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los vivientes


Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares de la realidad es mera coincidencia.

Los Vivientes Título original: The Living © 2013, Matt de la Peña Traducción: Juan Elías Tovar Cross Diseño e imagen de portada: © 2013, Philip Straub

D.R. © Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com D.R. © Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10 11000 México, D.F., México www.oceano.mx www.grantravesia.com Primera edición: 2015 ISBN: 978-607-735-624-0 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. hecho en méxico

/ made in mexico / printed in spain

impreso en españa


S

hy está parado en la Cubierta Honeymoon, solo. Una hielera de botellas de agua helada cruza su pecho.

Espera. Es el día seis de su primera travesía como empleado de ve-

rano de los cruceros Paradise Cruise Lines. Mozo de toallas en la alberca de la Cubierta Lido de día. Mozo de botellas de agua por la noche. Pero pagan bien. Le gusta. Es un buen cambio de juego. Vuelve a calcular cuánto habrá obtenido cuando vuelva a empezar la escuela. Tres viajes de ocho días, más propinas, menos impuestos. Suficiente para echarle la mano a su mamá, algo más para comprarse nuevo equipo y unos zapatos deportivos, quizás hasta invite a una mujer a cenar. Shy camina hasta el barandal, imaginando esto último. Él con una chica en una cita de verdad. Incluso haría reservación en un buen lugar. Servilletas de tela. Una chica guapa sentada frente a él, en un gabinete lujoso. Quizá Jessica la del equipo de voleibol. O María la de calle abajo. Cualquiera de esas chicas sería toda sonrisas y pestañas cuando lo viera por encima del menú. —Pide lo que quieras —le diría—. ¿Has probado algo del mar y algo terrestre? ¿Como langosta y filete? De veras, no hay problema.


Así se conduciría, con clase. Cuando se nubla por las noches, la luna es un punto borroso sobre el crucero. El océano es fieltro negro. Casi no se ve dónde acaba el aire y dónde empieza el agua. Pero lo puedes escuchar. Ésa es otra cosa que Shy jamás hubiera pensado antes de tomar este trabajo informal en un crucero de lujo. El océano te habla. Sobre todo de noche. Voces susurrantes que nunca paran, ni siquiera cuando duermes. Te puede empezar a trastornar la cabeza. Shy ve a un pasajero que sale del salón Luxury Lounge. Las gruesas puertas de vidrio se abren automáticamente, lo suficiente para dejar escapar unas cuantas notas de la orquesta en vivo. Adentro se está llevando a cabo un evento formal llamado Bacon Ball. Arpas, violines y demás. Cientos de ricos bien arreglados beben champaña y socializan. Esta noche el trabajo de Shy consiste en ofrecerle agua a cualquiera que salga a tomar el aire. Como este tipo. De mediana edad y que se está quedándo calvo, con un traje dos tallas más pequeño. Shy se acerca rápido con su hielera y pregunta: —¿Una botella de agua helada, señor? El hombre mira la botella unos segundos, como si aquello lo confundiera. Luego una sonrisa surge en su rostro y echa mano de su billetera. Tiende un billete doblado hacia Shy entre dos dedos blancos y venosos. —Lo siento, señor —le dice Shy—. Se supone que no debo… —¿Quién dice? —lo interrumpe el hombre—. Tómalo, muchacho. Después de una breve pausa, para mantener las apariencias, Shy pesca el billete y lo sepulta en lo profundo del bolsillo de su uniforme. Como siempre lo hace. 10


El hombre destapa la botella de agua, da un trago largo, se limpia la boca con la manga del saco. —Me pasé toda la vida tratando de llegar a este lugar —dice sin hacer contacto visual—. Soy de los mejores científicos en mi campo. Cofundador de mi propia compañía —mira a Shy—. Dinero para comprar casas para vacacionar en tres países diferentes. —Felicidades, señor… —¡No! —le responde el hombre. Shy lo observa unos segundos. —¿No qué? —No me digas lo que crees que quiero oír —mueve la cabeza, irritado—. En lugar de eso dime algo real. Dime que estoy gordo. Shy voltea a ver el mar, confundido. El tipo definitivamente está gordo, pero si algo ha aprendido Shy en sus primeros seis días de trabajo, es que los pasajeros de los cruceros de lujo no quieren saber nada de lo real. Quieren una palmada en la espalda. “Diles que son una maravilla y que te paguen”. Es el lema de Rodney, su compañero de camarote. Pero este tipo no encaja en la fórmula. El hombre suspira, le pregunta a Shy: —De cualquier manera, ¿de dónde eres, muchacho? —San Diego. —¿Sí? ¿De qué parte? Shy cambia la hielera del lado izquierdo al derecho. —Tal vez nunca lo ha oído, señor. Un pequeño lugar llamado Otay Mesa. El hombre ríe con incomodidad, como si le doliera. —¿Y tú estás tratando de felicitarme? —mueve la cabeza—. ¡Qué tal esa ironía! 11


