LOS CAMINOS DE MI INFANCIA

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LOS CAMINOS DE MI INFANCIA Mis primeros 15 años.

(CON MIS PAPAS Y HERMANO LUIS, MINA RELIQUIAS CASTROVIRREYNA)

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Introducción Con el devenir de los años es natural que, la mayoría de los recuerdos de la niñez y de la adolescencia se vayan perdiendo entre la bruma del tiempo. Sin embargo, hay algunos que se resisten a desaparecer. Generalmente los más vívidos, placenteros y que se dan maña para hacerle resistencia al olvido, son los de los primeros años de vida, aquellos que nos despiertan una sonrisa nostálgica y que están relacionados con la familia, con los amigos, con el colegio y con los viajes que se viven como aventuras. Esos recuerdos son una gran fuente de historias, anécdotas y experiencias. Este relato es un intento de reconstruir aquellas vivencias que marcaron mis primeros años de vida y adolescencia. El mundo era diferente al que conocemos hoy, andábamos libres, las relaciones eran lúdicas y directas; y, sobre todo, los dispositivos y la tecnología estaban lejos de la vida cotidiana. De allí, pues, el valor que tienen estas memorias y las fotografías que acompañan cada uno de estos breves relatos, que reúnen a personas muy queridas, a personas mayores que me causaron admiración desde la niñez, quienes me dejaron buenos ejemplos y a seres humanos entrañables con los que compartimos aquellos años y que me dejaron su huella indeleble en el corazón y en la mente. Todas esas vivencias y enseñanzas han sido fuente de ideas, ejemplo de vida e inspiración para desarrollar mis actividades como adulto. Hoy, la mayoría de las personas que conocí de niño y adolescente ya no están entre nosotros, por lo que, con estas palabras, recuerdos y fotografías, les rindo mi agradecimiento y homenaje por todo lo que me dieron, compartieron, enseñaron y legaron.

Ernesto José Baertl Jourde

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(MINA RELIQUIAS, CAUDALOSA GRANDE)

LA FAMILIA EN SAN JOSÉ, HUANCAVELICA Mi abuelo Ernesto empezó su vida profesional como ingeniero de minas en el año de 1915, cuando llegó a trabajar en la mina San Genaro, ubicada en la provincia de Castrovirreyna, departamento de Huancavelica. Por esas coincidencias de la vida, mi padre fue contratado a mediados del año 1949 para trabajar en la mina Caudalosa Grande, de la Corporación Minera Castrovirreyna, vecina a la mina de San Genaro. Es decir, mi familia, desde mi abuelo ha estado vinculada a esa región e, inevitablemente, mis primeros recuerdos son de la casa de San José, de las personas mayores que nos acompañaban en los que haceres de esta, de sus hijos, de los amigos y visitantes a la casa, de la Mina Caudalosa Grande, de Castrovirreyna entre otros. Por lo que, esos recuerdos y vivencias son parte importante de mis primeros años de niño.

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(TELEGRAMAS DE FELICITACION POR EL NACIMIENTO)

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En la casa de San José, abrí los ojos al mundo y nació mi relación con lo andino. Allí me asomé a la vida consciente, aprendí a jugar, a relacionarme con las personas del entorno entre las muchas vivencias de niño. Por lo que San José, está enraizado muy profundo en mi ser.

(LA CASA DE SAN JOSÉ)

Desde la perspectiva de un niño, era una casa bien amplia y tenía un gran jardín con algunos Queñuales y que en el invierno el pasto o Ichu se ponía todo amarillo por la falta de lluvias y el frío. La casa de San José y su jardín me dieron una gran libertad de movimiento para dar mis primeros pasos y exploraciones. 5


La casa de San José estaba ubicada a unos kilómetros más abajo del pueblo de Castrovirreyna, el asentamiento humano más cercano, pero que en esos tiempos parecía casi un pueblo fantasma por su total abandono. Quedaban algunos solares en mal estado, así como algunas Iglesias que eran el recuerdo de un pasado pujante.

(CASTROVIRREYNA)

Como hecho anecdótico, el mayor galardón de Castrovirreyna, antiguamente llamada, Coyca Palca, y quizá único, era el haber sido, en tiempos de la Colonia y principios de la república, una próspera región productora de plata, y, por esta razón, ser visitada por la Virreyna Teresa Castro, el año de 1591 con un impresionante sequito. Ella era la esposa del Virrey Hurtado de Mendoza, de la cual la ciudad hace suya el nombre “Castrovirreyna”.

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(CON MI PAPÁ EN SAN JOSÉ)

(CON MI PAPA FRENTE AL CUARTO DE LUNAS)

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(ANTIGUO GRABADO DE CASTROVIRREYNA)

(FELIZ CON MI REGALO DE CUMPLEAÑOS)

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En San José, está la memoria de los Romaní Echavigurin; Marcial y Patricia con su nutrida prole-, fieles escuderos de doña Gladys, mi mamá. Sus hijos Cleofé, Máximo y Alejandro y sus hermanos menores cuyos nombres escapan a mi memoria, eran contemporáneos nuestros y fueron nuestros primeros compañeros de juegos y aventuras en esas lejanas y solitarias serranías. Además de la familia Romaní, estaban los Hurtado, Quica y Félix, quienes eran una segunda brigada de apoyo en la casa. Debido al clima, mi mamá no nos permitía jugar fuera de la casa a menos que el sol estuviese en lo alto; pues sin el brillo solar el frío era motivo de un fácil resfriado en cualquier época del año.

(CON MI MAMA EN SAN JOSE DANDO LOS PRIMEROS PASOS)

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(MARCIAL Y PATRICIA ROMANI CON MI MAMA Y YO)

(EN SAN JOSE CON LOS ROMANÍ Y MI HERMANO LUIS)

Con el paso de los años, y para mayor confort, mi papá hizo instalar un gran generador Caterpillar que nos proveía de la energía suficiente para iluminar la casa. Generador que me parecía inmenso y sumamente ruidoso. Seguro que hoy un equipo similar cabe en una maleta. Recuerdo claramente el esfuerzo que hacía Marcial todas las tardes para encenderlo con una manivela. Esas que antaño se usaban para arrancar los autos y camiones.

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Era muy emocionante observar el momento en que se iban encendiendo los fluorescentes por los distintos ambientes de la casa. Así mismo era momento de comenzar a escuchar la radio en onda corta, con las noticias, música y aconteceres nacionales y mundiales. Es decir, enterarnos de lo que ocurría en el mundo fuera de esa soledad serrana.

(EN SAN JOSE JUGANDO CON ALEJANDRO ROMANÍ)

La fecha de construcción de la casa de San José se perdió en el tiempo. Esta estuvo habitada casi continuamente desde hacía varios siglos y, lo más probable es que fue parte de un ingenio minero y, seguramente, el aposento de algún próspero minero español. La casa estaba construida sobre una pequeña planicie, a unos 50 metros encima el río Pisco y con una gran vista de todo el valle. Era una edificación rectangular, de muros gruesos de abobe, con muchos cuartos seguidos unos a otros que, seguramente, sirvieron como habitaciones, oficinas y almacenes.

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Cuando adecuaron la casa para hacerla habitable, muchos de esos cuartos ya estaban en desuso y otros habían sido abandonados; por lo que nuestra vida familiar discurría siempre en la parte central de la misma. Entre los distintos ambientes y lugares de San José destacaban la vereda de piedra cubierta por el techo y que daba paso a la inmensa puerta roja de ingreso, el jardín de margaritas en la parte posterior que daba al rio, el único baño con su cuadrito de los patitos y su poderosa terma a gas, el cuarto de lunas donde nos pasábamos la mayor parte de los días, jugando, mirando río abajo, buscando cualquier cosa que se moviese en la zona o el rio, para identificarla a la carrera. Uno de los ambientes que había sido usado como almacén fue acondicionado como garaje para los autos. Recuerdo salir temprano a despedir a mi papa y subirnos a su camioneta mientras la calentaba para iniciar su subida a la mina. Desde el cuarto de lunas, podíamos ver casi todo el entorno, salvo el frontis de la casa. Cuando nos bañaban en la tarde noche, en el cuarto de lunas, teníamos como distracción favorita el mirar, sobre todo, el valle abajo, siempre tratábamos de adivinar a quien pertenecían las luces de los faros qué iluminaban el camino que por efecto de las curvas aparecían y desaparecían en la lejanía, si sería alguien conocido, si era uno de los pocos camiones, ómnibus o camionetas que transitaban diariamente. Del interior de la casa, recuerdo vívidamente los aromas y los olores de casi todos sus ambientes, del piso de madera de pino que se limpiaba con petróleo todas las mañanas muy temprano, del olor a kerosene de la cocina y del refrigerador, de las lonjas del charqui colgando de un gancho afuera de la cocina y de los otros comestibles de la despensa, donde alguna vez entrabamos por una galleta de agua o de animalitos que llevábamos a nuestras expediciones y paseos.

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Los muros de la casa eran anchos, por lo que, en la zona donde estaban las ventanas del comedor y de la sala se creaba un espacio suficiente para poder subirnos con la ayuda de alguna silla y sentarnos a esperar que vaya apareciendo la luz solar para poder salir a jugar. Claro está en mi memoria el sonido de la lluvia golpeando contra el techo rojo de calamina, de la estridencia de una fuerte granizada, o tormenta eléctrica con su andanada de rayos y truenos; del olor a tierra mojada por la lluvia, de los aromas de la comida, de los olores de serranía, de los animales, del olor de las riberas del rio, de la truchas entre otros recuerdos. Parece ayer, que estuviese mirando a los banderines en forma de triángulo con el nombre de ciudades que colgaban en las paredes de la sala -muy de moda en aquella época- y que traían recuerdos de San Francisco o de Hollywood, entre otros, haciéndonos volar a través de la imaginación hacia esos lugares tan distantes de donde estábamos. El objeto que más recuerdo de San José es la estufa Coleman, que además de calentar la casa, ponía, entre otros, en su punto, al pan serrano que comíamos en el desayuno, normalmente traído la noche anterior desde Caudalosa por mi papá. Esa estufa de color ocre era el eje de la actividad familiar dentro de la salacomedor y dormitorios. Todas las tardes, después de prender el generador, Marcial entraba con su galonera de petróleo para reabastecerla de combustible hasta la tarde del día siguiente, lo que permitía mantener el calor un día entero. Como en todo espacio donde hay niños, habíamos convertido a gran parte de la decoración de la casa en nuestros juguetes. Esos adornos-juguetes, entre los cuales había ceniceros, floreros etc, que desperdigados nos permitieron hacer más llevadera a Luis y a mí, la escasez de compañeros de juego durante esos primeros años.

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(EN SAN JOSE CON MI PAPÁ JUNTO A LOS BANDERINES Y LA ESTUFA COLEMAN)

Y como solía suceder en las regiones altoandinas, la casa no hubiera estado completa sin su fantasma, o anima que seguía en el presente sin abandonar el pasado. Mi mamá que era dada a las cosas sobrenaturales lo bautizo como “el hombre de los pasos”. Se trataba de un supuesto caminante que, seguramente tratando de aplacar alguna pena del pasado, algunas noches hacía crujir los tablones de la sala y del comedor. Siempre paso a paso con una característica cadencia, “el hombre de los pasos” se convirtió en parte de una leyenda tan antigua como la casa misma. Leyenda que fue compartida con todos nuestros visitantes de San José. Con Luis, Alejandro y Máximo hicimos, muchas mañanas, paseos alrededor de la zona, siempre con doña Gladys o con su permiso y acompañados de ya sea Félix o Quica, es así como, en uno de nuestros múltiples paseos de exploración, mi hermano Luis y yo encontramos, muy cerca al lecho del río, las estructuras derruidas de lo que alguna vez habría sido una fundición. Entre los restos repartidos de maquinaria carcomida por el inclemente clima y el paso del tiempo, quedaban además unas rumas de mineral “pallaqueado”,

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nunca procesado, que recolectábamos para llevarlos orgullosamente a enseñarlo a mi papá. Lo más probable es que ese mineral proviniera de Caudalosa, San Genaro o de las otras tantas minas cercanas a esa zona.

(APARECIÓ UNA AGUILA MUERTA)

Nos la pasábamos horas jugando con cualquier cosa que nos llamase la atención en los alrededores de la casa, así fueran piedras o ramitas, o algún animal. Con Máximo y Alejandro compartíamos las habas, oca, mashua, papas, queso y macchica, o nos divertíamos persiguiendo a los animales de crianza como los carneritos, cuyes, patos y las gallinas que circulaban libremente en el entorno. Otro de los principales atractivos de San José era la poza de truchas. Ese lugar realmente tenía su encanto. Muy rara vez se nos permitía darles de comer. Estábamos tan familiarizados con las truchas que mi mamá terminó siendo una experta en el desove y en su crianza; tanto que la trucha se convirtió en su plato de bandera para cuando llegaban visitantes distinguidos. Algunos días de buen clima hacíamos paseos a pie, ya sea siguiendo el trazo de la carretera o bajando al río para tratar de pescar alguna trucha. Cerca de la casa había un puente colonial muy bien conservado y las ruinas de lo que alguna

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vez fue una capilla española. Eso sí, debíamos tener mucho cuidado con la ortiga, planta irritante que si rozabas te dejaba un escozor desesperante. Por las tardes nos encantaba mirar los cerros aledaños para descubrir en ellos las caras que las luces y sombras dibujaban en las rocas. Figuras todavía más impresionantes cuando se ocultaba el sol y sus rayos bañaban el cuarto de lunas con su amarillenta luminosidad. Por las noches, recuerdo el cielo con mil estrellas y la escarcha de hielo sobre los vidrios, provocada por la humedad y la condensación del vapor de la tina del baño en el cuarto de lunas. A través de la misma ventana atravesaban por las noches los brillantes rayos de la luna llena, cuya luz cálida contra los cerros dibujaban otras formas caprichosas que también tratábamos de descifrar. Acá un elefante, más allá un señor sentado, al frente una cabeza y, así, entre sombras y rumores la hora del baño diario se hacía más amena. Y qué decir de aquellas mañanas heladas que, con su intenso frío de agosto, rompían las cañerías de agua o terminaban congelando los queñuales que rodeaban la casa. Algunas noches, si el clima lo permitía, mi mamá desplegaba frazadas y almohadas en el jardín y nos invitaba a recostarnos de espaldas para apreciar ese cielo serrano limpio y estrellado. Muchas veces buscamos y tuvimos la suerte de ver pasar fugazmente algún aerolito o estrella fugaz. En seguida pedíamos un deseo que guardábamos en secreto. En medio del silencio, el río era la única banda sonora de esas noches serranas, a menos que se sumara el andar esforzado y solitario de algún camión subiendo hacia la puna, apurado por llegar a su destino. En una oportunidad, a mi papá se le ocurrió pintar el techo de calamina de color rojo y en medio pintó una gran cruz blanca. En esa época los sistemas de vuelo no eran tan tecnificados como ahora, así que con el tiempo los pilotos de

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Faucett o Satco, en sus vuelos hacia Ayacucho o Cusco, comenzaron a utilizar nuestro techo como una referencia de sus múltiples vuelos. Y es que las comunicaciones eran muy distintas a las de ahora. Entonces eran de dos tipos: las escritas -mediante cartas y telegramas- y las orales -a través de la radio de onda corta- cuya licencia de operación, debía obtenerse ante el Ministerio de Fomento y Obras Públicas. La frecuencia que identificaba a Caudalosa era OAX4C y la de la oficina de Lima OAX4D. Estabas autorizado a operar solo durante media hora diaria para evitar cuellos de botella en el sistema. El horario asignado a la mina era desde las 7:30 am., así que los mensajes, pedidos, requisiciones y demás eran entregados antes de esa hora al radioperador. No era raro recibir en Caudalosa algún familiar con la necesidad de enviar un mensaje urgente o anunciar a la distancia alguna ocurrencia, como el nacimiento de un niño o el fallecimiento de alguna persona cercana, etc. En esas épocas, la comunicaciones a través de la radio eran vitales para las personas y la operación minera.

(MAÑANA DE AGOSTO CON EL QUEÑUAL CONGELADO)

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(EN EL CUARTO DE LUNAS EN EL BAÑO DIARIO)

EL CAMINO A LIMA Conforme crecimos se fueron haciendo más frecuentes los viajes de ida y vuelta a Lima. Me acuerdo las veces que, llegando a San José tras un largo trecho, ya casi de noche y con ese frío propio de los 3,500 msnm. que por más arropado que salieras de la camioneta Studebaker Lark Station Wagon llegabas a la casa muerto de frio. En esa época eran muy usadas, tanto para las operaciones mineras como para el uso personal, los vehículos, camionetas y pickups Studebaker. Muchas veces, nos esperaban la tía Olga y el tío Rodolfo Devoto, en la puerta de la casa, quienes venían desde Santa Inés para darnos la bienvenida y, de paso, recibir novedades y encargos traídos desde Lima.

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Ese camino a San José y Lima se nos fue haciendo cada vez más familiar. La carretera Panamericana Sur era una franja de asfalto, de una sola vía, que serpenteaba desde Lima hasta Pisco; de ahí no solo se perdía el asfalto, sino además se hacía más angosta en la subida hacia la sierra. Recuerdo que, en la ruta, entre el desvío de Pisco hasta Humay, (donde la Beatita) el encalaminado era tan recio que te molía los riñones. Más adelante pasabas por la majestuosa casa hacienda de Montesierpe y, más allá, por Tambo Colorado, Huáncano, Pámpano, la mina Cóndor de Coco Badani, Ticrapo y, casi llegando, se ubicaba Sinto, una hacienda ganadera de los Manchego Muñoz, donde solíamos parar a comprar una deliciosa mantequilla y quesos serranos. Unos kilómetros más arriba se podía divisar la solitaria casa de San José en medio de esa inmensidad andina.

(CON MI PAPÁ PARTIENDO DE SAN JOSE CAMIMO A PISCO)

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Algunas veces que viajábamos a Lima, los mayores tenían la costumbre de almorzar en el Restaurante Jaguay, en la playa del mismo nombre cerca de Chincha, cuando viajábamos acompañados de mi tio Rodolfo, especialmente, él y mi papá pedían un potente chilcano apenas se sacudían el polvo del camino, seguido de una milanesa de pollo con papas fritas y, como remate, un panqueque con manjarblanco. Otras veces y sobre todo si el viaje a Lima era en dia viernes, aprovechaban mis papás para quedarnos el fin de semana, en el “Hotel Paracas” en la bahía del mismo nombre. Gran diversión para Luis y mía, había un comedor especial para niños y cerca de ahí en semi libertad un par de grandes tortugas a las cuales tratábamos de alimentar con lo que estuviese a la mano. Todas las instalaciones nos parecían increíbles, más aún la inmensa piscina que le daba la bienvenida a los huéspedes pasando el comedor. Las veces que entrabamos al bar, nos asombraban la colección de fósiles y animales raros que ahí tenían. Con el transcurrir de los años, el hotel se convirtió en destino obligado para cualquier excusa para salir de Lima.

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(HOTEL PARACAS)

La carretera que unía Pisco con Castrovirreyna y Huancavelica, en la época de lluvia, se convertía en una trocha carrozable casi intransitable. El resto del año, conducir por ella era como sumergirte en una tormenta de polvo, sobre todo en el primer tramo desde Pisco hasta Ticrapo. En algunas secciones del trayecto, el camino era sumamente angosto, por lo que si ibas de bajada debías darle preferencia a los autos, ómnibus o camiones que venían forzando la máquina en sentido contrario. Un gesto caballeroso de la época fielmente respetado por todos los viajeros. Como anécdota, en alguno de los viajes resultábamos atropellando a un zorrillo, el cual nos dejaba su delicioso perfume por algunos días. Se hizo costumbre en San José, en ocasiones especiales, el deleitarnos con el carnero al palo acompañado con habas, oca y demás tubérculos andinos. No sé cuál habría sido el origen de esa deliciosa tradición, pero sospecho que la inició don Alfredo Patrucco, natural de Córdova, Argentina, quien seguramente trajo la especialidad desde su tierra natal.

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A propósito, me parecía muy graciosa la manera de hablar de don Alfredo. Especialmente por esa involuntaria muletilla que le hacía repetir algunas palabras, como dándoles más énfasis para subrayar la importancia del asunto. Era muy querido por todos, al igual que su señora, la tía Sara Puig, también oriunda de Córdova. Una vez lo fuimos a visitar a la clínica americana porque viajando de Caudalosa hacia San José se descuidó en una curva y no paró hasta el río. Fue un milagro que se salvara, cuando lo vimos estaba con todo el cuerpo enyesado, parecía una momia. Desde aquel accidente, en su honor y en tono de broma, mi papá bautizó a esa curva como la Patruquina.

(EL CARNERO AL PALO CON LOS O´HARA EN SAN JOSE)

La casa de San José se fue convirtiendo con el tiempo en una especie de tambo de paso. Todo amigo o relacionado que transitaba por la zona era muy bien acogido.

