Antología De Cuentos

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BACHILLERATO GENERAL OFICIAL “DAVID ALFARO SIQUEIROS” C.C.T. 21EBH0900Q

NOMBRE DEL ALUMNO: EDUARDO ÁNGEL CALVA MARTÍNEZ CATEDRÁTICO: MARTÍN PACHECO VALDERRABANO MATERIA: LENGUAJE Y COMUNICACIÓN SEMESTRE: 2° GRUPO: “A”


ÍNDICE Edgar Allan Poe Un cuento de las Montañas Escabrosas .................. ¡Error! Marcador no definido. Sombra ..................................................................... ¡Error! Marcador no definido. Silencio..................................................................... ¡Error! Marcador no definido. Revelación mesmérica ............................................. ¡Error! Marcador no definido. Morella ..................................................................... ¡Error! Marcador no definido. Metzengerstein ......................................................... ¡Error! Marcador no definido.

Manuscrito hallado en una botella ............................ ¡Error! Marcador no definido. Los crímenes de la calle Morgue.............................. ¡Error! Marcador no definido. Ligeia........................................................................ ¡Error! Marcador no definido.

La verdad sobre el caso del señor Valdemar ........... ¡Error! Marcador no definido. La cita ....................................................................... ¡Error! Marcador no definido. La conversación de Eiros y Charmion ...................... ¡Error! Marcador no definido. Eleonora ................................................................... ¡Error! Marcador no definido. La caja oblonga ........................................................ ¡Error! Marcador no definido. La carta robada ........................................................ ¡Error! Marcador no definido. H. P. Lovecraft Polaris ...................................................................... ¡Error! Marcador no definido. Los otros dioses ....................................................... ¡Error! Marcador no definido. Los gatos de Ulthar .................................................. ¡Error! Marcador no definido.

Los amados muertos ................................................ ¡Error! Marcador no definido. Las ratas de las paredes .......................................... ¡Error! Marcador no definido. La tumba .................................................................. ¡Error! Marcador no definido.

La torre ..................................................................... ¡Error! Marcador no definido.


La Nave Blanca ........................................................ ¡Error! Marcador no definido. La música de Erich Zann .......................................... ¡Error! Marcador no definido. La llamada de Cthulhu ............................................. ¡Error! Marcador no definido. La decisión de Randolph Carter ............................... ¡Error! Marcador no definido. La ciudad sin nombre ............................................... ¡Error! Marcador no definido. La bestia en la cueva ............................................... ¡Error! Marcador no definido. El extraño ................................................................. ¡Error! Marcador no definido. Reanimador 6: Las legiones de la tumba ................. ¡Error! Marcador no definido.

Stephen King Las revelaciones de Becka Paulson......................... ¡Error! Marcador no definido. Una tarde en lo de dios ............................................ ¡Error! Marcador no definido.

El coco ..................................................................... ¡Error! Marcador no definido. Soy la puerta ............................................................ ¡Error! Marcador no definido. Los misterios del gusano .......................................... ¡Error! Marcador no definido. El brazo .................................................................... ¡Error! Marcador no definido. Zarabanda nupcial .................................................... ¡Error! Marcador no definido. Paranoia; Un Canto .................................................. ¡Error! Marcador no definido. Para Owen ............................................................... ¡Error! Marcador no definido. Reparto matutino ...................................................... ¡Error! Marcador no definido. La balsa .................................................................... ¡Error! Marcador no definido. La balada del proyectil flexible ................................. ¡Error! Marcador no definido.

El camión del tío otto ................................................ ¡Error! Marcador no definido. La expedición ........................................................... ¡Error! Marcador no definido. Hay tigres ................................................................. ¡Error! Marcador no definido.


Un cuento de las Montañas Escabrosas Edgar Allan Poe Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de Charlottesville (Virginia), trabé relación por casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven caballero era notable en todo sentido y despertó en mí un interés y una curiosidad profundos. Me resultaba imposible comprenderlo tanto en lo físico como en lo moral. De su familia no pude obtener informes satisfactorios. Nunca averigüé de dónde venía. Aun en su edad -si bien lo califico de joven caballero- había algo que me desconcertaba no poco. Seguramente parecía joven, y se complacía en hablar de su juventud; mas había momentos en que no me hubiera costado mucho atribuirle cien años de edad. Pero nada más peculiar que su apariencia física. Era singularmente alto y delgado, muy encorvado. Tenía miembros excesivamente largos y descarnados, la frente ancha y alta, la tez absolutamente exangüe, la boca grande y flexible, y los dientes más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en una cabeza humana. La expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno resultaba desagradable, como podía suponerse; pero era absolutamente invariable. Tenía una profunda melancolía, una tristeza uniforme, constante. Sus ojos eran de tamaño anormal, grandes y redondos, como los del gato. También las pupilas con cualquier aumento o disminución de luz sufrían una contracción o una dilatación como la que se observa en la especie felina. En momentos de excitación le brillaban los ojos hasta un punto casi inconcebible; parecían emitir rayos luminosos, no de una luz reflejada, sino intrínseca, como una bujía, como el sol; pero por lo general tenía un aspecto tan apagado, tan velado y opaco, que evocaban los ojos de un cadáver largo tiempo enterrado. Estas características físicas parecían causarle mucha molestia y continuamente aludía a ellas en un tono en parte explicativo, en parte de disculpa, que la primera vez me impresionó penosamente. Pronto, sin embargo, me acostumbré a él y mi incomodidad se desvaneció. Parecía proponerse más bien insinuar, sin afirmarlo de modo directo, que su aspecto físico no había sido siempre el de ahora, que una larga serie de ataques neurálgicos lo habían reducido de una belleza mayor de la común a eso que ahora yo contemplaba. Hacía mucho tiempo que le atendía un médico llamado Templeton, un viejo caballero de unos setenta años, a quien conociera en Saratoga y cuyos cuidados le habían proporcionado, o por lo menos así lo pensaba, gran alivio. El resultado fue que Bedloe, hombre rico, había hecho un arreglo con el doctor Templeton, por el cual este último, mediante un generoso pago anual, consintió en consagrar su tiempo y su experiencia médica al cuidado exclusivo del enfermo. El doctor Templeton había viajado mucho en sus tiempos juveniles, y en París se convirtió, en gran medida, a las doctrinas de Mesmer. Por medio de curas magnéticas había logrado aliviar los agudos dolores de su paciente, que, movido por este éxito, sentía cierto grado natural de confianza en las opiniones en las cuales


se fundaba el tratamiento. El doctor, sin embargo, como todos los fanáticos, había luchado encarnizadamente por convertir a su discípulo, y al fin consiguió inducirlo a que se sometiera a numerosos experimentos. Con la frecuente repetición de éstos logró un resultado que en los últimos tiempos se ha vulgarizado hasta el punto de llamar poco o nada la atención, pero que en el período al cual me refiero era apenas conocido en América. Quiero decir que entre el doctor Templeton y Bedloe se había establecido poco a poco un rapport muy definido y muy intenso, una relación magnética. No estoy en condiciones de asegurar, sin embargo, que este rapport se extendiera más allá de los límites del simple poder de provocar sueño; pero el poder en sí mismo había alcanzado gran intensidad. El primer intento de producir somnolencia magnética fue un absoluto fracaso para el mesmerista. El quinto o el sexto tuvo un éxito parcial, conseguido después de largo y continuado esfuerzo. Sólo en el duodécimo el triunfo fue completo. Después de éste la voluntad del paciente sucumbió rápidamente a la del médico, de modo que, cuando los conocí, el sueño se producía casi de inmediato por la simple voluntad del operador, aun cuando el enfermo no estuviera enterado de su presencia. Sólo ahora, en el año 1845, cuando se comprueban diariamente miles de milagros similares, me atrevo a referir esta aparente imposibilidad como un hecho tan cierto como probado. El temperamento de Bedloe era sensitivo, excitable y exaltado en el más alto grado. Su imaginación se mostraba singularmente vigorosa y creadora, y sin duda sacaba fuerzas adicionales del uso habitual de la morfina, que ingería en gran cantidad y sin la cual le hubiera resultado imposible vivir. Era su costumbre tomar una dosis muy grande todas las mañanas inmediatamente después del desayuno, o más bien después de una taza de café cargado, pues no comía nada antes de mediodía, y luego salía, solo o acompañado por un perro, en un largo paseo por la cadena de salvajes y sombrías colinas que se alzan hacia el suroeste de Charlottesville y son honradas con el título de Montañas Escabrosas. Un día oscuro, caliente, neblinoso de fines de noviembre, durante el extraño interregno de las estaciones que en Norteamérica se llama verano indio, Mr. Bedloe partió, como de costumbre, hacia las colinas. Transcurrió el día, y no volvió. A eso de las ocho de la noche, ya seriamente alarmados por su prolongada ausencia, estábamos a punto de salir en su busca, cuando apareció de improviso, en un estado no peor que el habitual, pero más exaltado que de costumbre. Su relato de la expedición y de los acontecimientos que lo habían detenido fue en verdad singular. «-Recordarán ustedes -dijo- que eran alrededor de las nueve de la mañana cuando salí de Charlottesville. De inmediato dirigí mis pasos hacia las montañas y, a eso de las diez, entré en una garganta completamente nueva para mí. Seguí los recodos de este paso con gran interés. El paisaje que se veía por doquiera, aunque apenas digno de ser llamado imponente, presentaba un indescriptible y para mí delicioso aspecto de lúgubre desolación. La soledad parecía absolutamente virgen. No pude menos de pensar que aquel verde césped y aquellas rocas grises nunca habían sido holladas hasta entonces por pies humanos. Tan absoluto era su apartamiento y en realidad tan inaccesible -salvo por una serie de accidentes- la entrada del


barranco, que no es nada imposible que yo haya sido el primer aventurero, el primerísimo y único aventurero que penetró en sus reconditeces. »La espesa y peculiar niebla o humo que caracteriza al verano indio y que ahora flota, pesada, sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar la vaga impresión que esos objetos creaban. Tan densa era esta agradable bruma, que en ningún momento pude ver a más de doce yardas en el sendero que tenía delante. Este sendero era sumamente sinuoso y, como no se podía ver el sol, pronto perdí toda idea de la dirección en que andaba. Entre tanto la morfina obró su efecto acostumbrado: el de dotar a todo el mundo exterior de intenso interés. En el temblor de una hoja, en el matiz de una brizna de hierba, en la forma de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el soplo del viento, en los suaves olores que salían del bosque había todo un universo de sugestión, una alegre y abigarrada serie de ideas fragmentarias desordenadas. »Absorto, caminé durante varias horas, durante las cuales la niebla se espesó a mi alrededor hasta tal punto que al fin me vi obligado a buscar a tientas el camino. Y entonces una indescriptible inquietud se adueñó de mí, una especie de vacilación nerviosa, de temblor. Temí caminar, no fuera a precipitarme en algún abismo. Recordaba, además, extrañas historias sobre esas Montañas Escabrosas, sobre una raza extraña y fiera de hombres que ocupaban sus bosquecillos y sus cavernas. Mil fantasías vagas me oprimieron y desconcertaron, fantasías más afligentes por ser vagas. De improviso detuvo mi atención el fuerte redoble de un tambor. »Mi asombro fue por supuesto extremado. Un tambor en esas colinas era algo desconocido. No podía sorprenderme más el sonido de la trompeta del Arcángel. Pero entonces surgió una fuente de interés y de perplejidad aún más sorprendente. Se oyó un extraño son de cascabel o campanilla, como de un manojo de grandes llaves, y al instante pasó como una exhalación, lanzando un alarido, un hombre semidesnudo de rostro atezado. Pasó tan cerca que sentí su aliento caliente en la cara. Llevaba en una mano un instrumento compuesto por un conjunto de aros de acero, y los sacudía vigorosamente al correr. Apenas había desaparecido en la niebla cuando, jadeando tras él, con la boca abierta y los ojos centelleantes, se precipitó una enorme bestia. No podía equivocarme acerca de su naturaleza. Era una hiena. »La vista de este monstruo, en vez de aumentar mis terrores los alivió, pues ahora estaba seguro de que soñaba, e intenté despertarme. Di unos pasos hacia adelante con audacia, con vivacidad. Me froté los ojos. Grité. Me pellizqué los brazos. Un pequeño manantial se presentó ante mi vista y entonces, deteniéndome, me mojé las manos, la cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que hasta entonces me perturbaran. Me enderecé, como lo pensaba, convertido en un hombre nuevo y proseguí tranquilo y satisfecho mi desconocido camino. »Al fin, extenuado por el ejercicio y por cierta opresiva cerrazón de la atmósfera, me senté bajo un árbol. En ese momento llegó un pálido resplandor de sol y la sombra de las hojas del árbol cayó débil pero definida sobre la hierba. Pasmado, contemplé esta sombra durante varios minutos. Su forma me dejó estupefacto. Miré hacia arriba. El árbol era una palmera.


»Entonces me levanté apresuradamente y en un estado de terrible agitación, pues la suposición de que estaba soñando ya no me servía. Vi, comprendí que era perfectamente dueño de mis sentidos, y estos sentidos brindaban a mi alma un mundo de sensaciones nuevas y singulares. El calor tornóse de pronto intolerable. La brisa estaba cargada de un extraño olor. Un murmullo bajo, continuo, como el que surge de un río crecido pero que corre suavemente, llegó a mis oídos, mezclado con el susurro peculiar de múltiples voces humanas. »Mientras escuchaba en el colmo de un asombro que no necesito describir, una fuerte y breve ráfaga de viento disipó la niebla oprimente como por obra de magia. »Me encontré al pie de una alta montaña y mirando una vasta llanura por la cual serpeaba un majestuoso río. A orillas de este río había una ciudad de apariencia oriental, como las que conocemos por las Mil y una noches, pero más singular aún que las allí descritas. Desde mi posición, a un nivel mucho más alto que el de la ciudad, podía percibir cada rincón y escondrijo como si estuviera delineado en un mapa. Las calles parecían innumerables y se cruzaban irregularmente en todas direcciones, pero eran más bien pasadizos sinuosos que calles, y bullían de habitantes. Las casas eran extrañamente pintorescas. A cada lado había profusión de balcones, galerías, torrecillas, templetes y minaretes fantásticamente tallados. Abundaban los bazares, y había un despliegue de ricas mercancías en infinita variedad y abundancia: sedas, muselinas, la cuchillería más deslumbrante, las joyas y gemas más espléndidas. Además de estas cosas se veían por todas partes estandartes y palanquines, literas con majestuosas damas rigurosamente veladas, elefantes con gualdrapas suntuosas, ídolos grotescamente tallados, tambores, pendones, gongos, lanzas, mazas doradas y argentinas. Y en medio de la multitud, el clamor, el enredo, la confusión general, en medio del millón de hombres blancos y amarillos con turbantes y túnicas y barbas caudalosas, vagaba una innumerable cantidad de toros sagrados, mientras vastas legiones de asquerosos monos también sagrados trepaban, parloteando y chillando, a las cornisas de las mezquitas, o se colgaban de los minaretes y de las torrecillas. De las hormigueantes calles bajaban a las orillas del río innumerables escaleras que llegaban a los baños, mientras el río mismo parecía abrirse paso con dificultad a través de las grandes flotas de navíos muy cargados que se amontonaban a lo largo y a lo ancho de su superficie. Más allá de los límites de la ciudad se levantaban, en múltiples grupos majestuosos, la palmera y el cocotero, y otros gigantescos y misteriosos árboles añosos, y aquí y allá podía verse un arrozal, alguna choza campesina con techo de paja, un aljibe, un templo perdido, un campamento gitano, o una solitaria y graciosa doncella encaminándose, con un cántaro sobre la cabeza, hacia las orillas del magnifico río. «Ustedes dirán ahora, por supuesto, que yo soñaba; pero no es así. Lo que vi, lo que oí, lo que sentí, lo que pensé, nada tenía de la inequívoca idiosincrasia del sueño. Todo poseía una consistencia rigurosa y propia. Al principio, dudando de estar realmente despierto, inicié una serie de pruebas que pronto me convencieron de que, en efecto, lo estaba. Cuando uno sueña y en el sueño sospecha que sueña, la sospecha nunca deja de confirmarse y el durmiente se despierta de inmediato. Por eso Novalis no se equivoca al decir que “estamos próximos a despertar cuando soñamos que soñamos”. Si hubiera tenido esta visión


tal como la describo, sin sospechar que era un sueño, entonces podía haber sido un sueño; pero habiéndose producido así, y siendo, como lo fue, objeto de sospechas y de pruebas, me veo obligado a clasificarla entre otros fenómenos.» -En esto no estoy seguro de que se equivoque -observó el doctor Templeton-, pero continúe. Usted se levantó y descendió a la ciudad. «-Me levanté -continuó Bedloe mirando al doctor con un aire de profundo asombro, me levanté como usted dice y descendí a la ciudad. En el camino encontré una inmensa multitud que atestaba las calles y se dirigía en la misma dirección, dando muestras en todos sus actos de la más intensa excitación. De pronto, y por algún impulso inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en lo que estaba sucediendo. Sentía que debía desempeñar un importante papel, sin saber exactamente cuál. La multitud que me rodeaba, sin embargo, me inspiró un profundo sentimiento de animosidad. Me aparté bruscamente, deprisa, por un sendero tortuoso, llegué a la ciudad y entré. Todo era allí tumulto, contienda. Un pequeño grupo de hombres vestidos con ropas semiindias, semieuropeas, y comandado por caballeros de uniforme en parte británico, combatían en desventaja con la bullente chusma de las callejuelas. Me uní a la parte más débil, con las armas de un oficial caído, y luché no sé contra quién, con la nerviosa ferocidad de la desesperación. Pronto fuimos vencidos por el número y buscamos refugio en una especie de quiosco. Allí nos atrincheramos y por un momento estuvimos seguros. Desde una aspillera cerca del pináculo del quiosco vi una vasta multitud, en furiosa agitación, rodeando y asaltando un alegre palacio que dominaba el río. Entonces, desde una ventana superior de ese palacio bajó un personaje, de aspecto afeminado, valiéndose de una cuerda hecha con los turbantes de sus sirvientes. Cerca había un bote, en el cual huyó a la orilla opuesta del río. »Y entonces un nuevo propósito se apoderó de mi espíritu. Dije unas pocas palabras apresuradas pero enérgicas a mis compañeros y, logrando ganar a algunos para mi causa, hice una frenética salida desde el quiosco. Nos precipitamos entre la multitud que lo rodeaba. Al principio ésta se retiró a nuestro paso. Volvió a unirse, luchó enloquecida, se retiró de nuevo. Entretanto nos habíamos alejado del quiosco y nos extraviamos y confundimos en las estrechas calles de casas altas, salientes, en cuyas profundidades el sol nunca había podido brillar. La canalla presionó impetuosa contra nosotros, acosándonos con sus lanzas y abrumándonos a flechazos. Las flechas eran muy curiosas, algo parecidas al sinuoso cris malayo. Imitaban el cuerpo de una serpiente ondulada y eran largas y negras, con púa envenenada. Una de ellas me hirió en la sien derecha. Me tambaleé y caí. Una instantánea y espantosa náusea me invadió. Me debatí, jadeando, hasta morir.» -No puede usted insistir ahora -dije, sonriendo- en que toda su aventura no fue un sueño. No se dispondrá a sostener que está muerto, ¿verdad? Al decir estas palabras esperaba de parte de Bedloe alguna vivaz salida a modo de réplica; pero, para asombro mío, vaciló, tembló, se puso terriblemente pálido y permaneció silencioso. Miré a Templeton. Estaba rígido y erecto en su silla, daba diente con diente y los ojos se le salían de las órbitas.


-¡Continúe! -dijo por fin con voz ronca. -Durante varios minutos -prosiguió Bedloe- mi único sentimiento, mi única sensación fue de oscuridad, de nada, junto con la conciencia de la muerte. Por fin mi alma pareció sufrir un violento y repentino choque, como de electricidad. Con él apareció la sensación de elasticidad y de luz. Sentí la luz, no la vi. Por un instante me pareció que me levantaba del suelo. Pero no tenía presencia corpórea, ni visible, ni audible, ni palpable. La multitud se había marchado. El tumulto había cesado. La ciudad se hallaba en relativo reposo. Abajo yacía mi cadáver con la flecha en la sien, la cabeza enormemente hinchada y desfigurada. Pero todas estas cosas las sentí, no las vi. Nada me interesaba. El mismo cadáver era como si no fuese cosa mía. Voluntad no tenía ninguna, pero algo parecía impulsarme a moverme y me deslicé flotando fuera de la ciudad, volviendo a recorrer el sendero sinuoso por el cual había entrado. Cuando llegué al punto del barranco en las montañas donde encontrara la hiena, experimenté de nuevo un choque como de batería galvánica; las sensaciones de peso, de voluntad, de sustancia volvieron. Recobré mi ser original y dirigí ansioso mis pasos hacia casa, pero el pasado no había perdido la vivacidad de lo real, y ni siquiera ahora, ni siquiera por un instante, puedo obligar a mi entendimiento a considerarlo como un sueño. -No lo era -dijo Templeton con un aire de profunda solemnidad-, y sin embargo sería difícil decir de qué otra manera podría llamárselo. Supongamos tan sólo que el alma del hombre actual está al borde de algunos estupendos descubrimientos psíquicos. Contentémonos con esta suposición. En cuanto al resto, tengo alguna explicación que dar. He aquí una acuarela que debería haberle mostrado antes, pero no lo hice porque hasta ahora me lo impidió un inexplicable sentimiento de horror. Miramos la figura que presentaba. Nada le vi de extraordinario, pero su efecto sobre Bedloe fue prodigioso. Casi se desmayó al verlo. Y sin embargo era tan sólo un retrato, una miniatura de milagrosa exactitud, por cierto, un retrato de sus notables facciones. Por lo menos esto fue lo que pensé al mirarlo. «-Advertirán ustedes -dijo Templeton- la fecha de este retrato. Aquí está, apenas visible, en este ángulo: 1780. En ese año fue hecho el retrato. Pertenece a un amigo muerto, a Mr. Oldeb, de quien fui muy íntimo en Calcuta, durante la administración de Warren Hastings. Entonces tenía yo sólo veinte años. La primera vez que lo vi, Mr. Bedloe, en Saratoga, la milagrosa semejanza existente entre usted y la pintura fue lo que me indujo a hablarle, a buscar su amistad y a llegar a un arreglo por el cual me convertí en su compañero constante. Al hacer esto me urgía en parte, y quizá principalmente, el dolido recuerdo del muerto, pero también, en parte, una curiosidad con respecto a usted, incómoda y no desprovista de horror. »En los detalles de su visión entre las colinas ha descrito usted con la más minuciosa exactitud la ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los tumultos, el combate, la matanza fueron los sucesos reales de la insurrección de Cheyte Sing que ocurrió en 1780, cuando la vida de Hastings corrió inminente peligro. El hombre que escapaba por la cuerda de turbantes era el mismo Cheyte Sing. El destacamento del quiosco estaba formado por cipayos y oficiales británicos, comandados por Hastings. Yo formaba parte de ese destacamento e hice todo lo


posible para impedir la temeraria y fatal salida del oficial que cayó, en las atestadas callejuelas, herido por la flecha envenenada de un bengalí. Aquel oficial era mi amigo más querido. Era Oldeb. Lo verán ustedes en estos manuscritos -aquí sacó un cuaderno de notas donde había varias páginas que parecían recién escritas-; en el mismo momento en que usted imaginaba esas cosas entre las colinas, yo estaba entregado a la tarea de detallarlas sobre el papel, aquí, en casa.» Aproximadamente una semana después de esta conversación, en el periódico de Charlottesville aparecieron los siguientes párrafos: «Tenemos el penoso deber de anunciar la muerte de Mr. AUGUSTUS BEDLO, caballero cuyas amables costumbres y numerosas virtudes le habían ganado el afecto de los ciudadanos de Charlottesville. »Mr. B. había padecido durante varios años neuralgias que con frecuencia amenazaron con un fin fatal; pero ésta no puede ser considerada sino la causa mediata de su deceso. La causa próxima es especialmente singular. En una excursión a las Montañas Escabrosas, hace unos días, Mr. B. tomó un poco de frío y contrajo fiebre acompañada por gran aflujo de sangre a la cabeza. Para aliviar esto, el doctor Templeton recurrió a la sangría local, por medio de sanguijuelas aplicadas a las sienes. En un período terriblemente breve el paciente murió, viéndose entonces que en el recipiente de las sanguijuelas se había introducido por casualidad una de las vermiculares venenosas que de vez en cuando se encuentran en las charcas vecinas. Ésta se adhirió a una pequeña arteria de la sien derecha. Su gran semejanza con la sanguijuela medicinal fue causa de que se advirtiera demasiado tarde el error.» N. B. La sanguijuela venenosa de Charlottesville siempre puede distinguirse de la medicinal por su color negro y especialmente por sus movimientos reptantes o vermiculares, que tienen una semejanza muy estrecha con los de la víbora. Estaba hablando con el director del diario en cuestión sobre este notable accidente, cuando se me ocurrió preguntar por qué el nombre del difunto figuraba como Bedlo. -Supongo -dije- que tienen ustedes autoridad suficiente para escribirlo así, pero siempre imaginé que el nombre se escribía con una e al final. -¿Autoridad? No -replicó-. Es un simple error tipográfico. El nombre es Bedloe, con una e, y en mi vida he sabido que se escribiera de otro modo. -Entonces -dije entre dientes mientras me alejaba-, entonces realmente ha sucedido que una verdad es más extraña que cualquier ficción, pues Bedlo, sin la e, ¿qué es sino Oldeb, a la inversa? Y este hombre me dice que es un error tipográfico. FIN


Sombra Edgar Allan Poe Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra. (Salmo de David, XXIII) Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro. El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad. En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y


demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos. Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.» Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos. FIN


Silencio Edgar Allan Poe Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos y las grutas están en silencio. (Alcmán [60(10),646]) Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio. Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí. Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio. Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación. Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN. Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado


al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo. Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca. Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca. Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca. Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado. Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO. Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo. Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay


admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara. FIN


Revelación mesmérica Edgar Allan Poe Aunque la teoría del mesmerismo esté aún envuelta en dudas, sus sobrecogedoras realidades son ya casi universalmente admitidas. Los que dudan de éstas pertenecen a la casta inútil y despreciable de los que dudan por pura profesión. No hay mejor manera de perder el tiempo que proponerse probar en la actualidad que el hombre, por el simple ejercicio de su voluntad, puede impresionar a su semejante al punto de sumirlo en un estado anormal cuyas manifestaciones se parecen estrechamente a las de la muerte, o por lo menos en mayor grado que cualquier otro fenómeno conocido en condiciones normales; que, en ese estado, la persona así influida utiliza sólo con esfuerzo y en consecuencia débilmente los órganos exteriores de los sentidos y, sin embargo, percibe con agudeza y refinamiento, y por vías presuntamente desconocidas, cosas que están más allá del alcance de los órganos físicos; que, además, sus facultades intelectuales se hallan en un maravilloso estado de exaltación y fuerza; que las simpatías con la persona que así influye sobre ella son profundas, y, finalmente, que su susceptibilidad de impresión va en aumento gradual, al tiempo que, en la misma proporción, se extienden y acentúan cada vez más los peculiares fenómenos producidos. Digo que sería superfluo demostrar las leyes del mesmerismo en sus rasgos generales; tampoco infligiré a mis lectores una demostración hoy tan innecesaria. Mi propósito es, en verdad, muy otro. Me siento impelido, aun enfrentándome de esta manera con un mundo de prejuicios, a detallar sin comentarios el notabilísimo diálogo que sostuve con un hipnotizado. Hacía mucho tiempo que tenía la costumbre de hipnotizar a la persona en cuestión (Mr. Vankirk), en quien se habían manifestado la aguda susceptibilidad y la exaltación habituales en la percepción mesmérica. Desde varios meses atrás, Mr. Vankirk padecía una tisis declarada y mis pases habían aliviado sus efectos más penosos; la noche del miércoles 15 del mes actual fui llamado a su cabecera. El enfermo sufría un dolor agudo en la región cordial y respiraba con gran dificultad, presentando todos los síntomas comunes del asma. En espasmos como aquél generalmente le proporcionaba alivio la aplicación de mostaza en los centros nerviosos, pero esa noche el recurso había resultado inútil. Cuando entré en su habitación me recibió con una sonrisa jovial, y aunque evidentemente sus dolores físicos eran grandes, su ánimo parecía muy tranquilo. -Lo mandé buscar esta noche -dijo- no tanto para que mitigara mi dolencia como para que me explicara ciertas impresiones psíquicas que últimamente me han causado gran ansiedad y sorpresa. No necesito decirle cuan escéptico he sido hasta hoy con respecto a la inmortalidad del alma. No puedo negar que siempre ha existido, quizá en esa misma alma que he negado, una especie de vago sentimiento de su propia existencia. Pero esta especie de sentimiento no llegó en ningún


instante a la convicción. Era cosa que nada tenía que ver con la razón. Todas las tentativas de investigación lógica me dejaban, a decir verdad, más escéptico que antes. Me aconsejaron que estudiara a Cousin. Lo estudié en sus obras, así como en sus repercusiones europeas y americanas. El Charles Elwood de Mr. Brownson, por ejemplo, cayó en mis manos. Lo leí con profunda atención. Lo encontré lógico de una punta a la otra, pero las partes que no eran simplemente lógicas constituían, desgraciadamente, los argumentos iniciales del incrédulo héroe del libro. En sus conclusiones me pareció evidente que el razonador no había logrado siquiera convencerse a sí mismo. El final había olvidado por completo el principio, como el gobierno de Trínculo. En una palabra: no tardé en advertir que, si el hombre ha de persuadirse intelectualmente de su propia inmortalidad, nunca lo logrará por las meras abstracciones que durante tanto tiempo han constituido el método de los moralistas de Inglaterra, Francia y Alemania. Las abstracciones pueden ser una diversión y un ejercicio, pero no se posesionan de la mente. Aquí, en la tierra por lo menos, la filosofía, estoy convencido, siempre nos pedirá en vano que consideremos las cualidades como cosas. La voluntad puede asentir; el alma, el intelecto, nunca. »Repito, pues, que sólo había sentido a medias, pero nunca creí intelectualmente. Mas en los últimos tiempos el sentimiento se ha ahondado hasta parecerse tanto a la aquiescencia de la razón, que me resulta difícil distinguirlos. Creo también poder atribuir este efecto simplemente a la influencia mesmérica. No sé explicar mejor mi pensamiento que por la hipótesis de que la exaltación mesmérica me capacita para percibir una serie de razonamientos que en mi existencia normal son convincentes, pero que, en total acuerdo con los fenómenos mesméricos, no se extienden, salvo en su efecto, a mi estado normal. En el estado hipnótico, el razonamiento y la conclusión, la causa y el efecto están presentes a un tiempo. En mi estado natural, la causa se desvanece; únicamente el efecto, y quizá sólo en parte, permanece. »Estas consideraciones me han llevado a pensar que podrían obtenerse algunos buenos resultados dirigiéndome, mientras estoy mesmerizado, una serie de preguntas bien encaminadas. Usted ha observado a menudo el profundo conocimiento de sí mismo que demuestra el hipnotizado, el amplio saber que despliega sobre todo lo concerniente al estado mesmérico, y de este conocimiento de sí mismo pueden deducirse indicaciones para la adecuada confección de un cuestionario.» Accedí, claro está, a realizar este experimento. Unos pocos pases sumieron a Mr. Vankirk en el sueño mesmérico. Su respiración se hizo inmediatamente más fácil y parecía no padecer ninguna incomodidad física. Entonces se produjo la siguiente conversación (en el diálogo, V. representa al paciente y P. soy yo): P. -¿Duerme usted? V. -Sí…, no; preferiría dormir más profundamente. P.-(Después de algunos pases.) ¿Duerme ahora? V. -Sí.


