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MARCUS BLAKE

ATLANTIS: LA REVELACIÓN

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Marcus Blake es el pseudónimo de un autor best seller que vive en el Reino Unido con su esposa

Ilustración de portada: Larry Rostant

ATLANTIS: LA REVELACIÓN Título original: atlantis: revelation Traducción: Joan Josep Mussarra Roca © 2013, Penguin Books Ltd, UK. Todos los derechos reservados D.R. © 2015, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10 Col. Lomas de Chapultepec Miguel Hidalgo, C.P. 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2015 ISBN: 978-607-735-592-2 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Hecho en México / Impreso en España Made in Mexico / Printed in Spain

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Prólogo 15 de abril de 1945 En el Océano Atlántico, a 43 km de la punta sur de Uruguay

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avegaban frente a las costas de Uruguay, cuando el sonido de la alarma acabó con las escasas esperanzas que aún podía permitirse el Kapitän Von Franz. El ataque era inminente. El estrépito de los hombres que se dirigían a sus puestos se escuchó a lo largo del submarino. Mientras los marinos saltaban de las literas y se calzaban las botas, Von Franz se abrió paso por los corredores estrechos y grises. No era más que una tripulación mínima que tenía grabado en el rostro algo que Von Franz conocía bien. Fatiga de combate. La mirada de hombres atemorizados por la batalla. Sin embargo, ¿cómo podían padecer fatiga de combate? No habían estado en ninguna batalla. Se encontró a sí mismo observando aquellas miradas vacías en busca de una señal, pero no encontró nada. Sólo una espantosa inexpresividad. Y Von Oswald, el arqueólogo, no estaba entre los muertos. En otras palabras: Von Oswald había desaparecido. –¿Lo recuerdas? —le dijo a Hansen, el primer oficial. El hombre volteó. –¿Recordar qué, Herr Kapitän? Y por un instante, Franz sintió deseos de contarle lo que había visto... las personas, las cosas, el mensaje. Pero... no. Y todo ello resultaba ex­ traño, porque Franz era un hombre inteligente, racional, que no dejaba volar la imaginación y, sin embargo, no había dudado ni por un instante

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so­bre lo que había presenciado. En ningún momento pensó que sus experiencias pudieran provenir de alucinaciones, o de un acceso de locura. De algún modo sabía que el mensaje —paz— era auténtico, que era importante, y que se lo habían transmitido para que lo comunicara al mundo. Eso era lo único que importaba. Irrumpió en la sala de mando, la cual se encontraba extrañamente vacía, desde donde, a través del periscopio, alcanzó a leer el nombre del buque británico Wildflower. Un crucero que en ese momento viraba lentamente. No tardaría en avanzar contra ellos, tratando de embestirlos. “No”, pensó. Haber llegado hasta allí, haber presenciado lo que había visto, tan sólo para terminar de ese modo. No; no pensaba aceptarlo. –¡Inmersión! —gritó—, ¡inmersión! Las manijas de las válvulas de la sala de mando giraron y pareció que el tiempo avanzaba con mayor lentitud. Von Franz observó cómo la proa del Wildflower hendía los mares al avanzar contra ellos. Los depósitos se llenaron y el periscopio se replegó; el submarino de guerra se sumergió con lentitud —con agónica lentitud— bajo las olas. Apenas a tiempo para evitar el impacto. Pero el capitán sabía que no era momento de relajarse. El Wildflower pondría los motores en reversa. Von Franz imaginó la escena: los hombres de cubierta corriendo hacia los lanzadores K, preparando las cargas de profundidad. La propela se detendría, los motores perderían potencia hasta quedar inmóviles; en la sala del sonar los hombres se apiñarían en torno a un operador del asdic que, con los auriculares pegados a los oídos, estaría atento a los sonidos. Luego las instrucciones —profundidad y distancia—, se darían órdenes, se accionarían las palancas, las torretas girarían. Y, a una orden del puente, los lanzadores k dispararían, se oiría un silbido y un impacto sordo y, a continuación, el rugido de ocho golpes simultáneos cuando los gigantescos contenedores —los marinos los llamaban “contenedores de basura”— se estrellaran contra la superficie del mar y se sumergieran. Ocho contenedores de muerte que se hundirían en las aguas. En ese momento escuchó: –Han arrojado cargas de profundidad, Herr Kapitän. Debían de ser Mark VII y el navío británico les habría añadido peso para incrementar la velocidad de inmersión hasta superar los cinco metros por segundo; las cargas las habrían distribuido en rombo para estar