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Incluso, he recuperado un libro de huéspedes que mantenía guardado mi papá, en el que están registrados algunos nombres de los viajeros que compartieron con nosotros entre los años 1950 y 1958. Ahí están registrados, entre otros, los nombres de Isabel Arias Sanders, del tío Cucho Rubio y la tía Daisy y del Alberto Benavides y la tía Elsa, quienes hacían sus pininos en el desarrollo de Minas Buenaventura -antes Minas Peruano Suiza-; del tío Pepe Valdez, Jorge Grieve, los Bronzzini, Elmer Vidal… entre muchos otros que habían hecho de la casa una parada obligada en la ruta hacia sus trabajos o negocios en la zona. Recuerdo al gringo Clyde Russell, a Cyril Fleischman, Merwin Bernstein y, unos años más tarde, a Walter Diener, que llegó a trabajar desde Suiza al Perú para Sulzer, especialistas en grupos electrógenos de gran tamaño. Esos motores eran indispensables en esa época porque las zonas alejadas de las ciudades carecían de fuentes de energía. En cada una de sus visitas, Walter llevaba los famosos quesos de triangulitos, el que tiene la vaquita feliz en la etiqueta, y nos entretenía con sus mejores anécdotas siempre saliendo a flote pese a su castellano un poco “asuizado”. Igualmente, no dejaba de llevar su acordeón y deleitarnos con melodías suizas en medio de la puna.

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(EN SAN JOSE CON LOS O´HARA, LOS ALVARADO Y ALFREDO PATRUCCO)

(CON MI AMIGO GIACOMO BRONZZINI)

LOS VECINOS DE SANTA INÉS La tía Olga Herrera y el tío Rodolfo Devoto Rocca vivían en el campamento minero cercano al pueblito de Santa Inés, al pie de la laguna de Choclococha y a 4,520 msnm., en ese pueblito fue donde vivió mi abuelo años antes. Por lo que a

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mi papá siempre le emocionaba mucho cada vez que los visitábamos y recorría los ambientes donde alguna vez vivió su papá en épocas de su juventud Mis tíos eran grandes amigos de mis papás y asiduos visitantes de nuestra casa; tanto que más tarde el tío Rodolfo fue padrino mi hermano Jorge, el benjamín de nuestra familia.

(LAGUNA CHOCLOCOCHA SANTA INES A LA IZQUIERDA)

Dos horas demandaba aproximadamente el recorrido en auto entre San José y Santa Inés. Había que pasar por el pueblo de Castrovirreyna, subir hasta la planta de tratamiento del Banco Minero -en la laguna de Pacococha- para, antes de coronar el abra, recorrer el tramo denominado “las tripas de Gastelumendi”, llamado así en memoria del ingeniero que construyó esa carretera, que se asemejaba a un intestino largo por la gran cantidad de curvas y desarrollos que ostentaba. En esa época el Ministerio de Fomento y Obras Públicas pagaba por

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kilómetro de carretera construida, así que los contratistas daban vueltas y más vueltas para seguir oyendo el ‘clic’ en sus alcancías.

(PASANDO CASTROVIRREYNA, EN LA SUBIDA A CAUDALOSA ENCONTRAMOS A LAS TRIPAS DE GASTELUMIENDI)

Al otro lado del abra pasábamos por la fábrica de hielo; a la que llamábamos así no porque hubiera una industria de congelados, sino por el pequeño glaciar que rozaba la carretera y que permitía extraer un hielo de muy buena calidad para complementar el whisky. Unos kilómetros más allá del abra, hacia la izquierda, estaba el desvío hacia Caudalosa, la mina asentada a orillas de la laguna Orccococha y, a la derecha, seguía, paralelo a la laguna, el camino hacia Huancavelica, Ayacucho y a los poblados más cercanos. Desde esa meseta, a lo lejos, se divisaba el pueblito de Santa Inés, ubicado en el perímetro de Choclococha. Entre los roqueríos del camino veíamos a una infinidad de vizcachas que aprovechaban el sol matutino para calentar su pelaje, junto a varios rebaños de llamas y alpacas. Alrededor de la laguna se veían también pequeñas bandadas de huachuas, aves de las alturas parecidas a

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los gansos y que tienen un graznido muy potente; y podía divisarse alguna que otra Parihuana de gran tamaño disfrutando en pleno vuelo. El tío Rodolfo era funcionario de la Minera Santa Inés y Morococha, propiedad de la familia Marsano, quienes tenían sus denuncios alquilados a la Castrovirreyna Metal Mines, de la cual don Cyril Fleischman era el gerente. Don Cyril y el tío Rodolfo se habían convertido en muy buenos amigos, tanto que el segundo soportaba de buen agrado los dolores de cabeza que le causaba el primero por la cantidad de bromas que solía hacerle. Al tío Rodolfo le decían “el rey del Mentholatum”, desde que se convirtió en un fanático usuario y promotor del producto, aunque, para ser honestos, también solía recomendar entusiastamente otros medicamentos clásicos de esos tiempos como el bicarbonato, el mejoral, las pastillas para el soroche del Doctor Miranda, la coramina, etc. Nunca supe la razón por la cual no pudieron tener hijos, es por esa razón que seguramente la tía Olga nos agarró a Luis y a mi mucho cariño y engreimiento, recuerdo con especial afecto que, a mí, me decía que era su pajarito, porque siempre estaba dándole vueltas y correspondiendo su cariño. Cariño que tuvimos hasta que ella murió. En mi memoria ella siempre estará en esos recuerdos importantes de mi vida. Nuestras familias se hicieron muy cercanas desde esa época hasta que cada uno de los cuatro se fueron apagando. Gracias a la diligente gestión de mi tío Rodolfo y el gringo Fleischman ante la dirección de parques del gobierno americano, sembraron en las lagunas de Choclocoha, Orccococha, Pacococha, Pultoj y otras, una gran cantidad de alevinos de truchas arcoíris, provenientes de Montana, Estados Unidos. Desde entonces, el tío Rodolfo y mi papá se convirtieron en fanáticos compañeros de pesca. Como prueba queda la caja de muestras, cordeles y anzuelos que mi papá sacaba a relucir los fines de semana y que guardaba como

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uno de sus tesoros más preciados. Adentro podías encontrar gusanitos, mariposas y un sinfín de extraños animales-anzuelos a los que las truchas se abalanzaban como si fueran bocaditos irresistibles. Uno de sus lugares favoritos era la salida de agua de la turbina Pelton de la hidroeléctrica de la Castrovirreyna Metal Mines, en la laguna de Choclococha. Ni la lluvia, ni el granizo ni el frío les impedía a ambos salir a pescar cada semana en aquellas lagunas. Eran como carteros en el cumplimiento de su deber.

(CON MI MAMA EN LA LAGUNA DE CHOCLOCOCHA)

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(MI PAPA Y LUIS EN LA LAGUNA DE CHOCLOCOCHA)

LA CORPORACION MINERA CASTROVIRREYNA Los funcionarios de la Corporación Minera Castrovirreyna, donde trabajaba mi papá, fueron siempre muy cariñosos conmigo; pese a todas las diabluras de las que un niño suele ser protagonista.

(PLANTA CONCENTRADORA DE LA CORPORACION MINERA CASTROVIRREYNA)

Recuerdo al Ing. Carlos Alvarado Padilla, quien empezó a trabajar en la corporación como jefe de guardia llegando hasta ser su superintendente general. De carácter fuerte y recio logró tener un éxito profesional poco visto en esa época.

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Estela su esposa y, sus hijos, Salustia y Carlitos fueron excelentes con nosotros y nos acogían cada vez que estábamos en el campamento minero. El ingeniero Alvarado era del pueblo de Zúñiga, ubicado en la parte alta del valle del río Cañete. Su padre, también Carlos era gran emprendedor, tenía en Cañete una distribuidora de camionetas y camiones IH International Harvester. En una oportunidad, para el cumpleaños del padre del Ing. Alvarado invitaron, a mis papás, abuelos, al Monseñor Ayerdi y nosotros a la chacra de la familia en Zúñiga. Para la ocasión nos alojaron en casas de distintos parientes de la gran Familia Alvarado. Se festejó con una gran jarana criolla y una comilona de camarones bañada a lo grande con pisco de la bodega de la familia. El ingeniero Alvarado tenía una admiración muy grande por mi papá y siempre nos trató con mucho cariño, tanto en la mina como en su casa. Esa ocasión fue, aprovechando del cumpleaños de su padre, un agradecimiento delante de todos sus familiares por el apoyo que recibía de mi papá y abuelo en su responsabilidad en Caudalosa. Los salud con Pisco de Pacarán y Zúñiga duraron hasta altas horas de la noche hasta que las respectivas esposas llamaron al orden a los pisqueros. El jefe de la planta y del laboratorio de Caudalosa era el ingeniero La Madrid, quien solía regalarnos los botones de plata que quedaban de las copelas de la fundición de los concentrados, luego de que analizaban el contenido de las muestras. Siempre nos sentimos honrados por la amistad de tantas personas y funcionarios ligados a la Corporación Minera Castrovirreyna. Todos los ingenieros y funcionarios vivían en el asiento minero. Muchos de sus nombres se me escapan hoy de la memoria. Sin embargo, recuerdo al doctor

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Chorocco, a Andrés Sayán, lucho Reyes, los Ingenieros Macchiavelo, La Madrid entre otros. Y hablando de comida, las grandes pachamancas se convirtieron en todo un evento social en Caudalosa. Tanto que, con el tiempo, acostumbraron a llegar amigos y conocidos de los otros asientos mineros y algunas veces hasta se animaba a viajar gente desde Huancavelica, de Ayacucho o de Ica, con tal de no perderse esas pachamancas matizadas siempre con vino Vista Alegre y con un buen oporto dulce “el abuelo” o su pisco “sol de ica” para el remate. Era una oportunidad muy valorada para compartir momentos memorables en esos lugares tan apartados de la “civilización”.

(GRAN PACHAMANCA EN CAUDALOSA GRANDE)

Los paseos a Castrovirreyna eran también una oportunidad para acompañar a mi mamá cuando visitaba a su amiga Ursina Moreyra, donde nos invitaban un rico

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chocolate, muy caliente, acompañado casi siempre de un queso fresco más duro que una piedra.

AMISTADES DE HUANCAVELICA Cada vez que mi papá nos proponía que lo acompañásemos a Huancavelica en alguna diligencia, nunca perdíamos la ocasión. Para nosotros ése era el preámbulo de otra aventura. El viaje a esa ciudad nos permitía pasar la noche en el Hotel de Turistas y visitar a diferentes amigos de la familia. Por ejemplo, ahí vivían los Vlasica, emigrantes croatas que tenían un negocio de abarrotes en la ciudad. Por cierto, uno de los Vlasica, Gjuro si mal no recuerdo, se había contagiado de uta y, como a cualquier niño, me era difícil dejar de mirarlo fijamente, pues la enfermedad le estaba carcomiendo la piel de la cara y de las manos. Era realmente impresionante. En esas visitas nos recibía el Obispo de Huancavelica, Monseñor Florencio Coronado, pero, con el tiempo, con quien mis papás hicieron una gran amistad fue con Monseñor Alcides Mendoza, primero secretario del Obispo de Huancavelica y, después, Obispo de Apurímac. Fue una amistad duró toda la vida. Dicho sea de paso, Alcides fue el Obispo más joven consagrado en el país y tiempo después se convirtió en Vicario General Castrense, por más de quince años, en pleno gobierno militar. Pero entonces, como asistente principal del Obispo en Huancavelica, era también el encargado de la relación con la minería de la zona. Cabe abrir un paréntesis para resaltar que fue Alcides quien bautizó a mi hija Andrea muchísimos años después. No quisiera olvidar al padre André Marchand, suizo-francés, que hablaba quechua como si fuera un nativo y que se constituyó como el principal promotor del Servicio a la Comunidad (SAC), una iniciativa que daba soporte a las madres

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locales para que mejorasen su calidad de vida. El padre André hizo muchísima obra social por Huancavelica, pero, lamentablemente, murió de manera prematura como consecuencia de un accidente de carretera, ocurrido casi llegando a Lircay. Por esa época, todos los años el SAC efectuaba un sorteo para proveerse de fondos, el mismo que se convirtió en un evento social para la región, pues repartía muy buenos premios. Con la convicción de apoyar la causa, un año mi mamá compró varios talonarios de la rifa y, para sorpresa de todos, resultó ganadora de tres de los seis premios principales, incluido el premio mayor, que era un Volkswagen 1300. No recuerdo el segundo, pero el más pequeño fue un termo para agua caliente. El encargado de entregar los premios era el mismo padre Marchand y, al momento de darle a mi mamá las llaves del auto, ella se las devolvió diciéndole que Dios le había dado ese premio para que el padre pudiese utilizarlo en su obra. E hizo lo mismo con los premios restantes. Ya que abordamos temas religiosos, vale la pena mencionar que mi mamá tenía una especial devoción por la Virgen del Carmen, a la que hizo patrona de la mina Caudalosa Grande. La celebración de la Virgen en julio se hizo muy conocida en toda la región, pues venían fieles de todos los pueblos aledaños a rendirle tributo a la Mamacha Carmen. También guardo gratos recuerdos del padre Ángel, pese a que cada vez que hablaba con él me hacía caer en la incertidumbre. Y es que tenía un problema en la vista, era bizco, por lo que me distraía y se me hacía difícil saber con cuál ojo me estaba mirando cada vez que cruzábamos miradas.

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(MI MAMA EN SU NUEVA STUDEBACKER APRENDIENDO A MANEJAR)

BARRANCO CON LOS ABUELOS Otra gran memoria de mi infancia era la visita a los abuelos, Julia Claudia y Ernesto Álvaro, en su casa de la avenida Sáenz Peña # 251 Barranco. Sobre todo, cuando veníamos de San José. La casa tenía un pequeño jardincito en la entrada, con una pequeña arquería donde resaltaba un asiento de mármol que hacía las veces de adorno y de lugar de espera. Pasando la puerta principal, encontrabas un corredor que, a la derecha daba al salón más formal de la casa, donde teníamos la entrada prohibida, salvo la abuela nos invitase a escucharla tocar piano. A la izquierda de ese corredor, el escritorio del abuelo y a un costado de este, las escaleras hacia el segundo piso.

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A continuación del corredor venia una especie de salón de diario donde los protagonistas eran una teatina de vidrio que impresionaba por sus colores y luminosidad. Y el asiento donde seguramente el abuelo leía su periódico. A la derecha el dormitorio principal, a la izquierda el dormitorio de la tía Maru, y siguiendo de frente el comedor, al fondo después de una terraza destacaba una piscina al final del jardín. En general, la casa me parecía inmensa. Tengo dudas sobre si había una gallinero después de la piscina. En nuestras primeras visitas a Sáenz Peña, veníamos de San José y nos alojábamos siempre en el segundo piso, en un cuarto con balcón a la calle. Tengo memoria que antes de ese cuarto, subiendo hacia la derecha había un closet grande de la abuela y al izquierdo un pasadizo llevaba hacia otro dormitorio. Pasando el cuarto grande, había otro pasadizo largo que conducía a otro dormitorio que daba al jardín de atrás. En ese recorrido se podía apreciar el vitral del primer piso. No recuerdo si antes de llegar a ese dormitorio del fondo había algún otro cuarto o baño. Seguramente que sí, pero ya escapa a mi memoria. Siempre me pregunté en que cuartos dormían mi papa y sus hermanos cuando eran niños. Creo que la casa fue construida a principios del siglo XX. Como recién llegados, siempre teníamos la intención de explorar hasta el último rincón y, pese a que todavía estábamos pequeños, Luis y yo éramos realmente niños muy curiosos y ruidosos. Como estábamos acostumbrados a despertarnos muy temprano, mi papá nos advertía rápidamente que no estaba permitida la bulla. Fue un consejo muy oportuno.

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(CON MI MAMA EN NAPLO)

(CON MI PAPA EN BARRANCO)

El escritorio de mi abuelo se ubicaba justo bajando las escaleras. Todos los objetos dentro de su oficina me parecían muy interesantes y provocativos para el juego. Especialmente una calculadora de metal con números y manijas por todos lados. Era un auténtico aparato mecánico. Mis papás quisieron honrar a mis abuelos nombrándoles mis padrinos, así además de abuelos, mi papapa era mi padrino y mi mamama era mi madrina, hecho que en mis cumpleaños los regalos más importantes o esperados eran los

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de ellos, mi abuela regalaba una lata de gallegas surtidas de Victoria, que a penas la recibía la escondía para evitar el pillaje de mis hermanos y primos. El regalo de cumpleaños de mi abuelo era un baulito de unos 20cms x 10cms enchapado en unas plaquitas de latón multicolor. Al interior había puesto 50 monedas de sol nuevecitas, todas brillantes y relucientes. Era una suma de dinero inmensa para un muchacho de 8 o 9 años. Con ese dinero años más tarde, cumpliendo 12 o 13 años, le compre a mi abuelo 50 acciones de la Cerro de Pasco Corporation. Esa fue la primera compra de acciones de mi vida. Años más tarde con Velazco expropiando la Cerro se perdió esa inversión. Otro privilegio de las visitas a Barranco consistía en acompañar a la abuela Julia en el desayuno (la llamábamos ‘Mamama grande’ para diferenciarla de nuestra bisabuela). El comedor de diario estaba en la parte posterior de la casa y lo que nos generaba más expectativa era la taza de leche muy caliente con café. En esa época no existían los microondas ni otros recipientes para mantener las bebidas calientes; así que las jarras de leche y café eran cubiertas con unos forros de tela rellenos de algodón que, usualmente, tenían formas de animales. Así se mantenían las bebidas calientes. De esas fundas me quedó grabada especialmente la de la gallina blanca de pico amarillo y patas rojas. La abuela era tan meticulosa en la preparación de su desayuno que el pan francés, comprado en la panadería de la avenida Grau, era servido calientito y cortado en cuatro, separando previamente las migas. Con ellas hacía bolitas casi perfectas que luego regaba por el jardín para alimentar a los pajaritos que esperaban por su desayuno cada mañana. Con la abuela aprendimos a comer huevo frito a su estilo. Para empezar, la clara del huevo la comíamos con los tres primeros pedazos del pan y, con el último cuarto, la yema. Pero también era muy detallista con la forma como se servía uno la mantequilla. Tenías que dejar el molde perfecto, como nuevo. Y con eso 39


era tan estricta que, si no guardabas las formas, te enterraba con una sola mirada. Mi abuela guardaba en su closet muchas cajas con contenidos diferentes, entre las que destacaban tres a mi memoria. Era muy meticulosa cuando recibía un regalo, ya sea por cumpleaños o navidades. Con muchísima paciencia abría el contenido, primero sacando el lazo o el adorno, este iba a la primera caja, después, si el regalo traía cinta lo desenvolvía con mucho cuidado y lo volvía a envolver para guardarlo en la segunda caja, por último, el papel de regalo iba tomándose todo el tiempo del mundo para sacar scotch por scotch para no malograr el papel, culminado esto doblaba el papel en 4 para guardarlo en la tercera caja. Y si podía también hacia lo mismo con los regalos del abuelo. Tenía tantos lazos, cintas y papel de regalo que podía poner un negocio de papelería. Siempre decía que los guardaba por si acaso. Otro detalle para estar atento con la abuela era la hora de su radio novela. En esa época no había telenovelas. Era su Hora sagrada. No podía volar ni una mosca. El “derecho de nacer” entre otras radionovelas eran de toda su atención, por lo que, si requerías algo, tenía que ser después de la emisión de radio. En el jardín de la casa había un gran árbol de lúcuma y, cuando llegábamos en temporada, los frutos eran peleados por todos. Felicia solía hacer un delicioso manjar blanco de lúcuma, el favorito del abuelo y mi papá. En la casa de Sáenz Peña había tres personas que trabajaban como apoyo doméstico. Erasmo era el chofer, proveniente de Tamarindo, Piura; un hombre polifacético y de muy agradable trato, de quien guardo muy buenos recuerdos. Felicia era natural de Ayacucho, una increíble cocinera y ama de llaves, quien acompañó a la abuela hasta sus últimos días y se llevó a la tumba muy buenas recetas, como la tortilla de plátano. Gabino se destacaba tanto por su manera de vestir como por su cabellera y larga barba, muy al estilo de un monje anacoreta. Él estaba encargado de la

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limpieza y de los trabajos pesados, como mover muebles y otras demandas físicas. Parecía como salido de algún cuento exótico, tan es así que sus orígenes, sus apellidos, la manera de cómo llegó a la casa y cómo se fue siguen siendo para mí un gran misterio. Pero la experiencia de la calle Sáenz Peña no solo estaba centrada en la casa de la abuela, pues en el barrio vivían varios otros parientes y amigos de toda la familia y, por supuesto, de mi papá. Entre otros estaban los Ferrand, los Raffo, los Bazo, los Dasso... Entre ellos, cabe hacer una mención especial al monseñor Basilio Ayerdi, amigo nuestro y oriundo de Bilbao, quien me había bautizado poco tiempo antes en la misma Iglesia de Barranco. En la siguiente cuadra de la avenida, casi al frente del monumento al Libertador San Martín, estaba la casa de la tía Carmen y del tío Pedro Montori, hermana y primo de la abuela Julia. El tío Pedro, era dueño de la Casa Montori y, cuando íbamos a visitarlo a su tienda del Centro de Lima, nos dejaba jugar con todo lo que había en ella. Nos gustaba especialmente escondernos y revolcarnos en la sección de las alfombras. Hacia el otro lado de Sáenz Peña vivía la ‘Mamama Viejita’, nuestra bisabuela, doña Julia Schütz Örtlieb de Montori (tenemos en la familia una gran cantidad de Julias, incluso en las generaciones posteriores), en una casa aún más impresionante. Era una casa casi vecina a la actual Embajada de España.

