El evangelio según josé fragmento

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. El evangelio

segĂşn JosĂŠ

(Uno de los hermanos de Cristo)

Ediciones JavIsa23


Título: El evangelio según José Uno de los hermanos de Cristo © del texto: Erlantz Gamboa Villapún © ilustración de la portada: Marcos (DK) Prieto Diseño y maquetación: Javier Garrit Hernández © de esta edición: Ediciones JavIsa23 www.edicionesjavisa23.com E-mail. info@edicionesjavisa23.com Tel. 964454451 Primera edición: marzo de 2018 ISBN: 978-84-16887-61-3 Depósito Legal: CS 231-2018 Printed in Spain - Impreso en España Imprime: Liberis.cc www.liberis.cc Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright, salvo citaciones en revistas, diarios, libros, Internet, radio y/o televisión, siempre que se haga constar su procedencia y autor.


Erlantz Gamboa Villapún

. El evangelio

según José

(Uno de los hermanos de Cristo)



La palabra Evangelio procede del griego Eu-angelion que significa «Buen mensaje», relacionado íntimamente con angelos (ángel) «mensajero». Hoy en día, un evangelio es la narración de la vida y obra de Jesucristo. Los cuatro relatos biográficos que componen el Nuevo Testamento, segunda parte de La Biblia, fueron escritos; supuestamente, ya que hay bastantes dudas sobre ello; por dos discípulos o apóstoles de Jesús: Mateo y Juan, y dos seguidores: Marcos y Lucas. No son las únicas narraciones de la vida de Jesucristo, pero sí las aceptadas por la Iglesia. Como la novela trata cumplidamente este tema de los textos canónigos, no lo repito aquí. Pero baste saber que hay muchos otros, y que esta novela esgrime uno de ellos, y los actos que desencadena su existencia, por temor de su difusión. También se maneja en esta narración la problemática cuestión de los hermanos de Cristo, asunto muy controvertido, discutido y discutible. Dentro de la ficción de la novela hay datos reales; que pueden rebatirse, pero no negarse. Los pasajes proceden de los Evangelios canónigos (dentro del canon = aceptados por la Iglesia), que cada quien puede interpretar a su modo, aunque el dogma obligue a creer sin pensar ni averiguar. En varios pasajes del evangelio, como se verá, se mencionan a los hermanos de Jesucristo: Jacobo (Santiago), Joseph, -5-


Simón y Juda (Tomás), tres de ellos apóstoles. Uno de ellos, Santiago el Menor, es nombrado como su hermano en varias partes de las escrituras, incluyendo San Pablo en Gálatas. La Iglesia acepta que pudieron ser medio hermanos, diciendo que José era viudo y tenía hijos de un matrimonio anterior. Como sucede siempre, cuando se intenta negar la verdad se entra en contradicciones, tales como no verificar fechas y hechos. Según varios autores, de la misma Iglesia, José tenía 30 años cuando se casó con María, de quince. Si fue así, y tenía hijos pequeños, eran todos ellos poco mayores que Jesús, quizá diez años el que más, puesto que también se menciona en algunos estudios que José tenía 19 años al casarse (quizá la primera vez, de creer lo de la viudez que no consta en parte alguna). Es válido, pero se contradice en el mismo evangelio, en esta parte, y otras: Lucas 2:1 Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. 2:2 Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria. 2:3 E iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad. 2:4 Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; 2:5 para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. 2:6 Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento. 2:7 Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. Esto se repite en otros escritos, como el mismo Evangelio armenio, en el que dice que José fue a Belén, con toda su familia. Curiosamente su familia era únicamente la virgen. -6-


¿Dónde quedaron los hijos del viudo? Éstos, según la ley, debían empadronarse con sus padres. Y en este mismo texto, pone: «dio a luz a su hijo primogénito». No pone su único hijo, ni siquiera su hijo, sino primogénito. Y de eso hay mucho más en la novela, tomado de los evangelios, no inventos del autor. Tampoco en esta parte, cuando huye con «su familia» a Egipto, su familia incluye otros hijos: Mateo 2:13 Después que partieron ellos, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José y dijo: Levántate y toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y permanece allá hasta que yo te diga; porque acontecerá que Herodes buscará al niño para matarlo. 2:14 Y él, despertando, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto Tema para la reflexión: ¿Nos han contado la verdadera historia de Cristo, o es un proyecto pendiente? Los personajes de esta novela son ficticios, así como la trama en sí, aunque no lo que aparece como «Notas», y que sirve para la mejor comprensión de lo relatado. Sobre las Iglesias Evangélicas, la información está obtenida de ellas mismas, de WEA (World Evangelical Alliance), la Organización que engloba a la mayoría de las iglesias evangélicas en el mundo. Las que se mencionan, en la parte novelada, son ficticias, así como sus pastores, y han sido inventadas para el propósito de la trama. Lo mismo ocurre con los personajes católicos, que no existen. En cualquier caso, toda semejanza sería pura coincidencia. EL AUTOR -7-