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más seguros de alcanzar al submarino alemán en el radio de explosión, y estarían equipados con una carga lo bastante potente como para abrir un boquete en el casco del submarino a una distancia de siete metros. Pero no eran más que cargas de profundidad. No serían Hedgehogs, los cuales eran más potentes y explotaban al impactar. Ni Squids, los morteros antisubmarinos que explotaban automáticamente al recibir la información del sonar. No, las cargas de profundidad quedaban al criterio e intuición de los operadores humanos. Todo esto se lo decía Von Franz al tiempo que apoyaba la espalda contra la pared de metal. El casco del submarino crujía a medida que crecía la presión del agua y ganaban profundidad. Setenta metros, Herr Kapitän. Ochenta metros, Herr Kapitän. Imaginó cómo se hundirían los contenedores de las cargas de profundidad, la estela que dejarían a su paso. Vio la mirada salvaje de los hombres que estarían en la sala de mando. Todos sin afeitar, igual que él. Todos apestando a miedo y a olor corporal, igual que él. Ninguno de esos dos olores podía faltar en un submarino de guerra. Cerró los ojos y rogó por su propia salvación. Se decía a sí mismo que habían sobrevivido a cientos de ataques con cargas de profundidad. Cientos. Y no sólo eso, sino que aquel submarino, ése en particular, alcanzaba profundidades mayores que cualquier otro en todo el planeta. Dejaba atrás a todos los otros navíos, a todas las cargas de profundidad. Por otra parte... Por otra parte, no podrían sumergirse con mayor rapidez que las cargas de profundidad. Habían sufrido daños en encuentros anteriores. Oía el quejido del metal maltratado, deforme, —muy fuerte y a la vez muy deteriorado. Veía las escamas grises de pintura, casi bonitas, que se desprendían y caían al piso metálico. Observaba los remaches que apenas toleraban el empuje. Por supuesto, todas las comunicaciones se habían interrumpido. Habían mandado su último mensaje... ¿cuándo?... hacía más de dos meses. Todo había cambiado tanto durante ese tiempo... antes había sido un simple capitán de navío, leal al Führer, pero ahora estaba en misión de paz y trataba de comunicárselo a los Aliados. Si lo hubieran sabido... los hombres que iban arriba, en el crucero. Sólo le quedaba conservar la esperanza de que Dios les sonriera a todos ellos, porque, al fin y al cabo, los británicos tendrían una sola oportunidad. En cuanto las cargas estallaran, las explosiones interferirían con el

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sonar y, mientras el aparato de detección se recalibraba, el submarino podría escapar. Si tan sólo sobrevivieran a las cargas de profundidad... Bump. El sonido sordo, terriblemente familiar de las cargas detonando. Una... dos... tres. Habían estallado cerca. Al golpearlos las ondas de expansión primarias, los hombres que estaban en la sala de mando buscaron puntos de apoyo. Sabían que las primeras explosiones eran malas, pero que serían las segundas las que podrían dañar de verdad el casco. Cuatro... cinco... seis... Salieron disparados en todas las direcciones. Siete... ocho... Una vez más, el submarino dio sacudidas, cabeceó, crujió, tembló, y el metal, atormentado, en ese momento gimoteó en protesta. Hasta que, por fin, todo terminó. Se hizo el silencio. El Kapitän zur See Wilhelm von Franz advirtió que había estado conteniendo el aliento y lo soltó al mismo tiempo que el resto de los hombres a su alrededor. Un suspiro de alivio colectivo se oyó en la sala. Sus plegarias habían encontrado respuesta. Quizá Dios les contemplara con bondad. Entonces el submarino se tambaleó. Se oyó un gran crujido metálico seguido del sonido del agua entrando a torrentes. Y la alarma sonó por última vez.

