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GRAHAM GREENE

MONSEテ前R QUIJOTE

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Edición: Martín Solares Diseño de portada: Manuel Monroy

MONSEÑOR QUIJOTE Título original: MONSIGNOR QUIXOTE Traducción: Fernanda Melchor © 1982, Verdant, S.A. © 2015, Antonio Ortuño (por el prólogo) D. R. © 2016, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10 Col. Lomas de Chapultepec Miguel Hidalgo, C.P. 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2016 ISBN: 978-607-735-706-3 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Hecho en México / Impreso en España Made in Mexico / Printed in Spain

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El caballero del crucifijo

[…] usted ha sido mi amigo por mucho tiempo, Sancho, y quiero comprenderle. Das Kapital siempre me ha derrotado. Este pequeño libro es diferente. Es la obra de un hombre bueno. Un hombre tan bueno como usted lo es, y tan equivocado también. —El tiempo lo dirá. —El tiempo nunca puede decir nada. Nuestras vidas son demasiado cortas. Monseñor Quijote

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eescribir el Quijote, con todo y lo desproporcionado que los siglos han vuelto tal propósito, que equivale ya a reescribir la Ilíada o el Popol Vuh, ha sido una vieja ambición de numerosos y variopintos literatos. Incurrió en ella, en vida de Miguel de Cervantes, el elusivo Alonso Fernández de Avellaneda (seudónimo tras el que se ha querido adivinar la mano de dos docenas de “ingenios” de principios del siglo xvii, desde la de algún soldado sin importancia hasta la del mismísimo Lope de Vega)

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con una continuación apócrifa que, esencialmente, tuvo el mérito de alentar al creador original a retomar su novela y redondearla (y Cervantes lo hizo con tal habilidad que se le sigue leyendo con provecho más de cuatrocientos años después). Cayó igualmente Alphonse Daudet, con su Tartarín de Tarascón, personaje en el que quiso fundir el idealismo caballeresco del hidalgo manchego con la sensatez campesina de Sancho Panza, su escudero. Lo hizo, especulativo y socarrón, Borges, con ese ejercicio de sátira a la vanguardia llamado “Pierre Menard, autor del Quijote”, en que nos presenta a un plumífero francés empeñado en repetir palabra por palabra la magna obra cervantina como si fuera propia. Lo hicieron también Unamuno, Azorín y Rubén Darío con reelaboraciones éticas y estéticas que, acaso, perfilaron parte de la visión contemporánea que tenemos del libro. Esto por mencionar solamente algunos de los interpretadores más sonados. Porque, en cierta medida, todo narrador a partir de 1605, año de la publicación de la primera parte del Quijote, tiene una deuda, asumida o no, con Cervantes. Incluso el ingrato de Nabokov, que jugaba a abjurar de él. El listado de escritores en quienes se ha detectado la sombra cervantina por la crítica es, pues, inmenso. Vaya: el propio Shakespeare escribió alguna pieza (perdida, por desgracia) de inspiración quijotesca. Sumemos a Swift, Sterne, Wordsworth, Coleridge, Chateaubriand, Heine, Goethe, Stendhal, Dickens, Schopenhauer, Twain, Hoffmann, Push­ kin, Melville, Dostoievski, Flaubert, Thackeray, Chesterton, Kafka (se me termina el aliento), Auden, Mann, Bulgakov y hasta al cómico y cineasta Terry Gilliam, entre cientos o miles más: todos se cuentan entre los acólitos del Caballero 10

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de la Triste Figura. En México, sin escarbar demasiado, se reconocen influencias directas en Fuentes (cuya ambiciones cervantinas fueron expresas y bien conocidas), Del Paso, Pacheco… En fin. Graham Greene, así sea con esa discreción británica tan suya, no puede estar ausente de la lista.

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Supe de Monseñor Quijote por primera vez en el año de 1983, siendo un niño. Mi abuela compró un ejemplar en el supermercado.* Unos días después, animada por ella, su hermana (tía abuela mía) hizo lo propio. Ese par de señoronas muy españolas y muy católicas, que por entonces tenían 70 y 78 años, respectivamente, se enamoraron del texto de Graham Greene y se dedicaron durante varias tardes (se aposentaban, recuerdo, en unas mecedoras a tomar el fresco) a discutirlo. Hablo de lectoras asiduas (ambas poseían bibliotecas de tamaño bastante respetable) pero no especializadas y tan imparciales que lo mismo se les veía en las manos a García Márquez que al tremebundo José María Pemán. No eran fanáticas de Greene ni por asomo: en sus estantes no estaban ni El americano impasible ni El poder y la gloria. * La traducción la hizo originalmente el vasco Jaime Zulaika para Argos Vergara en 1982. Un año después, el sello Emecé la publicó en Argentina y Edivisión (un sello del grupo Diana) en México. Esta misma versión fue puesta a circular nuevamente por Seix Barral en 1989. Existe otra traducción, firmada por Leonardo Domingo, que publicó en España el sello Edhasa en 2002.