CAPÍTULO I Aquel día era caluroso en Palermo. Y las cuatro de la tarde del principio del otoño no parecía la hora propicia para un encuentro sexual, aunque para tal actividad no suele haber horas prefijadas. La postura del misionero, además, es más fatigante que otras; si bien, con el calor del Mediterráneo, a esa hora todas resultarían bastante similares. El hombre sudaba copiosamente, y las gotas caían sobre su pareja, quien no transpiraba de igual manera, ya que su cuerpo no era adiposo. La ventana estaba abierta. Afuera; en una calle normalmente ruidosa, proscenio de la interminable algarabía mediterránea; reinaba el silencio de la sobremesa, de la siesta, de las horas difuntas del día. Quizá alguna otra pareja compartiese, con los dichosos, el gusto por el horario; pero la mayoría de los vecinos evitaría los movimientos, esperando que refrescase y resucitase el día, y éste disfrutase las últimas horas de sol, para inexorablemente ceder paso al crepúsculo. Entonces comenzaría el entusiasmo, las horas de acelerada laboriosidad, febriles y quizá lúbricas, el ajetreo de los pendientes, apresuramiento por el tiempo perdido en esa actividad que es aporte de Sicilia a la humanidad: la delicia del «dolce far niente» -9-


o «dulce hacer nada»; algo que se estima fue descubierto en Italia, pero se ha extendido con rapidez por el mundo entero. Ernesto Zabala dio el suspiro final, y se dejó caer al lado derecho de la mujer, con los ojos cerrados, la respiración perdida y la satisfacción iluminando su rostro. La mujer no manifestó, en su visaje, ninguna emoción. Para ella era su trabajo, por lo que resultaba monótono y nada gratificante. Mientras él se reponía, ella dijo: —Hoy sí venía usted con ganas, padre. —Te he dicho mil veces que no me llames padre. —¿Y cómo quiere que le llame? —No me llames nada. Dime «usted», y ya. —Siempre se pone «usted» de malas cuando termina. Antes está de buen humor, y poco después cambia. El presbítero Zabala trabajaba en las oficinas de la diócesis, aunque realmente se dedicaba más a investigar la cultura antigua de Sicilia, y vagabundear por Palermo y sus alrededores, además de visitar un par de veces al mes a Giulietta, una prostituta que atendía en su domicilio. Su casa estaba en una calle del centro, lugar con mucha historia, por lo que ver a Ernesto; un estudioso de las piedras que narran la historia; vagando por allí, no resultaba sospechoso. Sin embargo, los vecinos conocían al cura, aunque se disfrazase de civil, con pantalones vaqueros y camisa de cuadros, ocultase su crucifijo y caminase sin mirar a la punta de los pies. Era ya mucho entrar en aquel portal, como para que los vecinos no imaginasen a quién visitaba. Afortunadamente, para él, celebraba misa lejos de allí, y apenas usaba sotana, por lo que dudosa-10-


mente sería reconocido. Pero la mujer no ignoraba que era un sacerdote, y se divertía ante el azoro y enojo que él desataba cuando se lo recordaba. Como reza el adagio del pueblo de Zabala: malo es que olvide quien nos debe, pero peor es que recuerde quien no debe. —Es que… —Ernesto no tenía una buena excusa— vengo por necesidad, y una vez que realizo lo que me trajo, ya nada me retiene aquí. —A mí, mientras pague, no me importan las peleas con su conciencia. La mujer también filosofaba. No en vano conocía gentes de toda condición y educación, por lo que algo de ilustración siempre se pega si se comparte colchón. —En eso tienes mucha razón, ya que es cosa mía. Ernesto se sentía mal, aunque la mujer no tenía la culpa. Ésta, la culpa, la tenía la obsoleta y arcaica obcecación de las autoridades eclesiásticas con el celibato. Muy pocos de la curia entendían que para ser sacerdote tuvieran que ser célibes, y los que lo entendían no lo admitían. Pero se suponía que la soltería y la castidad iban de la mano, así como que el celibato significaba total dedicación al sacerdocio, lo que era igualmente falso. Confundir celibato y castidad, así como disponibilidad y espíritu de servicio, no pasa la criba del raciocinio y la lógica. Pero no había alternativas, y si quería seguir en la curia debía ser casto por definición, mientras no diese motivos para dudar de ello. Si resulta igual de mortal pecar de pensamiento, palabra u obra, él sabía que de pensamiento pecaban la totalidad de los sacerdotes, de palabra: la mayoría, -11-


