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Una aventura de

TraducciĂłn de Laura Lecuona

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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.

La señal de la plaga Título original: Mark of the Plague © 2016, Kevin Sands Autor y editores agradecen a Wellcome Trust y Wellcome Library por facilitar los anuncios de mortalidad que aparecen en las páginas 252 y 417 de este libro. Traducción: Laura Lecuona Ilustración de portada: James Fraser © 2016, Puffin Books Diseño de tipografía en portada: Laura Lyn DiSiena y Greg Stadnyk Fotografía del autor: Thomas Zitnansky Adaptación de portada en español: Francisco Ibarra D.R. © 2017, Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com D.R. © 2017, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Polanco Chapultepec, C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de México www.oceano.mx www.grantravesia.com Primera edición: 2017 ISBN: 978-607-527-144-6 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. impreso en méxico

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Diré esto: la piel de erizo arde con gran facilidad. Descubrir ese hecho curioso no era el objetivo de mi último experimento. Como el maestro Benedict siempre decía, uno nunca sabe qué cosa podrá dar lugar a un gran adelanto. Sin embargo, la manera como se abrieron los ojos de Tom ante las llamas que se extendían por la cabeza del erizo disecado en el alféizar me hizo pensar que, más que adelanto, esto era un revés. Debo decir en mi defensa que yo no había tenido la intención de prender fuego a Harry. Por supuesto, para Tom este argumento no tiene ningún peso. Tú nunca tienes la intención de prender fuego a nada, —diría, cruzando sus enormes brazos y fulminándome con la mirada—, pero de igual modo ocurre bastante seguido. Todo inició, como de costumbre, con una idea. Y con el hecho de que no presté atención a esa voz que me decía: Esto es una mala idea.

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sto es una mala idea —dijo Tom. Miró de reojo el artefacto en el otro extremo de la

mesa de trabajo, como si mirarlo directamente pudiera sacarle los ojos. —Ni siquiera sabes lo que hace —dije. —Estoy bastante seguro de que no quiero saberlo —dijo mordiéndose los labios. El artilugio sí se veía un poco… bueno, extraño. Medía como doce centímetros de alto. Su parte superior sobresalía y se sostenía sobre un estrecho cilindro vertical envuelto en papel. La parte superior del artefacto se equilibraba sobre tres puntas de madera que emergían de la parte inferior. Una mecha para cañón lo recorría desde un extremo. —Es como un hongo con cola —dijo Tom alejándose de la mesa—. Con cola inflamable. No pude evitar sentirme un poco herido. Raro o no, este artefacto era lo más importante que yo había hecho. El resto del equipo de la botica —frascos de cerámica, objetos de cristal cortado, cucharas, tazas, ollas y cacerolas— estaba amontonado sobre las mesas laterales, frío y silencioso. En la habitación sólo quedaba el tenue olor de los componentes y brebajes.

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Hasta el horno gigante con forma de cebolla en el rincón estaba quieto. Porque ésta era la creación que salvaría mi botica. La sostuve en alto, orgulloso. —“Ahúme su Hogar, de Blackthorn. Le garantizamos que… eh… ahumará su hogar”. Bueno, hay que trabajar un poco más en el anuncio. —Hay que trabajar un poco más en tu cerebro —replicó Tom. Ahora sí había llegado demasiado lejos. —Mis inventos hacen exactamente lo que deben hacer. —Ya lo sé —dijo Tom—. Ése es el problema. —Pero… Mira —con toda delicadeza dejé mi Ahúme su Hogar— y le enseñé el dibujo que había hecho en un pliego de vitela desdoblado.