P. -¿Cómo cree que terminará su enfermedad? V. -(Después de una larga vacilación y hablando como con esfuerzo.) Moriré. P. -¿Le aflige la idea de la muerte? V. -(Muy rápido.) ¡No…, no! P. -¿Le desagrada esta perspectiva? V. -Si estuviera despierto me gustaría morir, pero ahora no tiene importancia. El estado mesmérico se avecina lo bastante a la muerte como para satisfacerme. P. -Me gustaría que se explicara, Mr. Vankirk. V. -Quisiera hacerlo, pero requiere más esfuerzo del que me siento capaz. Usted no me interroga correctamente. P. -Entonces, ¿qué debo preguntarle? V. -Debe comenzar por el principio. P. -¡El principio! Pero, ¿dónde está el principio? V. -Usted sabe que el principio es Dios. (Esto fue dicho en tono bajo, vacilante, y con todas las señales de la más profunda veneración.) P. -Pero, ¿qué es Dios? V. -(Vacilando durante varios minutos.) No puedo decirlo. P. -Dios, ¿no es espíritu? V. -Mientras estaba despierto, yo sabía lo que usted quiere decir con «espíritu», pero ahora me parece sólo una palabra, tal como, por ejemplo, verdad, belleza; una cualidad, quiero decir. P. -Dios, ¿no es inmaterial? V. -No hay inmaterialidad; ésta es una simple palabra. Lo que no es materia no es nada, a menos que las cualidades sean cosas. P. -Entonces, ¿Dios es material? V. -No. (Esta respuesta me sobrecogió.) P. -¿Y qué es? V. -(Después de una larga pausa, entre dientes.) Lo veo… pero es una cosa difícil de decir. (Otra larga pausa.) No es espíritu, pues existe. Tampoco es materia, como usted la entiende. Pero hay gradaciones de la materia de las que el hombre nada sabe, en que la más basta impulsa a la más sutil, la más sutil invade la más basta. La atmósfera, por ejemplo, impulsa el principio eléctrico, mientras el principio eléctrico penetra la atmósfera. Estas gradaciones de la materia crecen en tenuidad o sutileza hasta que llegamos a una materia indivisa -sin partículas-, indivisible -


una-, y aquí la ley de la impulsión y de la penetración se modifica. La materia última o indivisa no sólo penetra todas las cosas, sino que las impulsa, y de esta manera es todas las cosas en sí misma. Esta materia es Dios. Lo que el hombre intenta formular con la palabra «pensamiento» es esta materia en movimiento. P. -Los metafísicos sostienen que toda acción es reductible a movimiento y pensamiento, y que el último es el origen del primero. V. -Sí, y ahora veo la confusión de la idea. El movimiento es la acción de la mente, no del pensamiento. La materia indivisa o Dios, en reposo, es (en la medida en que podemos concebirlo) lo que los hombres llaman mente. Y el poder de automovimiento (equivalente en efecto a la volición humana) es, en la materia indivisa, el resultado de su unidad y de su omni-predominancia; cómo, no lo sé, y ahora veo claramente que nunca lo sabré. Pero la materia indivisa, puesta en movimiento por una ley o cualidad existente en sí misma, es el pensamiento. P. -¿No puede darme una idea más precisa de lo que usted designa materia indivisa? V. -Las materias que el hombre conoce escapan gradualmente a los sentidos. Tenemos, por ejemplo, un metal, un trozo de madera, una gota de agua, la atmósfera, el gas, el calor, la electricidad, el éter luminoso. Ahora bien, llamamos materia a todas esas cosas, y abarcamos toda la materia en una definición general; sin embargo, no puede haber dos ideas más esencialmente distintas que la que referimos a un metal y la que referimos al éter luminoso. Cuando llegamos al último, sentimos una inclinación casi irresistible a clasificarlo con el espíritu o con la nada. La única consideración que nos detiene es nuestra idea de su constitución atómica, y aun aquí debemos pedir ayuda a nuestra noción de átomo como algo infinitamente pequeño, sólido, palpable, pesado. Destruyamos la idea de la constitución atómica y ya no seremos capaces de considerar el éter como una entidad o, por lo menos, como materia. A falta de una palabra mejor podríamos designarlo espíritu. Demos ahora un paso más allá del éter luminoso, concibamos una materia mucho más sutil que el éter, así como el éter es más sutil que el metal, y llegamos en seguida (a pesar de todos los dogmas escolásticos) a una masa única, a una materia indivisa. Pues, aunque admitamos una infinita pequeñez en los átomos mismos, la infinita pequeñez de los espacios interatómicos es un absurdo. Habrá un punto, habrá un grado de sutileza en el cual, si los átomos son suficientemente numerosos, los interespacios desaparecerán y la masa será absolutamente una. Pero al dejar de lado ahora la idea de la constitución atómica, la naturaleza de la masa se deslizará inevitablemente a nuestra concepción del espíritu. Está claro, sin embargo, que es tan materia como antes. La verdad es que resulta imposible concebir el espíritu, puesto que es imposible imaginar lo que no es. Cuando nos jactamos de haber llegado a concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro entendimiento con la consideración de una materia infinitamente rarificada. P. -Me parece que hay una objeción insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella es la ligerísima resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a través del espacio, resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en cierto grado, pero que, sin embargo, es tan ligera que aun la sagacidad de


Newton la pasó por alto. Sabemos que la resistencia de los cuerpos es principalmente proporcionada a su densidad. La unidad absoluta es la densidad absoluta. Donde no hay interespacios no puede haber paso. Un éter absolutamente denso detendría de una manera infinitamente más efectiva la marcha de una estrella que un éter de diamante o de acero. V. -Su objeción se contesta con una facilidad que está casi en proporción con su aparente irrefutabilidad. Con respecto a la marcha de una estrella, no puede haber diferencia entre que la estrella pase a través del éter o el éter a través de ésta. No hay error astronómico más inexplicable que el que relaciona el conocido retardo de los cometas con la idea de su paso a través del éter, pues por sutil que se suponga ese éter detendría toda revolución sideral en un período mucho más breve que el admitido por esos astrónomos, quienes han intentado suprimir un punto que consideraban imposible de entender. El retardo experimentado es, por el contrario, aproximadamente el mismo que puede esperarse de la fricción del éter en el pasaje instantáneo a través del astro. En un caso, la fuerza de retardo es momentánea y completa en sí misma; en el otro, es infinitamente acumulativa. P. -Pero en todo esto, en esta identificación de la simple materia con Dios, ¿no hay nada de irreverencia? (Me vi obligado a repetir esta pregunta antes de que el hipnotizado comprendiera cabalmente su sentido.) V. -¿Puede usted decir por qué la materia ha de ser menos reverenciada que la mente? Usted olvida que la materia de la cual hablo es, en todo sentido, la verdadera «mente» o «espíritu» de las escuelas, sobre todo en lo que concierne a sus elevadas propiedades, y es, al mismo tiempo, la «materia» para estas escuelas. Dios, con todos los poderes atribuidos al espíritu, es tan sólo la perfección de la materia. P. -¿Afirma usted, entonces, que la materia indivisa, en movimiento, es pensamiento? V. -En general, el movimiento es el pensamiento universal de la mente universal. Este pensamiento crea. Todas las cosas creadas no son sino los pensamientos de Dios. P. -Usted dice «en general». V. -Sí. La mente universal es Dios. Para las nuevas individualidades es necesaria la materia. P. -Pero usted habla ahora de «mente» y de «materia» como lo hacen los metafísicos. V. -Sí, para evitar la confusión. Cuando digo «mente» me refiero a la materia indivisa o última; cuando digo «materia» me refiero a todo lo demás. P. -Usted decía que «para las nuevas individualidades es necesaria la materia». V. -Sí, pues la mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear los seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones de la mente


divina. Así es individualizado el hombre. Despojado de su envoltura corporal sería Dios. El movimiento particular de las porciones encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento del hombre, así como el movimiento del todo es el de Dios. P. -¿Dice usted que despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios? V. -(Después de mucho vacilar.) No pude haber dicho eso, es un absurdo. P. -(Recurriendo a mis notas.) Usted dijo que «despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios». V. -Y es verdad. El hombre así despojado sería Dios, sería desindividualizado. Pero no puede despojarse jamás de esa manera -por lo menos nunca podrá-, a menos que imaginemos una acción de Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad. El hombre es una criatura. Las criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del pensamiento ser irrevocable. P. -No comprendo. ¿Usted dice que el hombre nunca podrá desprenderse de su cuerpo? V. -Digo que nunca será incorpóreo. P. -Explíquese. V. -Hay dos cuerpos: el rudimentario y el completo, que corresponden a las dos condiciones de la crisálida y la mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa metamorfosis. Nuestra presente encarnación es progresiva, preparatoria, temporaria. Nuestro futuro es perfecto, definitivo, inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad absoluta. P. -Pero de la metamorfosis de la crisálida tenemos un conocimiento palpable. V. -Nosotros sí, pero la crisálida no. La materia que compone nuestro cuerpo rudimentario está al alcance de los órganos de este cuerpo, o, más claramente, nuestros órganos rudimentarios se adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al que compone el cuerpo definitivo. Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo percibimos la envoltura que cae al morir, desprendiéndose de la forma interior, no esa misma forma interior; pero esta última, así como la envoltura, es apreciable para los que ya han adquirido la vida definitiva. P. – Usted ha dicho a menudo que el estado mesmérico se asemeja estrechamente a la muerte. ¿Cómo es eso? V. -Cuando digo que se parece a la muerte, aludo a que se asemeja a la vida definitiva, pues cuando estoy en trance los sentidos de mi vida rudimentaria quedan en suspenso y percibo las cosas exteriores directamente, sin órganos, a través de un intermediario que emplearé en la vida definitiva, inorganizada. P. -¿Inorganizada? V. -Sí; los órganos son mecanismos mediante los cuales el individuo se pone en relación sensible con clases y formas particulares de materia, con exclusión de otras


clases y formas. Los órganos del hombre están adaptados a esta condición rudimentaria y sólo a ésta; siendo inorganizada su condición última, su comprensión es ilimitada en todos los órdenes, salvo en uno: la naturaleza de la voluntad de Dios, es decir, el movimiento de la materia indivisa. Usted tendrá una idea clara del cuerpo definitivo concibiéndolo como si fuera todo cerebro. No es eso; pero una concepción de esta naturaleza lo acercará a la comprensión de su ser. Un cuerpo luminoso imparte vibración al éter. Las vibraciones engendran otras similares dentro de la retina; éstas comunican otras al nervio óptico. El nervio envía otras al cerebro, y el cerebro otras a la materia indivisa que lo penetra. El movimiento de esta última es el pensamiento, cuya primera ondulación es la percepción. De esta manera la mente de la vida rudimentaria se comunica con el mundo exterior, y este mundo exterior está limitado para la vida rudimentaria, por la idiosincrasia de sus órganos. Pero en la vida definitiva, inorganizada, el mundo exterior llega al cuerpo entero (que es de una sustancia afín al cerebro, como he dicho), sin otra intervención que la de un éter infinitamente más sutil que el luminoso; y todo el cuerpo vibra al unísono con este éter, poniendo en movimiento la materia indivisa que lo penetra. A la ausencia de órganos especiales debemos atribuir, además, la casi ilimitada percepción propia de la vida definitiva. En los seres rudimentarios los órganos son las jaulas necesarias para encerrarlos hasta que tengan alas. P. -Usted habla de «seres» rudimentarios. ¿Hay otros seres pensantes rudimentarios además del hombre? V. -Las numerosas acumulaciones de materia sutil en nebulosas, planetas, soles y otros cuerpos que no son ni nebulosas, ni soles, ni planetas tienen la única finalidad de dar pábulo a los distintos órganos de infinidad de seres rudimentarios. De no ser por la necesidad de la vida rudimentaria, previa a la definitiva, no hubiera habido cuerpos como éstos. Cada uno de ellos es ocupado por una variedad distinta de criaturas orgánicas, rudimentarias, pensantes. En todas los órganos varían según los caracteres del lugar ocupado. A la muerte o metamorfosis, estas criaturas que gozan de la vida definitiva -la inmortalidad- y conocen todos los secretos, salvo uno, actúan y se mueven en todas partes por simple volición; habitan, no en las estrellas, que nosotros consideramos las únicas cosas palpables para cuya distribución ciegamente juzgamos creado el espacio, sino el espacio mismo, ese infinito cuya inmensidad verdaderamente sustancial se traga las estrellas al igual que sombras, borrándolas como no entidades de la percepción de los ángeles. P. -Usted dice que, «de no ser por la necesidad de la vida rudimentaria», no hubiera habido estrellas. ¿Pero por qué esta necesidad? V. -En la vida inorgánica, así como generalmente en la materia inorgánica, no hay nada que impida la acción de una única y simple ley, la Divina Volición. La vida orgánica y la materia (complejas, sustanciales y sometidas a leyes) fueron creadas con el propósito de producir un impedimento. P. -Pero de nuevo, ¿qué necesidad había de producir ese impedimento? V. -El resultado de la ley inviolada es perfección, justicia, felicidad negativa. El resultado de la ley violada es imperfección, injusticia, dolor positivo. Por medio de


los impedimentos que brindan el número, la complejidad y la sustancialidad de las leyes de la vida orgánica y de la materia, la violación de la ley resulta, hasta cierto punto, practicable. Así el dolor, que es imposible en la vida inorgánica, es posible en la orgánica. P. -¿Pero cuál es el propósito benéfico que justifica la existencia del dolor? V. -Todas las cosas son buenas o malas por comparación. Un análisis suficiente mostrará que el placer, en todos los casos, es tan sólo el reverso del dolor. El placer positivo es una simple idea. Para ser felices hasta cierto punto, debemos haber padecido hasta ese mismo punto. No sufrir nunca sería no haber sido nunca dichoso. Pero se ha demostrado que en la vida inorgánica no puede existir dolor; de ahí su necesidad en la orgánica. El dolor de la vida primitiva en la tierra es la única garantía de beatitud para la vida definitiva en el cielo. P. -Todavía hay una de sus expresiones que me resulta imposible comprender: «la inmensidad verdaderamente sustancial» del infinito. V. -Ello es quizá porque no tiene usted una noción suficientemente genérica del término «sustancia». No debemos considerarla una cualidad, sino un sentimiento: es la percepción, en los seres pensantes, de la adaptación de la materia a su organización. Hay muchas cosas en la tierra que nada serían para los habitantes de Venus, muchas cosas visibles y tangibles en Venus cuya existencia seríamos incapaces de apreciar. Pero, para los seres inorgánicos, para los ángeles, la totalidad de la materia indivisa es sustancia, es decir, la totalidad de lo que designamos «espacio» es para ellos la sustancialidad más verdadera; al mismo tiempo las estrellas, en lo que consideramos su materialidad, escapan al sentido angélico, de la misma manera que la materia indivisa, en lo que consideramos su inmaterialidad, se evade de lo orgánico. Mientras el hipnotizado pronunciaba estas últimas palabras con voz débil, observé en su fisonomía una singular expresión que me alarmó un poco y me indujo a despertarlo en seguida. No bien lo hube hecho, con una brillante sonrisa que iluminó todas sus facciones cayó de espaldas sobre la almohada y expiró. Observé que, menos de un minuto después, su cuerpo tenía toda la severa rigidez de la piedra. Su frente estaba fría como el hielo. Parecía haber sufrido una larga presión de la mano de Azrael. El hipnotizado, durante la última parte de su discurso, ¿se había dirigido a mí desde la región de las sombras? FIN


Morella Edgar Allan Poe El mismo, sólo por sí mismo, eternamente Uno y único. Platón, El banquete Un sentimiento de profundo pero singularísimo afecto me inspiraba mi amiga Morella. Llegué a conocerla por casualidad hace muchos años, y desde nuestro primer encuentro mi alma ardió con fuego hasta entonces desconocido; pero el fuego no era de Eros, y amarga y torturadora para mi espíritu fue la convicción gradual de que en modo alguno podía definir su carácter insólito o regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos y el destino nos unió ante el altar, y nunca hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, no obstante, huyó de la sociedad y, apegándose tan sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad maravillarse, es una felicidad soñar. La erudición de Morella era profunda. Tan cierto como que estoy vivo, sé que sus aptitudes no eran de índole común; el poder de su espíritu era gigantesco. Yo lo sentía y en muchos puntos fui su discípulo. Pronto descubrí, sin embargo, que quizá a causa de su educación en Presburgo exponía a mi consideración cantidad de esos escritos místicos que se juzgan habitualmente la escoria de la primitiva literatura alemana. Eran, no puedo imaginar por qué razón, objeto de su estudio favorito y constante, y, si con el tiempo llegaron a serlo para mí, ello debe atribuirse a la simple pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo. En todo esto, si no me equivoco, mi razón poco participaba. Mis opiniones, a menos que me desconozca a mí mismo, en modo alguno estaban influidas por el ideal, ni era perceptible ningún matiz del misticismo de mis lecturas, a menos que me equivoque mucho, ni en mis actos ni en mis pensamientos. Convencido de ello, me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa y penetré con ánimo resuelto en el laberinto de sus estudios. Y entonces, entonces, cuando escudriñando páginas prohibidas sentía que un espíritu aborrecible se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y sacaba de las cenizas de una filosofía muerta algunas palabras hondas, singulares, cuyo extraño sentido se grababa en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me demoraba a su lado, sumido en la música de su voz, hasta que al fin su melodía se inficionaba de terror y una sombra caía sobre mi alma y yo palidecía y temblaba interiormente ante aquellas entonaciones sobrenaturales. Y así la alegría se desvanecía súbitamente en el horror y lo más hondo se convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Gehenna. Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos en lo que puede designarse moral teológica lo comprenderán rápidamente, y los profanos, en todo


caso, poco entenderán. El impetuoso panteísmo de Fichte, la παλιγγενεσία modificada de los pitagóricos y, sobre todo, las doctrinas de la identidad preconizadas por Schelling, eran generalmente los puntos de discusión más llenos de belleza para la imaginativa Morella. Esta identidad denominada personal creo que ha sido definida exactamente por Locke como la permanencia del ser racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos, en consecuencia, de los otros seres que piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo tiempo, un tema de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus consecuencias, como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba. Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su dedos pálidos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le daba el nombre de Destino. También parecía tener conciencia de la causa, para mí desconocida, del gradual desapego de mi actitud, pero no me insinuó ni me explicó su índole. Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con el tiempo la mancha carmesí se fijó definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida frente se acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al siguiente encontraba el fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el vértigo de quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable. ¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte de Morella? Así fue; mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como las sombras en la agonía del día. Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el cielo, Morella me llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde las aguas, y entre el rico follaje de octubre había caído del firmamento un arco iris. -Este es el día entre los días -dijo cuando me acerqué-, el día entre los días para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida… ¡ah, más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte! Besé su frente, y continuó: -Me muero, y sin embargo viviré. -¡Morella!


-Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte. -¡Morella! -Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto -¡ah, cuán pequeño!- que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el hijo vivirá, tu hijo y el mío, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, ese dolor que es la más perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más resistente de los árboles. Porque las horas de tu dicha han terminado, y la alegría no se cosecha dos veces en la vida, como las rosas de Pestum dos veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos, mas, ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario, como el musulmán en la Meca. -¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes? Pero volvió su cabeza sobre la almohada; un ligero estremecimiento recorrió sus miembros y murió; y no oí más su voz. Sin embargo, como lo había predicho, su hija -a quien diera a luz al morir y que no respiró hasta que su madre dejó de alentar-, su hija, una niña, vivió. Y creció extrañamente en talla e inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la desaparecida, y la amé con amor más perfecto del que hubiera creído posible sentir por ningún habitante de la tierra. Pero antes de mucho se oscureció el cielo de este puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción lo recorrieron con sus nubes. He dicho que la niña crecía extrañamente en talla e inteligencia. Extraño, en verdad, era el rápido crecimiento de su cuerpo, pero terribles, ah, terribles eran los tumultuosos pensamientos que se agolpaban en mí mientras observaba el desarrollo de su inteligencia. ¿Cómo no había de ser así si descubría diariamente en las ideas de la niña el poder del adulto y las aptitudes de la mujer; si las lecciones de la experiencia caían de los labios de la infancia; si yo encontraba a cada instante la sabiduría o las pasiones de la madurez centelleando en sus ojos profundos y pensativos? Cuando todo esto, digo, llegó a ser evidente para mis espantados sentidos, cuando ya no pude ocultarlo a mi alma ni apartarla de estas evidencias que la estremecían, ¿es de sorprenderse que sospechas de carácter terrible y perturbador se insinuaran en mi espíritu, o que mis pensamientos recayeran con horror en las insensatas historias y en las sobrecogedoras teorías de la difunta Morella? Arrebaté a la curiosidad del mundo un ser cuyo destino me obligaba a adorarlo, y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con mortal ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada. Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro, suave, elocuente, y vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba descubriendo nuevos puntos de semejanza entre la niña y su madre, la melancólica, la muerta. Y por instantes se espesaban esas sombras de parecido y su aspecto era más pleno, más definido, más perturbador y más espantosamente terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre, eso podía soportarlo, pero entonces me estremecía ante una identidad demasiado perfecta; que sus ojos fueran como los


de Morella, eso podía sobrellevarlo, pero es que también se sumían con harta frecuencia en las profundidades de mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y en el contorno de la frente elevada, y en los rizos del sedoso cabello, y en los pálidos dedos que se hundían en él, en el tono triste, musical de su voz, y sobre todo -¡ah, sobre todo!- en las frases y expresiones de la muerta en labios de la amada, de la viviente, encontraba alimento para una idea voraz y horrible, para un gusano que no quería morir. Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto paternal, y el rígido apartamiento de su vida excluía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella. De la madre nunca había hablado a la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su existencia esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo las que podían brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al fin, la ceremonia del bautismo se presentó a mi espíritu, en su estado de nerviosidad e inquietud, como una afortunada liberación del terror de mi destino. Y, ante la pila bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas, acudieron a mis labios, y muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta? ¿Qué demonio me incitó a musitar aquel sonido cuyo simple recuerdo solía hacer afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón? ¿Qué espíritu maligno habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda oscura, en el silencio de la noche, susurré al oído del santo varón el nombre de Morella? ¿Quién sino un espíritu maligno convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con el matiz de la muerte cuando, sobresaltada por esa palabra apenas perceptible, volvió sus ojos límpidos del suelo al firmamento y, cayendo de rodillas en las losas negras de nuestra cripta familiar, respondió «¡Aquí estoy!»? Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés me cubrieron con su sombra noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mi sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda. FIN


Metzengerstein Edgar Allan Poe Pestis eram vivus-moriens tua mors ero. Martín Lutero El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad) “vient de ne pouvoir être seuls”. Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma -afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)“ne demeure qu’ une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n’est que la ressemblance peu tangible de ces animaux”. Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por su hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: “Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing”. Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido -y no hace mucho- consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar -si entrañaba alguna cosa- el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento. Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.


Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G…, había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo. Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de 50 millas. En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón. Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaduras que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía. Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de Berlifitzing -y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz-, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein. En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo,


apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer como un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban sobre las ventanas del aposento. Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes. Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing. Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego. -¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontraron? -demandó el joven, con voz tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando. -Es suyo, señor -repuso uno de los escuderos-, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas. -Las letras W.V.B. están claramente marcadas en su frente -interrumpió otro escudero-. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca. -¡Extraño, muy extraño! -dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer, del sentido de sus palabras-. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso… aunque, como observan justamente, tan peligroso como intratable…


Pues bien, déjenmelo -agregó, luego de una pausa-. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing. -Se engaña, señor; este caballo, como creo haberle dicho, no proviene de las caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia de alguien de su familia. -¡Cierto! -observó secamente el barón. En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha. Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave. -¿Ha oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing? -dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, y que redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein. -¡No! -exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado-. ¿Muerto, dices? -Por cierto que sí, señor, y pienso que para el noble que ostenta su nombre no será una noticia desagradable. Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón. -¿Cómo murió? -Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos. -¡Re…al…mente! -exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se apoderara en ese momento de él. -¡Realmente! -repitió el vasallo. -¡Terrible! -dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio. Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres e hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia


circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo -a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo. Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con su casa. “¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?” “¿Vendrá el barón a cazar con nosotros el jabalí?” Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: “Metzengerstein no irá a la caza”, o “Metzengerstein no concurrirá”. Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que “el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo”. Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas. Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve periodo inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros -entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia- no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca. Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición -afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y demoníacas tendencias- terminó por parecer tan odioso como anormal a ojos de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser. Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíanse medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en algún


momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos. Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso y extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad. Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maniaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, se lanzó a las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio. Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionar la materia inanimada. Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas. Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios que se había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un solo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la


escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego. La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de… un caballo.


Manuscrito hallado en una botella Edgar Allan Poe Qui n’a plus qu’un moment à vivre N’a plus rien à dissimuler. Auinault – Atys Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad. Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18… me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo. Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba. Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos. Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la


primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé… sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa. La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin. Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido


instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable. Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas… olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la


absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”. Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y… se precipitó sobre nosotros. En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido. En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.


Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver. *** Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido… una nueva entidad se incorpora a mi alma. *** Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar. *** Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento. Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo


en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas. He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales. Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino.” Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción. Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que


el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo. He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro… es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación… un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia. El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina. Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo. Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata. Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo


confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor. La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación. Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez… nos precipitamos furiosamente en la vorágine… y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!… ¡y se hunde …!


Los crímenes de la calle Morgue Edgar Allan Poe

La canción que cantaban las sirenas, o el nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres, son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan más allá de toda conjetura. Sir Thomas Browne

Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una intuición. La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como si se tratara del análisis par excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato un tanto singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de


inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior. Para hablar menos abstractamente, supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo. Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre lo que da en llamarse la facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han complacido en él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada existe en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más importantes donde la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección en el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades mediante las cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria. Por tanto, el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el libro» son las condiciones que por regla general se consideran como la suma del buen jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes de elementos externos a éste. Examina el semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o el


temor… todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas. El poder analítico no debe confundirse con el mero ingenio, ya que si el analista es por necesidad ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso se muestra notablemente incapaz de analizar. La facultad constructiva o combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano aparte, considerándola una facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuencia en personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha provocado las observaciones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe observar que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el hombre verdaderamente imaginativo es siempre un analista. El relato siguiente representará para el lector algo así como un comentario de las afirmaciones que anteceden. Mientras residía en París, durante la primavera y parte del verano de 18…, me relacioné con un cierto C. Auguste Dupin. Este joven caballero procedía de una familia excelente -y hasta ilustre-, pero una serie de desdichadas circunstancias lo habían reducido a tal pobreza que la energía de su carácter sucumbió ante la desgracia, llevándolo a alejarse del mundo y a no preocuparse por recuperar su fortuna. Gracias a la cortesía de sus acreedores le quedó una pequeña parte del patrimonio, y la renta que le producía bastaba, mediante una rigurosa economía, para subvenir a sus necesidades, sin preocuparse de lo superfluo. Los libros constituían su solo lujo, y en París es fácil procurárselos. Nuestro primer encuentro tuvo lugar en una oscura librería de la rue Montmartre, donde la casualidad de que ambos anduviéramos en busca de un mismo libro -tan raro como notable- sirvió para aproximarnos. Volvimos a encontrarnos una y otra vez. Me sentí profundamente interesado por la menuda historia de familia que Dupin me contaba detalladamente, con todo ese candor a que se abandona un francés cuando se trata de su propia persona. Me quedé asombrado, al mismo tiempo, por la extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre todo, sentí encenderse mi alma ante el exaltado fervor y la vívida frescura de su imaginación. Dado lo que yo buscaba en ese entonces en París, sentí que la compañía de un hombre semejante me resultaría un tesoro inestimable, y no vacilé en decírselo. Quedó por fin decidido que viviríamos juntos durante mi permanencia en la ciudad, y, como mi situación financiera era algo menos comprometida que la suya, logré que quedara a mi cargo alquilar y amueblar -en un estilo que armonizaba con la melancolía un tanto fantástica de nuestro carácter- una decrépita y grotesca mansión abandonada a causa de supersticiones sobre las cuales no inquirimos, y que se acercaba a su ruina en una parte aislada y solitaria del Faubourg Saint-Germain. Si nuestra manera de vivir en esa casa hubiera llegado al conocimiento del mundo, éste nos hubiera considerado como locos -aunque probablemente como locos


inofensivos-. Nuestro aislamiento era perfecto. No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado para mis antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gentes o de ser conocido en París. Sólo vivíamos para nosotros. Una rareza de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en amar la noche por la noche misma; a esta bizarrerie, como a todas las otras, me abandoné a mi vez sin esfuerzo, entregándome a sus extraños caprichos con perfecto abandono. La negra divinidad no podía permanecer siempre con nosotros, pero nos era dado imitarla. A las primeras luces del alba, cerrábamos las pesadas persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías que, fuertemente perfumadas, sólo lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con ayuda de ellas ocupábamos nuestros espíritus en soñar, leyendo, escribiendo o conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces a la calle tomados del brazo, continuando la conversación del día o vagando al azar hasta muy tarde, mientras buscábamos entre las luces y las sombras de la populosa ciudad esa infinidad de excitantes espirituales que puede proporcionar la observación silenciosa. En esas oportunidades, no dejaba yo de reparar y admirar (aunque dada su profunda idealidad cabía esperarlo) una peculiar aptitud analítica de Dupin. Parecía complacerse especialmente en ejercitarla -ya que no en exhibirla- y no vacilaba en confesar el placer que le producía. Se jactaba, con una risita discreta, de que frente a él la mayoría de los hombres tenían como una ventana por la cual podía verse su corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmaciones con pruebas tan directas como sorprendentes del íntimo conocimiento que de mí tenía. En aquellos momentos su actitud era fría y abstraída; sus ojos miraban como sin ver, mientras su voz, habitualmente de un rico registro de tenor, subía a un falsete que hubiera parecido petulante de no mediar lo deliberado y lo preciso de sus palabras. Al observarlo en esos casos, me ocurría muchas veces pensar en la antigua filosofía del alma doble, y me divertía con la idea de un doble Dupin: el creador y el analista. No se suponga, por lo que llevo dicho, que estoy circunstanciando algún misterio o escribiendo una novela. Lo que he referido de mi amigo francés era tan sólo el producto de una inteligencia excitada o quizá enferma. Pero el carácter de sus observaciones en el curso de esos períodos se apreciará con más claridad mediante un ejemplo. Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del Palais Royal. Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una sola sílaba durante un cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas palabras: -Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés. -No cabe duda -repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto había estado en mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sentí profundamente asombrado.


