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–¡No os atreváis a tocar mi bicicleta, palomas inmundas! ¡Mi preciosa bicicleta nueva! Babbo, como he de llamar a mi padre, me la regaló para mi cumpleaños. Tengo seis años. –¡Fuera de aquí, que me llenáis la terraza de caca! ¡Y yo juego aquí! Vestida para salir, con abrigo, botas blancas acordonadas y boina, espero en la cocina, pegada a la puerta del balcón, y miro por el cristal empañado. Mamá está preparando la sopa. Dibujo con los dedos un círculo en el cristal y vigilo las huestes de palomas que amenazan mi bicicleta. La niebla ha cubierto la terraza de una capa de algodón, pero las veo perfectamente, son mis enemigas, unas palomas gordas que picotean con una maña fuera de lo común. ¡Y esos pasitos asquerosos que dan, esa manera de mover la cabeza espasmódicamente, de ir de un lado a otro sin parar! Me tapo los oídos, no quiero oír más esos arrullos que no cesan. Mamá sigue con su sopa, el vapor inunda la cocina. Empiezo a sudar. Desde que murió la hermana de mi madre y los abuelos dejaron de vivir juntos, y desde que mis padres se divorciaron, vivo con mamá en casa de Felizian, su padre. Cuando mi abuelo se acerca arrastrando los pies y me mira fijamente desde muy arriba, con esos ojos que echan chispas, y me amenaza con el índice, su figura, alta y descarnada, me da miedo. Es viejo, pero sigue ejerciendo de médico y escribe óperas dramáticas. Por desgracia, también bebe mucho. Aunque mamá lo ayuda en la consulta y se ocupa de la casa, es imposible compaginar tanto trabajo. Una mañana, estando el pasillo abarrotado de pa7

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cientes, entro corriendo en la sala de curas a buscar a mi abuelo. Está detrás de la puerta y tiembla de la cabeza a los pies. De un solo trago rápido se vacía una botella. Un olor penetrante inunda la habitación, me tapo la nariz y salgo corriendo. En casa, además de la consulta, hay un dormitorio para mamá y para mí, otro para el abuelo, la cocina, un cuarto de baño, un retrete y un pasillo largo y estrecho con una alfombra que lo recorre de un extremo a otro como una flecha roja. Esta primavera llueve a menudo. Fuera, todo está gris y resbaladizo, pero a mí me da igual, todos los días salgo a practicar con la bicicleta, roja y reluciente, un regalo de Babbo. Acaricio la pintura con cariño. Si la lluvia la ha mojado, le paso el vestido por el cuadro y la limpio hasta que vuelve a relucir. El vestido se ensucia y se arruga, claro. Mamá me reñirá, pero no me importa. Me siento en el sillín y me muevo despacio hacia delante, siempre con una mano en la barandilla de la terraza. Me da rabia que las ruedas toquen la caca de las palomas y se manchen de blanco. A veces, me detengo y me pongo a mirar al gato del tejado de enfrente, que se refriega lascivamente contra la chimenea. Me mira impasible. Me encanta sacarle la lengua. Después, el gato se vuelve, ofendido, y no se digna a mirarme de nuevo por mucho que yo lo intente, le silbe, lo llame. Ese tejado, impermeabilizado con alquitrán y desmoronado, se abomba sobre una casa en ruinas. En algunas partes se hincha o está rajado como una úlcera de la que crece una planta. Los bordes se ven carcomidos, y el canalón siempre pierde agua. Faltan algunos ladrillos de la pared. Están desparramados por el patio, pero a nadie le importa. Encima de la puerta de la calle, condenada con tablas, aún pueden leerse los restos borrosos de un nombre. Faltan algunas letras. A veces, le pregunto a 8