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Las historias de espías o de sórdidas crisis latinoamericanas no las atraían en lo absoluto. No: ellas llegaron al libro por la promesa de una historia española, y se quedaron por el trasfondo religioso y, me temo, por la engañosa semejanza argumental de Monseñor Quijote con el Don Camilo de Giovannino Guareschi, historia sentimental italiana sobre la agridulce convivencia de un cura y el alcalde comunista de un pueblo en la Italia de provincias. Digo “engañosa” porque, amén de la amplia superioridad de la prosa y alcances intelectuales de Greene sobre los de su colega italiano, Monseñor Quijote no es un endoso lineal a la fe religiosa del autor, sino un cuestionamiento abierto a su teoría y práctica (cuestionamiento que está en la raíz misma de las preocupaciones de todo buen escritor católico, desde san Agustín hasta Waugh y desde santa Teresa a Vicente Leñero). Como muchos intelectuales católicos del siglo xx, Greene tuvo una relación ambigua con el que se supondría que debería de ser su gran enemigo: el comunismo. Sus vaivenes, dudas, admiraciones parciales y reniegos perpetuos ante el materialismo dialéctico y el “socialismo real” forman parte de la columna vertebral de algunos de sus libros y ocupan, en Monseñor Quijote, un papel central, que descubrí cuando leí la novela, tiempo después de que muriera mi tía y yo heredara su ejemplar, ya en los años noventa. Me acerqué a la obra con curiosidad. No había leído nada más de Graham Greene en aquel momento. Conocía, sí, el Quijote (decir ahora, en esta época de glosas y “desmitificaciones”, que uno lo ha leído suena a pedantería) y desconocía cabalmente aún a Unamuno, cuya figura y exégesis cervantinas fueron cardinales para Monseñor Quijote. La 12

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novela, al menos en su parte anecdótica, narra las peripecias del padre Quijote y un compañero al que apoda “Sancho”, un político rural ateo y filocomunista (es España, sí, pero Franco ha muerto y no es indispensable que un alcalde sea de derechas), a bordo de un viejo automóvil convenientemente bautizado como “Rocinante”. Dichas aventuras reproducen, con las modificaciones y ajustes de rigor, episodios arquetípicos del Quijote original. Pero me topé, en aquella primera lectura, con una historia que consta, además, de profusas discusiones sobre las esferas materiales y espirituales, sobre el culto, la política, el mundo y los hombres que lo pueblan, pero también con una prosa de agilidad sorprendente que permite navegar sin entregarse al tedio por las aguas de la reflexión y la ideología. Hay en Monseñor Quijote una sensación permanente de travesura intelectual. Jorge Ibargüengoitia destacaba la capacidad de Graham Greene para construir “divertimentos” literarios, es decir, historias escritas por el simple placer de hacerlo, como una suerte de reposo entre la redacción de sus obras “más serias”. Ese espíritu lúdico, esa íntima libertad que el escritor consigue cuando escribe con un guiño, casi para sí mismo, es patente en las páginas de esta novela. En ellas se encuentra el amor profundo de Greene por la cultura, el paisaje y la tradición de España, y se encuentra también su fe católica (que comenzó como una obligación, por su matrimonio con Vivien Dayrell-Browning, a quien conoció discutiendo sobre teología, y que se convirtió, con el tiempo, en una suerte de cálida y firme certeza) y está la inagotable capacidad del británico para abordar la tensión entre dos hombres de ideas y temperamentos opuestos pero unidos por alguna impredecible coyuntura (el padre 13

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Quijote y el alcalde Zancas en Monseñor Quijote o los inolvidables Fowler y Pyle en El americano impasible). Borges,* a quien ya he citado antes, se dijo maravillado ante Chesterton, por “el mero espectáculo de un católico civilizado, de un hombre que prefiere la persuasión a la intimidación y que no amenaza a sus contendores con el brazo seglar o con el fuego póstumo del Infierno […]. También, el de un católico liberal, el de un creyente que no torna su fe por un método sociológico”. Algo de eso, mucho de eso, hay en el padre Quijote, un buen hombre que, pese a sus inevitables accesos de cólera y melancolía, procura resistir y oponerse a las corrientes del “siglo” que amagan arrasarlo todo. Al modo de su “antecesor” manchego (como tal lo identifica explícitamente Greene desde la primera página) y al modo del encendido y épico Unamuno, el padre Quijote encuentra en el pasado más un consuelo que un peso en los hombros. Acá está, pues, en una nueva traducción que la hace más cercana al lector mexicano, esta aventura tardía de dos hombres, uno católico y otro comunista, uno Quijote y el otro Sancho, felizmente despojados de odios y ajenos a los vericuetos de la posmodernidad, cuyas dudas no los paralizan sino les sirven para mostrar su humor, y su entrañable humanidad, con una serie de diálogos veloces y a veces desconcertantes que evocan a los personajes de Beckett o Ionesco, sus antípodas morales. Porque monseñor Quijote, el personaje, ascendido a su pesar y amistado con quien debería ser su adversario, es, esencialmente, un tipo capaz de * “Modos de G.K. Chesterton”, contenido en el volumen recopilatorio Borges en Sur 1931-1980 (Emecé, 1999).