y de obra: una buena cantidad, por lo que no comprendía la vigencia de una norma que nadie cumple. —¿Por qué no va con otra? —preguntó la mujer. —¿No quieres que venga contigo? —No es eso, sino que me hace sentir mal. Además, no me parece bien hacerlo con un cura. Ya se lo he dicho varias veces. Pero soy una tonta, y se me olvida cuando lo veo. —Y yo prometo no regresar, pero vuelvo a los diez o quince días. El sacerdote ya había recobrado el aliento. Era un hombre alto y grueso, de cabello castaño claro, en donde no lo había perdido, de rostro redondeado y risueño, al menos antes de que el remordimiento por pecar le cambiase la expresión. De natural era alegre y simpático, pero se volvía zafio y malhumorado cuando su alma se teñía de pecado, el de la obra, pues poco antes, cuando la acción estaba en su pensamiento, en la voluntad y el deseo, había pecado ya, pero aún no le abandonaba la jovialidad. Se incorporó y miró de reojo la desnudez de la mujer. Ésta apenas tenía veinte años, la mitad que él, y realmente se apetecía. No podía apartarla de su mente, y cuando el onanismo no daba resultado, acudía a verla, seguro de que luego se arrepentiría, pero deseando tocarla, acariciarla y que ella lo hiciera con él. La joven era alta, de piel bronceada, rostro redondeado, pero no mofletudo, largas piernas delgadas, y un busto inhiesto, típica exuberancia de tierras cálidas. Y era muy simpática, dulce como fruta de temporada, y trasportaba al séptimo cielo al presbítero, aunque le ayudaba a perder el primero y más importante. Eso -12-


no lo consideraba cuando la imagen de ella atormentaba sus noches, y al alba decidía volver a verla. —Bueno, pues… me voy. La mujer miró hacia la ventana. La calle continuaba silenciosa. No estaban en una arteria principal de Palermo, sino una de las estrechas del centro, por lo que el ruido de los vehículos era esporádico, y los peatones esperarían a que descendiera el calor para ocupar las aceras. Le gustaba el español, o vasco, como él decía, pero le molestaba que se despidiera siempre de malhumor, como si ella fuese la culpable de su negligencia en la abstinencia. Otros curas no se comportaban así, aunque todos eludían una charla postorgasmo, y se iban lo antes posible. Pero éste lo hacía encrespado, mirando al suelo y evitando verla a ella. Por eso la joven permanecía desnuda sobre la cama, sabiendo que la exposición no le agradaba al del Cantábrico. —Que no se le olvide ponerse el crucifijo. Zabala había abandonado la cama, y estaba junto a la silla donde dejó su ropa. El crucifijo que ella mencionaba estaba encima de la camisa de cuadros. Se lo quitaba apenas entraba en el cuarto, y se lo ponía cuando se disponía a irse. Y Giulietta se lo recordaba constantemente, sabiendo que eso le hería. Él ignoraba el sarcasmo, y simplemente se colocaba el crucifijo, se apresura a vestirse, sin lavarse, y salía del cuarto y la casa como alma que lleva el diablo. Y en su caso no era metáfora, ya que el pecado se había apoderado de su alma, y el diablo tenía un cliente más. No tardaría en confesarse, y volvería a prometer no reincidir, sabiendo que eso era imposible. -13-


Lo sabía también su confesor, quien tenía la absolución lista desde que lo veía aparecer por la iglesia. Giulietta era levemente mordaz, porque entendía lo que le ocurría al cura, y, aunque le gustaba burlarse de él, lo compadecía. Era uno más de los seres a quienes la sociedad les impone un castigo sin merecerlo, simplemente porque así lo decide la falsa moralidad de quienes disponen qué es permitido o no. Ella conocía bien eso, al trabajar en una profesión proscrita por sus mismos clientes, los de la doble moral. Y al cura le obligaban a una castidad que posiblemente no practicaban quienes la defendían, pero que debía ser representada frente a un pueblo a quien le importaba un comino si eran célibes o no. —Ya me voy —anunció Ernesto, al terminar de vestirse—. No voy a decir que no regresaré, porque seguramente no lo voy a cumplir. Su tono había cambiado, al meditar que la mujer tenía razón, y que ella no lo había seducido, sino simplemente le abrió la puerta cuando tocó. Ella también entendió que era demasiado dura con él, y que el pobre cura ya tenía bastantes problemas consigo mismo como para que alguien los aumentase. —No me haga caso, padre. Es broma. Venga usted cuando quiera. —No quiero, pero vengo. Bueno, sí quiero, y por eso vengo. Me estoy haciendo un lío, de manera que mejor me voy. El calor de la tarde no es bueno para refrescar mi cerebro, pero seguir aquí es meterlo en un horno. -14-


