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prólogo

no es país para ciencia

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os años de crisis han tenido un curioso efecto colateral en

los medios españoles: el aluvión de redescubrimientos de inventores olvidados. En el verano de 2013, hubo una cascada de publicaciones, incluidas sendas series en El País y en el periódico digital Materia. Y el fenómeno aún continúa: un conocido programa televisivo que ha hecho del misterio un filón ha encontrado huecos para inventores como Mónico Sánchez y Emilio Herrera Linares. Quizá porque considera que es un fenómeno paranormal que algún español haya inventado nada. Eso no era impedimento para que en España siguieran siendo noticia cosas simplemente inauditas, como la inauguración, en febrero de 2013, del Centro de Interpretación de las Caras de Bélmez, construido en el municipio jienense no solo con el apoyo de su alcalde (del

psoe,

ticaba al gobierno del

el mismo partido que paralelamente cri-

pp

por los recortes en investigación) y del

presidente de la diputación, sino también gracias a una generosísima aportación de los Fondos Europeos de Ayuda al Desarrollo, Feder. En total, 850.000 € de inversión, el 75% de los cuales procedía de Europa. Y eso, en un momento en el que el gasto público se encontraba desplomado en nuestro país y centenares de investigadores tenían que abandonar sus proyectos, buscar continuidad en el extranjero o recurrir incluso a novedosas fór11

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mulas de microfinanciación como el crowdfunding, otra palabra que aprendimos gracias a la crisis. Al primer embate de la recesión, habíamos redescubierto que España no es país para ciencia. El efímero espejismo que supuso el incremento en la inversión en investigación de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y algunas de las autonomías más gastadoras pronto reveló que era eso, un espejismo. Luego supimos que tampoco la ciencia y la tecnología habían escapado a las desviaciones de la cultura del pelotazo. Igual que se habían construido aeropuertos sin aviones o faraónicas estaciones de ave por las que pasaban apenas unas decenas de personas al día, se habían construido centros de investigación con un dispendio excesivo en el edificio, lo que luego obligó a recortar gastos en los proyectos. Y de la misma forma en que se inauguraban museos firmados por reputados arquitectos, para luego tenerlos vacíos porque nadie había pensado qué iban a albergar, así también tenemos aún instalaciones infrautilizadas, que nunca han llegado a demostrar que nos construyeran por error. La ciencia, como la educación, no es algo que dé fotos, y eso es un pecado para los políticos cortoplacistas, encadenados a ciclos electorales que apenas les dan, en el mejor de los casos, un par de años para gobernar sin preocuparse de las encuestas. Y justificar gastos en investigaciones de física teórica o destinar millones de euros a una inmensa máquina para buscar subpartículas de nombre exótico no suele ser una idea que aprueben los asesores que les dicen a esos cargos cómo ganar las elecciones, resumiéndolo en ese concepto tan socorrido de darle a la gente lo que pide. La gente difícilmente pedirá un radiotelescopio que indague en los orígenes del universo ni la secuenciación del genoma de un infusorio. Es más fácil que pida que no le recorten la sanidad, quizá sin darse cuenta de que muchas de esas investigaciones 12

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acaban repercutiendo en mejoras en la medicina, solo que lo hacen al final de un largo ciclo, quizá décadas después de acabada la investigación teórica, y quizá solo benefician a los países que hayan sido capaces de generar esos avances. Los demás, como desgraciadamente suele ocurrir en España, se limitan casi siempre a comprar el resultado, sin obtener el beneficio de todo el conocimiento acumulado en su búsqueda, los conocimiento que contribuye a asegurar la autonomía del país y la apertura de nuevos caminos por los que llegar a su vez a otros avances. Pero no nos engañemos, porque este camino podría hacernos llegar a la conclusión de que nuestra clase política es rehén de un pueblo ignorante y primitivo que le obliga a dejar de lado cualquier esfuerzo de mejora. O sea, que en España habría una élite de los mejores que ocuparía los puestos políticos, y una plebe ignorante y manipulable que le cortaría las alas. Sin embargo, lo cierto es que, en términos de cultura científica (o quizá habría que decir simplemente cultura), no hay mucha diferencia entre el interés casi nulo que la ciencia despierta entre nuestros políticos y en el resto de la población. Claro que eso tampoco tendría por qué ser un problema: se supone que para eso están los asesores, pero, si nuestro presidente del gobierno tiene asesores personales en ciencia y tecnología, los debe de tener bien escondidos. Esto tampoco tendría que extrañarnos en un país en el que el peso de estas materias en los planes de estudio es muy pequeño, en el que aún hay que dedicar horas lectivas a la religión, y aceptar que cuente en la media de las notas, como si su contenido no tuviera más que ver con el siempre discutible territorio de lo moral o lo personal, que con el de la formación de mentes capaces de plantearse las preguntas y las cuestiones que han hecho, desde siempre, avanzar a la ciencia. 13