—¿Perdón? Despide a Shy con un ademán y vuelve a tapar su botella. —Créeme, conozco Otay Mesa. Allá cerca de la frontera. Shy asiente. No tiene idea a dónde quiere llegar ese tipo, pero Rodney también le advirtió sobre eso. Lo excéntricos que pueden ser los pasajeros de los cruceros de lujo. Sobre todo cuando ya traen los dientes rosas de tanto vino tinto. Hay unos segundos de silencio, Shy se prepara para retirarse, pero de pronto el hombre voltea y le apunta con un dedo al rostro. —Hazme un favor, muchacho. —Por supuesto, señor. —Recuerda este cobarde rostro —el hombre se da un golpecito en la sien—. Así es como se ve la corrupción. Shy frunce el ceño, tratando de encontrarle lógica. —Ésta es la cara del que te traicionó. Yo, David Williamson. ¡Nunca lo olvides! Todo está en la carta que dejé en la cueva. —No estoy seguro de entender, señor. —Claro que no entiendes —el hombre vuelve a destapar su botella de agua y voltea hacia el océano. No bebe—. Hice una carrera ocultándome de gente como tú. Pero dime algo, muchacho: ¿cómo se supone que puedo seguir viviendo con tanta sangre en mis manos? Shy abandona la búsqueda de significado y se enfoca en el peinado de cortinilla del tipo aquel. Es uno de los esfuerzos más agresivos que ha visto. La raya empieza dos centímetros arriba de la oreja izquierda y el tipo espera que unos cuantos mechones desordenados cubran una seria cantidad de terreno despoblado. A lo mejor a eso se refería con lo de “ocultarse”. Le quedan tres pelos desafiantes y aún cree que trae totalmente ca12


muflada esa brillante pelona. A Shy le recuerda la lógica de un niño en los juegos de escondites. Como su sobrino Miguel, que metía la cabeza en un cojín del sillón, pensando que si él no podía verte, tú tampoco podías verlo. Shy vuelve a oír flautas y arpas; dirige su atención hacia dos señoras mayores que salen del salón, con centelleantes vestidos de noche. Las dos vienen riendo y traen sus zapatos de tacón en la mano. —Buenas noches, señoras —se acerca a ellas—. ¿Puedo ofrecerles una botella de agua helada? —¡Ay, sí! —¡Cariño, eso suena estupendo! Les da las dos botellas, asombrado de que esas mujeres ricas puedan emocionarse tanto con agua gratis. —Gracias —dice la más alta, mientras se acerca a leer su gafete—. ¿Shy? —Sí, señora. —Pero qué curioso nombre —dice la otra mujer. —Bueno, es que mi papá es un tipo curioso. Todos ríen un poco y las mujeres abren sus botellas y dan educados traguitos. Tras cumplir con la cuota de plática trivial recomendada por Paradise, Shy se aleja de las mujeres y regresa a mirar el oscuro mar que los rodea. Miles de kilómetros de misteriosa agua salada. Hogar de sabrá Dios qué. Robustos moradores del fondo y escurridizas anguilas eléctricas, ballenas del tamaño de edificios de apartamentos, que andan por ahí nadando iracundas porque no tienen dientes de verdad. Y aquí está Shy, en la cubierta superior de este resplandeciente megabarco blanco. Doscientas mil toneladas y el largo de una arena deportiva, pero aun así flotando, de alguna manera. 13


Recuerda la reacción de su abuela cuando se enteró de que iba a pedir trabajo de verano en un crucero —dos semanas antes que enfermara—. Se metió a su habitación y salió unos segundos después con uno de sus álbumes de recortes. Le mostró varios artículos sobre el aumento de ataques de tiburón en la última década. Shy tuvo que llevarla a la biblioteca más cercana y bajar de internet una imagen de un crucero Paradise. —Ay, mijo —exhaló ella, emocionada—. Es el barco más grande que he visto en toda mi vida. —¿Ves, abuelita? Es imposible que un tiburón se meta con una cosa de éstas, ¿verdad? —No veo cómo —miró la pantalla y luego otra vez a Shy—. Pero tengo fotos de sus dientes, mijo. Tienen hileras y más hileras. ¿No crees que puedan morder el fondo? —No, porque el fondo tiene como cinco metros de grueso y es de puro acero. Shy permanece de pie, con la mirada perdida en el océano, recuerda a su abuelita, cuando de reojo ve una mancha subir al barandal. Voltea de inmediato. El hombre del peinado de cortinilla. —¡Señor! —grita, pero el tipo ni siquiera voltea. Shy ahueca las manos alrededor de su boca y esta vez lo grita más fuerte: —¡Señor! Nada. Las dos mujeres mayores voltean también, para ver lo que está pasando. Ninguna se mueve, ni dice una palabra. Shy se arranca la hielera y sale disparado atravesando toda la cubierta a lo ancho. Llega justo cuando el hombre 14


