El construccionismo en tela de jucio
hecho más básico de que el poder está desigualmente distribuido por clases, géneros y/o razas, y de manera concomitante, que en la concurrencia cultural en la que se entra para expresarse, existen enormes diferencias en cuanto a los recursos. Consideremos, por ejemplo, quién es propietario y controla los medios de comunicación, los sesgos de clase en los currículos educativos, y las diferencias raciales y de clases al alfabetizarse. Y en las relaciones personales, los construccionistas no pueden dar cuenta de qué modo el poder se manifiesta en este tipo de actividades como la opresión de los pobres, la violación o los malos tratos a menores. A mi juicio, el construccionismo no se opone en absoluto a este tipo de preocupaciones; ciertamente merecen nuestra atención más viva. La duda recae en suponer que el poder debiera ser un concepto fundamentador en el marco de la metateoría, un concepto sin el cual una sensibilidad construccionista no puede ponerse en marcha. ¿A qué hace referencia el concepto de poder? Es, a fin de cuentas, construido múltiplemente o, tal como lo plantea Lukes (1974), «esencialmente impugnado». El enfoque maquiaveliano del poder difiere del modo de enfocar propio de los marxistas tradicionales, que a su vez difieren del modo de Parsons (1964) o Giddens (1976), que también difieren del tipo de teorías capilares que han ido apareciendo desde la publicación del trabajo de Foucault (1978, 1979). Además, estos diversos conceptos pasan a ser utilizados por diferentes grupos de interés (marxistas, conservadores políticos, feministas), a menudo con propósitos contrarios. Dentro de cada grupo el concepto de poder puede reificarse, con importantes consecuencias para las actividades del grupo. Por consiguiente, del mismo modo que el construccionista difícilmente abandonaría términos como «gasolina», «ignición» y «explosión» en razón de su carácter construido, así también determinados grupos pueden encontrar el concepto de poder inestimable en determinados momentos inclusive los construccionistas. La crítica implacable continúa: tal vez estas descripciones sean el producto de una convención local, ¿pero no son algunas de estas convenciones trascendentalmente mejores que otras? ¿No avisaría a su hijo primero acerca de las posibles «explosiones» que no sobre «el despliegue de colores» que resultará de la cerilla encendida? O, dicho de un modo más directo, si su hijo tiene neumonía, ¿no le llevaría primero a un médico que a un chamán? ¿Las palabras del doctor no nos dan una mayor y más efectiva información que las del chamán? Paúl Feyerabend (1978) trata de un argumento similar en Science ana a Free Society. Tras su seria crítica de los fundamentos racionales de la ciencia, se enfrenta al problema de si la medicina científica occidental no está más avanzada que las prácticas de las culturas «precientíficas», de si la primera tiene un conocimiento en algo superior al de estas últimas. Feyerabend responde festejando el conocimiento de las culturas no científicas, y denigrando las pretensiones de la medicina occidental. La medicina sólo parece superior, sostiene, «porque los apóstoles de la ciencia fueron decididos conquistadores, porque suprimieron físicamente a los portadores de culturas alternativas» (pág. 102; cursiva mía). Feyerabend pasa entonces a ensalzar los avances de los sanadores chinos, herboristas, masajistas, hipnotizadores, acupunturistas y similares. En este punto encuentra «una gran cantidad de valioso saber medicinal que es desaprobado y menospreciado por la profesión médica» (pág. 136). Con todo, para un construccionista, no es la respuesta apropiada a la pregunta, que no remite a si la medicina científica representa un conocimiento o un saber más avanzado que sus alternativas, sino más bien a si los médicos saben más que los chamanes o a la inversa. Este tipo de cuestiones sólo pueden enmarcarse a partir de una perspectiva dada, y si se selecciona la perspectiva de la medicina occidental, se demostrará que es —a pesar de las objeciones de Feyerabend— superior. Si la medicina occidental está capacitada para establecer la ontología de la enfermedad y los criterios de la cura, no es probable que se dé la amenaza de un competidor. 66