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PRIMERA PARTE

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1 Junio de 2012 La Oficina Oval de la Casa Blanca

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as alfombras del Ala Oeste silencian las pisadas. Si tenemos en cuenta que se encuentra en el centro del mundo libre, es un lugar extrañamente tranquilo. Donde parece que sólo se murmura. Por eso, el senador S. E. Timms caminaba de un lado para otro sobre la alfombra de la antesala de la Oficina Oval sin que se le oyera. Timms, un hombre de cabello entrecano a quien le faltaban pocos años para cumplir los setenta, vestía un traje negro y un abrigo que no se había molestado en dejar en algún lado, mismo que hacía frufrú cada vez que se volvía para atravesar de nuevo la antesala. Los ojos le parpadeaban tras unos lentes de montura gruesa. Los movía sin cesar a causa de la emoción, o de los nervios, o quizá por ambos motivos. Era imposible saber por qué. Hablaba continuamente por su celular, pero su voz, aunque áspera, no elevaba el tono, y aun cuando se encontraba en el corazón de la Casa Blanca se cubría los labios con una mano, como para evitar que se los leyeran. Un hábito tal vez. Las secretarias del presidente estaban sentadas detrás de una mesa. Llevaban puestos auriculares y redirigían las llamadas. Un asistente estaba de pie junto a la puerta de doble hoja por la que se salía al Jardín de Rosas. La mitad de su traje gris estaba bañado por la pálida luz amarillenta que entraba por el cristal e inundaba la alfombra color crema. El asistente tenía los ojos puestos en Timms, mientras éste caminaba y hablaba

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por teléfono con voz áspera y baja. El asistente y las secretarias intercambiaron disimuladamente miradas de preocupación. Esto debido al tono de urgencia que empleaba Timms, y su evidente necesidad de hablar en voz baja. De pronto, se detuvo de manera abrupta, guardó el teléfono, echó para atrás el lateral del abrigo, apoyó una mano en el muslo, y con la otra se tocó la barbilla, perdido en sus pensamientos. El asistente lo observaba. Las secretarias lo observaban. Parecía que Timms estaba a punto de tomar una decisión. –Tengo que ver al presidente ¡ahora mismo! —le gritó al asistente, y, sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta; se detuvo tan sólo un brevísimo instante para echar una ojeada por la mirilla de la Oficina Oval, luego, antes de que alguien pudiera detenerlo, entró. —Señor presidente —oyeron que decía—, tenemos un problema. La Agencia 08 le sigue el rastro a un objeto en rápido desplazamiento, nivel uno, por la Dorsal Mesoatlántica... La puerta se cerró a sus espaldas. Se hizo de nuevo el silencio.

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2 Cuartel general de la Agencia 08, Edificio Thorne, Nueva York

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lor a café, o a loción para después de afeitar. Pantallas en todas las paredes, desde los escritorios hasta los paneles a prueba de sonido del techo. Los operadores permanecían con el cuerpo rígido frente a las consolas. Llevaban auriculares y gritaban órdenes al sistema de reconocimiento de voz. Sus manos se movían a una velocidad trepidante sobre los teclados y pantallas táctiles. Sujetaban las tazas de café y bebían sin apartar los ojos de la pantalla que tenían enfrente; observaban con ojos de halcón las imágenes por satélite, las escaneaban y luego las borraban, las remplazaban por la siguiente. Las imágenes se movían con una rapidez tremenda a medida que se analizaban y registraban coordenadas. Los datos pasaban por las pantallas como anuncios de neón. Cuadrículas dentro de cuadrículas, imágenes escaneadas de imágenes escaneadas. Los programas de reconocimiento facial filtraban multitudes, descomponían grupos, y clasificaban, marcaban y completaban las fotografías. En otras pantallas, los operadores seguían la evolución de bloques psicodélicos de imagen térmica; algunos más vigilaban redes de seguridad e introducían conversaciones en programas de reconocimiento de palabras clave, veloces como el relámpago. Individualmente, la inteligencia de cada una de aquellas personas era inigualable, pero como un equipo, cuya misión era recuperar y procesar información, era el mejor del mundo.