-Dupin -dije gravemente-, esto va más allá de mi comprensión. Le confieso sin rodeos que estoy atónito y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba pensando en…? Aquí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en quién estaba yo pensando. -En Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted diciéndose que su pequeña estatura le veda los papeles trágicos. Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex remendón de la rue Saint-Denis que, apasionado por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes en la tragedia homónima de Crébillon, logrando tan sólo que la gente se burlara de él. -En nombre del cielo -exclamé-, dígame cuál es el método… si es que hay un método… que le ha permitido leer en lo más profundo de mí. En realidad, me sentía aún más asombrado de lo que estaba dispuesto a reconocer. -El frutero -replicó mi amigo- fue quien lo llevó a la conclusión de que el remendón de suelas no tenía estatura suficiente para Jerjes et id genus omne. -¡El frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún frutero. -El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle… hará un cuarto de hora. Recordé entonces que un frutero, que llevaba sobre la cabeza una gran cesta de manzanas, había estado a punto de derribarme accidentalmente cuando pasábamos de la rue C… a la que recorríamos ahora. Pero me era imposible comprender qué tenía eso que ver con Chantilly. -Se lo explicaré -me dijo Dupin, en quien no había la menor partícula de charlatanerie- y, para que pueda comprender claramente, remontaremos primero el curso de sus reflexiones desde el momento en que le hablé hasta el de su choque con el frutero en cuestión. Los eslabones principales de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, el pavimento, el frutero. Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayan entretenido en remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado a alguna conclusión. Con frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquel que la emprende se queda asombrado por la distancia aparentemente ilimitada e inconexa entre el punto de partida y el de llegada. ¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al oír las palabras que acababa de pronunciar Dupin y reconocer que correspondían a la verdad! -Si no me equivoco -continuó él-, habíamos estado hablando de caballos justamente al abandonar la rue C… Éste fue nuestro último tema de conversación. Cuando cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una gran canasta en la cabeza


pasó rápidamente a nuestro lado y le empaló a usted contra una pila de adoquines correspondiente a un pedazo de la calle en reparación. Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente el tobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró algunas palabras, se volvió para mirar la pila de adoquines y siguió andando en silencio. Yo no estaba especialmente atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la observación se ha convertido para mí en una necesidad. »Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando con aire quisquilloso los agujeros y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando en las piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que con fines experimentales ha sido pavimentado con bloques ensamblados y remachados. Aquí su rostro se animó y, al notar que sus labios se movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra “estereotomía”, término que se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para usted sería imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar en átomos y pasar de ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hace mucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera -por lo demás desconocida- las vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto confirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto, que usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, y estaba seguro de que lo haría. Efectivamente, miró usted hacia lo alto y me sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese momento. Pero en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el escritor satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del remendón antes de calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual hemos hablado muchas veces. Me refiero al verso: Perdidit antiquum litera prima sonum. »Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribió Urión; y dada cierta acritud que se mezcló en aquella discusión, estaba seguro de que usted no la había olvidado. Era claro, pues, que no dejaría de combinar las dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por la sonrisa que pasó por sus labios. Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento había caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse en toda su estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando en la diminuta figura de Chantilly. Y en este punto interrumpí sus meditaciones para hacerle notar que, en efecto, el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría mejor en el Théâtre des Variétés. Poco tiempo después de este episodio, leíamos una edición nocturna de la Gazette des Tribunaux cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestra atención: «EXTRAÑOS ASESINATOS.-Esta mañana, hacia las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron arrancados de su sueño por los espantosos alaridos procedentes del cuarto piso de una casa situada en la rue Morgue, ocupada por madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye. Como fuera imposible lograr el acceso a la casa, después de perder algún tiempo, se forzó finalmente la puerta con una ganzúa y ocho o diez vecinos penetraron en compañía de dos gendarmes. Por ese entonces los gritos habían cesado, pero cuando el grupo remontaba el primer tramo de la escalera se oyeron dos o más voces que


discutían violentamente y que parecían proceder de la parte superior de la casa. Al llegar al segundo piso, las voces callaron a su vez, reinando una profunda calma. Los vecinos se separaron y empezaron a recorrer las habitaciones una por una. Al llegar a una gran cámara situada en la parte posterior del cuarto piso (cuya puerta, cerrada por dentro con llave, debió ser forzada), se vieron en presencia de un espectáculo que les produjo tanto horror como estupefacción. »EL aposento se hallaba en el mayor desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas direcciones. El colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del piso. Sobre una silla había una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o tres largos y espesos mechones de cabello humano igualmente empapados en sangre y que daban la impresión de haber sido arrancados de raíz. Se encontraron en el piso cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que contenían casi cuatro mil francos en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sido abiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas. Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro debajo de la cama (y no del colchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No contenía nada, aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente sin importancia. »No se veía huella alguna de madame L’Espanaye, pero al notarse la presencia de una insólita cantidad de hollín al pie de la chimenea se procedió a registrarla, encontrándose (¡cosa horrible de describir!) el cadáver de su hija, cabeza abajo, el cual había sido metido a la fuerza en la estrecha abertura y considerablemente empujado hacia arriba. El cuerpo estaba aún caliente. Al examinarlo se advirtieron en él numerosas excoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia con que fuera introducido y por la que requirió arrancarlo de allí. Veíanse profundos arañazos en el rostro, y en la garganta aparecían contusiones negruzcas y profundas huellas de uñas, como si la víctima hubiera sido estrangulada. »Luego de una cuidadosa búsqueda en cada porción de la casa, sin que apareciera nada nuevo, los vecinos se introdujeron en un pequeño patio pavimentado de la parte posterior del edificio y encontraron el cadáver de la anciana señora, la cual había sido degollada tan salvajemente que, al tratar de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del tronco. Horribles mutilaciones aparecían en la cabeza y en el cuerpo, y este último apenas presentaba forma humana. »Hasta el momento no se ha encontrado la menor clave que permita solucionar tan horrible misterio.» La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles adicionales: «La tragedia de la rue Morgue.-Diversas personas han sido interrogadas con relación a este terrible y extraordinario suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luz sobre él. Damos a continuación las declaraciones obtenidas: »Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta que conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de cuya ropa se ocupaba. La anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y se mostraban sumamente cariñosas entre sí. Pagaban muy bien.


No sabía nada sobre su modo de vida y sus medios de subsistencia. Creía que madame L. decía la buenaventura. Pasaba por tener dinero guardado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando iba a buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que no tenían ningún criado o criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble, salvo en el cuarto piso. »Pierre Moreau, vendedor de tabaco, declara que desde hace cuatro años vendía regularmente pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a madame L’Espanaye. Nació en la vecindad y ha residido siempre en ella. La extinta y su hija ocupaban desde hacía más de seis años la casa donde se encontraron los cadáveres. Anteriormente vivía en ella un joyero, que alquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casa era de propiedad de madame L., quien se sintió disgustada por los abusos que cometía su inquilino y ocupó personalmente la casa, negándose a alquilar parte alguna. La anciana señora daba señales de senilidad. El testigo vio a su hija unas cinco o seis veces durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muy retirada y pasaban por tener dinero. Había oído decir a los vecinos que madame L. decía la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo a la anciana y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un médico que hizo ocho o diez visitas. »Muchos otros vecinos han proporcionado testimonios coincidentes. No se ha hablado de nadie que frecuentara la casa. Se ignora si madame L. y su hija tenían parientes vivos. Pocas veces se abrían las persianas de las ventanas delanteras. Las de la parte posterior estaban siempre cerradas, salvo las de la gran habitación en la parte trasera del cuarto piso. La casa se hallaba en excelente estado y no era muy antigua. »Isidore Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de la mañana y que, al llegar a la casa, encontró a unas veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban por entrar. Violentó finalmente la entrada (con una bayoneta y no con una ganzúa). No le costó mucho abrirla, pues se trataba de una puerta de dos batientes que no tenía pasadores ni arriba ni abajo. Los alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta, cesando luego de golpe. Parecían gritos de persona (o personas) que sufrieran los más agudos dolores; eran gritos agudos y prolongados, no breves y precipitados. El testigo trepó el primero las escaleras. Al llegar al primer descanso oyó dos voces que discutían con fuerza y agriamente; una de ellas era ruda y la otra mucho más aguda y muy extraña. Pudo entender algunas palabras provenientes de la primera voz, que correspondía a un francés. Estaba seguro de que no se trataba de una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras sacré y diable. La voz más aguda era de un extranjero. No podría asegurar si se trataba de un hombre o una mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de que hablaba en español. El estado de la habitación y de los cadáveres fue descrito por el testigo en la misma forma que lo hicimos ayer. »Henri Duval, vecino, de profesión platero, declara que formaba parte del primer grupo que entró en la casa. Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron la puerta, volvieron a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pese a lo avanzado de la hora, se estaba reuniendo


rápidamente. El testigo piensa que la voz más aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de que no se trataba de un francés. No puede asegurar que se tratara de una voz masculina. Pudo ser la de una mujer. No está familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó a distinguir las palabras, pero por la entonación está convencido de que quien hablaba era italiano. Conocía a madame L. y a su hija. Había conversado frecuentemente con ellas. Estaba seguro de que la voz aguda no pertenecía a ninguna de las difuntas. »Odenheimer, restaurateur. Este testigo se ofreció voluntariamente a declarar. Como no habla francés, testimonió mediante un intérprete. Es originario de Amsterdam. Pasaba frente a la casa cuando se oyeron los gritos. Duraron varios minutos, probablemente diez. Eran prolongados y agudos, tan horribles como penosos de oír. El testigo fue uno de los que entraron en el edificio. Corroboró las declaraciones anteriores en todos sus detalles, salvo uno. Estaba seguro de que la voz más aguda pertenecía a un hombre y que se trataba de un francés. No pudo distinguir las palabras pronunciadas. Eran fuertes y precipitadas, desiguales y pronunciadas aparentemente con tanto miedo como cólera. La voz era áspera; no tanto aguda como áspera. El testigo no la calificaría de aguda. La voz más gruesa dijo varias veces: sacré, diable, y una vez Mon Dieu! »Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su banco durante la primavera del año 18… (ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas sumas. No había retirado nada hasta tres días antes de su muerte, en que personalmente extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fue pagada en oro y un empleado la llevó a su domicilio. »Adolphe Lebon, empleado de Mignaud e hijos, declara que el día en cuestión acompañó hasta su residencia a madame L’Espanaye, llevando los 4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta la puerta, mademoiselle L. vino a tomar uno de los sacos, mientras la anciana señora se encargaba del otro. Por su parte, el testigo saludó y se retiró. No vio a persona alguna en la calle en ese momento. Se trata de una calle poco importante, muy solitaria. »William Bird, sastre, declara que formaba parte del grupo que entró en la casa. Es de nacionalidad inglesa. Lleva dos años de residencia en París. Fue uno de los primeros en subir las escaleras. Oyó voces que disputaban. La más ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras, pero ya no las recuerda todas. Oyó claramente: sacré y mon Dieu. En ese momento se oía un ruido como si varias personas estuvieran luchando, era un sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado. La voz aguda era muy fuerte, mucho más que la voz ruda. Está seguro de que no se trataba de la voz de un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una voz de mujer. El testigo no comprende el alemán. »Cuatro de los testigos nombrados más arriba fueron nuevamente interrogados, declarando que la puerta del aposento donde se encontró el cadáver de mademoiselle L. estaba cerrada por dentro cuando llegaron hasta ella. Reinaba un profundo silencio; no se escuchaban quejidos ni rumores de ninguna especie. No se vio a nadie en el momento de forzar la puerta. Las ventanas, tanto de la


habitación del frente como de la trasera, estaban cerradas y firmemente aseguradas por dentro. Entre ambas habitaciones había una puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. La puerta que comunicaba la habitación del frente con el corredor había sido cerrada con llave por dentro. Un cuarto pequeño situado en el frente del cuarto piso, al comienzo del corredor, apareció abierto, con la puerta entornada. La habitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se procedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada de la casa. Se enviaron deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casa tiene cuatro pisos, con mansardes. Una trampa que da al techo estaba firmemente asegurada con clavos y no parece haber sido abierta durante años. Los testigos no están de acuerdo sobre el tiempo transcurrido entre el momento en que escucharon las voces que disputaban y la apertura de la puerta de la habitación. Algunos sostienen que transcurrieron tres minutos; otros calculan cinco. Costó mucho violentar la puerta. »Alfonso Garcio, empresario de pompas fúnebres, habita en la rue Morgue. Es de nacionalidad española. Formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió las escaleras. Tiene los nervios delicados y teme las consecuencias de toda agitación. Oyó las voces que disputaban. La más ruda pertenecía a un francés. No pudo comprender lo que decía. La voz aguda era la de un inglés; está seguro de esto. No comprende el inglés, pero juzga basándose en la entonación. »Alberto Montani, confitero, declara que fue de los primeros en subir las escaleras. Oyó las voces en cuestión. la voz ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras. El que hablaba parecía reprochar alguna cosa. No pudo comprender las palabras dichas por la voz más aguda, que hablaba rápida y desigualmente. Piensa que se trata de un ruso. Corrobora los testimonios restantes. Es de nacionalidad italiana. Nunca habló con un nativo de Rusia. »Nuevamente interrogados, varios testigos certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones eran demasiado angostas para admitir el paso de un ser humano. Se pasaron “deshollinadores” -cepillos cilíndricos como los que usan los que limpian chimeneas- por todos los tubos existentes en la casa. No existe ningún pasaje en los fondos por el cual alguien hubiera podido descender mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmemente encajado en la chimenea, que no pudo ser extraído hasta que cuatro o cinco personas unieron sus esfuerzos. »Paul Dumas, médico, declara que fue llamado al amanecer para examinar los cadáveres de las víctimas. Los mismos habían sido colocados sobre el colchón del lecho correspondiente a la habitación donde se encontró a mademoiselle L. El cuerpo de la joven aparecía lleno de contusiones y excoriaciones. El hecho de que hubiese sido metido en la chimenea bastaba para explicar tales marcas. La garganta estaba enormemente excoriada. Varios profundos arañazos aparecían debajo del mentón, conjuntamente con una serie de manchas lívidas resultantes, con toda evidencia, de la presión de unos dedos. El rostro estaba horriblemente pálido y los ojos se salían de las órbitas. La lengua aparecía a medias cortada. En la región del estómago se descubrió una gran contusión, producida, aparentemente, por la


presión de una rodilla. Según opinión del doctor Dumas, mademoiselle L’Espanaye había sido estrangulada por una o varias personas. »El cuerpo de la madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y el brazo derechos se hallaban fracturados en mayor o menor grado. La tibia izquierda había quedado reducida a astillas, así como todas las costillas del lado izquierdo. El cuerpo aparecía cubierto de contusiones y estaba descolorido. Resultaba imposible precisar el arma con que se habían inferido tales heridas. Un pesado garrote de mano, o una ancha barra de hierro, quizá una silla, cualquier arma grande, pesada y contundente, en manos de un hombre sumamente robusto, podía haber producido esos resultados. Imposible que una mujer pudiera infligir tales heridas con cualquier arma que fuese. La cabeza de la difunta aparecía separada del cuerpo y, al igual que el resto, terriblemente contusa. Era evidente que la garganta había sido seccionada con un instrumento muy afilado, probablemente una navaja. »Alexandre Etienne, cirujano, fue llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas para examinar los cuerpos. Confirmó el testimonio y las opiniones de este último. »No se ha obtenido ningún otro dato de importancia, a pesar de haberse interrogado a varias otras personas. Jamás se ha cometido en París un asesinato tan misterioso y tan enigmático en sus detalles… si es que en realidad se trata de un asesinato. La policía está perpleja, lo cual no es frecuente en asuntos de esta naturaleza. Pero resulta imposible hallar la más pequeña clave del misterio.» La edición vespertina del diario declaraba que en el quartier Saint-Roch reinaba una intensa excitación, que se había practicado un nuevo y minucioso examen del lugar del hecho, mientras se interrogaba a nuevos testigos, pero que no se sabía nada nuevo. Un párrafo final agregaba, sin embargo, que un tal Adolphe Lebon acababa de ser arrestado y encarcelado, aunque nada parecía acusarlo, a juzgar por los hechos detallados. Dupin se mostraba singularmente interesado en el desarrollo del asunto; o por lo menos así me pareció por sus maneras, pues no hizo el menor comentario. Tan sólo después de haberse anunciado el arresto de Lebon me pidió mi parecer acerca de los asesinatos. No pude sino sumarme al de todo París y declarar que los consideraba un misterio insoluble. No veía modo alguno de seguir el rastro al asesino. -No debemos pensar en los modos posibles que surgen de una investigación tan rudimentaria -dijo Dupin-. La policía parisiense, tan alabada por su penetración, es muy astuta pero nada más. No procede con método, salvo el del momento. Toma muchas disposiciones ostentosas, pero con frecuencia éstas se hallan tan mal adaptadas a su objetivo que recuerdan a Monsieur Jourdain, que pedía sa robe de chambre… pour mieux entendre la musique. Los resultados obtenidos son con frecuencia sorprendentes, pero en su mayoría se logran por simple diligencia y actividad. Cuando éstas son insuficientes, todos sus planes fracasan. Vidocq, por ejemplo, era hombre de excelentes conjeturas y perseverante. Pero como su


pensamiento carecía de suficiente educación, erraba continuamente por el excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visión por mirar el objeto desde demasiado cerca. Quizá alcanzaba a ver uno o dos puntos con singular acuidad, pero procediendo así perdía el conjunto de la cuestión. En el fondo se trataba de un exceso de profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un pozo. Por el contrario, creo que, en lo que se refiere al conocimiento más importante, es invariablemente superficial. La profundidad corresponde a los valles, donde la buscamos, y no a las cimas montañosas, donde se la encuentra. Las formas y fuentes de este tipo de error se ejemplifican muy bien en la contemplación de los cuerpos celestes. Si se observa una estrella de una ojeada, oblicuamente, volviendo hacia ella la porción exterior de la retina (mucho más sensible a las impresiones luminosas débiles que la parte interior), se verá la estrella con claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cual se empaña apenas la contemplamos de lleno. Es verdad que en este último caso llegan a nuestros ojos mayor cantidad de rayos, pero la porción exterior posee una capacidad de recepción mucho más refinada. Por causa de una indebida profundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y Venus misma puede llegar a borrarse del firmamento si la escrutamos de manera demasiado sostenida, demasiado concentrada o directa. »En cuanto a esos asesinatos, procedamos personalmente a un examen antes de formarnos una opinión. La encuesta nos servirá de entretenimiento (me pareció que el término era extraño, aplicado al caso, pero no dije nada). Además, Lebon me prestó cierta vez un servicio por el cual le estoy agradecido. Iremos a estudiar el terreno con nuestros propios ojos. Conozco a G…, el prefecto de policía, y no habrá dificultad en obtener el permiso necesario. La autorización fue acordada, y nos encaminamos inmediatamente a la rue Morgue. Se trata de uno de esos míseros pasajes que corren entre la rue Richelieu y la rue Saint-Roch. Atardecía cuando llegamos, pues el barrio estaba considerablemente distanciado del de nuestra residencia. Encontramos fácilmente la casa, ya que aún había varias personas mirando las persianas cerradas desde la acera opuesta. Era una típica casa parisiense, con una puerta de entrada y una casilla de cristales con ventana corrediza, correspondiente a la loge du concierge. Antes de entrar recorrimos la calle, doblamos por un pasaje y, volviendo a doblar, pasamos por la parte trasera del edificio, mientras Dupin examinaba la entera vecindad, así como la casa, con una atención minuciosa cuyo objeto me resultaba imposible de adivinar. Volviendo sobre nuestros pasos retornamos a la parte delantera y, luego de llamar y mostrar nuestras credenciales, fuimos admitidos por los agentes de guardia. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde se había encontrado el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían ambas víctimas. Como es natural, el desorden del aposento había sido respetado. No vi nada que no estuviese detallado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo inspeccionaba todo, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos luego a las otras habitaciones y al patio; un gendarme nos acompañaba a todas partes. El examen nos tuvo ocupados hasta que oscureció, y era de noche cuando salimos. En el camino de vuelta, mi amigo se detuvo algunos minutos en las oficinas de uno de los diarios parisienses.


He dicho ya que sus caprichos eran muchos y variados, y que je les ménageais (pues no hay traducción posible de la frase). En esta oportunidad Dupin rehusó toda conversación vinculada con los asesinatos, hasta el día siguiente a mediodía. Entonces, súbitamente, me preguntó si había observado alguna cosa peculiar en el escenario de aquellas atrocidades. Algo había en su manera de acentuar la palabra, que me hizo estremecer sin que pudiera decir por qué. -No, nada peculiar -dije-. Por lo menos, nada que no hayamos encontrado ya referido en el diario. -Me temo -repuso Dupin- que la Gazette no haya penetrado en el insólito horror de este asunto. Pero dejemos de lado las vanas opiniones de ese diario. Tengo la impresión de que se considera insoluble este misterio por las mismísimas razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente solucionable; me refiero a lo excesivo, a lo outré de sus características. La policía se muestra confundida por la aparente falta de móvil, y no por el asesinato en sí, sino por su atrocidad. Está asimismo perpleja por la aparente imposibilidad de conciliar las voces que se oyeron disputando, con el hecho de que en lo alto sólo se encontró a la difunta mademoiselle L’Espanaye, aparte de que era imposible escapar de la casa sin que el grupo que ascendía la escalera lo notara. El salvaje desorden del aposento; el cadáver metido, cabeza abajo, en la chimenea; la espantosa mutilación del cuerpo de la anciana, son elementos que, junto con los ya mencionados y otros que no necesito mencionar, han bastado para paralizar la acción de los investigadores policiales y confundir por completo su tan alabada perspicacia. Han caído en el grueso pero común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero, justamente a través de esas desviaciones del plano ordinario de las cosas, la razón se abrirá paso, si ello es posible, en la búsqueda de la verdad. En investigaciones como la que ahora efectuamos no debería preguntarse tanto «qué ha ocurrido», como «qué hay en lo ocurrido que no se parezca a nada ocurrido anteriormente». En una palabra, la facilidad con la cual llegaré o he llegado a la solución de este misterio se halla en razón directa de su aparente insolubilidad a ojos de la policía. Me quedé mirando a mi amigo con silenciosa estupefacción. -Estoy esperando ahora -continuó Dupin, mirando hacia la puerta de nuestra habitación- a alguien que, si bien no es el perpetrador de esas carnicerías, debe de haberse visto envuelto de alguna manera en su ejecución. Es probable que sea inocente de la parte más horrible de los crímenes. Confío en que mi suposición sea acertada, pues en ella se apoya toda mi esperanza de descifrar completamente el enigma. Espero la llegada de ese hombre en cualquier momento… y en esta habitación. Cierto que puede no venir, pero lo más probable es que llegue. Si así fuera, habrá que retenerlo. He ahí unas pistolas; los dos sabemos lo que se puede hacer con ellas cuando la ocasión se presenta. Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía y, sin poder creer lo que estaba oyendo, mientras Dupin, como si monologara, continuaba sus reflexiones. Ya he mencionado su actitud abstraída en esos momentos. Sus palabras se dirigían a mí,


pero su voz, aunque no era forzada, tenía esa entonación que se emplea habitualmente para dirigirse a alguien que se halla muy lejos. Sus ojos, privados de expresión, sólo miraban la pared. -Las voces que disputaban y fueron oídas por el grupo que trepaba la escalera dijo- no eran las de las dos mujeres, como ha sido bien probado por los testigos. Con esto queda eliminada toda posibilidad de que la anciana señora haya matado a su hija, suicidándose posteriormente. Menciono esto por razones metódicas, ya que la fuerza de madame de L’Espanaye hubiera sido por completo insuficiente para introducir el cuerpo de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado, amén de que la naturaleza de las heridas observadas en su cadáver excluye toda idea de suicidio. El asesinato, pues, fue cometido por terceros, y a éstos pertenecían las voces que se escucharon mientras disputaban. Permítame ahora llamarle la atención, no sobre las declaraciones referentes a dichas voces, sino a algo peculiar en esas declaraciones. ¿No lo advirtió usted? Hice notar que, mientras todos los testigos coincidían en que la voz más ruda debía ser la de un francés, existían grandes desacuerdos sobre la voz más aguda o -como la calificó uno de ellos- la voz áspera. -Tal es el testimonio en sí -dijo Dupin-, pero no su peculiaridad. Usted no ha observado nada característico. Y, sin embargo, había algo que observar. Como bien ha dicho, los testigos coinciden sobre la voz ruda. Pero, con respecto a la voz aguda, la peculiaridad no consiste en que estén en desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han tratado de describirla, y cada uno de ellos se ha referido a una voz extranjera. Cada uno de ellos está seguro de que no se trata de la voz de un compatriota. Cada uno la vincula, no a la voz de una persona perteneciente a una nación cuyo idioma conoce, sino a la inversa. El francés supone que es la voz de un español, y agrega que “podría haber distinguido algunas palabras sí hubiera sabido español”. El holandés sostiene que se trata de un francés, pero nos enteramos de que como no habla francés, testimonió mediante un intérprete. El inglés piensa que se trata de la voz de un alemán, pero el testigo no comprende el alemán. El español “está seguro” de que se trata de un inglés, pero “juzga basándose en la entonación”, ya que no comprende el inglés. El italiano cree que es la voz de un ruso, pero nunca habló con un nativo de Rusia. Un segundo testigo francés difiere del primero y está seguro de que se trata de la voz de un italiano. No está familiarizado con la lengua italiana, pero al igual que el español, “está convencido por la entonación”. Ahora bien: ¡cuan extrañamente insólita tiene que haber sido esa voz para que pudieran reunirse semejantes testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no pudieran reconocer nada familiar! Me dirá usted que podía tratarse de la voz de un asiático o un africano. Ni unos ni otros abundan en París, pero, sin negar esa posibilidad, me limitaré a llamarle la atención sobre tres puntos. Un testigo califica la voz de “áspera, más que aguda”. Otros dos señalan que era «precipitada y desigual». Ninguno de los testigos se refirió a palabras reconocibles, a sonidos que parecieran palabras.


»No sé -continuó Dupin- la impresión que pudo haber causado hasta ahora en su entendimiento, pero no vacilo en decir que cabe extraer deducciones legítimas de esta parte del testimonio -la que se refiere a las voces ruda y aguda-, suficientes para crear una sospecha que debe de orientar todos los pasos futuros de la investigación del misterio. Digo «deducciones legítimas», sin expresar plenamente lo que pienso. Quiero dar a entender que las deducciones son las únicas que corresponden, y que la sospecha surge inevitablemente como resultado de las mismas. No le diré todavía cuál es esta sospecha. Pero tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para dar forma definida y tendencia determinada a mis investigaciones en el lugar del hecho. «Transportémonos ahora con la fantasía a esa habitación. ¿Qué buscaremos en primer lugar? Los medios de evasión empleados por los asesinos. Supongo que bien puedo decir que ninguno de los dos cree en acontecimientos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron asesinadas por espíritus. Los autores del hecho eran de carne y hueso, y escaparon por medios materiales. ¿Cómo, pues? Afortunadamente, sólo hay una manera de razonar sobre este punto, y esa manera debe conducirnos a una conclusión definida. Examinemos uno por uno los posibles medios de escape. Resulta evidente que los asesinos se hallaban en el cuarto donde se encontró a mademoiselle L’Espanaye, o por lo menos en la pieza contigua, en momentos en que el grupo subía las escaleras. Vale decir que debemos buscar las salidas en esos dos aposentos. La policía ha levantado los pisos, los techos y la mampostería de las paredes en todas direcciones. Ninguna salida secreta pudo escapar a sus observaciones. Pero como no me fío de sus ojos, miré el lugar con los míos. Efectivamente, no había salidas secretas. Las dos puertas que comunican las habitaciones con el corredor estaban bien cerradas, con las llaves por dentro. Veamos ahora las chimeneas. Aunque de diámetro ordinario en los primeros ocho o diez pies por encima de los hogares, los tubos no permitirían más arriba el paso del cuerpo de un gato grande. Quedando así establecida la total imposibilidad de escape por las vías mencionadas nos vemos reducidos a las ventanas. Nadie podría haber huido por la del cuarto delantero, ya que la muchedumbre reunida lo hubiese visto. Los asesinos tienen que haber pasado, pues, por las de la pieza trasera. Llevados a esta conclusión de manera tan inequívoca, no nos corresponde, en nuestra calidad de razonadores, rechazarla por su aparente imposibilidad. Lo único que cabe hacer es probar que esas aparentes “imposibilidades” no son tales en realidad. »Hay dos ventanas en el aposento. Contra una de ellas no hay ningún mueble que la obstruya, y es claramente visible. La porción inferior de la otra queda oculta por la cabecera del pesado lecho, que ha sido arrimado a ella. La primera ventana apareció firmemente asegurada desde dentro. Resistió los más violentos esfuerzos de quienes trataron de levantarla. En el marco, a la izquierda, había una gran perforación de barreno, y en ella un solidísimo clavo hundido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se vio que había un clavo colocado en forma similar; todos los esfuerzos por levantarla fueron igualmente inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente segura de que la huida no se había producido por ese lado. Y, por tanto, consideró superfluo extraer los clavos y abrir las ventanas.


»Mi examen fue algo más detallado, y eso por la razón que acabo de darle: allí era el caso de probar que todas las aparentes imposibilidades no eran tales en realidad. «Seguí razonando en la siguiente forma… a posteriori. Los asesinos escaparon desde una de esas ventanas. Por tanto, no pudieron asegurar nuevamente los marcos desde el interior, tal como fueron encontrados (consideración que, dado lo obvio de su carácter, interrumpió la búsqueda de la policía en ese terreno). Los marcos estaban asegurados. Es necesario, pues, que tengan una manera de asegurarse por sí mismos. La conclusión no admitía escapatoria. Me acerqué a la ventana que tenía libre acceso, extraje con alguna dificultad el clavo y traté de levantar el marco. Tal como lo había anticipado, resistió a todos mis esfuerzos. Comprendí entonces que debía de haber algún resorte oculto, y la corroboración de esta idea me convenció de que por lo menos mis premisas eran correctas, aunque el detalle referente a los clavos continuara siendo misterioso. Un examen detallado no tardó en revelarme el resorte secreto. Lo oprimí y, satisfecho de mi descubrimiento, me abstuve de levantar el marco. »Volví a poner el clavo en su sitio y lo observé atentamente. Una persona que escapa por la ventana podía haberla cerrado nuevamente, y el resorte habría asegurado el marco. Pero, ¿cómo reponer el clavo? La conclusión era evidente y estrechaba una vez más el campo de mis investigaciones. Los asesinos tenían que haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, pues, que los resortes fueran idénticos en las dos ventanas, como parecía probable, necesariamente tenía que haber una diferencia entre los clavos, o por lo menos en su manera de estar colocados. Trepando al armazón de la cama, miré minuciosamente el marco de sostén de la segunda ventana. Pasé la mano por la parte posterior, descubriendo en seguida el resorte que, tal como había supuesto, era idéntico a su vecino. Miré luego el clavo. Era tan sólido como el otro y aparentemente estaba fijo de la misma manera y hundido casi hasta la cabeza. »Pensará usted que me sentí perplejo, pero si así fuera no ha comprendido la naturaleza de mis inducciones. Para usar una frase deportiva, hasta entonces no había cometido falta. No había perdido la pista un solo instante. Los eslabones de la cadena no tenían ninguna falla. Había perseguido el secreto hasta su última conclusión: y esa conclusión era el clavo. Ya he dicho que tenía todas las apariencias de su vecino de la otra ventana; pero el hecho, por más concluyente que pareciera, resultaba de una absoluta nulidad comparado con la consideración de que allí, en ese punto, se acababa el hilo conductor. “Tiene que haber algo defectuoso en el clavo”, pensé. Al tocarlo, su cabeza quedó entre mis dedos juntamente con un cuarto de pulgada de la espiga. El resto de la espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había roto. La fractura era muy antigua, pues los bordes aparecían herrumbrados, y parecía haber sido hecho de un martillazo, que había hundido parcialmente la cabeza del clavo en el marco inferior de la ventana. Volví a colocar cuidadosamente la parte de la cabeza en el lugar de donde la había sacado, y vi que el clavo daba la exacta impresión de estar entero; la fisura resultaba invisible. Apretando el resorte, levanté ligeramente el marco; la cabeza del clavo subió con él, sin moverse de su lecho. Cerré la ventana, y el clavo dio otra vez la impresión de estar dentro.


