"Todo el mundo cumple sus sueños menos yo" Wilmer Urrelo

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Urrelo Zárate, Wilmer Todo el mundo cumple sus sueños menos yo 1.a Edición - La Paz, Bolivia: Editorial El Cuervo, 2015. 135 págs. ; 21 x 13 cm. - (Narrativa) ISBN: 978-99974-833-7-9

© Wilmer Urrelo Zárate 1.a Edición Diseño de portada: www.lepopurri.com.ar (Leandro Escobar)

© Editorial El Cuervo, 2015 www.editorialelcuervo.com La Paz - Bolivia Depósito Legal: 4-1-2456-15 ISBN: 978-99974-833-7-9 Impreso en: Vogel Diseño y Producción Gráfica S.R.L. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o fotocopia, sin permiso previo del editor.


Índice

Niños corriendo en el piso de arriba

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La inusual mudanza de la señora Moore

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Pequeño manual para hallar la felicidad

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Solo se trató de un pequeño escándalo

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La noche del Arlequín

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Hermanos malditos

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La exquisita vida familiar (máscara contra máscara)

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La disposición de las cosas

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Habitando en el inadvertido mundo de los mifrosotgs

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Algunas cosas que ocurren

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Todas las preguntas sobre el fascinante mundo de las termitas, de E.G. Humberto Sacristán

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Cuaderno de cien hojas

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¿Será este el momento para quemar a quien tanto temo?

77

Gavilán: el supérportero y su ángel de la guarda

91

Revoluciones musicales

93

Aventuras del pequeño niño blasfemo

103

Todo el mundo cumple sus sueños menos yo

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Pequeño manual para hallar la felicidad

Salga temprano de casa. Después vea con tristeza la calle

desierta. Los árboles maltrechos, las calzadas destrozadas, picadas por el tiempo. Mire con atención las fachadas de las otras casas pintadas con esos colores horribles que tanto lo irritan. Camine sin pensar en nada, mejor si hunde las manos en los bolsillos del pantalón. En lo posible, aléjese de la tienda donde debe ya tres meses de consumo, baje por la pendiente, evite a ese perro que cada vez que lo encuentra por esos rumbos lo ataca sin misericordia. Llegue a la parada de buses y espere uno vacío: rehúya los llenos, pues ahí podría encontrar gente desagradable. Una vez que halle uno de su preferencia pague con sencillo, no intercambie palabra alguna con el chofer o algún otro pasajero que suba en el camino. Una vez que esté a punto de llegar a su destino párese con anticipación. Diga «esquina» y no «bajo»: tenga en cuenta que el conductor podría tomarlo a mal. Camine luego con calma, silbe (si sabe) alguna tonada de su ya perdida e insípida juventud, cualquier cosa que solía cantar a sus amigos, esos amigos que están mejor que usted desde cualquier punto de vista. Luego entre al edificio donde trabaja, le sugiero no saludar al portero, pues esta estirpe suele ser muy mañosa y tomarse cualquier expresión de amabilidad demasiado al pie de la letra: tarde o temprano, sin el menor miramiento, 19


le pedirá dinero prestado, se lo aseguro. Entre al ascensor y contenga la respiración, piense en la cantidad de pulmones que pasaron por ahí: vaya uno a saber qué calidad de aire hay ahí adentro. Ingrese saludando a todos con un general «buenas» y no «buenos días» (las razones son inexplicables y complicadas, solo le sugiero seguir estas instrucciones). No trabaje mucho, nada más lo necesario, de lo contrario podrían sospechar de usted. Sea amable, piense a cada momento en que la hora del almuerzo ya está cerca. No mire, eso sí, el reloj de pulsera a cada momento, y si está desesperado por abandonar la oficina hágalo de manera disimulada (haga caer un lápiz debajo del escritorio, gire el reloj de pulsera al revés de la muñeca y luego rásquese la frente para poder verlo o vaya al baño con cualquier excusa). Cuando al fin llegue la hora del almuerzo, despídase de los colegas, dígales que hoy (hoy) comerá en casa. Aguante, no pierda la paciencia ante las bromas que vayan a hacerle. Solo sonría y encoja los hombros. Después de eso ya puede salir. Una vez en casa, salude a su esposa como siempre, pregúntele a los niños cómo les fue en el colegio (finja atención) y siéntese ante la mesa. No diga nada si sus hijos se ponen a pelear por algo o si su esposa se queja de esa hermana que no deja de exigirle el dinero que le deben (préstamo que en realidad usted debió tramitar humillándose varias veces, riéndose de las bromas de ella, de esas bromas que hacían referencia a su baja estatura). Entonces es recomendable que justo en ese momento se ponga en pie. Para no hacerlo de forma sospechosa diga, por ejemplo, que va al baño (el viejo truco del baño) o que necesita hacer una llamada urgente a la oficina. No espere a que su esposa le diga algo. Solo salga, vaya al dormitorio matrimonial, diríjase al ropero, abra la puerta, busque la escopeta para cazar vizcachas, herencia de su abuelo y que por suerte hasta ahora se negó a vender, aludiendo siempre 20