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encontrar el sentido de la vida justo donde otros lo perdieron. Y que, tal como su ilustre antecesor halló en la caballería la lanza y yelmo ideales para luchar contra la confusión y el fariseísmo de su época, encuentra en la desacreditada fe un púlpito para arrojarle al presente las preguntas del pasado. Antonio Ortuño

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Al padre Leopoldo Durán, Aurelio Verde, Octavio Victoria y Miguel Fernández, mis compañeros en las carreteras españolas, y a Tom Burns, quien inspiró mi primer visita a este país en 1946

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Primera parte

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I De cómo el padre Quijote se convirtió en monseñor

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ucedió de esta manera. El padre Quijote le había pedido a su ama de llaves que preparara su almuerzo solitario y salió a comprar vino a una cooperativa local ubicada a ocho kilómetros de El Toboso, en la carretera principal hacia Valencia. Era un día en que el calor persistía y vibraba en los campos secos y su pequeño Seat 600, comprado de segunda mano hacía ya ocho años, no poseía aire acondicionado. Mientras conducía pensaba con tristeza en el día en que tendría que buscar un auto nuevo. La edad de un perro debe multiplicarse por siete para que equivalga a la de un hombre, y según este cálculo su auto apenas estaría entrando a la mediana edad, aunque él notaba que sus feligreses ya comenzaban a considerar senil al Seat. «No puede confiar en él, Don Quijote», le advertían, y él sólo podía responder: «Hemos pasado juntos muchos malos ratos y ruego a Dios que pueda sobrevivirme». Tantas plegarias suyas habían quedado sin respuesta en el pasado, que tenía la esperanza de que ésta en particular hubiera logrado incrustarse como cerumen en el oído Eterno. Distinguía el trazado de la carretera principal gracias a las pequeñas nubes de polvo que levantaban los autos que circulaban sobre ella. Mientras conducía, pensaba con

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preocupación en el destino que aguardaba al Seat, al que en memoria de su ancestro llamaba «Rocinante». No podía soportar la idea de que su pequeño auto terminara oxidándose entre la chatarra de algún basurero. Algunas veces pensaba en comprar un pequeño terreno para dejárselo en herencia a alguno de sus feligreses, con la única condición de que el heredero reservara un rincón sombreado donde su auto pudiera descansar, pero no había ninguno a quien pudiera confiar el cumplimiento de esta voluntad, y de cualquier forma la lenta muerte por herrumbre era inevitable y quizás incluso la trituradora del basurero constituyera un final más misericordioso. Y, mientras pensaba en esto por enésima vez, estuvo a punto de embestir a un Mercedes negro estacionado en la curva de la carretera principal. El padre Quijote supuso que la figura vestida de negro tras el volante del Mercedes estaría descansando del largo viaje entre Valencia y Madrid, y siguió su camino sin detenerse, para comprar una garrafa de vino en la cooperativa. Fue sólo mientras conducía de regreso que reparó en el alzacuello blanco, como un pañuelo pidiendo auxilio. ¿Cómo era posible, se preguntó, que uno de sus hermanos sacerdotes pudiera darse el lujo de poseer un Mercedes? Pero cuando se detuvo notó la pechera morada que anunciaba la presencia de un monseñor, como mínimo, si no es que de un obispo. El padre Quijote tenía motivos para temer a los obispos, pues era consciente de lo mucho que desagradaba a su propio superior, quien consideraba al padre Quijote poco más que un campesino, a pesar de su ilustre ancestro. —¿Cómo puede él descender de un personaje ficticio? –había preguntado el obispo durante una conversación privada que fue puntualmente referida al padre Quijote. 26