»Hasta ahora, el enigma quedaba explicado. El asesino había huido por la ventana que daba a la cabecera del lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá ex profeso) la ventana había quedado asegurada por su resorte. Y la resistencia ofrecida por éste había inducido a la policía a suponer que se trataba del clavo, dejando así de lado toda investigación suplementaria. »La segunda cuestión consiste en el modo del descenso. Mi paseo con usted por la parte trasera de la casa me satisfizo al respecto. A unos cinco pies y medio de la ventana en cuestión corre una varilla de pararrayos. Desde esa varilla hubiera resultado imposible alcanzar la ventana, y mucho menos introducirse por ella. Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso pertenecen a esa curiosa especie que los carpinteros parisienses denominan ferrades; es un tipo rara vez empleado en la actualidad, pero que se ve con frecuencia en casas muy viejas de Lyon y Bordeaux. Se las fabrica como una puerta ordinaria (de una sola hoja, y no de doble batiente), con la diferencia de que la parte inferior tiene celosías o tablillas que ofrecen excelente asidero para las manos. En este caso las persianas alcanzan un ancho de tres pies y medio. Cuando las vimos desde la parte posterior de la casa, ambas estaban entornadas, es decir, en ángulo recto con relación a la pared. Es probable que también los policías hayan examinado los fondos del edificio; pero, si así lo hicieron, miraron las ferrades en el ángulo indicado, sin darse cuenta de su gran anchura; por lo menos no la tomaron en cuenta. Sin duda, seguros de que por esa parte era imposible toda fuga, se limitaron a un examen muy sumario. Para mí, sin embargo, era claro que si se abría del todo la persiana correspondiente a la ventana situada sobre el lecho, su borde quedaría a unos dos pies de la varilla del pararrayos. También era evidente que, desplegando tanta agilidad como coraje, se podía llegar hasta la ventana trepando por la varilla. Estirándose hasta una distancia de dos pies y medio (ya que suponemos la persiana enteramente abierta), un ladrón habría podido sujetarse firmemente de las tablillas de la celosía. Abandonando entonces su sostén en la varilla, afirmando los pies en la pared y lanzándose vigorosamente hacia adelante habría podido hacer girar la persiana hasta que se cerrara; si suponemos que la ventana estaba abierta en este momento, habría logrado entrar así en la habitación. »Le pido que tenga especialmente en cuenta que me refiero a un insólito grado de vigor, capaz de llevar a cabo una hazaña tan azarosa y difícil. Mi intención consiste en demostrarle, primeramente, que el hecho pudo ser llevado a cabo; pero, en segundo lugar, y muy especialmente, insisto en llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de ese vigor capaz de cosa semejante. »Usando términos judiciales, usted me dirá sin duda que para «redondear mi caso» debería subestimar y no poner de tal modo en evidencia la agilidad que se requiere para dicha proeza. Pero la práctica de los tribunales no es la de la razón. Mi objetivo final es tan sólo la verdad. Y mi propósito inmediato consiste en inducirlo a que yuxtaponga la insólita agilidad que he mencionado a esa voz tan extrañamente aguda (o áspera) y desigual sobre cuya nacionalidad no pudieron ponerse de acuerdo los testigos y en cuyos acentos no se logró distinguir ningún vocablo articulado.


Al oír estas palabras pasó por mi mente una vaga e informe concepción de lo que quería significar Dupin. Me pareció estar a punto de entender, pero sin llegar a la comprensión, así como a veces nos hallamos a punto de recordar algo que finalmente no se concreta. Pero mi amigo seguía hablando. -Habrá notado usted -dijo- que he pasado de la cuestión de la salida de la casa a la del modo de entrar en ella. Era mi intención mostrar que ambas cosas se cumplieron en la misma forma y en el mismo lugar. Volvamos ahora al interior del cuarto y examinemos lo que allí aparece. Se ha dicho que los cajones de la cómoda habían sido saqueados, aunque quedaron en ellos numerosas prendas. Esta conclusión es absurda. No pasa de una simple conjetura, bastante tonta por lo demás. ¿Cómo podemos asegurar que las ropas halladas en los cajones no eran las que éstos contenían habitualmente? Madame L’Espanaye y su hija llevaban una vida muy retirada, no veían a nadie, salían raras veces, y pocas ocasiones se les presentaban de cambiar de tocado. Lo que se encontró en los cajones era de tan buena calidad como cualquiera de los efectos que poseían las damas. Si un ladrón se llevó una parte, ¿por qué no tomó lo mejor… por qué no se llevó todo? En una palabra: ¿por qué abandonó cuatro mil francos en oro, para cargarse con un hato de ropa? El oro fue abandonado. La suma mencionada por monsieur Mignaud, el banquero, apareció en su casi totalidad en los sacos tirados por el suelo. Le pido, por tanto, que descarte de sus pensamientos la desatinada idea de un móvil, nacida en el cerebro de los policías por esa parte del testimonio que se refiere al dinero entregado en la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (la entrega del dinero y el asesinato de sus poseedores tres días más tarde) ocurren a cada hora de nuestras vidas sin que nos preocupemos por ellas. En general, las coincidencias son grandes obstáculos en el camino de esos pensadores que todo lo ignoran de la teoría de las probabilidades, esa teoría a la cual los objetivos más eminentes de la investigación humana deben los más altos ejemplos. En esta instancia, si el oro hubiese sido robado, el hecho de que la suma hubiese sido entregada tres días antes habría constituido algo más que una coincidencia. Antes bien, hubiera corroborado la noción de un móvil. Pero, dadas las verdaderas circunstancias del caso, si hemos de suponer que el oro era el móvil del crimen, tenemos entonces que admitir que su perpetrador era lo bastante indeciso y lo bastante estúpido como para olvidar el oro y el móvil al mismo tiempo. »Teniendo, pues, presentes los puntos sobre los cuales he llamado su atención -la voz singular, la insólita agilidad y la sorprendente falta de móvil en un asesinato tan atroz como éste-, echemos una ojeada a la carnicería en sí. Estamos ante una mujer estrangulada por la presión de unas manos e introducida en el cañón de la chimenea con la cabeza hacia abajo. Los asesinos ordinarios no emplean semejantes métodos. Y mucho menos esconden al asesinado en esa forma. En el hecho de introducir el cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivamente inmoderado, algo por completo inconciliable con nuestras nociones sobre los actos humanos, incluso si suponemos que su autor es el más depravado de los hombres. Piense, asimismo, en la fuerza prodigiosa que hizo falta para introducir el cuerpo hacia arriba, cuando para hacerlo descender fue necesario el concurso de varias personas.


»Volvámonos ahora a las restantes señales que pudo dejar ese maravilloso vigor. En el hogar de la chimenea se hallaron espesos (muy espesos) mechones de cabello humano canoso. Habían sido arrancados de raíz. Bien sabe usted la fuerza que se requiere para arrancar en esa forma veinte o treinta cabellos. Y además vio los mechones en cuestión tan bien como yo. Sus raíces (cosa horrible) mostraban pedazos del cuero cabelludo, prueba evidente de la prodigiosa fuerza ejercida para arrancar quizá medio millón de cabellos de un tirón. La garganta de la anciana señora no solamente estaba cortada, sino que la cabeza había quedado completamente separada del cuerpo; el instrumento era una simple navaja. Lo invito a considerar la brutal ferocidad de estas acciones. No diré nada de las contusiones que presentaba el cuerpo de Madame L’Espanaye. Monsieur Dumas y su valioso ayudante, monsieur Etienne, han decidido que fueron producidas por un instrumento contundente, y hasta ahí la opinión de dichos caballeros es muy correcta. El instrumento contundente fue evidentemente el pavimento de piedra del patio, sobre el cual cayó la víctima desde la ventana que da sobre la cama. Por simple que sea, esto escapó a la policía por la misma razón que se les escapó el ancho de las persianas: frente a la presencia de clavos se quedaron ciegos ante la posibilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas alguna vez. »Si ahora, en adición a estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamente sobre el extraño desorden del aposento, hemos llegado al punto de poder combinar las nociones de una asombrosa agilidad, una fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una grotesquerie en el horror por completo ajeno a lo humano, y una voz de tono extranjero para los oídos de hombres de distintas nacionalidades y privada de todo silabeo inteligible. ¿Qué resultado obtenemos? ¿Qué impresión he producido en su imaginación? Al escuchar las preguntas de Dupin sentí que un estremecimiento recorría mi cuerpo. -Un maníaco es el autor del crimen -dije-. Un loco furioso escapado de alguna maison de santé de la vecindad. -En cierto sentido -dijo Dupin-, su idea no es inaplicable. Pero, aun en sus más salvajes paroxismos, las voces de los locos jamás coinciden con esa extraña voz escuchada en lo alto. Los locos pertenecen a alguna nación, y, por más incoherentes que sean sus palabras, tienen, sin embargo, la coherencia del silabeo. Además, el cabello de un loco no es como el que ahora tengo en la mano. Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos rígidamente apretados de madame L’Espanaye. ¿Puede decirme qué piensa de ellos? -¡Dupin… este cabello es absolutamente extraordinario…! ¡No es cabello humano! -grité, trastornado por completo. -No he dicho que lo fuera -repuso mi amigo-. Pero antes de que resolvamos este punto, le ruego que mire el bosquejo que he trazado en este papel. Es un facsímil de lo que en una parte de las declaraciones de los testigos se describió como «contusiones negruzcas, y profundas huellas de uñas» en la garganta de mademoiselle L’Espanaye, y en otra (declaración de los señores Dumas y Etienne)


como «una serie de manchas lívidas que, evidentemente, resultaban de la presión de unos dedos». «Notará usted -continuó mi amigo, mientras desplegaba el papel- que este diseño indica una presión firme y fija. No hay señal alguna de deslizamiento. Cada dedo mantuvo (probablemente hasta la muerte de la víctima) su terrible presión en el sitio donde se hundió primero. Le ruego ahora que trate de colocar todos sus dedos a la vez en las respectivas impresiones, tal como aparecen en el dibujo. Lo intenté sin el menor resultado. -Quizá no estemos procediendo debidamente -dijo Dupin-. El papel es una superficie plana, mientras que la garganta humana es cilíndrica. He aquí un rodillo de madera, cuya circunferencia es aproximadamente la de una garganta. Envuélvala con el dibujo y repita el experimento. Así lo hice, pero las dificultades eran aún mayores. -Esta marca -dije- no es la de una mano humana. -Lea ahora -replicó Dupin- este pasaje de Cuvier. Era una minuciosa descripción anatómica y descriptiva del gran orangután leonado de las islas de la India oriental. La gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y agilidad, la terrible ferocidad y las tendencias imitativas de estos mamíferos son bien conocidas. Instantáneamente comprendí todo el horror del asesinato. -La descripción de los dedos -dije al terminar la lectura-concuerda exactamente con este dibujo. Sólo un orangután, entre todos los animales existentes, es capaz de producir las marcas que aparecen en su diseño. Y el mechón de pelo coincide en un todo con el pelaje de la bestia descrita por Cuvier. De todas maneras, no alcanzo a comprender los detalles de este aterrador misterio. Además, se escucharon dos voces que disputaban y una de ellas era, sin duda, la de un francés. -Cierto, Y recordará usted que, casi unánimemente, los testigos declararon haber oído decir a esa voz las palabras: Mon Dieu! Dadas las circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) acertó al sostener que la exclamación tenía un tono de reproche o reconvención. Sobre esas dos palabras, pues, he apoyado todas mis esperanzas de una solución total del enigma. Un francés estuvo al tanto del asesinato. Es posible -e incluso muy probable- que fuera inocente de toda participación en el sangriento episodio. El orangután pudo habérsele escapado. Quizá siguió sus huellas hasta la habitación; pero, dadas las terribles circunstancias que se sucedieron, le fue imposible capturarlo otra vez. El animal anda todavía suelto. No continuaré con estas conjeturas (pues no tengo derecho a darles otro nombre), ya que las sombras de reflexión que les sirven de base poseen apenas suficiente profundidad para ser alcanzadas por mi intelecto, y no pretenderé mostrarlas con claridad a la inteligencia de otra persona. Las llamaremos conjeturas, pues, y nos referiremos a ellas como tales. Si el francés en cuestión es, como lo supongo, inocente de tal atrocidad, este aviso que deje anoche cuando volvíamos


a casa en las oficinas de Le Monde (un diario consagrado a cuestiones marítimas y muy leído por los navegantes) lo hará acudir a nuestra casa. Me alcanzó un papel, donde leí: Capturado.-En el Bois de Boulogne, en la mañana del… (la mañana del asesinato), se ha capturado un gran orangután leonado de la especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe que es un marinero perteneciente a un barco maltés) puede reclamarlo, previa identificación satisfactoria y pago de los gastos resultantes de su captura y cuidado. Presentarse al número… calle… Faubourg Saint-Germain… tercer piso. -Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el hombre es un marinero y que pertenece a un barco maltes? -No lo sé -dijo Dupin- y no estoy seguro de ello. Pero he aquí un trocito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasienta condición, debió de ser usado para atar el pelo en una de esas largas queues de que tan orgullosos se muestran los marineros. Además, el nudo pertenece a esa clase que pocas personas son capaces de hacer, salvo los marinos, y es característico de los malteses. Encontré esta cinta al pie de la varilla del pararrayos. Imposible que perteneciera a una de las víctimas. De todos modos, si me equivoco al deducir de la cinta que el francés era un marinero perteneciente a un barco maltes, no he causado ningún daño al estamparlo en el aviso. Si me equivoco, el hombre pensará que me he confundido por alguna razón que no se tomará el trabajo de averiguar. Pero si estoy en lo cierto, hay mucho de ganado. Conocedor, aunque inocente de los asesinatos, el francés vacilará, como es natural, antes de responder al aviso y reclamar el orangután. He aquí cómo razonará: «Soy inocente y pobre; mi orangután es muy valioso y para un hombre como yo representa una verdadera fortuna. ¿Por qué perderlo a causa de una tonta aprensión? Está ahí, a mi alcance. Lo han encontrado en el Bois de Boulogne, a mucha distancia de la escena del crimen. ¿Cómo podría sospechar alguien que ese animal es el culpable? La policía está desorientada y no ha podido encontrar la más pequeña huella. Si llegaran a seguir la pista del mono, les será imposible probar que supe algo de los crímenes o echarme alguna culpa como testigo de ellos. Además, soy conocido. El redactor del aviso me designa como dueño del animal. Ignoro hasta dónde llega su conocimiento. Si renuncio a reclamar algo de tanto valor, que se sabe de mi pertenencia, las sospechas recaerán, por lo menos, sobre el animal. Contestaré al aviso, recobraré el orangután y lo tendré encerrado hasta que no se hable más del asunto.» En ese momento oímos pasos en la escalera. -Prepare las pistolas -dijo Dupin-, pero no las use ni las exhiba hasta que le haga una seña. La puerta de entrada de la casa había quedado abierta y el visitante había entrado sin llamar, subiendo algunos peldaños de la escalera. Pero, de pronto, pareció vacilar y lo oímos bajar. Dupin corría ya a la puerta cuando advertimos que volvía a


subir. Esta vez no vaciló, sino que, luego de trepar decididamente la escalera, golpeó en nuestra puerta. -¡Adelante! -dijo Dupin con voz cordial y alegre. El hombre que entró era, con toda evidencia, un marino, alto, robusto y musculoso, con un semblante en el que cierta expresión audaz no resultaba desagradable. Su rostro, muy atezado, aparecía en gran parte oculto por las patillas y los bigotes. Traía consigo un grueso bastón de roble, pero al parecer ésa era su única arma. Inclinóse torpemente, dándonos las buenas noches en francés; a pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que era de origen parisiense. -Siéntese usted, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que viene en busca del orangután. Palabra, se lo envidio un poco; es un magnífico animal, que presumo debe de tener gran valor. ¿Qué edad le calcula usted? El marinero respiró profundamente, con el aire de quien se siente aliviado de un peso intolerable, y contestó con tono reposado: -No podría decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco años. ¿Lo guarda usted aquí? -¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado. Está en una caballeriza de la rue Dubourg, cerca de aquí. Podría usted llevárselo mañana por la mañana. Supongo que estará en condiciones de probar su derecho de propiedad. -Por supuesto que sí, señor. -Lamentaré separarme de él -dijo Dupin. -No quisiera que usted se hubiese molestado por nada -declaró el marinero-. Estoy dispuesto a pagar una recompensa por el hallazgo del animal. Una suma razonable, se entiende. -Pues bien -repuso mi amigo-, eso me parece muy justo. Déjeme pensar: ¿qué le pediré? ¡Ah, ya sé! He aquí cuál será mi recompensa: me contará usted todo lo que sabe sobre esos crímenes en la rue Morgue. Dupin pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran tranquilidad. Después, con igual calma, fue hacia la puerta, la cerró y guardó la llave en el bolsillo. Sacando luego una pistola, la puso sin la menor prisa sobre la mesa. El rostro del marinero enrojeció como si un acceso de sofocación se hubiera apoderado de él. Levantándose, aferró su bastón, pero un segundo después se dejó caer de nuevo en el asiento, temblando violentamente y pálido como la muerte. No dijo una palabra. Lo compadecí desde lo más profundo de mi corazón. -Amigo mío, se está usted alarmando sin necesidad -dijo cordialmente Dupin-. Le aseguro que no tenemos intención de causarle el menor daño. Lejos de nosotros querer perjudicarlo: le doy mi palabra de caballero y de francés. Estoy perfectamente enterado de que es usted inocente de las atrocidades de la rue Morgue. Pero sería inútil negar que, en cierto modo, se halla implicado en ellas.


Fundándose en lo que le he dicho, supondrá que poseo medios de información sobre este asunto, medios que le sería imposible imaginar. El caso se plantea de la siguiente manera: usted no ha cometido nada que no debiera haber cometido, nada que lo haga culpable. Ni siquiera se le puede acusar de robo, cosa que pudo llevar a cabo impunemente. No tiene nada que ocultar ni razón para hacerlo. Por otra parte, el honor más elemental lo obliga a confesar todo lo que sabe. Hay un hombre inocente en la cárcel, acusado de un crimen cuyo perpetrador puede usted denunciar. Mientras Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero había recobrado en buena parte su compostura, aunque su aire decidido del comienzo habíase desvanecido por completo. -¡Dios venga en mi ayuda! -dijo, después de una pausa-. Sí, le diré todo lo que sé sobre este asunto, aunque no espero que crea ni la mitad de lo que voy a contarle… ¡Estaría loco si pensara que van a creerme! Y, sin embargo, soy inocente, y lo confesaré todo aunque me cueste la vida. En sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo atrás, había hecho un viaje al archipiélago índico. Un grupo del que formaba parte desembarcó en Borneo y penetró en el interior a fin de hacer una excursión placentera. Entre él y un compañero capturaron al orangután. Como su compañero falleciera, quedó dueño único del animal. Después de considerables dificultades, ocasionadas por la indomable ferocidad de su cautivo durante el viaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo en su casa de París, donde, para aislarlo de la incómoda curiosidad de sus vecinos, lo mantenía cuidadosamente recluido, mientras el animal curaba de una herida en la pata que se había hecho con una astilla a bordo del buque. Una vez curado, el marinero estaba dispuesto a venderlo. Una noche, o más bien una madrugada, en que volvía de una pequeña juerga de marineros, nuestro hombre se encontró con que el orangután había penetrado en su dormitorio, luego de escaparse de la habitación contigua donde su captor había creído tenerlo sólidamente encerrado. Navaja en mano y embadurnado de jabón, habíase sentado frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal como, sin duda, había visto hacer a su amo espiándolo por el ojo de la cerradura. Aterrado al ver arma tan peligrosa en manos de un animal que, en su ferocidad, era harto capaz de utilizarla, el marinero se quedó un instante sin saber qué hacer. Por lo regular, lograba contener al animal, aun en sus arrebatos más terribles, con ayuda de un látigo, y pensó acudir otra vez a ese recurso. Pero al verlo, el orangután se lanzó de un salto a la puerta, bajó las escaleras y, desde ellas, saltando por una ventana que desgraciadamente estaba abierta, se dejó caer a la calle. Desesperado, el francés se precipitó en su seguimiento. Navaja en mano, el mono se detenía para mirar y hacer muecas a su perseguidor, dejándolo acercarse casi hasta su lado. Entonces echaba a correr otra vez. Siguió así la caza durante largo tiempo. Las calles estaban profundamente tranquilas, pues eran casi las tres de la madrugada. Al atravesar el pasaje de los fondos de la rue Morgue, la atención del fugitivo se vio atraída por la luz que salía de la ventana abierta del aposento de madame L’Espanaye, en el cuarto piso de su casa. Precipitándose hacia el edificio,


descubrió la varilla del pararrayos, trepó por ella con inconcebible agilidad, aferró la persiana que se hallaba completamente abierta y pegada a la pared, y en esta forma se lanzó hacia adelante hasta caer sobre la cabecera de la cama. Todo esto había ocurrido en menos de un minuto. Al saltar en la habitación, las patas del orangután rechazaron nuevamente la persiana, la cual quedó abierta. El marinero, a todo esto, se sentía tranquilo y preocupado al mismo tiempo. Renacían sus esperanzas de volver a capturar a la bestia, ya que le sería difícil escapar de la trampa en que acababa de meterse, salvo que bajara otra vez por el pararrayos, ocasión en que sería posible atraparlo. Por otra parte, se sentía ansioso al pensar en lo que podría estar haciendo en la casa. Esta última reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Para un marinero no hay dificultad en trepar por una varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado a la altura de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no pudo seguir adelante; lo más que alcanzó fue a echarse a un lado para observar el interior del aposento. Apenas hubo mirado, estuvo a punto de caer a causa del horror que lo sobrecogió. Fue en ese momento cuando empezaron los espantosos alaridos que arrancaron de su sueño a los vecinos de la rue Morgue. Madame L’Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones de dormir, habían estado aparentemente ocupadas en arreglar algunos papeles en la caja fuerte ya mencionada, la cual había sido corrida al centro del cuarto. Hallábase abierta, y a su lado, en el suelo, los papeles que contenía. Las víctimas debían de haber estado sentadas dando la espalda a la ventana, y, a juzgar por el tiempo transcurrido entre la entrada de la bestia y los gritos, parecía probable que en un primer momento no hubieran advertido su presencia. El golpear de la persiana pudo ser atribuido por ellas al viento. En el momento en que el marinero miró hacia el interior del cuarto, el gigantesco animal había aferrado a madame L’Espanaye por el cabello (que la dama tenía suelto, como si se hubiera estado peinando) y agitaba la navaja cerca de su cara imitando los movimientos de un barbero. La hija yacía postrada e inmóvil, víctima de un desmayo. Los gritos y los esfuerzos de la anciana señora, durante los cuales le fueron arrancados los mechones de la cabeza, tuvieron por efecto convertir los propósitos probablemente pacíficos del orangután en otros llenos de furor. Con un solo golpe de su musculoso brazo separó casi completamente la cabeza del cuerpo de la víctima. La vista de la sangre transformó su cólera en frenesí. Rechinando los dientes y echando fuego por los ojos, saltó sobre el cuerpo de la joven y, hundiéndole las terribles garras en la garganta, las mantuvo así hasta que hubo expirado. Las furiosas miradas de la bestia cayeron entonces sobre la cabecera del lecho, sobre el cual el rostro de su amo, paralizado por el horror, alcanzaba apenas a divisarse. La furia del orangután, que, sin duda, no olvidaba el temido látigo, se cambió instantáneamente en miedo. Seguro de haber merecido un castigo, pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones, y se lanzó por el cuarto lleno de nerviosa agitación, echando abajo y rompiendo los muebles a cada salto y arrancando el lecho de su bastidor. Finalmente se apoderó del cadáver de mademoiselle L’Espanaye y lo metió en el cañón de la chimenea, tal como fue encontrado luego, tomó luego el de la anciana y lo tiró de cabeza por la ventana.


En momentos en que el mono se acercaba a la ventana con su mutilada carga, el marinero se echó aterrorizado hacia atrás y, deslizándose sin precaución alguna hasta el suelo, corrió inmediatamente a su casa, temeroso de las consecuencias de semejante atrocidad y olvidando en su terror toda preocupación por la suerte del orangután. Las palabras que los testigos oyeron en la escalera fueron las exclamaciones de espanto del francés, mezcladas con los diabólicos sonidos que profería la bestia. Poco me queda por agregar. El orangután debió de escapar por la varilla del pararrayos un segundo antes de que la puerta fuera forzada. Sin duda, cerró la ventana a su paso. Más tarde fue capturado por su mismo dueño, quien lo vendió al Jardin des Plantes en una elevada suma. Lebon fue puesto en libertad inmediatamente después que hubimos narrado todas las circunstancias del caso -con algunos comentarios por parte de Dupin- en el bureau del prefecto de policía. Este funcionario, aunque muy bien dispuesto hacia mi amigo, no pudo ocultar del todo el fastidio que le producía el giro que había tomado el asunto, y deslizó uno o dos sarcasmos sobre la conveniencia de que cada uno se ocupara de sus propios asuntos. -Déjelo usted hablar -me dijo Dupin, que no se había molestado en replicarle-. Deje que se desahogue; eso aliviará su conciencia. Me doy por satisfecho con haberlo derrotado en su propio terreno. De todos modos, el hecho de que haya fracasado en la solución del misterio no es ninguna razón para asombrarse; en verdad, nuestro amigo el prefecto es demasiado astuto para ser profundo. No hay fibra en su ciencia: mucha cabeza y nada de cuerpo, como las imágenes de la diosa Laverna, o, a lo sumo, mucha cabeza y lomos, como un bacalao. Pero después de todo es un buen hombre. Lo estimo especialmente por cierta forma maestra de gazmoñería, a la cual debe su reputación. Me refiero a la manera que tiene de nier ce qui est, et d’ expliquer ce qui n’est pas. FIN


Ligeia Edgar Allan Poe Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad. -Joseph Glanvill

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío. Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de


Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. “No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones.” No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, “exquisita” y percibía mucho de “extraño” en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo “extraño”. Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: “cabellera de jacinto”. Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia. Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo “extraño” que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia… ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.


No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: “Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”. Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras. He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por


abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida! ¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces. De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este


punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir. La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí: ¡Vedla! ¡Es noche de en los últimos años La multitud de ángeles con sus velos, en lágrimas son público de un teatro que un drama de esperanzas y mientras toca la orquesta, la música sin fin de las esferas. Imágenes del Dios que está allí los mimos gruñen corren aquí y allá; y vastas cosas que el escenario alteran vertiendo de sus alas un invisible, largo Sufrimiento.

en y los de

¡Este múltiple drama ya jamás será Con su Fantasma siempre por una multitud que no lo en un círculo siempre de al lugar y mucho de Locura, y más y más Horror -el alma de la intriga. ¡Ah, ved: entre una forma ¡Roja como la en la ¡Se retuerce y los mimos y sus fauces y los ángeles lloran. ¡Apáganse Y cae con

los mimos en reptante se sangre se escena retuerce! Y en son su destilan sangre

las sobre el

luces, cada telón,

fragor

todas, forma cortina de

gala solitarios! alados, bañados, contempla temores, indefinida, lo

alto, mascullan, apremian informes continuo, desplegadas, jamás, olvidado! perseguido alcanza, retorno primitivo, Pecado, tumulto insinúa! retuerce desnuda! tormentos presa, humana, todas! estremecida funeraria, tormenta.


Y los ángeles ya de pie, ya que el drama es el del el Vencedor Gusano.

pálidos sin “Hombre”,

y velos, y que

es

exangües, manifiestan su héroe

-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad. Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill: “El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”. Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules. No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una


hija tan querida, pasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores. Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto. Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con los recuerdos de su pureza,


de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para siempre?- en la tierra. Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-, no pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un comienzo. Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de


opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora. Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí. Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena. Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecibles, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de llamar


en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia. Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -claramentetemblar los labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba. Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir. La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces


no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente, hasta el centro del aposento. No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. “¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de… los de LIGEIA!” FIN


La verdad sobre el caso del señor Valdemar Edgar Allan Poe De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público -al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad. El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es posible comprenderlos-. Helos aquí sucintamente: Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias. Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar. Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi


amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento. Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar: Estimado P…: Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar

Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E.. Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado. Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.


Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente. El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim. Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba. Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.» Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto. A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto. Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas. A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados,


como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada. Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron. Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte. Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo. -Valdemar…, ¿duerme usted? -pregunté. No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras: -Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así! Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado: -¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar? La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior: -No sufro… Me estoy muriendo. No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo.


Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí. -Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo? Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró: -Sí… Dormido… Muriéndome. La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior. Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso. Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo. El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo -según lo pensé en el momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación


(temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto. He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché: -Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto. Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar. Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada encompañía de ambos médicos y de L…l. Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento. Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale decir, casi siete meses- continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente. Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado


lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada. A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras: -Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea? Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir: -¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto! Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente. Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado. Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmenteexplotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción. FIN


La cita Edgar Allan Poe ¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte en el profundo valle. (Henry King, obispo de Chichester, Funerales en la muerte de su esposa) ¡Hombre misterioso, de aciago destino! ¡Exaltado por la brillantez de tu imaginación, ardido en las llamas de tu juventud! ¡Otra vez, en mi fantasía, vuelvo a contemplarte! De nuevo se alza ante mí tu figura… ¡No, no como eres ahora, en el frío valle, en la sombra!, sino como debiste de ser, derrochando una vida de magnífica meditación en aquella ciudad de confusas visiones, tu Venecia, Elíseo del mar, amada de las estrellas, cuyos amplios balcones de los palacios de Palladio contemplan con profundo y amargo conocimiento los secretos de sus silentes aguas. ¡Sí, lo repito: como debiste de ser! Sin duda hay otros mundos fuera de éste, otros pensamientos que los de la multitud, otras especulaciones que las del sofista. ¿Quién, entonces, podría poner en tela de juicio tu conducta? ¿Quién te reprocharía tus horas visionarias, o denunciaría tu modo de vivir como un despilfarro, cuando no era más que la sobreabundancia de tus inagotables energías? Fue en Venecia, bajo la arcada cubierta que llaman el Ponte di Sospiri, donde encontré por tercera o cuarta vez a la persona de quien hablo. Las circunstancias de aquel encuentro acuden confusamente a mi recuerdo. Y, sin embargo, veo… ¡ah, cómo olvidar!… la profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina y el genio del romance que erraba por el angosto canal. Venecia estaba extrañamente oscura. El gran reloj de la Piazza había dado la quinta hora de la noche italiana. La plaza del Campanile se mostraba silenciosa y vacía, mientras las luces del viejo Palacio Ducal extinguíanse una tras otra. Volvía a casa desde la Piazzetta, siguiendo el Gran Canal. Cuando mi góndola llegó ante la boca del canal de San Marcos, oí desde sus profundidades una voz de mujer, que exhalaba en la noche un alarido prolongado, histérico y terrible. Me incorporé sobresaltado, mientras el gondolero dejaba resbalar su único remo y lo perdía en la profunda oscuridad, sin que le fuera posible recobrarlo. Quedamos así a merced de la corriente, que en ese punto se mueve desde el canal mayor hacia el pequeño. Semejantes a un pesado cóndor de negras alas nos deslizábamos blandamente en dirección al Puente de los Suspiros, cuando mil antorchas, llameando desde las ventanas y las escalinatas del Palacio Ducal, convirtieron instantáneamente aquella profunda oscuridad en un lívido día preternatural. Escapando de los brazos de su madre, un niño acababa de caer desde una de las ventanas superiores del elevado edificio a las profundas y oscuras aguas del canal,


que se habían cerrado silenciosas sobre su víctima. Aunque mi góndola era la única a la vista, muchos arriesgados nadadores habíanse precipitado ya a la corriente y buscaban vanamente en su superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo habría de encontrarse en el abismo. En las grandes losas de mármol negro que daban entrada al palacio, apenas a unos pocos peldaños sobre el agua, veíase una figura que nadie ha podido olvidar jamás después de contemplarla. Era la marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia, la más alegre y hermosa de las mujeres -allí donde todas eran bellas, la joven esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del hermoso niño, su primer y único vástago que, sumido en las profundidades del agua lóbrega, estaría recordando amargamente las dulces caricias de su madre y agotando su débil vida en los esfuerzos por llamarla. La marquesa permanecía sola. Sus diminutos y plateados pies desnudos resplandecían en el negro espejo de mármol que pisaba. Su cabello, que conservaba a medias el peinado del baile, rodeaba entre una lluvia de diamantes su clásica cabeza, llena de bucles parecidos al jacinto joven. Una túnica alba como la nieve y semejante a la gasa parecía ser la única protección de sus delicadas formas; pero el aire estival de aquella medianoche era caliente, denso, estático, y aquella imagen estatuaria tampoco hacía el menor movimiento que alterara los pliegues de la vestidura como de vapor que la envolvía, tal como el pesado mármol envuelve la imagen de Niobe. Y, sin embargo, ¡cosa extraña!, sus grandes y brillantes ojos no miraban hacia abajo, en dirección a la tumba donde su mejor esperanza había sido sepultada, sino que aparecían como clavados en una dirección por completo diferente. La prisión de la antigua República es, según creo, el edificio más majestuoso de Venecia; pero, ¿cómo podía aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí abajo se estaba ahogando su único hijo? Un negro, lúgubre nicho hallábase situado exactamente frente a la ventana del aposento de la marquesa. ¿Qué podía haber, pues, en sus sombras, en su arquitectura, en sus solemnes cornisas cubiertas de hiedra, que la dama no hubiera contemplado mil veces antes? ¡Oh, desatino! ¿Quién no recuerda que, en momentos como ése, la mirada, semejante a un espejo trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve en innumerables lugares lejanos la pena más cercana? Varios escalones más arriba que la marquesa y dentro del arco de la compuerta se veía a Mentoni, todavía con su traje de fiesta, semejante a un sátiro. Ocupábase por momentos de rasguear las cuerdas de una guitarra y parecía ennuyé en extremo, mientras, de cuando en cuando, daba instrucciones para el salvamento de su hijo. Estupefacto y despavorido, no había podido moverme de la posición en que me colocara al escuchar el grito; seguía de pie y debí de presentar a ojos del agitado grupo una apariencia ominosa y espectral, mientras pasaba, pálido y rígido, en aquella fúnebre góndola. Todos los esfuerzos parecían vanos. Los más decididos en la búsqueda empezaban a cansarse y se entregaban a una profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya


de salvar al niño (¡y cuánto más desesperada estaría la madre!). Pero entonces, desde el interior de aquel oscuro nicho que he mencionado como parte integrante de la prisión de la antigua República -y que quedaba frente a las ventanas de la marquesa-, una silueta embozada avanzó hasta las luces y, luego de hacer una pausa al borde del abismo líquido, zambullóse de cabeza en el canal. Un minuto después, al emerger llevando en sus brazos al niño que aún respiraba y alzarse en los peldaños de mármol del lado de la marquesa, la empapada capa se soltó de sus hombros y, cayendo a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores la graciosa figura de un hombre joven, cuyo nombre resonaba entonces en toda Europa. Ni una palabra pronunció el salvador. Pero la marquesa… ¡Ah, ya iba a recibir a su hijo! ¡Ya iba a estrechar en sus brazos el pequeño cuerpo y reanimarlo con sus caricias! Mas, ¡ay!, los brazos de otro lo alzaban, los brazos de otro se lo llevaban, lo introducían en el palacio. ¿Y la marquesa?… Sus labios, sus hermosos labios temblaban; las lágrimas se arracimaban en sus ojos, esos ojos que, como el acanto de Plinio, eran «suaves y casi líquidos». Sí, las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y de pronto todo el cuerpo de aquella mujer se estremeció con un temblor que le venía del alma… ¡Y la estatua recobró vida! Vi súbitamente cómo la palidez marmórea de sus facciones, el alentar de su seno y la pureza de sus blancos pies se anegaban en una incontenible marea carmesí. Y un leve temblor agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil de Nápoles agita los plateados lirios en el campo. ¿Por qué se sonrojaba la dama? No hay respuesta a tal pregunta. Verdad es que, al abandonar, con el apresuramiento y el terror de un corazón materno la intimidad de su boudoir, la marquesa había olvidado aprisionar sus menudos pies en chinelas y cubrir sus hombros venecianos con el manto que les correspondía… ¿Qué otra razón podía tener para sonrojarse así? ¿Y la mirada de esos ojos que imploraban desesperadamente? ¿Y el tumulto del agitado seno? ¿Y la convulsiva presión de aquella mano temblorosa que, en momentos en que Mentoni retornaba al palacio, se posó accidentalmente sobre la mano del desconocido? ¿Y qué razón podía haber para aquellas palabras en voz baja, en voz tan extrañamente baja, aquellas palabras sin sentido que la dama murmuró presurosamente en el instante de despedirlo? -Has vencido -dijo, a menos que el murmullo del agua me engañara-. Has vencido… Una hora después de la salida del sol… ¡Así sea! *** El tumulto se había apaciguado, murieron las luces en el interior del palacio y el desconocido, a quien yo, sin embargo, había reconocido, permanecía solo en la escalinata. Estremecióse con inconcebible agitación y sus ojos miraron en todas direcciones buscando una góndola. No podía menos de ofrecerle la mía, y la aceptó. Luego de obtener un remo en una compuerta, continuamos juntos hasta su


residencia, mientras mi huésped recobraba rápidamente el dominio de sí mismo y se refería a nuestra superficial relación en términos de gran cordialidad. Frente a ciertos temas, me gusta ser minucioso. La persona del desconocido permitidme llamarlo así, ya que lo era todavía para el mundo entero-, la persona del desconocido constituye uno de esos temas. Su estatura era algo inferior a la mediana, aunque en momentos de intensa pasión su cuerpo crecía como para desmentir esa afirmación. La liviana y esbelta simetría de su figura antes anunciaba la vivaz actividad demostrada en el Puente de los Suspiros, que la hercúlea fuerza que, en ocasiones de mayor peligro, había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y mentón eran los de una deidad; los ojos, singulares, ardientes, enormes, líquidos, de una tonalidad fluctuando entre el puro castaño y el más intenso y brillante azabache; una profusión de cabello negro y rizado, bajo el cual se destacaba una frente de no común anchura, que por momentos resplandecía como marfil iluminado; tales eran sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás he visto otros semejantes, salvo, quizá, en las imágenes del emperador Cómodo. Y, sin embargo, su rostro era de esos que todo hombre ha visto en algún momento de su vida, pero que no ha vuelto a encontrar nunca más. No tenía nada peculiar, ninguna expresión predominante que fijar en la memoria; un rostro visto e instantáneamente olvidado, pero olvidado con un vago y continuo deseo de recordarlo otra vez. Y no porque el espíritu de cada rápida pasión no dejara de imprimir su propia y clara imagen en el espejo de aquel rostro; pero el espejo, al igual que todos los espejos, perdía todo vestigio de la pasión apenas desaparecía. Al despedirnos la noche de aquella aventura me pidió, de una manera que me pareció urgente, que no dejara de visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la salida del sol llegué a su Palazzo, uno de aquellos enormes edificios de sombría y fantástica pompa que se alzan sobre las aguas del Gran Canal, en la vecindad del Rialto. Fui conducido por una ancha escalinata de mosaico hasta un aposento cuyo incomparable esplendor irrumpía por las puertas abiertas, con lujo tal que me cegó y me confundió. No ignoraba que mi conocido era rico. Los rumores circulantes se referían a sus bienes en términos que yo me había atrevido a calificar de ridículas exageraciones. Pero, cuando miré en torno, no pude creer que la riqueza de un europeo hubiese sido capaz de proporcionar la principesca magnificencia que ardía y brillaba en todas partes. Aunque, como ya he dicho, ya había salido el sol, el aposento seguía profusamente iluminado. Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión de fatiga del rostro de mi amigo, que no se había acostado en toda la noche. Tanto la arquitectura como la ornamentación de la cámara tenían por finalidad evidente la de deslumbrar y confundir. Poca atención se había prestado a lo que técnicamente se denomina armonía, o a las características nacionales. La mirada


erraba de objeto en objeto, sin detenerse en ninguno, fueran los grotesques de los pintores griegos, las esculturas de las mejores épocas italianas, o las pesadas tallas del rústico Egipto. Ricas colgaduras, en todos los ángulos del aposento, vibraban bajo los acentos de una suave y melancólica música cuyo origen era imposible adivinar. Los sentidos quedaban oprimidos por la mezcla de diversos perfumes que brotaban de extraños incensarios convolutos, junto con múltiples lenguas oscilantes y resplandecientes de fuegos violeta y esmeralda. Los rayos del sol que apenas asomaban caían sobre aquel conjunto a través de ventanas formadas por un solo cristal carmesí. Saltando de un lado a otro, en mil refracciones, desde las cortinas que bajaban de sus cornisas como cataratas de plata fundida, los rayos del astro rey se mezclaban por fin con la luz artificial y caían en masas vencidas y temblorosas sobre una alfombra tejida con riquísimo oro de Chile, que daba la impresión de líquido. -¡Ja, ja, ja! -rió el señor de aquel palacio, ofreciéndome asiento y tendiéndose en una otomana-. Bien veo -agregó al advertir que no alcanzaba a adaptarme inmediatamente a la bienséance de un recibimiento tan singular-, bien veo que está usted asombrado de mi cámara, mis estatuas, mis pinturas, la originalidad de mi concepción en materia de arquitectura y tapicería… ¿Verdad que se siente como embriagado frente a mi magnificencia? Pero, perdóneme usted, querido señor -y aquí el tono de su voz descendió hasta tocar el espíritu mismo de la cordialidad-, perdóneme mi poco caritativa risa. ¡Parecía usted tan completamente asombrado! Por lo demás, ciertas cosas son a tal punto cómicas, que uno tiene que reír o morirse. ¡Morirse de risa debe ser el más glorioso de todos los fines! Sir Thomas More…, ¡y qué hombre era sir Thomas More!…, murió riéndose, como usted sabe. En los Absurdos de Ravisius Textor hay una larga lista de personajes que terminaron de la misma magnífica manera. Y ha de saber usted -continuó, pensativo- que en Esparta (que se llama ahora Palaeochori), hacia el oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, existe una especie de socle, en el cual todavía son legibles las letras ΛΑΣΜ. Indudablemente, forman parte de ΙΕΛΑΣΜΑ. Ahora bien, en Esparta se alzaban mil templos y altares dedicados a mil divinidades distintas. ¡Qué extraordinariamente raro que el altar de la Risa sea el único que ha sobrevivido a los demás! Pero en este momento -agregó, mientras su voz y su actitud variaban extrañamente- no tengo derecho de estar alegre a expensas de usted. Y no me extraña que se haya quedado estupefacto al entrar. Europa no es capaz de producir nada tan hermoso como mi pequeño gabinete real. El resto de las habitaciones no se le parecen para nada; son simples ultras de insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la moda, ¿no le parece? Y, sin embargo, bastaría que vieran este aposento para que se iniciara la moda más furiosa… entre aquellos, claro está, que pudieran pagarla al precio de su entero patrimonio. Pero me he cuidado de semejante profanación. Salvo una persona, es usted el único ser humano, fuera de mí y de mi valet, que ha sido admitido en los misterios de estos aposentos reales desde el día en que fueron adornados como puede verlo…


Me incliné en señal de agradecimiento, ya que aquel lujo sobrecogedor, los perfumes, la música y la inesperada excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me impedían expresar con palabras lo que de otra manera hubieran constituido un elogio. -Aquí -dijo él, levantándose y apoyándose en mi brazo, mientras íbamos de un lado a otro de la estancia-, aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue hasta la hora actual. Muchas han sido escogidas, como puede usted ver, con muy poco respeto por las opiniones de los entendidos. Y, sin embargo, constituyen una decoración adecuada para un aposento como éste. Hay asimismo algunos chefs d’oeuvre de grandes desconocidos… y aquí figuran dibujos inconclusos de hombres que fueron celebrados en su día y cuyos nombres han quedado reservados al silencio y a mí, gracias a la perspicacia de las academias. ¿Qué piensa usted -dijo, volviéndose bruscamente mientras hablaba- de esta Madonna della Pietà? -¡Es la obra de Guido! -exclamé con todo el entusiasmo de mi espíritu, pues había estado contemplando intensamente su incomparable hermosura-. ¡Es la obra de Guido! ¿Cómo pudo usted obtenerla? ¡No cabe duda de que es en pintura lo que la Venus en escultura…! -¡Ah! -dijo pensativamente-. Venus… la hermosa Venus… ¿La Venus de Médicis? ¿La de la pequeña cabeza y el resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo aquí su voz se tornó tan baja que me costó oírla- y todo el derecho han sido restaurados; pienso que en la coquetería de ese brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación. ¡Para mí, la Venus de Canova! El mismo Apolo es una copia… no cabe la menor duda… ¡Oh, estúpido y ciego que soy, incapaz de alcanzar la tan mentada inspiración del Apolo! Perdóneme usted, pero no puedo evitar…, ¡téngame lástima!…, una preferencia por el Antinoo. ¿No fue Sócrates quien afirmó que el escultor encuentra su estatua en el bloque de mármol? En ese caso, Miguel Ángel no se mostró nada original en sus versos:

Non ha l’ottimo artista Che un marmo solo in se non circonscriva.

alcun

concetto

Se ha afirmado -o debería afirmarse- que en la actitud del verdadero gentleman cabe advertir siempre una diferencia con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el instante pueda precisarse en qué consiste. Suponiendo que dicha observación se aplicara con toda su fuerza a la conducta


exterior de mi amigo, aquella memorable mañana sentí que correspondía referirla aún más a su temperamento moral y a su carácter. Para definir esa peculiaridad de espíritu que parecía apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos, la llamaré un hábito de intenso y continuo pensamiento, que invadía incluso sus acciones más triviales, penetraba en sus momentos de gozo y se entrelazaba con sus estallidos de alegría, como los áspides que surgen de los ojos de las máscaras sonrientes en las cornisas de los templos de Persépolis. No pude menos de observar, sin embargo, que, a pesar del tono alternado de liviandad y solemnidad que mi huésped adoptaba para referirse a cuestiones de menuda importancia, había en él una cierta vacilación, algo como un fervor nervioso en la acción y la palabra, una inquieta excitabilidad de conducta que en todo momento me pareció inexplicable y que a ratos llegó a alarmarme. Con frecuencia, deteniéndose a mitad de una frase cuyo comienzo había aparentemente olvidado, quedábase escuchando con la más profunda atención, tal como si esperara la llegada de un visitante u oyera sonidos que sólo existían en su imaginación. Ocurrió que, durante una de esas ensoñaciones o pausas de aparente abstracción, me puse a hojear la hermosa tragedia del poeta y humanista Poliziano, Orfeo -la primera tragedia italiana-, que había encontrado a mi alcance sobre una otomana. Al hacerlo, descubrí un pasaje subrayado con lápiz. Correspondía al final del tercer acto, y era un fragmento apasionadamente emocionante un pasaje que, aunque manchado de impurezas, no podría ser leído por hombre alguno sin despertar en él nuevos estremecimientos y hacer suspirar a las mujeres. Aquella página estaba borrosa de lágrimas recién vertidas y, en la parte en blanco del folio opuesto, leí los siguientes versos en inglés, escritos con una letra tan diferente de la muy singular de mi amigo, que al principio me costó darme cuenta de que era la misma:

Tú fuiste para mí, oh amor, todo lo que mi espíritu anhelaba, isla verde en el mar, fuente y santuario, con guirnaldas de frutas y de flores, oh amor, que fueron mías.

¡Ah hermoso sueño, por hermoso efímero! ¡Ah estrellada Esperanza que surgiste para pronto morir!


Una voz del futuro me reclama: -¡Adelante!¡Adelante!-. Mas se cierne sobre el pasado (¡negro abismo!) mi alma medrosa, inmóvil, muda.

¡Ay, ya no está conmigo la luz de mi existencia! «Ya nunca… nunca… nunca» (así murmura el mar solemne a las arenas de la playa), ya nunca el árbol roto dará flores ni el águila muriente alzará su vuelo. Hoy mis días son vanos y mis nocturnos sueños andan allá donde tus ojos grises miran, donde pisan tus plantas, ¡oh, en qué danzas etéreas, a la orilla de itálicos arroyos!

¡Ay, en qué aciago día por el mar te llevaron robándote al amor, para entregarte a caducos blasones mancillados! ¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra donde lloran los sauces en la niebla! Que aquellos versos hubieran sido escritos en inglés -idioma con el cual no creía familiarizado a mi huésped- me sorprendió poco. Demasiado sabía la extensión de sus conocimientos y el singular placer que experimentaba en ocultarlos a los demás. Pero el lugar donde estaba fechado el poema me causó, debo admitirlo, no poca


confusión. La palabra original era Londres, y, aunque aparecía cuidadosamente tachada, podía, sin embargo, ser descifrada por un ojo escrutador. He dicho que me causó no poca confusión, pues bien recordaba una conversación anterior con mi amigo durante la cual le preguntara si alguna vez había conocido en Londres a la marquesa de Mentoni (la cual residía en aquella capital antes de su matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a entender que jamás había pisado la metrópoli inglesa. Bien puedo mencionar de paso que muchas veces había oído decir (sin dar crédito a un rumor, al parecer, tan improbable) que el hombre de quien hablo era no sólo por su nacimiento, sino por su educación, inglés. *** -Hay una pintura -dijo él, sin advertir que yo había estado leyendo la tragedia- que todavía no ha visto usted. Y, apartando una colgadura, descubrió un retrato de tamaño natural de la marquesa Afrodita. El arte humano no podía haber hecho más en el trazado de su belleza sobrehumana. La misma etérea figura que se alzaba ante mí la noche anterior en la escalinata del Palacio Ducal volvía a ofrecerse a mis ojos. Pero en la expresión de su rostro, que resplandecía sonriente, se insinuaba -¡incomprensible anomalía!esa incierta mácula de melancolía, que siempre será inseparable de la perfección de la hermosura. El brazo derecho de la marquesa aparecía doblado sobre el seno. Con el izquierdo mostraba, en la parte inferior del cuadro, un vaso de extraña factura. Un diminuto pie como de hada, apenas visible, parecía rozar la tierra; y, apenas discernible en la brillante atmósfera que parecía circundar y envolver su belleza, flotaba un par de alas de la más delicada concepción. Mis ojos pasaron de la pintura a la figura de mi amigo, y las vigorosas palabras del Bussy d’Ambois de Chapman subieron instintivamente a mis labios: Como una estatua romana. Hasta que la muerte lo haya vuelto mármol!

¡Y

Está erguido así permanecerá

-¡Vamos! -exclamó por fin, volviéndose hacia una mesa de plata maciza, ricamente esmaltada, sobre la cual aparecían algunas copas fantásticamente coloreadas, juntamente con dos grandes vasos etruscos, semejantes en su factura al extraordinario modelo que aparecía en la parte inferior del retrato, y llenos de lo que me pareció ser Johannisberger. -¡Vamos! -repitió bruscamente-. Es muy temprano, pero lo mismo beberemos. Sí, ciertamente es temprano -continuó pensativo, en momentos en que un querubín descargaba su pesado martillo de oro, haciendo resonar la estancia con la primera


hora posterior a la salida del sol-. ¡Oh, sí, es temprano! Pero, ¿qué importa? ¡Bebamos! ¡Brindemos como ofrenda a ese solemne sol que nuestras brillantes lámparas e incensarios se obstinan en someter! Y, después de brindar conmigo, bebió sucesivamente varias copas de vino. -Soñar -continuó, recobrando el tono de su inconexa conversación-, soñar ha constituido el fin de mi vida. Por eso he construido, como ve usted, este lugar para los sueños. ¿Podría haber creado uno mejor en pleno corazón de Venecia? Cierto que lo que se percibe es una mezcla de ornamentaciones arquitectónicas. La castidad jónica se ve ofendida por las formas antediluvianas, y las esfinges egipcias se tienden sobre alfombras de oro. Sin embargo, el efecto sólo resulta incongruente para un espíritu tímido. Las unidades, las convenciones de lugar y, sobre todo, de tiempo, son los espantajos que aterran a la humanidad y la apartan de la contemplación de las magnificencias. Yo mismo profesé en un tiempo ese rigor, pero semejante sublimación de la locura acabó por estragar mi alma. Lo que ahora me rodea es lo más adecuado a mi propósito. Como esos incensarios de arabescos, mi espíritu se retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara a las visiones más exaltadas de esa tierra de sueños reales hacia donde voy a partir en seguida. Detúvose bruscamente, dejó caer la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar un sonido que mis oídos no percibían. Por fin, enderezándose, miró hacia arriba y prorrumpió en los versos del obispo de Chichester: ¡Espérame allá! En el profundo valle.

Yo

iré

a

encontrarte

Un instante después, cediendo a la fuerza del vino, se dejó caer cuan largo era sobre una otomana. Oyéronse pasos presurosos en la escalera y resonaron pesados golpes en la puerta. Me disponía a impedir que volvieran a molestarnos cuando un paje de la casa de Mentoni irrumpió en el aposento y gritó, con palabras que la emoción ahogaba y volvía incoherentes: -¡Mi señora… mi señora… envenenada… envenenada…! ¡Oh la hermosa… la hermosa Afrodita! Estupefacto, me precipité a la otomana y traté de que el durmiente recobrara el uso de los sentidos. Pero sus miembros estaban rígidos, lívidos los labios, y aquellos ojos brillantes aparecían ahora fijos para siempre por la muerte. Retrocedí tambaleándome hasta la mesa y mi mano cayó sobre una copa rota y ennegrecida. Y la conciencia de la entera, de la terrible verdad, se abrió paso como un rayo en mi alma.


FIN


La conversación de Eiros y Charmion Edgar Allan Poe Te traeré el fuego. Eurípides, Andrómaca Eiros.-¿Por qué me llamas Eiros? Charmion.-Así te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi nombre terreno y llamarme Charmion. Eiros.-¡Esto no es un sueño! Charmion.-Ya no hay sueños entre nosotros; pero dejemos para después estos misterios. Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de sopor que te estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia. Eiros.-Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos están perturbados por esta penetrante percepción de lo nuevo. Charmion.-Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace ya diez años terrestres que pasé por lo que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn. Eiros.-¿En Aidenn? Charmion.-En Aidenn. Eiros.-¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de todas las cosas… de lo desconocido de pronto revelado… del Futuro, una conjetura fundida en el augusto y cierto Presente. Charmion.-No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello. Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer los detalles del prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido. Eiros.-¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño! Charmion.-No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada? Eiros.-¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.


Charmion.-Y esa última hora… háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces. Eiros.-Como has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos solamente al globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la ciencia astronómica había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter, sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad, incapaces de dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales. Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto. Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u ocho días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió muy poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos los intereses se concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios consagraron entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.


La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía convicción por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras -errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran ahora completamente desconocidos. Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había destronado de golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés. Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las discusiones proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas. La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun esos sentimientos se fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro. Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos bajo la influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado


sensiblemente y, como ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales. Pasó otro día más… y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente afectada; su composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta constituían ahora el tema de discusión. El resultado del examen produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del hombre. Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total del nitrógeno? Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro. ¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la más amarga desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos claramente la consumación del Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire rápidamente modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me estremezco al hablar. Déjame ser breve… breve como la destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que penetraba en todas las cosas. Entonces… ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo. FIN


Eleonora Edgar Allan Poe Sub conservatione formæ specifícæ salva anima. (Raimundo Lulio) Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi». Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma. La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre. Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque


parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre. Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de Dios. Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su soberano, el Sol. Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Héspero flotaba en su


magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y de gloria. La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos. Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase. Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía. Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi


existencia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada. Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero sólo una vez!me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los míos. Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo. Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en


verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella. Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir: «¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.» FIN


La caja oblonga Edgar Allan Poe Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote. Descubrí así que tendríamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. Habíamos sido condiscípulos en la Universidad de C… y solíamos andar siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente y sincero que jamás haya latido en un pecho humano. Observé que el nombre de mi amigo aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más. No era asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto -me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!» Miré nuevamente la lista de pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de embarcarse con la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la cala y prefiere tener a mano… ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.» La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad. Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt había hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual lleno de entusiasmo. La describía como de


espléndida belleza, llena de ingenio y cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla. El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar». Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que, cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara. Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia. Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía-. Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra. La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal. La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo. Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.


He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa pintura, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite, sin esperar mucho. Había no obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.» Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en la calle Chambers de Nueva York. Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa -pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa. Por consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con nadie a bordo. La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción, mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo.


Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba, claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado con ella según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa era más que merecedora de cariño. Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto, con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón. De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como fantástico, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza. Un día subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos a andar de un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado y haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al pronunciar estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas. La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se había vuelto loco. Primeramente me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente paso en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de


las órbitas. Su rostro se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos. Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por levantarle, tuve la impresión de que había muerto. Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar incoherentemente, hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los restantes pasajeros. Inmediatamente después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del principal por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía, después de todo, el misterio del camarote suplementario. Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he aludido, e inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna materia algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes. A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de madera del camarote, mientras que W yatt


trataba de depositarla con toda suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara de un producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las dos noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba en la otra cabina. Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el trinquete. Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes. Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la enjarciadura estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar de desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la sentina. Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que apenas servían. Todo era ahora confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua continuaba inundando la cala. A la puesta del sol el huracán había amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de


la noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus. Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres días después del naufragio. Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color. Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles, provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al barco para embarcar su caja oblonga! -Siéntese usted, señor Wyatt -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua? -¡La caja! -vociferó Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le pido… ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada…. apenas una nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera… le imploro que volvamos a buscar la caja! Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su aire adusto y replicó: -Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros, sujetadlo… pronto… o saltará al agua…! ¡Ah… demasiado tarde! En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una cuerda que colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los camarotes. Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del infortunado artista estaba sellado. A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas que parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un


instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre. Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama. Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación. -¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al mar. -Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo volverán a subir a la superficie… pero no antes de que la sal se disuelva. -¡La sal! -exclamé. -¡Sh…! -dijo el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas cosas en un momento más oportuno.

Mucho sufrimos, y escapamos por muy poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island. Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York. Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré casualmente en Broadway con el capitán Hardy. Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de los detalles siguientes: El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un cadáver. En este dilema, el capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla,


como se supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente desconocida para los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente. En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que me vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará para siempre en mis oídos. FIN


La carta robada Edgar Allan Poe Nil sapientiae odiosius acumine nimio. Séneca Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G…, el prefecto de la policía de París. Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G… nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente. -Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad. -He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas». -Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento. -¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato. -¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro. -Sencillo y raro -dijo Dupin. -Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.


-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo. -¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas. -Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin. -¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea? -Un poco demasiado evidente. -¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa. -Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté. -Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición. -Hable usted -dije. -O no hable -dijo Dupin. -Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder. -¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin. -Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final. -Sea un poco más explícito -dije. -Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso. El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática. -Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin. -¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados. -Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría…?


-El ladrón -dijo G…- es el ministro D…, que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francosfue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D… Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia. -Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón. -En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea. -Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz. -Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión. -Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría. Muy cierto -convino G…-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso. -Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.


-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D… Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida. -¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa? -Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D…, exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión. -¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte. -Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin. -Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo. -Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban. -Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D… no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica. -No es completamente loco -dijo G…-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo. -Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas. -¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté. -Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta


masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea. »Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.» -¿Porqué? -Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas. -Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté. -De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido. -Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas? -Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos. -Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras. -Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio. -¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades! -Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme. -¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas? -Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.


-¿Miraron entre los papeles de D…, naturalmente, y en los libros de la biblioteca? -Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas. -¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras? -Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio. -¿Y el papel de las paredes? -Lo mismo. -¿Miraron en los sótanos? -Miramos. -Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro. -Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted? -Revisar de nuevo completamente la casa. -¡Pero es inútil! -replicó G…-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa. -No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta. -¡Oh, sí! Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes. Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije: -Veamos, G…, ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro. -¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.


-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin. -Pues… a mucho dinero… muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho. -Pues… la verdad… -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G…, que usted no ha hecho… todo lo que podía hacerse. ¿No cree que… aún podría hacer algo más, eh? -¿Cómo? ¿En qué sentido? -Pues… puf… podría usted… puf, puf… pedir consejo en este asunto… puf, puf, puf… ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy? -No. ¡Al diablo con Abernethy! -De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.» -¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto. -En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta. Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque. Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones. -La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así,


cuando G… nos explicó su manera de registrar la mansión de D…, tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar. -¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí. -Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado. Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio. -Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado? -Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente. -Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.


-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último. -Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D…, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G… da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos. -¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D… tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.


-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto. -Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia. –Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables. -Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe. -Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos


en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo. »Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G… terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D… terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia. -Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones. -El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado? -Jamás se me ocurrió pensarlo -dije. -Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una


ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla. »Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D…, en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla. »Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D… en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve. »Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped. »Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D…, y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas. »Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D… muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero. »Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos


había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D…; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S… El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D…, y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar. »Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro. »A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D… corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D… con ayuda de un sello de miga de pan. »La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D… se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.» -¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa? -D… es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere,


jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D… continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D… es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero. -¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella? -¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D… me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras: …Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste. »Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.» FIN


Polaris H. P. Lovecraft El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño. Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño. Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad. Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca. Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el


paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: “Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?” Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota. Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada. Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de nuestro país. En este momento hablaba de los peligros que había que afrontar y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales velludos y de largos brazos que se oponían a su paso. Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción. Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.


Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez: “Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará el pasado tu puerta”. En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado. Y aún continúo soñando. En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman “esquimales”. Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir.