cuestiones sentimentales. Cárguela con tres cartuchos y retorne a la cocina. Antes de entrar, mójese los labios con la lengua y solo entonces ingrese escondiendo la escopeta detrás de la espalda, cierre la puerta con calma, empuñe el arma, apunte a la cabeza de su esposa y dispare. Es importante que sus niños no huyan, así que no dubite y haga lo mismo (los niños, pese a la época de sedentarismo en la que vivimos, suelen ser muy ágiles en este tipo de casos). Si tiene radio y está encendida, apáguela. No escuche lo que los periodistas dicen (esta despreciable gente ya se encargará de usted por un par de semanas, se lo apuesto). Cuando esté más calmado salga de la cocina. Deténgase ante la imagen de la virgen a quien su esposa ya difunta solía ponerle flores (usted ahora es viudo, actúe como tal). Saque una del florero (el color no importa, podría ser blanca, amarilla o roja), salga a la calle con calma y si halla a una mujer (no importa si es fea) entréguesela y dígale sin vacilaciones: «a usted la perdono».

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La noche del Arlequín

Ahora

toma la malla y póntela despacio. Siente los músculos y alégrate por tenerlos: muchas veces, no se sabe, esas piernas pueden ayudarte a escapar. Arregla también un poco el bicornio, pues está doblado. Sí, así está bien, pero jala la punta lo más que puedas hasta que parezca un verdadero bicornio y no ese cuerno de mal gusto. Perfecto, así está mejor. Toma el cuchillo, ese que parece de fantasía y colócalo a un costado de tus caderas. Nadie se dará cuenta, te lo aseguro. Acércate con cuidado al espejo. Comprueba que el reflejo del Arlequín que te devuelve es el mismo que pensamos para esta ocasión. Ya te dije, arregla un poco ese bicornio. Magnífico. Ahora escucha: debes salir de tu casa y tomar un taxi. Siéntate derecho, sin mover un músculo. Una vez que llegues a la residencia del Senador paga con sencillo: no puedes perder el tiempo esperando el cambio. Baja con cuidado y mueve tu cuerpo elástico frente a ellos, que absolutamente todos los invitados sepan que tú eres un verdadero atleta, puro músculos y fuerza. Ahora camina un poco, procura no entablar conversación con nadie, espera otro tiempo antes de servirte un trago. Hazlo con cuidado, evita despintar el carmín de tus labios con el alcohol. Espera un momento antes de actuar, recuerda que antes que nada debes ver a Tartufo haciéndote la señal: los ojos abiertos 29


bajo la sombra del maquillaje deben cerrarse y abrirse de forma intermitente. Recuérdalo, por favor. Mientras tanto, puedes caminar por el ancho jardín de la casa del Senador, tienes que mirar las mesas, no para llamar la atención de todos, sino más bien para que luego te reconozcamos y no existan confusiones. Así me gusta. Lo estás haciendo bien. Ahora acércate un poco al pequeño grupo de Los Hombres Medievales, recuerda que en medio del círculo está el Senador. Cuando lo veas no te vayas a desilusionar: el traje que lleva puesto es de goma, tan blando como una chica de dieciséis años con su primer amor. Recuérdalo. Acércate como si fueras a saludarlo, los demás Caballeros deberán darte paso, nadie sospechará del Arlequín. Antes que nada repite algunas palabras de apoyo, recuerda hablar fuerte y sin tartamudear. Dile algo como: «Me alegro realmente de su próxima candidatura». El senador te dirá: «De veras me satisface que haya gente joven a quienes les interese la política». Entonces tú debes reír con cordialidad, olvida tu poca instrucción y contesta: «Es que es difícil evitar su magnetismo, senador». En ese momento observa detrás de los pequeños hombros del senador, ahí debe estar Tartufo, abriendo y cerrando los enormes ojos. Es el momento. Debes sacar el cuchillo pegado a tu cadera, si quieres puedes gritar, no importa, quizá no llegue a escucharse al final. Luego debes elevar el arma por encima de tu cabeza, el cuchillo debe brillar con la luz de la luna. El Senador ya no tendrá tiempo de nada, solo gritará con su estrecha boca, espero que chille como un cerdo al momento de ser degollado. Eso sí se debe oír. El arma debe quedar clavada en su cabeza, recuerda que solo debe observarse el mango negro sobresaliendo de ella. Luego de eso debes correr, no mucho, pues tienes que dar tiempo a que sus guardaespaldas te detengan. Con una buena persecución bastará. Una vez que sientas las manos en el cuello muévete violentamente para dejar caer el bicornio en el suelo, cerca 30