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mamá qué ponía ahí antes, pero por toda respuesta se encoge de hombros. Cuando mamá me llama, coloco la bicicleta de manera que no toque jamás ni un centímetro de la barandilla oxidada. Mi padre lleva ya mucho tiempo en Viena, buscando trabajo. Siempre se presenta sin avisar, con un regalo bajo el brazo, y me lleva con él. Una noche de tormenta con rayos y truenos, aparece de improviso en la puerta con una muñeca negra. Directamente de África, dice. Le creo, la muñeca huele a sol y a desierto, a África incluso. O manda un mensajero que entrega mis­ teriosos paquetes a mi nombre. Yo rasgo ansiosa el papel y la caja, y me lanzo sobre el regalo: muñecas, animales de peluche, un vestido, zapatos que casi siempre me van pequeños. Una vez me regaló una vaca de terciopelo verde agua con abalorios de colores. No tardo en advertir que parece salida de un cuento oriental. Y la acaricio tanto, la estrujo y la quiero tanto, que no tarda mucho en perder todas las cuentas; además, el terciopelo se estropea y se pela por todas partes. Hoy sé que falta poco para que venga a buscarme. Admiro a mi padre. Es un hombre fuerte, un hombre importante, todos hacen lo que él quiere. Viajamos en coches de los que saltan hombres que nos abren la puerta. Me compra unos vestidos maravillosos, comemos en restaurantes de categoría. Además, tiene el poder de llevarme con él sin que nadie pueda decir nada. En su casa soy una princesa, pero también me angustio un poco. Abre siempre tanto los ojos, de color azul hielo, que se le ve el blanco enorme del ojo, y agita los brazos con furia. De su enorme boca salen expresiones de cariño almibaradas y terribles sonidos de aflicción. La verdad es que verlo no me alegra en absoluto. ¿Por qué tengo que ir siempre con él, a todas partes, a la feria, a las jugueterías, al sastre, al hotel o a comer?

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La puerta se abre de par en par y Babbo entra precipitadamente, se arrodilla ante mí, me estrecha con sus brazos fuertes y me aprieta contra su cuerpo. El olor a tabaco y a perfume me da asco, apenas puedo respirar. –¡Cariño, mi muñequita, angelito mío! –‌susurra. Después me besa en los ojos, las mejillas, la boca, infinitos besos húmedos. Me limpio la cara disimuladamente con la manga del abrigo. Me coge la mano, la aprieta con fuerza con su zarpa y salimos. Miro a mamá suplicándole que no me deje ir con Babbo, pero ella no dice nada y mira las palomas por la ventana. ¿Por qué lo ha dejado entrar? Tengo la sensación de que las puntas de mis pies apenas rozan el suelo. Babbo me lleva hasta un coche rojo. Hoy volvemos a la juguetería Obletter, el paraíso de los niños de Múnich. Allí me saludan todos mis amigos: las muñecas, los enanos, las hadas, los animales, la princesa, el rey. No me detengo cuando paso junto a la bruja y el diablo. Hemos ido tantas veces que los conozco bien a todos. Y por la noche, cuando estoy en la cama, muda y rígida, ellos cantan y tocan sus instrumentos, y arman tal barullo que no tengo que oír a mi abuelo, otra vez borracho. Mi padre me compra un león de trapo; abrazo a mi nuevo muñeco con ternura. Es tan grande que no me deja ver por dónde camino. A menudo le pido a Babbo que me lleve al viejo tiovivo del Jardín Inglés. Si está cerrado, oculto tras listones grises y descoloridos, me aprieto contra la madera caliente, me deslizo paso a paso por el cercado curvo del recinto hasta que descubro un agujero. La más pequeña hendidura me permite reconocerlos incluso a oscuras: los ojos encendidos de los caballos, que se encabritan, el cisne solitario que echa tanto de menos a su compañera, los gansos sorprendidos en 10

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medio de su incesante trompeteo, la jirafa, más alta que todos y por eso tan engreída. Los cerdos que parecen reír con sorna, el inquieto avestruz, la carroza con la corona en el techo y, por supuesto, la concha blanca, entreabierta, que oculta un secreto. Aspiro ávidamente el olor intenso del barniz. Si tenemos suerte, encontramos el tiovivo abierto, y la música del organillo hace que mis pies se muevan cada vez más rápido. Abrazada al cuello de un animal o erguida en el pescante, no veo la hora de que el tiovivo comience a girar. A veces me meto dentro de una concha, y seis peces de un azul reluciente me hacen cruzar el mar en una veloz travesía. Pronto dejo de saber cuándo termina una vuelta y empieza la siguiente. Entretanto, suele hacerse de noche, y sólo entonces bajo a trompicones los escalones del tiovivo. Por desgracia, hoy mi padre tiene mucha hambre, y no tardamos en cambiar el tiovivo por un lujoso restaurante chino. Para ocultar mi decepción, no aparto la vista de la ventanilla del coche. Entramos en un mundo extraño, a lo lejos se oyen sonar campanillas de plata. La moqueta roja reluce. Unos hombres nos acompañan galantemente a una mesita situada en un reservado. La luz es amarilla y mortecina. Los camareros pululan a nuestro alrededor como espíritus del bosque, casi transparentes, desaparecen sin que lo notemos, vuelven sin hacer ruido y siempre preocupados por hacerlo todo bien. Un cocinero con la sonrisa congelada en el rostro nos prepara en la mesa un plato con toda clase de exquisiteces que humean y crepitan. Una llamarada casi roza el techo. La sartén arde, el cocinero lanza el contenido al aire y lo recoge al vuelo. Ante nosotros, una pila de bandejas y cuencos. El olor es extraño, pero agradable. Yo apenas puedo comer nada, ¡todo es tan emocionante! El aire crepita y el ambiente está tenso, como siempre en presencia de mi padre. Él también 11

