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IGNACIO PADILLA

LAS FAUCES DEL ABISMO


Editor de la colección: Martín Solares Diseño de portada: Éramos tantos

LAS FAUCES DEL ABISMO © 2014, Ignacio Padilla D. R. © 2014, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10 Col. Lomas de Chapultepec Miguel Hidalgo, C.P. 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2014 ISBN: 978-607-735-424-6 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Hecho en México / Impreso en España Made in Mexico / Printed in Spain


Or, if there were a sympathy in choice, War, death, or sickness did lay siege to it, Making it momentary as a sound, Swift as a shadow, short as any dream, Brief as the lightning in the collied night; That, in a spleen, unfolds both heaven and Earth, And ere a man hath power to say “Behold!” The jaws of darkness do devour it up. So quick bright things come to confusion. William Shakespeare, A Midsummer Night’s Dream



Animalia de espejos



Espada, talismán, espejo

E

l monstruo que aquí veis representado adornaba un talismán que se halló junto al cadáver de Luca del Briati, arconte de la Orden de la Luz, muerto por revelar a los franceses el secreto de los espejos cristalinos. El talismán lo hizo dibujar micer Pietro Guareschi, alguacil de esclusas y canales, cuya fama está lo bastante extendida en Venecia como para requerir otra alabanza. Él mismo me contó que un gitano que mendigaba en la ciudad le había dicho una mañana que resonaban gritos espantosos bajo la iglesia de Santa María. Venía el rufián muy asustado, las ropas sucias de lodo, y juraba haber visto también un tumulto de fantasmas muy principales abandonar las cloacas cerca de la esclusa que se abre hacia el puerto maestro. Acudió pues el alguacil. Removió la losa en el atrio de San Juan y penetró en el dédalo de inmundicia en compañía de dos criados. Juntos rodearon la cisterna vieja de los frailes, que les recordó una tumba romana; cegados por la enormidad del laberinto, encendieron sus antorchas, perturbaron ríos de ratas y acabaron de perderse en riberas de arena oscura. Amanecía cuando encontraron una bóveda


grandísima. Ahí un criado sintió miedo y quiso regresar sobre sus pasos. Tal era la peste en el lugar, que el otro criado tuvo náuseas y cerca estuvo de desvanecerse. Luego el alguacil encendió su última antorcha y halló esto: al arconte Luca del Briati degollado junto al fétido torrente, los brazos doblados sobre el pecho y, en las manos, su temblorosa espada, con la que decía haber matado a quince turcos en Mesina; a sus pies, roto y sangrante, un espejo de dama y un muñeco de alfeñique y el talismán monstruoso que ya he dicho, también roto. Guareschi bocetó allí mismo el muñeco, la espada, el talismán y el espejo; después los pasó a un criado para que los hiciese trasladar por un artista de Ferrara, quien los dibujó con muestras de paciencia y gran talento. De esas ilustraciones nos queda sólo la del talismán, entintada en el libro famoso de Juan Gonçalvez, De los delitos en la ciudad de Murano. De ahí tomo yo la representación del monstruo que, como podéis ver, es semejante a una tortuga: sobre la caparazón dos líneas trazan la cruz de San Marcos, y en cada extremo de éstas hay un ojo, de modo que se da a entender que el animal ve por cuatro rumbos, aunque no tiene sino una sola boca y un solo vientre. Éste hará diez años que yo mismo pregunté al alguacil Guareschi qué se hizo del talismán; pero el buen viejo no supo darme noticia de su suerte. Apenas alcanzó a decirme que la joya fue cedida, junto con el espejo y el muñeco, al dux de Venecia, de donde era natural la familia del acuchillado arconte. Ψ