de la piscina, y después debes dejar que ellos te lleven. Ya no importa. Cumpliste con tu trabajo y con eso basta. Los guardaespaldas te esposarán y luego la cámara se acercará hasta el bicornio abandonado y la palabra FIN aparecerá en medio de la pantalla con grandes letras grises y luego vendrán los créditos. ¿Entendido?

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La disposición de las cosas

Vista desde el frente, la casa aparentaba ser una más de

la fila de veinte que la precedían. Es decir, con las tejas rojas, la fachada de piedra, dos ventanas a cada costado y una puerta de madera verde. Cerca de ésta se puede observar un timbre de gran tamaño. Una vez que alguien atraviesa la puerta está allí el pequeño jardín y al fondo de éste el pórtico de cristal que da acceso a los ambientes internos de la vivienda. Ésta, al igual que las otras, tiene la siguiente disposición: la sala de visitas –medianamente lujosa– ocupa una gran porción de la parte baja y a la derecha de la chimenea que adorna el centro se encuentra la cocina, apenas separada del otro ambiente por una gran pared con una abertura en forma de arco. En el segundo piso se hallan cuatro habitaciones: dos de ellas para los hijos y las otras utilizadas por los padres de familia; estos ambientes apenas están separados por un ancho y lustroso pasillo. Ahora bien, detrás de la estructura central de la casa, se observan los dormitorios de la servidumbre. Estos se ubican según el orden de importancia en el servicio a los patrones. Por ejemplo, la más importante –la del viejo D.F.– está cerca de los ambientes centrales de la casa y, de esa forma, mientras más se alejan, menos importancia adquieren. Pero subamos por un momento al segundo 45


piso, justamente a una de las habitaciones de los dos chicos de la familia. Quizá sea como todos los dormitorios de los adolescentes de esta época –1956–: el espacio es suficiente (a pesar de las recriminaciones de quien la habita: «sufro de claustrofobia», dice, cada vez que alguien le replica que cualquier chico de su edad se sentiría sumamente feliz con una habitación así de grande), tiene una cama en medio y a los costados vemos los discos apilados de forma extremadamente ordenada y enfundados en sus cobertores de cartón. Mientras que en las paredes –un empapelado verde con arabescos blancos– cuelgan los instantes que más impresionaron al dueño del cuarto: en una de las fotos se lo puede ver en el más reciente torneo de esgrima. En otra, se encuentra en el último de sus cumpleaños: está frente a la gran chimenea del primer piso y su rostro blanco y de líneas poco definidas expresa sorpresa –los ojos grandes, la boca abierta– ante el regalo que un brazo le extiende (solo se ve el brazo, sin embargo si se aguza la vista y se la apunta a la altura de la muñeca se podrá distinguir la esclava de la señora de la casa). Y en una de las más recientes el joven aparece de la mano de una chica que aparenta casi su misma edad. Ella lleva el cabello corto, la mirada agradable, los labios pequeños y firmes. De fondo se ven uno de esos anónimos parques donde las parejas suelen encontrarse. Pues bien, si se recorre la habitación de largo a largo se podrá apreciar una anomalía a un costado de ella, para ser más precisos en la esquina derecha y tomando como punto de ubicación a la cama del adolescente. Ahí, con las rodillas flexionadas y atascadas en el vértice que forma el encuentro de ambas partes, ésta el joven dueño de la habitación. Sus manos sostienen un revólver negro como si se tratara de un animalito atrapado. Cerca de uno de sus zapatos –verdes, suelas cafés– se aprecia un papel amarillo cubierto de letras azules con una leve inclinación hacia la derecha. Gracias a la posición caprichosa del joven se logran apreciar algunas 46


palabras: «... creí que eras diferente, qué lamentable que seas igual a todos los chicos. Me equivoqué contigo». La firma es poco visible, aunque si se hace un gran esfuerzo se puede apreciar que comienza con una gran L en forma de tenaza. Bueno, fuera del detalle del joven atrapado entre las paredes, se podría decir que se trata de una habitación común y corriente.

