EL AMANTE DE OLAS

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Jose Pell贸n

El Amante de Olas


Diseño: índolestudio Portada: índolestudio y Jose Pellón Foto de portada: Jose Pellón © Primera edición: mayo 2011 © Editorial Cantabria Tradicional, 2011 ISBN: 978-84-15112-07-5 Depósito Legal: SA-225-2011

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los propietarios del copyright por cualquier tipo de medio o procedimiento.


Para Gema y Chico



Gracias a los centenares de amig@s de Facebook que me ayudaron a elegir el tĂ­tulo y la portada



Cuando estabas aquí no podía mirarte a los ojos / Eres como un ángel, tu piel me hace llorar / Flotas como una pluma en un mundo hermoso / Desearía ser especial / Tú eres tan jodidamente especial… / Pero yo soy un desgraciado, soy un bicho raro / ¿Qué diablos estoy haciendo aquí? / Yo no pertenezco a este lugar / No me importa si duele / Quiero tener control / Quiero un cuerpo perfecto / Quiero un alma perfecta / Quiero que notes cuando no estoy cerca de ti / Eres tan jodidamente especial… / Desearía ser especial también / Pero soy un desgraciado, soy un bicho raro / ¿Qué diablos estoy haciendo aquí? / Yo no pertenezco a este lugar / Corre de nuevo / ¡Corre, corre, corre! / Eres tan jodidamente especial… / Desearía ser especial / Pero soy un desgraciado, soy un bicho raro / ¿Qué diablos estoy haciendo aquí? / Yo no pertenezco a este lugar / Yo no pertenezco a este lugar. Creep (Radiohead)


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1 LETIZIA ECHEVERRÍA Y EL SURFISTA PROFESIONAL BRUNO REYES CONTINÚAN EN EL OJO DEL HURACÁN MEDIÁTICO CUATRO MESES DESPUÉS DE HABER INICIADO SU CONTROVERTIDA RELACIÓN. EL REGATISTA OLÍMPICO Y PLAY BOY ÁLVARO DE GONZAGA NOS CUENTA EN EXCLUSIVA CÓMO ES REALMENTE LA RICA HEREDERA ZARAUTZARRA Y LOS VERDADEROS MOTIVOS POR LOS CUALES DECIDIÓ CORTAR CON ELLA. Apartó los soñolientos ojos de la portada del último ejemplar de Estrellas y Estrellados que, a falta de otro entretenimiento mejor, se disponía a hojear por quinta vez y se puso en las orejas los auriculares del Shuffle. A veces, lejos de provocarle ganas de danzar contorsionándose medio en trance, le resultaba relajante sentir cómo la sinuosa voz de Thom Yorke1 se introducía en sus tímpanos como una serpiente y anidaba en su cerebro. Este era uno de esos momentos. Pero debió rendirse al sopor porque, cuando de nuevo miraba a través del cristal de la ventanilla, vio un precario cartel que surgiendo 1. Thom Yorke: (Cantante de Radiohead)

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del follaje anunciaba BIENVENIDOS A CANTABRIA, y supo que había dado un salto cuantitativo en la distancia que le separaba de su destino. Apagó el Ipod y, tras desencajarse los cascos, lo metió todo en el bolso para no dejárselo olvidado, como ya le había ocurrido en el metro con un MP3. A partir de este punto el esfuerzo de mantener los párpados en vilo comenzó realmente a tener sentido. Las enormes extensiones, ricas en dispares tonos de verdes, que contemplaba a su derecha, constituían el sello diferenciador de aquella parte del país en la que acababa de adentrarse: un mosaico alucinante para alguien acostumbrado a vivir entre la gama de marengos propia de la jungla madrileña. A medida que transcurrían los kilómetros de una bacheada carretera culebreante entre cordilleras arboladas y fértiles llanuras surcadas por caudalosos ríos, de vez en cuando aparecía algún pueblo perdido que por su aspecto parecía haber quedado deshabitado mucho tiempo atrás. Se veían oxidadas rejas de arado cubiertas de zarzales cerca de las puertas de las casas, o junto a las viejas cuadras y graneros, todo aparentemente sin vida. No se vislumbraba ni un alma vagando por las fantasmagóricas callejuelas, azotadas impunemente por el sol de mediados de julio. Tampoco perros, caballerías o aves de corral. Tras dejar el interior, la carretera discurría pegada a una abrupta costa acantilada. El mar se extendía debajo y a lo lejos, resplandeciente como papel de aluminio, carecía de olas y espumas batiendo. Lo cual no dejó de extrañarle. Siempre le habían sobrecogido las aguas turbulentas. Cuando los veraneos en Santa Pola con sus padres le daba miedo meterse más allá de la cintura si el viento levantaba la más mínima ola. Por eso prefería las piscinas. Pero también consideró mala suerte llegar al norte justo cuando el temible Cantábrico dormitaba. Sin embargo, por muy calmado que 14


