Conciencia
PERDIDA
Edgardo Peña Becerril
El reconocimiento Y desperté, como en una de esas tantas tardes apacibles, frescas y reconfortantes; me encontraba bajo la sombra de aquellos imponentes árboles que me protegían, pero dentro de toda aquella familiaridad que respiraba en ese ambiente, había algo diferente, parecía un sueño, donde se sueña uno despierto y cree estar en el mundo real. Comencé a recorrer con la mirada aquel bosque que me rodeaba, lleno de abetos, adornos de las húmedas y oscuras cañadas en las que muchas veces vi llover y escuchar el recorrido del serpenteante y juguetón arroyo. En estos lugares la vegetación crece silvestre, las formas son diversas y en múltiples matices verdes; estar ahí es hallarse bajo una gran bóveda natural donde los rayos solares penetran furtivamente calentando por unos instantes aquel paraje. En las aguas del arroyo retozan pequeños peces y en las grandes ramas de los árboles saltan pajarillos llenos de color, belleza y canto. Éste era el medio que me recargaba las ganas de vivir, aquí pensaba sensatamente y sentía con profundidad, pero aún había algo diferente, algo que no podía reconocer. Al mirar detenidamente los abetos, pude darme cuenta de que ellos también me observaban de una manera tierna y llena de expectación. Me sentí cuidado y protegido por aquellos colosos, ¡y es que de veras los veía más altos! Al principio creí estar recostado y por ello traté de levantarme, pero mis movimientos fueron infructuosos y no pude desplazarme un solo centímetro: ¡era un pequeño soma en medio de un inmenso universo boscoso!, ¡una simple y diminuta semilla de un gran abeto!
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CORREO del MAESTRO
núm. 146 julio 2008