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(CON MI BISABUELA JULIA, MI ABUELA JULIA Y MI MAMA)

Mis recuerdos más latentes en esa casa se enfocan en las grandes tertulias y en todos los familiares reunidos en torno a ella. También cuando la parentela en pleno se agolpaba para degustar el famoso bacalao a la vizcaína cada Viernes Santo. Los almuerzos de esta gran familia, los cumpleaños y los eventos religiosos -como la procesión de Corpus Cristi o las navidades- reunían a todos los parientes y amigos. En uno de esos días recuerdo, vívidamente, al tío Lucho Montori marchando por dentro de la casa con la bandera española y ofreciendo enérgicas loas a Franco. Era un fanático acérrimo del ‘Generalísimo’. En su cuarto había un gran poster del dictador español. Daba miedo de solo de mirarlo. No entendíamos la devoción del tío Lucho por ese extraño y lejano personaje. También tengo un especial recuerdo de Honoria, la cocinera y mandamás de la casa, no solo por su tamaño, carácter y habilidad culinaria, sinó además por su don de gente que impresionó a cuantos la conocieron. No sé por qué razón en

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mis recuerdos hay un énfasis especial en la rejilla que le cubría todo el cabello que, seguramente, utilizaba por orden de doña Julia todo el tiempo. Era un deleite acompañarla al gallinero para alimentar a pavos, patos y gallinas quienes se disputaban las mejores hojas de lechuga, maíz y restos de los preparados culinarios de Honoria. Ella se conocía a cada una de las gallinas, de quienes todas las mañanas recolectaba los huevos para el desayuno y demás usos culinarios. Nunca supe cómo se apellidaba ni de donde vino, si era casada y tenía familia. Un misterio.

(MIS BISABUELOS JUAN BAUTISTA Y AMALIA BAERTL CON EL TIO LOTHAR KOETZLE, LA TIA LUCHA BAERTL MIS ABUELOS Y BALMAN)

Los rostros de otros varios parientes me llegan de forma abrumadora a la cabeza. La mayoría de ellos hoy ya ausentes. Por mencionar a algunos, el tío Lucho Montori, la ‘Chirri’, Chema Salcedo, los Ortiz Montori, los Montori Alfaro, los Montori Montori, los Montori de Aliaga, los primos Schütz de mis abuelos, los Diaz Ufano Schütz, los de la Torre Schütz entre otros.

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En la casa de la bisabuela Julia departíamos con todos mis primos hermanos segundos y terceros, a quienes no veíamos de manera regular y que eran hijos de los hermanos, primos y demás integrantes de la familia.

(MIS BISABUELOS VICTOR Y JULIA MONTORI CON SUS HIJOS, YERNOS Y NIETOS)

Algunas veces participaban en los almuerzos Barranquinos el tío Fernando Harten Mandel y su esposa, la tía Ana Baertl, hermana de mi abuelo Ernesto. El tío Fernando era muy amigo de mi abuelo y una persona de muy buen trato. Por su parte, a la tía Ana le encantaba darnos de comer y su especialidad, recuerdo, eran los küchen que preparaba con mucho esmero. Mi tía Ana tuvo dos hijos Fernando y Edith.

Hemos mantenido con ellos una cercanía muy

estrecha, ya que los Harten también vivían en la aurora y con los hijos de mi tía

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Edith siempre nos unió la amistad muy grande. Juan, Mario y Gino han sido nos solo generacionalmente iguales, sino que además hemos convivido en muchas ocasiones, especialmente con Mario atravez del golf. Por esa época también caían de visita a Barranco don Lothar Koetzle, conocido por su extrema tacañería, y la tía Lucha Baertl, su esposa, la otra hermana de mi abuelo. Mi tía Lucha tuvo dos hijos, el tio Fridi y la tía Pilar. Los Koetzle Baertl y los Harten Baertl representaban el lado más alemán de la familia. Pero los Montori, de ascendencia española, dominaban el entorno no solo por mayoría sino, además, por salero. Justo delante de la casa de la ‘Mamama Viejita’ estaba la vía del tranvía LimaChorrillos que, a cada paso, despertaban sus constantes quejas por el ruido y las vibraciones que producía en todas las estructuras de la casa, cuando arremetía por el cruce de Sáenz Peña con la avenida Grau. Por esa época, habiendo superado mis primeros 10 años, algunos 24 de diciembre los pasábamos en la casa de mi tío Manuel Montori, hermano de mi abuela. Allí no solo se recibía la Navidad, sino que, además, festejábamos siempre su cumpleaños como dueño de casa. Él vivía en la avenida Arequipa, casi al frente del embajador americano y de la plaza Washington. Era una casa tradicional con una entrada y jardines de película. Mi tío Manuel era muy aficionado a las plantas. Por esa razón, se trajo de Piura, donde tenía una hacienda, un árbol de algarrobo que, con los años y su meticuloso cuidado, se convirtió en un frondoso árbol para admiración de todos.

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LOS VERANOS EN NAPLO El grupo de los primos que nos juntábamos durante las vacaciones en Naplo se hizo cada año más grande. El Naplo de esa época era un pequeño y tranquilo balneario donde todos los veraneantes éramos amigos o relacionados. Eran tantos y tan distintos los placeres que generaba el verano en compañía de ellos y de los abuelos que era imposible disfrutarlos todos a la vez. Mi abuelo se hizo construir una casa enclavada en el cerro, en lo alto de un roquerío, en la que perforaron como acceso un pasaje que conducía a la puerta principal. Ese pasaje tenía todas las características de una galería minera. Incluso le pusieron puntales de madera “para su sostenimiento” y rocas de mineral como decoración. Eran pedazos de galena dispersos que aparentaban labores inconclusas de tajeo. Mi tío Alfredo se lució nuevamente con una arquitectura de vanguardia. La casa tenía un inmenso balcón desde donde se podía disfrutar de una vista espectacular de toda la bahía de Pucusana. Entre nuestros vecinos en Naplo estaba don Axel Nycander. Propiedad que colindaba pared con pared. Esa casa la comenzó a construir el tio Augusto Montori, quien lamentablemente murió y no pudo ver su casa terminada. Esa casa se construyó muy parecida a la del abuelo, pero él ya no quiso saber nada de socavones. Otro vecino fue el señor Chichizola, oriundo de Italia, pero nacionalizado napleño. Más allá tenían sus casas el tío Pedro Montori, los Noriega y los Cooper, entre otros, cuyos nombres ya escapan a mi memoria. Pero para nosotros lo más interesante de los veranos en Naplo no se limitaba a la playa o a la cercanía de los buenos vecinos. Por ejemplo, de cuando en cuando acompañábamos a la abuela a Chilca, adonde llegaba para sumergirse en sus rehabilitadores baños de barro. El olor parecido al azufre no era óbice para que nosotros nos enfrascáramos en interminables combates con “balas” del barro, hasta terminar prácticamente rendidos. Otro de los premios por acompañar a la abuela en sus baños de salud eran los higos y los deliciosos

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alfajores de Sayán que disfrutábamos en el camino. La diferencia con los que encuentras hoy es que, en esas épocas, sí eran hechos con manjarblanco de verdad. Un personaje importante fue el Sr. Ochoa guardián general, de todo Naplo más conocido como Ochoita, quien mantenía a raya a los heladeros y barquilleros en época de verano. Como no recordar los carnavales de Naplo, la Yesera y Pucusana, cuando todos los botes, chalanas y peque peques salían al mar cantando “carnaval, carnaval es el grito general”, los bailes, serpentinas con versos, los chisguetes de éter betún, ríos de agua, talco y demás.

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También recuerdo acompañar a la abuela Julia, en la camioneta Volkswagen conducida por Erasmo para ir al mercado de Pucusana a comprar pescado, frutas y demás víveres o también a la panadería La Espiga, de donde salíamos cargados de los famosos cachitos, tan ricos que se convirtieron en una tradición en el desayuno napleño.

ESOS FINES DE SEMANA EN ÑAÑA Siempre tuve un cariño especial por el abuelo Ernesto. Lo recuerdo por su manera de caminar, como en actitud reflexiva y casi siempre con las manos cruzadas en la espalda. A veces lo acompañaba a su oficina que quedaba en el edificio del Banco Internacional. Por allí cerca tenía sus caseras. Estaba la de las paltas, la de las chirimoyas y de otras tantas frutas que compraba, sin previo aviso, pensando en que le gustarían a la abuela y, seguramente, para reavivar el recuerdo de sus años en el campo. Incluso, en una oportunidad fuimos hasta Barrios Altos solo para conseguir unos deliciosos e inmensos merengues que, había oído, preparaban en una pastelería específica.

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Mi abuelo Ernesto era un hombre sencillo y trabajador. Pero, más allá de sus labores profesionales, tenía un especial apego y orgullo por su chacra de Ñaña. En ese entonces, para llegar había que ir hacia el Centro de Lima, de allí tomar la avenida Grau, pasando por el Hospital Obrero y, luego, enrumbar por la Carretera Central. Desde ese punto, y con muy pocas excepciones como Vitarte o Santa Clara, todo el trayecto se hacía a través de chacras en las que el cultivo de algodón era el predominante. Ese era el negocio entonces. La carretera acompañaba en su discurrir a la línea del ferrocarril central, por lo que no era extraño ver a los trenes de carga y pasajeros hacernos carrera en los tramos que estaban las dos vías juntas. La casa de Ñaña de los abuelos colindaba con las de mi tío Alfredo y de mi tía Julita. Las tres edificaciones estaban en lo que sería la parte posterior del terreno; pero en la entrada se ubicaba una cuarta casa, que era de mi tía Camincha y del tío Enrique. Todo el predio en su conjunto estaba cercado por una pared construida al estilo tapial. Del otro lado discurría una acequia que irrigaba los campos vecinos y, a uno de los lados, mi abuelo plantó una fila de casuarinas que, con el tiempo, se convirtieron en muy frondosos árboles que en las tardes ventosas era muy curioso el silbido de las casuarinas cuando dejaban pasar la brisa por entre sus ramas. La entrada a la chacra se hacía a través de unos parronales de uva quebranta, que le daban mucha distinción al recibimiento del fundo “Los Patitos”. Algunos fines de semana de invierno íbamos con mis papás a la chacra para acompañar a mis abuelos, y nos encontrábamos con los primos para divertirnos con nuestros juegos y aventuras. Allí llegaban regularmente los viejos amigos de los abuelos y mis papás a departir frente a una buena mesa y compañía. Como era de esperar, Felicia encantaba a los comensales con sus variadas creaciones. Aparte de un gran palomar de propiedad de mi tío Juan Manuel, mi abuela había hecho construir un invernadero y el abuelo y una inmensa poza diseñada por mi

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tío Alfredo, que tenía una pequeña isla conectada por un puente al puro estilo japonés. Nos distraíamos por largo rato observando la variedad de los peces, empezando por los pequeños guppies multicolores hasta las imponentes carpas que dominaban el estanque. También nos divertíamos persiguiendo libélulas y atrapando a los renacuajos que pululaban en esa suerte de pequeño oasis. Una de las cosas que más me entusiasmaban, al punto de levantarme muy temprano, era observar cómo ordeñaban a las vacas y luego tomar la leche fresca calientita obtenida un instante antes. A esa hora había una neblina que no dejaba ver más allá de un par de metros, pero se disipaba alrededor del mediodía provocando que, como norma, aún en invierno, las tardes fueran bastante soleadas. De esas tardes en familia recuerdo también a Crispín, un toro musculoso que tenía un carácter un poco agresivo y que el abuelo solía presentar a todos sus amigos como una de sus más preciadas posesiones. Otro motivo de orgullo para él eran las camionetas Volkswagen verdes, doble cabina, que en las puertas delanteras tenían pintados dos patitos en directa referencia al nombre del fundo. En esa chacra disfrutábamos invariablemente los almuerzos de los domingos iluminados por un sol cálido, en un ambiente fresco y entre paltos, vacas y tiernos conejos de Angora.

Recuerdo también como en Naplo

acompañar a la abuela para ir a Chaclacayo a la misa los domingos, terminado el culto, parábamos en la bodega “Soto” que quedaba en esquina casi frente al mercado y en medio de la carretera central, donde se aprovisionaba de los ingredientes del almuerzo dominical. En una época vivián en Ñaña mis primos Baertl Gómez, los Delos Ríos Baertl y los Oyague Baertl, así que el evento familiar del fin de semana era muy concurrido, cerca de ahí vivía el tio Joselin Gallo, quien muchas veces participaba de los eventos familiares. Pasando el parronal y casi al frente de la casa de la tía Camincha, había una canchita de futbol y un tanque de agua muy alto, donde muchas veces nos

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subíamos para mirar el paisaje circundante. Recuerdo lo azul y limpio del cielo. Todos los vecinos eran fundos de paltos, chala y pan llevar, casi no había casas. Como a un kilómetro de la chacra camino a Huampani vivía el Tio Joselin Gallo, quien era hermano de la mama de la tía Mary Flores Estrada de Mazzetti. Desde que lo conocí, caminaba y caminaba, debía recorrer kilómetros todos los días. Mi recuerdo es un poco vago, pero vivía en una casa que estaba en lo alto de una pequeña montaña rodeada de árboles d eucalipto. Me parecía cuando íbamos a avistarlo un lugar como encantado. Años más tarde se mudó Lima y siguió caminando y caminando.

EL ABUELO EMPRENDEDOR Mi abuelo Ernesto fue siempre un minero de corazón, pero en muchos pasajes de su vida no fue ajeno a otros emprendimientos. Algunas veces lo acompañamos a visitar su proyecto en San Bartolo, donde pecho de paloma, en medio del desierto aquél, nos explicaba su plan maestro para levantar un nuevo fundo. Por otro lado, varios fines de semana fuimos a Chancay a conocer y a supervisar los trabajos de las bolicheras ‘San Martín’ y ‘Bolívar’, de propiedad de la Pesquera La Gaviota en sociedad con la Grace. Cerca al puerto ya era todo un reto soportar el olor de la harina de pescado, pero el abuelo decía que, en realidad, ése era el olor a plata. Como parte del paseo era una tradición almorzar en el ‘Valverde’, que quedaba en la Plaza de Armas, donde casi siempre pedíamos un delicioso tacu tacu de pallares con su sábana de carne y, de postre, un delicioso panqueque acaramelado con duraznos al jugo y manjar. Prácticamente ese era el menú para todos.

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Me acuerdo también cuando lo íbamos a visitar a sus oficinas de la Volcán Mines, que quedaban en el Centro de Lima. En esa época todo giraba en torno al Centro. Ahí tuve la suerte de observar de reojo a los Ayulo, a los Pardo y conocer a don Felipe Beltrán, a don Juan Zegarra y a la tía Carmen Sáenz, quien en esa época estaba haciendo sus pininos. Cerca de allí trabajaba un amigo de mi abuelo que se llamaba Enrique Van Oordt, un corredor de bolsa que le dateaba sobre las próximas movidas bursátiles. ¡Ah! En esa época las acciones eran todas al portador. Así también, era de rigor la visita a la Feria Internacional del Pacífico, pero solo en plan de diversión. Al abuelo le gustaba pasar por el pabellón alemán para probar todas las delicatessen. Seguramente al tener la oportunidad de reconectarse a través de la comida con sus raíces, ese paseo se convertía en un acontecimiento muy reparador.

LA OFICINA DE MI PAPÁ EN LA CORPORACION Al pasar de los años, con las visitas sabatinas a las oficinas de Corporación Minera Castrovirreyna y Cobre Acarí y, luego, con los viajes a los diferentes asientos mineros, ampliamos nuestro horizonte y ganamos un poco de independencia, lo que fue enriqueciendo y diversificando nuestras vivencias. Previo paso por la peluquería para el famoso ‘corte alemán’, un verdadero hit y de rigor para la época, Luis y yo invadíamos las oficinas de la Corporación algunos sábados por la mañana. Para nosotros era toda una novedad tecnológica el dispensador de agua. En todas nuestras visitas nos habremos tomado más de una tonelada de agua en sus típicos vasitos descartables de papel. Doña Carmen Ortiz, mano derecha de don Luis Picasso, el padrino; la señora Emma, don Gonzalo Rodríguez, Andrés Sayán, Modesto Huamán y Andresito Reyes entre otros, tuvieron mucha paciencia y cariño hacia nosotros.

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Veo reunidos sus rostros en los almuerzos navideños de la Corporación Castrovirreyna en el Hotel Crillón. Ahí también se daban cita el pisco sour, la yuca frita y el clásico cocktail de camarones, que iniciaban con mucho gusto la ruta hacia el almuerzo. Producto del whisky Curtis que se servía en abundancia en esos eventos, los protagonistas de esas veladas eran los “yo te estimo”, el “hermanito” y otras voces un poco aderezadas, tanto que los abrazos efusivos reemplazaban a un “sí, don Luis”, “sí, don Guillermo” o al “sí, don Ernesto”, que eran el resultado natural del respeto y de las jerarquías dentro de la empresa durante el resto del año.

LA TÍA NENA O’HARA La tía Violeta Gonzales Lattini, más conocida como la ‘Nena O’hara’, estuvo casada con el tío Herbert O’hara, quien murió relativamente joven. La tía Nena fue uña y carne de mi mamá y una gran amiga de la casa. Muchos paseos y aventuras no hubiesen sido lo mismo sin ella. Recuerdo con mucho cariño a Edgar, su hijo, quien fue nuestro gran amigo y compañero de viajes y travesuras. Cuando nos íbamos de viaje o de periplos a la sierra, en esos tramos largos y aburridos del camino, Edgar nos mantenía atentos con unos excelentes cuentos de su autoría, pues desde esa época ya se perfilaba como escritor. Y también conocimos mucho a su abuela, pues vivía a pocas cuadras de la casa de la tía Nena. Más bien el papá de la tía Nena, me parece que falleció a principios de los años 50, por lo que conocimos más a los tres hermanos de la tía, Julio, Octavio y Fernando, quienes desde hacía décadas eran también amigos de mi papá.

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La tía Nena tenía muy buena mano para la cocina y siempre, a la entrada del invierno, nos invitaba a almorzar una deliciosa minestrone, una

de

las

recetas

que

había

heredado de su mamá. El abuelo de Edgar era oriundo de Roma y se llamaba Julio Lattini. Fue un famoso arquitecto de principios del siglo XX que, entre sus obras más emblemáticas, se tiene al Teatro Segura. (LA TIA NENA Y EDGARD O’HARA)

LA RAMA DE LOS JOURDE BLACKER Por el lado de mi mamá la familia no era tan numerosa. Al menos con la que teníamos contacto habitual. Teníamos al tío Julio, casado con la tía Nelly, y que tuvieron cinco hijos, Jenny, Julio, Juan Carlos, Ernesto y Gonzalo. Desde que tengo memoria siempre vivieron en la calle Tarata de Miraflores, hasta que la bomba de Sendero Luminoso los obligo a mudarse en los años noventa. Y también estaba mi tía Chela, casada con don Nelson Alvarado Laos, natural de Tarapoto, quienes tuvieron cuatro hijas, Lizzie, Marisa, Roxana y Gladys, el benjamín era Nelson junior. Ellos vivieron una época en una casa frente a la plaza principal de Barranco, en la que también vivió con ellos, por un tiempo, mi tía Mercedes. Por el lado de los Blacker, mi mamá tenía varias tías que eran hermanos de la abuela Elisa. Recuerdo a las tías Aurelia, Tere, Carmen y Mercedes. Todas ellas identificadas como las hermanas Blacker León o las “Blacker Lyon”, como

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firmaban sus apellidos. No conocí a ningún tío abuelo Blacker, aunque alguna vez me pareció entender que eran como diez hermanos en total. Mi mamá era cercana a su primo Augusto Blacker Murrieta quien tenía un grifo en la esquina de Benavides con la avenida Panamá, frente a lo que hoy es Wong. En esa época era el Super de Benavides. El tio Augusto era casado con la tía Lucy Miller. De todas, mi tía Mercedes era la más cercana a mi mamá. Mi abuela había fallecido relativamente joven, hacía ya muchos años y, siendo mi tía Mercedes la mayor, como que se había ocupado de mi mamá cuando niña. De mi abuela solo teníamos referencias a través de las historias que contaban mi mamá y mi tía Mercedes. Siempre se nos dijo que nuestro abuelo, Julio Jourde, ya había fallecido; sin embargo, para sorpresa mía y de Luis, una tarde mi mamá nos llevó a visitarlo a casa de su hermana Carmen Jourde de Castro, tía de la que tampoco sabíamos de su existencia. Yo tendría trece años y Luis estaría llegando a los doce. Nunca mi mamá volvió a mencionar este hecho tan raro. Obviamente, nosotros tampoco nos atrevimos a preguntar. Como vino ese evento, lo vimos y se fue. Seguro fue una visita para “hacer las paces” porque, coincidentemente, mi abuelo murió a los quince días de haberlo conocido. Y de la tía Carmen Jourde tampoco supimos más. Volviendo a mi tía Mercedes, ella siempre nos visitaba y nos cuidaba cuando mis papás se iban de viaje. Cuando se quedaba con nosotros le gustaba recordar con nostalgia sus gloriosas épocas pasadas. Recuerdo que preparaba un budín de pan buenazo y que le encantaba la costura, tanto que se había dado maña para hacerse de ingresos con esa habilidad. Mi tía Mercedes fue como una abuela para nosotros y tenía un especial cariño por Luis y por mí. Como nunca se casó, nos adoptó como sus nietos y, muy consecuente, nos engrió a más no poder.