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Habitando en el inadvertido mundo de los mifrosotgs

Sus ojos permanecían atentos a que el reloj-radio diera las

6 am. No importaba que ya estuviese despierto hace más de dos horas (siempre lo hacía, sin fallar nunca). Solo se quedaba ahí, quieto e inerte, como si se hallara realmente muerto, en medio de la cama de dos plazas, con las rodillas flexionadas contra el pecho. Solo entonces, al escuchar las primeras voces de la radio, despegaba las piernas. Se quedaba así por algunos minutos, resoplaba (le gustaba sentir su aliento ácido como, quizá, una confirmación de que estaba vivo). Luego levantaba las colchas con sumo cuidado, sintiendo cómo el calor nocturno escapaba del lecho. En ese momento se levantaba y buscaba el estuche negro de sus lentes. Lo tomaba y lo abría con sumo cuidado, poniendo mucha atención en que la parte de la abertura se mantuviera arriba (en muchas ocasiones, por descuido, había abierto el estuche de la forma inversa: muchas veces sus gafas habían ido a parar al suelo de parquet, hechos trizas). Una vez con los anteojos en medio de la nariz se disponía a ir al baño. Abría la puerta y veía, al borde de la emoción, la ventana de aquél iluminado por el vidrio esmerilado. Pensaba que siempre le habían gustado los baños con ese tipo de vidrios. Una vez dentro buscaba la pasta de dientes. Cogía el tubo y esparcía el contenido sobre las cerdas del cepillo. El espejo lo esperaba a un 49


costado del inodoro, liso, franco: le mostraba la cara llena de vellos cerca de la barbilla, el pelo revuelto y sin peinar, la nariz grande y brillosa y las medialunas debajo de los ojos. Metía el cepillo primero por el costado derecho de la boca, refregaba los dientes inferiores mucho más que los de arriba, luego pasaba al otro lado y casi de la misma forma actuaba con los dientes delanteros. Frente a él, el espejo mostraba a un tipo haciendo un gran esfuerzo facial: había pequeñas arrugas a la altura de los carrillos y una de ellas, casi imperceptible, surcaba su barbilla. Luego giraba el cuerpo y se ponía frente al lavamanos (desportillado en el costado derecho, el golpe era del tamaño de un dedo pulgar), abría el grifo y su tronco se flexionaba para que con ese movimiento sus labios puedan recibir el agua. Cerraba el grifo y movía el líquido contenido en la cavidad bucal de un lado a otro. Entonces se agachaba y escupía en el lavamanos (no comprendía cómo otras personas lo hacían en el retrete, para él, el solo hecho de apuntar ahí el rostro era o le resultaba un acto obsceno, algo similar a bostezar o estornudar en público). Volvía a abrir el grifo y veía cómo el líquido blanquecino desaparecía por el orificio pequeño y negro. En ese momento volvía a colocar una nueva porción de pasta (ésta más pequeña que la primera), abría la boca y cepillaba la lengua. Este acto hacía que experimentara fuertes arcadas: sin embargo, no vomitaba, solo se limitaba a abrir la boca, sin que ésta expulse nada. Volvía a utilizar el grifo. Recibía más agua y volvía a escupir. Luego ponía el cepillo debajo del chorro cristalino. El cepillo quedaba limpio, mostrando sus cerdas verdes, con una hilera blanca en medio. Lo dejaba en su canastilla y se acercaba al retrete. Se bajaba los pantalones hasta las rodillas y orinaba. Lo hacía en abundancia, evitando que el chorro del líquido caliente cayese sobre el borde de la taza. Se subía los pantalones y después jalaba la cadena. Luego retornaba frente al lavamanos. Buscaba el jaboncillo 50


