Dulcamara

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da lo que interesa es el camino, el devenir mismo; es un lenguaje que se aprende y se desaprende. Pero esa tierra prometida, al igual que para Moisés, le será inaccesible al poeta. Los Poemas mediterráneos conforman la frontera del viaje, en la que la referencia fundamental parte de la duda de los sentimientos y pensamientos, y facilitan al poeta dejar abierto el encuentro con lo inesperado. “Porque no hay que permanecer en ninguna parte”, leemos en la cita de Rainer Maria Rilke. Ese viaje del poeta, del extranjero —hacia la poesía, hacia la tierra prometida— se hace identidad con su otro, con los otros y con la naturaleza. Es esta la parte más amarga del libro; aquí se han asumido y suavizado los yerros, las heridas y los desengaños. La flor del café, constituye el tercer y último conjunto de poemas. Aquí, a través de la gracia mediadora de la palabra poética, se hace posible el regreso al solaz originario, el de la infancia y la adolescencia. El poeta habita en la palabra; ésta conjura el tiempo pasado que se refleja en el espejo irisado de la memoria. En una de las citas que sirven de pórtico, leemos estas palabras de Luis Feria: “Infancia: un aroma, un dolor, un cuchillo, una huella, una ceniza. Todo. Nada”. Y escribe David estos versos: “Como el pasado se borra / he regresado al cielo de mi pueblo”, versos a los que les siguen otros como un inmenso río donde se retiene la fugacidad de lo vivido. El final del viaje —que no aspira a ser una meta— se consuma a través de lo frágil, de la flor, de la poesía. Una de las características más señaladas que encontramos en la poesía de David es el denodado esfuerzo por nombrar lo insospechado, aquello que adviene sin aguardarlo, y que reconocemos después cuando las palabras nos lo muestran;


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