Con la cabeza gacha, Ernesto salió de la habitación. Conocía bien el camino a la puerta, la escalera en tinieblas, el portal con olor a suciedad y culpa, y la seguridad en una calle solitaria. Cuando llegó a la acera, se detuvo un momento. Solamente había algunas mujeres en la esquina de la derecha, por lo que eligió esfumarse por la izquierda. Una vez que hubiese puesto tierra por medio, volvería a tomar el rumbo correcto. No había llegado a la esquina, cuando escuchó el sonido del motor de un auto. Procedía de detrás de él, y circulaba despacio. La calle era estrecha, y no solían pasar muchos coches por ella, únicamente los que tenían algo que hacer en alguna de las casas, pero no los que transitaban con rumbo a otro lugar. Cuando escuchó el motor casi a su altura, en su flanco izquierdo, miró de reojo. Lo conveniente hubiera sido esconder el rostro, pero giró el cuello por curiosidad. Desorbitó los ojos, al ver el cañón de una escopeta asomada a la ventanilla del vehículo. Y no pudo reaccionar, cuando de ésta salió una lengua de fuego. Los gruesos perdigones chocaron contra su cuerpo, porque no pudieron diseminarse en tan corta distancia. Zabala los recibió todos en el pecho, y no sintió nada, ni siquiera dolor, únicamente un súbito calor y luego… El coche emprendió la huida a mucha más velocidad de la que traía. Ernesto cayó al suelo, a la vez que las mujeres de la esquina lanzaban gritos de terror. El vasco apenas tuvo el tiempo suficiente como para saber que se moría, y que no comprendía la razón. Lo demás, el acto de arrepentimiento, él que eligiese: contrición o atrición, fue reflejo, producto de los consejos que daba a sus fieles. Si con eso bastaba, o no, lo -15-


sabría poco después, así como si los jueces de arriba eran tan intransigentes como los de abajo. Se le despejaría La Gran Duda, si bien él no tenía prisa alguna por resolverla. Los periódicos de Palermo dieron amplia cobertura a la noticia del sacerdote español asesinado a la usanza de la Mafia. No se encontraba ninguna relación de Ernesto con esta organización, aunque el método era «el clásico», y nunca mejor empleado tal epíteto, ya que en los últimos tiempos no se habían dado muchos casos. El cura trabajaba en las oficinas del episcopado, y se dedicaba, por su cuenta y tiempo libre, al estudio de la cultura de los sículos, con el afán de muchos vascos de descubrir rastros de su pueblo en el Mediterráneo, como una posible vía entre el Cáucaso e Iberia. Era aficionado a la arqueología, las estelas funerarias y la lingüística, y en nada estorbaba a la mafia, para que lo ajusticiasen. La policía averiguó que visitaba a una prostituta que trabajaba en la calle donde lo mataron. Podía tratarse, pues, de un homicidio pasional, es decir del «regente» de la mujer. Pero, si así fuese, varios clérigos correrían peligro, y una gran cantidad de seglares. La prensa no tocó este punto, porque sería disgustarse con la diócesis. Y por último, Ernesto era amigo, o conocido, de un revoltoso llamado Gianni Santarini, quien andaba con la revolución pendiente, alborotando al proletariado. Pero si las autoridades no le prestaban atención a Santarini, y sus oponentes políticos tampoco, ¿qué razón habría para matar a su amigo, quien ni siquiera comulgaba con sus ideas? -16-


La Iglesia no tomó postura, y manifestó que las aclaraciones correspondían a las autoridades, y que muy posiblemente lo tomaron por otra persona. Un par de sacerdotes investigaron en el barrio, buscando la razón de que el difunto anduviera por allí. Ellos conocían bien el motivo, por lo que inventarían algo, quizá una casa antigua con unos frisos extraños, para justificar a Zabala ante el obispo. Éste no les creería, pero lo incluiría en el informe que enviaría al Vaticano. Como suele resultar en la mayoría de los asesinatos, es más importante evitar posibles implicaciones, que esclarecer el caso. Sabiamente se decidió que, aunque se supiese el móvil, e incluso se encontrase al culpable, Zabala no resucitaría. Giulietta acudió a una misa que se ofreció por el alma de su cliente, ya que no hubo funeral porque el cuerpo del vasco salió hacia Portugalete, en Euzkadi, de donde era natural. La mujer se vistió de forma tan recatada que la envidiarían las monjas, y lloró mucho, porque se sentía culpable, puesto que el letal suceso tuvo lugar cuando el incógnito salía de su casa. —¿Habrá ido al infierno? —se preguntó, visiblemente preocupada. Ernesto Zabala, había nacido en Portugalete, Euzkadi, el 12 de Junio de 1972. Fue consagrado sacerdote, en 1997, por el entonces obispo de Bilbao, Luís María de Larrea Legarreta. Durante años deseó ir a Italia, y lo consiguió. A él le hubiese gustado Roma, pero se contentó con Sicilia. Y una vez allí, le pareció que era mejor, porque gozaba de mayor libertad que estando rodeado de indiscretas sotanas por todas partes. -17-