Ahúme su Hogar, de Blackthorn Un invento de Christopher Rowe, aprendiz de boticario

cubierta de papel para su fácil limpieza mecha secundaria que se enciende en el aire apoyos de madera (no tocar)

humo de pólvora, harina, hierbas y aserrín llena la estancia y evita la peste (esta parte hace BUM: no la apunte hacia el rostro) la pólvora lanza el artefacto (precaución: puede explotar)

mecha para cañón (cuidado si está cerca del fuego)

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—Es como los fuegos artificiales —dije, y en retrospectiva pienso que tal vez no fue el mejor modo de empezar. —Hay que encender la mecha por abajo. La pólvora lanza la parte de arriba por los aires, y luego la segunda mecha provoca el estallido —moví el brazo como si estuviera mostrando sedas en la Royal Exchange—. “¡Llene de humo cualquier habitación para mantener a salvo a su familia! ¡Pensado para ahuyentar la peste!” —Ajá —dijo Tom. Creo que mi teatro no lo impresionó ni un poco—. ¿Por qué está lleno de harina? —Ah, eso es lo mejor. Mira. Fui a un extremo del taller, donde tenía guardados los dos sacos de harina que me quedaban. Tomé un puñado y levanté la vela encendida que estaba en la mesa. Cuando le eché la harina, la flama estalló y refulgió. —¿Ves? —le dije—, explota. Eso es lo que el verano pasado hizo explotar el molino de Campden. Había demasiada harina en el aire. Tom presionó los dedos contra su frente. —¿Basaste un invento en la explosión de un molino? —Bueno, eso es menos peligroso que la pólvora, ¿o no? —pero Tom no parecía creer que eso fuera buena publicidad—. En todo caso, cuando la harina explota, incinera el aserrín y las hierbas, y llena de humo la habitación. Y no conocemos nada mejor que ese humo para evitar la peste. Incluso podemos fabricarlos sobre pedido y construirlos con el tipo de madera que el cliente prefiera. —¿Por qué no podrían encender un fuego y ya? —preguntó Tom. —La gente no puede encender fogatas en su casa así sin más. 13

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—Claro, esto que haces se ve mucho más seguro. —Lo es —insistí—. Sólo hay que mantenerlo alejado de las cortinas. Y de las lámparas de aceite y de las mascotas. Mira, voy a mostrarte. Tom retrocedió. —Espera, ¿en verdad vas a encenderlo? —¿Y qué otra cosa haría con él? —Pensaba que sólo bromeabas. Una paloma regordeta moteada de blanco y negro bajó aleteando desde las repisas de los componentes hasta donde yo estaba. Comenzó a zurear. —Sí, Bridget, por favor, hazlo entrar un poco en razón —dijo Tom. Bridget picoteó la mecha de cañón. Retrocedió con un gruñido y se alejó por las escaleras batiendo las alas. —¿Lo ves? —añadió Tom, escondido detrás de la mesa de trabajo—, hasta las aves piensan que estás loco. —Te arrepentirás cuando nade en oro. —Tomaré el riesgo —se oyó la voz de Tom detrás de la madera. Encendí la mecha. La vi crepitar y chisporrotear y luego fui con Tom, detrás de la mesa. No porque estuviera preocupado, por supuesto, sino porque me pareció… prudente. Terminó de quemarse la mecha. Por un momento nada sucedió. Luego la pólvora encendió. Hubo un silbido y saltaron unas chispas por debajo. El cilindro saltó por los aires. —¡Funciona! ¡Funciona! —grité jalando a Tom de la manga. Luego empezó a quemarse la segunda carga. De la parte inferior salió una fina llama humeante. El artefacto se movió 14

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lentamente a un lado y salió disparado por la puerta hacia el mostrador de la botica. —¿Eso es lo que supone que pasaría? —preguntó Tom —Bueno… —dije, pero la respuesta correcta era no. Desde la puerta de la botica surgió un destello, y luego se oyó un estruendo. El estruendo era de esperar. La voz que lo siguió, no. —¡Aaaaaaaah! —dijo.

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orrimos hacia el mostrador de la botica, y de pronto me sentí un poco confundido, en conflicto.