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come sin apetito. Lo miro de refilón y veo que esa manera de repanchingarse en la silla se contradice con la expresión de su cara: los ojos parecen echar chispas, se lo ve angustiado, como si fuese un fugitivo. La ropa que lleva tampoco se corresponde con su pose: un traje oscuro impecable, sin una mota de polvo, camisa blanca con cuello muy alto y unos puños demasiado largos de los que sobresalen sus dedos inquietos. Me gusta mirarle las manos, las encuentro bonitas. Cuando las mueve, las piedras de los gemelos brillan como estrellas. De repente, un camarero se plantifica ante mí y saluda con una profunda reverencia. Como quien no quiere la cosa, sus dedos empiezan a jugar con un pañuelo de seda. Los movimientos se convierten en una danza delicada que luego se transforma en un bailoteo frenético. Las manos desaparecen y vuelven a aparecer, y con tanta rapidez y habilidad que a duras penas puedo seguirlas con la mirada. No tengo más remedio que levantarme de la silla y aplaudir. El mago me acaricia la cabeza con cariño. En ese mismo instante, Babbo se lanza hacia delante como una serpiente y masculla: –¡No la toque! El hombre se encoge, se le borra la sonrisa, el rostro se le oscurece. Furiosa, agarro el león que había dejado en la silla, clavo bien hondo los dedos en su cuerpo blando y mis lágrimas se quedan pegadas en su pelaje. Babbo me coge de la mano y abandonamos el restaurante. Durante el viaje de vuelta a casa, mi padre no dice una palabra. Un semblante hermético, la mirada ofuscada fija en la calzada, las mandíbulas apretadas como si masticara un trozo de limón. Los labios gruesos surcados por arrugas. Yo me repliego en mí misma y me pongo a contar las franjas de canalé de mis calcetines. A mi padre se le hincha una vena azul en la 12

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frente. De repente, lo oigo resoplar y reír. Lo miro aliviada, pero lo que veo es otra vez la misma máscara de piedra. Sólo se ha aclarado la garganta. Decepcionada, me hundo aún más en la tapicería y me avergüenzo. Mi mano transpira en la suya. Me la tiene agarrada con tanta fuerza que su mano y la mía dan la impresión de haberse soldado. Ni siquiera la suelta cuando cambia de marcha. El cosquilleo en los dedos se me hace insoportable. Quiero soltarme y saltar del coche, pero no me atrevo. Llegamos, me baja del coche en brazos, me lleva de vuelta a casa, me deja arriba, en la puerta, vuelve a besarme cientos de veces y promete que pronto volverá a buscarme. Después, desaparece como si nunca hubiera estado allí. Abro la puerta, todo está a oscuras, sigo la luz que viene de la cocina. Mamá está sentada a la mesa con la barbilla apoyada en una mano. Sus grandes rizos castaños le cubren la cara, no advierte mi llegada. ¿No ha oído el ruido de la llave en la cerradura? ¿Estará dormida? Con cuidado, le acaricio un mechón y se lo tiro hacia atrás, pero el mechón se rebela y vuelve a caer. Me subo a la silla que hay delante de ella y golpeo la mesa con las dos manos. Los vasos, los platos y los cubiertos tintinean. Las rosas del mantel estampado se arrugan. –¡Ya he vuelto! Mi madre se sobresalta y yo aliso el mantel. –¡Por favor, mamá, cuéntame cómo vivíamos antes! ¡Háblame de Babbo, de ti, de mí! Mi madre se incorpora en la silla, me mira un momento a los ojos y después se pone a mirar algo por encima de mi cabeza. Me vuelvo para ver quién está detrás de mí, pero sólo veo la pared.