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Tras ellos estaban tres agentes de mayor rango, dos de traje negro, uno en ropa de combate oscura, con los brazos cruzados o las manos en los bolsillos. Los de traje parecían nerviosos. Tragaron saliva. La luz se reflejaba en sus rostros ojerosos y meditabundos. A pesar del aire acondicionado, les resbalaban gotas de sudor por las sienes. En cambio, el hombre en ropa de combate estaba más relajado. No era operador ni jefe. Por el momento, su único papel consistía en observar sin intervenir. Pantallas, datos, lecturas. No era lo suyo. Lo suyo era hacer sufrir a la gente. Y como por ahora no había nadie en la sala a quien le hubieran autorizado lastimar, se limitaba a observar el curso de la acción. Observaba a los operadores... y a los dos agentes nerviosos y empapados en sudor. Y a Crowley. Crowley, el director de la Agencia 08, el jefe de operaciones, en ese instante estaba demasiado nervioso como para quedarse quieto; iba de un lado a otro y su cuerpo se teñía del reflejo fosforescente de las pantallas cada vez que pasaba frente a ellas, una y otra vez. –Muestren la imagen —ordenó a uno de los hombres que estaba junto a él. Se transmitió la orden. Algunos dedos danzaron y la imagen captada por satélite que aparecía en la pantalla principal se volvió redundante, y la remplazó otra nueva y totalmente distinta. Transmitida desde un localizador de vigilancia submarino situado a mitad del océano, mostraba una forma borrosa bajo el agua. Era imposible distinguir de qué estructura se trataba: mecánica, humana, animal, quizás alguna otra cosa. Tan sólo sabían que se desplazaba con mucha rapidez en dirección al localizador de vigilancia, encubierta en la misma turbulencia de las aguas que provocaba su avance. –¿Todo está en su lugar? —preguntó Crowley y, sin esperar respuesta, prosiguió—. El presidente ha autorizado el inicio de la operación. Harán lo que yo les diga. Al pie de la letra. Esta operación es mía. Sí, la operación era suya. Incluso la había bautizado con una inusual torpeza no muy típica en él: Operación Entrampe. –Sí, señor —replicó uno de los agentes; al igual que sus compañeros, tenía la mirada dividida entre las imágenes de la pantalla central y Crowley; los agentes intercambiaron miradas nerviosas a espaldas del jefe de operaciones—. Nos han confirmado que los objetivos han pasado

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el relé del Sistema de Vigilancia Sónica a gran velocidad, en línea recta. Definitivamente no pueden ser rusos, van demasiado rápido. Según los datos del rastreador, ese objeto ha salido de la cuenca a más de cincuenta nudos y luego ha acelerado. Vamos a recibir imágenes en directo por satélite dentro de noventa segundos... –Bien —dijo Crowley—. Recuerden que los queremos vivos. –Pero, señor, son terroristas. Crowley sonrió. –¿Eso es lo que piensan? Más miradas nerviosas. –Señor, ellos han matado... –...a nadie, por el momento —les interrumpió Crowley y los hizo callar con sólo una mirada. Todos ellos voltearon hacia las imágenes en directo de los objetos que se acercaban más y más...

