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Mag. Sissy Álvarez Villar

Sobre organizaciones y culturas: una lectura antropológica

Dr. Claudio Herrera Figueroa Dra. María Teresa Santander Mag. Sissy Álvarez Villar

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1. Desarraigos

El siguiente texto pretende cumplir algunas cuestiones —requisitos— tanto de orden metodológico como de plano formal (teórico); ello no quiere decir que se atribuya la condición idealista de un unificador y totalizador discursivo, antes al contrario, lo pertinente en esta senda reflexiva estará mediatizado por la particularidad que, desde la perspectiva antropológica, puede aportar en tanto mirada “distante” hacia lo organizacional entendido desde diversos aspectos disciplinarios: sociológico (Weber, 2002); otro ligado a la administración (Taylor, 1981); y una tercera adosada a la psicología social (Lewin, 1951; Mayo, 1972), aspectos siempre unidos “académicamente” a la “abstracción” propia del mundo del management (Roca, 2001) de las ciencias de la gestión. No obstante ello, tenemos, aparentemente en las antípodas de dicha perspectiva analítica y descriptiva, una visión que representaría y condensaría todo aquello que, tanto epistemológica como axiológicamente, se halla justo enfrente —en tanto reflexión— de aquel, me refiero a la antropología y su conexión que, en este caso en particular, la lleva a pensar y repensar lo organizacional desde una parcela exclusivamente afincada: la modernidad representada por el trabajo, la empresa, en definitiva la organización productiva desde una mirada “cercana”, la mirada antropológica.

Pues bien, para comenzar a desarrollar el anterior plan de trabajo será necesario y pertinente, desde mi horizonte de comprensión (Gadamer, 1998) antropológico (Geertz, 2001) establecer una breve descripción de la naturaleza de la relación entre dicha disciplina y aquello denominado organización productiva (en adelante, genéricamente, la empresa). En este sentido, podríamos decir que el peso atómico de los tiempos ha esculpido no solamente lo calcáreo de la sociedad (funcionalidades aparentes o primarias), sino que además se ha incrustado en las existencias de las entidades que habitan dichas capas moldeadas, como así también ha penetrado en esa segunda apropiación cultural que, hoy “más” que nunca, denominamos segunda naturaleza; en efecto, dicha mecánica de funcionamiento, llamada por algunos globalización económica y asimétrica (Castells, 1999) no ha sido lejana al campo epistemológico de ciertas disciplinas, sobre todo de aquellas que, como la antropología, se han debatido en los

últimos cuarenta años (Clifford, 2001) entre la supervivencia —o extinción— y la pervivencia o afiatamiento: uno de tales síntomas, de esto último, y el consecuente abandono de los viajes y los salvajes (Lévi-Strauss, 1988) lo constituye el acomodamiento “estructural” y académico que la antropología ha procesado en este mundo “post-industrial” (Bell, 1991; Giddens, 1997; Touraine, 1973) nuevo y desafiante: es así como antropología y empresa representan una relación con un tiempo a sus espaldas. Al ser las divisiones —entre psicología social, sociología y antropología— difusas y en ningún modo claras ni impermeables las apreciaciones que podríamos tener, o haber tenido, serían más bien superpuestas; no obstante ello, es posible sellar históricamente lo referido al tipo de investigaciones que, en el campo social, se han decantado por el mundo de la empresa, así se dice que “el mito fundacional de este tipo de investigaciones, efectivamente, lo constituye el estudio o experimento Hawthorne, una planta de la Western Electric Company ubicada en Chicago Cicero (Illinois), llevado a cabo entre 1927 y 1932” (Roca, 2001, p. 70). En este sentido, a pesar de su orientación psicologicista, el anterior estudio representa la primera incursión antropológica en el mundo industrial (la interdisciplinariedad, por lo tanto, era algo corriente ya en ese entonces); el aporte concreto que se le endilga a la antropología en ese caso en particular resida en el hecho de haber establecido un concepto fundamental para el posterior desarrollo de la disciplina de las relaciones humanas, nos referimos a la noción de organización informal: sucintamente, hace referencia a esos patrones y conductas mediatizadas al interior de organizaciones que, no obstante ello, presentan sus propios y hasta antagónicos modelos de funcionamiento respecto de aquellas, es una suerte de informalidad de la formalidad (Díaz Cruz y Lomitz, 1988). Ese nódulo revitalizado por la reflexión antropológica se tradujo en una especie de isla o veta a “explotar” produciéndose, de este modo, un estancamiento en lo exclusivamente llamado trabajo de campo (etnografía) y “abuso” de lo exótico: el agotamiento teórico, por supuesto, devino drásticamente. Esta “crisis” de la denominada investigación antropológica de corte industrial-empresarial en Estados Unidos coincidió, sin embargo, temporalmente con el auge de la disciplina en otras geografías: la Escuela de Manchester y la tradición mexicana en antropología; ambas resumían, de acuerdo a sus realidades evidentemente, un trabajo detallado del campo a estudiar (descripciones detalladas), trabajo que era guiado y contextualizado por el concepto de conflicto y los problemas relativos al análisis del contexto: más allá de la fábrica, la industria o lo que fuera en esa tipología, importaba estudiarlas en la trama o tejido en el que se hallaban: las estructuras sociales que modelaban esa particularidad específica y reproducían lógicas mecánicas más abarcadoras. Este último aspecto, previo al devenir del texto, me resulta interesante por dos razones que, resultan ser una misma: la desconfianza entre y hacia; entre antropólogos y la carga —¿débil?— epistemológica y valorativa de la disciplina en cuanto ser, en cuanto constitución de la misma, o es, simplemente, ¿un mea culpa de Occidente? Y, por otro lado, desde los antropólogos hacia “el” mundo que

se pretendía aprehender, el mundo “nuevo”: el desconocimiento entre la empresa y la disciplina, a pesar de su “carácter” eminentemente aplicado: recuérdese el exceso de trabajo de campo (etnografía) señalado hace unos momentos, con su consecuente acarreo epistemológico, teórico e ideológico: sospechando de manera burda y, descontextualizando la trama histórica en la que se desarrolla el presente entramado, diríamos que se habría consumado una traición; es decir, la demonización ya no es solamente unívoca (del mundo de la empresa hacia el investigador social marginal por antonomasia) sino biunívoca: del antropólogo que también se posiciona en contra de aquello que —metafóricamente, la empresa— representa lo que bajo el epíteto de sistema —sociedad industrial— encarna todo lo opuesto a él, al menos en términos de “objeto” de estudio.

