Los íberos y su mundo

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1. EL DESCUBRIMIENTO DE LA CULTURA IBÉRICA Eran las diez de la mañana del 4 de agosto de 1897, Manolillo Campello Esclápez, un muchacho de catorce años que se dedicaba a llevar agua a los obreros que construían bancales para plantar granados en una loma de La Alcudia de Elche (Alicante), se entretenía mientras los hombres se tomaban un descanso. Imitando a los mayores, cogió una azada y se puso a cavar en un punto escogido al azar. Al golpear una piedra intentó extraerla, pues las utilizaban en la construcción de las paredes de los bancales. Pero antes quiso cumplir con las órdenes del propietario de la finca, el doctor Campello: todas las piedras que aparecían debían voltearse para comprobar que no estuvieran labradas, ya que los fragmentos escultóricos eran frecuentes en el lugar. Golpeó la piedra con la herramienta repetidas veces sin conseguir moverla, y al retirar la tierra suelta que la envolvía se encontró con unos ojos de piedra que lo miraban y que le hicieron soltar la azada, dar un salto y salir corriendo en busca de los hombres que continuaban echando un pitillo. Lo que aquel muchacho acababa de descubrir era nada más y nada menos que la obra cumbre del arte ibérico: la Dama de Elche. La noticia del hallazgo se extendió como un reguero de pólvora, todo el mundo quería ver de cerca a la «Reina Mora», como se le bautizó popularmente casi de forma inmediata, siguiendo la secular costumbre española de calificar como moro cualquier resto antiguo localizado, independientemente de que fuera medieval o prehistórico. Fue tal la afluencia de público que no quería dejar perder la ocasión de contemplar la escultura, que el doctor Campello se vio en la obligación de sacarla al balcón de su casa sobre dos taburetes para que pudiera ser observada por todos desde la calle, y saciar así su lógica curiosidad y expectación.

Primer plano de la Dama de Elche, que ocupa un espacio preferente en las vitrinas del Museo Arqueológico Nacional de Madrid.


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Los primeros hallazgos del mundo ibérico activo comercio, un avispado relojero de la población vecina de Yecla consiguió «colar» un número importante de falsificaciones, retocando además otras auténticas para hacerlas más raras y por lo tanto aumentar su cotización. Algunas de ellas no tardaron en ser descubiertas, al detectar los estudiosos algunas inscripciones imposibles a pesar de lo poco que se conocía entonces de la lengua de los íberos, y es que incluso llegaron a mezclar signos de diversos alfabetos. Esto hizo mucho daño a la credibilidad de las nacientes tesis que abogaban por la existencia de esa cultura singular, ya que algunas de estas falsificaciones o sus vaciados llegaron a exhibirse en las exposiciones universales de Viena (1873) y París (1878), donde fueron desenmascaradas, desacreditando al resto de

Una de las primeras fotografías conocidas de la Dama de Elche. Realizada por P. Ibarra nada más descubrirse el busto (1897).

Exvotos de piedra que representan a sendas damas oferentes procedentes del Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete). Las esculturas de este yacimiento fueron las primeras obras de arte ibérico en llamar la atención de los estudiosos. MAN, Madrid.

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aquellos momentos, y cuando tuvo noticia del hallazgo se trasladó inmediatamente hasta Elche, cerrando la compra de la escultura por 4.000 francos (unas 5.200 pesetas de la época), y enviándola hasta París, donde estuvo expuesta en el Louvre hasta que un acuerdo de intercambio de obras de arte entre los gobiernos español y francés nos la devolvió en 1941. Será también en buena medida mérito de Pierre Paris el despertar del interés hacia lo ibérico en Europa, gracias a la publicación en 1904 de su obra Essai sur l’art et l’industrie de l’Espagne primitive donde, además de presentar al mundo la Dama adquirida en nuestro país, hacía una descripción detallada de un gran número de piezas ibéricas de todo tipo. Pero todavía quedaba pendiente algo tan importante como era la datación de todo este material, encontrarle su lugar en