Su «asunto carnal» no se originó en Sicilia, sino que ya lo traía desde Zamora, en donde estuvo unos años. Y es que allí, unos compañeros, también sacerdotes, les presentaron a unas amigas, y… le gustó. Un buen día decidió que entre pecar en solitario, como hacía la mayoría, o con compañía, la elección era sencilla. Como dice el proverbio popular: «es que así charlas con alguien». No lo hacía con mucha frecuencia, al menos en España, porque allí lo conocían. En realidad lo conocían igual en Zamora que en Palermo, pero da la sensación que cerca de casa hay más ojos vigilando. Una vez que pisó Sicilia; sería por el calor, o porque las italianas son más fogosas, o eso dicen, o por lo anterior de estar lejos de casa; Zabala frecuentó más a las servidoras sexuales. Cuando conoció a Giulietta se encaprichó de ella. En otras circunstancias hubiera sido amor, pero su raciocinio le dictaba que con alguien que cobra lo de amor es una estupidez. Y el vasco era lo suficiente lógico como para no cometer mayor desatino que el ya enorme de por sí. Al principio, cuando se confesaba, se arrepentía de verdad, y prometía no volver a caer. Poco a poco se arrepentía menos, y se confesaba más, porque necesitaba el perdón y el sermón. Con el tiempo, llegó a perdonarse solo, y a confesarse esporádicamente. Tal vez algún día ni siquiera se confesase, y uniría al de la carne el pecado de celebrar misa —y comulgar— en pecado mortal. La frecuencia va minando las convicciones, y es de suma estulticia vivir atormentado por algo que no vas a solucionar, y que mañana repetirás. Él no compartía la idea eclesiástica del celibato, porque no provenía de Cristo, quien jamás dijo que sus apóstoles no de-18-


bían casarse. Incluso los primeros cristianos, los que impartían la nueva doctrina, eran casados y padres de familia. No estaba seguro de dónde vino la idea de la soltería, aunque sería por la castidad y la creencia que ser casto era agradable a Dios, lo que no tenía una pizca de lógica, si él dijo eso de: Creced y Multiplicaos. No tendría en mente que sería por clonación. Recordaba que, en los primeros tiempos de La Iglesia, el matrimonio de los sacerdotes era opcional, y fue en el Concilio de Letrán, en 1123, cuando se prohibió a todos los religiosos casarse, así como tener concubinas, y se dictó que «los matrimonios en vigor de los clérigos son nulos de pleno derecho, y los que los hubiesen oficiado son declarados pecadores y obligados a confesión». Así, de un plumazo, La Iglesia convirtió en prostitutas a las esposas de los religiosos, en espurios a sus hijos, y en pecadores a quienes oficiaron, sin meditar que ni unos ni otros tenían culpa de lo que poco antes fuese permitido. Se instituyó la figura legal de «pecado con carácter retroactivo». Más tarde, en el Concilio de Trento, en la sesión del 11 de noviembre de 1563, se dicta la doctrina sobre el sacramento del matrimonio, y se ordena el celibato para los religiosos. Ernesto no tuvo tiempo de confesarse, algo que a Giulietta le pareció muy grave. En su caso también lo sería; pero mucho menos, porque no era monja. En su entender, ellos deben pecar menos que los seglares, porque son profesionales de la virtud. En Portugalete nadie entendía por qué lo habían asesinado. Si hubiera sucedido en su tierra, no hubieran faltado voces -19-


que adornasen el homicidio de tintes políticos. Pero sucedió muy lejos, y a él no se le conocían tendencias políticas, ni simpatías concretas, por lo que la versión del error parecía la más verosímil. En Roma, alguien tomó la noticia como un aviso, y se apresuró a preparar las maletas. La precipitación no es aconsejable si se tiene planes que necesitan tiempo para ser llevados a cabo, pero la muerte de Zabala hizo sonar una campana, y no era prudente esperar la segunda llamada de atención. Debió haberlo supuesto desde el momento en que el vasco no había respondido a los mensajes que le mandó por el teléfono portátil. —Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Es al revés, pero en mi caso se aplica mejor así— dijo, mientras se preparaba para emigrar.

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En la oscuridad deliberada del despacho con las paredes revestidas de caoba, con libreros en cada lugar en donde era posible colocar uno, un hombre grueso, había levantado el auricular del teléfono, al escuchar el tercer timbrazo. El ostentoso anillo en su dedo anular izquierdo destacaba del cigarrillo americano, de empalagoso aroma a menta, que el hombre llevaba pausadamente a los labios. Se dio tiempo antes de responder. —Macario. —Ya he cumplido el encargo. —Algo ha llegado a mis oídos. ¿Ha sido limpio? —Totalmente. ¿Me encargo del otro? -20-


—No, aún no. Veamos cómo actúa, y obraremos en consecuencia. —Me mantengo alejado, pero atento. —Exactamente. Ya sabes dónde recoger lo tuyo. No me llames. Yo te busco. El hombre de la penumbra, sentado tras un elegante escritorio repleto de molduras simulando frisos griegos, colgó el teléfono. Lanzó otra bocanada de humo, y esperó cerca de un minuto antes de marcar. Una voz masculina respondió: —¿Te has enterado? —preguntó el hombre del anillo. —Sí. ¿Ha sido limpio? —Completamente. Ahora veremos qué sucede en Venecia. —Opino que ha llegado el momento. —Coincido contigo. —El hombre que fumaba dudó un segundo, y luego prosiguió—. ¿Crees que pueda actuar sin estar al tanto de todo? —Por supuesto. No sabe nada de Sicilia, y es mucho mejor. —La mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda. No es muy feliz la comparación, pero viene al caso. —Suspendió las bocanadas para emitir una leve risa—. No me gusta mucho el hombre, porque es demasiado impulsivo. —Pero es fiel, lo que no es fácil de hallar hoy en día. —Eso sí. Me informas de cualquier novedad. Esa parte te corresponde. La conversación terminó tras unas fórmulas de despedida. El hombre del grueso anillo miró sobre el escritorio, y centró sus ojos sobre una cartulina que presentaba una fotografía y la descripción de una persona. La habitación carecía de ilu-21-


