Rayuela Julio Cortazar

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49 entregarían la clínica hacia mediados de marzo. Una o dos veces Ferraguto se había aparecido por el circo para ver al gato calculista, del que evidentemente le iba a costar separarse, y en cada caso se había referido a la inminencia de la gran tratativa y a las-pesadas-responsabilidades que caerían sobre todos ellos (suspiro). Parecía casi seguro que a Talita le iban a confiar la farmacia, y la pobre estaba nerviosísima repasando unos apuntes del tiempo del unto. Oliveira y Traveler se divertían enormemente a costa de ella, pero cuando volvían al circo los dos andaban tristes y miraban a la gente y al gato como si un circo fuera algo inapreciablemente raro. —Aquí todos están mucho más locos —decía Traveler—. No se va a poder comparar, che. Oliveira se-encogía-de-hombros, incapaz de decir que en el fondo le daba lo mismo, y miraba a lo alto de la carpa, se perdía bobamente en unas rumias inciertas. —Vos, claro, has cambiado de un sitio a otro —refunfuñaba Traveler—. Yo también, pero siempre aquí, siempre en este meridiano... Estiraba el brazo, mostrando vagamente una geografía bonaerense. —Los cambios, vos sabés... —decía Oliveira. Al rato de hablar así se ahogaban de risa, y el público los miraba de reojo porque distraían la atención. En momentos de confidencia, los tres admitían que estaban admirablemente preparados para sus nuevas funciones. Por ejemplo, cosas como la llegada de La Nación de los domingos les provocaban una tristeza sólo comparable a la que les producían las colas de la gente en los cines y la tirada del Reader’s Digest. —Los contactos están cada vez más cortados —decía sibilinamente Traveler. Hay que pegar un grito terrible. —Ya lo pegó anoche el coronel Flappa —contestaba Talita—. Consecuencia, estado de sitio. —Eso no es un grito, hija, apenas un estertor. Yo te hablo de las cosas que soñaba Yrigoyen, las cuspideaciones históricas, las prometizaciones augurales, esas esperanzas de la raza humana tan venida a menos por estos lados. —Vos ya hablás como el otro —decía Talita, mirándolo preocupada pero disimulando la ojeada caracterológica. El otro seguía en el circo, dándole la última mano a Suárez Melián y asombrándose de a ratos de que todo le estuviera resultando tan indiferente. Tenía la impresión de haberle pasado su resto de mana a Talita y a Traveler, que cada vez se excitaban más pensando en la clínica, a él lo único que realmente le gustaba en esos días era jugar con el gato calculista, que le había tomado un cariño enorme y le hacía cuentas exclusivamente para su placer. Como Ferraguto había dado instrucciones de que al gato no se le sacara a la calle más que en una canasta y con un collar de identificación idéntico a los de la batalla de Okinawa, Oliveira comprendía los sentimientos del gato y apenas estaban a dos cuadras del circo metía la canasta en una fiambrería de confianza, le sacaba el collar al pobre animal, y los dos se iban por ahí a mirar latas vacías 235


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