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Esto otro que aquí veis es el retrato de una de las tres bestias de cantera que adornan el marchito palacio que fue de la familia de los Polo, Refrendarios de la Orden de la Luz, notables venecianos y bisabuelos del arconte del Briati. He tomado la imagen de Corrozet, en la adenda de sus Blasons des animaux contenant les maisons de voyageurs célebres. Notaréis que el retrato muestra un animal parecido a una tortuga, con la cruz de San Marcos tundida en la caparazón. Las otras bestias en el frontis de la numerosa casa de los Polo son el Toro de Mitra y un pelícano. Del toro y del pelícano se conoce que fueron armas de linajes azulados de Venecia, y que el uno significa gallardía y el otro el sacrificio de Nuestro Redentor. De la tortuga cruzada, en cambio, se sabe poco y se explica menos en comentos y blasonerías. Así, hay que tenerla por más interesante que las otras porque, según dicen algunos estudiosos, en Venecia esa emblemática tortuga la ostentaban sólo los varones que eran miembros de la Ordo Lucem Orientis, espejeros todos ellos nobilísimos de Murano. Esa orden y tales espejos fueron, hasta la muerte del arconte del Briati, los más hablados de la cristiandad. Cuenta por ejemplo Lazari que en el palacio de Isfahán, en Persia, hay un salón con lunas venecianas de ocho pies, y que en el fuerte de Lahore las estancias reales están rebujadas de oro con lucíferos espejos de Murano colgados a la altura de los ojos. La gran fama de estos espejos, también llamados cristalinos, acabó un día por sembrar envidia en el rey Luis de Francia, quien ordenó a un caballero de nombre Coulbert alzar una fábrica de vidrios que eclipsaran a los de Murano. Para cumplir con el real mandato Coulbert aprendió las técnicas 15


de Flandes y Bohemia; y quiso asimismo estudiar a los espejeros venecianos, pero el dux le negó la entrada en su república. Por su parte, avisados de las negras intenciones del rey Luis, los ungidos de la Ordo Lucem amenazaron con castigar a aquellos artesanos que conviniesen trabajar con los franceses o revelarles el secreto de los disputados cristalinos. No desistió Coulbert; antes buscó ayuda en el obispo de Berziers, florentino renegado y chapucero que era por entonces embajador de Francia en Venecia. Consta en el Archivio di Stato Inquisitori in Francia que ese mismo obispo persuadió con sus malas mañas a algunos vidrieros, y los contrabandeó a Francia para que levantasen allá sus burbujeantes hornos, sus retortas y sus redomas. Ya en París, Coulbert untó a aquellos judas con mujeres y dinero, dejándoles trabajar puertas adentro en compañía sola de otros venecianos como ellos. De este arranque francés de la Real Fábrica de Vidrios y Espejos vienen los paneles que todavía engalanan los prolongados salones de Versalles. Mas no bien comenzaron su aventura los franceses, la Ordo Lucem se encargó de echar por tierra los sueños del rey Luis. En menos de dos semanas ocurrieron convenientes desgracias en la Real Fábrica de Vidrios y Espejos: un veneciano que sabía pulir metal murió de fiebres bubosas; luego un soplador de vidrio, también veneciano, sudó el alma entre agudos dolores; otros dos vidrieros de Murano, que huían por Alemania, fueron muertos en desigual trifulca de dagas y garrotes mientras tascaban en las barriadas de Fráncfort. Junto a los cuerpos de todos ellos fueron halladas algunas de las cosas que después se encontrarían junto al cadáver del arconte del Briati, a saber: un espejo de dama y un talismán bruñido con la efigie de una especie 16


de tortuga que tenía la cruz de San Marcos delineada muy al vivo en la caparazón.

Pulvis es et in pulverem reverteris Conviene ahora saber cuál es el secreto que con tal enjundia celaban los venecianos. En su Piazza Universale, Garzoni de Bagnacavali da dos razones para el apogeo de los espejos cristalinos de Murano: la salinidad del agua del Adriático y la inmediata claridad de la llama, esta última debida al leño que se usa en el chamuscado. Tales componentes, sumados a la pericia de los vidrieros venecianos, explicarían la calidad de sus espejos por encima de los otros. En la misma epístola escribe Bagnacavali que desde tiempos del papa Inocencio se refugiaron en Murano muchos fabricantes de abalorios que deseaban apartar sus secretos de las miradas indiscretas. Tal secreto, según este autor, no era otro que la proporción justa de sal y soda que debía añadirse al agua del Mar Adriático. Para preservar ese equilibrio misterioso de substancias, la guilda de espejeros habría fundado en Murano la Ordo Lucem Orientis, abrigada por los grandes señores venecianos. Me parece que anda errado ese Bagnacavali en sostener que el secreto de esa guilda de espejeros se reduce a las precisas sumatorias de sal y soda o a la bondad del agua adriática. Para rebatirlo diré sólo que Fioravanti, alquimista revelado y autor exacto del Miroir des arts et des sciences, escribió: En el horneado del cristalino forman los artesanos una pelota de vidrio, y la aplanan en paletas del tamaño que les place; al secarse las paletas dispersan sobre ellas un polvo menudo y rico 17