minación, con excepción de la que una lámpara proyectaba sobre la mesa; y ésta estaba dirigida a la cartulina. —No termina de gustarme este tipo —susurró el hombre.

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Venecia es bella en todo tiempo, incluso de noche y con lluvia. Pero para quienes viven en la ciudad, el romanticismo se pierde ante la afluencia de turistas, sobre todo si uno tiene prisa, en contraste con los paseantes. Eso le sucedía a Paolo, aquella tarde lluviosa, porque le urgía llegar a casa de su tío, Carlo Mastrozzo, y el canal estaba lleno de góndolas y enamorados. —En fin— susurró—. Si no hubiera turismo, nos quejaríamos. Y cuando hay, también nos quejamos. El caso es quejarnos. Paolo, quien vivía en Campalto, lejos de la zona de los canales y los turistas, no entendía la necedad de su tío, un hombre adinerado, de permanecer en una casa vieja, un verdadero museo, húmeda y demasiado grande para él, pudiendo haber comprado una verdadera mansión en las afueras, quizá en Padua, con gran jardín y árboles en vez de agua. Pero su tío se enamoró de Venecia en su juventud, y no pensaba en el divorcio. —Yo no lo dudaría ni un instante. Los canales son para los turistas, pero no para los que nacimos aquí. Por fin llegó al pequeño embarcadero de la casa de su tío, pagó al gondolero y tocó a la puerta. Lo del mayordomo viejo tampoco lo entendía, porque su tío necesitaba a alguien joven, puesto que para achaques le bastaban con los suyos. Giacomo -22-


tardó en abrir la puerta, ya que tampoco tenía un mecanismo moderno que lo hiciera, y ahorrase paseos al criado. Su tío le esperaba, por lo que bien pudo dejar la puerta abierta. Todo estaba mal para él, pero perfecto para el tío. —O darme una llave —pensó—. Ya me dio una —recordó—, y la perdí. Imagino que deberé pedirle otra. No prestó mucha atención al vestíbulo, grande, con una amplia escalera al fondo, de peldaños de mármol, intercalando blanco y rosa, colgada sobre el amplio espacio, como si fuera un balcón. Quizá un día admiró la majestuosidad del edificio, pero ahora prefería la comodidad de un apartamento pequeño, dotado de las ventajas de la modernidad. Se dirigió directamente a la biblioteca, donde su tío vivía, a no ser que usase el comedor para una cena formal o subiese a su dormitorio. La mayoría del día lo pasaba en su despacho-biblioteca, rodeado de sus joyas del saber, una gran colección de volúmenes que había acumulado durante más de cincuenta años. No se casó jamás, y consideró los libros sus hijos, y al paso de los años también sus amantes, cuando la carne ya no reclamaba su atención. La biblioteca era grande, en sus tres dimensiones, pues el techo estaba cercano a los cuatro metros. No obstante del tamaño, su tío había conseguido llenarla de libros, muchos de ellos sin ordenar en los estantes, simplemente apilados en el suelo. No podía decir que los había leído todos, pero sí que prácticamente podía recordar sus títulos y el tema sobre el que versaban. Carlo Mastrozzo era un octogenario alto, que debió ser atractivo unos años atrás. También fue esbelto, erguido, -23-


pero la edad le obligó a doblar su espalda, y a permanecer la mayor parte de su tiempo sentado o reclinado, además de confinado en su casa. En el físico se parecía a su sobrino Paolo, hijo de su hermano del mismo nombre, ya fallecido, con quien tuvo una gran semejanza física, aunque no espiritual. Paolo padre fue un hombre muy religioso, mientras que Carlo más bien lo contrario, y si no ateo, al menos librepensador, investigador y agnóstico en todo aquello que no fuese demostrable, lógico o creíble. Curiosamente, el sobrino no se parecía a su progenitor, aunque tampoco al tío, sino que salió a su abuelo. Marcelo Mastrozzo, el abuelo de Paolo, y padre de los dos hermanos fue un liberal procedente de la izquierda, que terminó siendo anarquista en tiempos de Mussolini, y más tarde apolítico y anti-todo. Como tal, era anticlerical, casado con una mujer que debió ser monja, y que se quedó extramuros por su afición a la buena vida. Por ello, Paolo vivió una juventud llena de contradicciones, de tendencias dispares, bombardeado por diversos eslóganes y consignas, eternamente en medio de una disputa sin fin. Debido a la constante lucha familiar, desarrolló una flema casi inglesa, una indiferencia de monje trapense, y una imperturbabilidad de gurú hindú, además de acomodar sus preferencias según el caso y el momento, como su abuelo, quien vivía como un burgués, pero protestando como proletario. El nieto soportaba a todos y no era afín a ninguno, hábito que desarrolló desde niño, como requisito para llevarse bien con la familia completa. Y, como burla a la espiritualidad de unos, la religiosidad de otros -24-


