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Nelson DeMille LA

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Diseño de portada: Jody Waldrup / © 2013, Hachette Book Group, Inc. Ilustración de portada: Steven Noble Fotografía del autor: Sandy DeMille

LA BÚSQUEDA Título original: the quest Traducción: María Vinós y Ricardo Vinós © 2013, Nelson DeMille Publicado según acuerdo con Center Street, New York, New York, USA. Todos los derechos reservados. D.R. © 2015, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10 Col. Lomas de Chapultepec Miguel Hidalgo, C.P. 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2015 ISBN: 978-607-735-459-8 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Hecho en México / Impreso en España Made in México / Printed in Spain

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El presente libro es una obra de ficci贸n. Nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginaci贸n del autor, o han sido utilizados en un sentido ficcional. Cualquier semejanza que pueda observarse respecto a sucesos, localidades o personas vivas y muertas es pura coincidencia.

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A mis tres genios creativos: Lauren, Alex y James

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Nota del autor

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ace casi cuarenta años se publicó una primera versión de la presente novela. Cuando escribí La búsqueda, todavía eran recientes los sucesos históricos narrados en el libro: la revolución etíope y la guerra civil. El viejo emperador, Haile Selassie, el León de Judá, tras ser derrocado, murió en prisión, y Etiopía se hundió en el caos. Mi interés por Etiopía provino de mi formación universitaria en los campos de la historia y las ciencias políticas, pero también de mi adicción a las noticias. Etiopía, una civilización aislada y muy antigua, casi de los tiempos bíblicos, fue arrastrada al siglo veinte en medio de un atroz baño de sangre. Por otra parte, según la historia familiar, varios de mis ancestros italianos formaron parte del ejército italiano que invadió aquella nación en 1895, y también después, en 1936, cuando Mussolini volvió a asaltarla. Estimulado por aquel interés, pensé en escribir una gran novela épica que tuviera por contexto la caída de una dinastía monárquica de tres mil años de antigüedad, depuesta por revolucionarios marxistas, un poco en la vena del Doctor Zhivago, que yo acababa de leer. Cuarenta años después, veo que esta narración sobre la guerra, el amor y la pérdida sobrevive al paso del tiempo. Cuando se escribe una novela, siempre se ejerce algo de licencia literaria, pero los sucesos históricos que se cuentan en el presente relato ocurrieron de verdad, al menos conforme a los reportajes de los medios noticiosos de la época, que constituyeron mi principal fuente de información. Las licencias que me permití tenían que ver con el territorio y su geografía, que ajusté a las exigencias dramáticas del relato,

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porque, en 1975, el país que describí todavía no estaba explorado en forma sistemática, y toda clase de peligros acechaban a quienes se aventurasen a recorrerlo: un escenario perfecto para esta aventura hacia el corazón de las tinieblas.

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PARTE I

ETIOPÍA, SEPTIEMBRE DE 1974

“¿Qué es? ¿El fantasma de una copa que va y viene?” “¡Nada de eso, fraile! ¿Qué fantasma?”, repuso Perceval. “El Cáliz, el mismo Cáliz en el que bebió Nuestro Señor junto a los suyos en su triste Última Cena. Desde la tierra bendita del Aromat… José de Arimatea viajó para traerla a Glastonbury… En aquel lugar permaneció durante algún tiempo; Cualquier hombre que la tocara o tan sólo la viera, De todos sus males, a fe mía, Quedaba al instante curado. Sin embargo, Los tiempos se envilecieron a tal grado que el Santo Cáliz Fue rescatado y trasladado al cielo, y desapareció.” A lfred L ord T ennyson , “El Santo Grial”