De todos modos, suponemos, bajo una premisa ética fundamental, esta es, la honestidad, que una relación de complemento y fertilidad conceptual, a la vez que teórica, entre ambos mundos es posible: los obstáculos manifiestos de la desconfianza y el desconocimiento quedarían, bajo esta forma de entender “la” relación, entonces, soslayados. Podemos decir, entonces como primera reflexión que:

La antropología industrial es aquella…que se interesa por la realidad característica del mundo de la empresa y el trabajo en el marco de una sociedad industrial, postindustrial, de la información, tecnológica o como quiera que decidamos llamarla. Que la investigación tenga un destinatario u otro, unos objetivos u otros, que sea básica o aplicada, etc., si bien lleva consigo consideraciones distintas tanto desde el punto de vista teórico, metodológico o ético, puede acabar resultando, apenas, un matiz. (Roca, 2001, p. 78)

2. Arraigos y posibilidades

Una vez detectadas las diferencias que, grosso modo, establecían desuniones entre la antropología y la “empresa”; una vez que se ha señalado la posibilidad de un trabajo paradigmático y que se erige —entre otros— como lo propio de la disciplina (trabajo de campo, etnografía, conceptualización, abordaje teórico, etc.); una vez que detectemos, en adelante, las diferencias con otros campos del saber —no exclusivamente del imperio de las ciencias sociales— que incluso han “patrimonializado” no solamente el campo de trabajo sino que, también, han cercado para sí conceptos esenciales que centrifugan la disciplina en una doble y vital vertiente: tanto teórica como conceptualmente; en esta parcela se incluyen, cómo no, disciplinas tales como “la sociología de la empresa, la psicología de la empresa, la ingeniería industrial, el derecho del trabajo, las relaciones industriales, la economía, la ciencia política, etc.” (Roca, 2001, p. 79). Una vez realizado aquello será posible diferenciar para articular aportes que, en esta discusión, no son solamente conceptuales o metodológicos, sino que, además,

teóricos. Dicho esto, es posible ya comenzar a decantar los aportes que, desde nuestro horizonte de comprensión, pueden significar una contribución a la presente discusión: es así como indicaremos, primeramente, una serie categorías ligadas tanto a lo teórico como a lo metodológico que, en este camino trazado desde la antropología, aglutinen lo más cercano a un concepto de sentido, una categorización genuina, para luego centrarnos en el concepto central que articula, centrifuga y le otorga identidad a la disciplina y que, por lo mismo, se traduce en aporte no solamente metodológico sino que, además como se ha indicado recientemente, teórico: entregando, de esta manera, un campo fértil de aprovechamiento hacia el genérico mundo de la organización productiva, es decir de la empresa y, sumado a ello, hacia las reflexiones que, desde otros vértices, enriquecen, a su vez, esta discusión; no está de más decir que la presente reflexión se encuentra mediatizada por los aportes que incorpora, fundacional y académicamente en el imperio de los signos centrifugados en torno al castellano, la obra de Jordi Roca. En este sentido, resumiendo los postulados y, en honor a la simplificación, señalaremos los siguientes aportes que, desde la antropología específicamente, pueden resultar del seno de esta misma; así, podemos señalar al posicionamiento de:

1. Una metateoría de la cultura como concepto maestro o marco… para ordenar y explicar la conducta social humana en las organizaciones; 2. Un grupo de metametodologías… que incluyen una aproximación… así como una perspectiva transcultural, aun cuando estudiemos nuestras propias subculturas nativas; 3. … observaciones de primera mano y el contacto de relativamente continuado con los sujetos humanos en el terreno; 4. Una sensibilidad especial para con la adopción de una perspectiva holística. (Roca, 2001, p. 79)

Esto, como se indicó al comienzo, no se constituye en lo absoluto en una propuesta erigida desde un funcionalismo consensual y acrítico (negamos lo intransitivo en relación a las acciones humanas), al contario, creemos, justamente como antropólogos, que, refiriéndonos a ese “contexto” supremo abarcador indicado al comienzo (la sociedad postindustrial y su alumno aventajado: el concepto de conflicto) es pertinente una perspectiva crítica antes que consensual: es en ese sentido en el que hace un momento, también, se señalaba el componente ideológico como parte de este ejercicio reflexivo inseparable de la tríada teoría, metodología e ideología; ahora bien, complementando dichas referencias, se hace necesario redondear y cerrar —al menos en este texto— esta parte de la exposición: ello porque existen ciertas condicionantes propias de la disciplina (considerada desde un punto de vista formal: esto es, desde su asentamiento occidental y moderno en la Europa decimonónica y, cómo no, en Estados Unidos de América) que han ido forjando, a base de trabajo etnográfico (es decir, trabajo en terreno) categorizaciones posteriores a partir de ello y, unido a esto,

las posibilidades tanto empíricas como teóricas al momento de pertenecer a esta disciplina en cuanto a identidad a ser de la misma. Se trata, en definitiva, de ciertas propuestas que aglutinan y centrifugan el aporte de elementos vitales en tanto práctica y en tanto co-pertenencia disciplinaria con otras ramas del saber que aquí —en este contexto— se convocan: así, un primer elemento convocante, y la serie posterior, sería el de la:

1. Prioridad del talante generalista sobre el especialista, por cuanto el abanico de problemas y proyectos es muy amplio; otra sería la 2. Habilidad para solucionar problemas y gestionar adecuadamente la relación tiempo-coste. La resolución de problemas humanos constituye uno de los aspectos más importantes que puede crear la demanda de profesionales antropólogos… acostumbrados a la mayor flexibilidad metodológica que caracteriza la aproximación etnográfica…una adicional será 3. La competencia en ciencias sociales y trabajo en equipo. Una formación teórica y metodológica en el análisis de las sociedades complejas es evidentemente necesaria, en tanto que la lógica de la investigación interdisciplinaria exige por parte de los miembros del equipo de investigación un cierto conocimiento y familiaridad con los constructos teóricos y las técnicas habituales de las otras disciplinas, así como las habilidades para llevar a cabo diseños de investigación triangulados… además se requieren 4. Habilidades cuantitativas. Tanto para poder presentar algunas partes de los datos en formato cuantitativo y argumentar eventualmente el análisis de base cualitativa con datos cuantitativos… se requieren 5. Habilidades comunicativas. La capacidad para escribir, hablar y dirigirse a una audiencia de forma clara es muy valorada en entornos empresariales… y por último poseer 6. Competencia en campos afines sustantivos. (Roca, 2001, pp. 80-81)

Sintetizando las anteriores recomendaciones metodológicas, podemos decir que el leitmotiv que guía tal propuesta se encuentra parcelado en el trabajo continuo y directo que el antropólogo realiza en sus campos de trabajo característicos (se trata de traspasar dicha mecánica de trabajo a este “nuevo” campo laboral interdisciplinario y hablar un lenguaje común a partir de ello); campos laborales o, dicho de manera más tajantemente cartesiana, en su objeto de estudio: con el fin, evidentemente, de poseer el conocimiento que, en aquellos, se encuentra.

Pues bien, si lo anterior, en materia metodológica y “formal” (recomendaciones) es necesario e imperioso no constituye, ni mucho menos, cierra el círculo disciplinario que, desde la antropología, pretende cercar y “ordenar” este caos conceptual y abstracto en tanto reflexión hacia ello: no, claro que no es suficiente con lo anteriormente expuesto, hace falta el recurso teórico que ordene y albergue las metodologías y conceptualizaciones que, desde este interior, rigen el trabajo de una disciplina que roza y frisa constantemente otros saberes igualmente concentrados en esta parcela de la realidad, de la realidad social.

Nos referimos al articulador y concepto teórico que irradia y esparce afinidades entre estos saberes, aunque desde la antropología, me refiero al manido concepto de cultura.

3. Sobre cultura y culturas

Dentro del ámbito “profano” no existe, salvo casos en los que la erudición genera ilusiones y legitimaciones consensuadas que terminan por instalarse en la transversalidad de los discursos, un concepto o noción que haya sido tan utilizado y de manera tan manida al momento de definirlo y de definir y concatenar aquello a lo que, en tanto constructo, hace referencia: hablamos, en términos previamente lingüísticos, de significante y significado, respectivamente; significante del signo lingüístico, en tanto abstracción que denota un sentido y una pertenencia per sé, una sustancialidad semántica que le da “identidad”, dentro del esquema mental, a dicha arbitrariedad (Saussere, 2008) así también tenemos, análogamente hablando, al significado: aquella imagen o concepto al que se asocia mentalmente con el significante específico; aquello que denota una específica parcela de la realidad; pero ¿qué sucede con los conceptos teóricos en disciplinas como la antropología?. Sucede que, en este contexto, responden a una cierta estrategia discursiva de instalar orden (referencia positivista mínima) en relación a esas partes o fragmentos de la realidad que nos “interesa” aprehender: pues bien, más allá de un psicologicismo académico que invade y —como señalaba Roca hace un momento— patrimonializa concepto(s), se encuentra el estrato específicamente antropológico (al menos en este contexto se mantiene una cierta pertenencia “histórica” que así lo ratifica, desde Heródoto si nos apropiamos de esa mirada distante) que identifica un concepto específico que, creemos en ello al menos, impone y autoriza a esta disciplina a hablar desde un vértice, tanto disciplinario como discursivo aunque tengan sonoridad semántica similar, que, desde dicha posición, irradia —vía analogía— transversalmente otros discursos permeables de significantes: nos referimos, en definitiva, al manido concepto de cultura y su relación, “significación”, uso, abuso y operacionalización del que ha sido objeto, desde el momento que, en el Occidente moderno, fue acuñado y pasó a ser parte del corpus discursivo tanto de la cotidianeidad como del mundo académico con todo lo que ello acarrea (nos referimos sucintamente al modo maleable en que a este concepto se le fueron inoculando, desde las más diversas áreas, valores, prejuicios, estándares históricos, entre otros; en definitiva poco valor analítico en el mercado de las operaciones teóricas). Pues bien, no es el centro de gravedad del presente texto discutir la anterior problematización acerca del concepto de cultura, sino más bien tratar de introducir la noción de dificultad y operacionalización del mismo al momento de definir, posteriormente, su pertinencia y valor con respecto a la realidad que aquí nos convoca. Para ello, recurriremos a un barniz histórico

que da cuenta de su entrada —en tanto cultura— al mundo de la organización productiva y su posterior adosamiento a esta última desde el punto de vista metodológico; además, se intentará luego, una conceptualización exclusivamente antropológica del concepto en cuestión para determinar su “real” peso semántico (analítico) y teórico al momento de usarlo en campos hasta hace un tiempo “ajenos” a la antropología.

Es de consenso afirmar (Roca, 2001) que, desde mediados y finales de los años setenta, una aplicación del concepto de cultura (operacionalización en marcha, como dijimos hace un momento) comenzó a usarse de manera significativa, al tiempo que comenzó a tener cierta preponderancia teórica (aunque esto último es más discutible, como se demostrará más adelante) en el mundo del management o de dirección y administración de las empresas; en efecto, la operacionalización adquirió forma por medio de usos tales como: cultura organizacional, cultura de la empresa o, finalmente, cultura corporativa (usados aquí como sinónimos, para efectos de este texto); en tales conceptualizaciones convergieron discursos provenientes de las más diversas disciplinas en relación a la antropología: así, desde escuelas de marketing, los directivos y managers de empresas, administración y gestión de empresas, pasando por cercanías disciplinarias como aquella representada por la psicología social y la sociología, hasta llegar a ámbitos que envolvían a periodistas especialistas en temas organizacionales. Todo ello fue configurando la denominada perspectiva culturalista sobre la empresa (Roca, 2001) que, en el sentido planteado por ciertos autores, denotaba dispersión semántica antes que clarificación y orden teórico; la cultura organizacional ha aterrizado teórica y metodológicamente hablando; de esta manera podemos decir que esta sería:

Un modelo de presunciones básicas —inventadas, descubiertas o desarrolladas por un grupo dado al ir aprendiendo enfrentarse con sus problemas de adaptación externa e integración interna—, que hayan ejercido la suficiente influencia como para ser consideradas válidas y, en consecuencia, ser enseñadas a los nuevos miembros como el modo correcto de percibir, pensar y sentir esos problemas. (Schein, 1988, pp. 25-26)

La anterior “forma” en que dicho autor aprehende el concepto de cultura resulta, desde nuestra visión disciplinaria, un tanto curiosa: anteriormente señalábamos el epíteto de “psicologista” para referirnos a una de las versiones que la lectura del concepto de cultura provoca, pues bien, esta es una de ellas; el concepto de “válido”, “aprendizaje”, “enseñanza”, etc., provoca una reticencia “cultural” hacia nosotros: en el fondo lo que propone esta definición, bajo el auspicio de los anteriores conceptos, es una manera encubierta de controlar, valorar, bajo ciertos supuestos, las organizaciones y mantener a todos dentro de esos parámetros: es decir, hablamos de imagen corporativa antes que cultura (valores comunes de la empresa), una imagen que proyecta normas de comportamiento

afines a la empresa. Así, la cultura de la empresa se deduce de los principales elementos que la componen —vaya eclecticismo— y se aglutinarían en torno a ciertas categorías específicas tales como: valores, mitos, símbolos, ritos, héroes, red cultural (Roca, 2001). La conceptualización pasa, entonces, de ser puramente teórica a ser, casi exclusivamente, narrativa, imaginaria, extrayendo categorías infinitesimales de cada realidad estudiada: de la abstracción teórica hemos pasado a la inferencia inductiva como mecanismo de trabajo al trabajar con este concepto ecléctico de cultura. El tratamiento del concepto en cuestión no sucede, entonces, por arte de magia: es fruto de una serie de elucubraciones, derivaciones, reflexiones y críticas amparadas por el paso del tiempo, en ese sentido conviene recordar que:

Si seguimos la periodización de Trice y Beyer (1993) y Mohan (1994) en relación al estudio de las culturas organizativas, esta caracterización se correspondería con un primer período de introducción y elaboración que supondría la aparición de la literatura de divulgación sobre el concepto de cultura corporativa centrado en la idea de que una cultura corporativa… que desarrollara un alto grado de compromiso con los objetivos de la compañía y fuera capaz de unir a todos sus miembros en un mismo propósito, constituiría una garantía del éxito comercial…un segundo período, por su parte, llevaría a cabo la crítica a estos planteamientos y trabajaría con la asunción básica de que la cultura organizativa es un fenómeno complejo, confuso e imprevisible que no puede ser desligado de su contexto y mucho menos controlado con facilidad. (Roca, 2001, p. 84)

De esto también es posible, a su vez, extraer otras reflexiones que, nuevamente, pueden reducirse analíticamente a una sola con doble vertiente: preguntarse por la esencia o la accidentalidad de la cultura, se es cultura o se tiene cultura. De este modo, siguiendo a Roca, diremos que se tiene cultura:

Que la empresa posee una cultura, que constituye uno de los subsistemas de la organización, una variable más que debe ser tenida en cuenta junto a la estructura, el liderazgo, la estrategia o la tecnología. Los defensores, por su parte, de que la empresa constituye una cultura entienden la organización como una construcción social, simbólicamente constituida y reproducida a través de la interacción social, siendo así que la cultura es dentro de la empresa una metáfora de la organización, en tanto que al igual que la organización es depositaria y productora de sentido. (Roca, 2001, p. 84)

Ambas visiones: la positivista y la constructivista representan las antípodas de la manera de encarar esta cuestión; si para la primera todo se reduce a la gestión y funcionalidad superficial de la empresa; para la segunda:

La cultura aparece como una suerte de sistema estructurador difuso dentro de la organización, pudiendo ser en todo caso entendida e interpretada, y derivándose acaso de ello tres premisas (Thévenet, 1986, p. 40 y ss.): una cognitiva, centrada sobre el conocimiento común utilizado por los miembros de la organización…una simbólica, que partiría del análisis de los procesos mediante los cuales los miembros de una organización comparten un sistema de valores; y una escénica, que se enmarcaría dentro del espíritu del análisis transaccional, descubriendo distintos escenarios estructuradores. (Roca, 2001, p. 85)

En apariencia esto último resultaría más cercano y familiar en términos antropológicos, sin embargo, tal aseveración engloba algún inconveniente y equívoco: en efecto, hoy en día son pocos los antropólogos que postularían la equivalencia del ADN (cultura idéntica a función desempeñado por este), esa supuesta reciprocidad biunívoca delata la falacia de considerar a la cultura un omnipresente y globalizador sustrato modelador de la empresa, sabemos que tal cosa no sucede: ese determinismo pseudopositivista no ocurre en ese ámbito, al contrario, sucede una suerte de feedback entre la cultura y la organización, a un mismo nivel, no sugiriéndose una supremacía de uno por sobre otro; en otro sentido, tampoco se comparte la idea de que cada unidad humana, grupo humano, constituye una “cultura” en sí: una cosa es la diversidad humana y otra muy diferente es la operacionalización que, en tanto cultura, se hace de la realidad estudiada o aprehendida. Por lo mismo, pretendemos instalar como el centro gravitacional del presente debate, muy sucintamente eso sí, la idea que de cultura acuñó desde hace un tiempo el antropólogo norteamericano Clifford Geertz (2003). Primeramente, este autor trata a la cultura dentro de un contexto explicativo “hermenéutico”, esto quiere decir que la cultura requiere ser interpretada, se manifiesta en tanto texto a interpretar: por lo mismo puede ser entendida en tanto trama de significados de acuerdo a los cuales los seres humanos en sociedad (o estructura social) viven sus existencias y conducen su accionar con sentido de acuerdo a esa trama o red que lo cobija. Este acto hermenéutico operacionaliza de manera más efectiva el concepto y lo reacomoda de acuerdo a las realidades específicas que trata de comprender interpretativamente; además,

debería quedar claro que la cultura no es una entidad, algo a lo que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales; la cultura, entendida como sistema de interacción de símbolos, es un contexto dentro del cual pueden describirse esos fenómenos de manera inteligible, es decir, densa. (Roca, 2001, p. 85)