La Dama de Elche no fue el primer hallazgo de escultura ibérica del siglo xix. Ya en 1871 se habían iniciado las primeras excavaciones oficiales en Montealegre del Castillo (Albacete), motivadas por la aparición de gran cantidad de figuras, principalmente damas oferentes ricamente engalanadas y enjoyadas, con complejos tocados y muchas de ellas portando vasos de ofrendas en sus manos. El lugar ya era conocido desde la Baja Edad Media por la aparición de esculturas, por lo que era conocido como el Cerro de los Santos, pero no será hasta ahora cuando los estudiosos se pregunten por el origen de esas esculturas que aparecían por docenas al limpiar el cerro de árboles y maleza. Pese a la importancia de estos descubrimientos, o precisamente a causa de ello, ambos casos irán acompañados desde el principio por la polémica, al planear sobre ellos el fantasma de la falsificación. Y es que entre las muchas piezas auténticas que se desenterraron en Montealegre, y que desde un primer momento fueron objeto de un

Escultura de piedra de dama oferente supuestamente procedente del Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete). Diferentes detalles como los adornos en forma de luna y sol evidencian que se trata de una falsificación del siglo xix. MAN, Madrid. izquierda

Pierre Paris sentado junto a Arthur Engel durante sus excavaciones en Osuna en 1903. Al arqueólogo francés debemos los primeros intentos de difusión de la cultura ibérica en Europa. abajo

obras verdaderas. Esto dio alas a los que negaban la existencia de esta cultura, y como consecuencia costó mucho trabajo convencer a los estudiosos internacionales de la realidad del mundo ibérico. La polémica afectó también a la Dama de Elche, de la que todavía hoy hay quien asevera que es una falsificación realizada en torno a las fechas de su supuesto hallazgo, algo que tras los análisis realizados en los últimos años ha quedado totalmente descartado. Pero a pesar de esto hubo quien desde el primer momento supo apreciar la calidad y buena factura de la dama ilicitana. El arqueólogo francés Pierre Paris se encontraba casualmente en nuestro país en 9


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Lámina del libro Ensayo sobre los alphabetos de las letras desconocidas, que se encuentran en las más antiguas medallas, y monumentos de España, escrito en 1752 por Luis Joseph Velázquez. En ella aparecen varias monedas ibéricas y un cuenco de plata que había sido localizado en 1618 en Torres, cerca de Baeza (Jaén), y que hoy se encuentra en el Museo del Louvre (París).

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la historia y darle toda una cobertura histórica. Porque, ¿quiénes eran estos íberos?, ¿de donde surgieron?, ¿era una cultura cien por cien autóctona o llegaron de alguna otra parte? La referencia más antigua de que disponemos en la que se cita a los íberos la encontramos en la Ora Marítima, obra del poeta latino Avieno que, aunque escrita en el siglo iv d.C., parece que está basada en un derrotero de marinos massaliotas que se remontaría al siglo vi a.C. En ella Avieno nos habla de estos íberos como un pueblo diferenciado del resto de comunidades étnico-geográficas que habitaban las costas mediterráneas de la península Ibérica. Los autores grecolatinos que escribieron con posterioridad coincidieron en lo fundamental con Avieno, señalando la presencia de los íberos en la franja mediterránea peninsular, designando con esta denominación a un conglomerado de pueblos diferentes pero que ellos consideraban menos bárbaros que los que habitaban en el interior. Sin embargo será en el término «Iberia» donde estos mismos autores creen confusión, al no distinguir muchas veces entre «Iberia» como territorio ocupado por los íberos e «Iberia» como alusión al conjunto de la Península, haciendo un uso similar al que posteriormente harían los romanos con el término «Hispania». No está nada claro el origen de los términos «Iberia» e «íberos», aunque a lo largo de los tiempos se hayan intentado múltiples explicaciones. La que más aceptación ha tenido es aquella que propugna que ambos vocablos provienen del río Ebro, Iber para los griegos. El problema de esta teoría es que la referencia más antigua a Iberia se refiere exclusivamente a la costa atlántica meridional, más allá del estrecho de Gibraltar, en concreto al área en torno al río Tinto, desde donde luego se extendería al resto de la costa mediterránea y posteriormente a la totalidad de la Península. Avieno, en su descripción de esa zona, nos dice lo siguiente: Después, nuevamente un cabo y el rico templo consagrado a la Diosa Infernal, con cueva en oculta oquedad y oscu-