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(LAS HERMANAS BLACKER LEON)

EL PERIPLO DE MINA EN MINA Durante muchos años, Luis y yo, viajamos en la pickup Studebaker, cuando estábamos de vacaciones, acompañando a mi papá en el periplo bimensual que hacía por varios asientos mineros en la sierra central. En días previos al viaje preparábamos todo lo que fuese necesidad para nosotros, chistes, caramelos de limón, las famosas capsulas del Doctor Miranda para el soroche y las pastillas de coramina para chupar que nos ayudaban a soportar la altura en las zonas más elevadas, no podía faltar la mantequilla de cacao para la sequedad de los labios y algunas veces anteojos negros para el surumpe. Recorríamos los departamentos de Lima, Junín, Pasco, Huancavelica para retornar por Ica a Lima. Era común en la época, ponerle a la camioneta sacos de arena en la tolva para que no saltara mucho sobre esas carreteras afirmadas. Era costumbre tener también una gran caja de herramientas en la tolva adosada a la cabina, baúl de infinitos recursos como anticipándose a todos los “por si acaso”: desde el jabón de lavar para tapar las fugas del tanque de

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gasolina, pasando por las velas, las fajas de repuesto, las cadenas para el hielo y la nieve; así como aceites, grasas, waipe, lonas, lampas y otras tantas cosas que nos permitieran soluciones ingeniosas en caso surgiera un imprevisto. Infaltable era la lonchera de mi papá y el café negro sin azúcar que llevaba religiosamente, que, según él, lo aprendió a tomar así en el recorrido del ferrocarril Oroya Cerro de Pasco cuando niño. Ese momento del café permitía amainar la soledad de esas serranías sobre todo en las tarde noche cuando el frio comenzaba a hacerse presente. (No había ni calefacción ni aire acondicionado en las camionetas). Nunca supe porque las pick-ups tenían pintadas en sus puertas la palabra” particular”. Normalmente salíamos de Lima a media tarde del Lunes, con rumbo a San Mateo, pueblo ubicado a 100kms de Lima y a 3,000mts sobre el nivel del mar en el valle del rio Rímac. Ahí dormíamos para salir a la mañana siguiente a la mina de Pacococha. En San Mateo, Milpo compro una casa a mediados de los 50´s que la compartía con Pacococha y que se usaba para aclimatar a los funcionarios de ambas empresas. Esa casa era una mansión para el promedio de la zona y, aparentemente, había sido construida a principios de la década de 1940. Seguramente por algún minero que hizo plata en las minas de Tamboraque, Viso o en alguna de las múltiples zonas mineras colindantes y que, según cuenta la leyenda, luego terminó venido a menos por la buena vida que le trajo la opulencia.

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(PUCACORRRAL EN LA STUDEBACKER CON MI PRIMO ALFREDO)

La casa de San Mateo estaba ubicada al borde de la ribera del río Rímac y a unos 200 metros de la Carretera Central. Tenía varios ambientes muy cómodos, una gran chimenea que calentaba toda la casa y un baño inmenso con una tina también de grandes proporciones, cosa que era muy difícil de encontrar en las casas de la sierra. Se distinguían otros detalles de modernidad para esa época; por ejemplo, un gran teléfono negro de bakelita que no requería de discado, sino que, apenas se levantaba, del otro lado de la línea contestaba la operadora. El número de teléfono de la casa era el 03 de San Mateo. Así debías pedirle a la operadora si querías comunicarte a Lima, Pasco o de cualquier otra parte, pero, eso sí, debías tener mucha paciencia. A veces pedías la llamada a las 6 de la tarde y recién te conectaban a eso de las 11 de la noche. Apenas llegados de Lima a San Mateo, pese a las comodidades de la casa, en las primeras noches nos era difícil dormir por los efectos de la altura, pero también por el ruido que hacían el río y la gran cantidad de camiones Ford F500, con rooster a pleno, que roncaban sufridamente en su intención de trepar hasta Ticlio lo más pronto posible.

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(CASA DE SAN MATEO DE IZQ. A DER. WALTER NIETO DE CLORINDA, CARLOS ALVARADO, MI PAPÁ, CARLOS MONTORI, DANIEL URBINA Y MI TÍO AUGUSTO)

De San Mateo recuerdo también la deliciosa comida que con mucho cariño nos preparaba Clorinda Montes. Ella era del callejón de Huaylas, pero afincada desde hacía muchos años en San Mateo. En esa época Clorinda ya era viuda y vivía en nuestra misma casa con sus hijas y un hermano. ¡Fueron memorables su puré de espinacas y huevo frito que servía sobre tostadas de pan serrano recién horneado! Delicioso bocado que, por puro engreimiento, era infaltable para Luis y para mí a la hora de la cena. Sus sopas, segundos, postres y los pantagruélicos desayunos siempre fueron muy especiales y nos educaron el gusto durante nuestra infancia. Algunas veces nos daba flojera subir a la mina, así que con la venia de mi papá recorríamos el pueblo de San Mateo de cabo a rabo. Era un pueblo chico, pero tenía todas las comodidades de uno mediano, pues las minas y su cercanía a la Carretera Central lo hicieron próspero rápidamente. Un par de kilómetros más arriba estaba la planta de agua litinada de San Mateo, que hasta hoy produce un agua de muy buena calidad.

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Con Luis nos aventuramos un par de veces en un paseo hasta Infiernillo, en el colectivo que en esa época iba de San Mateo a Chicla. Se trata de un puente de metal que hasta ahora cruza por encima de la Carretera Central y que el ferrocarril transita entre dos de los tantos túneles que le permiten atravesar los Andes. Por su complejidad, una obra maestra de la ingeniería.

(CON LUIS EN EL ABRA DE CHANAPE 5250 mts.)

LAS VETAS DE PACOCOCHA Si hay algo de lo que no tengo duda es que los mejores soroches de mi vida los sufrí en el Sindicato Minero Pacococha. Pacococha se ubica en la naciente del río Aruri, tributario del Rímac, a 35 kilómetros de San Mateo. La planta concentradora campamentos y algunas labores se ubicaban a 4,600 msnm. Sin embargo, en las labores más altas fácilmente se pasaban los 5,000 metros de altura sobre todo en la zona de Incataycuna. En 35/40 kms subías una altura de 1,600mts. desde San Mateo a Pacococha. El yacimiento fue siempre difícil de trabajar, pues era de tipo rosario, es decir se

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caracterizaba por tener bolsonadas de mineral cada cierto tramo lo que hacía hubiese tajeos estrechos en zonas donde la extracción de mineral se hacía muy tediosa. Pero justamente por esas características es que allí se encontraban las mejores escaleras de cuerda entre tajeo y tajeo. Para nuestra edad era extraordinaria la complejidad del equipo con que solíamos ingresar: casco, mameluco, correa, picota, lámpara de carburo (“cuidado de que se te apague”), etc.; a lo que debías sumar el barro, el agua y la altura. Todo eso hacía que estas subidas y bajadas dentro la mina fueran muy complejas y agotadoras. Muchas veces con Luis salíamos empapados de sudor de la mina.

(NEVADA EN PACOCOCHA)

Pero retrocedamos un poco. Desde que te ponías en camino de San Mateo hacia Pacococha ya estabas en medio de una aventura. Era tan sinuoso el camino por los accidentes geográficos de la zona que ese tramo se había convertido en el terror de los conductores. La carretera, también angosta, pasaba por el famoso ‘Balcón del diablo’, un precipicio de más de 300 metros de profundidad que llegaba hasta el río Aruri.

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De subida podías apreciar, a lo lejos, la Carretera Central y lo que quedaba de la antigua fundición de don Lizardo A. Proaño. Al frente, al otro lado del río, las labores de la mina de Tamboraque. Las dos riberas del valle se conectaban por una inmensa oroya, obra de ingeniería de los años 30, que aún transportaba mineral hacia la planta y víveres e insumos hacia la mina. Justo antes de llegar a Pacococha se abría a la izquierda la zona de Pucacorral, impresionante por sus glaciares y nevados y lo agreste del entorno; y en época de lluvia se apreciaba de manera majestuosa ‘el velo de la novia’, una catarata que venía cargada, desde las alturas, con un caudal impresionante. Muy cerca estaba el pueblito de Parac, abandonado a su suerte, siempre me pareció medio fantasma, de subida y justo antes de llegar a Parac había lo que siempre me pareció un puente colonial. Unos kilómetros más arriba se encontraba la Compañía Minera Millotingo, de propiedad de don Felipe Zacarías. Una gran mina de plata que muchos mineros miraban con envidia. Un poco más arriba se ubicaba la planta del Banco Minero. Aquí cabe destacar que, en esa época, a través del Banco Minero, el Estado había instalado diferentes plantas concentradoras a lo ancho del país con el fin de promover la minería en lugares apartados. Toda esa zona, desde las alturas de Ticlio, Casapalca, Viso y la zona de Pacococha, fue trabajada desde la colonia y hacia fines del siglo XIX e inicios del siglo XX por dos socios singulares, los señores Backus y Johnston, quienes habiendo hecho fortuna en la minería fundarían, años después, la cervecería más importante del país, apartándose así de manera definitiva del negocio minero. Cuando acompañábamos a mi papá a las reuniones de trabajo en la oficina de geología, Luis y yo nos mirábamos como diciendo “que, avezado mi papá, haberle puesto BJ a la mayoría de los denuncios de Pacococha”. Creíamos que el BJ era por Baertl-Jourde, ¡pero no!, gran error, BJ eran los denuncios originales de los

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señores Backus & Johnston y que aún en esa época estaban vigentes. Si mal no recuerdo, había más de una docena de ‘BJ’s, desde el BJ1 hasta el BJ15 y más. En la mina siempre éramos recibidos por don Manuel Arellano Ramírez., Superintendente General y posterior director de la compañía. Era un gran fanático y entusiasta promotor de Pacococha. Él vivía con toda su familia en el campamento. La belleza natural de toda la zona era increíble, el yacimiento estaba localizado en una hoyada y, en el medio de ésta, una laguna. La planta, campamentos mercantil, hospital y demás áreas de trabajo de la operación de Pacococha circundaban la laguna. Algunas veces con Luis jugamos allí con botecitos hechos de retazos de madera y telas que dejábamos navegar libremente y a merced del intenso viento. Pero el entorno de Pacococha era inhóspito y agresivo. No solo por la altura, los nevados y los glaciares cercanos como el de Pucacorral, sino además por el intenso frío que se incrementaba por los fuertes ventarrones. Recuerdo más de una vez haber iniciado el regreso a San mateo y tener que turnarnos Luis y yo para iluminar el camino de bajada ante la fuerte nevada acompañada de una impenetrable neblina. A cada uno le tocaba caminar al frente de la camioneta señalando el camino a seguir, por un tramo de aproximadamente un kilómetro, al culminar ese trecho bajaba al que le tocaba del carro y el que entraba a la camioneta se calentaba con un vasito de café muy caliente, así kilometro a kilometro recorríamos el camino hasta que la neblina o la nieve se disipaban. Hacer minería en esa zona fue siempre muy duro y difícil. Quizá por ello, Pacococha nos compensaba brindándonos aventuras extraordinarias.

MEMORIAS DEL CAMPAMENTO MINERO DE MILPO

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Una vez terminada la visita a Pacococha, partíamos muy temprano con destino a Milpo en Pasco, era parada obligada el restaurante Huaymanta, a la entrada de la Oroya, adonde llegábamos por un caldo de anca de rana proveniente del lago Junín. A la salida, con la barriga llena, hacíamos una breve parada en un grifo del mismo nombre, donde hacía ya mucho tiempo se habían instalado unas vendedoras de manjarblanco tarmeño y huancavelicano, que ofrecían en unos envases circulares de madera. Nosotros preferíamos el delicioso manjar blanco Bazo-Velarde (Huancavelica) que, sí o sí, racionábamos fieramente para hacerlo durar y durar. Ya enrumbando para Milpo, después del suculento almuerzo, pasábamos por La Oroya y parábamos sin excepción en La Mercantil de la Cerro de Pasco Corporation (CdP). Allí nos abarrotábamos de goodies como los chocolates O ‘Henry, Baby Ruth, Three Musketeers, entre otras delicias exclusivas que no se encontraban en ninguna otra parte del país. Algunas veces después de saquear La Mercantil entrábamos a Chulec, donde la CdP había construido una ciudad que no tenía nada que envidarle a cualquier pueblo de los Estados Unidos; incluidos un hospital, un cementerio, un club con cancha de golf, aeropuerto, etc.; todo muy bien organizado y con comodidades inimaginables para un sitio escondido en medio de los Andes y 3,750mts de altura. En Chulec, nos esperaban en un chalet muy gringo y con gran entusiasmo el tío Alberto Benavides a no dudarlo con su puro en la mano. Si es que no habíamos parado en el restaurant Huaymanta, éramos recibidos con un delicioso almuerzo. Era una época, alrededor de 1965, en la que Milpo estaba cerrando la compra de muchas de las concesiones cercanas a su zona de influencia y que eran arrendadas a la Cerro de Pasco. Recuerdo lo difícil que fueron esas negociaciones y lo vitales que resultaron para el desarrollo de Milpo. Gracias a la leal amistad entre el tío Alberto, mi abuelo y mi papá se pudo cerrar esa compra que marcó el desarrollo

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impresionante que tuvo la empresa en los siguientes años. Después de Chulec la ruta nos llevaba hacia la pampa de Junín para coronar una vista impresionante del lago Junín, un par de horas después, habiendo pasado por varios poblados como Junín, Carhuamayo entre otros poblados menores. A poca distancia se encontraba la ciudad de Cerro de Pasco, ciudad situada en medio de un gran yacimiento minero y que era parte de su desarrollo y vivencia. Se notaba que la CdP era el motor económico de la ciudad, en esa época ya estaba en operación el tajo abierto que poco a poco se iba comiendo la ciudad y que reemplazaba al Mc Cune pit, que era la manera como se entraba a la mina subterránea. Al llegar a Milpo siempre me impresionaba el tamaño y la complejidad de la operación. Unos años después, cada enero, mi papá nos dejaría allí para que trabajásemos durante todo el mes en las diferentes áreas. Así, una semana la pasaríamos en geología y entraríamos a la mina con Pedro Ly; otra, en la planta concentradora con Edgar Lanchipa, donde daríamos nuestros primeros pasos en metalurgia y, de paso, nos meteríamos a ver los Zulzer, grandes generadores de energía para todo el proceso y las necesidades del campamento. Estos generadores eran imprescindibles dada la falta de tendido eléctrico en la zona. Después también trabajaríamos en la oficina de Recursos Humanos preparando planillas y sobres de pago que se repartían los sábados. Otro año nos tocaría hacer mina con Germán Arce o pasar por el hospital con el doctor Pérez Petit. Guardo un gran recuerdo de don David Ballón, en esa época Superintendente General de la mina, de ‘Papacho’ Ortecho, del tío Pepe Venegas y de la tía Ruth, de Isaac Cruz, de Elmer García, entre los muchos que hicieron de Milpo su casa y su medio de vida. Algunos sábados nos escapábamos y pasábamos el día en Huánuco e, incluso, a veces nos quedábamos hasta el domingo. Llegar a esa ciudad era todo un evento.

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Situada a casi 1,800 msnm. era todo un paraíso comparado con los 4,100 del campamento de Milpo. Es decir 2,300 mts más abajo. El calorcito y los olores del valle eran ya la primera recompensa. La comida o el almuerzo eran fijos en el chifa Huánuco. A veces íbamos al cine a función de vermut, donde proyectaban películas del año de Ñangue. Otros fines de semana, cuando el trabajo de la semana había sido muy fuerte, el sábado nos íbamos a pescar truchas en los ríos y lagunas de la zona. Varias veces regresamos con la cesta cargada de pescado e invitábamos a todos los comensales del hotel a un banquete de trucha frita. Recuerdo los desayunos que nos servían en el hotel, desde sopa, lomo saltado hasta cualquier potaje que nos mantuviera con energía hasta la hora del almuerzo donde regresábamos a devorar lo que hubiese Previo a uno de los viajes de periplo minero, mi papá compro para la Studebaker un nuevo equipo de cartuchos. Sistema de última tecnología de esa época Esos cartuchos fueron regalo que le hizo mi tío Augusto a mi papá cuando lo fuimos a visitar mientras trabajaba en la mina Marh Tunel de la CdP, en Yauli. Cuántas veces recorrimos la pampa de Junín al compás de Frank Sinatra, Herb Alpert y los demás músicos de moda en esa época. Ahí a voz en cuello cantábamos My way o New York New York entre otras melodías. Esos cartuchos nos acompañaron no solo muchos kilómetros en las serranías, sino que, durante varios años, nos hicieron más amables esos caminos inhóspitos… hasta que las cintas se gastaron por el uso parejo y constante. Siendo el equipo reemplazado por un toca casete Sony KP500.

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(MILPO, PLANTA CONCENTRADORA CON MIS TIOS MARIA JESUS Y AUGUSTO)

Siempre que íbamos con mi Papá a Milpo nos alojábamos en la casita de Rayhuan, que quedaba a quince kilómetros del campamento y como a 1,100 metros por debajo del hotel de Milpo (4,100 msnm). Esa diferencia de altitud significaba mucho, pues nos permitía dormir más placenteramente.

(LA CASA DE RAYHUAN)

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(CASA DE RAYHUAN SUBIDOS EN UNA RUEDA DE MOLINO ESPAÑOL)

No sé cuál fue el origen de la casa, pero era toda de madera y estaba al costado de la Carretera Central que iba de Cerro de Pasco a Huánuco, Tingo María y creo que, en esa época, ya llegaba hasta Pucallpa. Por esa razón, todo el tráfico de camiones, ómnibus, autos y camionetas pasaba prácticamente rozando al dormitorio… y, siendo de madera, hacía que todo temblara por dentro. Cerca de la casa había una serie de molinos de piedra que se utilizaron para tratar el mineral durante la época de la Colonia; eran tan impresionantes que, mi papá decidió traer unas de esas ruedas de molino para adorno de la entrada de la casa de la avenida Montagne, en Lima. Hasta mediados de los años 60, don Aquiles Venegas fue gerente general de Milpo. Por su alegría y agradable personalidad era considerado todo un personaje. Le encantaba hacerles bromas a todos sus amigos, en especial a don Axel Nycander, quien no tenía mucha correa que digamos. En esa década Milpo comenzó a despuntar en comparación a otras compañías consideradas como sus pares. Existía una rivalidad o cierta envidia por el éxito de Atacocha, mina

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vecina y como quince años más antigua que Milpo, pues había logrado un éxito económico impresionante. Sobre todo, impulsada por los buenos precios de los minerales durante la Segunda Guerra Mundial. Atacocha poseía hidroeléctricas, campamentos y centros de esparcimiento para sus ejecutivos en la mina. Entre ellos destacaba el campamento de Chaprín donde la casa de la gerencia, el club social con piscina y demás zonas de entretenimiento no tenían nada que envidiarles a los campamentos de la Cerro de Pasco. El gerente general de Atacocha era don Edgardo Portaro, ilustre minero de su tiempo, persona amable y muy amigo de mi abuelo. La empresa ostentaba también una flota de camionetas muy extensa y de buena performance. Creo que eran de la marca Willys Overland, hoy Jeep, y para identificarlas decidieron ponerles las iniciales CMA, de la compañía, y un número de identificación. Habíamos adelantado que don Aquiles Venegas era una persona muy despierta. Un día recorriendo la pampa de Junín, camino a la mina, se cruzó en la carretera con don Edgardo y, como era costumbre entonces, pararon las camionetas una al lado de la otra para saludarse, obtener novedades y aconteceres. De improviso se le prendió la vela a don Aquiles y le sugirió a don Edgardo que cambiaran el logo de las unidades porque era un poco de mal gusto. Atónito, don Edgardo le preguntó el porqué. -

Claro pues, ¿no ves cholito? - le dijo. Lee bien que dice ahí. CMA - le contestó. ¡Ahhh! O sea, “se mea”. Son unos meones todos ustedes.

Y a partir de esa fecha todos los de Milpo, cuando avistaban una camioneta de Atacocha decían, “mira ve, ahí pasa el ‘se mea 18’ o ‘él se mea 25”.

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EL RETORNO A SAN JOSÉ Tras la visita a Milpo salíamos muy temprano desde Rayhuan con rumbo a Huancayo, en ruta hacia Huancavelica y posteriormente, a Castrovirreyna. Desde Rayhuan se subía por una estrecha carretera, (en esa época era la ruta de un sentido hacia Huánuco y Tingo Maria y por el otro hacia Lima y la sierra central y sur) hasta llegar a la ciudad de Cerro de Paco. A unos kilómetros de Cerro, estaba la mina Colquijirca donde mi abuelo Ernesto trabajo muchos años para la negociación Fernandini, ahí mi papá vivió sus primeros años y entre otros eventos nació mi tía Camincha su hermana. En uno de los viajes de retorno a San José, mi papá nos enseñó donde quedaba su casa y las otras zonas del campamento. Con mucha emoción nos contaba donde quedaba su casa, la de los otros ingenieros, la de don Eulogio, nos enseñaba de la famosa lagunita de patos, en esa época ya venida a menos, donde quedaba la mercantil y demás zonas de interés y vivencias del campamento. Pasando Colquijirca entrabamos de lleno a la pampa de Junín, a la derecha el majestuoso lago del mismo nombre. El escenario era increíble por la belleza de la naturaleza. El lago parecía infinito, y en época de lluvias muchas veces inundaba la línea del ferrocarril y la carretera. A pesar de ser una pampa, la carretera afirmada era un sinfín de curvas y recovecos. Que, en tiempo de sequía, se creaba una gran polvareda, lo que hacía muy difícil, no solo manejar sino además el poder adelantar a algún camión o carro lento. Y en tiempo de lluvia los lodazales muy resbalosos estaban por todas partes. Es en ese trayecto que mi papá me comenzó a soltar el timón para aprender a manejar, que, con el tiempo, le permitió a él, poder ir descansando y haciendo sus anotaciones laborales mientras yo conducía.