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Mi madre tenía diecinueve años cuando conoció a mi padre. Estudiaba canto y pintura, y era una muchacha muy soñadora. Una noche se disfrazó con su amiga Therese, que era escenógrafa, para ir a un baile de máscaras de la bohemia muniquesa. Y entre todas esas máscaras, los ojos ardientes de un joven actor se fijaron en ella. Esa misma noche, mi madre se lo llevó a casa, donde vivía con la familia, y lo escondió en su dormitorio. Como mi futuro padre tenía frío, mamá entró a hurtadillas en la habitación del ama de llaves, le quitó la manta a la pobre y cubrió con ella a su amado. Al sentir frío, Resa se despertó y se puso a dar vueltas por la casa buscando la manta. Cuando descubrió al extraño, se la quitó, y a mi madre no le importó que los descubriesen. Hasta ese punto había sucumbido a sus encantos. Mamá vivía con sus padres, cinco hermanos, Resa y varios perros en un piso antiguo de ocho estancias en Herzogpark, un barrio elegante. En aquel entonces, a mi abuelo le iba bien la consulta y ganaba mucho dinero. Los enamorados no podían separarse. Mis futuros abuelos miraban la relación con desconfianza. A veces, Klaus iba descalzo, y aunque limpia, la camisa con la que se presentaba en la puerta era siempre la misma. Además, siempre tenía hambre, y a menudo les pedía dinero. Con cada día que pasaba se lo veía más inquieto, no tener trabajo lo atormentaba. Después de varias pruebas fallidas en Múnich, se fue a Berlín, recorrió todos los teatros e hizo lo imposible por conseguir un contrato. En esos días, mi madre empezó a tener unas náuseas terribles. Por lo visto, 14

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consiguió disimular la tripa bastante tiempo delante de la familia, pero cuando los jerséis holgados de hombre dejaron de servirle, no tuvo más remedio que confesar a sus horrorizados padres que estaba embarazada. Se sintió incomprendida, y también añoraba intensamente a su amado, que le imploraba que fuera a Berlín. Así pues, se reunió con él, y al cabo de unas semanas se casaron. El apartamento de Babbo era un desván destartalado en el que la puerta no se podía ni cerrar. A partir del primer día, la dejó sola en medio de un montón de cachivaches, telarañas y fantasmas. Sólo durmió con ella una noche, y esa noche, mi padre bloqueó la puerta con una pila de trastos, por miedo a que entrara un asesino. Mamá se sentía sola y estaba asustada. Era tremendamente desdichada, pero le daba vergüenza contárselo a la familia y durante mucho tiempo se guardó para ella lo mal que le iban las cosas. En las cartas que les enviaba, mis abuelos y sus hermanos leían entre líneas la desesperación de mi madre. Inge, la hermana de dieciocho años, una chica impetuosa y tenaz que no temía a nada ni a nadie, decidió ir a Berlín a ayudar a mi madre. Un día, mi tía no pudo soportar más los continuos improperios ni los ataques de furia de su cuñado, y rezumando odio por los poros se abalanzó sobre él y le dio tantos golpes que Babbo no tuvo más remedio que cerrar el pico. Mi tía debió de impresionarlo, porque él no devolvió los golpes. Inge era una de las pocas personas a las que mi padre respetaba. Poco después, mamá empezó a tener dolores de parto. Una noche, los tres se lanzaron a buscar un hospital por las calles de Berlín. Parecían muy jóvenes, unos críos que se habían perdido. Una patrulla de la policía los detuvo, les preguntó qué se les había perdido en la calle a aquellas horas de la noche y a su edad. –Una tiene que poder traer su hijo al mundo, ¿no? –‌contestó mi madre en tono respondón. 15

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Los policías no les creyeron y los siguieron hasta la clínica, donde mi madre cayó rendida de agotamiento. Cuando despertó, vio que mi padre estaba fuera de sí, armando tal jaleo que los médicos y las enfermeras pidieron a la policía que se lo llevaran detenido y mi madre tuvo que ir a otro hospital. Mi padre llamó por teléfono durante el parto y preguntó bramando por qué se oía chillar así a su mujer. Nació una niña. Mi padre llegó enseguida y la levantó en alto como si fuese una custodia. Le puso el nombre de Pola, por la Pola de Crimen y castigo, de Dostoievski. Con un bebé en un desván sin una puerta digna de este nombre, sin muebles y sin haber preparado nada para la recién nacida, la vida en Berlín se hizo completamente insoportable. Ocho días después de traerme al mundo, mi madre agujereó una almohada, me metió dentro y escapó con su hermana y conmigo para regresar a Múnich con su familia. Klaus se quedó rabiando en Berlín. No soportaba que lo hubiesen dejado solo. Poco después, se presentó en Múnich, en casa de sus suegros, y pidió que lo dejasen entrar. Un día soleado, me metieron en un cochecito viejísimo de mimbre blanco y me llevaron a pasear por el Jardín Inglés. A mi padre, el cochecito le parecía tan horroroso que arrancó todas las margaritas silvestres del campo, las entrelazó en el mimbre y lo transformó en una alfombra rodante hecha de margaritas. En aquella época, mi padre era amigo de Thomas Harlan y salía mucho con él. Un día, Thomas lo llevó a casa de mi abuelo. Mi padre llegó aullando como un lobo. Tenía una herida profunda en la pierna izquierda, de la que brotaba sangre. Thomas y él habían alquilado una motora en el lago Starnberg sin tener la menor idea de cómo se pilotaba. No tardaron mucho en perder el control, y la lancha continuó cruzando el lago sin nadie al timón. Presas del pánico, se arroja16

