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Soy famoso entre los ladrones. Mi nombre es Terciopelo. Entro a las casas como una caricia. Paso como una ola que se extiende sobre la arena. Si pudiese hablar, la casa elegida no diría sino cosas buenas de mí: “Señor Terciopelo, al fin, su visita es un honor, cuánto me ha hecho esperar…” Y luego, a mi llegada, se abre benigna y solícita como una mano amiga. A mí las casas no me ocultan nada. Sé elegir la hora perfecta, la estación más adecuada. Me encanta llegar entrada la noche y prefiero los últimos días de la primavera, justo cuando el olor de las casas, como el perfume de las flores, es más intenso. En mi oficio nada puede dejarse al azar, el riesgo es muy alto. Trabajar solo es toda una aventura. Cuando planeo dar un golpe cuento con una cómplice fiel, escrupulosa, infalible, la única en quien confío tanto como en mí mismo: mi nariz. Va a rienda suelta por las calles de la ciudad y le sigo a donde sea que quiera llevarme. Si una casa no le interesa, a mí tampoco. Nuestro pacto es perfecto.


Hela aquĂ­, manos a la obra. En esta noche, el aire estĂĄ cargado de promesas, y yo estoy tan emocionado como un primerizo dando su primer golpe. Sudan mis manos dentro de los guantes. Vaya, siempre es asĂ­. Apenas entro en la casa, los ruidos provenientes de la cocina me dicen que la


dueña está ahí. Está preparando la cena. Ella me ha traído hasta aquí. La vi esta mañana a la salida del teatro, estaba rodeada de amigos. Reía, hablaba de los niños, de recetas de cocina. Al despedirse, alguien la llamó por su nombre: Corina. Sé lo que hace: es bailarina.


El polvo del escenario deja sobre la piel un aroma que reconocería en cualquier parte. Reflectores, música, el aire que se mueve a cada paso… Me gusta todo eso, pero no estoy aquí por amor al arte. He seguido a Corina porque deja un inconfundible rastro de hogar feliz. Un hogar feliz es un hogar acogedor. Apenas atravieso la ventana y de golpe percibo el olor del aceite de nogal con el que lustra los muebles, la lavanda en los cajones de la ropa blanca, el alcohol, que mezclado con agua, usa para lavar los pisos. En general, prevalece el olor noble y hogareño de la madera, algo que me gusta encontrar en las habitaciones, aunque no es lo que estoy buscando por ahora.


Un hogar feliz es una casa viva. Me gusta atrapar, antes de que alguien las borre, las huellas del hogar que desaparecen rápidamente... Corina está trabajando en la cocina, deja a su paso un aroma a café, el olor negro y pesado de la tinta de un libro, el efluvio de sus sandalias de verano, casi nuevas. Si no fuera por estos tonos tan humanos, podría decir que estoy en el museo del Louvre, con tantos olores de cuadros y esculturas que impregnan la casa. Las pinturas al óleo tardan siglos en perder su aroma, y el rastro de su perfume es uno de mis preferidos. Si alguna vez abandonase mi carrera, podría postularme como experto en datación de obras de arte. En esta casa, por ejemplo, distingo los óleos más antiguos –secos, casi sin sangre–, de las obras de arte moderno, todavía suaves y vitales. En la penumbra del pasillo, bustos y estatuas inquietantes despiden el aroma del mármol calcinado bajo el sol. El mármol no olvida la luz que abre sus grietas como heridas. Pero esto no es lo que me interesa y sigo adelante.


Esta noche Corina me lleva lejos: un aroma de especias invade la casa. Entre los ingredientes de la cena distingo la canela, su aroma dulce e infantil; el olor fresco y picante del jengibre; incluso, el toque amargo y un poco hostil del cilantro y el comino. Sobre todo, predomina el olor del curry, ex贸tico y cotidiano al mismo tiempo.


Los niños, sin embargo, no lo aprecian del todo. A ellos les encanta fantasear con comidas más exóticas. Casi no tocaron la ternera a la tailandesa. Una vez que se acabaron el arroz, el mayor dice: “Papá, ¿nos cuentas una historia?” “¡Sí Claudio, por favor!”, interviene Corina. Y Claudio comienza.



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