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LA PIEDAD Y EL PITTI «Era un barrio ciertamente extraño para establecerse. Pequeños comerciantes, sastres, taxidermistas y “gente que escribía” formaban su vecindario inmediato.» Edith Wharton, sobre Nueva York, La edad de la inocencia

Visto en retrospectiva, el hecho de que mis padres se instalaran en el edificio Apthorp en 1952 era totalmente lógico. La historia del Apthorp es de una elocuencia innegablemente cómica y a menudo operística, repleta de notas altas y bajas. Eso lo convertía en el lugar ideal para Joe y Shirley Heller y su bebé chillón, que resulté ser yo. Desde su construcción en 1908, el Apthorp ha sido un edificio de apartamentos estrafalario, icónico e imponente de Manhattan alrededor del cual abundan las anécdotas fascinantes y los cotilleos; un palacio de piedra caliza con un patio interior, construido por el desaprensivo, astuto y caprichoso magnate William Waldorf Astor. Más tarde se convirtió en parte integrante del barrio de buen tono del Upper West Side. Pero en 1952 había trampa. 17

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Para empezar, el barrio en el que se encontraba era peligroso, feo y sucio. La respetabilidad y los astronómicos precios de las viviendas llegaron decididamente tarde a esa área en otro tiempo desertizada, y durante gran parte de su historia el Apthorp proyectó su sombra sobre un vecindario desmoronado y hollinoso atestado de yonquis, prostitutas, proxenetas, atracadores y bandas de delincuentes. Tras sus majestuosas puertas de hierro forjado, el edificio era una imitación barata del Palazzo Pitti situado en plena ciudad sin ley. Además, la trayectoria apthorpiana de lunatismo, imprudencia y absurdidad empezó casi un siglo antes de que el edificio se construyera, sobre tierras de cultivos asediadas por pleitos que se remontaban a antes de la guerra de la Independencia norteame­ ricana y que no se resolvieron hasta 1902. La peculiar modalidad de locura Apthorp está documentada y certificada, y es acumulativa y exponencial. Una broma que a mi padre le encantaba hacer cuando yo era un bebé era esconderme en un armario mientras mi madre salía. Cuando volvía, él esperaba a ver cuánto tardaba ella en darse cuenta de mi desaparición. Varios años después, cuando yo estaba en primaria, con mi hermano solíamos jugar en el patio las tardes del fin de semana, y mi padre, que estaba en casa escribiendo, nos decía que no podíamos volver al apartamento si no le llevábamos una pizza. Había, en efecto, un peaje de pizza. Nuestra familia contribuyó a mantener el disparatado pedigrí del Apthorp, y lo conservamos en nuestras costumbres durante muchos años. Cuando llegaba el calor a nuestro apartamento con patio, en el interior había un olor característico. La peluquería de Apthorp estaba justo debajo 18

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de nuestras ventanas, y si bien era raro que corriera brisa en el patio, en los días particularmente calurosos, cuando las ventanas estaban abiertas de par en par, entraba el olor sulfuroso del amoníaco mezclado con peróxido. La ráfaga flotaba hasta el interior del apartamento y allí se quedaba. No importaba lo que mi madre nos sirviera para comer, siempre olía como si fuéramos a hacernos una permanente. El dramatismo y la notoriedad han sido siempre la quintaesencia del Apthorp. Allí vivió Nora Ephron con su marido, Nicholas Pileggi, durante muchos años, y escribió un artículo espinoso en The New Yorker titulado «Seguir adelante, una historia de amor» cuando en 2006 se fueron a vivir al East Side, hartos de las enloquecedoras excentricidades, las manías y los desenfrenados alquileres acordes con el «precio justo de mercado» del Apthorp. «Justo» puede ser una palabra muy flexible. Mi padre escribió gran parte de Trampa-22 en el apartamento 2K Sur, por las mañanas muy temprano y por las tardes, cuando regresaba de su agradable pero prosaico empleo como escritor de material publicitario. El apartamento era reducido y poco luminoso, aunque tenía muchos elementos distintivos; es razonable que el hombre que estaba a punto de inventar un modelo único de lógica circular viviera en un segundo piso con vistas a un camino circular y a un patio. Cuando se disponía a presentar al mundo una nueva clase de racionalidad irracional y retorcida, vivía en un lugar que era en sí mismo totalmente idiosincrásico y extraordinario, y con el galopante paso del tiempo lo ha sido cada vez más.