Los otros dioses H. P. Lovecraft En la cima del pico más alto del mundo habitan los dioses de la tierra, y no soportan que ningún hombre se jacte de haberlos visto. En otro tiempo poblaron los picos inferiores; pero los hombres de las llanuras se empeñaron siempre en escalar las laderas de roca y de nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más elevadas, hasta hoy, en que sólo les queda la última. Al abandonar sus cumbres anteriores se llevaron sus propios signos, salvo una vez que, según se dice, dejaron una imagen esculpida en la cara del monte llamado Ngranek. Pero ahora se han retirado a la desconocida Kadath del desierto frío, en donde los hombres no entran jamás, y se han vuelto severos; y si en otro tiempo soportaron que los hombres los desplazaran, ahora les han prohibido que se acerquen; pero si lo hacen, les impiden marcharse. Conviene que los hombres no sepan dónde esta Kadath; de lo contrario, tratarían de escalarla en su imprudencia. A veces, en la quietud de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan los picos donde moraron una vez, y lloran en silencio al tratar de jugar en silencio en las recordadas laderas. Los hombres han sentido las lágrimas de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque creyeron que era lluvia; y han oído sus suspiros en los quejumbrosos vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen viajar en las naves de nubes, y los sabios campesinos tienen leyendas que les disuaden de acercarse a ciertos picos elevados por la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses no son tan indulgentes como antaño. En Ulthar, más allá del río Skai, vivía una vez un anciano que deseaba contemplar a los dioses de la tierra; este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Se llamaba Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan cómo escaló una montaña la noche del extraño eclipse. Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía contar sus idas y venidas; y adivinaba tantos secretos que se tenía a si mismo por un semidiós. Fue él quien aconsejó prudentemente a los diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía matar gatos, y quien dijo al joven sacerdote Atal adónde se habían ido los gatos negros, en la medianoche de la víspera de san Juan. Barzai estaba profundamente versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y le habían entrado deseos de ver sus rostros. Creía que su hondo y secreto conocimiento de los dioses lo protegería de la ira de éstos, y decidió escalar la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que sabía que los dioses estarían allí. El Hatheg-Kla está en el desierto pedregoso que se extiende más allá de Hatheg, del cual recibe el nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo silencioso. Las brumas juegan lúgubremente alrededor de su cima porque las brumas son los recuerdos de los dioses, y los dioses amaban el Hatheg-Kla cuando


habitaban en él, en otro tiempo. Frecuentemente visitan los dioses de la tierra el Hatheg-Kla, en sus naves de nube, y derraman pálidos vapores sobre las laderas cuando danzan añorantes en la cima, bajo una luna clara. Los aldeanos de Hatheg dicen que no conviene escalar el Hatheg-Kla en ningún momento, y que es fatal hacerlo de noche, cuando los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; sin embargo, no les escuchó Barzai cuando llegó de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal sólo era hijo de posadero, y a veces tenía miedo; pero el padre de Barzai había sido un noble que vivió en un antiguo castillo, por lo que no había supersticiones vulgares en sus venas, y se reía de los atemorizados aldeanos. Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto, a pesar de los ruegos de los campesinos, y charlaron sobre los dioses de la tierra junto a su fogata, por las noches. Viajaron durante muchos días, hasta que divisaron a lo lejos al altísimo Hatheg-Kla con su halo de lúgubre bruma. El décimo tercer día llegaron al pie de la solitaria montaña, y Atal confesó sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo, así que marchó delante osadamente por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los mohosos Manuscritos Pnakóticos. El camino era rocoso y peligroso a causa de los precipicios y acantilados y aludes. Después se volvió frío y nevado; y Barzai y Atal resbalaban a menudo, y se caían, mientras se abrían camino con bastones y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color, y los escaladores encontraron que era difícil respirar; pero siguieron subiendo más y más, maravillados ante lo extraño del paisaje, y emocionados pensando en lo que sucedería en la cima, cuando saliera la luna y se extendieran los pálidos vapores. Durante tres días estuvieron subiendo más y más, hacia el techo del mundo; luego acamparon, en espera de que se nublara la luna. Durante cuatro noches esperaron en vano las nubes, mientras la luna derramaba su frío resplandor a través de las tenues y lúgubres brumas que envolvían el mudo pináculo. Y la quinta noche, en que salió la luna llena, Barzai vio unos nubarrones densos a lo lejos, por el norte, y ni él ni Atal se acostaron, observando cómo se acercaban. Espesos y majestuosos, navegaban lenta y deliberadamente; rodearon el pico muy por encima de los observadores, y ocultaron la luna y la cima. Durante una hora larga estuvieron observando los dos, mientras los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes se espesaba y se hacía más inquieta. Barzai era versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y escuchaba atento los ruidos; pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba aterrado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más, y le hacía señas ansiosamente para que fuera también, Atal tardó mucho en decidirse a seguirlo. Tan densos eran los vapores que la marcha resultaba muy penosa; y aunque Atal lo siguió al fin, apenas podía ver la figura gris de Barzai en la borrosa ladera, arriba, a la luz nublada de la luna. Barzai marchaba muy delante; y a pesar de su edad, parecía escalar con más soltura y facilidad que Atal, sin miedo a la pendiente que empezaba a ser demasiado pronunciada y peligrosa, salvo para un hombre fuerte y temerario, y sin detenerse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía saltar. Y de este modo escalaron intensamente rocas y precipicios,


resbalando y tropezando, sobrecogidos a veces ante el impresionante silencio de los fríos y desolados pináculos y mudas pendientes de granito. Súbitamente, Barzai desapareció de la vista de Atal, y salvó una tremenda cornisa que parecía sobresalir y cortar el camino a todo escalador que no estuviese inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué haría cuando llegara a dicho punto, cuando observó curiosamente que la luna había aumentado, como si el despejado pico y lugar de reunión de los dioses estuviese muy cerca. Y mientras gateaba hacia la cornisa saliente y hacia el cielo iluminado, sintió los más grandes terrores de su vida. Y entonces, a través de las brumas de arriba, oyó la voz de Barzai que gritaba locamente, de gozo: -¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantar dichosos en el Hatheg-Kla! ¡Barzai el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! Las brumas son tenues y la luna brillante; hoy veré a los dioses danzar frenéticos en el Hatheg-Kla que tanto amaron en su juventud. La sabiduría hace a Barzai más grande aún que los dioses de la tierra, y los encantos y barreras de todos ellos no pueden nada contra su voluntad; Barzai contemplará a los dioses de la tierra, aunque ellos detesten ser contemplados por los hombres. Atal no podía oír las voces que Barzai oía, pero ahora estaban cerca de la cornisa, y buscaba un paso. Y entonces oyó crecer la voz de Barzai de forma más sonora y estridente: -La niebla es muy tenue, y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de la tierra son violentas y airadas; temen la llegada de Barzai el Sabio, porque es más grande que ellos… La luz de la luna fluctúa, y los dioses de la tierra danzan frente a ella; veré danzar sus formas, saltando y aullando a la luz de la luna… La luz se debilita; los dioses tienen miedo… Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal notó un cambio espectral en todo el aire, como si las leyes de la tierra cedieran ante otras leyes superiores; porque aunque el sendero era más pronunciado que nunca, el ascenso se había vuelto espantosamente fácil, y la cornisa apenas fue un obstáculo cuando llegó a ella y trepó peligrosamente por su cara convexa. El resplandor de la luna se había apagado extrañamente; y mientras Atal se adelantaba en las brumas, monte arriba, oyó a Barzai el Sabio gritar entre las sombras: -La luna es oscura y los dioses danzan en la noche; hay terror en la noche; hay terror en el cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los libros humanos ni los dioses de la tierra han sido capaces de predecir… Hay una magia desconocida en el Hatheg-Kla, pues los gritos de los dioses asustados se han convertido en risas, y las laderas de hielo ascienden interminablemente hacia los cielos tenebrosos, en los que ahora me sumerjo… ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la débil luz, he percibido a los dioses de la tierra! Y entonces Atal, deslizándose monte arriba con vertiginosa rapidez por inconcebibles pendientes, oyó en la oscuridad una risa repugnante, mezclada con gritos que ningún hombre puede haber oído salvo en el Fleguetonte de inenarrables


pesadillas; un grito en el que vibró el horror y la angustia de una vida tormentosa comprimida en un instante atroz: -¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos exteriores que custodian a los débiles dioses de la tierra!… ¡Aparta la mirada!… ¡Retrocede!… ¡No mires! ¡No mires! La venganza de los abismos infinitos… Ese maldito, ese condenado precipicio… ¡Misericordiosos dioses de la tierra, estoy cayendo al cielo! Y mientras Atal cerraba los ojos, se taponaba los oídos, y trataba de descender luchando contra la espantosa fuerza que lo atraía hacia desconocidas alturas, siguió resonando en el Hatheg-Kla el estallido terrible de los truenos que despertaron a los pacíficos aldeanos de las llanuras y a los honrados ciudadanos de Hatheg, de Nir y de Ulthar, haciéndoles detenerse a observar, a través de las nubes, aquel extraño eclipse que ningún libro había predicho jamás. Y cuando al fin salió la luna, Atal estaba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra y de los otros dioses. Ahora se dice en los mohosos Manuscritos Pnakóticos que Sansu no descubrió otra cosa que rocas mudas y hielo, la vez que escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Sin embargo, cuando los hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg reprimieron sus temores y escalaron ese día esa cumbre encantada en busca de Barzai el Sabio, encontraron grabado en la roca desnuda de la cima un símbolo extraño y ciclópeo de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido hendida por un titánico cincel. Y el símbolo era semejante al que los sabios descubrieron en esas partes espantosas de los Manuscritos Pnakóticos tan antiguas que no se pueden leer. Eso encontraron. Jamás llegaron a encontrar a Barzai el Sabio, ni lograron convencer al santo sacerdote Atal para que rezase por el descanso de su alma. Y todavía hoy las gentes de Ulthar y de Nir y de Hatheg tienen miedo de los eclipses, y rezan por la noche cuando los pálidos vapores ocultan la cumbre de la montaña y la luna. Y por encima de las brumas de Hatheg-Kla los dioses de la tierra danzan a veces con nostalgia, porque saben que no corren peligro y les encanta venir a la desconocida Kadath en sus naves de nube a jugar como antaño, como hacían cuando la tierra era nueva y los hombres no escalaban las regiones inaccesibles.


Los gatos de Ulthar H. P. Lovecraft Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado. En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos. Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos. En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy


joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña. Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo. Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio. De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.


Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías. Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio. Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.


Los amados muertos H. P. Lovecraft Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo. Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso. De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí! Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado. Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maldicientes achacaban mi temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera por nigromante. De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al aislamiento. Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis


sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, además, el funeral era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles. No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los solemnes ritos de tales ocasiones. Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía y captó mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi abuelo. Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento, plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torácica. Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad recién descubierta. Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún exótico elixir… alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo comenzó a perder efectividad. En


uno o dos días había vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no era la total y devoradora insipidez del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maldicientes buscaron algún otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno. Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis restantes años en penitente soledad. Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza más inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida. Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino. Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz. El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica! También él murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.


Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande -con muchoque el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo. Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo. La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una buena colocación como asistente de la Corporación Gresham, una empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me permitieran dormir en los establecimientos… porque ya la proximidad de la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión. Me apliqué a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo. Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicación… aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura muerte a los residentes de la ciudad. Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y extravagantes. Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres -donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos- abandonaría sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes? Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer placer tenía lugar…¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!


Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba… ¡los muertos que me daban vida! Una mañana, el señor Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual… llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una mezcla de repugnancia y compasión, me arrancó de mis salaces sueños. Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo lo reafirmaría en su creencia de mi potencial locura… resultaba mucho mejor marcharse que invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis actos. Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio… cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba. Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado… nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia… mortales explosiones de histéricas granadas… el monótono silbido de balas sardónicas… humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1… letales humaredas de gases venenosos… grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados… cuatro años de trascendente satisfacción. En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenham. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso errante, volví mis pasos a Bayboro. Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo lugar de


trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y un “Sucesor de” sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar. Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata recolocación. Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que habían pasmado a la ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues… ¡nada! Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir. Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás… no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado espíritu. Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar los arrabales de Fenham. Si podía llegar a esa meta, estaría temporalmente a salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo. Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.


Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales. El hambre roía mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás. Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud. Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos me indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno, podían esperar. Mis engarfados dedos se deslizaron hacia su garganta… Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de identidad… las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas. Durante todo el día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución… el distante ladrido de los sabuesos.


Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en la dirección de mi último baluarte. ¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma! Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos para que me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo! ¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho mejor- que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice. ¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está asegurada… cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrépitas lápidas… hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en descomposición… dedos espectrales me llaman por señas… etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo… distantes estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento… un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi caótico cerebro… fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en silenciosa burla… abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma… no puedo… escribir… más… FIN


Las ratas de las paredes H. P. Lovecraft El 16 de julio de 1923 me mudé a Exham Priory, después de que el último obrero acabara su tarea. Los trabajos de restauración habían constituido una imponente tarea, pues de la abandonada construcción apenas si quedaba un montón de ruinas, pero por tratarse del lar de mis antepasados no escatimé en gastos. Nadie habitaba la finca desde el reinado de Jacobo I, en que una tragedia de caracteres terriblemente dramáticos, aunque en gran medida incomprensibles, se cernió sobre el cabeza de la familia, cinco de sus hijos y varios criados, y obligó a marcharse de allí, en medio de sombras de sospecha y terror, al tercer hijo, mi progenitor por línea paterna y único superviviente del infortunado baje. Con el único heredero denunciado por asesinato, la propiedad volvió a manos de la corona, sin que el acusado hiciera el menor intento por excusarse o recuperar la heredad. Trastornado por un horror mayor que el de la conciencia o la ley, y expresando sólo el rabioso deseo de borrar aquella antigua mansión de su vista y memoria, Walter de la Poer, undécimo barón de Exhain, marchó a Virginia, en donde se estableció y fundó la familia que, en el siglo siguiente, era conocida por el nombre de Delapore. Exham Priory quedó abandonado, aunque con el tiempo pasó a formar parte de las propiedades de la familia Norrys y fue objeto de numerosos estudios como consecuencia de su singular arquitectura, consistente en unas torres góticas levantadas sobre una infraestructura sajona o románica, cuyos cimientos a su vez eran de un estilo o mezcla de estilos de época anterior: romano y hasta druida o el címrico originario, si es cierto lo que cuentan las leyendas. Los cimientos eran de aspecto muy singular, pues se confundían por uno de sus lados con la sólida caliza del precipicio desde cuyo borde el priorato dominaba un desolado valle que se extendía tres millas al oeste del pueblo de Anchester. A los arquitectos y anticuarios les encantaba estudiar esta extraña reliquia de épocas remotas, pero los naturales del lugar la detestaban con todas sus fuerzas. La detestaban desde hacía siglos, cuando aún vivían allí mis antepasados, y la seguían detestando ahora en que, debido a su estado de abandono, la cubría una capa de musgo y mantillo. No llevaba siquiera un día en Anchester cuando me enteré de que descendía de una familia maldita. Pero ya esta semana los obreros han volado por los aires lo que quedaba de Exham Priory, y están atareados en borrar las huellas de sus cimientos. De siempre he conocido la historia, sin aditamentos, de mi linaje familiar, y sé perfectamente que mi primer antepasado americano se trasladó a las colonias envuelto en las sombras de extrañas sospechas. De los detalles, con todo, jamás he sabido nada debido a la reticencia mantenida por generaciones entre los Delapore. Al contrario que los colonos de nuestra vecindad, rara vez nos jactamos de antepasados que batallaron en las Cruzadas o de contar en nuestro linaje con héroes medievales o renacentistas, ni se nos transmitieron otras tradiciones que las que pudieran encerrarse en el sobre


lacrado que todo hacendado latifundista dejó a su primogénito antes de estallar la Guerra Civil para su apertura póstuma. Las únicas glorias de las que nos jactábamos en la familia eran las alcanzadas tras la emigración, las glorias de un orgulloso y honorable, si bien un tanto retraído e insociable, linaje de Virginia. En el curso de la guerra toda nuestra fortuna se perdió y nuestra existencia entera se vio alterada por el incendio de Carfax, residencia de la familia a orillas del río James. Mi abuelo, de edad ya avanzada, pereció entre las llamas del voraz incendio, y con él se quemó el sobre que nos ligaba al pasado. Todavía hoy puedo recordar aquel incendio que presencié con mis propios ojos a la edad de siete años, mientras los soldados federales vociferaban, las mujeres chillaban y los negros daban alaridos y rezaban. Mi padre se había alistado en el ejército y participaba en la defensa de Richmond, y, tras múltiples formalidades, mi madre y yo logramos atravesar las líneas enemigas para unirnos a él. Cuando terminó la guerra, nos trasladamos al norte, de donde provenía mi madre, y allí crecí, me hice un hombre y, en última instancia, acumulé riquezas como corresponde a todo yanqui emprendedor. Ni mi padre ni yo supimos jamás qué contenía el sobre testamentario destinado a nosotros; además, una vez sumido en el monótono curso de la vida mercantil de Massachusetts, perdí todo interés por desvelar los misterios que, sin duda, se ocultaban en el remoto pasado de mi árbol genealógico. ¡Con qué alegría habría dejado Exham Priory a la suerte de sus murciélagos, telarañas y mantillo si hubiera mínimamente intuido lo que escondía tras sus muros! Mi padre murió en 1904, pero sin ningún mensaje que dejar para mí ni para mi único hijo, Alfred, un muchacho de diez años huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien alteró el orden en que venía transmitiéndole la información familiar, pues, si bien sólo pude hacerle conjeturas en tono burlón sobre el pasado familiar, me escribió contándome algunas leyendas ancestrales del mayor interés cuando, con ocasión de la pasada guerra, fue enviado a Inglaterra en 1917 en calidad de oficial de aviación. Al parecer, sobre los Delapore circulaba una pintoresca y un tanto siniestra historia. Un amigo de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Royal Flying Corps, residía en las proximidades de nuestro solar familiar en Anchester y contaba unas supersticiones campesinas que pocos novelistas podrían llegar a igualar por lo increíbles y demenciales que eran. Norrys, por supuesto, no las tomaba en serio, pero a mi hijo lo divertían y le sirvieron de tema para llenar muchas de las cartas que me escribió. Fueron estas leyendas las que finalmente atrajeron mi atención hacia mi heredad trasatlántica, y me decidieron a comprar y restaurar el solar familiar que Norrys mostró a Alfred en todo su pintoresco abandono, al mismo tiempo que se ofrecía a conseguírselo por una suma harto razonable, dado que el actual propietario era tío suyo. Compré Exham Priory en 1918, pero casi al punto me olvidé de los planes de restauración en que había estado pensando ante el regreso de mi hijo inválido de las piernas. Durante los dos años que aún vivió me dediqué por entero a su cuidado, dejando incluso la dirección del negocio en manos de mis socios.


En 1921, sumido en la mayor desolación y sin saber qué hacer, apartado de toda actividad laboral y notando ya que la vejez se me venía encima, resolví distraer el resto de mis años ocupado en la nueva posesión. Llegué a Anchester un día de diciembre, hospedándome en casa del capitán Norrys, un joven algo gordo y afable que estimaba mucho a mi hijo, y me ofreció su colaboración en la tarea de acopiar planos y anécdotas en los que. inspirarse al emprender las obras de restauración. No sentía la menor emoción en presencia de Exham Priory, un revoltijo de abandonadas ruinas medievales cubiertas de líquenes y acribilladas de nidos de grajos, balanceándose amenazadoramente al borde de un enorme precipicio y sin el menor rastro de suelos o cualquier otro resto de interiores, salvo los muros de piedra de las separadas torres. Tras formarme poco a poco una idea de cómo debió ser el edificio cuando lo abandonaron mis antepasados tres siglos atrás, me puse a contratar obreros para iniciar las tareas de reconstrucción. En todos los casos me vi obligado a buscarlos fuera de la localidad más próxima, pues los naturales de Anchester profesaban un miedo y una aversión decididamente increíbles hacia aquel lugar. La magnitud del sentimiento era tal que a veces llegaba a contagiar a los trabajadores que venían de otros lugares, siendo esta la causa de numerosas deserciones. Por lo demás, su alcance se extendía tanto al priorato como a la antigua familia propietaria del mismo. Ya me había adelantado mi hijo que durante sus visitas al pueblo la gente se mostró un tanto reacia con él por ser un De la Poer, y ahora, por idéntica razón, yo me sentía también sutilmente rechazado hasta que logré convencerlos de que apenas sabía nada de mis antepasados. Y aun así los vecinos del lugar se mostraban huraños conmigo, por cuanto me vi obligado a recurrir a Norrys para recopilar la mayoría de las tradiciones populares que aún seguían circulando sobre el lugar. Lo que aquellas gentes no podían perdonar era, al menos eso creía entender yo, que había venido a restaurar un símbolo que aborrecían con todas sus fuerzas; pues, racionalmente o no, para ellos Exham Priory no era otra cosa que un nido de arpías y hombres lobo. Reuniendo todas las historias que Norrys recogió para mí y completándolas con lo que habían dicho varios estudiosos que en su día examinaron las ruinas, deduje que Exham Priory se levantaba sobre el lugar ocupado en otro tiempo por un templo prehistórico: una construcción druida, o incluso anterior a dicho período, que debió ser contemporánea de Stonehenge. Casi nadie duda de que allí se habían celebrado abominables ritos, y circulaban toda clase de espeluznantes historias sobre el paso de tales ritos al culto de Cibeles posteriormente introducido por los romanos. En el sótano podían aún verse inscripciones con letras tan inconfundibles como «DIV… OPS… MAGNA. MAT…», signo de la Magna Mater cuyo tenebroso culto fue en vano prohibido a los ciudadanos romanos. Anchester había sido campamento de la tercera legión Augusta, tal como atestiguaban numerosos restos, y, según todos los indicios, el templo de Cibeles debió ser una imponente construcción abarrotada de fieles que concelebraban multitud de ceremonias presididos por un sacerdote frigio. Las historias añadían que la caída de la antigua religión no puso


fin a las orgías que tenían lugar en el templo, sino que, muy al contrario, los sacerdotes se convirtieron a la nueva fe sin cambiar en lo fundamental sus creencias. Asimismo, se decía que los ritos no desaparecieron con la llegada de los romanos y que algunos sajones se sumaron a lo que quedaba del templo, dándole el perfil característico que habría de distinguirle con el tiempo a la vez que hacían de él el centro de irradiación de un culto temido en la mitad del territorio al que se extendía la heptarquía. Hacia el año 1000 d.c. el lugar aparece mencionado en una crónica como un priorato, esencialmente construido a base de piedra, en el que se albergaba una poderosa y extraña orden monástica, y rodeado de grandes jardines que no precisaban de murallas para mantener alejado al atemorizado populacho. Jamás llegaron a destruirlo los daneses, si bien su suerte debió declinar radicalmente tras la conquista normanda, pues no hubo el menor impedimento para que Enrique III confiriera su propiedad a mi antepasado Gilbert de la Poer, primer barón de Exham, en 1261. De mi familia no se conservan testimonios adversos antes de esa fecha, pero algo raro debió acontecer por entonces. Ya en una crónica de 1307 hay una referencia a un De la Poer al que se califica de «renegado de Dios», mientras que en las leyendas populares se aprecia un miedo cerval a decir nada del castillo que se erigió sobre los cimientos del antiguo templo y priorato. Los cuentos de viejas que corrían sobre el lugar eran de lo más espeluznantes, más terroríficos si cabe por la tenebrosa reticencia y sombrías evasivas de que hacían gala. En ellos se representaba a mis antepasados como un linaje de demonios junto a los que personajes de la talla de un Gilles de Retz o un Marqués de Sade no pasaban de meros aprendices, y se dejaba intuir veladamente su responsabilidad por las ocasionales desapariciones de aldeanos en el transcurso de varias generaciones. Los peores de toda la parentela, a tenor de lo que dice la tradición, fueron los barones y sus herederos directos. Al menos, la mayoría de las historias que circulaban se referían a ellos. Si un heredero mostraba inclinaciones más saludables, se decía en ellas, fallecía con toda seguridad en edad temprana y misteriosamente para dejar paso a otro descendiente más en consonancia con el apellido. Los De la Poer parecían profesar un culto propio, presidido por el cabeza de familia y a veces restringido a unos cuantos miembros de la misma. El temperamento más que el linaje era el fundamento de dicho culto, pues en él participaban también quienes ingresaban en la familia por razón de matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, mujer de Godfrey, el hijo segundo del quinto barón, acabó por convertirse en uno de los fantasmas predilectos de los niños de todo el país y en diabólica heroína de un horripilante y antiguo romance que aún se oye en las proximidades de la frontera galesa. Conservada también en los romances, aunque no tan ilustrativa al respecto, merece citarse la espeluznante historia de Lady Mary de la Poer, que al poco de casarse con el barón de Shrewsfield murió asesinada a manos de éste y de su madre, siendo posteriormente absueltos y bendecidos ambos criminales por el sacerdote al que confesaron aquello que no se atreverían a decir en público. Estos mitos y romances, característicos de la más descarnada superstición, me repelían en extremo. Su persistencia y su asociación a tan larga descendencia de


mis antepasados, resultaban especialmente irritantes; en tanto que las acusaciones de hábitos monstruosos recordaban, de manera harto desagradable, el único escándalo conocido de mis inmediatos antepasados: me refiero al caso de mi primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, que se fue a vivir con los negros y se hizo oficiante del rito vudú a su regreso de la guerra de México. Bastante menos me inquietaban las historias que corrían sobre lamentos y aullidos en el valle desolado y barrido por el viento que se abría al pie del precipicio de caliza; así como otras sobre los fétidos hedores que emanaban de las tumbas tras las primaverales lluvias, sobre el torpón y aullador objeto Manco que el caballo de sir John Clave pisó una noche en medio de un solitario campo, o sobre el criado que se había vuelto loco a causa de algo indefinible que vio en el priorato a plena luz del día. Todo ello no eran sino retazos de historias fantásticas que habían arraigado en el vulgo, y por aquel entonces yo era un escéptico a carta cabal. Los relatos sobre aldeanos desaparecidos no debían desecharse del todo, aun cuando no eran especialmente significativos a la vista de las prácticas medievales. La voraz curiosidad significaba la muerte, y más de una cercenada cabeza se había mostrado en público en los bastiones -de los que, afortunadamente, ya no quedaba huellaque se levantaban en los aledaños de Exham Priory. Algunas de las historias que corrían eran sumamente pintorescas, hasta el punto de hacerme sentir no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Así, por ejemplo, aún subsistía la creencia de que una legión de diablos con alas de vampiro se reunía todas las noches en el priorato para celebrar sus rituales aquelarres, legión cuyo mantenimiento alimenticio podía hallar explicación en la desproporcionada abundancia de verduras ordinarias cultivadas en aquellos enormes huertos. La más gráfica de todas las historias que circulaban sobre el lugar era una que relataba la dramática epopeya de las ratas -un insaciable ejército de obscenas alimañas que había surgido en tropel del interior del castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al más absoluto abandono-, una cenceña, nauseabunda y famélica soldadesca que había barrido todo a su paso, devorando aves, gatos, perros, cerdos, ovejas y hasta dos desventurados seres humanos antes de ver acallado su furor. En torno a tan inolvidable plaga de roedores gira todo un ciclo independiente de mitos, pues las alimañas se dispersaron por entre las casas del pueblo suscitando toda clase de imprecaciones y horrores a su paso. Tales eran las historias que se cernían sobre mí cuando me dispuse a acometer, con la obstinación propia de un anciano, las obras de restauración de mi ancestral solar. No debe creerse, ni siquiera por un momento, que tales historias constituían lo esencial del entorno sicológico en que me desenvolvía. Por otro lado, contaba con el apoyo decidido y constante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me rodeaban y asistían en mi tarea. Una vez terminada la obra, algo más de dos años después de iniciada, pude contemplar aquel conjunto de amplias habitaciones, revestidos muros, abovedados techos, ventanas con parteluces y anchas escaleras, con un orgullo que compensaba con creces los cuantiosos gastos que supuso la restauración.


No había detalle medieval que no estuviera diestramente reproducido, y las partes nuevas armonizaban a la perfección con los muros y cimientos originales. El solar de mis antepasados estaba de nuevo en pie, y ahora sólo me quedaba redimir la fama local de la línea familiar que terminaba en mí. Me quedaría a vivir allí permanentemente y demostraría a todos que un De la Poer (pues había adoptado de nuevo la grafía original del apellido) no tenía por qué ser un ser diabólico. Mi confort se vio en parte aumentado por el hecho de que, aunque Exham Priory estaba construido según los cánones medievales, su interior era absolutamente nuevo y se hallaba libre de vetustos fantasmas y nocivas alimañas. Como ya he dicho, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me hacían compañía en mi nueva residencia siete criados y nueve gatos, animal éste por el que siento una especial atracción. Mi gato más viejo, «Negrito», tenía siete años y vino conmigo desde Bolton, en Massachusetts; el resto de los gatos los había ido reuniendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys, en el curso de las obras de restauración del priorato. Durante cinco días nuestra rutina prosiguió en medio de la más absoluta calma, empleando la mayor parte del tiempo en la clasificación de antiguos documentos relativos a la familia. Disponía ya de unas cuantas descripciones muy detalladas de la tragedia final y la huida de Walter de la Poer, que supuse sería lo que encerraba el legajo hereditario perdido en el incendio de Carfax. Al parecer, a mi antepasado se le acusó, con sobrada razón, de matar al resto de los moradores de la casa salvo cuatro criados cómplices suyos- mientras dormían, unas dos semanas después de un sorprendente descubrimiento que habría de alterar toda su forma de ser, pero que no debió desvelar más que a los criados que colaboraron con él en el asesinato y, seguidamente, huyeron lejos del alcance de la justicia. Esta degollina premeditada -en total, un padre, tres hermanos y dos hermanas-, fue en gran medida condonada por los aldeanos y con tal negligencia dictaminada por la justicia que su instigador pudo huir -con todos los honores, sin sufrir el menor daño ni tener que disfrazarse- a Virginia. El sentir general que circulaba por el pueblo era que había librado aquellas tierras de la maldición inmemorial que sobre ellas pesaba. Ni siquiera puedo conjeturar cuál fue el descubrimiento que llevó a mi antepasado a cometer tan abominable acción. Walter de la Poer debía conocer desde hacía tiempo las siniestras historias que se contaban sobre su familia, por lo que no creo que el motivo que desató todo proviniera de dicha fuente. ¿Presenciaría acaso algún antiguo y espeluznante rito o se daría de bruces con algún tenebroso símbolo revelador en el priorato o en sus aledaños? En Inglaterra se le tenía por un joven tímido y de buenos modales. En Virginia, parecía más un ser de carácter atormentado y aprensivo que un tipo duro o amargado. De él se decía en el diario de otro aventurero de rancio abolengo, Francis Harley de Bellview, que era un hombre sin par en lo tocante al sentido de la justicia, el honor y la discreción. El 22 de julio tuvo lugar el primer incidente, el cual, aunque apenas se le prestó atención en aquel momento, adquiere un significado premonitorio en relación con ulteriores acontecimientos. Fue tan poca cosa que casi no se le dio importancia, y apenas pudo advertirse en las circunstancias reinantes; pues debe recordarse que


al ser el edificio prácticamente nuevo en su totalidad, salvo los muros, y hallarse atendido por una avezada servidumbre, toda aprensión habría sido absurda no obstante las historias que corrían sobre el lugar. A poco más que esto se reduce lo que pude recordar a posteriori: mi viejo gato negro, cuyo humor tan bien conozco, estaba indudablemente alerta e inquieto en una medida que no concordaba en nada con su habitual modo de ser. Iba de una habitación a otra, dando la impresión de estar intranquilo y preocupado por algo, y olisqueaba constantemente los muros que formaban parte de la estructura gótica. Comprendo perfectamente cuán trillado suena todo esto -algo así como el inevitable perro del cuento de fantasmas, que no cesa de gruñir hasta que su amo ve finalmente la figura envuelta en sábanas-, pero en este caso concreto creo que tiene su importancia. Al día siguiente, un criado vino a darme cuenta de la inquietud reinante entre los gatos de la casa. Yo me encontraba en mi estudio, una habitación de techo alto y orientada al occidente que había en el segundo piso, con arcos de aristas artesonado de roble oscuro y una triple ventana gótica que daba al precipicio de roca caliza y desde la que se divisaba el inhóspito valle. Mientras me hablaba el criado, pude ver cómo la forma de azabache de Negrito se arrastraba a lo largo del muro oeste y arañaba el nuevo artesonado que cubría la antigua piedra. Le dije al criado que debía tratarse de algún extraño olor o emanación procedente de la antigua mampostería, y que, si bien era imperceptible al olfato humano, debía afectar a los sensibles órganos de los felinos a pesar del artesonado que lo recubría. Así lo creía sinceramente, y cuando aquel hombre aludió a la posible presencia de roedores, le dije que en aquel lugar no había habido ratas durante trescientos años, y que difícilmente podrían encontrarse los ratones de la campiña que lo circundaba en tan altos muros, pues nunca se los había visto merodeando por allí. Aquella misma tarde llamé al capitán Norrys, quien me aseguró que le parecía bastante increíble que los ratones del campo infestaran de repente el priorato pues, que él supiera, no había precedentes de nada semejante. Aquella noche, prescindiendo como de costumbre de la ayuda del mayordomo, me retiré a la cámara de la torre orientada al occidente que me había reservado; a ella se llegaba desde el estudio tras subir por una escalinata de piedra y atravesar una pequeña galería; la primera antigua en parte, la segunda enteramente restaurada. La estancia era circular, de techo muy alto y sin revestimiento alguno, si bien de la pared colgaban unos tapices que había comprado en Londres. Tras comprobar que Negrito se hallaba conmigo, cerré la pesada puerta gótica y me recogí a la luz de aquellas bombillas eléctricas que tanto se asemejaban a bujías; al cabo de un rato, apagué la luz y me dejé hundir en la taraceada y endoselada cama coronada por cuatro baldaquines, con el venerable gato en su habitual lugar a mis pies. No eché las cortinas, quedando mi mirada fija en la angosta ventana que daba al norte y tenía justo frente a mí. Un esbozo de aurora se dibujaba en el cielo destacando la siempre grata silueta de las primorosas tracerías de la ventana.