y abría una vez más el grifo. Se refregaba las manos un par de veces. Se quitaba los lentes y los ponía en el bolsillo del saco del pijama. Recibía agua en las manos y repasaba su rostro. Lo hacía muy fuerte, pensando en quitar el brillo de la nariz. Enseguida se mojaba el cabello (era jueves, solo los jueves no se bañaba). Con los ojos cerrados buscaba a tientas la toalla. Una vez que la tenía se la pasaba por el cabello y luego por el rostro. Dejaba la toalla. Cogía sus lentes y se los volvía a poner. Se miraba al espejo y abría el botiquín que estaba a la derecha, sacaba un peine y una barra de desodorante. Dejaba ésta en el borde sobresaliente de la ventana y procedía a peinarse. Lo hacía con sumo cuidado (odiaba que unas pocas gotas de agua cayeran sobre los cristales de sus gafas), partía perfectamente la raya en medio, equilibrando casi matemáticamente las porciones de cabello. Dejaba el peine de donde lo había sacado y se desabrochaba los tres primeros botones del pijama. Quitaba la tapa del desodorante y lo desenroscaba hasta que veía salir la punta azul y lisa (olía a pino, a un bosque lleno de pinos). Primero atacaba a la axila derecha, sentía el frío de la barra pero no le importaba y luego seguía con la izquierda (la que más sudaba, según él). Guardaba todo en su lugar y volvía a sorprenderse frente al espectáculo de la luz a través del vidrio esmerilado. Salía del baño y se dirigía a su habitación (no desayunaba, prefería aguardar hasta el almuerzo, odiaba sentir el estómago lleno en las primeras horas de trabajo). Abría su ropero y buscaba el traje gris (era jueves, los jueves siempre utilizaba el traje gris), sacaba la camisa blanca que su madre le había regalado en su último cumpleaños, la corbata con esos adornos extraños por todos lados y los ponía sobre la silla que estaba cerca de la puerta. Retornaba con paso lento hacia la cama. Se sentaba en ella y procedía a despojarse del pijama (azul completa), la doblaba cuidadosamente, se ponía en pie y levantaba la almohada. Dejaba ahí el pijama y botaba la almohada al 51


piso. Cogía con la punta de los dedos la sábana y la alisaba. Recogía la almohada del piso y la colocaba en su lugar. Luego hacía lo mismo con las mantas y la colcha. Solo entonces corría las cortinas de la ventana. Ese día observó los altos edificios, la neblina cubriendo los pisos superiores: el cielo encapotado, similar a una cúpula de metal. «Hará frío», balbuceó. Dio media vuelta y retornó cerca de la silla. Cogió el pantalón y se lo puso. Después la camisa, la corbata y el saco. Volvió a abrir el ropero para sacar su sobretodo verde oscuro. Se lo puso y buscó sus zapatos en el cajón inferior de la mesa de noche. Los extrajo y vio que estaban bien lustrados (como siempre: lo había hecho una noche anterior). Solo se limitó (rápidamente, como si alguien estuviese detrás de él) a pasar una punta del sobretodo por encima de ellos. Se los colocó y salió de la habitación, pero antes apagó el reloj-radio. Llegó al living y tomó el maletín negro. Abrió la puerta del departamento y, luego de cerrar la puerta tras de sí, le puso doble seguro (siempre desconfiaba de sus vecinos, siempre desconfiaba de todo el mundo). Entonces, en ese momento, se abrió el ascensor. Lo miró dudando (siempre había preferido las gradas). Decidió entrar. Presionó en botón que decía PB. El ascensor se detuvo. Salió. No tenía coche (odiaba los coches), así que tenía que caminar un par de cuadras hasta la parada de buses más cercana. Caminó como lo hacía todos los días, moviendo el maletín de atrás para adelante, con la espalda erguida, mirando al frente. Sin embargo, en aquel momento, un destacamento de mifrosotgs pasó delante de él. Eran casi cincuenta, todos igualmente vestidos, similares entre ellos: anchos, peludos, las cabezas grandes y trémulas y el raído y mugroso capuchón oficial de la Nación encima. Tenían, delante de ellos, a lo que él supuso era el teniente de turno: de la raza de los pequeños, sin muchos pelos en el rostro, los ojos rojos y luminosos y los pies envueltos en los trapos 52


(botines, según ellos) que levantaban el polvo de las aceras al caminar. Los mifrosotgs pasaron delante de él, despidiendo su olor característico a estiércol de caballo. Pensó que algo raro (acaso un ratero) había sucedido para que todo un destacamento de mifrosotgs estuviese en movimiento. Pensó que, después de todo, no había hecho mal en poner doble seguro a la puerta de su departamento. Pensó, después de todo, que sus vecinos no le inspiraban ningún tipo de confianza.

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