Por un lado, ¡mi invento funcionaba! Mi Ahúme su Hogar

había llenado la botica de una neblina espesa y de olor dulce. Por otro lado, había una gran mancha negra en la pared, entre la puerta de entrada y la ventana. Y justo por ahí, Harry, el erizo disecado del alféizar, estaba en llamas. Agitando los brazos y tosiendo, Tom se precipitó a abrir la puerta principal. Tomó al erizo por la cola (la única parte del animal que aún no empezaba a arder) y lo arrojó a la calle. Harry rodó formando un arco en llamas, y rebotó dos veces en los adoquines antes de detenerse y quedar tumbado mientras se consumía. Tom me miró. Me sonrojé. —Espera un minuto —empecé a decir, pero en ese momento me di cuenta de que el mostrador de la botica estaba vacío—. ¿No acabamos de escuchar el grito de alguien? Tom abrió los ojos como platos. —Hiciste estallar a un cliente. —En realidad, estuvo a punto —dijo una voz cantarina.

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La coronilla de un hombre se asomaba por detrás de la mesa exhibidora, cerca de la chimenea. Vi el conocido mechón de pelo blanco ralo, los ojos un poco empañados, y sentí un espasmo en el corazón. —¡Maestro Isaac! —grité. —Me alegra ver que están ocupados, jóvenes. Isaac salió a gatas de abajo de la mesa y se puso en pie con la lentitud propia de los ancianos a los que les crujen las articulaciones. Me lancé hacia él y me detuve justo antes de estrellarme. —¿Está bien? —Mejor que el erizo —dijo Isaac sacudiéndose los pantalones bombachos—. ¿Puedo preguntar cuál es el propósito de todo esto? ¿La bestia los molestó de alguna manera? —Es mi invento, con el que espero terminar con la peste. El maestro asintió. —Imagino que reducir a alguien a cenizas evitaría la enfermedad. Mi rostro se encendió presa del rubor. —Lo lamento en verdad. —No hubo daños —notó entonces un pedazo chamuscado en el hombro de su jubón—, bueno, sólo algunos. No te preocupes. Tan avergonzado como estaba, me alegró mucho verlo de nuevo. Isaac Chandler, el librero, había sido uno de los pocos amigos del maestro Benedict. Y luego se hizo también amigo mío y nos ayudó a Tom y a mí a detener a la Secta del Arcángel, que la primavera pasada había asesinado a doce hombres, incluido mi maestro. Isaac era el propietario de una librería enclavada en una callejuela de almacenes al norte del Támesis. Y lo más importante, en un sótano abovedado va17

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rios metros por debajo de la tienda mantenía una biblioteca alquímica secreta, repleta de obras antiguas que abarcaban siglos de conocimiento arcano. Yo había estado allí en dos ocasiones: una vez para recoger la llave que me ayudó a revelar un secreto del maestro Benedict, y la otra, cuatro semanas después, para ocultar el secreto que mi maestro me había enviado a encontrar: la fórmula de una terrible arma explosiva llamada Fuego del Arcángel. Cómo quisiera haber ido más veces. La acogedora y cálida librería de Isaac se había convertido rápidamente en uno de mis lugares favoritos. Pero en ese mismo momento me alegraba con que él estuviera allí. Llevaba dos meses fuera de la ciudad. —¿Regresó a Londres para quedarse? —pregunté. —Sí y no —Isaac sacó una gran bolsa de cuero de abajo de la mesa exhibidora—. ¿Puedo sentarme? El camino a casa fue agotador. —Por supuesto —tomé su bolsa y lo conduje al cómodo sillón junto a la chimenea. —Sería mejor un lugar más privado —dijo haciendo un gesto hacia el taller. Sorprendido, lo acompañé al fondo. Tom aguardó y recogió un cepillo para, con gesto resignado, empezar a limpiar la pared chamuscada. Isaac avanzó cojeando hacia un taburete frente a una de las mesas de trabajo y me hizo señas para que lo acompañara. Lo hice, y coloqué la bolsa entre los dos. Ahora que estábamos fuera de la bruma podía verlo con mucha mayor claridad. No tenía buena pinta. Se me hizo un nudo en el estómago. —¿Pasa algo? 18