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Pero lo mismo se puede decir de una concepción del conocimiento que levanta una barrera impenetrable entre esos dos grandes bloques enfrentados que son las humanidades y las ciencias. Y por supuesto, si nos fijamos en la liga de los premios Nobel (que como todos los galardones pueden tomarse como un indicativo, pero nunca como una sentencia), decididamente España militaría en el bando de las humanidades (o más coloquialmente, de las letras), por más que nuestros índices de lectura anden por los suelos (algo en lo que quizá tenga algo que ver el que algunas de las primeras lecturas a las que tengan que enfrentarse los estudiantes sean los áridos Cantar de Mio Cid o las Cantigas de Nuestra Señora). Se considera que alguien es analfabeto si no es capaz de leer, pero va siendo hora de plantearse que existen habilidades cuyo desconocimiento condena a otros analfabetismos, que a su vez inhabilitan para entender y participar de muchos de los debates esenciales de nuestra época, lo que repercute inevitablemente en la formación de ciudadanos de segunda. Cuesta entender que las matemáticas no deberían ser territorio exclusivo de “los de ciencias”, sino que al menos hasta cierto nivel tendrían que ser un conocimiento tan básico como la lectura o la expresión oral y escrita. Porque las matemáticas son el lenguaje en el que nos habla el mundo: un lenguaje limpio, sin interferencias, una de las herramientas más poderosas en la búsqueda de las respuestas y en la capacidad de plantear preguntas.

España no es país para ciencia, pero sería un error pensar que una especie de maldición nos obliga a ser segundones en este campo donde se juega gran parte del prestigio real de las naciones. Si algo demostró esa reivindicación de unos nombres tan14

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to tiempo olvidados fue que, incluso en las peores condiciones, nuestro país en realidad nunca estuvo totalmente descolgado de las tendencias que recorrían los países más desarrollados. La potencia de la segunda revolución industrial fue capaz de remover desde su base toda la sociedad, que literalmente cambió para siempre. Y lo que es más importante, generó una capacidad de ilusión y confianza en el futuro que se convirtió casi en un sueño colectivo de mejora permanente. Sin embargo, este relato de nombres heroicos que luchan por sacar adelante sus inventos, con confianza absoluta en sus ideas, tiene una vertiente peligrosa. Porque el siglo

xix

fue también el

del cambio de modelo en la ciencia. Hasta entonces, las innovaciones se producían por el empeño de nombres particulares, que hacían sus aportaciones tras una vida dedicada a crear hipótesis que luego validaban en el laboratorio. Pero a partir del último tercio del xix, los descubrimientos, cada vez más, necesitarán de un esfuerzo colectivo, incluso repartido entre varios países, en el que los problemas de paternidad de inventos como el cine, el teléfono o la radio se convertirán en algo habitual. Los relatos de triunfo individual, tan queridos por el público, serán cada vez más raros, e incluso cuando existen, como en el caso de Edison (quien firmó más de mil patentes, pero que tenía a todo un ejército de ingenieros trabajando para él, cuyos inventos automáticamente pasaban a formar parte del acervo del mago de Menlo Park), sufren cada vez más la larga sombra de la sospecha. En definitiva, no fueron los talentos individuales los que marcaron la diferencia. Hubo un reparto más o menos razonable de mentes brillantes entre todos los países, pero finalmente solo fructificaron aquellas que cayeron en suelo fértil. Y para la invención, suelo fértil es aquel que ofrece las condiciones económicas, sociales, demográficas, políticas y demás que favorecen la inver15