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Capítulo 1

E

l anciano sacerdote italiano se agazapó en un rincón de su celda y trató de protegerse el cuerpo con su estera de paja. Afuera, sobre la blanda tierra africana, sonaban los silbidos de proyectiles de artillería que estallaban al impactarse, seguidos de salpicaduras de metralla sobre las paredes de piedra de su prisión. De cuando en cuando, una bomba explotaba en el aire, y fragmentos de metal caliente perforaban el techo de lámina de metal corrugado. El anciano sacerdote se hizo un ovillo, lo más cerrado posible, bajo el flaco escudo de la estera. De pronto, las bombas cesaron. El anciano se relajó. Gritó a sus carceleros, en italiano: –¿Por qué nos arrojan bombas? ¿Quién nos ataca? No obtuvo respuesta. Con el paso de los años, los viejos etíopes que hablaban italiano habían desaparecido. Del otro lado de las paredes de piedra ya no oía casi nunca su lengua de nacimiento. De hecho, llevaba unos cinco años sin oír una palabra de italiano. Gritó, en amárico y en tigriña: –¿Qué sucede? ¿Qué está pasando? De nuevo, se quedó sin respuesta. Nunca le respondían. Para sus carceleros, estaba más muerto que los cadáveres que se pudrían en el patio. Después de cuarenta años de hacer preguntas sin que nadie respondiera, tenía que considerarse como un muerto. En realidad, sabía por qué no se atrevían a contestarle. En una única ocasión, uno de los carceleros se atrevió a hablarle, cuando entró a su celda por primera vez… ¿cuarenta años antes? Tal vez menos. Era difícil llevar la cuenta. Ya no se acordaba del hombre que le había respondido, pero tenía su

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calavera. Sus carceleros le dieron el cráneo de aquel hombre. Ese cráneo era su taza. Cada vez que bebía, se acordaba del hombre y de su bondad. Cada vez que le llenaban la taza, a los carceleros la calavera también les refrescaba la memoria de por qué no debían dirigirle la palabra. Pero él seguía haciendo preguntas, de cualquier modo. Volvió a gritar: –¿Por qué hay guerra? ¿No me van a liberar? Fijó la vista en la puerta de hierro de la pared más distante. La misma puerta se había cerrado tras él para no volverse a abrir en 1936, cuando aún era un hombre joven, en aquel tiempo en que Etiopía fue colonia italiana. Sólo se abría una pequeña escotilla en la parte baja de la puerta. A través de ella recibía sustento una vez al día. Por encima del nivel de sus ojos se abría una ventana, de dimensiones no mayores que las de un libro; no era más que el hueco de una piedra removida con la finalidad de permitir el paso de un poco de aire, sonidos y luz. Además del andrajoso shamma, sus otras pertenencias dentro de la celda consistían en una palangana, unas tijeras melladas que usaba para cortarse el pelo y las uñas, y una Santa Biblia en italiano, que le habían permitido conservar cuando lo encarcelaron. Lograba mantener la cordura solamente gracias a su Biblia. Llevaba cien, doscientas lecturas completas del libro. No importaba la debilidad de sus ojos porque se sabía todas las palabras de memoria. El Viejo y el Nuevo Testamento le ofrecían consuelo, una manera de escapar de su realidad, alimentar su alma y sostener viva su mente. El viejo pensó en el joven que en 1936 entró por aquella misma puerta para no salir más. Su rostro y cada movimiento del cuerpo le eran conocidos en todos sus detalles. Por la noche, le hablaba al joven y le preguntaba muchas cosas sobre la Sicilia donde ambos nacieron. Su conocimiento del joven era tan completo que sabía cosas como todo lo que pasaba por su mente o cada uno de sus sentimientos, así como la escuela a la que asistía, el pueblo de donde venía y la edad de su padre. El joven, claro está, no envejecía, y sus relatos eran siempre los mismos. Pero la suya era la única cara que el viejo conocía lo suficiente para evocarla. La misma cara que vio en el espejo cuarenta años antes por última vez, y nunca más, salvo con los ojos de la mente. Se echó a llorar.