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—No tengo la peste, si a eso te refieres —aclaró—. Sin embargo, sí parezco haber envejecido mucho. Se desplomó en el taburete, con los ojos hundidos y la cara llena de polvo de la calle. Le llevé un tarro de cerveza, del único barril que quedaba en mi despensa, junto con el último bizcocho de desayuno, que Tom había horneado esa misma mañana. Isaac bebió la cerveza en cuatro tragos. —Gracias. Hacía muchos años que no montaba a caballo —se removió en el taburete—. Mi espalda desearía que hubiera pasado más tiempo. —¿Acaba de llegar? Asintió con la cabeza y dijo: —Hace una hora. Llegué con un viejo amigo tuyo. Fruncí el ceño. ¿Tenía yo siquiera un viejo amigo? —Lord Ashcombe —aclaró Isaac. Lord Richard Ashcombe era el guardia del rey, el protector personal de Su Majestad, Carlos II. Junto con Isaac, él había tenido un papel decisivo en la detención de la secta. —Pensé que estaba en Wiltshire con el rey —dije. —Sólo vino a Londres a pasar el día, pero yo necesitaba reunirme con él, pues traía algo para mí. Isaac abrió su mochila y extrajo dos paquetes. El primero estaba envuelto en un trapo de lino. Isacc le dio un golpecito al segundo, que estaba envuelto en una funda de cuero engrasado y firmemente amarrado con cuerda. Los nudos estaban sellados con lacre. —¿Qué es? —pregunté. —Un libro —respondió—, un libro muy especial. Llevaba treinta años intentando adquirirlo. Me quedé viendo el paquete, como si esforzándome lo suficiente pudiera mirar a través del cuero. —¿De qué se trata? 19

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Isaac pasó las yemas de los dedos por la cuerda. —Eso no es importante ahora. Tal vez algún día te lo muestre, pero no hoy. El maestro Benedict solía responderme así, y yo me enfurecía, además, como seguramente no conseguiría convencer a Isaac de decírmelo, contuve mi decepción y pregunté: —¿Qué hay en el otro paquete? —Nada demasiado valioso, pero inestimable para mí. Abrió la envoltura de lino. Debajo había un panqué de miel recién horneado, con glaseado de azúcar. —Mi favorito —dijo—. Toma un poco. Corté un pedazo. Se me hacía agua la boca. Seguí examinando el misterioso paquete en el mostrador. —¿De dónde salió? —De la panadería de Fleet Street. —Me refería al libro. —Ah, ¿sí? —Maestro Isaac —dije exasperado. —De Egipto, vino de Egipto, y eso es todo lo que voy a decir —respondió afable y volvió a meter el libro en la bolsa—. Me alegra ver que la peste no te ha hecho perder la curiosidad. Ni el apetito. —Lo siento —dije. Ya había devorado la primera rebanada, y supongo que Isaac había notado cómo miraba el resto del panqué. Cortó otra rebanada. —Con gusto lo comparto contigo. He estado preocupado por ti. Las noticias sobre Londres han sido particularmente malas. Cualquier cosa que hubiera oído no podría transmitir la oscuridad que envolvía la ciudad. Cuando la Secta del Arcángel 20

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asesinó a mi maestro, pensé que era lo peor que podría pasarle a nuestra ciudad. Estaba muy equivocado. La peste, que en Londres había estado sosegada durante casi treinta años, había retornado como si se tratara de una venganza. Lo que comenzó como unos cuantos casos aislados fuera de las murallas se propagó rápidamente hasta dispararse con el calor del verano. Los Anuncios de Mortalidad, que se publicaban todos los jueves, llevaban la desa­ lentadora cuenta oficial (6,102 muertes sólo en la última semana), pero todo mundo sabía que ese número estaba maquillado. El verdadero conteo era tal vez del doble. El total de los decesos llegaba ya a los treinta mil, y cada día iba en aumento. El primero de nuestra calle en fallecer fue un niño: Jonathan Hartwell, el hijo del orfebre, de apenas diez años. Al principio sus padres tenían la esperanza de que se tratara de alguna otra enfermedad, pues la peste comienza como muchas otras: escalofríos, calambres, sudor. Pero luego las cosas dieron un giro. Empezó a vomitar de manera incontrolable. El cuerpo se le sacudía con las convulsiones y los delirios se apoderaron de él: su mente brincaba de ángeles a demonios, pasaba alternadamente del arrobamiento al tormento, y en un momento rezaba para maldecir en el siguiente. Los Hartwell renegaron de la enfermedad, hasta que finalmente una prueba quedó marcada en la piel del niño. Algo característico de la peste eran las marcas, las señales, unas horribles hinchazones negras en el cuello, debajo de los brazos, en la ingle o, en casos poco comunes, sarpullido y manchas rojas en la piel. Como la mayoría, el pequeño Jon tenía hinchazones. Sus gritos eran tan fuertes que alcanzaban a oírse a cuatro casas de distancia: traspasaban las puertas cerradas, los 21