en manganeso que extraen de las harinas del kaní, animalito del Catai que sólo ellos conocen y que traen para criarlo en las cloacas de Murano. Los vidrieros agregan a cada parte de esa harina de kaní una onza de arsénico y media onza de antimonio de plata; de ello obtienen un vidrio fundido muy blanco que al secarse es un espejo divinamente puro e incorruptible. Este proceso, aunque parece milagroso, es natural. Con esta historia del kaní que cuenta Lazari puede comprobarse hasta qué punto tropezaba Bagnacavali en sus afirmaciones. Otro tanto puede decirse de los espejeros de Coulbert, quienes pensaban que la harina del fundido veneciano procedía de una incierta planta egipcia. Yo mismo doy fe de haber visto a los franceses untar esa planta a sus espejos en presencia del difunto rey Carlos, sin que se produjera un solo vidrio tan hermoso como el veneciano. Ψ Creo, por mi parte, que Fioravanti acierta en que el secreto de los cristalinos no está en una planta egipcia sino en una bestezuela del Catai; y que esa bestia es la recurrente tortuga cuya efigie usaban como emblema los arcontes y naometras de la Ordo Lucem Orientis. He sabido, por personas cabales que no quieren que sus nombres se desvelen, que el kaní no es fingido, como quieren los comentadores de Marco Polo, sino muy verdadero. No rechazo que los vidrieros usaran mercurio para hornear sus vidrios, pero eso no basta para explicar la brillantez de sus cristalinos. En mis mocedades tuve como amigo a un copto incesante que había vivido en el Catai, donde aprendió las costumbres de los tártaros. Este copto me dijo que con 18


cierto animal los tártaros hacen unos vestidos esplendentes como espejos: lo cazan y lo nutren hasta que es muy gordo, y lo degüellan y lo dejan secar y lo maceran en morteros de granito. Quedan de todo esto unas hebras chispeantes que se hilan para hacer telas preciosas y vellocinos. Esas telas no son todavía muy lucientes, de modo que los tártaros las humillan a la flama y las dejan ahí un tiempo hasta que se vuelven blancas como la plata. Es menester que la tela no tenga costura ni roto alguno para que el fuego la vuelva luminosa. He aquí una verdad que es preciso tocar con la mano: el animal del que me hablaba el copto tiene la caprichosa forma de una tortuga y un caparazón cruzado. Todo lo demás sobre los cristalinos venecianos son deplorables cuentos. Añadiré que en Roma hay un lienzo grande y brillantísimo que el Gran Khan envió una vez al Papa para que envolviese en él las reliquias de Nuestro Señor Jesucristo.

Estepas de Cigannor Diré ahora cómo llegó a Murano este quebrantado animalito, tal como lo cuenta Marco Polo en el Libro Segundo de Il Millione. Y fue de esta suerte: Es bien sabido que micer Nicolás Polo y su hijo Marco, avisados venecianos, navegaron la mar en tiempos de Balduino, Emperador de Constantinopla. Viajaron leguas y años sin que hubiera tempestad ni correría que los doblase: llegaron primero al reino de Barca Khan, dueño de Borgara, nación generosa en insectos; surcaron luego el correntoso Tigris, y finalmente se postraron ante el Gran Khan, señor 19


