D a nil o Mart uc c elli
lo colectivo y lo individual, sino de una nueva articulación entre ambos; una dimensión bien reflejada por el desacuerdo y la incomprensión entre distintas tradiciones políticas. Ayer, en el curso de tantas manifestaciones, muchos pensaban que sabían hacia dónde iban, y otros tantos creían saber por dónde ir. Hoy, muchos manifestantes no se esconden a sí mismos que desconocen tanto el horizonte como el camino. Sin embargo, no esquivan las preguntas. ¿Hacia dónde? No lo saben a ciencia cierta y esa es, creen, la mejor de sus ciencias. ¿Hasta cuándo? Hasta y mientras que se pueda. En algún punto, las movilizaciones son como las individualidades contemporáneas: forjan su conciencia durante el camino. Saben, casi por memoria histórica, que más allá de lo que se obtiene o no durante una movilización, que se tome o no el poder, que incluso se cambie o no el mundo, existe un registro distinto de acción que no se mide por objetivos, sino que se instaura en las subjetividades a través de la abertura de los posibles y de las experiencias. ¿Hacia dónde? ¿Hasta cuándo? Las dos preguntas terminan en una sola respuesta: las movilizaciones son manufacturas colectivas de nuevas subjetividades.
El que baila, pasa. Si desde el mes de octubre se dieron casos de violencia entre civiles, algo bien presente en la formación misma de muchos chalecos amarillos, este tipo de agresividad interpersonal se incrementó tal vez en noviembre, y recibió en todo caso una particular atención mediática. En Reñaca, un incidente grave se produjo por parte de un automovilista que utilizó un arma de fuego, hiriendo a un manifestante. Nuevos tipos de violencia entre ciudadanos se produjeron a medida que se generalizó la práctica, entre ciertos manifestantes en distintos puntos del país, de filtrar los vehículos bajo la consigna “el que baila, pasa”. Si la mayoría de los automovilistas parece haber seguido las instrucciones, esta coacción suscitó reacciones de rechazo en otros. Distintos responsables políticos, tanto del gobierno como de la oposición, denunciaron incluso estas coerciones como humillantes o fascistas. 462
El largo octubre chileno. Bitácora sociológica
Es imposible determinarlo a ciencia cierta —en el momento en que se escriben estas líneas, el miércoles 13 de noviembre, no existen encuestas de opinión al respecto y es probable que estas nunca existan—, pero desde el punto de vista de la interpretación es tal vez necesario subrayar el profundo rechazo que generó la secuencia de “el que baila, pasa”. Las emociones que suscitan las grandes identificaciones colectivas son más o menos imprevisibles. En Chile, ni los saqueos, ni los incendios, ni el cansancio de los bomberos, ni las imágenes de los atropellos de policías o militares, ni el desazón de las personas ante sus bienes destruidos, ni las violencias de los encapuchados, ni la exposición de las crecientes dificultades de la vida diaria, ni incluso los mutilados oculares o el caso de Gustavo Gatica —el joven estudiante en riesgo de perder la vista al día de hoy— desencadenaron un proceso común y transversal de identificación en todos los grupos sociales. Por supuesto, ante todo ello los rechazos, las indignaciones y las empatías fueron profundas, masivas y sinceras, pero se produjeron respetando en lo esencial los clivajes políticos. Las cosas fueron distintas con “el que baila, pasa”. Si en un primer momento algunos pudieron tomarlo tal vez con humor, algo probablemente frecuente entre los jóvenes, rápidamente se constituyó un frente de rechazo. Cada cual se puso imaginariamente en el lugar de un automovilista, ciclista o peatón, anónimo y vislumbró de un golpe todo lo que de imposición y arbitrario había en esta presión de la turba contra un individuo. Obviamente, esta acción no era en absoluto más censurable que tantas otras que venimos de evocar, pero es esta imposición la que, formulémoslo como hipótesis de interpretación, produjo una identificación masiva y común de rechazo. ¿Por qué? Imposible saberlo a ciencia cierta. Pero es posible pensar que en este rechazo se jugó una visión muy encarnada de la libertad. Tal vez muchos manifestantes que rechazaban la vida sofocante y tantos abusos individuales sufridos simplemente no pudieron tolerar este abuso suplementario. Cada cual, casi instintivamente, se pudo poner en el lugar de la víctima; de esa víctima. Ese otro podía ser uno mismo. Si los otros procesos de identificación estuvieron marcados por reparos, juicios críticos o simplemente no se 463