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ra cripta. Cerca hay una gran marisma llamada Erebea. También se cuenta que hubo primitivamente en estos lugares la ciudad de Herbi, que aniquilada por las tempestades de las guerras, ha dejado tan solo su fama y su nombre a la comarca. Después mana el río Hiberus, cuyas aguas fecundan estos lugares. Muchos afirman que de él reciben el nombre los íberos, y no del río que corre entre los inquietos vascones. Y toda la tierra que está situada en la parte occidental de dicho río es llamada Iberia.

Del mismo modo, otros investigadores opinan que el nombre no se refiere en concreto al Ebro, sino que sería un término más general referido a río, y recuerdan que en euskera río se dice ibai, lo que no deja de ser elocuente si tenemos en cuenta el considerable número de coincidencias que se encuentran entre ambas lenguas, como veremos en el capítulo dedicado a ello. Para complicar más la cuestión, vemos como los griegos no dieron este nombre solo a la península Ibérica sino que bautizaron del mismo modo a otra región del Cáucaso. Según Estrabón (XI, 2, 19), el motivo para esa coincidencia en la toponimia era únicamente la existencia de minas de oro en ambos territorios, sin especificar cuál de las dos fue la primera en recibir dicho nombre.

Historiografía Ya desde la Edad Media se aprecia un interés por los restos materiales ibéricos, que durante siglos se centra en el coleccionismo de sus monedas y en la recopilación de esas extrañas inscripciones sobre cuya procedencia nadie puede dar una respuesta. Sin avances reseñables se llega a la segunda mitad del siglo xix, cuando todavía no se asocia a los íberos con los restos arqueológicos que nos dejaron y, a diferencia de los celtíberos, que son situados correctamente en la historia gracias a sus frecuentes apariciones en las fuentes con motivo de sus enfrentamientos con los romanos, a los

íberos se les coloca con frecuencia como los primeros pobladores de la península Ibérica, es decir, en la prehistoria. El hecho de ser considerados los primeros «españoles», y la convicción de que ocupaban la totalidad de la Península, los convierte en un hito para la historiografía nacionalista española aunque, curiosamente, lo serán también para la catalana, ya que el político Prat de la Riba, uno de los padres del nacionalismo catalán, durante la primera década del siglo xx extiende el área ibérica desde los Pirineos hasta Murcia, haciéndola coincidir sospechosamente con las zonas de habla catalana y valenciana, y considera a los íberos como origen de los catalanes: Cuando el viajero fenicio que copió Avieno recorrió quinientos años a.C. las costas del mar sardo, se encontró la etnos ibérica, la nacionalidad íbera, extendida desde Murcia al Ródano, es decir desde las gentes libio-fenicias de la Andalucía oriental hasta los ligures de la Provenza. Aquellas gentes son nuestros antepasados, aquella etnos ibérica el primer eslabón que la historia nos deja ver de la cadena de generaciones que han forjado el alma catalana. (E. Prat de la Riba, La nacionalidad catalana, 1906. Traducción del autor.)