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El anciano sacerdote se secó las lágrimas con su mugrosa shamma, apoyó la espalda sobre la pared y tomó aliento, respirando profundamente. Después de un lapso de tiempo, sus pensamientos lograron volver a ubicarse en el presente. A lo largo de las décadas, el sacerdote había sentido subir y bajar las marejadas de la guerra alrededor de su pequeña mazmorra. Suponía que el mundo habría cambiado de forma considerable durante su ausencia. Los carceleros se hacían viejos y morían. A través de su pequeña ventana, que se asomaba al patio de la pequeña guarnición fortificada, vio envejecer a los jóvenes soldados que desfilaban año tras año. De joven lograba colgarse de los bordes de la ventana durante periodos prolongados. Pero a su edad no aguantaba más de unos cuantos minutos al día. Con las sacudidas del bombardeo, salieron a flote muchas de las cosas que tenía guardadas en la mente. Supo que su cautiverio estaba a punto de terminar, pues si las bombas no acababan con él, los guardias se encargarían de matarlo. Tenían órdenes de darle muerte tan pronto no pudiesen asegurar más su confinamiento. Ya se escuchaban ruidos de desbandada entre los que defendían la guarnición. Los carceleros no tardarían en abrir la puerta que siempre estaba cerrada, y cumplirían con su cometido. Sin embargo, no tenía nada en contra de ellos. Tales eran sus órdenes, y él los perdonaba. Daba lo mismo que lo mataran ellos o las explosiones. Además, su propio cuerpo le estaba fallando. Se moría. La hambruna se extendía por la región y hacía más de un año que los alimentos eran escasos. Al toser percibía un gorgoteo en los pulmones. Sentía la presencia de la muerte, que estaba adentro y afuera de su cuerpo. Sobre todo, lamentaba morir en la ignorancia: después de pasar cuatro décadas encerrado en una celda oscura, sabía del mundo menos que el más simple campesino. No sentía pesar por su propia muerte, que nunca lo había atemorizado; en cambio, le producía una tristeza peculiar la idea de morir sin saber nada de lo sucedido en el orbe durante los últimos cuarenta años. En todo caso, no eran de su injerencia las cosas de este mundo, sino las del otro, y no tenía por qué preocuparse de eso. Pero le pesaba no saber ni siquiera un poco de los asuntos de los hombres. ¡Tenía tantas preguntas acerca de sus amigos, su familia, los líderes del mundo!

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Se envolvió más estrechamente en su shamma. En la ventana comenzaba a apagarse la luz del sol, y el cura sintió soplar un viento helado venido desde las tierras altas. Una pequeña lagartija, con la cola medio cercenada por un fragmento de metralla, trepaba con dificultades por la pared a un lado de él. El silencio exterior le permitía oír hablar en amárico a los soldados. Discutían sobre a quién tocaría la tarea de ejecutar al prisionero, en caso de ser necesario. Pudo aguantar un destino tan terrible, como tantos otros hombres y mujeres condenados a prisión, entre ellos los santos mártires, gracias a lo mismo que lo había llevado a la cárcel. La causa de su condena residía en conocer un secreto. Saber aquel secreto le servía de consuelo y sustento, y de haber tenido otros cuarenta años de vida los ofrecería con gusto a cambio de ver una vez más la cosa secreta que sus ojos conocían. Tal era su fe. Se entristecía al pensar que sus años de prisión significaban que el mundo seguía sin saber de la existencia de semejante objeto. De lo contrario, ya no habría motivo para su confinamiento solitario. A menudo deseaba que lo hubiesen matado en aquel entonces, en lugar de someterlo a cuarenta años de muerte en vida, pero le perdonaron la vida por ser sacerdote; tanto los monjes que lo capturaron como los soldados que lo encarcelaron pertenecían a la religión del cristianismo copto. Sin embargo, los monjes dieron a los soldados la orden, bajo pena de muerte, de jamás hablar con el cura, por ningún motivo. Los guardias tenían licencia de matar al sacerdote en caso de no poder asegurar su prisión o garantizar su silencio, conforme a las instrucciones recibidas de los monjes. Sintió la certeza de que le había llegado el día. Le dio la bienvenida. Pronto estaría junto al padre celestial. De súbito, la artillería entró de nuevo en acción. Podía oír sus golpes mientras los proyectiles se paseaban a pisotones alrededor de los muros de la pequeña fortaleza. Después de un rato, el artillero guía hizo sus correcciones, y las bombas comenzaron a caer con mayor precisión, dentro de los muros del conjunto. El ruido de varias explosiones secundarias —petróleo y municiones almacenadas— ahogaron el sonido de nuevos impactos de artillería. Por su ventanuco entraron los gritos de dolor de los heridos. Una bomba cayó cerca, sacudiendo los muros de la celda, y la lagartija se soltó y cayó a su lado. El ruido