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Obviamente, el periplo incluía una nueva parada en la mercantil de La Oroya para reabastecernos de goodies. Llegando a Jauja, el valle del Mantaro se abría en todo su esplendor. Era algo increíble. Ya el río venía acompañándonos desde el lago Junín, serpenteando al lado de la carretera, pero en esa zona, e incluso más allá de Huancayo, la campiña parecía una extensión del arco iris, especialmente en la temporada de floración de la retama, eucaliptos y demás árboles y arbustos que impregnaba los sentidos con vivos olores y colores. A mi papá no le gustaba quedarse en el Hotel de Turistas de Huancayo por estar ubicado en el mismo centro de la ciudad. Había mucho ruido. Por ello siempre nos quedábamos en las afueras. Algunas veces nos alojábamos en el Hotel Huaychulo, construido al puro estilo germano, tanto que allí adentro uno se sentía en un pueblito perdido del sur de Alemania. Era de propiedad de una familia alemana que también tenían la Salchichería Huaychulo en la que producían, entre otros, jamones, eisbein (codillo de cerdo cocido) y otras delicatessen. Las habitaciones del hotel eran mismo estilo tirolés, la comida espectacular sobre todo los desayunos donde la mermelada de sauco era el manjar de los dioses. Otras veces nos quedábamos en un hotelito de cinco habitaciones, llamado ‘Le Chantecler’, (Canta claro en francés) de propiedad de una señora canadiense de ascendencia francesa: Madame Dubois. Creo, sin lugar a equivocarme, que el suyo fue el primer “relais & chateau” del Perú. Normalmente salíamos de Rayhuan muy temprano en la mañana y llegábamos al Chantecler alrededor de las 7pm, dependiendo del clima en el trayecto. Te recibían con una sopa de clavo de olor que tenía la virtud de quitarte el frío en una. Todos los cuartos tenían chimenea y las camas estaban coronadas por edredones de plumas. Dormías como un rey.

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La comida era increíble y los desayunos pantagruélicos; pero por el itinerario que teníamos nunca nos quedamos a almorzar o pasar una noche adicional. Posteriormente, por el terrorismo y la severa crisis económica de los ochenta, ambos hoteles se vieron obligados a cerrar. Me vienen a la mente la tía Eva y su esposo el doctor Hans Ruhr, quienes tuvieron una clínica en Huancayo; y con ellos el recuerdo de todos los “Ruhrcitos”, mis amigos de juegos y con quienes aún mantengo abierta comunicación. A la tía Eva la vi hace unos años, meses antes de que falleciera. El tío Hans murió mucho tiempo antes. Siendo doctor, también era un fumador empedernido. A la mañana siguiente enrumbábamos hacia Huancavelica por la carretera afirmada que unía Huancayo con Ayacucho. Este primer tramo de la ruta hasta seguía siendo increíble por la campiña coloreada con sembríos de trigo, maíz, cebada y papas sobre la tierra colorada. Saliendo de Huancayo el rio Mantaro se habría hacia la derecha y se alejaba de la carretera. El recorrido nos llevaba por unos pueblitos y caseríos sacados de un cuento de hadas, hasta que después de un par de horas comenzábamos a descender hasta encontrar al rio Mantaro nuevamente. El rio durante ese trayecto había recibido bastante caudal de diferentes afluentes, por lo que verlo nuevamente, en especial en época de lluvias era todo un espectáculo.

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(CAMPIÑA HUANCAVELICANA CON EDGARD Y LUIS)

Después de varios kilómetros de haber encontrado al rio, llegábamos al pueblito de Izcuchaca, ubicado en el mismo valle, caracterizado por su extraordinario puente construido en la época de la Colonia. Ahí

aprovechábamos

de

almorzar,

generalmente

con

los

sándwiches

preparados, ya sea en Huaychulo o en el “Chantecler” Izcuchaca era el punto de menor altura entre Huancayo y Huancavelica, por lo que abundaban frutas que comprábamos para disfrutarlas en la siguiente etapa del viaje, la más larga de todo ese trayecto. Y es que la cantidad de desarrollos que tenía la carretera para vadear valles profundos era interminable. Al superar una curva veías la otra punta de la carretera a la distancia y así la siguiente. Saliendo bien almorzados de Izcuchaca comenzábamos a subir y a subir hacia Huancavelica. Se transitaba sobre valles muy profundos. Si es que no granizaba o nevaba, en medio de la soledad e inmensidad de los Andes, encontrábamos al pie de la carretera alguna señora que vendía, junto con sus pequeños hijos, unos quesos serranos bien salados que se convertían en el lonchecito que nos ayudaba a llegar hasta nuestro destino final. Las horas de viaje parecían

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interminables, más aún en época de lluvia, donde la carretera se tornaba muy resbalosa y había que manejar muy despacio. En las puertas de Huancavelica y coronando la puna, estaba el pequeño bosque de piedras de Sachapite con formaciones rocosas muy caprichosas. Al fondo se divisaba el río Ichu y en ese valle, la ciudad de Huancavelica comenzando a iluminar sus calles empezando la tarde noche en que llegábamos. Huancavelica se le conocía como villa del azogue durante la época de la Colonia o la “Villa Rica de Oropesa”. En las alturas de la ciudad se ubicaba la mina de Santa Barbara, que hizo famosa, rica y prospera a la ciudad, la cual fue proveedora de la mayor cantidad de mercurio durante la colonia a gran cantidad de yacimientos mineros y que se utilizaba para la amalgamación de la plata y el oro

(PASCANA DE MEDIO DIA EN IZCUCHACA, TERMO DE MI PAPA)

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Ya bien entrada la tarde arribábamos al Hotel de Turistas. Mi papá siempre reservaba el cuarto que tenía balcón y daba a la plaza de Armas. Me acuerdo de que el hotel en sus diferentes ambientes había cuadros de pintores Huancavelicanos, entre ellos Daniel Hernández. ¿Que habrán sido de ellos? Luego de un gran baño de agua caliente, lavándonos de toda la polvareda y con nuestras mejores galas del viaje nos disponíamos para esperar pacientemente la llegada del invitado de honor de esa noche; generalmente el padre Marchand, Alcides Mendoza o el padre Ángel entre otros. Previamente les había enviado un telegrama anunciando nuestra llegada a la ciudad. Ya en la mesa, con un hambre monumental, casi casi sin esperar a nadie nos devorábamos un suculento lomo con papas fritas y como postre una compota de duraznos al jugo. A la mañana siguiente una taza-tina de café con leche, el pan serrano y un par de huevos fritos con jamón eran suficientes para continuar como nuevos en la ruta. Saliendo de Huancavelica comenzábamos a subir hacia la zona de las lagunas, la carretera discurría en el trazo que fue concebido como vía del ferrocarril Huancavelica-Pisco que nunca llegó a concretarse. Durante muchos kilómetros se recorría atravez de puentes y túneles, pero la desidia de los políticos hizo que terminase en total abandono. Inclusive entre, más arriba de Ticrapo hasta casi Humay encontrabas zonas donde habían iniciado los trabajos por un segundo sector. Esa hubiera sido una magnífica alternativa de transporte y comunicación para una región que por muchas décadas sigue tan abandonada. Coronábamos el abra de Chonta a 4880 msnm., un paso más alto que el de Ticlio, y ya casi al final de nuestro periplo se divisaban, en las orillas de la laguna Choclococha, el pueblito de Santa Inés y avanzando un poco más se divisaba la laguna de Orccococha, primero a la lejanía el campamento, planta y mina de Castrovirreyna Metal Mines y poco más allá, el campamento, la mina y la planta concentradora de la Corporación Minera Castrovirreyna S.A.

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Recuerdo haber visitado las minas Reliquias y Dorita, donde descendíamos por el pique para “inspeccionar” las labores más profundas de esa mina subterránea. Solíamos también ir a La Mercantil a comprar tres soles de galletas de animalitos para compartirlas con los niños que vivían en el campamento. Las condiciones del clima eran tales que nos llamaba mucho la atención ver cómo por el frío el aceite de cocina se solidificaba dentro de sus botellas de vidrio. Llegados a zona, mi papá seguía trabajando, por lo que lo acompañábamos a visitar San Genaro, Astohuaraca y el Palomo, propiedad de la Castrovirreyna Metal Mines. La zona de San Genaro fue explotada durante la Colonia de manera muy intensa y, atrás del campamento, había un cementerio español con un

sinfín

de

lápidas

talladas

en

piedra

que

se

perdieron

cuando,

irracionalmente, un contratista minero sin criterio metió un tractor para sacar mineral, destruyendo irremediablemente todo ese patrimonio. La mina Astohuaraca, cercana a San Genaro, era un yacimiento único; no solo por las vetas de plata nativa que se iluminaban cuando las lámparas de carburo les devolvían la vida, sino por las labores mineras que se trabajaron a mano limpia desde los preincas o con las medias barretas de los españoles. Cada época minera llegó al nivel de extracción que su tecnología le permitió. Después de veinte días de viaje emprendíamos el regreso a Lima. Ya saliendo, parábamos en Sinto por el queso y la mantequilla y así, sucesivamente, en otros lugares específicos para hacer las tradicionales compras del camino, como las tunas en Ticrapo. Ya casi llegando a la Mina Cóndor el calor se hacía más intenso, por lo que nos íbamos desprendiendo de la tonelada de ropa que llevábamos encima hasta quedar únicamente en camiseta.

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(SALIENDO DE LA MINA EL PALOMO HCA. CON ALFREDO Y LUIS)

Pasábamos por Huáncano, por Pámpano, por Tambo Colorado y, más allá de Bernal, nos topábamos con la hacienda Urrutia, de propiedad del tio Walter Piazza Tangüis, gran amigo y socio de mi papá. Recuerdo que el tío Walter nos permitía asaltar su plantación de cerezas, que, en plena temporada, nos atiborrábamos a más no poder. Ese plantío había sido sembrado muchos años antes por don Fermín Tangüis, su abuelo. Allí se destacaba el olor a campo, a tierra mojada y aquellos otros olores que nos activaban las sensaciones que las alturas nos habían ocultado durante un tiempo. Llegando a casa, mi mamá nos esperaba en el garaje para desvestirnos y llevar toda la ropa directamente a la lavandería. Y a nosotros, lo primero que nos tocaba, era meternos un buen baño de agua caliente para dejar atrás los olores de las alturas… como ella bien decía.

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NAZCA, ACARI, MALA Y VALLE DE ASIA Otro de nuestros destinos fue la zona cercana a Nazca, donde visitábamos las minas de Cobre Acarí y la de Minera Huarato, ubicadas en el valle del mismo nombre. Me acuerdo vagamente de las instalaciones sin techo de una vetusta planta concentradora de cobre Acarí y de lo rudimentario de la operación minera. También alguna de las conversaciones de los mayores con el Sr. Cochrane, quien contaba cómo adquirió esa mina, que fuera antes de propiedad de la organización Hochschild. Pero las que resaltan como un delicioso recuerdo -al extremo de que me hace salivar- son las fuentes de camarones recién sacados del río que, cuando era temporada, nos servían a la hora del almuerzo… ¡hummm! Otros fines de semana viajábamos a Mala a visitar la nueva mina del Grupo Hochschild, Minera Pativilca, que habían encontrado un depósito importante de cobre y estaban iniciando la explotación de este. No entendíamos como esta mina pudiese estar tan cerca al mar, era algo que no cabía en nuestra mente ver el mar desde la bocamina… En el valle de Asia, y en un ambiente geológico parecido al de Minera Pativilca íbamos a visitar la Mina Cobre Asia, propiedad de don Axel Nycander. Yacimiento interesante pero que a diferencia de Pativilca no lograron encontrar suficientes recursos para hacerla económica.

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(HOTEL DE TURISTAS DE NAZCA)

(PLAZA DE ARMAS DE ICA)

LA GRANJA AZUL Y EL GOLF Una de las vivencias más emocionantes de principios de los años sesenta fue el descubrimiento de la Granja Azul Country Club; que nos fascinó de arranque,

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desde que recibimos la invitación del tío Flavio Mazzetti y de la tía Mari Flores Estrada. El tío Flavio, era representante de la firma Denver Equipment Co. Proveedores de equipos mineros, y la tía Mari era prima de mi papá. Ellos tuvieron varios hijos, Ana Maria, Cecilia, Alfonso, Elena, Flavio y Javier. Las tres Mazzetti eran muy guapas por lo que siempre rondaban muchos admiradores. Alfonso gran amigo. Con Velasco se fueron a Colorado, USA, donde se quedaron muchos años. Alfonso nunca más regreso. De sus hermanas sé que Ana Maria se casó con un Rubini, de Cecilia, Flavio y Javier nada se, y de Elena que falleció hace como unos 10 años atrás El tio Flavio siempre estaba fumando su pipa, hablando como si fuera gringo y dirigiéndose a mi papá con un “Tito para aquí… y Tito para allá”. ¡Qué jardín más grande tenía ese club! Eso pensábamos hasta que nos informaron que se trataba de una cancha de golf. Apenas en nuestra segunda visita mi papá se hizo socio del club y, un par de años después, lo nombraron presidente. En una de sus primeras acciones como principal directivo del club, la cancha de golf pasó de tener 9 a 18 hoyos. Coincidentemente, en esa época había cualquier cantidad de ingleses y gringos dando vueltas por el Perú y una buena parte de ellos jugaba golf en la Granja.

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(LA GRANJA AZUL)

Así es que con mi papá nos dedicamos a las clases de golf y poco a poco como perdiendo el miedo salíamos a la cancha, al comienzo sin saber mucho de las regla, pero con el tiempo aprendimos toda la mecánica del juego. En esa época los zapatos de golf tenían en la suela puntas o clavos de acero para un mejor agarre a la hora de hacer el swing. Me acuerdo de que, algunas veces encontrábamos bolas de golf todas desgastadas, así le sacábamos la cobertura blanca y comenzábamos a deshilachar un hilo de jebe hasta llegar al núcleo que era una bolita de plástico sueve con un líquido grasoso adentro. Las pelotas de golf más conocidas de la época eran Dunlop y Spalding. Además de las instalaciones para el deporte y entretenimiento, allí el lado estaba el restaurant de los Schuler con sus deliciosos pollos, ensaladas, panes y los famosos crepe suzzette. Los fines de semana de happy hour, se volvió una tradición para los mayores tomar una ‘Virgen Viciosa’ u otros tragos con nombres muy característicos. Muy poco tiempo pasó para que algunos amigos de mi papá se hicieran socios del club. Ahí aterrizaron Rodolfo Devoto, que se hizo fanático y vicioso total del

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golf; Herbert O’hara, quien se construyó un putting green en el jardín de su casa de Juan Fanning, en Miraflores, para no perder el touch del putter. Ahí conocimos a otros tíos golfistas de la época: el papá de José Miguel Morales, el doctor Felipe Plaza, Alex y Willy Gamón, Alberto Rodríguez, Manuel Gadea, Carlos Ortega, Orlando y Mario Fosca, así como una buena cantidad de extranjeros sobre todo ingleses y norteamericanos como los Goldbaum o Kornblid, que hicieran de la Granja Azul un gran club en esa época. Conforme mejorábamos nuestro juego fuimos invitados a los macheteros. Desde entonces comenzamos con Mario Fosca a ser caddies de los mayores y después empezamos a jugar juntos hasta el día de hoy, más de 50 años de golf. Los matchs eran los miércoles, sábados y domingos, así como las fiestas de guardar y las de no guardar. Igualmente recuerdo haber ido a jugar con mi papá y sus amigos la tarde del golpe de estado de Velazco, el 3 de octubre del 68. Sin saber que se venían años de fatalidad para nuestro país. Tengo muy clara la imagen de un día que tuvimos que salir corriendo a la posta de Santa Clara porque en su clase de golf mi papá, sin darse cuenta, le metió un fierrazo en la nariz a Peter Uculmana, quien era el profesor del club por esos años. Felizmente todo terminó apenas en un gran susto. Luis y yo pasábamos todos los fines de semana metidos en la piscina, así fuera invierno. Por eso se hizo típico el “nada de piscina después del almuerzo”. Nos queda un gran recuerdo de los paseos en la zona con los Mazzetti, los Gadea, así como con los otros tantos amigos del club. Aparte de la Granja, algunos fines de semana acompañaba a mi papá a jugar golf con sus amigos en Huampaní. Ahí jugaba con mis tíos Pepe Valdez y Enrique de los Ríos. En esa época el profesional de Huampani era Hugo Nari, natural de argentina excelente persona y jugador. Algunas veces, cuando estaba de vacaciones del colegio, iba los miércoles a medio dia a la oficina de mi papá, para después salir a recoger a mi tío Enrique

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a su oficina del Banco del Progreso que quedaba en la avenida Abancay, de ahí enrumbábamos a La Granja o a Huampaní a jugar golf. Por esa época, también se puso de moda el golf de la playa Santa Rosa, la única cancha de golf con par 6. Hasta allá fuimos algunos fines de semana con el tío Rodolfo y el tío Herbert, pero dada la distancia y a que, poco a poco, se fue convirtiendo en una comunidad japonesa, por la cantidad de socios de esa procedencia, dejamos de ir. Otros fines de semana nos íbamos a Los Ángeles, en Chaclacayo, para visitar a los Valdez Torero, a mi tía Mary y a mi tío Pepe, que tenían una casa colindante con la vía del tren y que, cuando éste pasaba, hacía temblar el terreno. En general, los fines de semana eran muy entretenidos. Compartir con José Félix, Mariem, Nandin y Nacho fue para mí una vivencia muy especial. Le estoy agradecido a la vida y a la oportunidad que tuve de acompañar a mi papá a jugar golf, deporte que he practicado toda mi vida y que, desde entonces, me ha permitido hacerme de muchos y muy buenos amigos. LA MONTAÑA Y TINGO MARÍA Para un 28 de Julio, mi papá nos organizó un viaje en avión a Tingo María, al que fuimos Luis, María y yo. Jorge era muy pequeño por lo que se quedó con mi tía Mercedes. No cabíamos de la dicha cuando nos enseñó los pasajes anaranjados de la aerolínea Facuett. Sí, nos íbamos en avión “a la montaña”. Como se le decía a la ceja de selva en esa época. Llegado el día, llegamos muy elegantes, con corbata “michi” incluida, al aeropuerto de Corpac en Limatambo, hoy San Borja. El aeropuerto era un edificio imponente. Ver todos esos aviones ya era una emoción grande. Estaban los Faucett, Satco y Panagra, unos despegando, otros esperando abordaje, etc.

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El check in de la época, incluía primeramente control de peso de casa pasajero, algunas damas medio que se resistían, pero ese era el requisito fundamental para controlar el peso de despegue del avión, te subías delante de toda una fila de pasajeros a una balanza grande donde el asistente le indicaba a viva voz tu peso a la señorita del counter. Paso siguiente entregabas tu pasaje, no te pedían documento de identidad ni permiso notarial de viaje para los menores. Después escogías un papelito con el número del asiento que ibas a ocupar, por ejemplo 4ª. Este papelito lo retirabas de un afiche modelo de los asientos del avión. Con el número de asiento y el boarding estabas listo. Después de concluido el trámite y a la hora señalada nos tocó abordar un DC3, al que subía atravez de una escalerita que parecía de juguete. A lo más 5 peldaños, y se abordaba por la parte posterior del avión. Había dos asientos a un lado del pasillo y solo uno al otro; en un avión con una capacidad para no más de treinta pasajeros. En esa época los vuelos a la sierra o selva se efectuaban muy temprano a fin de evitar las corrientes termales que podían afectar el recorrido del avión. Era impensable un vuelo partida de lima de más allá de las 10am. Después del proceso de encendido y calentamiento de los motores y tras un fuerte rugido de estos, el Faucett comenzó a carretear hasta la cabecera de pista. Habiendo calentado los motores un tiempo prudencial, el avión comenzó a tener mayor velocidad, todo rugía por la potencia de los motores, harta vibración por todos lados hasta que la increíble sensación de despegar y comenzar a volar sobre el cielo nublado de Lima haciéndose cada vez más pequeña y cómo, superadas las nubes, todo se convertía en un azul esplendoroso. No apartábamos la cara de la ventanilla del avión. Debido a las limitaciones de los aviones en esa época, era necesario para tomar altura, que el avión sobrevolara por más de media hora dando vueltas por

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encima de la ciudad, hasta que habiendo alcanzado la altitud adecuada corregía su rumbo disponiéndose a cruzar los Andes. Llegado el momento, la azafata se acercaba a cada pasajero para entregarle caramelos de limón y una manguerita de jebe muy duro con un pitón blanco, que se conectaba por ese lado a un huequito al costado de la ventana. El propósito era poder tener el oxígeno necesario a través de esa manguera pues, no había cabina altimática. Si te quedabas sin oxígeno podías sentir un soroche espectacular. Por supuesto, nadie se atrevía ir al baño en esas circunstancias. Lo que si, un frugal desayuno servido en una bandejita nos pareció un banquete que degustamos. El vuelo casi rozando atravez de las montañas de los andes fue muy emocionante, pudimos divisar pueblos y ciudades que conocíamos. Después de casi dos horas de vuelo y habiendo pasado por zonas de harta turbulencia aterrizamos en Huánuco. Para sorpresa nuestra nos esperaban en el aeropuerto mi tío Joselo con su amigo Daniel Urbina, quienes habían viajado desde Lima para sumarse al paseo hacia Tingo María. Concluido el proceso de desembarque y embarque del avión, en Huánuco, emprendimos el despegue en un campo donde no tenía la pista asfaltada y por lo tanto la polvareda que dejaba el avión se podía ver por la ventanilla hasta varios minutos después de haber despegado. A unos cuarenta minutos de vuelo llegamos a Tingo; el aterrizaje estuvo marcado por una lluvia que se hizo más inclemente justo al bajar del avión. La lluvia había convertido la pista de aterrizaje, que era de tierra, como la de Huánuco en un gran lodazal. El aeropuerto estaba situado al otro lado del rio, por lo que había que cruzar este atravez de un puente colgante, una vez recabadas las maletas salimos a buscar movilidad para el hotel, encontrándonos con un enjambre de triciclos

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tipo ancorero, pero al estilo selvático acondicionados disputándose el traslado de pasajeros y carga. (antecesores de los actuales mototaxis) Pronto nos vimos abrumados por el calor y las chompas limeñas, las corbatas michi, etc, terminaron volando por los aires. El Hotel de Turistas estaba ubicado al margen del río Huallaga, adornado por una vegetación natural y exuberante que hacía de sus instalaciones un espacio increíble. Tenían también una súper piscina. Y montón de entretenimientos para niños de nuestra edad, hormigas gigantescas, insectos mariposas y animales de todo tipo que nos mantenían ensimismados. Para sorpresa nuestra, encontramos allí a los Buse Thorne, Eduardo y Rollin, compañeros del colegio, que estaban extendiendo su visita a la hacienda Quicacán de sus abuelos, en Huánuco. Un dia nos aventuramos en seguir la carretera de Tingo hacia Pucallpa, en esa época era un poco más que una trocha carrozable, a un par de horas de la partida nos encontramos con un grupo del ministerio de fomento y obras públicas (hoy MTC), quienes estaban trabajando en la mejora de la vía, sin darse cuenta de que veníamos, talaban unos árboles pegados a la carretera y que obstruían el paso de camiones de mayor tonelaje, sin darnos cuenta y ante una rápida maniobra de mi tio Joselo logramos esquivar la caída de uno de esos árboles que hubiese impactado directamente sobre nosotros. Gran susto sin mayores consecuencias. La carretera de Tingo a Pucallpa pasaba por varias partes al lado del rio Huallaga, recuerdo habernos parado a ver la gente pescar con barbasco o con dinamita, era impresionante como salían muertos flotando los pescados, desde los más grandes hasta los más pequeños. Quedamos muy impresionados con esa manera de pescar. Ese paseo fue una experiencia maravillosa. Guardo grandes recuerdos de los baños en el río, de la bella durmiente (una montaña con el perfil de una mujer echada de espaldas), y de nuestra visita a la cueva de las lechuzas, entre otros. 87


Como coronación del viaje nos trajimos a un Chilipico, especie de loro, que compramos en el mercado de Tingo, y que resultó ser como un perrito faldero, ya que hasta dormía en nuestras camas. Lamentablemente, una noche, el tal Chilipico se pegó demasiado a uno de nosotros, seguramente buscando el calor de su tierra, y amaneció totalmente aplastado. Gran desgracia familiar por el cariño que le habíamos tomado. A partir de ahí, los perros fueron nuestros fieles compañeros.