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ron al agua, y la hélice rozó la pierna de mi padre. Thomas lo llevó hasta la orilla, le vendó la pantorrilla con la camisa y el pantalón, y lo llevó a Múnich, a la consulta de mi abuelo. Mi abuelo limpió, cosió y vendó la herida. Después llevaron a mi padre a la cama y mi madre se ocupó de cuidarlo. Allí se quedó, postrado como un cisne moribundo, con los ojos cerrados, gimiendo y lamentándose mientras lo atendían y lo alimentaban. En cuanto empezó a sentirse mejor, se levantó, se vistió, salió cojeando por la puerta y no volvió en muchos días. La familia tenía una casa en Grünwald, cerca de Múnich, donde pasaban largas temporadas, sobre todo en verano. A mí también me llevaban, y a Agbar, una hembra de dogo, y a Seppl, un perro salchicha de pelo duro. Era una casa de madera barnizada de negro, y un precioso frontón tallado adornaba el tejado. Las habitaciones, de techo bajo y con muchas camas para la familia numerosa y los amigos, se distribuían por las dos plantas. Yo ya tenía tres años y me encantaba esa casa, ver el fuego encendido en la chimenea, retozar desnuda en la hierba con los perros. Una vez, mi madre me buscó por toda la casa y en el jardín, y no me encontró hasta que vio que de la caseta de los perros asomaban tres cabezas: la de Agbar, la de Seppl y, entre ambas, la mía, con una sonrisa burlona en los labios. Cuando íbamos a pasear por el bosque, Inge y mamá solían esconderse detrás de los árboles, se aguantaban la risa y se divertían viéndome vagar perdida y desesperada. Sólo se compadecían de mí y salían de su escondite cuando ya no me quedaban fuerzas para seguir llorando y me acurrucaba en el suelo. A veces, Inge cogía su violín y se iba al bosque, pasaban horas hasta que volvíamos a verla. Lo hacía 17

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porque en ninguna otra parte encontraba el silencio necesario para tocar. Su música llegaba hasta la casa desde lejos. Empezó a estar fuera cada vez más tiempo. A veces, no volvía hasta la mañana siguiente y no decía una palabra, se quedaba de pie con los ojos cerrados. Como si no quisiera que nadie la viese, nadie. Después, un día oí decir que Inge había muerto. Salto de la silla, me deslizo rozando con el hombro el canto de la mesa hasta tocar con los dedos la rodilla de mi madre, y me quedo mirándola un buen rato. –¿Por qué murió Inge? Mamá no me contesta, sigue con la vista fija en la pared. Me doy cuenta de que está llorando, pero no veo ninguna lágrima. Luego dice: –No lo sé, ¡nadie lo sabe! –¿Y después? ¿Qué pasó después? –‌sigo preguntando. Tras la muerte de mi tía, la familia se dispersó. La abuela y el abuelo se separaron, los hermanos se fueron cada uno por su lado. El hijo menor, que tenía unos dieciocho años, se quedó con la madre. Alquilaron un piso de dos habitaciones en Schwabing. Mi madre se fue a vivir con el abuelo y conmigo en el inmenso piso antiguo que también hacía las veces de consulta.

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Me gusta vivir con mamá en la consulta del abuelo. Es mi hogar. Además, siempre hay mucha gente, personas que quieren que mi abuelo las cure. He adquirido la costumbre de sentarme callada en un rincón a oír las historias que se cuentan sobre sus enfermedades, sus penas. O sobre la fiesta de cumpleaños del suegro, que cumplía ochenta años y que celebraron en el local de la Asociación de Huertos Comunitarios. Asistieron por lo menos noventa invitados, desde la única prima, que vive en Ratisbona, hasta el bisnieto del Canadá. Que se avergonzaron delante de la parentela porque más de uno deja que el huerto se le convierta en una pocilga. Por ejemplo, el rarito del nuevo. Corre el rumor de que no está casado, que de la cabaña sólo se oyen salir voces masculinas. Algún que otro vecino ya ha pasado sigilosamente junto a su parcela en plena oscuridad, pero no se veía ni se oía nada. ¿Lo tolerarán mucho tiempo en la asociación? Y toda la comida que sirvieron: codillo de cerdo, cochinillo, albóndigas, col fermentada. Y, sobre todo, ¡mucha carne! Cuentan quién se ha separado de quién y que la rubia, la polaca, la que hace poco celebró su boda por todo lo alto, ya engaña al marido con uno de sus compañeros de trabajo. Pero, claro, se supone que eso no lo sabe nadie. Y que el nietecito es un niño muy especial, que ya casi camina y apenas tiene diez meses, y que la madre apenas puede andar, lleva las piernas vendadas, aunque tendría que hacerlo, ¡por la trombosis! Oír esas conversaciones es tan emocionante como cuando me leen un cuento. Pero lo que más me gusta en la vida es poder dormir con mamá en la misma habitación. Las camas es19