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El hombre con quien el obispo conversaba respondió, sorprendido: —¿Un personaje ficticio? —Un personaje en una novela de un escritor sobrevalorado llamado Cervantes. Una novela, además, llena de pasajes repugnantes que en los tiempos del Generalísimo jamás habría pasado la censura. —Pero, Excelencia, si hasta existe la casa de Dulcinea en El Toboso. Está marcada con una placa: el hogar de Dulcinea. —Una trampa para turistas. En fin –continuó el obispo con aspereza–, Quijote ni siquiera es un patronímico español. El propio Cervantes dice que su apellido probablemente era Quijada o Quesada, o incluso Quijana, y en su lecho de muerte el propio Quijote se llama a sí mismo Quijano. —Veo que sí ha leído usted el libro, Excelencia. —Nunca pasé del primer capítulo, aunque por supuesto que le eché un vistazo al último. Es lo que acostumbro hacer con las novelas. —Quizás algún antepasado del padre se llamaba Quijada o Quijana. —Los hombres de esa clase no tienen ancestros. Así pues, fue en medio de temblores que el padre Quijote se presentó ante la eminente figura clerical del refinado Mercedes. —Soy el padre Quijote, monseñor. ¿Puedo servirle en algo? —Amigo mío, ciertamente puede ayudarme. Soy el obispo de Motopo –dijo el hombre, con un fuerte acento italiano. —¿El obispo de Motopo? —In partibus infidelium, amigo mío. ¿Sabe de algún taller mecánico por aquí? Mi auto se niega a avanzar, y si hubiera algún restaurante cerca… Mi estómago clama por comida. 27

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—Hay un taller en mi pueblo, pero está cerrado debido a un funeral; murió la suegra del mecánico. —Que descanse en paz –dijo el obispo en automático, sujetando su cruz pectoral. Luego añadió–: qué tremendo fastidio. —Pero volverá en unas cuantas horas… —¡Unas cuantas horas! ¿Hay algún restaurante por aquí? —Monseñor, ¿querría usted hacerme el honor de compartir conmigo mi humilde almuerzo? El restaurante de El Toboso no es muy recomendable, ni por su comida ni por su vino. —Un vaso de vino es indispensable en mi situación. —Puedo ofrecerle un buen vinito local, y si usted se contentara con un simple filete… y una ensalada. Mi ama de llaves siempre prepara más de lo que puedo comer. —Amigo mío, ciertamente está usted demostrando ser mi ángel de la guarda disfrazado. Vayamos. La garrafa de vino ocupaba por completo el asiento delantero del Seat, y el obispo, que era un hombre muy alto, insistió en viajar agazapado en el asiento posterior. —No podemos molestar al vino –dijo. —Es un vino de poca monta, monseñor, y usted estaría mucho más cómodo… —Ningún vino es de poca monta, amigo mío, desde las bodas de Caná. El padre Quijote se sintió regañado y ambos guardaron silencio hasta llegar a la pequeña casa cercana a la iglesia. El padre Quijote se sintió muy aliviado cuando el obispo, que tuvo que agacharse para cruzar la puerta que daba a la sala, dijo: —Es para mí un honor ser huésped en la casa de Don Quijote. —Mi obispo no aprueba ese libro. 28

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—La santidad y el buen gusto literario no siempre van de la mano. El obispo caminó hasta el librero donde el padre Quijote guardaba su misal, su breviario, el Nuevo Testamento, unos ajados volúmenes de asunto teológico, vestigios de sus estudios en el seminario, y algunas obras de sus santos favoritos. —Si me disculpa, monseñor… El padre Quijote fue en busca de su ama de llaves a la cocina, que también servía a la mujer de dormitorio, y es preciso admitir que el fregadero de la cocina era su único lavabo. El ama de llaves era una mujer rotunda, de dientes que sobresalían y un bigote incipiente; no confiaba en ningún ser humano pero tenía cierta consideración por las santas, sólo las mujeres. Se llamaba Teresa y a nadie en El Toboso se le hubiera ocurrido apodarla Dulcinea, puesto que nadie había leído la obra de Cervantes a excepción del alcalde, de quien se decía que era comunista, y del dueño del restaurante, e incluso era dudoso que este último hubiera llegado siquiera a la parte de la batalla contra los molinos de viento. —Teresa –dijo el padre Quijote–. Tenemos un invitado para almorzar y todo tiene que estar listo rápidamente. —Sólo hay un filete y una ensalada, y lo que queda del queso manchego. —Mi filete alcanza siempre para dos, y el obispo es un hombre amigable. —¿El obispo? Yo no le sirvo a ese. —No es nuestro obispo. Es uno italiano. Un hombre muy cortés. Y le explicó las circunstancias en las que encontró al obispo. —Pero el filete… –dijo Teresa. —¿Qué tiene el filete? 29