y el patriotismo de los terceros, eligió como novia a una doctora: atea y francesa. El tío estaba sentado en su amplio despacho, del que ya apenas usaba el escritorio, porque la dilatada permanencia en la silla le producía dolor de espalda. Se solía tender en el sofá, aunque podía hacerlo en la cama del piso superior, pero opinaba que si se acostaba en la cama durante el día, terminaría no levantándose jamás. Movió la cabeza al ver aparecer a su sobrino, e intentó enderezarse. Paolo fue a su lado, y posó una mano en el hombro izquierdo del anciano, diciendo: —No te mueves, tío. Yo me siento enfrente. Puso una silla ante el sofá, y se acomodó. No le extrañaba que su tío prefiriese el sofá, porque aquellas sillas de respaldo labrado suponían un gran suplicio. Su madre decía que las hacían incómodas para que la gente no se eternizase en sobremesas. —De todas formas, antes de que me llamases, pensaba venir a verte el sábado —dijo, al sentarse. —¿Me has traído cigarrillos? —Sabes que yo no fumo. —¿Y ese estoicismo me incluye? —preguntó el anciano, molesto. Paolo metió la mano derecha al bolsillo de su chaqueta y sacó dos cigarrillos. El anciano pensó que pudo haber comprado una cajetilla, pero él fumaría todos en poco tiempo, y le harían daño. —A mi edad, Paolo, es lo mismo morir de una cosa que de otra. Probablemente si fumo mucho dure unos minutos menos. Dame fuego. Ya sabes dónde está. -25-


Paolo se dirigió al escritorio. Observó que la puerta se cerraba, lo que indicaba que Giacomo se retiraba. El mayordomo informaría a la madre de Paolo que le había llevado cigarrillos a su cuñado, y ésta le regañaría, aunque cada vez lo hacía con menos vehemencia. Cuando regresaba hacia el sofá, con el encendedor en la mano, Carlo dijo: —Me urgía verte, porque me siento mal. —¿No has llamado al doctor? —No. Ya nada puede hacer, a no ser cobrarme las visitas. Y lo hace antes de irse, no sea que le deje alguna a deber. —¿Es en serio que te sientes mal? —No demasiado, pero sé que ya no me queda mucho tiempo. Y por eso, quería verte. Tengo algo muy importante que decirte. —¿Me has desheredado? Porque hasta ayer era tu heredero universal. El anciano lanzó una bocanada de humo, y luego miró hacia la puerta. Paolo no imaginó qué pensaba decirle que no debía oír su criado, si su tío no tenía secretos para el hombre que le había servido muchos años. —Hay algo que no te he dicho. Y no solamente tú lo ignoras, sino todo el mundo. —Bien. Te escucho. Parece que es grave. —No es grave, pero sí muy importante para mí. No lo será para ti, ni para tu madre, y posiblemente para mucha otra gente, pero lo es para mí. No me interrumpas con sarcasmos —le amenazó con una mirada—. Tú sabes que yo siempre he perseguido ciertos libros… un poco extraños. -26-


—Muy exóticos, diría yo. Y te han estafado en la mayoría. Te vendieron unas cartas de Napoleón que no estaban escritas en corso, sino en lombardo. —Bien, bien, dejemos eso. Esta vez es otra cosa muy distinta. ¿Qué sabes de Los Evangelios? —Que son cuatro. No me preguntes los nombres de los apóstoles que los escribieron, porque solamente recuerdo dos: Juan y Lucas. —Mateo y Marcos. Pero ésos son los evangelios canónigos. —¿Y qué quiere decir eso? —Que cumplen con el canon de la Iglesia, con su venia. ¿Sabes que hubo muchos evangelios, epístolas o cartas, libros sagrados y documentos que pudieron formar parte de la Biblia, pero que no pasaron el filtro de la Iglesia? —No, no lo sabía. Carlo asintió con la cabeza; no a lo que su sobrino confesaba, sino a que él ya lo había supuesto, y no le asombraba lo más mínimo. Nadie, de su familia, compartió su afición, lo que no le preocupó hasta aquel momento. Eran católicos porque así debía ser, porque nacieron en Italia, y no se les ocurrió cambiar de religión. Cuando alguien está cómodo con sus creencias, a las que no presta mucha atención, ¿cuál es la razón para cambiarlas por otras? Para eso debe sentirse a disgusto, o disentir en algo, pero no era el caso de ninguno de ellos. No habían investigado nada, porque nada les importaba. En cambio, él sí lo hizo, y con más intensidad que la mayoría de los religiosos. —No voy a extenderme en eso. Hubo otros muchos escritos religiosos, cristianos, quizá un par de cientos, pero se con-27-