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tán tan juntas que dormimos cabeza con cabeza. Nos cogemos de la mano y nos quedamos dormidas. Yo no suelto la suya en toda la noche. Vivimos del dinero que mi abuelo gana trabajando de médico, por eso mi madre tiene que ocuparse de la consulta y de la casa, y yo paso mucho tiempo sola. Pero me divierto mucho montando en bicicleta en la terraza. O salgo a pasear sola por el barrio. En cuanto piso la calle, me entra hambre. No tengo dinero, y en las tiendas pido fiado. En la panadería y en la carnicería, mi madre les ha dejado claro que ya no pagará lo que dejo a deber. Pero yo sigo comprando, doy por sentado que mi madre lo pagará todo. En la panadería huele a miel y a nueces. La mujer del panadero parece haberse caído en una tina llena de harina. Salvo por el borde rojo que rodea sus ojos de color azul claro, va enharinada de la cabeza a los pies. Sonríe con timidez, y con cierta tristeza, mientras envuelve el Brezel, la rosquilla salada, en una servilleta y me la pasa por encima del mostrador. –¡Ten, te la regalo! ¡Que aproveche! –‌dice con voz cálida. Por eso me cae bien. En la carnicería casi siempre tengo que hacer cola, hay muchos clientes. Hace frío dentro, y no me gusta el olor a carne cruda. Me tapo la nariz con la manga del abrigo. Las mujeres que tengo delante no paran de pedir: otra morcilla, una salchicha de carne ahumada, trescientos gramos de cabeza de jabalí, más salchichas, carne picada de cerdo... –Tenía que ser un cerdo bien gordo, como mi mami –‌se oye gritar a una voz. Un niño pequeño señala con el índice la pared de detrás del mostrador, donde cuelga de un gancho una ristra de salchichas largas y gruesas. Las voces y los ruidos dejan de oírse de golpe. Las dependientas, que hasta hace un momento cortaban embutido y apilaban y envolvían lonchas de jamón mientras cotillea20

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ban con las amas de casa, desaparecen detrás del mostrador. Sólo se oye alguna risita ahogada aquí y allá, y las espaldas que tengo delante de mí tiemblan. Entonces miro a la madre del niño. Es alta y gorda, y se ha puesto roja como un tomate. El niño y yo nos miramos, no entendemos qué puede haber ocurrido para que reaccionen de esa manera. La verdad es que la madre parece un cerdo. A mí me gusta el pelo del muchacho, rubio como el trigo. Ha dejado de mirarme. Poco a poco, todo va volviendo a la normalidad. Las dependientas asoman la cabeza, una se enjuga las lágrimas de la mejilla, otra se arregla el pelo. La madre sigue con las mejillas encendidas. Las dependientas siguen despachando y las clientas, comprando. Consigo avanzar unos pasos y me acerco al mostrador. Ahí está la carnicera, recta como una columna. Ella también está gorda. Cuando me ve, saca una salchicha vienesa, inclina toda su osamenta hacia mí y me sonríe: una sonrisa amplia de zalamera. –¿Qué? ¿Va a venir tu mamá a pagar? La mujer tiene la salchicha entre los dedos relucientes de grasa. Me da asco, pero la acepto sin dudar. Tiene una boca enorme y carnosa que me recuerda a las babosas que a veces piso cuando camino descalza por la hierba, bajo la lluvia. Se me eriza el vello de los brazos. Cada vez que veo a la carnicera, me imagino clavándole una aguja en esos labios inflados. Los veo reventar como una morcilla. Me voy corriendo de la carnicería y entro en el patio de la casa en ruinas. Las ventanas parecen bocas de pozos. Aquí y allá sobresalen puntas de vidrio de los marcos podridos. Unos cristales hechos añicos crujen bajo las suelas de mis zapatos. Me acerco a una ventana rota y aguzo el oído. Está oscuro, y no se ve ni se oye absolutamente nada. Después dejo la comida en el alféizar, trepo y entro. Con mucho cuidado, para no cortarme. Me quedo quieta un momento, dejo de respirar, vuelvo a 21