En un momento dado debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo claramente una sensación de despertar de extraños sueños, cuando el gato dio un brusco respingo abandonando la serena posición en que se encontraba. Pude verlo gracias al tenue resplandor de la aurora; tenía la cabeza enhiesta hacia delante, las patas delanteras clavadas en mis tobillos y las traseras estiradas cuan largas eran. Miraba fijamente a un punto de la pared situado algo al oeste de la ventana, un punto en el que mi vista no encontraba nada digno de resaltar, pero en el que se concentraban ahora mis cinco sentidos. Mientras observaba, comprendí el motivo de la excitación de Negrito. Si se movieron o no los tapices es algo que no sabría decir. A mí me pareció que sí, aunque muy ligeramente. Pero lo que sí puedo jurar es que detrás de los tapices oí un ruido, leve pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose precipitadamente. No había transcurrido un segundo cuando ya el gato se había arrojado materialmente sobre el tapiz de matizados colores, haciendo caer al suelo, debido a su peso, la parte a la que se agarró y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, retocado aquí y allá por los restauradores, y sin la menor traza de roedores merodeando por sus inmediaciones. Negrito recorrió de arriba abajo el suelo de aquella parte del muro, desgarrando el tapiz caído e intentando en ocasiones introducir sus garras entre el muro y la tarima del suelo. Pero no encontró nada, y al cabo de un rato volvió muy fatigado a su habitual posición a mis pies. Yo no me había levantado de la cama, pero no volví a conciliar el sueño en toda la noche. A la mañana siguiente indagué entre la servidumbre pero nadie había advertido nada anormal, excepto la cocinera, que recordaba el anómalo comportamiento de un gato que dormitaba en el alféizar de su ventana. El gato en cuestión se puso a maullar a cierta hora de la noche, despertando a la cocinera justo a tiempo de verlo lanzarse a toda velocidad por la puerta abierta escaleras abajo. Al mediodía me quedé un rato amodorrado y al despertarme fui a visitar de nuevo al capitán Norrys, que mostró especial interés en lo que le conté. Los incidentes extraños -tan raros a la vez que tan curiosos- despertaban en él el sentido de lo pintoresco, y le trajeron a la memoria multitud de recuerdos de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos salir de nuestro estupor ante la presencia de las ratas, y lo único que se le ocurrió a Norrys fue dejarme unos cepos y unos polvos de verde de París que, de vuelta a casa, mandé a los criados colocar en lugares estratégicos. Me fui pronto a la cama pues tenía mucho sueño, pero mientras dormía me asaltaron atroces pesadillas. En ellas miraba hacia abajo desde una impresionante altura a una gruta débilmente iluminada cuyo suelo estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol; en el interior de dicha gruta había un demonio porquerizo de canosa barba que dirigía con su cayado un rebaño de bestias fungiformes y fláccidas cuya sola vista me produjo una indescriptible repugnancia. Luego, mientras el porquero se detenía un instante y se inclinaba para divisar su rebaño, un impresionante enjambre de ratas llovió del cielo sobre el hediondo abismo y se puso a devorar a animales y hombre.


Tras tan terrorífica visión me desperté bruscamente a causa de los bruscos movimientos de Negrito, que como de costumbre dormía a mis pies. Esta vez no tuve que inquirir por el origen de sus gruñidos y resoplidos ni por el miedo que le impulsaba a hundir sus garras en mis tobillos, inconsciente de su efecto, pues las cuatro paredes de la estancia bullían de un sonido nauseabundo: el repugnante deslizarse de gigantescas ratas famélicas. En esta ocasión no había aurora que permitiera ver en qué estado se encontraba el tapiz -cuya sección caída había sido reemplazada-, pero no vacilé ni un instante en encender la luz. Al resplandor de ésta pude ver cómo todo el tapiz era presa de una espantosa sacudida, hasta el punto de que los dibujos, de por sí ya un tanto originales, se pusieron a ejecutar una singular danza de la muerte. La agitación desapareció casi al instante, y con ella los ruidos. Saltando del lecho, hurgué en el tapiz con el largo mango del calentador de cama que había en la habitación, y levanté una parte del mismo para ver qué habla debajo Pero allí no había sino el restaurado muro de piedra, y para entonces ya había remitido el estado de tensión en que se encontraba el gato debido al olfateo de algo anómalo. Cuando examiné el cepo circular que había colocado en la habitación, pude ver que todos los orificios se encontraban forzados, aunque no quedase rastro de lo que debió escaparse tras caer en la trampa. Naturalmente, ni se me pasó por la cabeza volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta y salí a la galería al final de la cual estaban las escaleras que conducían a mi estudio, con Negrito siempre pegado a mis talones. Antes de llegar a la escalinata de piedra, empero, el gato salió disparado delante de mí y desapareció tras el antiguo tramo. Mientras bajaba las escaleras, llegaron de repente hasta mí unos sonidos producidos en la gran estancia que quedaba debajo, unos sonidos de tal naturaleza que no podían inducir a equivoco. Los muros de artesonado de roble bullían de ratas que se deslizaban y se arremolinaban en un inusitado frenesí, mientras Negrito corría de un lado para otro con la irritación propia del cazador burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero no por ello remitió el ruido esta vez. Las ratas seguían alborotadas, dispersándose en baraúnda con tal estrépito y nitidez que finalmente no me fue difícil asignar una dirección precisa a sus movimientos. Aquellas criaturas, en número al parecer incalculable, estaban embarcadas en un impresionante movimiento migratorio desde inimaginables alturas hasta una profundidad desconocida. Seguidamente, oí un ruido de pasos en el corredor, y unos instantes después dos criados abrían de golpe la maciza puerta. Rastreaban toda la casa en busca del origen de aquel revuelo que llevó a todos los gatos de la casa a lanzar estridentes maullidos y a saltar precipitadamente varios tramos de escalera hasta llegar ante la puerta cerrada del sótano, donde se agazaparon sin dejar de maullar. Les pregunté a los criados si habían visto las ratas, pero su respuesta fue negativa. Y cuando me volteé para llamar su atención a los sonidos que se oían en el interior del artesonado, pude advertir que el ruido había cesado. Junto con aquellos dos hombres bajé hasta la puerta del sótano, pero para entonces ya se habían dispersado los gatos. Luego, decidí explorar la cripta que había debajo,


pero de momento me limité a inspeccionar los cepos. Todos habían saltado, pero no tenían ni un solo ocupante. Contento porque excepto los felinos y yo nadie más había oído las ratas, me senté en mi estudio hasta que alboreó el día, reflexionando intensamente sobre cuál pudiera ser la causa de todo ello y tratando de recordar todo fragmento de leyenda desenterrado por mí que hiciera referencia al edificio en que habitaba. Dormí un poco por la mañana, reclinado en el único sillón confortable del gabinete que mi medieval diseño del mobiliario no logró proscribir. Al despertarme llamé por teléfono al capitán Norrys, quien se presentó al cabo de un rato y me acompañó en la exploración del sótano. No encontramos absolutamente nada que nos llamase la atención, aunque no pudimos reprimir un escalofrío al enterarnos de que la cripta databa de tiempos de los romanos. Todos los arcos bajos y macizos pilares eran de estilo romano; no del estilo degradado de los chapuceros sajones, sino del severo y armónico clasicismo de la era de los césares. Como cabía esperar, las paredes abundaban en inscripciones familiares a los arqueólogos que habían explorado en repetidas ocasiones el lugar; podían leerse cosas del estilo de «P. GETAE. PROP… TEMP… DONA…» y «L. PRAEC… VS… PONTIFI… ATYS…», y otras más. La referencia a Atys me produjo un estremecimiento, pues había leído a Catulo y sabía algo de los abominables ritos dedicados al dios oriental, cuyo culto tanto se confundía con el de Cibeles. Norrys y yo, a la luz de unos faroles, tratamos de interpretar los extraños y descoloridos dibujos que se veían en unos bloques de piedra irregularmente rectangulares que debieron ser altares en otro tiempo, pero no pudimos sacar nada en claro. Recordamos que uno de aquellos dibujos, una especie de sol del que salían unos rayos en todas las direcciones, fue escogido por los estudiantes para mostrar que no era de origen romano, sugiriendo que los sacerdotes romanos se habían limitado a adoptar aquellos altares que provendrían de un templo más antiguo y probablemente aborigen levantado sobre aquel mismo suelo. En uno de aquellos bloques se advertían unas manchas marrones que me dieron que pensar. El mayor de todos ellos, un bloque que se encontraba en el centro de la estancia, tenía ciertos detalles en la cara superior que indicaban que había estado en contacto con el fuego; probablemente se trataba de ofrendas incineradas. Tales eran las cosas que se veían en aquella cripta ante cuya puerta los gatos habían estado maullando, y donde Norrys y yo habíamos decidido pasar la noche. Los criados, a quienes se les advirtió que no se preocuparan por los movimientos de los gatos durante la noche, bajaron sendos sofás, y Negrito fue admitido en calidad de ayuda a la vez que de compañía. Juzgamos oportuno cerrar herméticamente la gran puerta de roble -una réplica moderna con rendijas para la ventilación- y, seguidamente, nos retiramos con los faroles aún encendidos a aguardar cuanto pudiera depararnos la noche. La cripta estaba en la parte inferior de los cimientos del priorato y al fondo de la cara del prominente precipicio que dominaba el desolado valle. No dudaba que aquel había sido el objetivo de las infatigables e inexplicables ratas, aun cuando no sabría


decir el motivo. Mientras aguardábamos expectantes, mi vigilia se entremezclaba ocasionalmente con sueños a medio formar de los que me despertaban los inquietos movimientos del gato que, como de costumbre, se encontraba a mis pies. Pero aquella noche mis sueños no tuvieron nada de agradable; al contrario, fueron tan espeluznantes como los de la noche anterior. De nuevo aparecían ante mí la siniestra gruta en penumbra y el porquero con sus innombrables y fungiformes bestias revolcándose en el cieno, y al mirar a aquellos seres me parecían más cerca y con perfiles más precisos, tan precisos que casi podía ver sus rasgos físicos. Luego, pude ver la fláccida fisonomía de uno de ellos…, cuando, de repente, desperté profiriendo tal grito que Negrito dio un violento respingo, mientras el capitán Norrys, que no había pegado el ojo en toda la noche, se echó a reír a carcajadas. Y aún más -o quién sabe si menos- habría reído Norrys de haber sabido el motivo de mi estruendoso grito. Pero ni yo mismo lo recordé hasta pasado un rato: el horror descarnado tiene la virtud de paralizar a menudo la memoria. Norrys me despertó al empezar a manifestarse el fenómeno. En el curso del referido y espantoso sueño me desveló con una ligera sacudida instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Y bien que podía escucharse!, pues al otro lado de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, había una verdadera baraúnda de felinos aullando y arañando en la madera, mientras Negrito, absorto por completo de cuanto pudieran estar haciendo sus congéneres, corría alocadamente a lo largo de los desnudos muros de piedra, en los que pude percibir claramente el mismo ajetreo de ratas deslizándose que tanto me había atribulado la noche anterior. Un indescriptible terror se apoderó de mí, pues aquellas anomalías no podían explicarse por procedimientos normales. Aquellas ratas, de no ser las criaturas procedentes de un estado febril que sólo yo compartía con los gatos, debían escabullirse y tener su madriguera entre los muros romanos que creí estaban formados por bloques de caliza sólida. A menos, se me ocurrió pensar, que la acción del agua en el curso de más de diecisiete siglos hubiera horadado sinuosos túneles que los roedores habrían posteriormente despejado y ensanchado. Pero aun así, el horror espectral que experimentaba no era menor; pues, en el supuesto de que se tratase de alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía su repugnante alboroto? ¿Por qué me instó a que observara a Negrito y escuchara los maullidos de los gatos afuera? ¿Y por qué intuía difusamente y sin fundamento los motivos que les llevaban a armar aquel revuelo? Para cuando conseguí decirle, de la forma más racional que pude, lo que creía estar oyendo, hasta mis oídos llegó el último tenue sonido de aquel incansable revuelo. Ahora daba la impresión de que el ruido se alejaba, se oía aún más abajo, muy por debajo del nivel del sótano, hasta el punto de que todo el precipicio parecía acribillado de ratas en continuo ajetreo. Norrys no se mostraba tan escéptico como yo había anticipado, sino que parecía profundamente agitado. Me indicó por señas que ya había cesado el estrépito de los gatos, los cuales parecían dar a las ratas por perdidas. Entre tanto, Negrito era presa de nuevo desasosiego y se ponía a arañar frenéticamente la base del gran altar de piedra levantado en el centro de la habitación, si bien se encontraba más próximo del sofá de Norrys que del mío.


Llegado a este punto, mi temor hacia lo desconocido había alcanzado proporciones inconmensurables. Entonces ocurrió algo sorprendente, y pude ver cómo el capitán Norrys, un hombre más joven, corpulento y, presumiblemente, de ideas más materialistas que las mías, se hallaba tan inquieto como yo… probablemente porque conocía harto bien y de toda la vida la leyenda local. De momento no podíamos hacer sino limitarnos a observar cómo Negrito hundía sus garras, cada vez con menos fervor, en la base del altar, levantando de vez en cuando la cabeza y maullando en dirección mía de aquella manera tan persuasiva con que acostumbraba hacerlo cuando quería algo de mí. Norrys acercó un farol al altar y examinó de cerca el lugar donde Negrito estaba arañando. Se arrodilló en silencio y desbrozó los líquenes que estaban allí desde hacía siglos y unían el macizo bloque prerromano al teselado suelo. Pero tras mucho escarbar no encontró nada de particular, y ya estaba a punto de cejar en sus esfuerzos cuando advertí una circunstancia trivial que me hizo estremecer, aun cuando no podía decirse que me cogiera totalmente de improviso. Hice partícipe de mi descubrimiento a Norrys, y ambos nos pusimos a examinar aquella casi imperceptible manifestación con la fijeza propia de quien realiza un fascinante hallazgo que confirma lo acertado de sus pesquisas. En suma, se trataba de lo siguiente: la llama del farol colocado junto al altar oscilaba, ligera pero evidentemente, debido a una corriente de aire que no soplaba antes, y que sin duda procedía de la rendija que había entre el suelo y el altar en donde Norrys había estado desbrozando los líquenes. Pasamos el resto de la noche en el estudio inundado de luz, discutiendo en medio de una cierta excitación el paso siguiente a dar. El descubrimiento bajo aquellas malditas ruinas de una cripta por debajo de los cimientos inferiores que se conocían de la mampostería romana, una cripta que había pasado inadvertida a los avezados anticuarios que exploraron el edificio por espacio de tres siglos, habría bastado para excitarmos a Norrys y a mí, profanos en todo lo que se relacionaba con lo siniestro. Por decirlo así, la fascinación tenía una doble vertiente, y vacilamos no sabiendo si cejar en nuestras pesquisas y abandonar de una vez para siempre el priorato por supersticiosa precaución o satisfacer nuestro sentido de la aventura y el riesgo, cualesquiera que fuesen los horrores que pudieran esperarnos al adentramos en aquellos desconocidos abismos. Ya de mañana, llegamos a un acuerdo: Iríamos a Londres en busca de arqueólogos y científicos capacitados para desvelar aquel misterio. Debo decir, asimismo, que antes de abandonar el sótano intentamos en vano correr el altar central, al que ahora reconocíamos como la puerta de acceso a nuevas simas de indefinible terror. A hombres más doctos que nosotros tocaría desvelar qué secretos misterios ocultaba aquella puerta. Durante nuestra larga estancia en Londres, el capitán Norrys y yo dimos a conocer los hechos, conjeturas y legendarias anécdotas a cinco eminentes autoridades científicas, todas ellas personas en las que podía confiarse que sabrían tratar con la debida discreción cualquier revelación sobre el pasado familiar que pudiera ponerse al descubierto en el curso de las investigaciones. La mayoría de aquellos


hombres parecían poco inclinados a tomar el asunto a la ligera; al contrario, desde el primer momento demostraron un gran interés y una sincera comprensión. No creo que haga falta dar el nombre de todos los expedicionarios, pero puedo decir que entre ellos se encontraba dir William Brinton, cuyas excavaciones en el Troad llamaron la atención de casi todo el mundo en su día. Al tomar con ellos el tren para Anchester sentí una especie de desasosiego, algo así como si estuviera al borde de espeluznantes revelaciones…, una sensación reflejada por entonces en el afligido semblante de muchos americanos que vivían en Londres debido a la inesperada muerte de su Presidente al otro lado del océano. El 7 de agosto por la tarde llegamos a Exham Priory, donde los criados me aseguraron que nada extraño había ocurrido en mi ausencia. Los gatos, incluso el anciano Negrito, habían estado absolutamente tranquilos y ni un solo cepo se había levantado en toda la casa. Las exploraciones iban a dar comienzo al día siguiente. Entre tanto, asigné a cada uno de mis huéspedes habitaciones equipadas con todo lo que pudieran necesitar. Yo me fui a dormir a mi cámara de la torre, con Negrito siempre a mis pies. Al poco caí dormido, pero espantosos sueños volvieron a asaltarme. Tuve una pesadilla de una fiesta romana como la de Trimalción en la que pude ver una abominable monstruosidad en una fuente cubierta. Luego, volví a ver aquella maldita y recurrente visión del porquero y su hedionda piara en la tenebrosa gruta. Pero cuando me desperté ya era de día y en las habitaciones de abajo no se oían ruidos anormales. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me habían molestado lo más mínimo, y Negrito seguía durmiendo plácidamente. Al bajar, comprobé que en el resto de la casa reinaba una absoluta quietud. A juicio de uno de los científicos que me acompañaban -un tipo llamado Thornton, estudioso de los fenómenos síquicos- ello se debía a que ahora se me mostraba únicamente lo que ciertas fuerzas desconocidas querían que yo viera, razonamiento éste, a decir verdad, que encontré bastante absurdo. Todo estaba dispuesto para empezar, así que a las once de la mañana de aquel día los siete hombres que integrábamos el grupo, provistos de focos eléctricos y herramientas para excavaciones, bajamos al sótano y cerramos la puerta con cerrojo tras de nosotros. Negrito nos acompañaba, pues los investigadores no hallaron oportuno despreciar su excitabilidad y prefirieron que se hallase presente por si se producían difusas manifestaciones de la presencia de roedores. Apenas reparamos unos momentos en las inscripciones romanas y en los indescifrables dibujos del altar, pues tres de los científicos ya los habían visto anteriormente y todos los componentes de la expedición estaban al tanto de sus características. Atención especial se prestó al imponente altar central; al cabo de una hora sir William Brinton había logrado desplazarlo hacia atrás, gracias a la ayuda de una especie de palanca para mí desconocida. Ante nosotros se puso al descubierto tal horror que no habríamos sabido cómo reaccionar de no estar prevenidos. A través de un orificio casi cuadrado abierto en el enlosado suelo, y desparramados a lo largo de un tramo de escalera tan desgastado que parecía poco más que una superficie plana con una ligera


inclinación en el centro, se veía un horrible amasijo de huesos de origen humano o, cuando menos, semihumano. Los esqueletos que conservaban su postura original evidenciaban actitudes de infernal pánico, y en todos los huesos se apreciaba la huella de mordeduras de roedores. No había nada en aquellos cráneos que indujera a pensar que pertenecieran a seres con un alto grado de idiocia o cretinismo, o siquiera en la posibilidad de que fueran restos de antropoides prehistóricos. Por encima de los escalones rebosantes de inmundicia se abría en forma de arco un pasadizo en descenso, que parecía labrado en la roca viva, por el que circulaba una corriente de aire. Pero aquella corriente no era una bocanada brusca y hedionda cual si de una cripta cerrada se tratase, sino una agradable brisa con algo de aire fresco. Tras detenernos un momento, nos aprestamos, en medio de un general escalofrío, a abrirnos paso escalera abajo. Fue entonces cuando sir William, tras examinar atentamente los labrados muros, hizo la sorprendente observación de que el pasadizo, a tenor de la dirección de los golpes, parecía haber sido labrado desde abajo. Ahora debo meditar detenidamente lo que digo y elegir con sumo cuidado las palabras. Tras abrirnos paso unos escalones a través de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros; no se trataba de una fosforescencia mística ni nada por el estilo, sino de luz solar filtrada que no podía proceder sino de ignotas fisuras abiertas en el precipicio que se erigía sobre el desolado valle. No tenía nada de particular que nadie desde el exterior hubiera parado mientes en aquellas rendijas, pues aparte de estar el valle totalmente despoblado la altura y pendiente del precipicio eran tales que sólo un aeronauta podría estudiar su cara en detalle. Unos pasos más y nuestro aliento quedó literalmente arrebatado ante el espectáculo que se nos ofrecía a la vista; tan literalmente, que Thornton, el investigador de lo síquico, cayó desmayado en los brazos del aturdido expedicionario que marchaba detrás suyo. Norrys, con su rechoncha cara totalmente lívida y fláccida, se limitó a lanzar un grito inarticulado, y en cuanto a mí creo que emití un resuello o siseo y me tapé los ojos. El hombre que marchaba detrás de mí -el único componente del grupo de más edad que yo- profirió el manido «¡Dios mío!» con la más quebrada voz que recuerdo. Del total de los siete expedicionarios, sólo sir William Brinton conservó el aplomo, algo que debe apuntársele en su haber, sobre todo si se tiene en cuenta que encabezaba el grupo y, por tanto, debió ser el primero en verlo todo. Nos encontrábamos ante una gruta iluminada por una tenue luz y enormemente alta, que se prolongaba más allá del campo de nuestra visión. Todo un mundo subterráneo de infinito misterio y horribles premoniciones se abría ante nosotros. Allí podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos -con una mirada presa de terror divisé un extraño túmulo, un imponente círculo de monolitos, unas ruinas romanas de baja bóveda, una pira funeraria sajona derruida y una primitiva construcción inglesa de madera-, pero todo quedaba empequeñecido ante el repulsivo espectáculo que podía divisarse hasta donde llegaba la vista: unos metros más allá de donde acababa la escalera se extendía por todo el recinto una demencial maraña de huesos humanos, o al menos igual de humanos que los que


habíamos visto unos metros atrás. Como un mar de espuma, aquellos huesos cubrían todo el ámbito que abarcaba la vista, unos sueltos, otros articulados total o parcialmente como esqueletos; estos últimos se encontraban en posturas que reflejaban un diabólico frenesí, como si estuviesen repeliendo alguna amenaza o aferrando otros cuerpos con intenciones caníbales. Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinar e identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por una mezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría, aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre de Pilrdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menor duda, de origen humano. Muchos eran de grado superior, y sólo unos pocos eran cráneos de seres con los sentidos y el cerebro plenamente desarrollados. No había hueso que no estuviera roído, sobre todo por ratas, pero también por otros seres de aquella jauría semihumana. Mezclados con ellos podían verse muchos huesecillos de ratas, guerreros caídos del letal ejército que había cerrado un antiguo ciclo épico. Dudo que alguno de nosotros conservase su lucidez a lo largo de aquel día de horrorosos descubrimientos. Ni Hoffmann ni Huysmans podían imaginarse una escena más asombrosamente increíble, más atrozmente repulsiva, ni más góticamente grotesca que la que se ofrecía a la vista de aquella sombría gruta por la que los siete expedicionarios avanzábamos a tumbos… Íbamos de revelación en revelación, a la vez que tratábamos de evitar todo pensamiento que se nos viniera a la cabeza sobre lo que pudiera haber acaecido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o quién sabe si diez mil años atrás. Aquel lugar era la antesala del infierno, y el pobre Thornton volvió a desmayarse cuando Trask le dijo que algunos de aquellos esqueletos debían descender de cuadrúpedos a lo largo de las veinte o más generaciones que les precedieron. A un horror seguía otro cuando empezamos a interpretar las ruinas arquitectónicas. Los seres cuadrúpedos -y sus ocasionales reclutas procedentes de las filas bípedas- habían vivido encerrados en cuévanos de piedra, de donde debieron escapar en su delirio final provocado por el hambre o el miedo a los roedores. Por legiones se contaban las ratas, cebadas evidentemente por la ingestión de las verduras ordinarias cuyos residuos podían aún encontrarse a modo de ponzoñoso ensilaje en el fondo de grandes recipientes de piedra prerromanos. Ahora comprendía por qué mis antepasados tenían aquellos huertos tan inmensos. ¡Ojalá pudiera relegarlo todo al olvido! No me hizo falta inquirir sobre lo que se proponían aquellas infernales bandadas de roedores. Sir William, de pie y enfocando con su linterna la ruina romana, tradujo en voz alta el más sorprendente ritual que jamás haya conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que los sacerdotes de Cibeles encontraron y entremezclaron con el suyo propio. Norrys, acostumbrado como estaba a la vida de las trincheras, no podía caminar derecho al salir de la construcción inglesa. El edificio en cuestión era una carnicería y una cocina -justo lo que Norrys esperaba encontrar-, pero ya no era tan normal ver utensilios ingleses familiares en semejante lugar y poder leer inscripciones


inglesas que resultaban conocidas, algunas de fecha tan cercana como 1610. Yo no pude entrar en el edificio, aquel edificio testigo de diabólicas celebraciones que sólo se vieron interrumpidas por la daga de mi antepasado Walter de la Poer. Sí me aventuré a entrar en lo que resultó ser el edificio bajo sajón cuya puerta de roble se hallaba en el suelo y en él me encontré una impresionante hilera de diez celdas de piedra con herrumbrosos barrotes. Tres tenían ocupantes, todos ellos esqueletos de grado superior, y en el huesudo dedo índice de uno de ellos pude ver un sello con mi escudo de armas. Sir William encontró una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana, pero en este caso las celdas estaban vacías. Debajo había una cripta de techo bajo llena de nichos con huesos alineados, algunos de los cuales mostraban terribles inscripciones geométricas esculpidas en latín, en griego y en la lengua de Frigia. Mientras tanto, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos prehistóricos descubriendo en su interior unos cráneos de escasa capacidad, poco más desarrollados que los de los gorilas, con unos signos ideográficos indescifrables. Mi gato permaneció imperturbable ante todo aquel espectáculo. En una ocasión lo vi pavorosamente subido encima de una montaña de huesos, y me pregunté qué secretos podrían ocultarse tras aquellos relampagueantes ojos amarillos. Tras habernos hecho una ligera idea de las espantosas revelaciones que se escondían en aquella parte de la sombría cueva -lugar aquél tan horriblemente presagiado en mi recurrente sueño- volvimos a aquel aparente abismo sin fin, a la nocturnal caverna en donde ni un solo rayo de luz se filtraba a través del precipicio. Jamás sabremos qué invisibles mundos estigios se abrían más allá de la pequeña distancia que recorrimos, pues no creímos que el conocimiento de tales secretos pudiera redundar en pro de la humanidad. Pero había suficientes cosas en las que fijarnos en torno nuestro, pues apenas habíamos dado unos pasos cuando la luz de los focos puso al descubierto la espeluznante infinidad de pozos en que las ratas se habían dado festín y cuyo repentino agotamiento fue la causa de que el ejército de famélicos roedores se lanzaran, en un primer momento, sobre los rebaños vivos de hambrientos seres, y luego se escapara en tropel del priorato en aquella histórica y devastadora orgía que jamás olvidarán los vecinos del lugar. ¡Dios mío! ¡Qué inmundos pozos de quebrados y descarnados huesos y abiertos cráneos! ¡Qué simas de pesadilla rebosantes de huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses de incontables centurias de vida no cristiana! En unos casos estaban repletos y sería imposible decir qué profundidad tuvieron en otro tiempo. En otros, la luz de nuestros focos no llegaba siquiera al fondo y se los veía abarrotados de las más increíbles cosas. ¿Y qué habría sido, pensé, de las desventuradas ratas que se dieron de bruces con aquellos cepos en medio de la oscuridad de tan horripilante Tártaro? En cierta ocasión mi pie casi se introdujo en un horrible foso abierto, haciéndome pasar unos instantes de terror extático. Debí quedarme absorto un buen rato, pues salvo al capitán Norrys no pude ver a nadie del grupo. Seguidamente, se oyó un sonido procedente de aquella tenebrosa e infinita distancia que creí reconocer, y vi a mi viejo gato negro pasar raudo delante de mí como si fuese un alado dios egipcio


que se dirigiese a los insondables abismos de lo desconocido. Pero el ruido no se oía tan lejano, pues al instante comprendí perfectamente de qué se trataba: era de nuevo el espantado corretear de aquellas endiabladas ratas, siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas intrincadas cavernas del centro de la tierra donde Nyarlathotep, el enloquecido dios sin rostro, aúlla a ciegas en la más tenebrosa oscuridad a los acordes de dos necios y amorfos flautistas. Mi foco se apagó, pero no por ello dejé de correr. Oía voces, alaridos y ecos, pero por encima de todo percibía ligeramente aquel abominable e inconfundible corretear, en un principio tenuemente y luego con mayor intensidad, como un cadáver rígido e hinchado se desliza mansamente por la corriente de un río de grasa que discurre bajó infinitos puentes de ónix hasta desembocar en un negro y putrefacto mar. Algo me rozó, algo fláccido y rechoncho. Debían ser las ratas; ese viscoso, gelatinoso y famélico ejército que halla deleite en vivos y muertos… ¿Por qué no iban a comer las ratas a un De la Poer si los De la Poer no se recataban de comer cosas prohibidas?… La guerra se comió a mi hijo, ¡al diablo todos!… y las llamas yanquis devoraron Carfax, reduciendo a cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia… ¡No, no, repito que no soy el demonio porquero de la oscura gruta! No era la gordinflona cara de Edward Norrys lo que había encima de aquel fláccido ser fungiforme. El seguía vivo, pero mi hijo murió… ¿Cómo pueden ser propiedad de un Norrys las tierras de un De la Poer?… Es vudú, te lo digo yo… esa serpiente moteada… ¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mi familia! ¡Por los clavos de Cristo, canalla!, te va gustar de la sangre… pero ¿es que quieren que los siga por estos infernales recovecos?… ¡Magna Mater! ¡Magna Mater!… Atys… Dia ad aghaidh ad aodaun… ¡agus bas dunach ort! . . .¡Dhonas dholas ort, agus eat-sa!… Ungl… ungl… rrlh… cbcbch… Estas cosas y otras, según cuentan, decía yo cuando me encontraron en medio de las tinieblas tres horas después. Estaba agazapado en aquella tenebrosa oscuridad sobre el cuerpo rechoncho y a medio devorar del capitán Norrys, mientras Negrito se abalanzaba sobre mí y me desgarraba la garganta. Pero ya ha pasado todo: Exham Priory ha volado por los aires, se han llevado de mi lado a mi viejo gato negro, me han encerrado en esta enrejada habitación de Hanwell, y espantosos rumores circulan acerca de mi heredad y de lo que me acaeció en ella. Thornton está en la habitación de al lado, pero no me dejan hablar con él. Tratan, asimismo, de que no lleguen al dominio público la mayoría de las cosas que se saben sobre el priorato. Siempre que hablo del pobre Norrys me acusan de haber cometido algo horrible, pero deberían saber que no lo hice yo. Deberían saber que fueron las ratas, las escurridizas e insaciables ratas con su continuo ajetreo que no me deja conciliar el sueño, las endiabladas ratas que corretean tras los acolchados muros de la habitación en que ahora me encuentro y me reclaman para que las siga en pos de horrores que no pueden compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que ellos no pueden oír, las ratas, las ratas de las paredes.