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postigos de las ventanas. Aunque me cubriera las orejas con las manos, seguía escuchándolos. No había nada que yo pudiera hacer. Le llevé a su padre un poco de adormidera para tratar de aliviar la agonía del pobre niño, pero era poco consuelo contra la enfermedad. Incluso entonces su madre seguía esperanzada, pues algunos conseguían sobrevivir a la peste. Sin embargo, el largo descanso finalmente le llegó, y su silencio fue llenado por los gemidos de la madre. Todo lo que yo podía hacer era escuchar, inútil. Como ahora. —Las cosas no dejan de empeorar —le dije a Isaac—. Estoy muy asustado. —La enfermedad nos hace iguales a todos —dijo—. ¿Entonces has estado siguiendo a ese profeta? —¿A quién? —Según lo que escuché, hay en la ciudad un profeta que puede predecir el curso de la peste. ¿Lo has visto? —me preguntó. Nunca había oído hablar de él. —Tom y yo prácticamente no salimos de la botica. No nos llegan noticias del exterior. Excepto los Anuncios de Mortalidad, supongo. Y eso ya era más de lo que cualquiera de nosotros quería saber. Como el resto del mundo, Tom y yo nos quedábamos dentro para mantenernos a salvo, pues nadie sabía cómo se propagaba la enfermedad. Todos creían que el humo podía mantenerla fuera (de ahí mi no tan exitoso invento), pero uno nunca podía estar seguro de si alguien estaba infectado hasta que quedaba marcado. De todas formas, no había muchas razones para salir. La peste había dejado a Londres inmóvil. La mayoría de las tien22

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das había cerrado, y los trabajos desaparecían con ellas. Cualquiera que pudiera darse el lujo de marcharse ya lo había hecho. Durante el verano, las calles de Londres estuvieron llenas de carruajes con gente acaudalada que salió huyendo, despavorida, hacia la seguridad de la campiña. Los únicos que transitaban por la calle asiduamente eran los que conducían la carreta de los muertos, que todas las noches recogían cadáveres marcados, haciendo sonar una campana y lanzando ese grito terrible: Saquen a sus muertos. Isaac sacudió la cabeza. —En Londres ha habido tres epidemias de peste desde que nací: en 1603, 1625 y 1636. Y déjame decirte, Christopher, que ésta es peor que todas las anteriores juntas. Si en verdad hay un profeta por ahí, es una espantosa señal de que los mundos del más allá se han vuelto a interesar en nuestra ciudad. Y a ti no tengo que explicarte lo peligroso que es eso. Me estremecí al pensar en el Fuego del Arcángel. —Cuando la peste atacó pensé que posiblemente usted ya no volvería —le dije. —No planeaba hacerlo, pero con la noticia de este profeta y los informes de saqueos en la ciudad cambié de parecer. Por eso me detuve aquí en mi camino de regreso. Quería avisarte que voy a cerrar mi librería. Su anuncio se sintió como un golpe en el estómago. Aunque sólo había ido dos veces a su librería, su relación con mi maestro me hacía sentir como si estuviera perdiendo un segundo hogar. —Pero ¿por qué? ¿Y qué va a pasar con la biblioteca en el sótano? —Nada. Precisamente por la biblioteca voy a clausurar la librería —Isaac suspiró—. Adoro mi librería, casi tanto como 23