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—No le podemos servir carne de caballo al obispo. —¿Mi filete es de carne de caballo? —Siempre lo ha sido. ¿Cómo le voy a servir carne de res con el dinero que me da? —¿No tienes otra cosa? —Nada. —Dios mío, Dios mío. Sólo podemos rezar para que no se dé cuenta. Después de todo, yo nunca lo noté. —Porque usted nunca ha comido nada mejor. El padre Quijote volvió donde el obispo con el ánimo turbado, llevando consigo media botella de vino de Málaga. Se alegró de que el obispo le aceptara un vaso y luego un segundo. Quizá la bebida aturdiría su paladar. El obispo se había acomodado en la única butaca del padre Quijote, quien lo observaba con ansiedad. El obispo no parecía peligroso. Tenía un rostro terso que posiblemente no había conocido nunca la navaja de afeitar. El padre Quijote se arrepintió de no haberse afeitado aquella mañana después de la primera misa, celebrada ante una iglesia vacía. —¿Está de asueto, monseñor? —No precisamente de asueto, aunque es cierto que estoy disfrutando haber salido de Roma. El Santo Padre me ha encomendado una pequeña misión confidencial debido a mi conocimiento del español. Supongo, padre, que verá muchos turistas extranjeros en El Toboso… —No tantos, monseñor, porque hay poca cosa que ver aquí, sólo el museo. —¿Qué hay ahí? —Es un museo muy pequeño, monseñor, de una sola habitación. No más grande que mi sala. No contiene nada de interés más que las firmas. 30

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—¿Qué es eso de las firmas? ¿Podría ser tan amable de servirme otro vaso de Málaga? Todas esas horas bajo el sol dentro de ese auto descompuesto me tienen muerto de sed. —Discúlpeme, monseñor. Se dará cuenta de que no estoy acostumbrado a ser anfitrión. —Jamás había oído hablar de un museo de firmas. —Verá, monseñor, hace años un alcalde de El Toboso comenzó a escribir a jefes de Estado solicitándoles traducciones de Cervantes con su firma. La colección es bastante notoria. Está la firma del general Franco, por supuesto, en lo que yo llamaría un ejemplar original, y la de Hitler (diminuta, como excremento de mosca) y la de Churchill y la de Hindenburg, y la de alguien llamado Ramsay MacDonald, supongo que el primer ministro de Escocia. —De Inglaterra, padre. Teresa entró con los filetes y se sentaron y el obispo bendijo la mesa. El padre Quijote sirvió el vino y miró con gran aprensión cómo el obispo tomaba el primer bocado del filete, y cómo enseguida se apresuró a dar otro sorbo al vino, quizá para deshacerse del sabor. —Es un vino muy rústico, monseñor, pero aquí nos sentimos orgullosos del que llamamos manchego. —El vino es agradable –dijo el obispo–, pero la carne, la carne… El obispo contemplaba su plato mientras el padre Quijote esperaba lo peor. —La carne… –repitió por tercera vez, como si hurgara en el recuerdo de los antiguos ritos para hallar el término correcto del anatema. Teresa, entretanto, aguardaba cerca de la puerta, igualmente expectante– …Nunca, en ninguna 31

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mesa, he probado… algo tan tierno, tan sabroso, que estoy tentado a incurrir en la blasfemia y decir que nunca había probado nada tan divino como este filete. Quisiera felicitar a su ama de llaves. —Está ahí mismo, monseñor. —Mi querida señora, permítame estrechar su mano. El obispo extendió su mano ensortijada con la palma hacia abajo, como si esperara un beso y no un apretón de manos. Teresa huyó de vuelta a la cocina. —¿Dije algo malo? –preguntó el obispo. —No, no, monseñor. Es sólo que no está acostumbrada a cocinar para un obispo. —Posee un rostro sencillo y honesto. En estos días uno se avergüenza de encontrar, incluso en Italia, sirvientas demasiado casaderas… y, ¡ay!, es tan común que terminen casadas. Teresa entró apresuradamente con un poco de queso y se retiró con la misma rapidez. —¿Un poco de queso manchego, monseñor? —Y quizá también un poco más de vino para acompañar. El padre Quijote comenzó a sentirse cómodo y efusivo. Se animó a formular a su visitante una pregunta que jamás se hubiera atrevido a hacerle a su propio obispo. Después de todo, un prelado venido de Roma se encontraba más cerca de la fuente de la fe, y el elogio que el obispo hiciera del filete de caballo lo había envalentonado. No por casualidad había llamado Rocinante a su Seat 600; pensaba que sería más probable recibir una respuesta favorable si se refería al auto como si fuera un caballo. —Monseñor –dijo–, hay una pregunta que a menudo me he hecho a mí mismo, una pregunta que quizá se le ocurre con mayor frecuencia a un campesino que al habitante 32