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PIERDE UN VISÓN, GANA UN APARTAMENTO «¿Cómo ha encontrado el pollo? Debajo de la patata.» Típica broma del camarero del Grossinger en 1945, Tania Grossinger, Growing Up at Grossinger’s

En 1952, para alquilar un apartamento en el Apthorp, que se extiende de la calle Setenta y ocho a la Setenta y nueve, y de Broadway a West End Avenue, sólo había que dejar una cantidad en depósito. Y como en aquellos tiempos los precios de los alquileres eran increíblemente razonables, las cantidades que pedían de depósito también lo eran. Sólo tenías que personarte, y si querías un apartamento allí, era tuyo. Los alquileres solían costar menos de doscientos dólares y con frecuencia eran la mitad de esa cantidad. Y mientras te escondieras en tu apartamento y no te aventuraras a cruzar las imponentes puertas del edificio y salir a la violencia y abarrotada sordidez de Broadway, la vida era sublime. Pero mis padres no empezaron en Broadway. 20

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Después de casarse en Nueva York en 1945, partieron en tren a California, donde mi padre se matriculó en la Universidad del Sur de California. Al cabo de un año solicitó el traslado de nuevo al Este, a la Universidad de Nueva York. Allí realizó estudios sobre escritura y obtuvo su licenciatura en 1948, y un año después hizo un posgrado en letras en la Universidad de Columbia. Tras obtener una beca Fulbright, acabó sus estudios después de que él y mi madre, Shirley, hubieran pasado un año en Oxford. Durante el tiempo que estuvieron en Nueva York, vivieron en una casa de piedra rojiza a unas pocas manzanas de la casa de mis abuelos maternos, Dottie y Barney Held. Hacia finales de la década de 1940, mis abuelos se habían ido de Brooklyn para establecerse en Riverside Drive con la calle Setenta y seis. El pequeño apartamento que mis padres alquilaron era propiedad de una de las amigas con las que mi abuela jugaba a las cartas, una tal Pearl Marx, que era una mujer de negocios astuta y chic en una época en que todavía era poco común. Ese arreglo funcionó bien, y mis padres vivieron agradablemente, aunque bajo la supervisión de la amiga de mi abuela, durante varios meses, hasta una noche en que la casa de la señora Marx se pareció mucho a la de los hermanos Marx. Una noche invernal de nieve, mis padres salieron tarde a cenar, y al regresar a casa se cruzaron con un hombre en el vestíbulo. Era apuesto e iba bien vestido, y saludó a mi madre ladeando el sombrero cuando entraron en el edificio mientras él salía. Al pasar por su lado, mi madre se fijó en que llevaba en los brazos un abrigo de visón y comentó a mi padre 21

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que se parecía mucho al suyo. Bueno, pues no sólo se parecía; era el suyo. En cuanto introdujeron la llave en la cerradura, supieron que les habían limpiado el apartamento. Al día siguiente se instalaron con mis abuelos en Riverside Drive y allí se quedaron hasta que mi padre obtuvo un puesto de profesor en la Universidad Estatal de Pensilvania aquella primavera. Su segunda ausencia de Nueva York duró de 1950 a 1952, año en que regresaron y se vieron firmemente asentados una vez más en la órbita de mis abuelos. En aquellos primeros tiempos la relación entre mi padre y mis abuelos era simple y satisfactoria. Éstos eran grandes admiradores de papá. De hecho, mi abuela no sólo le proporcionó casa y comida mientras él finalizaba sus estudios, sino que le había dado algo mucho más importante: a su única hija. En el invierno de 1945, cuando mamá tenía veintiún años, mi abuela había ido con ella y con su hijo pequeño, mi tío, a Grossinger, en los Catskills (los Alpes judíos), para disfrutar de un poco de aire puro y de las actividades recreativas de invierno. Mi abuelo se quedó trabajando en la ciudad. Era socio del fabricante de calzado deportivo Queen Casuals, y, cuando podía escabullirse, era un asiduo de los hipódromos de Belmont y Aqueduct. Mientras se registraban en el enorme mostrador de la recepción del hotel esa tarde, mi abuela vio a un tipo con uniforme militar que hacía el tonto con unos amigos. Tenía un palillo entre los dientes y estaba visiblemente satisfecho consigo mismo. Mientras contemplaba las hordas de huéspedes que pululaban por el enorme vestíbulo, alrededor de él había chicas de su edad, muchas con sus ma22