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3 En una recóndita ensenada en la costa de Haití

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cada lado de la ensenada los muelles sobresalían del mar como dientes torcidos. Había botes olvidados, amarrados desde hacía mucho tiempo, que se mecían suavemente sobre la corriente y se pudrían ante el implacable calor de Haití. La luz del sol danzaba sobre las aguas, nubes de insectos subían y bajaban, y lo único que rompía el silencio era el bullicio de la cercana playa de Labadee. Podría haber sido un pedacito de paraíso. Lo habría sido... de no ser por el cadáver que flotaba en el agua. Tres pescadores lo contemplaban en silencio. Estaban acostumbrados a dejar pasar los días en los malecones con las cañas de pescar y a calmar la sed con unas cuantas cervezas, pero en ese momento dejaron las cañas, y durante unos minutos contemplaron el cadáver que flotaba boca abajo y pasaba a la deriva junto a los postes del malecón, con los brazos y las piernas inertes sobre el agua. Lo observaban con el ceño fruncido, entristecidos. Seguramente habría llegado hasta allí desde alta mar. Por el aspecto que tenía se trataba de una persona de raza blanca, joven... ¿Él o ella? Costaba decirlo: el cadáver vestía jeans, tenis y camiseta. El cabello era largo y flotaba sobre el agua como un halo oscuro. Uno de ellos bajó un gancho y tanteó el cadáver. Este giró lánguidamente sobre el agua y quedó boca arriba. Entonces vieron que era un muchacho. Un adolescente... de diecisiete o dieciocho años, más o menos. Y,

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aunque su muerte debió ser espantosa, tenía los ojos cerrados y parecía hallarse en paz. Entonces el muchacho abrió los ojos y contempló a los tres pescadores, que ahogaron un grito y retrocedieron bruscamente. El que sujetaba el gancho se apartó con tal violencia que tropezó y cayó sobre el malecón. Se miraron los unos a los otros con los ojos muy abiertos, y aunque no dijeran una sola palabra todos pensaban lo mismo: aquello no era posible, el chico tenía que estar... muerto. ¿Acaso no lo habían visto flotar sobre el agua con la cara hacia abajo? No era posible que hubiera contenido la respiración durante tanto tiempo. Entonces uno de ellos creyó darse cuenta de lo que ocurría, apoyó las manos sobre las caderas y estalló en carcajadas ante aquella estupidez. Dijo entre risotadas que se trataba de una tomadura de pelo. El muchacho les había hecho una broma pesada. Quizás hubiera llegado hasta allí con un aqualung, o con un snorkel, eso no importaba; en cualquier caso, se había reído de ellos. Se asomaron al borde del malecón para reírse con él, le gritaron que ya estaba bien y le felicitaron por la travesura, pero el muchacho ya no estaba allí —se había escondido, o se había marchado a otra parte para continuar con la broma. Y rieron de la despreocupación de la juventud. Rieron con tanta fuerza que apenas si advirtieron la pequeña lancha que entraba en la ensenada, acompañada por el murmullo del motor, con una muchacha al timón.

Se llamaba Marta Ángeles. Vio a los pescadores y no pudo evitar cierta envidia, pues, aunque joven, a sus diecisiete años no le faltaban preocupaciones. Por lo menos, no ese día. Estaba infernalmente nerviosa. Nadie lo habría imaginado al verla. Era experta en ocultar sus emociones. Pero ella sí lo sabía. Lo sabía por las náuseas que sentía, la manera como las manos se le deslizaban sobre el timón de la lancha, y porque tenía que resistir el impulso de morderse los labios, y eso sólo ocurría cuando estaba nerviosa. Al reducir la velocidad, le pareció ver algo bajo uno de los embarcaderos. Un muchacho metido en el agua que miraba a los pescadores. Le llamó la atención que fuera blanco. Un muchacho blanco de cabello

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largo y —a pesar de la distancia— ojos penetrantes que brillaban en las sombras. Pero, cuando miró de nuevo, se había esfumado. Después tuvo que concentrarse en atracar la Consuela, mientras Ren saltaba a tierra para atar amarres. Mientras su acompañante sujetaba la lancha, Marta Ángeles pensó de nuevo en lo que les esperaba. Trató de no pensar en la sierra mecánica.