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de las ciudades –titubeó como un nadador al borde de una poza helada–. ¿Consideraría usted que es herético rezar a Dios por la vida de un caballo? —Si es por su vida terrestre, no –respondió el obispo, sin dudar–: una oración es perfectamente permisible. Los Padres de la Iglesia nos enseñan que Dios creó a los animales para uso del hombre, y a ojos de Dios, una larga vida de servicio de un caballo es tan deseable como una larga vida para mi Mercedes, el cual me temo, parece estar fallándome. Debo admitir, sin embargo, que no existe un registro de milagros realizado por objetos inanimados, pero en el caso de las bestias tenemos el ejemplo de la burra de Balam, que por la gracia de Dios fue para Balam de mucha más utilidad de lo normal. —No pensaba tanto en la utilidad que un caballo tiene para su amo, sino a rezar por su felicidad, o incluso por una buena muerte. —No veo objeción alguna en rezar por la felicidad del caballo. Podría servir para hacerlo más dócil y de mayor utilidad para su amo, pero no estoy del todo seguro a qué se refiere usted con una buena muerte en el caso de un animal. Una buena muerte para un hombre significa morir en comunión con Dios, bajo la promesa de la eternidad. Podemos rezar por la vida terrestre de un caballo pero no por su vida eterna; eso rayaría en la herejía. Es cierto que existe una corriente al seno de la Iglesia que considera la posibilidad de que un perro tenga lo que podríamos llamar un alma embrionaria, pero personalmente encuentro esa idea demasiado sentimental y peligrosa. No debemos abrir puertas innecesarias a través de la especulación imprudente. Si un perro tiene alma, ¿por qué no un rinoceronte o un canguro? 33

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—¿O un mosquito? —Exactamente. Me doy cuenta, padre, que usted se halla en el bando correcto. —Pero nunca he entendido, monseñor, cómo un mosquito pudo ser creado para uso del hombre. ¿Para qué fin? —Vamos, padre, su utilidad es obvia. El mosquito puede ser comparado a un látigo en manos de Dios, pues nos enseña a soportar el dolor por amor a Él. Ese molesto zumbido en la oreja, quizá sea el zumbido de Dios. El padre Quijote tenía el desafortunado hábito del hombre solitario: decía en voz alta sus pensamientos. —Eso mismo podría imputársele a una pulga. El obispo lo miró con atención, pero no había indicio de burla en la mirada del padre Quijote: era obvio que estaba profundamente sumido en sus propias cavilaciones. —Éstos son misterios insondables –dijo el obispo–. ¿Dónde quedaría nuestra fe si no existieran misterios? —Me pregunto –dijo el padre Quijote–, ¿dónde habré puesto la botella de coñac que un hombre de Tomelloso me trajo hace tres años? Éste podría ser el momento adecuado para abrirla. Si me disculpa, monseñor… Teresa seguramente lo sabe. Se dirigió a la cocina. —Ya bebió lo suyo, para ser obispo. —Calla. Te va a escuchar. El pobre obispo está muy preocupado por su auto. Cree que le ha fallado. —En mi opinión, no es culpa más que de él mismo. Cuando era niña viví en África. Los negros y los obispos siempre olvidan echar gasolina. —¿De verdad crees que…? Es verdad que es un hombre muy espiritual, muy poco mundano. Cree que el zumbido 34

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de un mosquito… Bueno, dame el coñac. Mientras se lo bebe, veré si puedo hacer algo por su auto. Tomó un bidón de gasolina del maletero de Rocinante. No creía que el problema fuera tan simple como eso, pero no perdía nada con intentarlo, y era bastante seguro que el tanque de gasolina estuviera vacío. ¿Cómo era que el obispo no se había percatado de ello? Quizá sí lo hizo pero le avergonzaba admitir su necedad ante un cura de pueblo. Sintió pena por el obispo. A diferencia de su propio prelado, el italiano era un hombre bondadoso. Había bebido el vino joven sin reparos y comido la carne de caballo con buen apetito. El padre Quijote no deseaba humillarlo, pero, ¿cómo hacer para no avergonzarle? Caviló largo rato sentado sobre el cofre del Mercedes. Si el obispo no había visto el indicador de combustible sería fácil pretender conocimientos mecánicos que en realidad no poseía. Y en ese caso daría lo mismo ensuciarse las manos con un poco de aceite. El obispo estaba muy complacido con el coñac de Tomelloso. Había encontrado entre los libros de la repisa un ejemplar de la obra de Cervantes que el padre Quijote había comprado de joven, y sonreía al leer un pasaje, cosa que su propio obispo ciertamente jamás hubiera hecho. —He aquí un pasaje muy apropiado, padre, que leía cuando usted entró. Qué escritor tan moral era Cervantes, a pesar de lo que su obispo diga. «Que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente u otro vano respecto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegara la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían.» ¿Cómo vio al Mercedes? ¿Es 35