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ensordecedor de las explosiones le adormecía el cerebro, y borraba todas sus percepciones excepto la de la lagartija. El reptil se esforzaba por coordinar las secciones medio cercenadas de su cuerpo, revolviéndose en el piso de lodo; la criatura le inspiró compasión al sacerdote. Al contemplar su desamparo, se le ocurrió que tal vez los soldados podrían huir de la fortaleza y abandonarlo para dejarlo morir de sed y hambre. Una onda de choque arrancó una de las láminas de metal del techo y la mandó volando por el crepúsculo morado. Un trozo de metralla encontró al cura, que sintió un bofetón caliente en el rostro y gritó de dolor. El viejo oía voces excitadas al otro lado de su puerta de hierro, que se movió de manera casi imperceptible. El anciano se quedó mirándola fijamente. Volvió a moverse. Los goznes oxidados, cuyos chirridos se distinguían sobre el estrépito del infierno exterior, se resistían a ceder. Pero cuarenta eran muchos años, y se negaba a abrirse. Se oyeron unos cuantos gritos más, y de pronto hubo silencio. Poco a poco, la escotilla en la parte inferior de la puerta hermética se fue deslizando. Venían por él. Apretó su Biblia contra el pecho. Un etíope largo y delgado logró deslizar su cuerpo por el hueco de la escotilla, y entrar arrastrándose por el lodo, con movimientos que le recordaron al anciano a la lagartija. Se alzó sobre sus piernas, lo miró y, enseguida, sacó del cinturón una cimitarra. En la penumbra, el sacerdote pudo distinguir sus finos rasgos; se trataba, sin duda, de un amhara de raza camítica. Con la nariz ganchuda y los pómulos altos, tenía un aspecto casi semita, pero el pelo crespo y negro y la piel oscura lo asignaban a la descendencia de Cam. Envuelto en su shamma y con la espada curva en la mano, su apariencia resultaba muy bíblica; sin saber por qué, el anciano cura pensó que era tal como debería de ser. Agarrado a su Biblia, el sacerdote se incorporó. Le temblaban tanto las rodillas que apenas lograba mantenerse en pie. Se dio cuenta de la sequedad que sentía en la boca. Avanzó hacia el guardia etíope, que se sorprendió al verlo venir resueltamente desde el lado opuesto de la celda. Lo mejor sería una muerte rápida, una buena muerte, sin ofrecer el espectáculo grotesco de correr por la celda alzando los brazos para esquivar la persecución de la cimitarra. El guardia titubeó; a fin de cuentas, se sentía reacio a cumplir con su obligación. Y tal vez se preguntara si habría algún modo de librarse