LOS BEZZOLA Y EL HOTEL CRILLÓN Y de repente, el Hotel Crillón y los Bezzola aparecieron en nuestras vidas. No conozco cómo se inició la relación de mi abuelo con el tío Domingo Bezzola, pero resulta que él, junto con mi tío Manuel Montori y Luis Picasso, eran socios del hotel. Es más, eran socios desde la época del Embassy, famoso night club de los cincuenta que quedaba en la Plaza San Martín, debajo de las oficinas de la Cerro de Pasco. El Embassy era el centro nocturno por excelencia en los 50´s, ahí se presentaban vedettes como Ana Caona o la Tongolele. Gran suplicio supuso esta experiencia empresarial para todas las esposas de los dueños. Así es como conocimos a Andrés y a Marina, Panchi y Nini -como les decíamos de cariño-, con quienes establecimos una entrañable amistad que nos permitió compartir muchos fines de semana viviendo en su departamento del piso 8 del hotel. Nada menos que al lado de la suite de Lucho Banchero. Junto con mis papás y amigos disfrutamos además de muchos almuerzos en el restaurante ‘La Balsa’ o en la terraza del último piso durante los meses de verano y, sobre todo, nos dimos el extravagante placer de jugar a las escondidas por todo el hotel. Pasados los años tuve la suerte de poder celebrar el cumpleaños número 6 de Andrea con sus amigas. Fue un privilegio ir bien engominados a los espectáculos nocturnos en el Sky Room, donde se presentaban los mejores artistas de la época como Los

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Platters, Charles Aznavour, Olga Guillot, Pedro Vargas, Los Cinco Latinos, Pedrito Rico o Raphael, entre muchos otros que visitaron nuestro país en la década de los años sesenta y setentas. Cabe una mención especial para Los violines de Lima, quienes estuvieron en todas las presentaciones del hotel. Me da una gran pena que un hotel de ese prestigio y fama ya no esté en operación. En el hotel conocí una nueva culinaria, entre mis favoritos el mañanero bircher muesli, el arroz a la cubana, el emince, el roesti entre otros platos exóticos. En esa época, en vacaciones de verano, íbamos también algunas veces con Andrés y Marina al club regatas y otra vez al club de villa. Siempre que salíamos de paseo, el hotel preparaba 2 cajas blancas grandes, tipo caja para torta, en las que había, en una, sándwiches de queso, en otra de jamón y mixtos. De postre casi siempre naranjas, no sé de dónde las compraban, pero eran deliciosas…. Mi recuerdo a la Tía Ully y al Tio Domingo, así también a las hermanas del tio, Irma y Margarita. Al tio Erwin Dorer y a la Tía Iris, a los Mayer entre otros funcionarios, que nos acogieron en el hotel como uno de ellos.

LA OFICINA DE MILPO EN LA AVENIDA TACNA En la avenida Tacna 543, muy cerca al hotel, se ubicaba el edificio Málaga Santolalla, uno de los más modernos de Lima en esa época, donde quedaban las oficinas de Milpo, Pacococha y Minas Yarabamba. Ahí, si mal no recuerdo, también se ubicaban los cuarteles generales de otras mineras e industriales como Río Pallanga, Atacocha, Sulcosa, Minas de Chapi, que eran de las más notorias empresas del sector en esa década. Cómo no recordar especialmente a la señora Bertha, quien entró a trabajar desde muy joven, incluso antes de la fundación de Milpo en el año 1949. La Sra

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Bertha era el motor de la oficina, nada pasaba ni se hacía sin su consentimiento. Cualquier tema, problema o acontecimiento, todos acudían a ella. Con la Sra Bertha, comparten un espacio en mi memoria don Jorge Joo, Elsa Mena, Lucho Flecha, don Jorge Diez, Esteban Pintado, Carlos Davis, Rodolfo Devoto, Alejandro Neyra, Silvia Llanos, Siegfried Arce, Leónidas Zamalloa, Néstor Cabello, Yolanda Lazarte, Esperanza Nureña y muchos otros funcionarios con quienes tuve la suerte de compartir durante mis primeros años de vida.

Le estoy muy agradecido a mi papá por haberme permitido acompañarlo a sus reuniones de trabajo, en las que se discutía la venta de concentrados producidos por las diferentes minas.

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En esas reuniones tuve la suerte de conocer también a eminencias comerciales de la época como Arno Schalamah, Oscar Buchard, Herman Beckerfluegel, George Kent, Rolf Kantorowitz, la señora Nabrowski. Igualmente conocí, acompañando a mi papá a muchos emprendedores mineros de la época que atravez de la sociedad nacional de minería se congregaban. Están los nombres de Alberto Brazzini, Alberto Ramírez Sauri, Edgardo Portaro, Daniel Rodríguez Hoyle entre otros mineros de esa época. A fin de los 50´s comenzó la expansión de las empresas japonesas en busca de recursos naturales para incrementar su industria de exportación, es así que comienzan a llegar los Mitsubishi, Sumitomo, Mitsui entre otros Soshas japoneses. Los funcionarios de esas empresas no solo estaban interesados en la compra de concentrados sino además se hicieron propietarios de varias operaciones Mineras. Me acuerdo las veces que fueron invitados a comer a la casa, donde mi mamá se esmeraba y lucía con platos hechos de pescado y mariscos que deleitaba a todos los funcionarios y sus esposas. Recuerdo claramente los señores Kubota, Uneno, Ohí entre otros. Del

otro

lado

del

atlántico

venían

los

europeos

encabezados

por

Metalgesellschaft de Alemania y de Union Miniere de Bélgica. En las oficinas de Milpo tuve el privilegio de conocer y departir con “las cinco barretas de Cuyuma”, como llamaban don Aquiles Venegas, don Luis Cáceres, don Axel Nycander, don Manuel Montori y mi abuelo Ernesto Baertl. De la misma forma, la suerte se extendió a la posibilidad de compartir con los otros socios de la empresa como al tío Agustín de Aliaga de La Puente y con don Luis, Guillermo y Jorge Picasso Peratta.

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(CELEBRACION DE LOS 25 AÑOS DE MILPO EN EL HOTEL CRILLON)

Hago un aparte para recordar nuevamente a don Aquiles Venegas Fernandini, gran amigo de mi abuelo, hombre sencillo, de un carácter muy jovial, que nunca perdía oportunidad para convertir un momento difícil en una situación más agradable. Don Aquiles fue gerente general de Milpo desde su fundación hasta su fallecimiento en 1965. Siempre que íbamos a visitar las oficinas de Milpo, para ver a mi papá o a mi abuelo, nos recibía con mucho cariño y alegría. Es más, siempre se daba maña para hacernos alguna broma. Recuerdo que una vez nos recibió en su oficina sentado detrás de un sillón de respaldo muy alto, por lo que solo se escuchaba su voz diciéndonos, “pasen pasen”, “que hoy les tengo una gran sorpresa” y, acto seguido, volteaba el sillón y salía disparado para perseguirnos a Luis y a mí para “mordernos” con su dentadura postiza que agitaba entre las manos. Vaya susto que nos pegamos. Era costumbre de la época que, a partir de los 50 años, los dentistas reemplazaran todos los dientes de sus pacientes por una dentadura

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postiza. Después nos enteremos que casi todos los señores de esa generación se habían sometido, voluntariamente, a la extracción de toda su dentadura. ¡Cómo cambian los tiempos! Los fundadores de Milpo fueron 5 amigos que por razones diferentes convergieron en Cerro de Pasco, cada uno con una especialidad y capacidad profesional, estos se unieron a mediados de la década de 1920 y formaron una compañía minera que llamaron “Cuyuma” que tenía el yacimiento ubicado en el paraje de Cuyuma, en las alturas de Huarica en Pasco, a varias leguas y horas de la ciudad de Cerro de Pasco, lamentablemente la crisis del año 1929 los obligó a abandonar este emprendimiento minero. Desde esa fecha a esos entrañables amigos les llamaron las 5 barretas de Cuyuma; Axel Nycander, Luis Flores, Manuel Montori, Aquiles Venegas y Ernesto Baertl. Durante toda su vida a pesar de ser todos muy diferentes supieron capitalizar las habilidades de cada uno para lograr un éxito minero y económico. Don Aquiles y su familia fueron muy unidos a la nuestra, desde esa primera generación hasta hoy existe un cariño muy especial para todos ellos.

LOS BELLINA KHÖLER Recuerdo con mucho cariño al tío Pepe Bellina, gran amigo y compadre de mi papá, quien muchas veces lo iba a visitar a la oficina de Milpo. Siempre andaba contento y en la punta de la lengua algo que contar. Le encantaba hacer bromas y contar chistes. Muy optimista y con una visión positiva de la vida. El tío Pepe, era ingeniero metalúrgico y resolvía los problemas de flotación de las plantas concentradoras. Era amigo de mi papá desde la universidad y de la tía Isabel Köhler (la tía Chapi) desde muy jóvenes y, además, habían sido vecinos de Barranco cuando niños.

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Con esas raíces, los de la siguiente generación también nos hicimos grandes amigos. Ahí están José Carlos (Cocheco), Maria Isabel (Maia), José Luis Cuco, José Fernando (Chino), Maria Luisa (Pinky) y José Francisco (Pancho). Amistad que hoy se mantiene con todos los Bellina Köhler. Pancho, el menor de todos, fue ahijado de mi papá. Con María Luisa, ‘Pinky’, trabajamos muchos años juntos en Milpo e hicimos una amistad de mucho cariño y respeto. Curiosamente ambos nos casamos con parejas Piuranas, en el caso de Pinky con el Pollo Iglesias, con quien también mantenemos amistad desde hace muchísimos años.

EL BARRIO DE SAN ANTONIO Cuando a mi papá lo deciden promover para ocupar cargos de gerencia en Pacococha y Milpo, nos mudamos a Lima, a una casa en el nuevo barrio de San Antonio, Miraflores, muy cerca del local de primaria del colegio Carmelitas. La urbanización “San Antonio” fue desarrollada en la década de 1940 para la emergente clase media que iba requiriendo espacios de vivienda acordes a sus expectativas y condición económica. Mi papá compró dos lotes, seguramente a fines de esa misma década, y le encargó a mi tío Alfredo el diseño y la construcción de dos chatels, como se les decía entonces; uno para su vivienda y otro como alquiler. La casa o chalet, quedaba en la esquina de las calles González Larrañaga y Manuel Miota. De dos pisos y tres dormitorios. Sala-comedor, baño de visita debajo de las escaleras al segundo piso, cocina lavandería, cuarto de servicio y garaje para un auto. Como era costumbre en esa época todos los dormitorios compartían un solo baño. Entre la sala y el comedor había un mueble que las dividía y que de un lado hacía de barcito y del otro de armario para las necesidades del comedor.

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Mi mamá le encantaban los acuarios, así que le pidió a mi tio Alfredo diseñe encima de esta divisoria-mueble una pecera. Gran éxito, nos pasábamos horas mirando la pecera como si fuese coboyada, podíamos dejar de hacer muchas cosas, pero dejar de mirar la pecera, Nones. El chalet de alquiler tuvo diversos inquilinos, no me equivoco en decir que la primera familia en mudarse fueron los Valdez Torero, el tío Pepe y la tía Meri, con quien a lo largo de toda la vida tuvimos una muy querida y profunda amistad. Entre mediados y fines de la década de 1950 ya estaba todo urbanizado y, en la inmensa mayoría de los lotes, había casas de muy buena construcción. No eran terrenos ni casas grandes, pero sí reflejaban el crecimiento económico que el Perú estaba experimentando. Sin embargo, aún antes de mudarnos en 1959 a Montagne, en la parte este de San Antonio, colindante con la hoy avenida República de Panamá, antes llamada La Panamericana, y en la zona que hoy es el Rosedal, todavía existían chacras extendidas, principalmente, con cultivos de algodón. Y a pocas cuadras de la avenida Panamá quedaban en pie las estructuras de lo que alguna vez había sido una casa hacienda. Es más, recuerdo en muchas oportunidades haber salido a comprar fruta, vendida sobre carretas jaladas por burros, que venían de esa zona o quizá desde Surco, donde se destacaban grandes plantaciones de uvas, higos granadas y sinfín de panllevar. La mayoría de los nombres de los vecinos ya escapan a mi memoria, me acuerdo de los Alvarado Padilla, Los Brunke, los Mathey, entre otros. A pocas casas de la nuestra vivían los Angulo, que tuvieron el primer televisor de todo el barrio. Una tarde nos invitaron a Luis y a mí a ver la serie ‘Lazzie’ y, mientras mirábamos el programa, la pantalla se redujo a un puntito blanco al centro mismo del televisor, y se fue totalmente a negro justo cuando nuestro amigo había salido de la sala. Al regresar nuestro anfitrión nos culpó de haberle malogrado su nuevo TV y fuimos vetados de acompañarlo para ver los 95


programas durante un par de semanas. Al parecer, uno de los tubos del televisor había venido fallado y se había quemado por un cambio en el voltaje. Eso había hecho que dejase de funcionar. Hablando de aparatos, mi mamá fue siempre muy aficionada a la música, siendo siempre su preferido el género clásico. Así que, con motivo de su cumpleaños, mi papá le regaló un potente tocadiscos RCA Víctor. Pasábamos horas de horas escuchando música en la sala y, gracias a ese tocadiscos, aprendí a disfrutar mucho de la música clásica durante el resto de mi vida. Ella nos enseñó a apreciar ese tipo de música y la buena lectura, costumbres que he cultivado durante toda mi vida. Todas las canciones de ‘Cri Cri el grillito cantor’, de Francisco Gabilondo Soler, que nos llevaban por los caminos sin límites de la imaginación; ‘Los tres chanchitos’, ‘El ratón vaquero’, ‘La patita’, entre otras canciones, eran escuchadas una y otra vez incansablemente. ‘Pedro y el Lobo’ de Prokofiev nos hacía recorrer otros paisajes fantásticos y reconocer distintos instrumentos; con la Obertura 1812 de Tchaikovsky imaginarnos ese campo de batalla, con sus ruidosos disparos de cañón efectuados por los rusos contra Napoleón y con el ‘Moldau’ de Smetana soñábamos con el recorrido de un riachuelo que llegaba a convertirse en un gran río y entregaba sus aguas al rio Elba. Mi mamá tenía por vocación la medicina, que por alguna razón no pudo estudiarla, sin embargo, desde San José ya vino ayudando a mucha gente a curarse. Es en San Antonio cuando nos comenzamos a dar cuenta del bagaje de remedios. Tenía sus favoritos caseros como la maravilla curativa de Humphrey ´s, que era multiusos, hasta algunas veces cuando el chinchón era muy doloroso te daba un par de traguitos para tomar. La Thimolina “Leonard” para las fiebres, el aceite de hígado de bacalao para el crecimiento, el aceite de ricino

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para la limpieza estomacal, así como la lampara ultravioleta, a la que durante el invierno nos someta a sesiones de media hora cada 2 meses. Nos echaba en la cama en calzoncillos y nos ponía unos anteojos muy negros, al momento encendía la lampara que daba una luz media azulada que al paso de los minutos calentaba todo el cuerpo. La relación de medicamentos era extensa. Igualmente recuerdo en nuestro cuarto puesta en la pared de la entrada, una especie de regla de cartón donde se detallaban los centímetros, ahí te parabas sin zapatos y cada tres meses te median para ver cuanto habías crecido. Antonia Montero llegó a la casa de San Antonio, como una especie de gobernanta, a fin de para en las diferentes tareas domésticas y, luego, se quedó con nosotros muchísimos años. No sé cómo llego, ni quien la recomendó. Ella tenía una gran habilidad para la costura y el remiendo, así que, si se te malograba un pantalón o una camisa, solo quedaba esperar que sea martes o jueves para que Antonia les diera una buena puntada. Además, tenía una mano excelente para la cocina. Preparaba un escabeche de cojinova y una mazamorra morada increíbles y ni que decir de su extraordinarios camotillos y frejol colado. Se me hace agua la boca de recordar esos sabores, olores y momentos. Un gran aprecio y agradecimiento le tengo de Antonia por toda la entrega y cariño que nos supo dar. Como un aparte de este relato, recuerdo que en esos años inauguraron el Drive Inn y Chicolandia, espacios de entretenimiento, donde hoy es la oficina principal del BBVA Continental. Chicolandia resultó ser un paraíso de los juegos, había trencitos, rueda Chicago, botecitos con lagunita y mil cosas más. Al Drive In, un cine al que acudías y veías la película desde tu auto, fuimos con mis papás.

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Nos llamaba mucho la atención el gran parlante que te ponían adosado a la luna del copiloto, ya que en la del conductor adecuaban una mesita sobre la que reposaban los hot dogs y los milkshakes. Lo malo es que, siempre nos tocaba ubicarnos en la segunda fila y, con el auto en esa ubicación, nunca pudimos ver muy bien alguna película. La casa de San Antonio estaba muy bien ubicada, por un lado, la avenida Benavides, la avenida Panamá, la 28 de Julio y por último el Paseo de la República. Formando un cuadrilátero de vías de comunicación. Aun no se soñaba con el zanjón. Por el Paseo de la República, transitaba el tranvía Lima-Chorrillos, algunos fines de semana, cuando mis papas estaban de viaje, mi tía Mercedes, pasaba por Luis y por mi para ir a Barranco donde vivía con la tía Chela. Esas ocasiones las disfrutábamos haciendo turismo Barranquino, entre las muchas aventuras, íbamos al puente de los suspiros y de paso bajábamos en funicular hasta los baños de Barranco. En esa época aun no existía el circuito de playas. Otros eventos que vienen a mi memoria son los 28 de Julio. Con motivo de fiestas patrias venían una serie de circos a entretener a todos, el mejor siempre se posesionaba de un terreno muy grande en la plaza Grau, donde hoy es el final del zanjón. Era todo un evento ver a los payasos, malabaristas, trapecistas y ni que decir de los leones, elefantes, perros y demás animales amaestrados. Hoy cada vez menos se ven los circos, salvo en algún pueblito lejano, donde un circo, cayéndose a pedazos, es quizá una de sus pocas distracciones.

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EL COLEGIO CARMELITAS En pleno San Antonio está el parque Reducto #2, entre las avenidas Benavides y Paseo de la República. (hoy zanjón). Frente de éste, alrededor del año 1956 se

construyó

la

iglesia

y

la

primaria

del

colegio

Carmelitas.