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tu maestro adoraba este lugar. Pero la biblioteca… ésa es mi razón de ser. Todo lo que he hecho en la vida ha sido para servirle, hacerla crecer, protegerla. Sin embargo, he sido un tonto —dijo señalando el libro dentro de la bolsa—. He estado comprando obras para el futuro. Lo que debía hacer era prepararme para él. No tengo aprendiz —agregó—. Si muero, nadie ocupará mi lugar. Y esa biblioteca tiene que sobrevivir. Entonces tendré que sobrevivir yo junto con ella, al menos por un poco más de tiempo. Isaac miró el interior de su tarro y prosiguió: —Habría preferido simplemente no volver, pero si saquean mi librería y los ladrones encuentran el pasaje secreto a la biblioteca… No puedo permitir que eso suceda. Si debo estar en Londres, hay una única manera segura de evitar la enfermedad: prescindir del contacto con la gente hasta que el brote haya pasado. Así que eso haré —dijo—. Voy a cerrar la librería y encerrarme en el sótano. Ahora no hay duda de que la peste rondará al menos varios meses más. Acabo de pedir que se me envíe comida suficiente. Intenté imaginar cómo sería pasar unos meses en un lugar subterráneo. Sin aire fresco, ni luz del sol. Sonaba horrible. —¿No se sentirá solo? —Mis libros me harán compañía, a menos que tú quieras venir. Parpadeé. —¿Yo? Asintió. —Por eso pasé por aquí. Como tu maestro ya no está, quería ofrecerte la oportunidad de quedarte conmigo en la biblioteca. Hay suficiente espacio para los dos, y aunque estén mis libros ahí, sería considerablemente más agradable tener alguien 24

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con quien platicar. Además, yo me quedaría más tranquilo: no tendría que preocuparme de que pudieras enfermar. No estaba seguro de qué decir. En realidad no quería vivir oculto bajo tierra. Pero, por otro lado, tampoco quería convivir con la peste. Además, tendría la oportunidad de conocer mejor a Isaac, escuchar sus anécdotas sobre el maestro Benedict. ¡Y esa biblioteca! Todos esos libros… Y todo el tiempo del mundo para leerlos. —¿Y Tom? ¿Podría venir también? —pregunté. Isaac frunció la boca. —Los familiares de Tom ¿todavía viven? —Sí. —¿Y querrían saber adónde fue? Entonces entendí por qué Isaac había pedido hablar en privado. —Sí —dije abatido. —Tom sería bienvenido —dijo Isaac—. Antes le confié nuestro secreto, y tu amigo demostró lealtad. Sin embargo, como tú ya descubriste, el conocimiento de esa biblioteca podría ser peligroso si cayera en las manos equivocadas. Su familia no puede saberlo, así que mucho me temo que la respuesta es no. Estaba decepcionado, pero no culpé a Isaac. La madre de Tom era una persona decente, pero muy chismosa. Las hermanas también eran buenas niñas, pero demasiado pequeñas para confiarles una responsabilidad de ese tamaño. En cuanto al padre, lo mejor es no hablar de él. Estaba claro que Tom no podría venir. Eso definió mi respuesta. ¿Y si Tom se enfermaba mientras yo estaba escondido y a salvo? No podría abandonarlo, y tampoco podría abandonar lo que mi maestro me había dejado. 25

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—En verdad quisiera ir con usted —dije a Isaac—, pero puede que Tom necesite mi ayuda. Y… no sé, estaba esperando idear algo para ayudar a la ciudad. Me sentí un poco estúpido al decir eso, pero Isaac simplemente sonrió y me puso una mano en el hombro. —Le hice el mismo ofrecimiento a Benedict en el treinta y seis —dijo—, y me respondió exactamente lo mismo. Muy bien. Pasemos a los asuntos prácticos. Antes de encerrarme a cal y canto, dime, ¿necesitas algo? —Bueno, ya que lo menciona —dije avergonzado—, me preguntaba si quizás, es decir, si tuviera usted algún… Isaac levantó una ceja. —Quisiera regresar a casa antes de pescar la peste, Christopher. —Sí, claro… este… ¿Será posible que… que me preste un poco de dinero? —¿Dinero? —¡Le pagaré, se lo prometo! —anuncié enseguida—. Es sólo que… al parecer me quedé sin un penique. Isaac me miró con severidad. —El Gremio de Boticarios te concedió diez libras tras la muerte de Benedict. No puede ser que lo hayas derrochado todo, ¿o sí? —No he derrochado ese dinero —dije—. Nunca lo recibí. De pronto lo entendió todo. —Déjame adivinar —dijo—. Todas las semanas fuiste por él. No estaba listo, pero siempre tuvieron alguna excusa para no dártelo. Y ahora, con la peste, cerraron sus puertas y ya no puedes ir a reco­gerlo. —Siempre me lo explicaban muy amablemente. —No lo dudo. ¿Con qué has vivido todo este tiempo? 26