se está bajando del otro lado del barandal, disponiéndose a saltar. Shy se lanza a sujetarlo, pesca un brazo. Con la otra mano busca el cuello de su saco y aprieta la tela. Lo sostiene allí, suspendido contra el barco. Todo pasa tan rápido. No hay tiempo de pensar. Este hombre cuelga sobre el vacío, a veintitantos pisos de la oscuridad y demasiado pesado para una persona, se le resbala a Shy de entre los dedos. Engancha la pierna en el barandal para apoyarse mejor y para que no lo jale a él también, ahora grita sobre sus hombros: —¡Busquen ayuda! Una de las mujeres se apresura hacia el salón, por las puertas de vidrio. La otra grita al oído de Shy: —¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! El hombre del peinado de cortinilla le clava los ojos a Shy. Nerviosos y saltones. Hasta ese momento su mano ha estado agarrando el antebrazo de Shy. Pero ahora se suelta. —¡Qué está haciendo! —le grita Shy—. ¡Sujétese! El hombre sólo mira hacia abajo. Shy lo sujeta más fuerte. Aprieta los dientes y trata de tirar de aquel hombre hacia arriba. Pero es imposible. No es tan fuerte. Su posición es demasiado incómoda. Voltea otra vez y grita: —¡Alguien que ayude! La segunda mujer retrocede trastabillando, hacia el salón. La mano sobre la boca. Las botellas de agua de la hielera de Shy ruedan por la cubierta atrás de ella. Shy puede sentir que el codo del hombre se empieza a resbalar entre sus dedos. Tiene que hacer algo. Ahora. ¿Pero qué? 15


Pasan varios segundos. Suelta el cuello del saco, apenas lo suficiente para sujetar el brazo del hombre también con la mano izquierda. Justo debajo del codo. Ambas manos ya cerradas en un círculo. Dedos entrelazados. El cuerpo entero de Shy empieza a temblar mientras se aferra. El sudor le corre por la frente y se le mete en los ojos. Se le empieza a acalambrar la pierna en el barandal. Varios segundos más y luego oye un desgarro. El traje del hombre se está descosiendo del brazo. Impotente observa las costuras que se rompen ante sus ojos. Estilo cámara lenta. Hilos negros que se rompen y quedan colgados como gusanos diminutos. Luego un desgarrón fuerte de tela y el hombre cae, gritando. Los ojos desorbitados al caer de espaldas. Agitando brazos y piernas. Desaparece en la oscuridad casi sin salpicar. ¡Shy!, grita alguien. Pero Shy sigue asomado sobre el barandal, mira la oscuridad. Tratando de recuperar el aliento. Tratando de pensar. Shy, sé que me puedes oír. Otros pasajeros salen a la cubierta. Hay un murmullo de conversaciones susurradas. Un reflector se prende de golpe sobre él, su rayo brillante recorre lentamente la superficie del agua. Sin revelar nada. Déjate de juegos, hermano. Nos tenemos que ir al Southside. El océano sigue susurrando, igual que antes. Como si no pasara nada, ni nada fuera a ocurrir. Shy voltea a ver sus manos. Sigue sujetando la manga vacía de aquel hombre.

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los

Vivientes



Día 1



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RODNEY

E

n serio, Shy. Levántate. Shy rodó en su camastro.

—No me obligues a golpearte la cabeza. Shy abrió un poco los ojos. El enorme Rodney se cernía sobre él con las manos en la cintura. Shy volteó a ver el pequeño camarote, mientras la realidad lo va inundando: ninguna manga en sus manos. Ésta era una travesía completamente distinta: con destino a Hawai, no México. El hombre había saltado hacía seis días, es decir, ya había pasado casi una semana. —Sé que no lo olvidaste, ¿verdad? —dijo Rodney. —¿Olvidar qué? —Shy se sentó y se frotó los ojos. Pero sabía que la respuesta iba a estresar a Rodney, porque todo estresaba a Rodney, así que sonrió y le dijo al tipo—: Estoy jugando, hombre. Por supuesto que no se me olvidó. Puedes ver que ya estoy vestido, ¿de acuerdo? —Te iba a decir —Rodney se metió al baño, volvió a salir con un cepillo de dientes eléctrico zumbándole en la boca, masculló algo imposible de entender.