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esforzarme por oír algo en todo ese silencio. ¡Nada! Huelo y saboreo el olor a moho, a sótano y a paredes húmedas. La escalera de piedra que lleva al piso de arriba está bastante destartalada. Tengo que evitar varios escalones rotos. Quiero llegar a una enorme habitación vacía en el segundo piso, donde alguien dejó abandonada una silla de mimbre. La madera se ha hinchado y la silla no parece entera. Retazos de papel pintado, botellas vacías y montones de colillas cubren el suelo. Voy allí a menudo. La primera vez, puse la silla delante de una ventana, y desde entonces nadie la ha movido. Lo sé porque en el suelo, alrededor de la silla, hay trocitos de pintura blanca que se ha desconchado. Me siento. El mimbre cruje y, como una delgada llovizna, caen al suelo más restos de pintura. Doy un mordisco a la salchicha. Está tan buena que me la zampo de un bocado. Después le toca el turno a la rosquilla. Cierro los ojos e imagino el sabor a leche fría. Con eso, la rosquilla sabría aún mejor. Desde donde estoy sentada puedo ver la terraza de mi casa, está justo enfrente. Veo las cristaleras de las habitaciones. En un rincón, abandonadas y oxidadas, la mesa de hierro redonda y las sillas. Las palomas siguen ahí dando vueltas. Cagan encima del tablero de la mesa, por eso nunca me siento allí. El único adorno de la mesa es un tiesto grande y redondo en el que crecen unos cebollinos. Cuando mamá los corta demasiado, parecen un erizo. Las odiosas palomas se mueven dando saltitos y picoteando como siempre, pero mi bicicleta lo eclipsa todo. A través del cristal, veo a mi madre en la cocina. Va de un lado a otro. A veces tengo la sensación de que me mira, pero lo más seguro es que sean imaginaciones mías. A mi madre le da miedo la gran ventana doble que hay arriba, junto a la puerta de la cocina. Tiene miedo de que un ladrón trepe por la noche a la terraza, entre a hurtadillas en el dormitorio y nos mate a todos. Cuando me meto en la 22

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cama, a mí también me invade ese miedo. Entonces, ya no puedo dormirme, tengo que estar despierta cuando llegue el ladrón. Si me duermo, no me enteraré de que me mata y no quiero que eso ocurra. Nadie sabe que estoy aquí, nadie conoce este escondite. La oscuridad de este lugar no me asusta. Me imagino montando en bicicleta en la terraza. Elegante, erguida como una artista de circo, con los brazos extendidos hacia los lados. Como si no hubiera hecho otra cosa en la vida, paso por encima de las palomas, que crujen cuando las aplasto. Ya hay muchas muertas, reventadas, en el suelo de hormigón. De aquí para allá y de allá para acá, una y otra vez. Quiero aniquilarlas a todas. ¡A todas! Sólo me doy por satisfecha cuando la última está medio muerta en el suelo, y entonces dejo la bicicleta apoyada contra la barandilla. Mamá sale precipitadamente de la cocina y me da de bofetadas, pero yo no las siento. Sigo sentada en la silla de mimbre y sonrío. Vuelve a aparecer el gato del tejado. Últimamente viene más a menudo. Se ha plantado, apuesto y orgulloso, en el umbral de la puerta. Tal vez ha venido de muy lejos porque ha olido la salchicha. Tiene el pelo lustroso, de color gris plata. Hoy quiero atraparlo sin falta. Intento moverme como un gato, me acerco deslizándome muy despacio. Me mira fijamente con sus ojos azulados. En cuanto estiro la mano, se escabulle. Echo a correr y lo sigo escaleras abajo y a través del patio hasta una pared alta. Él trepa de un salto y me mira, me provoca. Yo me subo a un cubo de la basura y me agarro con todas mis fuerzas a la pared. Pero el gato ya me espera al otro lado del patio, en el tejado de un garaje. Salto y me tuerzo un tobillo. Me atraviesa el cuerpo un dolor punzante, como si me hubiera partido un rayo. Se me saltan las lágrimas, pero me las trago, tengo que seguir. Junto a la pared del garaje hay una escalera de hierro, puedo usarla. Sin embargo, 23