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—He estado vendiendo un poco de las reservas de la tienda a otros boticarios —dije—, pero ya nadie quiere comprarlas. —¿Porque les preocupa que puedan estar contaminadas por la enfermedad? —preguntó Isaac. Asentí, desconsolado. El asesinato de mi maestro no sólo había dejado un hueco en mi corazón: también me había dejado sin amparo. Después de todo lo que pasó con la Secta del Arcángel, se suponía que el Gremio de Boticarios me asignaría un nuevo maestro, pero cuando la peste agravó, el consejo del gremio cerró el Colegio de Boticarios y salió huyendo junto con el resto de la gente acaudalada. Con los negocios del gremio clausurados, cualquier posibilidad de que yo consiguiera a un maestro se había desvanecido… junto con las diez libras que me habían prometido. Por ser un aprendiz, yo no podía vender remedios, eso era ilegal. Por eso inventé Ahúme su Hogar: como el humo no curaba la peste sino que sólo evitaba que la contrajeras, técnicamente no se trataba de un remedio, así que venderlo no sería ilegal. Sin embargo, esa gran marca negra en la pared chamuscada junto a la puerta y el erizo carbonizado en la calle dejaban muy claro que mi invento todavía no estaba listo para comercializarse. Y si añadíamos que los pocos boticarios que quedaban ya no querían comprar mis reservas, mi caja fuerte estaba vacía. —Ay, Christopher —dijo Isaac—, no debí dejarte solo aquí. Toma —sacó cinco chelines de plata de su jubón y los puso sobre la mesa—. Te daría más, pero gasté el resto de mis ahorros abasteciéndome para la cuarentena. ¿Sabes qué?, quédate también con el panqué de miel. No, no me discutas —se dio unos golpecitos en el estómago—. Me encanta, sí, pero la verdad es que no me sienta muy bien. 27

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Si no fuera por la cautela que el entorno exigía, lo habría abrazado. —Esto será de gran ayuda. —Pero no suficiente —masculló Isaac. No durarían hasta que terminara el brote, era seguro, pero esos chelines de plata me mantendrían alimentado por algunas semanas más. Tom, especialmente, estaría encantado, y no sólo al ver el panqué. La panadería de su familia se había clausurado, pues todos sus clientes habituales habían huido, y como el precio de la harina había bajado tanto, la mayoría de los que quedaban horneaban su propio pan. Su padre, que era bastante avaro, tenía guardado en casa dinero suficiente para un buen rato, así que ni Tom ni sus cinco hermanas morirían de hambre. Pero no gastaría en mí ni medio penique. De hecho, había llegado a alentar a Tom para que pasara los días conmigo, de modo que comiera de mis provisiones y no de las suyas. Sin embargo, no se dio cuenta de que todo ese tiempo Tom estuvo sacando comida de su casa a hurtadillas para traérmela, aunque sólo fuera lo que alcanzaba a esconder debajo de la camisa, un panecillo o dos. Así que el dinero de Isaac caía de maravilla y me salvaría al menos por un tiempo. Bajé de mi taburete de un salto para ir a contarle a Tom. —Espera —dijo Isaac. Me detuve en la puerta. Del lado de la tienda, Tom había terminado de limpiar la pared manchada y estaba guardando las cosas en su lugar. Vi por la ventana a un par de hombres caminando hacia mi botica. —Le di mi palabra a Benedict de guardar silencio, pero creo que, en vista de las circunstancias, no le molestaría que yo rompa la promesa —dijo Isaac y se enderezó en el taburete—. Supongo que no has encontrado el tesoro de tu maestro. 28

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