La importancia de lo expuesto recientemente radica en el hecho de que el concepto específico de cultura organizacional puede centrifugarse, complementariamente, en torno a tres caracterizaciones que, de modo esquemático antes que profundo en el sentido intenso de la semántica, no obstante, robustecen en

contenido metodológico de la propuesta sobre cultura organizacional, así podemos señalar, en apoyo a esta, una variable externa independiente:

Esta aproximación proveniente del campo de la dirección comparada… y más bien compatible con las tradicionales concepciones de cultura de la antropología entiende que la cultura reside en los grupos geográficos… étnicos… las críticas a tal planteamiento abundan… y pueden tener un claro carácter etnocéntrico por cuanto el análisis de la conducta organizacional de otras culturas se lleva a cabo fundamentalmente desde un punto de vista americano… un segundo aspecto es la organización informal, tratando la cultura como algo desarrollado dentro de la organización, en el ámbito de la informalidad, esto es, en relación a los aspectos no estrictamente laborales y no relatados de la vida organizacional… y finalmente una organización formal e informal, en donde se cuestiona que la cultura resida únicamente en las actividades informales o expresivas de las organizaciones. Esta aproximación es la que estaría más directamente conectada con los recientes estudios antropológicos de las organizaciones, en el sentido de que conduciría al estudio de las perspectivas de los participantes sobre todos los aspectos de la experiencia corporativa: el trabajo en sí mismo, la tecnología, la estructura de la organización formal, el lenguaje coloquial, etc. (Roca, 2001, p. 86)

Los intentos desplegados desde el mundo académico, ligados a lo “organizacional”, muestran, entonces, las fallas típicas que se asocian a: la consideración reduccionista de la cultura (la cultura se reduce a; en este caso, la superestructura económica), a lo típicamente funcional (ignorando las estructuras profundas que gobiernan el sistema social), a la imprecisión asociada “al estatuto heurístico de la cultura” (Roca, 2001); además de soslayar conceptos centrales ligados a el “conflicto” como centro de discusión en el mundo postindustrial (adosado a la fragilidad de los relatos funcionalistas y acomodaticios propios de un discurso derivado del consensus gentium). En contraposición a ello, no obstante, esto es, en el ámbito de las ciencias sociales, nos encontramos con “visiones” no precisamente armónicas o simbiótica de diagnosis cultural (Roca, 2001): muy brevemente; desde la psicología ya se mencionó a Schein y su estructurado y diseccionado modo de entender el concepto de cultura en relación a la organización productiva (la empresa), en realidad se trata de una muy detallada actividad descriptiva —etnocéntrica— acerca de la conformación de los esquemas culturales (paradigmas culturales); por otro lado, y en cierto modo más cercano teóricamente a los estratos antropológicos en tanto sustratos conceptuales y teóricos que articulan un “discurso” disciplinario que valida y autoriza el quehacer de la disciplina como modo de aprehender y comprender ciertas parcelas de la realidad; decimos eso porque la segunda visión que establece una diagnosis cultural de manera sistemática en relación a la empresa y su articulación con el concepto de cultura lo materializa el vértice sociológico. En efecto,

Garmendia (1990), desde una perspectiva sociológica, propone un enfoque técnico-metodológico para detectar la cultura de la empresa que persigue ofrecer una visión integrada a partir de un elaborado sistema de indicadores. Las finalidades son: a) reflejar la globalidad relevante, utilizando para ello un listado de indicadores basado en el esquema clásico de Maslow sobre “necesidades básicas”…b) integrar elementos para poder comparar los resultados de los distintos indicadores; c) estructurar el sistema, con la finalidad de llegar a perfilar la globalidad de los resultados y obtener el llamado perfil axiológico, que sería la expresión de la cultura de la empresa y que debería contrastarse con el perfil subjetivo, esto es, la imagen percibida por el personal. (Roca, 2001, p. 88)

La presencia, nuevamente, de unos “indicadores” que, centrados en parcelas de la realidad “superficial”, hacen que este tipo de aproximaciones, lejos de ser explicativas, se centren, como se ha dicho anteriormente, en capas envueltas en apariencias funcionales antes que en estratos reflexivos (luego interpretativos) comprensivos que motivan y guían las conductas humanas entrelazadas con redes de significados tejidos desde esa profundidad escatológica: el problema básico que detectamos en este tipo de explicaciones es, lo resaltamos nuevamente, que se encuentran adosadas a un cartesianismo ingenuo y, por lo tanto, funcional y —en términos antropológicos— altamente etnocéntrico y arbitrario: la separación sujeto-objeto está, por lo tanto, ilusoria y unívocamente mediatizada por las cargas culturales que el “investigador” posee y que, en este caso, se traspasan por medio —metodológicamente hablando— de esos estándares denominados indicadores. En contraposición a ello existen otros vértices interpretativos que, en este caso, podemos asociar al mundo antropológico y que, en este asunto específico, se pueden considerar como lecturas textuales del mundo de la empresa y de su relación con el concepto de cultura(s) asociadas al aspecto contributivo que, precisamente, puede trasuntar este tipo de reflexiones; en efecto, como señalan “[Giovannini y Rosansky] los componentes de la cultura tienen una lógica interna y forman un sistema adaptativo consistente que ayuda a la gente a realizar con éxito su integración al entorno físico y social” (Roca, 2001, p. 89). Una primera diferencia, que la distancia ya de las dos anteriores posturas mencionadas, la podemos hallar, al menos nominalmente, en aquel esfuerzo interpretativo que pretende excavar esas capas superficiales y “básicas”, denotativamente hablando, y adentrarse en las profundidades reflexivas y particulares que se logran encontrar en la “lógica interna” de los grupos humanos caracterizados por la existencia de cultura(s). De allí se deriva la trascendencia del concepto al momento de visualizar los comportamientos, las creencias, los valores, los roles, procederes, etc., de los grupos humanos dentro, específicamente en este contexto, de una específica realidad social, la de la organización productiva. Además de ello, dicho de otra manera: en adición a ello, tenemos que, según las autoras recientemente citadas, la noción de cultura contiene, antropológicamente hablando y debido a la particularidad que aquel

conlleva (diversidad diríamos), un aspecto insoslayable acerca de la forma en que, como humanos, percibimos el entorno y lo diferente a partir justamente de nuestra única visión de mundo: nos referimos al concepto de etnocentrismo y su relación con este entorno específico, así:

Las actitudes etnocéntricas, en este sentido, serían comunes dentro de las organizaciones complejas, en donde grupos diferentes —por ejemplo producción y marketing, directivos, oficinistas, operarios— presentan dificultades para reconocer los problemas, las necesidades y las expectativas de cada uno de los grupos. De ahí la pertinencia del uso de la observación participante y de la adopción de un abordaje etnográfico que se caracteriza por: a) la adopción de una aproximación emic, que permite llevar a cabo una especie de estereovisión a partir de recoger las interpretaciones y significados nativos de los acontecimientos y de la conducta separadamente de las imágenes de los investigadores. La combinación de ambas será la que aportará riqueza a los informes de un sistema cultural, por cuanto incorporará la contradicción y controversia así como el consenso; b) la adopción de una perspectiva holística que considera las conductas y acontecimientos culturales formando parte de sistemas amplios e integrados…lo que ayuda a los investigadores a superar las explicaciones simplistas y reduccionistas y a descubrir vínculos entre instituciones locales, regionales, nacionales e internacionales. (Roca, 2001, p. 89)

Las sucintas, pero, a nuestro juicio evidentes, conclusiones que podríamos extraer de lo expuesto recientemente se centran, exclusivamente, en dos aportes que la antropología puede realizar: uno centrado en el concepto de relativismo cultural asociado a la idea de diversidad y lo que ello conlleva al momento de categorizar nuestra visión etnocéntrica, no desviada sino que “culturalmente” natural, cuando chocamos o nos enfrentamos a realidades o parcelas de la realidad que desencajan nuestros sistemas de sentido, nuestros generadores de sentido, allí cobra importancia el manejo operacional, planteado desde la antropología, del concepto de cultura. El otro aporte, ligado a lo dicho recientemente, se asocia más concretamente al ámbito metodológico (desde la visión antropológica) y sus connotaciones empíricas: el abordaje emic que valora la adquisición de sentido de un aspecto de la realidad a partir de lo que categorizan y expresan los propios “nativos” de su propio entorno (no está de más señalar que dicha instancia de “lectura” interpretativa de esos sentidos se entiende metafóricamente: el acto interpretativo se encuentra sometido al “texto” —mundo— que se lee desde diversos ángulos: valóricos, ritualísticos, históricos, etc.); por otro lado, tenemos el abordaje holístico a modo de captura transversal de la realidad a estudiar: el halo de unidad que posee dicha carga articula, pues, interpretativamente la captura de sentido de tal o cual realidad cultural. En definitiva, el aspecto fenomenológico que promueve esta mecánica de reflexión supera, creemos, en este aspecto, la dicotomía elemental a partir de la cual se planteaba, desde ese cartesianismo “etnocéntrico”, una separación armónicamente metodológica y

pseudo neutral al momento de “detectar” lo que es cultura , lo que es una cultura, si se tiene una cultura o se es cultura: se supera la valla técnico-metodológica para acceder a una reflexión que, apoyada desde esto último, se complemente con lo teórico entendiendo a este como discurso dúctil adecuándose a la realidad local que pretende “abordar”, en realidad se pretende recurrir a la condición que de teoría se ofreció hace ya un tiempo entiendo a esta como una “caja de herramientas” (Foucault-Deleuze, 2012) y no como un apartado perenne torre de marfil que acoge en su seno conceptos y nociones monolíticas difícilmente cercanas a la realidad a estudiar, transformándose, en el mejor de los casos, en una especie de almacén de reificaciones.

De acuerdo a lo planteado pueden esbozarse ciertas ideas que centrifugan, en parte, lo dicho hasta ahora: así pues, es posible ratificar la “relación” innegable entre antropología y organización productiva (el contexto impuesto por el correr de los tiempos, además, así lo confirma); en ese sentido, también puede decirse que, al darse la anterior reciprocidad, se generan y se acuñan conceptos que, por su propio peso, denotan tanto una importancia metodológica como teórica; así, alrededor del concepto de cultura se arremolina semánticamente el concepto de cultura de empresa y se apropia de una carga específica que le da valor y sentido operacional al momento de tratar con esta realidad en particular. No obstante ello, es preciso señalar, como se indicó hace unos momentos, que, a pesar de esta “mutua” relación, de la concatenación irreversible que —producto del advenimiento y consolidación de la denominada sociedad postindustrial— se tradujo mayeúticamente en el “nuevo” trato entre una y otra disciplina, de la superposición metodológica, del préstamo conceptual, del entramado teórico adosado, etc.; a pesar de todo ello, considerado “funcionalmente” como útil y como una especie de avance del “saber” (en un sentido baconiano o de los saberes). Repito, a pesar de ello, no podemos soslayar la cierta inoperancia (propia de la antropología eso sí, de no poder erigir un objeto —cultura— de modo sistemático y catalogarlo como unidad “atómica” de sentido y operación) de las conceptualizaciones que, además, han ido adosándose a este concepto en particular, así:

Se constata que las aproximaciones realizadas en esta dirección han sido hechas de forma no pertinente desde un punto de vista antropológico, por cuanto se evidencia una preocupación psicológica por la cultura caracterizada por un exceso de perspectiva culturalista que reifica las culturas y las sitúa dentro de una perspectiva idealista. (Gallenga 1993, p. 143; cit. en Roca, 2001, p. 90)