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que acaso ha sido hechizado por algún poderoso encantador de la peligrosa región de La Mancha? —El Mercedes está listo para ser conducido, monseñor. —¿Un milagro? ¿O acaso el mecánico regresó del funeral? —El mecánico aún no regresa, por lo que yo mismo le eché un vistazo al motor –le mostró sus manos–. Un trabajo complicado. Casi no tenía gasolina, lo que fue fácil de remediar pues siempre guardo un bidón extra, pero ¿cuál era la verdadera avería? —Ah, entonces no era sólo la gasolina –dijo el obispo, satisfecho. —Hubo que hacerle algunos ajustes al motor, no sé bien los nombres técnicos, pero ya era urgente meterle una mano, y ahora funciona muy bien. Quizá cuando llegue a Madrid sería bueno llevarlo a una revisión profesional, monseñor. —Entonces, ¿ya me puedo marchar? —A menos que quiera usted tomar una pequeña siesta. Teresa puede prepararle mi cama. —No, no, padre. Me siento completamente refrescado por su excelente vino y la carne, ah, esa carne. Además tengo una cena en Madrid esta noche y no me gusta llegar cuando ha oscurecido. Mientras caminaban hacia la carretera principal de El Toboso, el obispo preguntó al padre Quijote: —¿Cuántos años lleva usted viviendo en El Toboso, padre? —Desde que era niño, monseñor. Menos durante mis estudios en el seminario. —¿Dónde estudió? —En Madrid. Hubiera preferido Salamanca pero el nivel me sobrepasaba. 36

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—Un hombre con sus talentos se desperdicia en El Toboso. Seguramente su obispo… —Mi obispo, ay, él conoce bien lo escasas que son mis aptitudes. —¿Acaso su obispo podría haber reparado mi auto? —Mis aptitudes espirituales, quiero decir. —En la Iglesia necesitamos hombres con habilidades prácticas también. En el mundo de hoy la astucia, en el sentido de sabiduría mundana, debe ir unida a la oración. Un sacerdote capaz de recibir a un huésped inesperado con buen vino, buen queso y un excelente filete es un sacerdote que puede defenderse en las más altas esferas. Estamos aquí para llevar a los pecadores al arrepentimiento, y hay mayor cantidad de ellos entre los burgueses que entre los campesinos. Me gustaría que usted fuera, como su ancestro Don Quijote, por los caminos del mundo… —Pero decían que estaba loco, monseñor. —Lo mismo dijeron de san Ignacio. Pero he aquí la carretera que debo tomar, y he aquí mi Mercedes… —Mi obispo dice que Don Quijote era un personaje ficticio, algo en la mente de un escritor… —Quizá todos somos ficciones, padre, en la mente de Dios. —¿Usted desea que yo arremeta contra los molinos de viento? —Fue sólo arremetiendo contra los molinos de viento que Don Quijote encontró la verdad en su lecho de muerte –el obispo tomó asiento tras el volante de su Mercedes y comenzó a entonar con acentos gregorianos–: «En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño». —Es una frase muy hermosa –dijo el padre Quijote–, pero ¿qué significado tiene? 37

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—Nunca lo he sabido con certeza –respondió el obispo–, pero seguramente su belleza basta. Y cuando el Mercedes se alejó ronroneando con apacible salud por la carretera hacia Madrid, el padre Quijote notó que el obispo había dejado tras de sí, durante un breve instante, un agradable aroma compuesto de vino joven, coñac y queso manchego; un aroma que antes de dispersarse, un desconocido podría haber confundido con un incienso exótico. Pasaron muchas semanas con el mismo ritmo ininterrumpido y confortable de los años anteriores. Ahora que el padre Quijote sabía que su filete ocasional provenía de la carne de un caballo, lo disfrutaba con una sonrisa exenta de culpabilidad –pues ya no tenía que culparse a sí mismo de opulencia–, en memoria del obispo italiano que le había obsequiado con tanta amabilidad, tanta cortesía y tanto amor por el vino. Le parecía que uno de esos dioses paganos cuya existencia conoció durante sus estudios de latín había descansado una o dos horas bajo su cumbrera. Leía muy poco ahora, a excepción de su breviario y de los periódicos, los cuales jamás le informaron que la lectura del primero ya no era necesaria. Le interesaba particularmente los relatos de los cosmonautas, pues jamás había sido capaz de abandonar la idea de que en alguna parte en la inmensidad del espacio existía el reino de Dios, y ocasionalmente también abría uno de sus viejos libros de teología para asegurarse de que la breve homilía que pronunciaría en la misa del domingo se apegaba a la doctrina. También recibía mensualmente, desde Madrid, una revista teológica. En ella se publicaban críticas en las que a veces se hacía referencia a ideas peligrosas –expresadas por un cardenal de Holanda o de Bélgica, no recordaba bien, o 38