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cuando llego arriba, el gato ha desaparecido. Después, lo veo encima del techo de un coche, me sonríe. Lo sigo, saltando siempre por encima de cajas, de cubos de basura, de muros en patios ajenos. Espera hasta que estoy a punto de atraparlo y vuelve a escapar. Y me va llevando cada vez más lejos de mi casa. Nunca he estado en ese lugar, pero quiero saber dónde vive, si tiene dueño. En algún momento, agotada, me dejo caer. Cuando el gato ve que ya no puedo más, se le quitan las ganas de jugar. ¡Se acabó! Se sube a un alféizar y me mira con desprecio desde arriba. Se restriega contra la ventana. El cristal es opaco y está sucio, pero detrás se ve la silueta de alguien completamente inmóvil. Un rostro imperturbable me mira, sonríe. Me invade el pánico. Salgo corriendo, tropiezo con diversos obstáculos y me caigo, salto muros, busco el camino de vuelta, me pierdo. Cuando veo las luces de la calle, advierto que ya ha oscurecido. Entre el ajetreo de la gente que pasa me siento más segura, pero me vuelvo una y otra vez para ver si esa cara monstruosa me sigue. Cuando me siento a salvo en el calor de mi hogar, no me importa nada el tirón de orejas que me da mi madre, y me alegro de tener que irme pronto a la cama. Por la noche, esa cara se me aparece en sueños. Quiero echar a correr, pero tengo los pies pegados al suelo, no puedo moverme. Rompo el cristal de la ventana, le doy puñetazos al monstruo, puñetazos y más puñetazos. Sin embargo, la silueta permanece inmóvil. Se ríe de mí, se burla. Sus carcajadas me resuenan en la cabeza, y mi cabeza es una sala enorme. Me tapo los oídos con las manos. La risa se transforma en un grito. Me incorporo y busco en la oscuridad el tenedor que escondo bajo la almohada. Después, me levanto de un salto y cierro la puerta de la habitación con dos vueltas de llave. Al otro lado, mi abuelo arma jaleo, pero no está solo, ha 24

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traído a casa a un amigo. Las voces de los hombres son atronadoras y atraviesan la pared. Eructan, se ríen a carcajadas, balbucean cosas incomprensibles. Por lo visto, se lo están pasando en grande, pero ese buen humor puede convertirse en cualquier momento en lo contrario. Sujeto el tenedor con las dos manos delante de la cara. Desde que mi abuelo vuelve a veces a casa borracho con un amigo, nunca duermo sin esa arma. De repente, las voces se transforman, suenan furiosas y duras. Ruidos sordos como de objetos que caen, golpes contra los muebles, botellas que tintinean. Yo sigo en el mismo sitio, como paralizada. Una puerta se cierra de golpe. Luego oigo arcadas. Después, silencio. Me preocupo por lo que pueda pasarle al abuelo. Espero que no se muera, pero no me atrevo a asomar la cabeza. Será mejor que me meta en la cama de mamá, que me acueste pegada a su espalda. La oigo respirar, intento adaptarme a las formas de su cuerpo siguiendo el ritmo de su respiración. Está dormida, pero de pronto se mueve como si quisiera echarme de su cama. Vuelvo con tristeza a la mía, me enrollo como una lombriz. Echo de menos a mi abuela. Sé que me quiere. A veces vamos a visitarla después del paseo por el Jardín Inglés. Mi abuela me mima, me da panecillos con mermelada y naranjas peladas que parecen flores amarillas. En su casa, me siento protegida y enseguida me zambullo en el mundo de mis juegos. Los muchos cajones de su armario me sirven de camitas para las muñecas que me hago anudando bufandas. Y así me entretengo horas y horas, hasta que la voz de mi madre me dice que es hora de irnos. O hasta que su hermano me lleva de compras. Se llama Tommy y tiene veinte años, es una estrella en ciernes del mundo de la canción. Lo adoro aunque le guste chincharme. Siempre quiere usar el ascensor, a pesar de que el piso está en la primera planta. Tan pronto como se cierran las puertas y el 25

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ascensor se pone en marcha, siempre vuelve a detenerse de golpe. Por la puerta de cristal, sólo veo muros grises. Miro a mi alrededor, y por todas partes sólo veo paredes lisas y sin ninguna abertura. La débil bombilla del techo apenas alumbra. –¡No saldremos nunca de aquí! –‌dice mi tío lloriqueando. El miedo se propaga por todo mi cuerpo, desde los dedos de los pies hasta las yemas de los dedos de mis manos, y llega hasta el último rincón de mi cabeza. El ascensor parece cada vez más estrecho, el aire se vuelve denso y sofocante. Inquieta, hago todo lo que puedo por respirar, pero cuanto más aire me entra en los pulmones, menos lo consigo. Muerta de miedo, me aferro a las piernas de mi tío. Él me sonríe burlonamente, aprieta el botón y el ascensor arranca como si no hubiera pasado nada. Cuando salimos, tengo la ropa empapada de sudor y pegada al cuerpo, y tiemblo de la cabeza a los pies. –Si te chivas, ¡la próxima vez te dejo encerrada toda la noche! –‌me amenaza. Cómo me alegra estar ahora en mi cama. El cansancio me vence y se extiende por mi cuerpo como aceite caliente. No tardo en quedarme dormida.

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