A lo largo de las tres primeras décadas del siglo xx, y al amparo de la recién creada Comisión de Investigaciones Prehistóricas y Paleontológicas (1912), se suceden las excavaciones en La Bastida de les Alcusses de Mogente (Valencia), la Cámara de Toya (Jaén), la necrópolis de Tútugi en Galera (Granada), o en yacimientos ibéricos del Bajo Aragón, con lo que se va conociendo más su cultura material; aunque aún faltaba algo tan importante como era situarlos cronológicamente con precisión. Aunque hoy sabemos que las poblaciones íberas no llegaron de ninguna parte, simplemente porque siempre estuvieron aquí, durante décadas predominaron las tesis difusionistas para las que toda innovación, tanto material como ideológica o

cultural, tiene un lugar concreto de nacimiento desde el que se extiende al resto trasladada por sus creadores. Durante demasiado tiempo hemos escuchado aquello de que «los íberos llegaron de África, los celtas de Europa, y donde se encontraron y mezclaron surgieron los celtíberos». Hay que reconocer que esta explicación no puede ser más cómoda y fácil de recordar pero, por desgracia, la realidad dista mucho de ser tan sencilla. Las dos posturas contrapuestas que hacían proceder a los íberos del Mediterráneo oriental o de Centroeuropa marcaron la historiografía a lo largo del último tercio del siglo xix y la primera mitad del siglo xx, discurriendo de una forma paralela al devenir político de España y Europa. En un primer momento predominaron posturas orientalistas. Estamos en las décadas finales del siglo xix y todo lo oriental está de moda: Heinrich Schlieman acaba de redescubrir Troya y excavar Micenas, mientras el interés por el Egipto faraónico no decae. Dentro de esta tendencia destacará Pierre Paris, que considera que sin las invasiones de pueblos orientales como los micénicos o los fenicios habría sido imposible que el arte ibérico hubiera alcanzado las cotas de calidad que lo caracterizan. También Manuel Gómez Moreno, el descifrador de la escritura ibérica levantina, encuentra a finales de los años veinte del siglo xx influencias cretenses o micénicas, cuando no directamente una invasión procedente de Oriente. Este autor sobrevalorará la cultura ibérica, a la que atribuye buena parte de los restos prerromanos peninsulares, y será favorable también a los postulados vascoiberistas, que propugnaban una estrecha relación entre la lengua ibérica y el euskera, que llevó a algunos de sus más acérrimos defensores a considerar al pueblo vasco como descendiente del ibérico. Como ya hemos indicado, el contrapunto a estas posturas lo pondrían los historiadores que consideran el mundo ibérico como una cultura con orígenes plenamente occidentales.

Manuel Gómez Moreno trabajando en su despacho. A este investigador debemos el desciframiento de la escritura ibérica levantina en 1922 aunque, lamentablemente, todavía seguimos sin poder traducirla.

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LOS ÍBEROS Y SU MUNDO Portada de la edición rusa de 2004 de Los íberos de Antonio Arribas Palau.

derecha

El arqueólogo Julio Martínez de Santa Olalla junto a H. Himmler durante la visita de este a España en 1940. Santa Olalla, formado en parte en Alemania, estaba muy influido por las tesis germanas que priorizaban lo celta sobre el resto de culturas europeas.

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Estas posturas, que podríamos llamar occidentalistas, alcanzaron su apogeo en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil Española, cuando se imponen las teorías procedentes de la Alemania nazi que propugnan la supremacía en la Europa prerromana de los pueblos celtas y, por ende, arios. Esto será trasladado a España por Julio Martínez de Santa Olalla, que rebaja la cronología del mundo ibérico hasta convertirlo en resultado de la romanización de pueblos celtas, llegando a negar la existencia de los íberos. Pero a partir de 1945 los íberos rena­ cerán de la mano de historiadores como Domingo Fletcher Valls, Ramón Menéndez Pidal o Joan Maluquer de Motes, que defenderán la idiosincrasia de esta cultura, claramente diferenciada de la celta. Aun así, también en esta época alcanza gran predicamento la teoría que hacía proceder a los íberos del norte de África, que tuvo defensores de la talla de Pedro Bosch i Gimpera, y que muy posiblemente sea la tesis que más hondo haya calado en la opinión pública. Durante los años cincuenta y sesenta del pasado siglo los estudios continúan, dando mayor importancia al método arqueo-