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dres. Era invierno, y la mayoría de esas chicas iban envueltas en abrigos de pieles, y llevaban ropa cara y joyas. Mi abuela de pronto lo vio, y lo oyó hablar con el recepcionista y hacer preguntas que le parecieron interesantes. Nunca pudo decir qué fue exactamente lo que la atrajo de él. Sólo sabía que le gustó su acento de Brooklyn, y que era gracioso, agudo y a todas luces inteligente. Sin perder tiempo, y antes de que hiciera lo mismo alguna otra madre, fue derecha a él y, brindándose a un cliché instantáneo, pronunció estas proféticas palabras: –¡Tengo una chica para ti! En aquellos tiempos la gente decía cosas así. Él la miró y respondió: –Todo el mundo que conozco tiene una chica para mí. –¿Ah, sí? Pero ésta es pelirroja y con pecas –‌replicó mi abuela. Él frunció el entrecejo. –No soporto el pelirrojo. Y sólo hay algo que odio más y son las pecas. Y allí habría acabado todo si no fuera porque, cuando cualquiera se hubiese rendido, mi abuela no había hecho más que empezar. Él se registró y, cogiendo las maletas, pasó con sus amigos al lado de mi abuela y le dijo: –Hasta luego, mamá. Ella siempre recordaría la picardía con que lo dijo. Él estaba de permiso después de haber realizado sesenta misiones aéreas en Italia durante la guerra, una guerra en la que todavía tenía por delante un año combatiendo contra los japoneses. Pero ese chico de Coney Island, mi padre, por fin había aca23

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bado de volar y había regresado a Estados Unidos en un barco de vapor que lo había llevado de Nápoles a Atlantic City. Y aunque aún no lo sabía, el día que llegó al Grossinger se enfrentó con dos fuerzas casi tan inexpugnables como cualquiera de los batallones alemanes que se había topado en el cielo sobre Italia. La primera era mi abuela, Dottie. La otra, el amor. Esa noche en la sala abarrotada y llena de humo de la azotea del hotel, la orquesta interpretaba tangos, chachachás, mambo y rumba, y había un concurso de baile. Mi abuela, que estaba sentada con mi madre, vio a mi padre en una mesa del otro extremo de la sala, rodeado de nuevo por amigos, y se acercó a él sin titubear. Le preguntó a mi padre si quería ser su pareja en el concurso de baile, y él se quedó tan impresionado con su valor que aceptó. La canción era un éxito de Xavier Cugat, Weekend at the Waldorf. Ganaron el concurso. El premio iba acompañado de una botella de champán, y cuando regresaron a la mesa donde estaba sentada mi madre para abrirla, papá la miró y se enamoró. Aun siendo pelirroja y con pecas. El resto, como dicen, es un misterio. Pasaron juntos la semana en el Grossinger, y él le explicó que iba a ser escritor, no sólo escritor sino un gran escritor, que escribiría los libros definitivos sobre la Segunda Guerra Mundial. Y cuando él regresó a la base aérea de San Angelo, y ella volvió a su casa de Riverside Drive, se cartearon. Mi padre la telefoneaba a menudo, y siempre que podía iba a Nueva York y salía con ella. Shirley Held había nacido en el vecindario de Bushwick, en Brooklyn, cuando las casas tenían porches y rosaledas primorosamente cuidadosas y 24

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repletas de brotes. A mitad de secundaria la mandaron interna al elitista Highland Manor que ella y sus compañeras llamaban elegantemente Highland Manure.* Estoy segura de que mis abuelos no podían permitírselo, del mismo modo que estoy segura de que, una vez más, mi abuela se empeñó en mandarla de todos modos. Cuando a Dottie se le metía en la cabeza algo irracionalmente exorbitante, la racionalidad no tenía nada que hacer. Después del internado, mi madre trabajó exactamente media jornada en la zapatería Bergdorf Goodman, un establecimiento en el que decía que no le habría importado estar empleada un tiempo. Pero lo dejó el primer día poco antes de la hora de comer, después de oír a los gerentes hacer bromas antisemíticas. Antes de irse, se compró unos zapatos de tacón de cocodrilo verde botella muy poco prácticos, el modelo más caro de la tienda, y salió con su cabeza semítica pelirroja bien alta. A diferencia de la gente que gana dinero cuando trabaja, la carrera de mi madre como dependienta le costó setenta y seis dólares, y resultó ser su último empleo formalmente remunerado en los siguientes cuarenta años. Después de unos seis meses de noviazgo, con otro empujón de mi abuela (y después de que ésta hubiera escogido el anillo de pedida), mis padres se prometieron e hicieron planes para casarse el siguiente agosto. Pero a medio camino Shirley cambió de opinión. Una noche le dijo a mi abuela que no amaba realmente a mi padre y quería romper el compromiso. Con su docilidad característica, le pi* Dos palabras de grafía similar pero significado muy distinto: en inglés, manure, estercolero; manor, casa solariega. (N. de la T.)