El uso del concepto de cultura en ciencias de la gestión y del management acaba reduciendo a este a un simple instrumento de análisis, de gestión y de control que permite, una vez considerado como una simple variable dependiente más, presentarlo como un mecanismo de revestimiento identitario formalizado por los dirigentes, que asumen por su propia posición jerárquica el rol de

arquitectos y constructores de la cultura, en la línea como lo presenta, por ejemplo, Schein (1988) cuando afirma que las cultural empresariales:

Son creadas por líderes, y una de las funciones más decisivas del liderazgo bien puede ser la creación. Conducción y —siempre y cuando sea necesario— la destrucción de la cultura (…). Lo único realmente importante que hacen los líderes (es) la creación y conducción de una cultura. (Shein, 1988, p. 2 cit. en Roca, 2001, p. 90-91)

Hasta el momento hemos problematizado alrededor de la anterior cuestión conceptual y su problemática naturaleza (hablando desde los vértices que han querido asirla o, al menos, aislarla) teórica; no obstante ello, en honor al vértice que inaugura e irradia con mayor intensidad —propiedad o patrimonio, como se ha dicho— tal concepto, nos remitiremos brevemente a la relación que establece la antropología con el concepto de cultura. Siguiendo la propuesta pedagógica señalada por Roca (2001), es posible realizar una labor de orden conceptual y semántico que dé cuenta de la situación en la que podemos localizar los encuentros que, entre antropología y cultura suceden, luego, verbigracia, podemos conectar aquello con el espacio característico construido desde el ámbito organizacional, desde la organización productiva. En este sentido, se plantearán dos vertientes “relativamente” contrapuestas en relación al tratamiento que del concepto se ha dado históricamente (digo históricamente desde el punto de vista de la “disciplina” antropológica” y digo relativamente ya que, si bien es cierto hay diferencias notables, existen también afinidades que se funden en una confluencia ancestral: naturaleza humana y cultura, verbigracia); una de ellas la constituye la fuente de la que han bebido tradicionalmente algunas disciplinas o “campos” diferentes (incluidos algunos ya señalados con anterioridad). Me refiero a la visión más “funcional” y obstruida que se tiene del concepto en sí: el marco ordenador que representa la cultura salvaguardada y que “persevera” en el mantenimiento del statu quo de una sociedad, a la que por cierto configura, aunque desde aquella; ahora bien, por un lado, pueden distinguirse tres grandes líneas que la antropología ha tratado de combinar en relación al concepto de cultura…la idea de que la cultura se aprende, se adquiere en la vida social; la de que está integrada de alguna manera, formando un conjunto bien encajado; y la de que nos llega empaquetada de diversas maneras, diferentes según el colectivo humano, y que como regla general estos colectivos pertenecen a un territorio. Ello ha dado pie a toda una serie de concepciones de la cultura de marcado carácter estático, homogenizador y deshumanizado, en las que se tiende a exagerar la coherencia y a describir las culturas como limitadas e individualmente distintas. (Roca, 2001, p. 91)

La reificación, de esta manera, ha quedado instalada a fuerza de simplificación e idealismo. No obstante ello, la otra vertiente, más cercana a posiciones semióticas (Clifford, 1999; Eco, 1976; Geertz, 2002; Weber, 2002), se centra en

consideraciones más dúctiles y menos dogmáticas al momento de comprender dicho concepto en el marco social; de este modo, siguiendo de cerca la caracterización llevada a cabo por [H.M Trice (1993)], podemos señalar que las culturas:

• Son colectividades, fenómenos de grupo, no producidas solamente por individuos… nadie, pues, crea una cultura organizativa. La dirección, pongamos por caso, a lo sumo puede cambiar una cultura organizativa hasta cierto punto, siempre desde luego dentro del marco de posibilidades y limitaciones que le permite el propio substrato cultural de la organización y entendiendo que los elementos clave no cambian fácilmente, precisamente porque la cultura tiene que ver con los significados fundamentales (Greenwood, 1996). • Son inherentemente borrosas y ambiguas. Incluyen paradojas y contradicciones que se debaten entre dos fuerzas: estabilidad, armonía y continuidad, por una parte, y cambio y ambivalencia por otra… la cultura siempre está en acción, respondiendo a la experiencia, cambiando diversificándose… la comunicación entre humanos no es perfecta, y no todo el mundo entiende e interpreta lo mismo… • Emergen por encima del tiempo. Tienen una base histórica… en palabras de Geertz: la cultura denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida (Geertz, 1989a, p. 88).

• Son intrínsecamente simbólicas.

• Están cargadas emocionalmente. A través de la cultura los miembros de cada generación gestionan la incertidumbre y la ansiedad inherentes a la condición humana y halan cierto sentido al caos y al desorden. • Alimentan el etnocentrismo… estableciendo límites entre el nosotros y el ellos • Son funcionales y disfuncionales. La investigación organizacional ha focalizado en los elementos de la cultura que son funcionales y ha ignorado completamente los aspectos disfuncionales. • Estructuran las relaciones sociales (Roca, 2001).

De lo dicho recientemente pueden extraerse ciertas ideas que pueden ayudar a clarificar y ayudar a contrarrestar esa idea simplificadora que, en este ámbito, ha invadido de manera constante el uso y sentido que se tiene del concepto (la referencia a “una” cultura dominante que sostiene y mantiene férreamente valores y credos al interior de las organizaciones, productivas en este caso); por el contrario, “en lugar de un fenómeno monolítico, la cultura organizacional o de empresa está integrada por varias subculturas intervinculadas, conectadas y en ocasiones en conflicto” (Roca, 2001, p. 93).