de todos los tártaros del mundo. A este barón ilustre los Polo dieron cuenta de sí y de las escaramuzas de la cristiandad. Hablaron con franqueza, como conviene a hombres cautos, por lo que el Gran Khan les tomó valor. Al cabo de un tiempo el Gran Khan ordenó a los venecianos que le acompañasen a Cigannor, que está a tres jornadas de Samarcanda. Allá tiene este señor un alcázar donde atiende a su holganza y su regalo, y ríos de boca ancha, desmadrados por peces formidables; en su llano monumental hay caimanes y aves bicéfalas, y toda clase de incombustibles salamandras. Ahí el Gran Khan se huelga en cazar con lobos adiestrados y gerifaltes que le sirven para coger infinitas piezas. En Cigannor medran asimismo cuatro clases de tortugas: una casi azul, la caparazón hermosa, con motas como la cola del pavo real; la segunda especie es semejante a nuestra tortuga común, pero de esa sencillez peculiar que tienen las ideas platónicas; la tercera es raquítica, con un caparazón bermejo del que liban almizcle las curanderas. De la cuarta, Marco Polo hablaba lo siguiente: Parece una tortuga con cuatro ojos, con una cruz trazada muy al vivo en su caparazón. De esta última especie de tortuga tártara parece que vienen los atavíos brillosos de los que me hablaba mi camarada copto. La tela, según cuenta Marco Polo, se hace de este modo: la tortuga es desecada y su caparazón pulverizado; con la harina resultante se tiñe un hilo del que mana un brillo pertinaz; con esta hilaza urden los tártaros camelotes muy finos. Esos camelotes quedan argentados y tan trabados, que ni la lluvia los puede opacar. En su faldamento, el camelote se recubre con cebellina, que es la piel más preciada después de la dicha tela luminosa. La cebellina 20


suficiente para faldar un traje montaría hasta dos mil bizancios si es de la mejor, y mil si fuese de casta inferior. El tártaro llama Ropa Regina a esta tela hilada de sus tortugas. Con ella están recubiertas las recámaras del Gran Khan, cosidas con tal fineza de dedales, que encanta verlas. La alhanía del Gran Khan es también por fuera de tela luminosa y por dentro de retozón armiño; los cordones que ligan las piezas son trenzados en burato, de tan primorosa labor, que ni un rey podría pagarse un lujo semejante. Ψ Ni príncipes ni villanos pueden cazar al kaní o pregonar vestidos fabricados de su hilaza, como no tengan licencia del Gran Khan; tal es el respeto a Su Soberana Voluntad, que la tortuga vive en paz entre los tártaros: se le suele acariciar sin que nadie se atreva a dañarla o emplearla en hacer Ropa Regina. La brillantísima tela está reservada para el lucimiento del Gran Señor y sus concubinas. Sólo otra categoría de gente goza el privilegio de vestir camelotes de espejo sin menoscabo de su honra ni peligro de su vida, y son los llamados horiat, por particular merced acordada luego de una batalla que ganaron en Shushania para el extremado Gengis Khan. Estos horiat son todos negros, y sólo ellos saben cómo preservar con vida a un kaní el tiempo que sea menester para su engorda y su sacrificio. Tanto honran los tártaros a su tortuga, que si un príncipe la topase no pasaría por ella sino que le cedería el camino. Cuando el Gran Khan descansa en Cigannor está permitido que sesenta días sus príncipes cacen vivos a los kaní; si 21


alguno lo atrapa y se lo ofrece, el Gran Khan lo premia con tierras y lo nombra barón suyo de por vida, como a su hermano, y le da el título de icunci, que quiere decir Proveedor de Estrellas. Cada icunci manda sobre cinco mil hombres, que visten de azul turquesa, y cada vez que van de caza visten ese atavío; de esos hombres, dos mil cargan un halcón y tres mil llevan garrudos perros. Cuando sale el Gran Khan le acompañan sus icunci, y van tan bien dispuestos que se despliegan enfilados en una jornada de marcha, y no hay fiera que les sobreviva, salvo la tortuga, que si la encuentran la indultan y la entregan a los horiat, sus oscuros cuidadores abisinios. Cuenta Marco Polo que un día los astrólogos del Catai sugirieron al Gran Khan que cada año regase sus tierras con leche de kaní para que la bebiesen los espíritus; le dijeron también que con hacerlo bendeciría su destino, sus sueños, sus caballos y sus torres. Ψ ¿Y cómo los Polo se hicieron de este preciado animal y lo trajeron a Venecia? Lo diré en dos palabras: Hay una región en Armenia, llamada Comain, pródiga en cebada y trigo. Tiene, además, una fuente de la cual brota un agua milagrosa que cura las nacencias, la tiña y el forúnculo. Es tierra protegida por deidades liberales y pacientes, pero sus hombres son de condición malsana: antes fueron audaces con la espada y garridos capitanes; ahora son cerriles, y no se postran ante nadie ni tienen más vocación que la de ser consumados bebedores. Como la provincia de Comain está torreada de montañas y desfiladeros, los tártaros jamás 22