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escritas por un sacerdote de nombre teutón que al padre Quijote le recordaba a Lutero–, pero no prestaba mucha atención a estas críticas porque era muy poco probable que tuviera que defender la ortodoxia de la fe ante el carnicero, el panadero, el mecánico o incluso ante el dueño del restaurante, quien era el hombre más educado de El Toboso después del alcalde, y como de este último se decía que era ateo y comunista, se le podía descartar tranquilamente en lo que concernía a la doctrina de la Iglesia. De hecho, el padre Quijote disfrutaba más de la compañía del alcalde durante sus breves pláticas callejeras que de la del resto de su feligresía. En presencia del alcalde dejaba de sentirse como una especie de oficial superior; los igualaba el interés común del progreso de los cosmonautas a través del espacio, y ambos se comportaban con mucho tacto el uno frente al otro. El padre Quijote no mencionaba la posibilidad de un encuentro entre un sputnik y un ser angélico, y el alcalde profesaba una imparcialidad científica ante los avances de los rusos y los estadunidenses. Por otro lado, desde un punto de vista cristiano, el padre Quijote no encontraba muchas diferencias en estas dos tripulaciones: ambas le parecían constituidas por gente buena, probablemente buenos padres y esposos. Pero vestidos con aquellos cascos y trajes espaciales, que bien podrían haber sido confeccionados por el mismo sastre, el padre Quijote no podía imaginarse a ninguno de ellos en la compañía de Gabriel o de Miguel, y mucho menos de Lucifer, si en vez de elevarse hasta el reino de Dios su nave espacial tuviera que hundirse de cabeza hasta alcanzar las regiones infernales. —Le llegó una carta –le dijo Teresa con suspicacia–. No sabía dónde encontrarlo. 39

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—Estaba en la calle hablando con el alcalde. —Ese hereje. —Si no existieran los herejes, Teresa, habría muy poco trabajo para los sacerdotes. Teresa soltó un gruñido. —Es una carta del obispo. —Ay, Dios, ay, Dios. Permaneció mucho tiempo sentado con la carta en la mano, temeroso de abrirla. No podía recordar una sola carta en la que el obispo no lo riñera por una cosa o por otra. Así había ocurrido, por ejemplo, la vez que donó las limosnas de Pascua, que tradicionalmente él tenía derecho de conservar, a una organización caritativa con el digno nombre de In Vinculis, creada supuestamente para ocuparse de las necesidades espirituales de los pobres reos criminales. Aquél fue un acto privado de caridad que de alguna forma llegó a oídos del obispo después de que el recaudador de la organización fuera arrestado por organizar la fuga de ciertos enemigos encarcelados del general Franco. El obispo lo llamó imbécil, un insulto que Cristo había censurado. El alcalde, por otro lado, le había dado palmaditas en la espalda y lo llamó un digno descendiente de su gran ancestro. Se hubiera servido un vaso de Málaga para darse valor, si quedara algo tras la visita del obispo de Motopo. Lanzó un suspiro y rompió el sello rojo y abrió el sobre. Tal y como temía, la carta parecía haber sido escrita durante un ataque de gélida cólera. «Acabo de recibir una carta absolutamente incomprensible de Roma», escribía el obispo, «que al principio tomé por una broma del peor gusto, una imitación del estilo eclesiástico posiblemente inspirada por un miembro de esa organización comunista a la que usted 40

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se creyó con la obligación de apoyar por motivos que siempre me han parecido oscuros. Pero al solicitar una confirmación, he recibido hoy una abrupta carta que confirma la primera misiva y me solicita que le comunique inmediatamente que el Santo Padre ha decidido –y no me corresponde a mí cuestionar por qué extraña inspiración del Espíritu Santo– elevarlo al rango de monseñor, aparentemente por recomendación de un tal obispo de Motopo, del que jamás he oído hablar, y sin que se haya hecho la menor referencia a mi persona, de quien una recomendación así debió haber partido en primer lugar: una acción harto improbable de mi parte, debo añadir. He obedecido al Santo Padre dándole a usted esta noticia, y sólo puedo rezar para que usted no deshonre el título que él ha considerado que usted merece. Ciertos escándalos que sólo fueron olvidados porque procedían de la ignorancia del párroco de El Toboso tendrían mucha más resonancia si fueran causados por la imprudencia de monseñor Quijote. Así que prudencia, prudencia, querido padre. Se lo suplico. De cualquier manera, escribí a Roma para señalar lo absurdo que es que una parroquia tan pequeña como la de El Toboso quede en manos de un monseñor, un título que ocasionará resentimientos en muchos sacerdotes dignos de La Mancha; y también para solicitar ayuda para hallar un campo de acción más amplio para sus actividades, quizás en otra diócesis o incluso en las misiones.» El padre Quijote cerró la carta y la dejó caer al suelo. —¿Qué dice? –preguntó Teresa. —Quiere sacarme de El Toboso –dijo el padre, en un tono de voz tan desesperado que Teresa volvió apresuradamente a la cocina para no ver los ojos tristes del sacerdote.

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