sideraron verdaderos solamente estos cuatro, además de varios escritos que componen hoy la Biblia. Todo eso lo leerás más tarde, y los esfuerzos de Ireneo de Lyón por lograr la unificación de textos. Tengo abundante información sobre el tema. —Te puedo asegurar que no me interesa mucho. —Yo te pido que te intereses. Es un favor. La orden de Carlo tenía tono de súplica. Paolo entendió que el anciano lo consideraba importante, y él no podía desairarle. Y no lo haría por la herencia, aunque toda ella pasaría a sus manos, sino porque siempre apreció a su tío. —Bien. Te prometo que lo leeré. Pero no veo a dónde quieres llegar. —Llegaré. Hoy no pienso morirme, y no es aún hora de cenar. Como sé que no tienes mucha prisa, voy a abusar de tu tiempo. —Sabes que vengo poco, pero cuando te visito soy todo tuyo. De acuerdo. Te escucho. Esa parte era cierta, y no simplemente puro formulismo. Cuando visitaba a su tío olvidaba el reloj, porque sabía que al anciano no le importaba la hora. No podía decir que fuese dueño del tiempo, sino más bien lo contrario: «que no lo desperdiciaría en dormir». —Como ya verás, no solamente existen los cuatro evangelios canónigos, sino un buen número que la Iglesia llama apócrifos. También podrás leer la lista de ellos. Lo de falsos o auténticos es más la apreciación de un señor que una verdad irrefutable. Además, como ha sucedido siempre en La Iglesia, los intereses priman sobre las evidencias. En este caso no iba a ser distinto, incluso en el siglo II. -28-


—Sigo sin entender. Voy a servirme una copa. ¿Quieres una? Te escucho aunque vaya a por el coñac. Paolo se dirigió al mueble repleto de libros, sabiendo que allí había una botella de coñac y algunas copas. Para no ofrecer la espalda a su tío, fue caminando de lado, mirando al anciano que terminaba su cigarrillo. Su faz expresaba una tranquilidad envidiable, que podía proceder del humo adormecedor, o también de estar feliz con la compañía y con que alguien le escuchase, lo que posiblemente haría el mayordomo, aunque sin prestarle atención, ni entenderle. —Bueno, ahora pasamos a otra cuestión, aunque muy relacionada. ¿Sabías que Jesucristo tuvo hermanos? Paolo se detuvo justo antes de poner la mano sobre la manija que abría el compartimiento donde estaba el coñac. Su tío estaba en vena religiosa, y con temas bastante inusuales. Conocía su interés en los misterios, pero era la primera vez que le oía tal disparate. —¿Hermanos? —Sí, sus hermanos. Hay una Biblia sobre el escritorio. —Seguro que tú conoces el pasaje de memoria, y yo te creo. —No es un pasaje sino varios. Pero tal vez quieras buscar Marcos 6:3. En él se puede leer, referente a Jesús. «¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?» Paolo ofreció la copa de coñac a su tío, y puso expresión de asombro en su rostro. Luego de unos minutos de perplejidad, preguntó: -29-


—¿Cuatro hermanos? ¿Tenía Jesús cuatro hermanos? —Y dos hermanas. ¿Has creído eso de La Inmaculada Concepción? —Siempre he tenido dudas, pero… ¿siete? Me parecen muchos para una virgen. —Y con un esposo absolutamente casto. Te voy a proporcionar algunos apuntes y varios escritos para que te enteres. Paolo dio un sorbo al coñac. Su tío tenía buen gusto, y podía pagarlo. Él lo haría algún día, cuando heredase. No tenía realmente prisa, porque vivir bien significaba la muerte de su tío, y eso podía esperar. Por otra parte, éste siempre le «prestaba» cuando lo necesitaba, y jamás se acordaba de cobrarle. —Tío: no es que me moleste hablar de religión, pero me gustaría saber a dónde nos conduce esto. —¿Tienes prisa? Te aseguro que la explicación tiene un propósito, y quisiera seguir con mi método, aunque sea tedioso. —De acuerdo. Tu coñac es magnífico, y lo único que no me gusta es esta silla, por lo que voy a sentarme en el sillón, aunque esté un poco más lejos. —Sí, acomódate. Bueno, pues resulta que Cristo tenía hermanos*. Y, como te he dicho, todo eso lo leerás después. En el cajón superior de la hilera de la derecha te he preparado una documentación prolija. ¿Quieres coger el sobre? Paolo se puso en pie y fue al mueble indicado, abriendo el cajón y extrayendo un sobre grande; de color blanco y cerrado con un broche; el cual, por lo voluminoso, debía contener gran cantidad de hojas. Regresó ante su tío, y le dijo: —Te prometo leerlo. Me ha intrigado lo de los hermanos. -30-

*Sobre los hermanos: ver nota al final del capítulo.


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