Nuevamente “caemos” en la ilusión conceptual de creer, de confundir si pensamos de forma ingenua, que el concepto de cultura al interior de la empresa (es decir, aquella cultura que mantiene unida y de modo homogénea a la organización) puede ser homologado con la idea de imagen de empresa (el concepto de imagen de empresa): la simplificación excesiva se traduce disciplinariamente, desde la conceptualización antropológica hacia aquella realizada desde el marketing. Luego, no hay un concepto de diferencia sino más bien una nebulosa imagen: el significante ha quedado reducido a una interpretación o, dicho de otra manera, al cerco del “significado”: en definitiva, ha sido limitado por el abuso hermenéutico. Se podrá objetar a priori lo dicho recientemente en el sentido de diluir en un mar de arenas conceptuales y genéricamente confusas, de géneros confusos (Geertz, 1994) las concepciones superpuestas, complementarias y recursivas —por lo mismo, en apariencia lejanas, geográficamente hablando— que originan y centrifugan el aparato conceptual a partir del estrato arbitrario a partir del cual se comenzó este diálogo. No obstante, creemos que tales temores o indiferencias pueden ser retrucados al momento de “aterrizar” las lecturas y proposiciones que se han venido esbozando hasta ahora: dicho aterrizaje conceptual lo traduciremos al momento de realizar las prácticas lectivas —semióticamente hablando— que se realicen sobre la parcela de realidad que convoca este apartado y llaman al y los conceptos participantes del diálogo ya indicado; es por ello que podemos afirmar, desde nuestro vértice comprensivo, que:

Las organizaciones… son de naturaleza multicultural, siendo así que en ellas nos encontramos con la emergencia de subculturas —ocupacionales, profesionales, de clase, de género, etc.— que están interrelacionadas y unidas por diversos modos de ajuste de unas con otras. Los ajustes no son permanentes y comportan nuevas configuraciones en el tiempo. Las subculturas ocupacionales (Trice 1993, p. 141) representarían, en este contexto, una suerte de clusters de maneras de entender, conductas y formas culturales que se caracterizan como grupos distintivos dentro de una organización. Difieren del corazón de la cultura en la que están inmersas en tanto que pueden exagerar su ideología y prácticas o, por el contrario, desviarse en algún modo de ellas. Cuando esto último llega a constituir un intenso conflicto con el corazón de la cultura organizacional puede recurrirse, asimismo, a la noción de contracultura. (Roca, 2001, p. 94)

Lo anterior posee importancia en el sentido de manifestar vívidamente el carácter múltiple, heterogéneo, no funcional (incluso a funcional) y transversal de la idea de organización y de su apresamiento desde una óptica “culturalista”: la existencia de entidades, anteriormente amorfas o inexistentes dado el carácter funcionalista y homogéneo del análisis realizado “sobre” la organización, que manifiestan una vitalidad tan trascendente como aquella manifestada por el “corazón” de la empresa, lo que aglutina “formalmente” a los habitantes de dicha entidad total, se confirma cuando reconocemos la presencia de las subculturas

en el tejido y en el espíritu de la organización productiva. Una de las importantes a destacar, en este contexto eso sí, son aquellas relacionadas con “el carácter ocupacional” (Roca, 2001).

Con la constatación conceptual de la existencia de las así denominadas subculturas organizacionales se realiza y se desarrolla una labor importante, tanto en un sentido metodológico como teórico, pero la faena no finaliza en ese espacio de reflexión: es posible, gracias a esa base conceptual, referir ampliaciones reflexivas y empíricas de modo “conectivo”, es decir, establecer similitudes o diferencias, de acuerdo a lo que corresponda: operando desde la inferencia o parcela de realidad que intentemos aprehender, en otras palabras, visualizar:

Una subcultura industrial que haría referencia a las similitudes encontradas en todas las formas de la vida industrial (Turner, 1971)… Tampoco debemos olvidar que el ámbito de la cultura o culturas de la empresa mantiene estrechas relaciones con el marco cultural global en el que se halla inscrita. En este sentido siempre debe estar presente en el análisis la consideración de la cultura local, regional, nacional, continental, occidental, global —del neocapitalismo, del capitalismo de la globalización, de la sociedad mundial capitalista, etc.—. (Roca, 2001, p. 95)

Es por ello que resulta útil considerar la falta de pertinencia y escasa reflexión crítica que ciertas tendencias disciplinarias, incluida la antropología en parte, que bajo el prisma recién descrito, consideran a la cultura como un concepto homogéneo y reductivo —aprovechándose del débil peso analítico del concepto, débil por la variedad de injerencias que lo “alimentan”—, cuando, como se ha dicho, puede ser algo completamente diferente, por “naturaleza”. Asimismo, todas aquellas formas de pensamiento, por ende de construcción teórica, que se asocian y se sienten cómodas en el seno de la lógica funcionalista tampoco tienen cabida en esta parcela de meditación crítica: de acuerdo al marco global de constricción, hermanado con eso que genéricamente llamamos sociedad postindustrial, no pueden ni deben soslayarse aquellos aspectos que se arremolinan —explícita e implícitamente— en torno al concepto de conflicto y las relaciones laborales. La visión decimonónica de la solidaridad orgánica (Durkheim, 1982) tampoco se justifica como mecanismo explicativo al momento de enfrentar esa realidad llamada organización productiva; tampoco, en esta senda particular, se permiten “aportaciones tales como la de la propia Escuela de Relaciones Humanas o el mismo paternalista superador del odio de clases de raíz católica” (Roca, 2001, p. 95). Es esa diferencia de raíz, de base, la que no puede, hablando en un plano “arqueológico”, evitarse: saltando capas explicativas, si se permite la opción y atendiendo a la práctica pedagógica del entimema, diremos que, en el plano cultural, subcultural, de la empresa, los antagonismos están garantizados (enfrentamiento de valores y concepciones antagónicas) y es allí donde entra a jugar un rol importante el concepto en cuestión. El leitmotiv, como reflexión final, estará guiado porque, al menos creemos que se ha

demostrado, que cultura —el concepto “operacional”— aún puede continuar siendo válido, ya que es un concepto clave que nos sirve para aunar, al menos en el sentido aquí planteado, esa capacidad propiamente humana para crear y mantener las vidas de estos conjuntamente (Hannerz, 1998); o, por otro lado, de establecer metodológicamente, al menos, caminos diferentes en terrenos diferenciados por totalidades: la analogía hacia lo sintético, desde una “hermenéutica” cultural, se encuentra cubierta por un manto metodológico que, amparado en estas reflexiones, permite la aprehensión y captura de un concepto que denota, ni más ni menos, lo más típicamente humano, la naturaleza cultural de este.

Referencias

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parte ii