tórico de Cerrillo Blanco en Porcuna (1975) o el palacio-santuario de Cancho Roano (1978). También en esta década las excavaciones en diferentes asentamientos costeros mediterráneos sacan a la luz abundantes materiales fenicios, que evidencian que este pueblo oriental tuvo un papel en la génesis de la cultura ibérica mucho más importante del que se había creído con anterioridad, a la vez que se retrasa el nacimiento de esta del siglo v al vi a.C. Poco a poco estos hallazgos van arrojando luz sobre este mundo que cada día se nos presenta más nítidamente, aunque todavía queden sombras que nos impidan ver lo que se esconde en muchos de sus rincones, como es el hecho de que su es-

La escultura de la Dama de Baza en el interior de la tumba 155 donde fue hallada, todavía en su posición original. En los ángulos se aprecian las ánforas conectadas con la superficie mediante unos conductos por los que se vertían las libaciones.

critura sigue siendo incomprensible para nosotros, desconocemos casi todo acerca de sus dioses, y aún perduran muchas dudas sobre su organización social. Las últimas décadas nos han proporcionado una enorme cantidad de informa-

La Dama de Baza ante los tribunales lógico, y se va dando forma a los nuevos datos que aportan un número cada vez mayor de excavaciones y hallazgos fortuitos. Poco a poco se irán situando histórica y geográficamente los pueblos que dejaron su herencia o interrelacionaron con los íberos como fueron los tartesios, los fenicios y púnicos o los griegos, mostrándonos en qué medida influyeron en la formación de esta cultura. En 1965, Antonio Arribas Palau publicará en Londres su obra de síntesis Los íberos, excelente trabajo que no sería editado en España hasta 1976. A partir de los años setenta se aceleran los avances, se establecen con más claridad los periodos en que se dividirá esta cultura y se renuevan los métodos arqueológicos empleados, dando mayor protagonismo a los planteamientos teóricos. Se da por superado el método puramente estilístico y se revisa la importancia que anteriormente se había dado a las tipologías. Son tiempos de grandes descubrimientos como la necrópolis de Pozo Moro en Chinchilla, con su famoso monumento funerario (1970), la Dama de Baza, en la necrópolis de Basti (1971), el conjunto escul-

Muchas son las anécdotas conocidas en relación a la Dama de Baza, desde la pregunta curiosa de la hija de su descubridor ante la colorida imagen: «Papá, ¿un indio?», hasta su llegada decapitada al Museo Arqueológico Nacional, pasando por las viejecitas de Baza que se santiguaban ante ella sin saber muy bien por qué. Y es que el descubrimiento de la Dama de Baza, intacta y en su posición original, la hizo inmediata y justamente famosa, pero también de inmediato se vio envuelta en una polémica que nada tiene que ver con lo arqueológico. Los terrenos del Cerro Cepero, donde se venía excavando la necrópolis bastetana, pertenecían a A. V. Lorente Reche, quien los arrendó y en 1970 vendió a P. Duran Farrel, ingeniero

catalán que firmó un acuerdo con las autoridades culturales de la época por el que costearía las excavaciones del profesor Presedo a cambio de la propiedad de las piezas arqueológicas que allí se localizaran. De este modo, muchas de las piezas descubiertas en esta necrópolis acabaron en la colección particular de Pere Duran. Cuando apareció la famosa escultura, el Sr. Duran cedió todos sus derechos sobre la misma en beneficio del Estado, pero la presa era demasiado golosa y surgieron los problemas. El propietario original de los terrenos alegó que la parte de la tumba donde apareció la Dama estaba fuera de la parcela vendida al Sr. Duran, con lo cual todo lo que contenía era de su

propiedad, incluida la escultura. Finalmente los tribunales le dieron la razón, y además de obligar a Pere Duran a entregarle una enorme cantidad de piezas arqueológicas localizadas en el área en disputa, señala a

Antonio Vicente Lorente como beneficiario del 50 por 100 del valor que una comisión de expertos adjudicó a la Dama en 1987: 30 millones de pesetas (unos 180.000 euros).