estuviera, ya a simple vista no parecía la típica costa que atrajera a veraneantes con niños y colchonetas hinchables. De hecho no había ni una triste calita de arena por ninguna parte. Sólo ciclópeos apelotonamientos, amorfos y aparentemente sin ningún atractivo, de rocas de color pardo tirando a verdoso y cabos que penetraban en el mar como puntas de lanza. El cielo radiante y despejado de nubes parecía intensificar su azul al reunirse con el océano en el combado horizonte. Se sentía la persona más afortunada del mundo. Sus compañeros y compañeras, en aquellos precisos momentos – las doce y media de la tarde– estarían frente a las puertas de los juzgados de la Plaza de Castilla o en algún restaurante de moda soportando una temperatura no inferior a cuarenta y cinco grados mientras esperaban ver salir al macarra o a la petarda de turno para ponerles la grabadora delante de las narices y tratar de arrancarles un gruñido. Sí, confiaba solventar rápido el trabajo que Lucas le había encomendado para entregarse al placer de nadar un rato en alguna playita antes de regresar al infierno madrileño. Despreciando el mareo que sentía debido a tanta curva, al calor y a las ganas de llevarse algo sólido al estómago, la simple perspectiva de pasar dos días y medio en un lugar como al que ahora se dirigía, hizo que su sangre se regocijara con una nueva fuerza. Pensándolo bien, le parecía hasta mentira no haber visto el mar desde hacía unos tres años, cuando pasó una semana en Ibiza con Marta. Tres cuartos de hora de giros a derecha e izquierda, de subidas y bajadas, de verde y azul y de azul y verde más tarde, el autobús entró en una calle estrecha que confluía en una plaza con pavimento de piedra rodeada por sombríos soportales. Entre los arcos distinguió un bar, una panadería, una tienda de efectos marineros, una pescadería con sus cajas de madera 15


apiladas en la puerta, una barbería, una botica y una mercería. Excepto el bar los demás establecimientos estaban cerrados a aquellas horas. Dos chavales con bermudas de playa y sendas tablas de surf bajo el brazo tomaron por una callejuela hacia abajo. Supuso que los pobres infelices soñarían con irse algún día muy lejos para triunfar como surfistas profesionales en Hawai o California, porque soñar es gratis. Hasta le extrañó que de un pueblucho como aquel hubiera surgido un Bruno Reyes. -¡Sietepiedras! –voceó el chofer, al tiempo que las puertas se abrían emitiendo su característico siseo neumático–. ¡Fin de trayecto! ¡No olviden nada en los asientos! -Ya era hora, joder –se quejó alguien de los de atrás–. Un poco más y me meo encima. Consultó su reloj de pulsera. Iban a dar las dos y media. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el trasbordo en Santander capital para coger esta tartana africana sin servicio, pantalla de televisión ni aire acondicionado? Una hora y veinte minutos. Pero, aunque sólo fuera por los increíbles paisajes que había tenido ocasión de admirar, ya le habían merecido la pena tantas incomodidades. Ahora sólo tenía que instalarse en el hotelito que tenía reservado, darse una buena ducha y echar una siesta reparadora. A partir de aquí, sería una persona nueva. Cogió el maletín del portátil del estante superior y después de despedirse de la pareja que viajaba detrás se apeó por fin del autobús. Lo primero que notó al poner los pies en el suelo fue una bofetada de calor pegajoso muy diferente al de Madrid. Lo segundo, que alguien se había tomado la molestia de sacar su maleta de las entrañas del autobús, probablemente para poder alcanzar las suyas.

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