Shy salió de la cama y fue a su cómoda, sacó una bolsa de papel café de atrás de la caja fuerte, que nunca se molestaba en usar. Hoy era el decimonoveno cumpleaños de Rodney. Se suponía que un montón de gente iba a celebrar en la cubierta afuera del Southside Lounge. A las nueve, al acabar su turno de la alberca, Shy iba a bajar al camarote que compartía con Rodney a bañarse y cambiarse, pero terminó por caer rendido. Eso era un pequeño milagro, considerando que apenas había dormido la noche anterior. Y la anterior. Y la anterior… Le dio un vistazo al reloj: pasaban de las once. Rodney se volvió a meter al baño a escupir, salió secándose la boca con una toalla de manos. Era un tipo asombrosamente ágil para ser un liniero ofensivo de futbol americano. —Dije que te estabas revolcando mientras dormías, hermano. ¿Otra vez soñaste con el clavadista? —Estaba soñando con tu mamá —le dijo Shy. —Ah, sí, ya veo. Tenemos a un segundo comediante en el barco. El suicidio podía haber ocurrido hacía seis días, en una travesía completamente distinta, pero desde entonces, cada vez que Shy cerraba los ojos… allí estaba el hombre del peinado de cortinilla. Dándole traguitos a su botella de agua, o hablando de la corrupción, o pasando su trasero sobre el barandal; el brazo carnoso del tipo se desliza lentamente entre el agarre de nena de Shy. Peor aún, a medio sueño la cara del hombre a veces se transformaba en la cara de la abuela de Shy. Sus ojos se llenaban de sangre debido a su rara enfermedad. Shy le lanzó la bolsa de papel a Rodney. —¿Me compraste un regalo, hermano? —dijo Rodney—. ¿Qué es? 22


—¿Qué quieres que sea? Rodney contempló el techo tocándose la sien, como si estuviera pensando. Luego señaló a Shy y le dijo: —¿Qué tal una hermosa mujer en lencería? Shy soltó una risa exagerada. —¿Crees que soy una especie de hacedor de milagros? —Estoy jugando, hermano —dijo Rodney—. No tiene que ser hermosa. Ya sabes que no soy exigente. Shy señaló la bolsa. —Sólo ábrela. Rodney desdobló la parte de arriba y sacó el libro que Shy le había comprado: ¡Cocina con Daisy! Sabores latinos que harán vibrar tu mundo. —Lo tenían en la tienda de regalos —le dijo Shy. Rodney le dio la vuelta para ver la contraportada. —Si vas a ser un chef famoso —agregó Shy—, tienes que saber hacer tamales y empanadas. Carmen y yo podríamos ser algo así como tu público de prueba. Rodney volteó a ver a Shy con ojos vidriosos. El regalo demostraba que Shy recordaba la primera conversación que tuvieron durante su primera travesía juntos. Cuando Rodney mencionó su sueño de ser chef en Nueva York. ¿Pero lágrimas? ¿De veras? —Ven acá, hermano —dijo Rodney, abriendo los brazos. —No, así estoy bien —le dijo Shy, mientras caminaba hacia la puerta. Rodney era un entusiasta de los abrazos porque no entendía su propia fuerza. Y Shy no era del tipo de los que les gusta el contacto físico. —En serio, Shy. Ven a darle a este chico un poco de amor. 23


En lugar de eso Shy tomó la manija de la puerta y dijo: —Necesitamos apresurarnos para que llegues a tu fiesta… Demasiado tarde. Rodney lo agarró del brazo y le dio la media vuelta para aplicarle un abrazo de oso. Shy imaginó que así debía sentirse morir aplastado por una pitón birmana. —Eres un buen amigo —dijo Rodney, con voz quebrada por la emoción—. En serio, Shy. Cuando me convierta en un chef de fama mundial y me pongan en uno de esos programas matutinos de

tv,

para hacer una demostración… Verás,

voy a nombrar un platillo en honor a mi Mexican compadre. ¿Qué te parece el Shy Soufflé? Shy habría hecho algún chiste sobre que Rodney tenía una cara perfecta para trabajar en radio, pero no podía pensar bien. Rodney le estaba cortando el flujo de oxígeno al cerebro.

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