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de esa carga. Pero le había tocado la pajilla más corta, y tenía que ser el verdugo. ¿Qué hacer? El viejo cura se arrodilló, santiguándose. El etíope, un cristiano de la antigua iglesia copta, comenzó a temblar. Le habló en un italiano burdo: –Padre, ¡le pido perdón! –Sí —repuso el anciano y, sacando del olvido fragmentos de oraciones en latín, rezó por él. Besó su Biblia, con los ojos arrasados de lágrimas. Un disparo resonó, seguido de un grito, por encima de los impactos de artillería disminuidos. Enseguida se oyó otro disparo y ráfagas de rifles automáticos. –¡Han llegado los oromos! —dijo el soldado, hablando en su mal italiano. Su voz expresaba terror, pensó el viejo, y no le faltaban razones. El cura se acordaba de los oromos, o gal’las, los pueblos tribales cuya crueldad solía compararse a la de los antiguos hunos. Tenían fama de mutilar a sus prisioneros antes de darles muerte. El sacerdote encaró al soldado que agarraba la cimitarra, y vio que temblaba de miedo. –¡Hazlo! —gritó el anciano. Sin embargo, el guardia dejó caer su cimitarra, y de inmediato de­ senfundó una pistola antigua de su cinturón y retrocedió hacia la puerta, atento a los ruidos que provenían del exterior. El sacerdote se dio cuenta de la indecisión del soldado, entre permanecer dentro de la relativa seguridad de la celda, o salir a reunirse con sus camaradas para enfrentar a los oromos, que ya penetraban la fortaleza. Tampoco se decidía entre matar al cura o dejarlo con vida, algo que podía costarle la suya propia si el comandante llegaba a descubrir lo que había hecho o, mejor dicho, dejado de hacer. El anciano sacerdote pensaba que resultaba preferible morir a manos de aquel soldado, que sería una muerte rápida y piadosa, muy diferente de las torturas de los oromos. Erguido, le habló en amárico: –¡Hazlo pronto! —le pidió, apuntando a su corazón con el dedo. El guardia se había quedado inmóvil, pero de repente alzó la pistola. Le temblaba tanto la mano que, al disparar, la bala fue a incrustarse en la pared, justo encima de la cabeza del viejo. Después de todos sus sufrimientos, el anciano sacerdote sintió

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que se alzaba en su interior la emoción de la ira, extraña para él. Tras cuarenta años de confinamiento solitario, ahí se encontraba, con un solo deseo: ¡una muerte buena y rápida, sin perder la fe, como a tantos otros les sucedía durante los últimos instantes! Pero no, un verdugo inepto y bien intencionado prolongaba su agonía. Se sintió flaquear. –¡Hazlo ya! Miró el cañón de la pistola y lo vio escupir otra flama hacia él. Pensó en el objeto por cuya causa se veía condenado. La visión de aquel objeto era igual de brillante que el fuego del arma, dorado y cegador como el sol. Enseguida, todo se hundió en la oscuridad.

Al despertar, experimentó el milagro de seguir vivo. Faltaba la mayor parte del techo, y a través de los huecos veía puntitos de luz de las estrellas. La luna arrojaba sombras azuladas por el suelo, cubierto de fragmentos de madera y de piedras. Todo estaba envuelto en un silencio ultraterreno. Hasta los insectos habían huido de la fortaleza. Palpó a su alrededor, buscando su Biblia, mas no pudo hallarla entre los escombros. Pensó que tal vez el soldado se la llevaría consigo. El viejo logró arrastrarse hasta la puerta, y pasar a través de la escotilla. Al otro lado yacía el soldado, desnudo, vio que sus genitales habían sido cercenados. El acto de desnudar y mutilar: la marca de los guerreros oromos. Era posible que todavía anduvieran cerca de ahí. Se incorporó con dificultades. La luz azulada de la luna caía sobre varios cadáveres desnudos regados por el patio. El anciano sentía que le ardían las entrañas, pero por lo demás se encontraba bien, incluso más que bien, podía caminar y avanzar, bajo el cielo abierto, más de cinco pasos en cualquier dirección. Un vientecillo fresco alzaba remolinos de polvo entre los escombros; y le llegó el tufo de la tierra quemada y de la muerte. Los maltrechos edificios de concreto lucían blancos y resplandecientes bajo la luna, como dientes rotos. Sintió escalofríos, metió los brazos en su shamma. Su cuerpo estaba frío y húmedo. Se dio cuenta de que la shamma estaba cubierta de sangre seca que se le pegaba a la piel. Tuvo mayor cuidado con sus movimientos a fin de que no se le abriera la herida.

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A pesar de haber transcurrido cuarenta años, no encontró dificultad alguna para recordar el camino. Se dirigió hacia el portón principal. Estaba abierto y, tal como lo había hecho cinco mil veces en sus sueños, lo cruzó y se vio en libertad.

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