos algo pequeños, pero tan expresivos... Creo que Truman Capote le veía parecido con una gallina. Exageraba. No debe de llamar mucho la atención en la vida cotidiana, no debe de atraer las miradas a su paso. Pero tiene una piel maravillosamente delicada, una tez como de natillas que absorbe la más mínima partícula de luz a su alcance. ¿Acaso me adivina el pensamiento? Me confía con una sonrisa en los ojos: –No se imagina lo que he luchado para conseguir el papel... ¡Syd quería a alguien más sexy para encarnar a la «ligona» de Blixen! Ha dicho «ligona» sacudiendo los hombros, como una ingenua nerviosa, como hacía Marilyn cuando jugaba a ser Marilyn. –¿Syd? –Sí, Sydney Pollack, el director. Pues Syd tenía razón. Por inverosímil que parezca, hasta una edad canónica y pese a su espantosa delgadez, Karen Blixen siempre tuvo mucho magnetismo con los hombres. Algunos, y sé de lo que hablo, nunca lo superaron. 30

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Nos echamos a reír. La joven se divierte, es alegre y traviesa. Le gusta la vida, pasárselo bien. De pronto me vuelve a la mente una fotografía. Un retrato de Karen en la granja, en 1923, tenía entonces treinta y ocho años. Se ve a una joven natural y desenvuelta, sonriente, su rostro redondo no lleva maquillaje. Esa mujer aún no busca jugar con la cámara, con el fotógrafo ni con el público. La foto se ha tomado al final de un almuerzo, el buen humor es evidente. Ha apartado el plato y está fumando, con los codos apoyados en la mesa. Delante tiene una pequeña taza de café, la posición de la cuchara en el platillo y las migas de un postre sobre el mantel indican que acaban de tomar el café. ¿Quién capturó ese momento de abandono? ¿Denys? ¿Berkeley? ¿O Thomas, con ocasión de una estancia en casa de su hermana? Alguien que la quería, eso seguro. La fotografía irradia una confianza tal en el instante presente que siento un nudo en la garganta. Un pañuelo atado a modo de turbante le oculta parte del cabello, y vuelve su rostro redondo hacia una bolita de plumas acurrucada en su hombro. Una cría de lechuza. Parece murmurarle al oído una confidencia que la divierte. Karen sonríe. Si alguien me preguntara: «¿Cómo eran sus tiempos felices en Mbogani?», yo contestaría: «Así.» Pronto el mayordomo encontrará al animalillo estrangulado con el cordón de una persiana del que había intentado arrancar algunos hilos para construirse un nido. Pronto la ilusión se disipará. Creo que a Karen le habría gustado la actriz. Almorzamos ante las cristaleras abiertas sobre el jardín tropical; volvemos a ser el centro de todas las miradas, las noto picotearme la espalda, admiro la manera en que la joven hace caso omiso de ellas, cómo consigue crear un espacio de libertad en el corazón de esa masa oscura que trata de aprisionarla. 31

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Ha alquilado una gran propiedad algo retirada de Nairobi, con campos y caballos. Quiere respirar lo que es África, dice, sentirla, aproximarse lo más posible a las sensaciones que transformaron a Karen Blixen. Con los codos en la mesa, apoya el rostro entre las manos. Tiene una mirada soñadora. –África es un Moloch tierno. Según la baronesa, exige que nos despojemos de nuestro tiempo, el tiempo que nos ha convertido en lo que somos, hasta olvidarlo. Solo entonces nos colmará con su belleza extravagante. Pero eso tiene un precio, ¿verdad, Clara? Tenemos que sacrificarle todo lo que no sea África... Entonces se estremece, como para salir de su ensoñación: –Si no, mejor volver a casa sin haber entendido ni jota. Para eso, ¡más valía no haber venido! Esa mujer es pura emoción. Reacciona como una planta a la luz. Y eso que me habían dicho: «es alguien muy cerebral». Se ha documentado muchísimo para este papel, como para todos los que ha interpretado, ha devorado toda la obra de Karen, ha leído con suma atención las biografías, los documentos y los testimonios. Katherine Hepburn lo resumía con un «clic, clic, clic», imitando el mecanismo laborioso de los engranajes de la mente. ¡Qué malvada! A mí me ha parecido discernir en su mirada azul un nerviosismo que, de hecho, ya no intenta disfrazar, se inclina y me dice en voz baja, primero vacilante y luego resuelta: –Clara... No me siento a la altura para encarnar a Karen Blixen. No sé cómo dar vida a esta mujer que se asomó a lo más profundo de sí misma para buscar lo más negro y lo transformó en luz. ¡Aún no ha entrado en mí, y el rodaje empieza mañana! Esas palabras me producen cierto alivio. Pollack no es Bergman. Me daban miedo las certezas, los personajes planchados hasta convertirlos en estereoti32

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pos. Me gustaría animar a la actriz a dudar, a seguir buscando y avanzando en el reino de espejos que es la búsqueda de un personaje, de este en particular, pero no sé lo que espera ella de mí. ¿Que la tranquilice? Nos quedamos calladas. El fino surco de su entrecejo se acentúa. –La voy a necesitar, Clara. Muchísimo. ¿Querrá usted confiar en mí y hablarme de su amiga? ¿Cómo explicarle que Karen y yo no éramos amigas sin desnaturalizar nuestra compleja relación? No le conocí nunca una amiga de verdad. Prefería la amistad de los hombres, los tenía en mejor estima. Con ellos no competía. Al levantarnos de la mesa la actriz me murmura al oído: –Llámeme Meryl, por favor. Antes de que se escape del todo, la retengo sujetándola de la muñeca. Necesito saber. –Blixen es un enigma... Su película inventará una mentira que se convertirá en verdad para siempre. Así es que, dígame, Meryl, ¿qué mujer va a contar usted? Un escalofrío me ha hecho temblar, sin duda me lo ha notado en la voz. Me mira muy seria, y su mirada clara se pierde en la contemplación del jardín, pasa rozando las magnolias y las exuberantes buganvillas, y cuando vuelve a posarse en mí reluce, tierna y confiada. Siento su aliento fresco en la mejilla cuando me dice: –Una mujer cuyo amante era más guapo que ella.

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