Llegados de la sierra, nuestra mejor opción era un colegio lo más cercano a la casa. Matriculados fuimos de las primeras promociones e íbamos abriendo camino a las futuras generaciones con nuestras experiencias. El Colegio nos quedaba apenas a seis cuadras de la casa, así que íbamos y veníamos caminando. La mayoría de los alumnos del colegio vivían en San Antonio, por lo que el colegio continuaba siendo una extensión del barrio. En el colegio consolidamos una relación de amistad con muchos y muy buenos amigos de toda la vida. De mis recuerdos está en Señor Benvenutto, que hacia la movilidad escolar. Estaba tan identificado con el Carmelitas, que había pintado con los colores del colegio, marrón y blanco su camioneta. Siempre primero en la fila, bien elegante y encorbatado para recoger a sus “clientes” a la hora de la salida. Cuantos albums de figuritas habremos coleccionado, las que veces en el patio del colegio hicimos intercambio de estas, cuantas veces escuchamos repetida, repetida, o tener que comprarle la última para completar el álbum a alguno de los dealers de figuritas que había. La visita anual de la sister superiora que venía de Estados Unidos, era un evento importante. Las semanas previas a la visita, el colegio se remozaba, pintura por aquí, barniz por allá, arreglos y composturas por todas partes. El dia de la llegada, todos los alumnos debidamente engominados y muy bien formados la recibíamos en el patio del colegio para darle la bienvenida, lo

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primero el himno del colegio “we sing to our lady of Mount Carmel” a todo pecho y orgullo, acto seguido, discursos, flores entre otras amenidades de la época eran parte del programa antes de culminar palabras de la sister terror, ya que todas las otras sisters y profesoras le temblaban. Finalizada ceremonia de bienvenida y al estridente silbido por todo el alumnado de la marcha sobre el rio Kwai, hacíamos el ingreso hacia las aulas del colegio. Silbido que se iba apagando conforme entrabamos a las aulas. Lo mejor era que el dia siguiente no había clases. Los

recreos

eran

los

de

un

grupo

de

niños

jugando

y

corriendo

desenfrenadamente por los patios del colegio, en esos juegos, ladrones y celadores era uno de nuestros favoritos, sin embargo, había que estar atentos a la culminación del recreo, ya que de la nada salía una sister con una campana y del primer estridente campanazo tenías que quedarte inmóvil…. Hay de ti si movías un pelo…. Al detention te ibas de patitas. Un segundo campanazo te indicaba que debías que ir a formar para entrar a tu aula. Como medios de control y castigo ante eventos de insubordinación, pleitos, etc las sisters inventaron un sistema de papeletas o cards, estaban la Blue, la yellow y la Pink. Cada una conllevaba un castigo o reprimenda, siendo la blue la más leve y la Pink con la expulsión del colegio. El horario de clases era partido, de 8am a 12.30pm y de 2.30pm a 5pm. La primera semana de clases era la del reencuentro de los amigos, la de la bautizada de los zapatos nuevos que siempre eran una tortura después de haber caminado pata en el suelo desde finales de Diciembre (el año escolar era de abril a julio donde teníamos 20 días de vacaciones y de agosto a fin de diciembre), de enterarse de las últimas novedades, sobre todo que profesora o monja nos tocaba en tal o cual curso. De mirar los libros nuevos con un montón

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de páginas que muchas de ellas no comprendíamos. En fin, muchas cosas que procesar en poco tiempo. Es en esa semana que nos distribuían por familia una caja rectangular de tamaño pequeño, donde adjuntaban unos sobrecitos, como los de tarjetas de visita de diversos colores, donde estaban impresos no solo los nombres de la familia sino además que cada sobre de un color especifico correspondía a un domingo de determinado mes, es decir, por ejemplo, si abril traía 4 domingos, había cuatro sobres blancos, si mayo traía 5 domingos, había 5 sobres rosados y así para todo el año. El lunes siguiente, la madre ya sabía que familia no había ido a misa, sino además no había puesto su dinerito del óbolo dominical. Lo que motivaba una llamada de atención a toda la familia en cuestión por intermedio del alumno. Para recordar, un año trajeron como novedad una gran maquila de esténcil, donde hacer las copias para los exámenes y comunicaciones en general se hacían mucho más rápidas y dinámicas. No sé qué químicos usaban para este proceso de copiado, pero recuerdo claramente que cuando uno recibía su examen o comunicación hecha en ese sistema, lo primero que hacíamos era oler el papel y después mirar su contenido. Recuerdo la kermesse anual, gran evento social, no solo del colegio sino de gran parte de San Antonio. Esta tenía como fin el recaudar fondos tanto para el colegio como para un colegio del Callao y de la prelatura de Sicuani en el Cuzco. Meses antes, los padres de familia se aglutinaban en comités para dar forma al evento. Tenían todo cubierto, con las amenidades de la época, tómbola, juegos con cuyes, sorteo de pollitos, comidas, espectáculos etc.

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El evento culminante del cierre de la kermesse, previo a los fuegos artificiales, era el anunciar a los ganadores de la rifa millonaria. Para este propósito, a cada alumno se le entregaba un talonario que tenía que vender sí o sí. Para los que tenían espíritu vendedor había premios que se exhibían frente a las oficinas, en una gran vitrina exhibían cuanto juguete pudiésemos soñar. Cada juguete tenía un cartelito donde indicaba cuantos talonarios tenías que vender para que sea tuyo. Además, existía un gran premio al mejor vendedor de talonarios de todo el colegio, premio que se entregaba en ceremonia especial en el patio del colegio con asistencia de todos los alumnos, monjas, curas y profesoras. Siempre soñabas que el próximo año ibas a ser tú el ganador. No sé porque, pero en esa época había durante el otoño y el invierno muchos días de garua, algunos de fuerte garúa tanto que los recreos eran en las aulas. Nadie salía al patio. No sé si sea por casualidad, pero en esos días de frio húmedo y gris, se aparecían como magia, los de “Ovamaltine”, con unos termos gigantes y unos vasos enanos. Ese chocolate caliente era un elíxir dulce que, llegado a nuestras manos, duraba apenas unos segundos en el vaso antes de calentarnos todo el cuerpo. Desfilan por mi memoria los libros en inglés, las cajitas con letras y números que solíamos recortar para armar palabras en inglés y operaciones matemáticas básicas, como la suma o la multiplicación, a modo de rompecabezas. Los primeros pasos para lograr una caligrafía Palmer casi perfecta; el libro de lectura en inglés por excelencia “Run spot run”, con Dick, Jane y Spot como protagonistas de muchas aventuras. Otro hecho importante eran los premios con estrellitas, azules, plateadas, doradas o figuritas que nos ponían ya sea en la frente o en el examen, que exhibíamos orgullosamente.

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Recuerdo a la sister Jane Dolores, a la sister Rosalita, entre las estrictas y muchas buenas educadoras que tuvimos. Cómo no mencionar al padre Albano Quinn, gran educador y hombre íntegro, que entregó lo mejor de su vida por el colegio y por sus alumnos. También se agolpan en la mente los días de representación, en los altos de la Iglesia, con obras de Mark Twain. Esas eran las preferidas y toda la actividad educativa se paralizaba para darle forma de lleno a un espectáculo que marcó un hito por muchos años. Estas representaciones fueron imitadas por otros colegios, pero sus apuestas nunca llegaron al nivel que logró el original despliegue del Carmelitas. A mediados de Octubre de 1966 hubo un gran terremoto en Lima, el primero que tuve memoria de haber vivido. Serían como las 5pm de la tarde y nosotros estábamos en clase en el tercer piso con la profesora Soledad Ballester, estábamos en 5to de Primaria. Cuando empezó el remezón todos dijimos patitas para que te quiero y bajamos los tres pisos en una rapidez nunca vista. Todo el mundo sin saber que hacer en medio del parque. Al rato comenzaron a llegar los

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papás a recogernos. Esa noche a pedido de mi abuela nos fuimos a dormir a Barranco a su casa, ya que estaban solos y bastante nerviosos. Camino a Barranco nos enteramos por la radio del auto el derrumbe de gran parte del colegio Chalet de Chorrillos, donde habían estudiado mi abuela mis tías y mi hermana Maria. Con gran pena y por seguridad cerraron el colegio para siempre. Se perdió no solo las instalaciones, sinó además todo una institución educativa de gran parte del siglo XX. No volvimos a tener otro evento de esa magnitud sino hasta Mayo de 1970. Al terminar 5to de Primaria pasábamos a Secundaria al local del colegio que estaba en la avenida Benavides, donde dejábamos no sólo la niñez, sino además dejábamos a las monjas y profesoras para encontrarnos con los curas y los maestros, donde ya no había pantalones cortos sino largos, donde usabas chompas marrones con una a cinco rayas en la manga dependiendo del año de estudios, donde ya no había horario partido de 8am a 12pm y de 3pm a 5pm, sinó horario corrido de 8am a 4pm. Donde llevar lonchera primero y después los almuerzos en el quiosco hicieron nuestros medio días de conversa y bromas. Es en media donde encontramos nuevos cursos, entre el más destacado premilitar, donde todos los miércoles nos esperaba el sargento Rodríguez Sotelo para hacernos marchar en uniforme premilitar hasta el cansancio, donde aprender a disparar el fusil Mauser era todo un reto. En el colegio de media y conforme abandonábamos la niñez para entrar de pleno a la adolescencia, comenzaban a hormonarse unos más que otros, bulling como le dicen ahora, esto hacía que por cualquier cosa tu retador te decía te espero en el parque…mismo duelo…. Terminadas las clases íbamos a un parque cercano al colegio a ver esta especie de fusta medieval, donde tras patadones e insultos de todo tipo el evento terminaba con la llegada de un profesor parando la mechadera en su mejor momento. El padre Martin nos abrió al mundo con un curso historia mundial diferente y entretenido. Además, compartimos con el su pasión por el arco y flecha, donde

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algunos jueves terminada las clases nos quedábamos por un rato aprendiendo a usar el arco. Con el Padre Miguel conocimos un curso de religión diferente al que nos habían enseñado las monjas en primaria, algunos miércoles nos escapábamos temprano a Jugar Golf con Mañuco Gadea, Lucho Arana y yo. El padre Miguel de chofer con un carro prestado de algún otro cura y enrumbábamos al CC. De Villa o a la Granja Azul. Ahí están Pipo del Prado, gran maestro del curso de arte, el profesor Risco de Gimnasia, Yamil Sacin, el Tio Quique, Zegarrita, la señora Portugal, entre los muchos profesores que nos educaron durante los 5 años de media. Pasando de 4to a 5to entró a media la primera promoción de mujeres. A partir de esa fecha, el colegio fue mixto. Los enamoramientos de los que culminábamos nuestros estudios con las jóvenes que empezaban su media fueron muchos y muy variados. Para nosotros que nunca habíamos compartido recreos, almuerzos y eventos con niñas en el colegio fue revolucionario. Recuerdo con mucho aprecio y nostalgia a todos esos compañeros y amigos que transitaron la primaria, la secundaria y que, aún hoy, con la pena de unos que ya no están entre nosotros, seguimos formando parte de la gran familia del colegio Carmelitas.

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(LA CLASE DE PRIMARIA EN EL CARMELITAS)

(CON CORBATA MICHI Y CORTE ALEMÁN)

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(ENTRANDO AL COLEGIO PRIMARIA CARMELITAS)

LOS MALES Y CURACIONES DE LA EPOCA Creo sin lugar a equivocarme que nuestra etapa de niñez y adolescencia vivió una revolución tanto en la medicina como en los médicos. Mucho avanzó el mundo en esos términos a consecuencia de la segunda guerra mundial, y que gran parte de esos conocimientos y experiencias comenzaron a implementarse en la primera mitad de la década del 50. Enfermedades que antes eran incurables y de alta mortandad se convirtieron en eventos sin mayor trascendencia.

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Cuando uno se enfermaba de niño venia el doctor a la casa, ahí están en el recuerdo el Doctor Carlos Maggi, que si no me falla la memoria tenía su consultorio en Barranco. Unos años después, Papo Valdez O´hara, primo hermano del tio Herbert se convirtió en el pediatra de cabecera. En esos años aun hubo varios casos de niños con polio, donde la vacunación se hizo obligatoria, lo que logro que las siguientes generaciones no tuvieran casi ningún caso. Me acuerdo haber sufrido de Sarampión, paperas, que fue muy dolorosa, te ponían paños con yodo cada ciertas horas, están ahí la rubeola, roséola, varicela, estafilococos, oxiuros. Cuando ibas a los establos cuidado con los piques que se metían debajo de las uñas del pie y causaban mucho dolor. Además de las enfermedades comunes, había otras como el tétano, tos convulsiva, la rabia, Uta, paludismo, la lepra que se daban casos pero que felizmente no toco nuestras puertas ninguna de ellas. El pediatra, después de haberte auscultado con golpecitos en el pecho, el abrir la garganta para que te miren con una linternita que al momento recorría los oídos en igual ceremonia. Pero era de terror cuando el doctor decía que había que ponerte una inyección, sacaba del inmenso maletín de cuero una cajita de metal rectangular donde encontrabas una inyección con una ajuga calibre 22, que hoy ni a las vacas se le pone. Le decía a la mamá que, por favor hiérvelas unos cinco minutos. En el entretiempo, el doctor trataba de hacerse pata para bajar el pánico. Pero nada, llegada la hora de la clavada, la inyección parecía una jabalina. Saz…te la clavaban sin contemplaciones. A principio de los 60’s se puso de moda las operaciones a las amígdalas, ahí entraba el Doctor Moane con su experiencia. La anestesia era una patada de burro, pero el premio era porción de helados de vainilla varias veces al dia por un par de semanas.

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LA URBANIZACIÓN AURORA Sería el año 1959 cuando cruzar la avenida República de Panamá -o Panamericana, como se le decía en esa época- era todo un reto. Todo el mundo nos preguntaba por qué nos habíamos mudado tan lejos. A pocas cuadras aún existían grandes chacras donde se cultivaba algodón. Cuando nos mudamos a Montagne, había muy pocas casas construidas. Estaban ya el edificio del Centro Comercial Aurora y el edificio de los suizos donde hoy viven Ingrid y Harald Zoeger. Es más, si te subías al techo, se podían ver algunos algodonales a pocas cuadras de distancia. Además, claramente se divisaba el humo de las locomotoras que hacían el trayecto entre Lima y Lurín, una línea que pasaba casi por la puerta de lo que hoy es el Jockey Club. También nos encontrábamos muy cerca al aeropuerto de Limatambo, por lo que era habitual ver aviones a hélice pasar a baja altura en su ruta desde y hacia el aeropuerto. Si mal no recuerdo, la casa de Montagne se comenzó a planificar en el año 1958 y nos terminamos mudando a fines de 1959. Acompañe varias veces a mis papás a ver los avances de la construcción, también diseñada y construida por mi tío Alfredo. Era de una arquitectura futurista, al estilo Frank Lloyd, por lo que mucha gente venía con el propósito principal de ver la casa y al pasar, ya sea a pie o en auto, se detenían para examinar en detalle el magnífico diseño vanguardista del tío Alfredo. Mi papá, mi tío Alfredo, mi tío Juan Manuel y mi tío Fritjof Koetzle compraron cuatro lotes contiguos en la primera cuadra de la avenida Ernesto Montagne, en lo que fuera una de las haciendas de la familia Marsano. Al frente compró mi abuelo Ernesto y, frente a su terreno, mi tío Fernando Harten. Así que casi toda la parentela Baertl estaba planeando vivir junta una vez más. Recuerdo que el urbanizador y vendedor era Octavio Pedraza Fuller, un promotor exitoso en aquella época.

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Mi papá construyó primero. Después de un año, más o menos, mi tío Alfredo, luego mi tío Fritjof, o Fridi como le decíamos de cariño. Las tres casas tuvieron continuidad arquitectónica, por lo que a primera vista parecía una inmensa propiedad. Mi abuelo y el tío Fernando llegaron poco después. Mi tío Juan Manuel decidió no construir, pues se acababa de separar de mi tía Juanita Pardo, por lo que llegó a un acuerdo por el que le vendió su terreno a mi papá. Con el tío Fridi y la tía Nelly, llegaron sus hijos Manfred, Helmut, Tere y Alex, quien rápidamente se incorporaron a los aconteceres del barrio. Años más tarde llegaron también a Montagne todos los de los Ríos, así que casi toda la familia vivía muy cercana. Hicimos una patota familiar que dominaba toda la zona. Cuando mi papá le compra el terreno a mi tio Juan Manuel, en el jardín de la casa se abrió una puerta hacia esa propiedad anexada y se construyó un muro exterior que delimitaba el predio respecto de la calle. Mi mamá se encargó de poner grass, sembrar algunas plantas y mi papá tuvo la buena idea de ponernos unos columpios y un subibaja. Un tiempo después mandó a construir con las cajas de los embalajes de la mina, una cabaña de cowboys que, con Luis, Alfredo, Jaime y amigos, nos encargamos de pintar. A ese nuevo espacio de entretenimiento familiar, con su debido cariño, le llamamos “el pampón”, donde tuvimos muchas horas de disfrute y esparcimiento. Con los años y la mejora de la situación económica familiar, mis papás decidieron ampliar la casa hacia el pampón, donde se construyó una gran piscina con todos los complementos para el relajo y el buen compartir. Así que volaron los columpios, la cabaña y demás instalaciones infantiles del inmenso jardín. Desde entonces, en el entorno de la piscina se celebraron todos los cumpleaños familiares que caían en marzo. Venían todos los amigos de mis papás a disfrutar

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de una noche cumpleañera. Recuerdo las varias veces que llegó Walter Diener con su acordeón a amenizar las fiestas. Por esos años se hizo también una gran recepción con motivo del matrimonio de mi tío Víctor Montori con la tía Rosita Tudela. Una noche familiar que guardo con mucho cariño en la memoria. Años después se climatizó la piscina y se puso un cuarto de juegos, entre otras mejoras. Muchas noches, invariablemente, recuerdo haber visto llegar a mi papá para meterse por un buen rato a nadar a la piscina; después salía y, ya seco, se echaba en su cama por 15 minutos. Así complementaba su hora de relax, como él mismo decía. En ese lapso, en la casa no se movía una mosca. En la esquina de la cuadra vivían los Blair, el tío Enrique y la tía Zelmira. Él era de Bogotá y ella de Cali. Por la tía Zelmira conocimos algo de la culinaria colombiana como las arepas, el arequipe o la bandeja paisa, entre otros. Los hijos de ambas familias, los Blair Torres y los Baertl Jourde, también nos hicimos muy amigos. Enrique Jr, o Jello, como le decíamos, era de nuestra edad y por sus hermanas mayores, Chichi y Kathy, conocimos a los Beatles, a los Rolling Stones y a los demás roqueros de la época; además de la moda a gogó o yeyé. Me acuerdo de que habernos sentado con Jello en las escaleras de su casa para observar cómo todas las amigas de las Blair aprendían o practicaban bailando el twist. Kathy y Chichi nos llevaban algunas veces al “OH!, ¡Qué bueno!” Drive in de propiedad de un gringo, donde disfrutábamos de unos deliciosos hot dogs con milkshakes de vainilla, como se solía hacer en Estados Unidos. Cómo no recordar la pizzería “La linterna” en el centro comercial, donde se preparaban unas deliciosas pizzas que eran disfrutadas por propios y extraños, entre ellos los pilotos de Panagra, que venían desde el aeropuerto de Limatambo para comerlas acompañadas con su cerveza bien heladita. No me olvido del delicatessen Le Gourmet y del restaurante Casiopea, pioneros en la zona. Este último tenía una torta de chocolate con menta que realmente era de otro mundo.

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Unos años más tarde mi tío Alfredo construyó su casa justo a un lado de la nuestra, y con la llegada de sus hijos y otros amigos del barrio se formó la pandilla. Algunos veranos con mis primos Alfredo y Jaime montábamos bicicleta hasta el río Surco. En alguna parte de ese recorrido solía formarse una gran laguna natural adonde íbamos a bañarnos. En esa época empezamos a coleccionar carritos Corgi Toys y Dinky Toys, que cada

año

iban

mejorando

y

perfeccionando

sus

modelos,

tanto

los

contemporáneos como las versiones de autos más antiguos. Con Alfredo, Jaime, mi hermano Luis, los Koetzle, entre otros parientes y amigos, hacíamos competencias con los carritos. Cada uno preparaba el suyo de la mejor manera, ya sea poniéndole plastilina, plomo derretido, cera o sacándole algunas piezas para que alcanzasen una mayor velocidad. El evento más importante del calendario era la carrera de vuelta a la manzana, donde todos nos comprometíamos en una suerte de gala deportiva y terminábamos, eso sí, con las rodillas destrozadas. Algunas tardes de mediados de verano, cuando los días se hacían interminables íbamos al parque al frente de la casa de cacería de insectos, primero buscábamos los caballitos de 7 colores, una especie de coleóptero que cuando lo agarrabas iba cambiando de colores. Esas mismas tardes cuando la noche le iba ganando protagonismo al dia comenzaban a aparecer las luciérnagas, miles de ellas, las cuales poníamos en cajas de zapatos o pomos de vidrio y las llevábamos a la casa para soltarlas en los cuartos y tener un espectáculo luminoso. También viene a mi memoria la acequia que discurría por toda la avenida Montagne, era muy raro el dia que no tuviese agua. La mayor parte de los días el agua era transparente, por lo que nos permitía pescar los guppies y otros pescaditos que en ella vivían. Hoy ni el parque ni la acequia son los mismos, toda esa fauna desapareció con el desarrollo urbano de la Aurora.