pudieron apoderarse de ella ni faltó caletre a sus pobladores para defenderla. Los de Comain comercian con su agua milagrosa. Quienes llegan de otras partes para aliviarse con ella, tienen que pagar gabelas. No importa si son señores o villanos: a cada cual le cobran según su humor o su nombradía. Ocurrió, en tiempos de los Polo, que el rey de este lugar murió tras disponer que ninguno pudiera casarse con su viuda ni asentarse en su trono como no llevase a Comain aceite de la lámpara del sepulcro de Jesús el Nazareno. El Gran Khan deseó gobernar aquel reino: envió mensajeros con regalos para la joven viuda, comenderos para cohechar a los visires, embajadores con más súplicas. Pero nada conmovió la voluntad de la reina viuda ni el celo del legislador. Envió luego el Gran Khan a sus ejércitos, altivos en gallardetes y alfanjes, pero éstos sucumbieron sin alcanzar siquiera las cañadas. Dijeron por fin los arúspices del emperador que era evidente voluntad de los ídolos que se cumpliese el testamento del rey de Comain. Entonces el Gran Khan llamó a los Polo diciéndoles que les pediría algo, a lo que ellos prometieron mansamente hacer como les ordenase donde mejor de ellos se sirviera. ¿Hace falta decir cuál era la embajada del Gran Khan? Les dijo en efecto que le llevasen aceite del Santo Sepulcro, y que él a cambio les haría mucha merced. Con esto hizo dar a los Polo unas tabletas de oro en las cuales ordenaba que aquellos sus embajadores debían recibir, ahí donde pasaran, arreos y escolta para pasar sin daño de una provincia a otra. Así volvieron los Polos a volar la ribera. Llegaron a Egipto y pidieron licencia al Legado de la Iglesia de seguir hasta Jerusalén a recoger el santo aceite, porque el Gran Khan había 23


expresado su deseo de poseerlo. Recibieron el pláceme del Legado, fueron a Jerusalén, recogieron el aceite y volvieron por camino ordinario hasta la ciudad de Clemeinfú, donde los acogió el Gran Khan con muestras de gran júbilo. Cuando el Gran Khan se hubo casado con la reina de Comain, llamó a su presencia a los Polo y les dijo: «Me habéis hecho mucho bien. ¿Cómo habrían cedido a mi poder mis enemigos sin el aceite que me habéis traído?». Entonces el discreto Marco Polo respondió: «Vemos que tienes la tortuga de la Ropa Regina. Dánosla en buena hora y con eso habrás cumplido». Al instante el Khan hizo entregarles una pareja de kanís y exclamó: «Recibid este tesoro. Tenedlo en secreto y usadlo con discreción, porque de no hacerlo, descaeceréis en infortunios». Esto dicho, les entregó además una pareja de abisinios horiat para que les sirviesen y les ayudasen en la crianza del precioso bicho. Con esas tortugas y con esos esclavos volvieron los Polo a Venecia. Ψ Los Polo fundaron con sus regalos tártaros varios linajes venecianos. Los Berovieris, los Bortellinis y los Briatis fueron narigudos herederos de las tortugas del Catai, y las imprimieron en sus blasones. No lo emplearon en hilar vestidos, como hacían los tártaros, sino en hornear espejos: tamizaron con arena sus cenizas obteniendo un vidrio fundido muy blanco, como blancas habían sido las ropas del Gran Khan, y fue así como dieron al mundo sus espejos cristalinos, enriquecidos luego con mercurio y latón. Según perfeccionaban el soplado, los venecianos mejoraron el plateado combinando con mercurio las cenizas del kaní, al cual criaban 24


y mimaban oscuramente los horiat en los subterráneos de Murano. Los venecianos mejoraron también sus malas artes para defender el secreto de sus espejos cristalinos: se enseñaron a cercenar y amedrentar; amaestraron la navaja y el veneno; revolvieron la tierra desquiciando fábricas de vidrio en Flandes y en Bohemia. Su imperio de cintilantes espejos duró dos siglos, y se dice que llegaron a hacer cristalinos capaces de reflejar sólo las miserias del alma, y otros que no repetían la imagen de los hombres, y uno más que, colocado en la aguja mayor de San Marcos, permitió a los venecianos abarcar entero el Mediterráneo, con lo que vencieron la potestad del genovés e instalaron su imperio sobre los griegos montoneros. En un libro ya olvidado he leído que, llegada la hora de combatir en Túnez con la Santa Alianza, los venecianos vieron en su providente espejo que el Turco era imparable, de modo que dejaron solas en combate a las tropas del insigne Juan de Austria.