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dió a mi abuela que escribiera a papá y rompiera el compromiso por ella, devolviéndole el anillo. Pero pedir a mi abuela que interviniera de ese modo era como encomendar a Hermann Göring que encendiera tus velas del Shabbat. Era impensable que lo hiciera. En lugar de ello corrió de inmediato hasta el teléfono, habló con mi padre en Texas y, alertándolo de que el coraje de mi madre se estaba haciendo añicos, le dio instrucciones de ir a Nueva York tout de suite. Mi padre enseguida tomó un tren y cuando llegó dos días después a Riverside Drive –‌furioso y deshecho a causa del amor, sin blanca y sin afeitar– mi madre echó un vistazo a su guapo y desaliñado Romeo, le declaró su amor y, lejos de anular la boda, la adelantaron varios meses, para octubre. Después del puesto en la Universidad Estatal de Pensilvania, cuando mis padres estuvieron preparados para trasladarse de nuevo a Nueva York en 1952, mis abuelos tuvieron muy claro que el nuevo apartamento al que se mudaran debía ofrecer seguridad y tener tal vez hasta portero. Además debía ser asequible. Y estar cerca. Pero para mi abuela todo estaba demasiado lejos, o era demasiado caro o demasiado feo, o a veces las tres cosas. Una tarde, cuando mi abuelo regresaba a casa de trabajar, salió del metro de Broadway y allí estaba: el Apthorp. Por supuesto, había pasado por delante de ese edificio varias veces al día al ir y volver de la oficina, pero nunca se había parado a considerarlo, dando por hecho que los alquileres serían astronómicos. Por pura curiosidad, entró en la conserjería para preguntar si había algún apartamento disponible, sin esperar jamás la respuesta favorable que le dieron. 26

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Tanto mi abuelo como mi abuela creían que el talento de mi padre algún día catapultaría a mis padres muy por encima de su actual nivel de vida, de modo que tomar un apartamento en el Apthorp parecía de algún modo apropiado. Dottie tenía la impresión de que estaba hecho para nosotros. No era tan pijo como Riverside Drive, con vistas al río Hudson y con tu propio pedazo de cielo encima de la cabeza, pero era más satisfactorio. Después de las primeras indagaciones de mi abuelo, mi abuela fue corriendo a la conserjería del Apthorp a la mañana siguiente, tan temprano que seguía estando oscuro cuando llegó con un cheque con el depósito. Con las prisas se le cayó el tacón de un zapato, pero eso no la detuvo. Buscó al conserje, lo despertó y de algún modo lo convenció para que le dejara ver el apartamento del que le había hablado el abuelo: uno más bien pequeño en el segundo piso que daba al patio, y que estaba desocupado y esperando. Se sentó en un radiador del apartamento vacío y, negándose a moverse de allí, esperó a que el sol saliera para mirar en torno suyo. Cuando éste salió, se convenció de que era el lugar adecuado. Mi abuelo solía ser el que apostaba a los caballos, con muy remotas posibilidades, y casi nunca ganaba, si es que alguna vez lo hizo. Pero allí estaba mi abuela, con una nieta recién nacida y un yerno que estaba empezando profesionalmente y que aun así no paraba de decir a todo el mundo que algún día sería un escritor famoso que no necesitaría un empleo regular ni un sueldo fijo para mantener a su familia porque vivirían sólo de su escritura. Mirando atrás, la fe de la abuela en papá es poco menos que asombrosa. Mi abuela no se fiaba de 27

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nadie, no tomaba la palabra a nadie y siempre pensaba lo peor de todos. Las versiones resquebrajadas que veía de las cosas a través de sus lentes sombrías solían ser, desgraciadamente, ciertas. Pero allí estaba su engreído yerno, todavía con un palillo entre los dientes. Era muy bromista pero ¿qué más tenía, aparte de una resuelta confianza en que su propio talento acabaría siendo rentable? Contra todo pronóstico y contraviniendo su juicio normalmente inquebrantable, mi abuela dejó a un lado su escepticismo y decidió creer en él.

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