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En esa época, también jugábamos mucho en la calle, juegos como un dos tres reloj, ladrones y celadores, el run run, el trompo, las canicas con sus cholones, entre muchos más nos hacían muy amenas las tardes de verano y los fines de semana de invierno. Muchas veces juagábamos horas de horas hasta que ya casi de noche nos llamaban a entrar a la casa. Un año, mi tío Alfredo, compró un avioncito tipo caza americano, versión segunda guerra mundial de color azul con motor a gasolina que se controlaba con hilos y que daba vueltas y más vueltas. Fue una gran emoción para todos nosotros ver girar ese avión de guerra que mi tío manejaba hasta el cansancio en la zona del estacionamiento del centro comercial aterrizaje, justo casi al frente de la panadería Rose. El dueño era un italiano cascarrabias que a cada rato nos exigía mandarnos a mudar para que sus clientes no se distrajeran con tremendo circo. En esa época, ya su pan francés era todo un éxito y comenzó a vender un pan baguette que era espectacular. Cómo no recordar las mañanas de colegio cuando esperábamos la movilidad. Unos para primaria y otros para los primeros años de secundaria, mientras nos despedíamos de nuestras primas que subían a un ómnibus tipo “panteón amarillo” rumbo al colegio Villa María de La Molina y, luego, ver pasar por el frente a un extraño personaje a quien con el tiempo le pusimos el “Good morning”. Simplemente pasó un día frente a la casa de Montagne y nosotros, que no calentábamos asiento, empezamos a meterle letra a este gringón que paseaba todas las mañanas acompañado por un par de perros y vestido casi de andrajos. Ya se le veía bastante mayor y supusimos que, en sus años mozos, había sido un marino o una persona con una buena educación, ya que no solo hablaba muy bien el inglés -de ahí el apodo- sino que además conocía de muchísimos temas. Las conversaciones con ‘Good morning’ las teníamos de una vereda a la otra y a viva voz.

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Pero como vino se fue… en silencio. No supimos más. Unos años después nos enteramos de que lo habían encontrado muerto en una casa abandonada cerca de la avenida Villarán. Al igual que el Good Morning, otros personajes de la época tambien han desaparecido con el tiempo, ahí están el afilador de cuchillos con su típico silbato, el vendedor de algodón de dulce, recién hecho que era un majar, el vendedor de manzanas acarameladas, que si tenías suerte te tocaba acidita y sino ya la manzana demasiado arenosa o pasándose. El vendedor de pasteles y dulces con sus guargüeros y alfajores de verdadero manjar, el de la revolución caliente, “que rechina en los dientes”. El vendedor de helados D’Onofrio con su corneta. El panadero que pasaba en un triciclo acondicionado para mantener el pan calientito, el lechero con sus botellas de vidrio, en fin, increíble como tantas profesiones dejaron de ser rentables con el cambio de los tiempos. Cada uno tenía una característica muy diferente para vender su producto y hacía de nosotros un deleite con toda esa oferta tan variada sin tener que ir de compras a la tienda. Solo esperabas en la puerta de tu casa a pase cualquiera de ellos para quemar tu propina semanal. Dentro de todos estos personajes, los que más concitaban nuestra atención, por así decirlo, estaban “las gitanas” mujeres vestidas y arregladas de manera diferente y que recorrían la cuidad en de grupos de 3 o 4 mujeres con algunos niños, casi todas ellas muy rubias y de ojos claros. Llamaba la atención la cantidad de aretes, pulseras y demás adornos femeninos con los que se decoraban. Desde muy niños nos recalcaban que no nos debíamos acercar a las gitanas, porque te querían sacar plata a toda costa adivinando tu futuro, o que te estaban echando el ojo para secuestrarte y venderte en otra parte Recuerdo también, los cumpleaños de mi primo Alfredo, a quien su mamá le puso Howard de cariño en recuerdo de Howard Hughes me supongo. Bueno, esos cumpleaños eran memorables, ya que mi tía Alicia era una extraordinaria

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cocinera, y ese día se esmeraba en poner en la mesa lo que más le gustaba a Alfredo, sanguches de pollo con galones de mayonesa. Y para complementar, ya que el cumpleaños es en julio, unos vasos de chocolate caliente. En esa época se puso de moda el aluminio, así que todo se fabricaba con ese metal, incluyendo los vasos multicolores donde servían el chocolate…. al tocar dichos vasos te pegabas la quemada del siglo. Creo que los fabricantes nunca pensaron que la gente usaría esos vasos para bebidas calientes, pero donde Alfredo y en muchas casas más, te servían bebidas calientes con esos vasos… así que agarrar servilletas antes que se las acaben. UN ‘ROAD TRIP’ A LO COWBOY Con mis papás tuvimos el privilegio de viajar por casi todo el territorio peruano y, además, pudimos conocer varios países de costumbres diferentes. Hubo un viaje que destaca entre todos esos viajes y que hicimos en julio de 1967. Partimos toda la familia a Estados Unidos a bordo de un Jet Convair 990ª De Aerolíneas Peruanas “APSA.” Primera vez que subíamos a un Jet, estábamos acostumbrados a los DC3 Y DC6 de Faucett y Satco, con y sin cabina altimatica, pero ir en Jet ya era de otro nivel. Para empezar, nos parecía inmenso. Ósea nos sentimos mismos pavos doble pechuga. Empezamos el viaje en Miami, hospedándonos en el hotel DiLido, en pleno Miami Beach. El dueño del hotel era socio y amigo de mi tío Domingo Bezzola, así que nos dieron el mejor pent-house para la familia. Ese fue mi primer contacto con Estados Unidos. Desde que bajamos del avión hasta que regresamos no cerramos la boca de admiración por todo lo que veíamos. Miami nos pareció el paraíso, salvo el exuberante calor de Julio. Veníamos de la nublada y húmeda Lima a ese calor tropical en medio del verano.

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Fuimos al Sea Aquarium con Flipper, al Parrott Jungle, al Monkey Jungle y todos los Jungles que pudimos visitar. Nos pareció increíble el mar calientito a pesar de sus malaguas, (a Luis le pico una que estuvo enrronchado un par de días). Cuando teníamos un tiempo libre al agua patos. Era una aventura caminar por Collins Avenue y querer entrar a todas las tiendas. Ver todos esos hoteles uno junto al otro. Comparar a cuál iríamos la próxima vez. Conocimos los banana Split y peach melba de los Howard Johnson, las hamburguesas del Mc Donald´s entre otras exquisiteces gringas. En la sala del cuarto del hotel había una inmensa Tv Zenith a colores, primera vez que veíamos nuestros programas favoritos en “living color” como les decían. La estadía en Miami se nos hizo rapidísima y después de una semana y media, volamos a Denver vía Chicago. Primera vez que nos subíamos a un Jet de Delta Airlines. Después de un par de horas de trasbordo en Chicago, llegamos a Denver para pasar unos días con los Daman, el viejo Arthur y su hijo Arturito, quienes eran los dueños de la Denver Equipment, fabricantes de equipos mineros y, además, socios en Pacococha. Empresa para la cual trabajaba el tio Flavio Mazzetti. Nos alojamos en el Cherry Creek Inn, un motel tipo western con todas las amenidades de una coboyada. Esa semana fue declarada la semana del ‘Fenergan’, remedio para la tos que le endulzaba la vida a mi hermano Jorge. Indispensable para tenerlo tranquilo sin que nos altere a los mayores. Paseamos por los alrededores de Denver, fuimos a Colorado Springs a conocer la planta de la Denver Equipment, visitamos la Air Force Academy en Gleneagle, nos llevaron, además, a un par de pueblos mineros, cuyos sus nombres se me escapan, pero clarito, clarito, podrían aparecer el llanero solitario, al Sheriff

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de Cochisse, a Rin tin tin o Matt Dealon por mencionar algunos de mis favoritos. Días después partimos en un poderoso Oldsmobile 88 rumbo a Yellowstone Park, previamente, cruzamos del estado de Colorado al estado de Wyoming, parando en Laramie, Cheyenne, y todos los pueblitos vaqueros del medio oeste. Esos pueblitos que muchas veces vimos en la tele, y que en esos momentos se hicieron realidad a nuestra vista, pudimos experimentar en carne propia sus aventuras por esos parajes, cañadas y pueblos. Los duelos, las peleas en las cantinas, etc. Luis y Yo nos sentimos mismos cowboys. Hasta andábamos disfrazados con sombrero y pistolas. En esa época ser cowboy era lo más cool. Un par de días después de haber partido de Denver llegamos a Yellowstone. Primera pregunta, ¿dónde viven el Oso Yogui y Bubu?? Nuestra visita a Yellowstone Park resultó increíble, fascinados con los geiseres, bisontes y todo lo que Yellowstone podía hacer fascinar en la mente de un teenager. Saliendo de Wyoming cruzamos al estado de Montana, y como parte del programa hicimos un tour de rafting en el Snake River, donde el ambiente del medio oeste llegó a su clímax. Ya no podíamos más. Habíamos encontrado en paraíso.

Navegamos por el Snake River en esas grandes boyas de hule,

rodeados de vaqueros y de todas sus vivencias, realmente nos hizo sentir súper importantes. Después de todo un dia de navegación llegamos a un campamento donde nos esperaban con todo listo nuestros anfitriones, podías escoger entre un tepee Cheroquee o un log house para pasar la noche. Obviamente el teppe fue el ganador para Luis y para mí. A la vista de un bosque frondoso y un cielo estrellado y con nuestro hot dog asándose en una fogata, comenzaron a servirnos unos frejoles dulces con algunas guarniciones que no me recuerdo, y todo esto acompañado de música cowboy. Plop plop…. A nuestra imaginación. 117


Del Snake River cruzamos al estado de Utah para llegar a la ciudad de Salt Lake City. Visitamos el lago salado, EL tabernáculo y templo mormón con su imponente órgano, entre otras atracciones de la zona. Después de dos días entramos al estado de Nevada para hacer nuestra entrada triunfal a la ciudad de Las Vegas… con Luis queríamos entrar a como dé lugar a todos los casinos, pero no tuvimos suerte, pues la seguridad siempre se daba maña para descubrirnos ni bien traspasábamos las puertas. Esos días conocimos el Cañón del Colorado y Hoover Dam, una presa impresionante y obra maravillosa de ingeniería. Y de Las Vegas enrumbamos a California y al Down town Los Ángeles, donde lo primero que hicimos fue ir a Disneylandia. Un dia fuimos a la playa muy entusiasmados pensando que el agua de mar sería igualita a la de Miami, pero no, gran desilusión, el agua era de la misma temperatura que el club regatas de Lima. Visitamos Hollywood y Berberly Hills, siempre con el ojo atento a ver si veíamos a algún artista famoso. Pero la suerte no nos acompañó. Ese año the Mamas and the Papas se lanzaron a la fama con su música, especialmente Monday Monday…. Era también la cuna del nascimiento Hippie, veíamos con los ojos de no creer toda esa gente vestida estrafalariamente con unos pelos larguísimos haciendo sus protestas contra la guerra de Vietnam o contra cualquier cosa que se les ocurría reclamar. Llegado el dia dejamos el Oldsmobile en el aeropuerto despidiéndonos del después habernos acompañado muchos kilómetros de aventuras. Sentados en el APSA nos sentimos muy agradecidos de esa experiencia divertida y única para todos nosotros. Fue un gran viaje familiar ocurrido en la adolescencia de los dos mayores y la infancia de los dos menores y del cual todavía conservo muy vívidos recuerdos. Llegando a la mañana siguiente a Lima, Belaunde había devaluado el sol respecto al dólar. No entendí a comienzo que significaba, pero meses después me di

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cuenta de que los cinco soles de la propina ya no compraban las mismas cosas que meses anteriores. MIS TIOS JOSELO Y AUGUSTO DE CORREDORES DE AUTOS Desde principios de los 60’s, mis tíos Augusto y Joselo iniciaron sus periplos de corredores de autos, al comienzo en secreto para que mis abuelos no se enterasen y en el tiempo con seudónimos como el de JoanBaMon; me acuerdo de haber ido con mi papá a la base aérea de las palmas a verlos correr en sus Volkswagen, regalo del abuelo por el ingreso universitario; era muy emocionante y novedoso el ver toda esa competencia de velocidad. Mi tio Joselo, a diferencia de Augusto, comenzó a participar más y más en competencias de autos. Salvo la época de Arnaldo Alvarado, los sesenta y setenta, creo, fueron la época dorada del automovilismo. Es así qué, lo fuimos acompañando a diferentes competencias como la de Lima Atocongo Lima, a la de Lima Arequipa Lima, con llegada en Ica. (una segunda o tercera, años más tarde con mi tio Juan Manuel en su BMW 2002 TI Alpina rojo nuevecito…. Esta competencia merece una historia separada por la cantidad y calidad de eventos ocurridos en esa carrera). Comenzamos a conocer el mundo del automovilismo, íbamos a ver los garajes donde se guardaban las máquinas para su control previo a la carrera, generalmente el dia anterior, era un ambiente casi de fiesta y podíamos ver de cerca a todos los pilotos y sus equipos de auxilio mecánico, veíamos de cerca, a Peter Kube, Pitty Block, Kike Pérez, el zorro Yangali entre otros. Como se dice íbamos, en mancha, con mi papá sus hermanos y cuñados, con los tíos Montori Alfaro, con mis primos Baertl Gómez, y algunos de los amigos del tio Joselo. Es en esa época que los autos Volvo tuvieron su temporada de Oro. Fuimos a las competencias del campo de Marte a ver las seis horas peruanas; acompañamos al Tio Jopito en la partida de Chosica en las primeras versiones de los “Caminos del Inka”, escuchábamos por radio las narraciones donde

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“coche a la vista” anunciaba el paso o llegada de un nuevo bólido. De apuntar en una libreta los tiempos de cada uno en cada categoría, y el disfrutar escuchar al narrador cuando anunciaba…… coche a la vista por la localidad de Nazca…. es el bólido de JoanBaMon…grandes momentos….

OTROS DESCUBRIMIENTOS DE AQUELLA ÉPOCA Por entonces descubrimos un pequeño restaurante, muy humilde pero bien puesto, propiedad de unos suizos y que se ubicaba en la Benavides, casi llegando al colegio Humboldt. No habría más de cinco mesas y, como equipamiento principal, tenía un rosticería muy similar al de la Granja Azul, tanto así que hacían unos pollos a la brasa muy parecidos. El pollo con papas fritas te lo servían en unas canastitas de caña muy bonitas. Cuando estabas en pleno comer se acercaba uno de los suizos a entregarte un cerro de servilletas de papel para limpiar el embarre del pollo y las papas. También tenían una ensalada tipo granja azul. A parte de del pollo y ensalada ofrecían anticuchos de hígado y corazón. El menú no incluía nada más. Con los años, El Rancho amplió sus instalaciones y se convirtió en el centro de nuestras actividades para todo tipo de celebraciones, más aún cuando pusieron una zona de juegos que era todo un lujo para ese entonces. Me acuerdo de que a la entrada instalaron un trencito que recorría toda la propiedad, además entre otras amenidades, había un avión de la Segunda Guerra Mundial, al cual subíamos después de un previo ‘yan-kem-pó’, que definía el orden en el que empezaríamos a soñar cada uno con un nuevo combate aéreo. El restaurante fue creciendo y diversificándose, tanto así que luego ya no solo servían su acostumbrado plato de bandera, el pollo a la brasa, sino que además extendieron su carta con carnes, pastas, platos criollos y diversos postres, siendo la especialidad de estos últimos uno que llevaba el nombre del local. El famoso postre el rancho copa alta de diferentes sabores de helado, crema

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chantilly, merengue y para coronar una buena porción de Ron. Simplemente delicioso. Además, fueron innovadores porque ofrecían la posibilidad de comer el pollo en el restaurante, o en el carro tipo drive inn como el tip top o para llevar a la casa. Ya en la cumbre del éxito, El Rancho trajo a artistas como Los Caporales de Chile o a Gina Dean, entre otros, para ofrecer espectáculos en vivo. Sin duda El Rancho marcó época para nuestra generación. Posteriormente en la parte trasera del terreno, instalaron una diversidad de juegos, de los cuales destacaba un trencito que recorría toda la propiedad, así como unos saltarines y unos chachi cars que eran el deleite de nuestras tardes de cumpleaños. Lamentablemente como todo en la vida los socios originales se fueron muriendo y las nuevas generaciones no tuvieron el compromiso de entrega y trabajo de sus antecesores. Cuando se mudaron mis abuelos a la Aurora alrededor del año 1968, tuvimos la oportunidad de poderlos visitar más a menudo, simplemente cruzando la calle y tocar el timbre. Es así como comenzamos a conocer sus rutinas, como las horas de visita, las horas que tomaban desayuno, almuerzo, lonche y comida. Había días cada tres meses, que no se podía molestar a la abuela Julia, ya que se pasaba recortando sus cupones de dividendos ya sea de Empresas eléctricas asociadas, la del famoso “Kilowatito”, Hidra-andina entre otras, las cuales pagaban trimestralmente sus dividendos. Era muy gracioso ver a la abuela muy concentrada recortando sus cupones y separándolos por empresa, posteriormente ponía en sobres los diferentes cupones. Una vez concluido este proceso, Erasmo ya estaba listo esperándola con el Mercedes bien simonizado para ir al banco a la cobranza. Esa cercanía a la casa de los abuelos nos permitió acompañar a los abuelos a diferentes eventos, entre los cuales el muy esperado era la temporada de teatro, a la que acudíamos con la abuela Julia cada dos jueves. 121


A Luis y a mí se nos unían las primas Luz María e Ingrid. Los cuatro en nuestras mejores galas, los hombres bien engominados con Glostora, esperábamos la llegada del Lincoln de la abuela piloteado por Erasmo. El programa nos era revelado rumbo al Teatro Municipal. Infaltables eran las temporadas de zarzuela. Terminada la obra o el evento, la abuela nos premiaba invariablemente con un suculento lonche en el Centro de Lima.

LOS CAMPING DE PUERTO FIEL Por iniciativa de mi tío Alfredo, alrededor del año 1966-7 comenzamos a ir de camping algunos fines de semana de verano. Solíamos ir a la playa Puerto Fiel. Donde ya mi tio Alfredo tenía varios amigos con quien los fines de semana. En esa época llegar de Lima era toda una odisea y si llegabas de noche corrías el peligro de arenarte, ya que desde la panamericana hasta el lugar donde acampábamos había unos 500 metros de arena. Felizmente había apoyo de los otros amigos que te daban una empujadita si te quedabas arenado. Los siguientes veranos nos convertimos en campistas de casi todos los fines de semana de verano. Fin de los campings y despedida era la semana después de semana santa si tocaba en abril. Y sino a mediados de abril. En

esos

veranos

tuvimos

la

oportunidad

de

compartir

innumerables

campamentos con los Maximiliano, los Ferraro Amico, los Jerí, los Forsyth, los Wakeham y, sobre todo, con mis primos Baertl Gómez. Aprendimos a hacer fogatas, a dormir en la arena, a cuidar el agua, a preparar las conchitas “señoritas” o “chipy chipy” con harto ajo, culantro y vino blanco, pues abundaban en la playa.

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Solíamos admirar las carpas y los equipos de camping de última generación con los que se iniciaba novedosamente cada temporada. Escuchábamos a los mayores contar sus experiencias y vivencias. En especial a don Atilio Ferraro, quien tenía una chispa muy picara. Sufrimos en carne propia las peores erisipelas, donde los tomates, pepinos y caladril, dejados en el refrigerador el viernes, aliviaban, en algo, la quemazón. Los acontecimientos más importantes eran las noches de fogata, cantando las canciones de moda, de poner al fuego un palo de anticucho o una salchicha eran un evento social. De las tardes de intercambio de chistes de “la pequeña Lulú”, “Archie”, “tio rico”, “periquita”, “lorenzo y pepita” y de leerlos una y otra vez. De bañarse en el mar hasta el cansancio, de explorar las playas vecinas y los cerros. De alguna vez ir a comprar chifa a Cañete para cambiar la rutina acompañando a los mayores.

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Aprendimos a encender los primus para cocinar e iluminar. Te metías realmente en un gran problema si éste se atoraba y no tenías la agujita para limpiar el estrecho conducto por el que pasaba el gas. También debíamos dosificar y cuidar las pilas de la radio para que nos durasen todo el fin de semana. En suma, adquirimos una cultura de playa y supervivencia que nos ha servido para toda la vida. Fueron unos veranos que siempre recordaré con mucho cariño.

(CAMPING EN OUERTO FIEL)

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MIS QUINCE AÑOS El 9 de octubre de 1968 cumplí los 15 años y, recuerdo como si fuera ayer, que esa noche fuimos a celebrar con los abuelos Julia y Ernesto, mis papás, hermanos y, si no me equivoco, con la tía Mercedes, al reluciente chifa ‘El Dorado’ de la avenida Arequipa. El restaurante había sido recientemente inaugurado y su local se ubicaba en el último piso del edificio del mismo nombre. Por casualidad allí estaban ubicadas las oficinas de la organización Hochschild. Durante la comida, los mozos del chifa nos comentaron que el general Juan Velazco Alvarado, quien había dado un golpe de estado, el día 3 de octubre, y deportado al presidente Belaunde, había anunciado la toma de la refinería de Talara por parte el Ejército. A partir de ese 9 de octubre, el Perú cambió en adelante y para siempre. Ya nada fue igual. Vinieron años de incertidumbre y zozobra para muchos. Quizá esté omitiendo involuntariamente algunas vivencias, ya la memoria escapa al recuerdo completo, pero creo que este relato refleja meridianamente mi vida de aquellos años. Nuevamente agradecido por todo lo que se me dio.

Lima Diciembre del 2021 ebj

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