El muñeco de los horiat Los espejos de Murano fueron ciertamente los mejores de su siglo. Nadie pudo superarlos hasta la muerte de Luca del Briati, de quien tendría yo que hablar otra vez, pues su cadáver dio inicio a este relato como dio fin al imperio de los espejos cristalinos. Bien podría haber referido anteriormente más noticias sobre el tránsito del señor Luca del Briati; pero como la materia de los espejos me ha empujado a otro largo relato, abrevio éste declarando que no fueron los franceses ni la 25


Ordo Lucem Orientis quienes mataron al arconte. Así me lo hizo notar el propio micer Pietro Guareschi, o así supe entenderlo por las cosas que me dijo y me entregó en el ansia de morirse. Esa noche el alguacil me recordó que, amén del talismán y del espejo, había hallado junto al arconte muerto un muñeco de alfeñique vestido de luciente trapería. Aquel pelele brillantísimo no lo entregó micer Guareschi a los dux venecianos sino que lo conservó como yo lo conservo ahora, por habérmelo dado él mismo en artículo de muerte. Me explicó también el desfallecido alguacil que ese muñeco era señal de que a Luca del Briati lo habían matado otras gentes que hacen parte de esta historia, aunque apenas se les mencione: con su último suspiro el alguacil me confirmó que el Gran Khan había dado a los Polo unos negros abisinios que sabían cómo criar un incierto animalito que encerraba el secreto de los cristalinos; estos abisinios, dijo, fueron después esclavizados por los venecianos, y perpetuaron sus propios secretos en su maltrecho linaje; hambreados por sus amos en las cloacas de Murano y perdida hasta la luz de los ojos, los custodios de aquellas bestias criaron también su inquina por los caballeros de la Orden. Fueron ellos, terminó Guareschi, los que acuchillaron al arconte cuando éste los sorprendió queriendo entregar a los franceses el secreto de los cristalinos. Ciertas cosas he encontrado yo en los archivos que confirman los dichos del alguacil Guareschi. En una carta de la despechada Francesca Bortellini, tan famosa como triste, se lee que la noche en que murió Luca del Briati, arconte de la Orden de la Luz, el embajador francés había orquestado una fuga de cincuenta abisinios negros y ciegos que vivían en las cloacas de Murano; aquello, al parecer, habría sido 26


conocido del arconte Luca del Briati porque un día, mientras cruzaba el canal, uno de sus senescales oyó el rumor de que los negros planeaban escapar con evidente ayuda de los franceses; intentó detenerlos el señor del Briati y fue apagado en una refriega de airados esclavos y acumulados odios. Muerto el arconte, los insumisos cargaron bártulos y bestezuelas, y huyeron en bote hacia Ferrara, como tenían concertado con el embajador francés. Quiso sin embargo la maldición del Gran Khan que el barco donde iban aquellos brevísimos libertos naufragase en una borrasca. No sobrevivieron al desastre ni los negros ni sus bestezuelas prodigiosas. Desde ese día infame faltaron por un tiempo los espejos cristalinos en el mundo. Franceses y venecianos buscaron en las aguas algunas de las tortugas, en vano. Un día, mezclando al azar algunas proporciones de magnesio y fósforo, los bohemios dieron con la fórmula para reemplazar las cenizas de los kaní, y encumbraron sus espejos nuevos en el orbe. Esta proporción de los bohemios no fue mejorada sino hasta los años del Terror, cuando empezó a fundirse vidrio con silicato de potasio y plomo. De las tortugas kaní dice la leyenda que nadaron de vuelta hasta las tierras rigurosas del Catai, y que ahí murieron de pesadumbre o se extinguieron en incendios, o comidas de lobos. Hay también quien dice que sus almas náufragas son causa de que el Adriático refulja a veces con la belleza taciturna de un espejo de inmensas aguas.

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