Detalle de la Dama de Baza durante su excavación, en la que se aprecian la cara y algunas otras partes como las alas del trono.

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Recreación histórica en la que se representa un funeral ibérico en Mazaleón (Teruel). Las jornadas ibéricas teatralizadas son cada vez más frecuentes en los distintos asentamientos, con muy buena acogida por parte del público.

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ción procedente de gran número de campañas de excavaciones que han modificado algunos de los planteamientos preexistentes, por ejemplo limitando la importancia que se había dado a Tartessos en la formación del mundo ibérico. Estos nuevos datos, junto a los nuevos planteamientos teóricos de los que hablábamos, nos han permitido adentrarnos en los aspectos no materiales de esta cultura, intentando establecer pautas de poblamiento y modelos de ocupación del territorio, así como las formas de explotación del mismo, los circuitos comerciales y su propia evolución a través de las crisis sociales que acaban por conformarla antes de que los acontecimientos bélicos de finales del siglo iii a.C. que enfrentaron en suelo hispano a las potencias económico-militares de la época, cortaran

de raíz esa evolución para acabar incluyendo a la Península como un territorio más del naciente poderío romano. También en los últimos años hemos sido testigos de un creciente interés por parte de las distintas administraciones por acercar el patrimonio arqueológico en general, y el ibérico en particular, al público no especializado. Se han mejorado y señalizado los accesos a los yacimientos para facilitar la llegada de visitantes y se han adecuado estos consolidando muros y estructuras para conservarlos y facilitar su entendimiento. En algunos asentamientos se han reconstruido viviendas completas, y en Calafell (Tarragona), se ha vuelto a levantar su ciudadela en su totalidad a partir de los cimientos conservados en el yacimiento de

Les Toixoneres. Algo que supone un monumental ejemplo de arqueología experimental en el que se han utilizado los mismos materiales y técnicas empleados por los íberos, lo que también ha permitido mejorar nuestro conocimiento de esos sistemas constructivos y de su problemática real. En las cercanías de muchos yacimientos se han creado centros de interpretación donde los visitantes tienen una primera aproximación a lo que van a ver, algo que facilita enormemente su comprensión. También vemos cómo se está trabajando en la promoción de los lugares arqueológicos en un intento de dinamizar las áreas en las que se encuentran, generalmente zonas rurales o montañosas con pocas alternativas económicas. Para facilitar esto se han ido creando rutas ibéricas

en Aragón, Comunidad Valenciana, Cataluña, Andalucía o el sudeste peninsular, con itinerarios prefijados que permiten conocer diversos yacimientos en un mismo viaje. En algunos de ellos se realizan actividades teatralizadas con personajes vestidos a la manera ibérica que nos enseñan en directo como era el día a día en aquellos tiempos, mostrando en vivo actividades como la molienda, la elaboración del vino o los tratos comerciales. Todo ello con un notable éxito de público. Esto nos indica que el interés por la cultura ibérica sigue muy vivo, por lo que es obligación de todos seguir trabajando cada uno desde su ámbito de actuación para que este interés no decaiga, e incluso aumentar la difusión del conocimiento de un mundo tan apasionante.

Vista general del yacimiento de La Illeta dels Banyets (El Campello, Alicante), totalmente consolidado y adaptado a las visitas. En este asentamiento destaca una actividad productiva, con instalaciones de transformación de productos agrícolas y para la conservación de pescado que continuará en época romana.

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