Los pescadores se habían equivocado con el muchacho que estaba en el embarcadero. No llevaba aqualung ni snorkel, ni había querido hacerles una broma, pero, igual que a Marta, no le faltaban preocupaciones, a pesar de su indudable juventud. Tenía sus propias inquietudes. Para empezar, le dolía la cabeza. El dolor le irradiaba de un golpe reciente en la parte posterior del cráneo, donde se le había empezado a formar una costra. Pero no era más que un dolor sordo y no tardaría en desaparecer. No era motivo de preocupación. No, el problema, el auténtico problema —y estaba seguro de que se reiría de ello después de un minuto, porque era algo completamente fortuito y absurdo— era que no recordaba nada. Nada de lo que le había sucedido antes de despertar en el agua. Sabía cosas, como que veía una lancha y una chica guapa que bajaba de ella; que el agua salada ayudaría a limpiarle la herida que tenía en la cabeza, y que el último disparo de la Guerra de Secesión norteamericana ocurrió el 22 de junio de 1865. Pero no recordaba nada acerca de sí mismo, eso era todo. Era como si viera el cuadro entero, luminoso y claro, pero sin aparecer en él; como si su cabeza fuera un espacio vacío —no, una habitación cerrada—, una habitación cerrada que no conseguía abrir, por mucho que lo intentara. Pero al final podría recordar. ¿Sería posible? Al fin y al cabo, lo que padecía era amnesia, un efecto secundario habitual después de un golpe en la cabeza, y normalmente era algo temporal. Tenía que ser paciente, no dejarse llevar por el pánico y esperar a que algo activara su memoria. Eso fue lo que resolvió hacer. Mientras tanto, miró a la chica. Ella vestía unos pantalones cortos deshilachados y una camisa holgada de color blanco, se había anudado el cabello hacia atrás antes de bajar de la lancha. La acompañaba un tipo mayor que ella, de cabello oscuro que le caía por delante del rostro; llevaba unos jeans y una camiseta negra con las mangas enrolladas,

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dejando al descubierto varios tatuajes. Y aunque ambos se movieran con desenfado, e incluso sonrieran, el muchacho advirtió que estaban angustiados por algo. Al ver que la muchacha recorría con la mirada la ensenada, se ocultó en las aguas oscuras que rodeaban los soportes, pero no dejó de observarla. Sí, estaba claro. La angustia le ensombrecía el rostro. Además, se mordía el labio. Cuando la lancha estuvo asegurada, se marcharon por el embarcadero y desaparecieron entre la maleza que rodeaba la ensenada. El muchacho siguió durante un rato dentro del agua y escuchó la charla de los pescadores. A juzgar por lo que se oía, habían decidido ir en busca de refrescos. Fue como si pasaran siglos, pero cuando por fin se fueron, nadó hasta el muelle y trepó sobre la madera cálida y agrietada. Se detuvo unos instantes, se vio a sí mismo y los alrededores. Vestía tenis, jeans y una camiseta blanca que le quedaba algo pequeña. Y se sentía... raro. Sin aliento. Aturdido. Y entonces, repentinamente, tan débil que tuvo que apoyar una rodilla en el suelo y hacer fuerza con los nudillos sobre el embarcadero, luchar contra aquella sensación y jadear para tomar aire. El malestar pasó. Se puso de pie sintiendo una leve náusea; se llevó las manos a la cabeza y se masajeó las sienes. Vio por primera vez la palma de su mano; tenía tatuadas tres palabras: ΛΥΤΡΩΣΗ ΔΙΑΦΩΤΙΣΗ ΣΩΤΗΡΙΑ.

Era griego. Lo sabía. Simplemente lo sabía. Y se preguntaba cómo podía saberlo. Observó la palma de su mano con la esperanza de que así se estimulara su memoria. Pero... no. Nada. Sabía griego, pero no podía recordar su propio nombre. Casi sonrió ante la ironía de todo aquello. Porque también sabía lo que era la ironía.

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