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sión de dinero y de recursos. Algo que requiere que el trabajo de los científicos y los inventores tenga un reconocimiento social. Y segundo, que exista un tejido industrial ávido de avances que mejore el rendimiento de las técnicas, capaz de poner en marcha desde cero nuevas industrias nacidas de los caminos abiertos por las tecnologías nuevas, caminos que suelen estar llenos de incertidumbre y dudas acerca de la rentabilidad última de esas apuestas. Hay, por supuesto, otros requerimientos adicionales, como la existencia de un sistema educativo serio y sólido, capaz de localizar y cuidar a los talentos. Todo esto ocurría en países como Alemania o Francia, que no en vano se convirtieron en potencias europeas de investigación; pero si hubo un país que pareció construido exprofeso para captar y aprovechar al máximo los vientos del cambio, ese fue Estados Unidos. Tal fue su capacidad de atracción, que numerosos talentos nacidos en el extranjero, especialmente en Europa, decidieron aventurarse y probar suerte allí. España, por esa misma época, era un país cerrado sobre sí mismo, con un endeble tejido industrial que, salvo en espacios puntuales, como la minería o la electricidad para el alumbrado, fue al rebufo de los avances que se realizaban, indefectiblemente, fuera de nuestras fronteras. Hubo, sin embargo, un puñado de nombres que intentaron que esto fuera diferente. Algunos de ellos protagonizan este libro, como Mónico Sánchez, quien intentó que España se pusiera a la vanguardia de la electromedicina y las aplicaciones de las altas frecuencias, que abrieron el camino a aplicaciones como la televisión o las comunicaciones inalámbricas. O como la curiosa fijación decimonónica española por conseguir construir el primer submarino operativo, que tuvo en Cosme García Sáez, Narciso Monturiol 16

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e Isaac Peral a sus nombres fundamentales, a los que siguieron otros que aportaron sus diseños de aparatos y los convirtieron en realidad gracias a su esfuerzo personal y de las comunidades en las que vivían. Un relato, el del submarino, que se entrecruza además con Julio Verne, con los buscadores de tesoros de nuestros galeones y con el poderoso componente romántico que el navegar bajo las aguas despertó siempre en la conciencia colectiva del xix.

Y finalmente, la radio, emblema de toda una revolución en

las comunicaciones que derivó en un vuelco en los usos y modos sociales, y que tuvo en Julio Cervera Baviera un nombre que, para muchos investigadores, debería ser considerado al menos como co-creador de ese invento que, cada vez con más polémica, los manuales siguen atribuyendo a Marconi.

Este libro no tiene vocación enciclopédica, ni pretende ser exhaustivo. De hecho, hay más historias que podrían estar aquí, pero las tres que se proponen bastan para dar una visión de lo que sucedía fuera de los márgenes oficiales, e incluso académicos. Porque varios de los que desfilarán a continuación fueron en realidad outsiders que se atrevieron a hollar el campo de la invención saliéndose de los canales educativos e institucionales reconocidos. Así fue en el caso de Mónico Sánchez, que tuvo que aprender ingeniería por correspondencia en inglés, desconociendo ese idioma; o en el de Juan García Castillejo, el sacerdote valenciano que se empapó de los avances en tecnología inalámbrica que se estaban sucediendo en el mundo desde su despacho parroquial en la pequeña localidad de Segorbe. Esta historia pretende ser un retrato de una época, o de parte de una época. Que las conclusiones sean optimistas (a pesar de todo, hubo y seguirá habiendo españoles con vocación a prueba 17

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de obstáculos) o pesimistas (este país es un desastre, siempre lo ha sido y no tiene arreglo), queda a la decisión del lector. Lo que sigue son historias de empeños, de sueños, de visiones, de esfuerzos y, al final, de decepción y frustración. Y sin embargo, uno está convencido de que todos y cada uno de ellos, si hubieran tenido la posibilidad de empezar de nuevo, volverían a hacer exactamente lo mismo. Porque incluso en sus fracasos hubo algo grande, algo que vale por muchas vidas anodinas que rechazan el riesgo y prefieren vivir en el adormecedor refugio de lo seguro.

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