La tumba H. P. Lovecraft «Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.» -Virgilio Al abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi actual situación provocará las lógicas reservas acerca de la autenticidad de mi relato. Es una desgracia que el común de la humanidad sea demasiado estrecha de miras para sopesar con calma e inteligencia ciertos fenómenos aislados que subyacen más allá de su experiencia común, y que son vistos y sentidos tan sólo por algunas personas psíquicamente sensibles. Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tacha de locuras a los destellos de clarividencia que traspasan el vulgar velo del empirismo chabacano. Mi nombre es Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido un soñador y un visionario. Lo bastante adinerado como para no necesitar trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis iguales, viví siempre en esferas alejadas del mundo real; pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin entrar a analizar las causas. Ya he dicho que vivía apartado del mundo real, aunque no que viviera solo. Eso no es para seres humanos, ya que quien se aparta de la compañía de los vivos inevitablemente frecuenta la compañía de cosas que no tienen, o al menos no demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa hondonada boscosa en cuyas profundidades umbrías pasaba la mayor parte del tiempo; leyendo, pensando y soñando. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis primeros pasos infantiles, y en torno a sus robles grotescamente nudosos se entretejieron mis primeras fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a las dríadas tutelares de tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes danzas a los fieros rayos de la luna menguante… pero no debo hablar ahora de eso. Debo ceñirme a la tumba abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia cuyo último descendiente directo había sido introducido en su negro seno décadas antes de mi nacimiento. Esta cripta de la que hablo es de viejo granito, carcomido y descolorido por brumas y humedades de generaciones. Excavado en la ladera, tan sólo la entrada de la


estructura resulta visible. La puerta, un bloque pesado e imponente de piedra, cuelga sobre oxidados goznes de hierro, y se encuentra entornada de forma extraña y siniestra, mediante pesadas cadenas y candados, siguiendo una rústica costumbre de hace medio siglo. La residencia del linaje cuyos vástagos yacen aquí en urnas, antiguamente coronaba la cuesta donde se halla la tumba, pero hace mucho que se derrumbó víctima de las llamas provocadas por la desastrosa caída de un rayo. Los más viejos del lugar a veces hablan con voces apagadas e inquietas acerca de la tormenta de medianoche que destruyó esa melancólica mansión; mencionando lo que ellos llaman «cólera divina» en una forma tal que en años posteriores aumentaría la siempre fuerte fascinación que sentía por ese sepulcro devorado por las malezas. Tan sólo un hombre había perecido por el fuego. Cuando el último de los Hydes fue sepultado en este lugar de sombras y quietud, aquella triste urna de cenizas había llegado de una tierra distante, ya que la familia se había marchado tras el incendio de la mansión. Ya no queda nadie para depositar flores en el portal de granito, y pocos se aventuran entre las deprimentes sombras que parecen demorarse en forma extraña alrededor de sus piedras gastadas por el agua. Nunca olvidaré la tarde en que me encontré por primera vez con esa casa de muerte casi oculta. Era mediado el verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje silvestre en una vívida y casi homogénea masa de verdor; cuando los sentidos se ven intoxicados por oleadas de húmedo verdor y el aroma sutilmente indefinible de la tierra y la vegetación. En tales parajes la mente pierde la perspectiva; tiempo y espacio se hacen vanos e irreales, y los sucesos de un pasado perdido laten insistentemente sobre la conciencia cautivada. Estuve vagabundeando todo el día a través de las místicas arboledas; pensando en cosas de las que no hace falta hablar y conversando con seres que no debo mencionar. A la edad de diez años, yo había visto y oído multitud de maravillas ocultas para el vulgo; y era curiosamente viejo en ciertos aspectos. Cuando, tras abrirme paso entre dos exuberantes zarzales, me topé bruscamente con la entrada de la cripta, yo no sabía lo que había descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta tan curiosamente entreabierta, y los relieves funerarios sobre el arco, no despertaron en mí asociaciones tristes o terribles. Sobre tumbas y sepulcros ya era mucho lo que sabía e imaginaba, aunque por mi peculiar carácter me había apartado de todo contacto con camposantos y cementerios. La extraña casa de piedra en la ladera representaba para mí una fuente de interés y especulaciones; y su interior frío y húmedo, dentro del que vanamente trataba de ojear a través de la abertura tan incitantemente dispuesta, no tenía para mí connotaciones de muerte o decadencia. Pero de ese instante de curiosidad nació el loco e irracional deseo que me ha conducido a este infierno de reclusión. Azuzado por una voz que debía proceder del espantoso corazón de la espesura, resolví penetrar aquellas tinieblas que me reclamaban, a pesar de las cadenas que impedían mi acceso. En la menguante luz del día, alternativamente sacudí los herrumbrosos impedimentos, dispuesto a franquear la puerta de piedra, e intenté escurrir mi magro cuerpo a través del espacio ya abierto; pero nada de todo esto resultó. Tras la curiosidad del principio, ahora me encontraba frenético; y cuando en el crepúsculo que avanzaba volví a casa, había jurado al centenar de dioses del bosque que, a cualquier precio, algún


día me abriría paso hasta las oscuras y heladas profundidades que parecían reclamarme. El médico de barba gris que acude cada día a mi cuarto dijo una vez a un visitante que tal decisión representaba el comienzo de una penosa monomanía; pero esperaré el juicio final de los lectores cuando éstos hayan sabido todo. Consumí los meses posteriores al descubrimiento en inútiles tentativas de forzar el complejo candado de la cripta entreabierta, así como en discretas indagaciones acerca de la naturaleza e historia de esa estructura. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, aprendí mucho, aun cuando mi habitual reserva me llevó a no comunicar a nadie ni esos datos ni la decisión tomada. Quizás debiera mencionar que no me sorprendí ni me aterré al conocer la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas acerca de la vida y de la muerte me habían llevado a asociar, de alguna vaga forma, la fría arcilla y el cuerpo animado; y sentí que esa grande y siniestra familia de la mansión incendiada estaba en algún modo presente en el pétreo recinto que yo trataba de explorar. Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas antiguamente en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por la tumba, ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día. En cierta ocasión lancé una vela por la rendija de la entrada; pero no pude ver nada sino un tramo de húmedos peldaños que descendía. El olor del lugar me repelía al tiempo que me fascinaba. Sentía haberlo aspirado ya antes, en un remoto pasado anterior a todo recuerdo; previo incluso a mi estancia en el cuerpo que ahora habito. El año siguiente al descubrimiento de la tumba encontré una traducción carcomida por los gusanos de las Vidas de Plutarco en el ático atestado de libros de mi hogar. Leyendo la vida de Teseo, quedé sumamente impresionado por aquel pasaje que habla sobre la gran roca bajo la que el héroe infantil habría de encontrar las señales de su destino, tras hacerse lo suficientemente adulto como para alzar su enorme peso. Esa leyenda consiguió aplacar mi acuciante impaciencia por penetrar la cripta, ya que me hizo percibir que aún no había llegado el tiempo. Más tarde, me dije, alcanzaría fuerza e ingenio bastantes como para franquear con facilidad la puerta pesadamente encadenada; pero hasta ese momento debía conformarme con lo que parecían los designios del Destino. En consecuencia, la atención dedicada al húmedo portal se tornó menos persistente, y dediqué mucho de mi tiempo a otras meditaciones sobre asuntos igualmente extraños. A veces me levantaba sigilosamente durante la noche, saliendo a pasear por aquellos camposantos y cementerios de los que mis padres me habían mantenido alejado. Qué hacía allí no sabría decir, ya que no estoy seguro de la realidad de algunos hechos; pero sé que al día siguiente de alguno de tales paseos solía asombrarme con la posesión de un conocimiento sobre temas casi olvidados durante muchas generaciones. Fue durante una noche así que estremecí a la comunidad con una extraña hipótesis acerca del enterramiento del rico y famoso hacendado Brewster, una celebridad local sepultada en 1711 y cuya lápida de pirraza, ostentando el grabado de una calavera y dos tibias cruzadas, iba convirtiéndose lentamente en polvo. En un instante de infantil imaginación juré no sólo que el enterrador, Goodman Simpson, había hurtado sus zapatos con hebilla de plata, medias de seda y calzones de raso al muerto antes del entierro; sino que


el mismo hacendado, aún vivo, se había girado por dos veces en su ataúd cubierto de tierra el día después de ser sepultado. Pero la idea de penetrar la tumba nunca abandonó mis pensamientos; viéndose de hecho estimulada por el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos mantenían un ligero parentesco con la familia de los Hydes, considerada extinta. El último de mi rama paterna, yo era asimismo el último de ese linaje más viejo y misterioso. Comencé a considerar esa tumba como mía, y a esperar con ansiedad el futuro, esperando el momento en que pudiera traspasar la puerta de piedra y descender en la oscuridad aquellos viscosos peldaños de piedra. Adquirí el hábito de escuchar con gran atención junto al portal entornado, eligiendo para esa curiosa vigilia mis horas preferidas, en la quietud de la medianoche. Al alcanzar la edad adulta, había abierto un pequeño claro en la espesura, ante la fachada cubierta de moho de la ladera, permitiendo a la vegetación adyacente circundar y cubrir aquel espacio, a semejanza de un selvático enramado. Tal enramado era mi templo, la puerta aherrojada del santuario, y aquí yacía tendido en el musgoso suelo, sumido en extraños pensamientos y enroñando sueños extraños. La noche de la primera revelación hacía bochorno. Debí quedarme dormido a causa del cansancio, ya que tuve la clara sensación de despertar al oír las voces. Dudo de mencionar sus tonos y acentos; de su cualidad no quiero ni hablar; pero puedo decir que había extraordinarias diferencias en su vocabulario, pronunciación y en la construcción de frases. Cada matiz del dialecto de Nueva Inglaterra, desde las groseras sílabas de los colonos puritanos a la retórica precisa de cincuenta años atrás, parecían hallarse representadas en aquel sombrío coloquio, aunque sólo más tarde caí en la cuenta. En ese instante, de hecho, mi atención estaba distraída con otro fenómeno; un suceso tan fugaz que no podría jurar que haya sucedido realmente. Apenas creí estar despierto, cuando una luz se apagó apresuradamente dentro del hondo sepulcro. No creo haber quedado pasmado o sumido en el pánico, aunque soy consciente de haber sufrido un cambio grande y permanente durante esa noche. Al volver a casa me dirigí sin vacilar a un podrido arcón del ático, en cuyo interior encontré la llave que al día siguiente abriría fácilmente la barrera contra la que tanto tiempo había luchado en vano. Fue al suave resplandor del final de la tarde cuando por vez primera accedí a la cripta de la ladera abandonada. Un hechizo me envolvía, y mi corazón latía con un alborozo que apenas puedo describir. Mientras cerraba a mis espaldas la puerta y descendía los pringosos escalones a la luz de mi solitaria vela, creí reconocer el camino y, aunque la vela chisporroteaba debido al sofocante ambiente del lugar, me sentía singularmente a gusto con aquel aire viciado, como de osario. Mirando alrededor, columbré multitud de losas de mármol sobre las que reposaban ataúdes, o restos de ataúdes. Algunos estaban sellados e intactos, pero otros casi se habían deshecho, dejando las manijas de plata y placas caídas entre algunos curiosos montones de polvo blancuzco. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, que había llegado de Sussex en 1640 y muerto aquí unos años después. En un llamativo nicho había un ataúd bastante bien conservado y vacío que me hizo sonreír a la par que estremecer. Un extraño impulso me llevó a encaramarme a la amplia losa, apagar la vela y yacer dentro de la caja desocupada.


Con la luz gris del alba salí dando tumbos de la cripta y aseguré la cadena de la puerta a mi espalda. Ya no era un joven, aun cuando tan sólo veintiún inviernos habían pasado por mi envoltura corporal. Los aldeanos más madrugadores que alcanzaron a presenciar mi vuelta a casa me contemplaron atónitos, asombrados de los signos de juerga tormentosa visibles en alguien cuya vida era tenida por sobria y solitaria. No me mostré ante mis padres hasta después de un largo y reparador sueño. En adelante frecuenté cada noche la tumba; viendo, escuchando y realizando actos que jamás debo revelar. Mi forma de hablar, siempre susceptible de las influencias más inmediatas, fue lo primero en sucumbir al cambio, y la súbita aparición de arcaísmos en mi habla fue pronto advertida. Más tarde, mi conducta se tiñó de extraño valor y temeridad, hasta el punto de que inconscientemente comencé a adoptar la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi reclusión de por vida. Mi anteriormente silenciosa lengua se tornó voluble, con la gracia fácil de un Chesterfield o el cinismo ateo de un Rochester. Mostraba una curiosa erudición, completamente alejada de los saberes fantásticos y monacales de los que me había empapado en mi juventud, y cubría las hojas de guarda de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que tenían influencias de Gay, Prior y los más vivos de los burlones y poetas augustos. Una mañana, durante el desayuno, me puse al borde del desastre al declamar con acentos netamente ebrios una efusión de alegría bacanal del siglo dieciocho; un soplo de alegría georgiana nunca consignada en libros, que rezaba más o menos así: Acudid acá, mozos, con vuestras jarras de cerveza, Y bebed por el presente antes de que se esfume; Apilad en vuestro plato una montaña de carne, Pues el comer y el beber nos brinda alivio: Así que colmad vuestros vasos, Ya que la vida pronto pasará; ¡Cuando estéis muertos no brindaréis a la salud del rey o de vuestra chica! Anacreonte tenía la nariz roja, según cuentan: ¿Pero qué es una nariz colorada a cambio de estar alegre y vivaz? ¡Dios me valga! Mejor rojo como estoy aquí, que blanco como un lirio… ¡y muerto medio año! Así que Betty, mi dama, Ven y dame un beso; ¡En el infierno no hay hija de ventero que se te pueda comparar! El joven Harry se mantiene todo lo tieso que puede, Pronto perderá la peluca y caerá bajo la mesa; Pero colmad vuestras copas y hacerlas circular… ¡Mejor bajo la mesa que bajo tierra! Así que reíd y gozad Bebed sin cesar: ¡Bajo seis pies de tierra no os será tan fácil el disfrutar! ¡El diablo me confunda! Apenas puedo andar, ¡Maldito sea si puedo tenerme en pie o hablar!


Aquí, posadero, manda a Betty por una silla; ¡Me iré a casa en un rato, ya que mi mujer no está! Así que echadme una mano; No me tengo en pie, ¡Pero contento estoy mientras me mantenga sobre la tierra! Por esa época comencé a albergar mi actual miedo al fuego y las tormentas. Antes indiferente a tales cosas, sentía ahora un inexplicable horror ante ellas; y era capaz de recogerme al rincón más profundo de la casa cuando los cielos amenazaban con aparato eléctrico. Uno de mis refugios favoritos durante el día era el ruinoso sótano de la mansión quemada, y con la imaginación podría pintar la estructura tal y como había sido antiguamente. En cierta ocasión asusté a un aldeano conduciéndolo en secreto a un sombrío subsótano cuya existencia me parecía conocer a pesar del hecho de que había permanecido desconocido y olvidado durante muchas generaciones. Al final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres, alarmados por la alteración de ademanes y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba con conducirme al desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba, habiendo guardado mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia; pero ahora me veía obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los laberintos de la hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible perseguidor. Guardaba la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de mi cuello, cuya existencia tan sólo era conocida por mí. Nunca saqué del sepulcro ninguna de las cosas que encontré entre sus muros. Una mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba las cadenas del portal con mano no demasiado firme, advertí en un matorral adyacente el rostro de un observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi enramado había sido descubierto y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado. El hombre no se me acercó, por lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo por espiar lo que pudiera informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias más allá de la puerta encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi regocijado asombro cuando escuché al espía contar a mi padre con un precavido susurro que yo había pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con mis ojos somnolientos clavados en la hendidura que entreabría la puerta aherrojada! ¿Mediante qué milagro se había visto engañado el observador? Ahora estaba convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por tal circunstancia celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de que nadie podría presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo los placeres de ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió, y me arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía. No debí salir esa noche, ya que el estigma del trueno acechaba en las nubes, y una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano ubicado al fondo de la hondonada. La llamada de los muertos, también, era distinta. En vez de la tumba de la ladera, procedía del calcinado sótano en lo alto, cuyo demonio tutelar me hacía señas con


dedos invisibles. Cuando salí de una arboleda intermedia al llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa luz lunar, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida un siglo antes, alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada extasiada; cada ventana resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el largo sendero acudían los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que una muchedumbre de petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones vecinas. Con tal gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los anfitriones, no entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el vino estaba en cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido mucho mejor de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la descomposición. Entre una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y disipado. Alegres blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos chascarrillos no respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza. Súbitamente, un retumbar de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de aquella juerga tumultuosa, rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en aquella porcina compañía. Rojas llamaradas y tremendas ráfagas de calor envolvieron la casa, y los concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una calamidad que parecía trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron vociferando en la noche. Tan sólo quedé yo, atado a mi asiento por un terror mortal jamás sentido hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó posesión de mi alma. Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo disperso a los cuatro vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba de los Hydes! ¿Acaso no tenía derecho a descansar durante el resto de la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! ¡Reclamaría mi herencia de muerte aun cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra morada carnal que la situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca arrostraría el triste destino de Palinuro! Mientras el espejismo de la casa ardiente se desvanecía, me encontré gritando y debatiéndome como un loco entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba. La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían sido rotos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan sólo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de suerte que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo.


Al día siguiente me trajeron a este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas merced a un sirviente no muy espabilado, y ya de edad, por quien sentí gran cariño durante la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan sólo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, que me visita a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado exterior a la espantosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado Hiram, a estas alturas yo mismo estaría bastante convencido de mi propia locura. Pero Hiram, fiel hasta el final, ha tenido fe en mí y ha provocado lo que me lleva a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana forzó el cerrojo que aseguraba la puerta de la tumba perpetuamente entornada y descendió con una linterna a las sombrías profundidades. En una losa, en el interior de un nicho, descubrió un ataúd viejo, pero vacío, en cuya deslustrada placa reza esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa cripta me ha prometido que seré sepultado. FIN


La torre H. P. Lovecraft Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos -incluso próximos a lo cotidiano- que atraen a hados y demonios. Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre. FIN


La Nave Blanca H. P. Lovecraft Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta. De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso. Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo. La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas. La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces


canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor. Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal. Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado: -Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar. Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo: -Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad. Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido. Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados


de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo: -Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados. Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna. En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca. Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo: -Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?


Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados. Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. “Cathuria”, me decía, “es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria”. Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie. Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio


del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas: -Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido. Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente. El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado. Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes. Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás. FIN


La música de Erich Zann H. P. Lovecraft He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d´Auseil. Pero a pesar de todos mis esfuerzos, no deja de ser una frustración que no haya podido dar con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la música de Erich Zann. Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d´Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d´Auseil. La Rue d´Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados almacenes de ladrillo con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía a ella por un macizo puente de piedra ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas vecinas impidiera el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un hedor que no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día me ayude a dar con el lugar que busco, pues estoy seguro de que reconocería ese olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de calles adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de una pendiente increíble a la altura de la Rue d´Auseil. Jamás he visto una calle más angosta y empinada como la Rue d´Auseil. Cerrada a la circulación rodada, casi era un precipicio consistente en algunos lugares en tramos de escaleras que culminaban en la cresta en un impresionante muro cubierto de hiedra. El pavimento era irregular: unas veces losas de piedra, otras adoquines y a veces pura y simple tierra con incrustaciones de vegetación de un color verdoso y grisáceo. Las casas altas, con los tejados rematados en pico, increíblemente antiguas y estaban inclinadas a la buena de Dios hacia delante o hacia un lado. De vez en cuando podían verse dos casas con las fachadas frente por frente e inclinadas hacia delante, hasta el punto de formar casi un arco en medio de la calle; lógicamente, apenas luz alguna llegaba al suelo que había debajo de ellas. Entre las casas de uno y otro lado de la calle había unos cuantos puentes elevados.


Los vecinos de aquella calle me producían una extraña impresión. Al principio pensé que era debido a su natural silencioso y taciturno, pero luego lo atribuí al hecho de que todos allí eran ancianos. No sé cómo pude ir a parar a semejante calle, pero no fui yo ni mucho menos el único que se mudó a vivir a aquel lugar. Había vivido en muchos sitios destartalados, de los que siempre me había visto desalojado por no poder pagar la renta, hasta que finalmente un día me di de bruces con aquella casa medio en ruinas de la Rue d´Auseil que guardaba un paralítico llamado Blandot. Era la tercera casa según se miraba desde la parte superior de la calle, y la más alta de todas con diferencia. Mi habitación estaba en el quinto piso. Era la única habitada en aquella planta, pues la casa estaba prácticamente vacía. La noche de mi llegada oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, y al día siguiente inquirí al viejo Blandot por el intérprete de aquella música. Me dijo que la persona en cuestión era un anciano violinista de origen alemán, un hombre mudo y un tanto extraño, que firmaba con el nombre de Erich Zann y que por las noches tocaba en una orquestilla teatral. Y añadió que la afición de Zann a tocar por la noches a la vuelta del teatro era el motivo que le había llevado a instalarse en aquella alta y solitaria habitación abuhardillada, cuya ventana de gablete era el único punto de la calle desde el que podía divisarse el final del muro en declive y la panorámica que se ofrecía del otro lado del mismo. En adelante no hubo noche que no oyera a Zann, y, aunque su música me mantenía despierto, había algo extraño en ella que me turbaba. No obstante ser yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba convencido de que ninguna de sus armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces, de lo que deduje que tenía que tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto más la escuchaba más me atraía aquella música, hasta que al cabo de una semana decidí darme a conocer a aquel anciano. Una noche, cuando Zann regresaba del trabajo, le salí al paso del rellano de la escalera y le dije que me gustaría conocerlo y acompañarlo mientras tocaba. Era pequeño de estatura, delgado y andaba algo encorvado, con la ropa desgastada, ojos azules, una expresión entre grotesca y satírica y prácticamente calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que temerosa. Con todo, el talante amistoso de mis maneras acabó por aplacarlo, y a regañadientes me hizo señas para que lo siguiera por la oscura, agrietada y desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. Su habitación, una de las dos que había en aquella buhardilla de techo inclinado, estaba orientada al oeste, hacia el muro que formaba el extremo superior de la calle. Era de grandes dimensiones, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en que se encontraba. Por todo mobiliario había una delgada armadura metálica de cama, un deslustrado lavamanos, una mesita, una gran estantería, un atril y tres anticuadas sillas. Apiladas en desorden por el suelo se veían multitud de partituras. Las paredes eran de tableros desnudos, y lo más probable es que no hubieran sido revocadas en la vida; por otro lado, la abundancia de polvo y telarañas por doquier hacían que el lugar pareciese más abandonado que habitado. En suma, el bello mundo de Erich Zann debía sin duda encontrarse en algún remoto cosmos de su imaginación.


Indicándome por señas que me sentara, mi anciano y mudo vecino cerró la puerta, echó el gran cerrojo de madera y encendió una vela para aumentar la luz de la que ya portaba consigo. A continuación, sacó el violín de la apolillada funda y, cogiéndolo entre las manos, se sentó en la menos incómoda de las sillas. No utilizó para nada el atril, pero, sin darme opción y tocando de memoria, me deleitó por espacio de más de una hora con melodías que sin duda debían ser creación suya. Tratar de describir su exacta naturaleza es prácticamente imposible para alguien no versado en música. Era una especie de fuga, con pasajes reiterados verdaderamente embriagadores, pero en especial para mí por la ausencia de las extrañas notas que había oído en anteriores ocasiones desde mi habitación. No se me iban de la cabeza aquellas obsesivas notas, e incluso a menudo las tarareaba y silbaba para mis adentros aunque sin gran precisión, así que cuando el solista depuso finalmente el arco le rogué que me las interpretara. Nada más oír mis primeras palabras aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión benigna y ausente que había tenido durante toda al interpretación, y pareció mostrar la misma curiosa mezcolanza de ira y temor que cuando lo abordé por vez primera. Por un momento intenté recurrir a la persuasión, disculpando los caprichos propios de la senilidad; hasta traté de despertar los exaltados ánimos de mi anfitrión silbando unos acordes de la melodía escuchada la noche precedente. Pero al instante hube de interrumpir mis silbidos, pues cuando el músico mudo reconoció la tonada su rostro se contorsionó de repente adquiriendo una expresión imposible de describir, al tiempo que alzaba su larga, fría y huesuda mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo demostró una vez más su rareza, pues echó una mirada expectante hacia la única ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún intruso; una mirada doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los tejados adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo que había dicho el portero, la ventana era el único punto de la empinada calle desde el que podía verse la cumbre por encima del muro. La mirada del anciano me hizo recordar la observación de Blandot, y de repente se me antojó satisfacer mi deseo de contemplar la amplia y vertiginosa panorámica de los tejados a la luz de la luna y las luces de la ciudad que se extendían más allá de la cumbre, algo que de entre todos los moradores de la Rue d´Auseil sólo le era dado ver a aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué a la ventana y estaba ya a punto de correr las indescriptibles cortinas cuando, con una violencia y terror aún mayores que los de hasta entonces había hecho gala, mi mudo vecino se abalanzó de nuevo sobre mí, esta vez indicándome con gestos de la cabeza la dirección de la puerta y esforzándose agitadamente por alejarme de allí con ambas manos. Ahora, decididamente enfadado con mi vecino, le ordené que me soltara, que no pensaba permanecer allí ni un momento más. Viendo lo agraviado y disgustado que estaba, me soltó a la vez que su ira remitía. Al momento, volvió a agarrarme con fuerza, pero esta vez en tono amistoso, y me hizo sentarme en una silla; luego, con aire meditabundo, se acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a escribir en un francés forzado, propio de un extranjero. La nota que finalmente me extendió era una súplica en la que reclamaba tolerancia y perdón. En ella, Zann decía ser un solitario anciano afligido por extraños temores


y trastornos nerviosos relacionados con su música, amén de otros problemas. Le encantaba que escuchara su música, y deseaba que volviera más noches y no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero no podía tocar para otros sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran; asimismo, tampoco podía aguantar que otros tocaran en su habitación. No había sabido, hasta nuestra conversación en el rellano de la escalera, que desde mi habitación podía oír su música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Blandot para que me diera una habitación en un piso más bajo donde no pudiera oírlo por la noche. Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de su cuenta. Mientras trataba de descifrar el execrable francés de aquella nota, mi compasión hacia aquel pobre hombre fue en aumento. Era, al igual que yo, víctima de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de metafísica me habían enseñado que en tales casos se requería compresión más que nada. En medio de aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento nocturno debió hacer resonar la persiana, y por alguna razón que se me escapaba di un respingo casi tan brusco como el de Erich Zann. Cuando terminé de leer la nota, le di la mano a mi vecino y salí de allí en calidad de amigo suyo. Al día siguiente Blandot me dio una habitación algo más cara en el tercer piso, situado entre la pieza de un anciano prestamista y la de un honrado tapicero. En el cuarto piso no vivía nadie. No tardé en darme cuenta de que el interés mostrado por Zann en que le hiciera compañía no era lo que creí entender cuando me persuadió a mudarme del quinto piso. Nunca me llamó para que fuera a verlo, y cuando lo hacía parecía encontrarse a disgusto y tocaba con desgana. Las veladas siempre tenían lugar de noche, pues durante el día dormía y no admitía visitas. Mi afecto hacia él no aumentó, aunque parecía como si aquella buhardilla y la extraña música que tocaba mi vecino ejercieran una extraña fascinación sobre mí. No se me había ido de la cabeza el indiscreto deseo de mirar por aquella ventana y ver qué había por encima del muro y abajo, en la invisible pendiente con los rutilantes tejados y chapiteles que debían divisarse desde allí. En cierta ocasión subí a la buhardilla en horas de teatro, mientras Zann estaba fuera, pero la puerta tenía echado el cerrojo. Para lo que sí me las arreglé, en cambio, fue para oír las interpretaciones nocturnas de aquel anciano mudo. Al principio, iba de puntillas hasta mi antiguo quinto piso, y con el tiempo me atreví incluso a subir el último y chirriante tramo de la escalera que llevaba hasta la buhardilla. Allí, en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta que tenía el agujero de la cerradura tapado, pude oír con relativa frecuencia sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos, pues ciertamente no lo eran, sino que sus vibraciones no guardaban parangón alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. No había duda, Erich Zann era un genio de irresistible talento. A medida que pasaban las semanas las interpretaciones fueron adquiriendo un ritmo más frenético, y el semblante del anciano músico fue tomando un aspecto cada vez más demacrado y huraño digno


de la mayor compasión. Ya no me dejaba pasar a verlo, fuese cual fuese la hora a que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la escalera. Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí al chirriante violín dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos, un pandemonio que me habría hecho dudar de mi propio juicio si desde el otro lado de la atrancada puerta no me hubiera llegado una lastimera prueba de que el horror era auténtico: el espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo puede emitir, y que sólo se alza en los momentos en que la angustia y el miedo son más irresistibles. Golpeé repetidas veces en la puerta, pero no percibí respuesta. Luego, aguardé en el oscuro rellano, temblando de frío y miedo, hasta que oí los débiles esfuerzos del desventurado músico por incorporarse del suelo con ayuda de una silla. Creyendo que recuperaba el sentido tras haber sufrido un desmayo, renové mis golpes al tiempo que profería en voz alta mi nombre con objeto de tranquilizarle. Oí a Zann tambaleándose hasta llegar a la ventana y cerrar las cortinas y el bastidor, y luego dirigirse dando traspiés hacia la puerta, que abrió de forma vacilante para dejarme paso. Esta vez saltaba a la vista que estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta cara resplandecía de alivio mientras me agarraba del abrigo, como haría un niño de las faldas de su madre. Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla mientras él se dejaba caer en otra, junto a la que se encontraban tirados por el suelo el violín y el arco. Durante algún tiempo permaneció inactivo, haciendo extrañas inclinaciones de cabeza, pero dando la paradójica impresión de escuchar intensa y temerosamente. A continuación, pareció recobrar el ánimo, y sentándose en una silla junto a la mesa escribió una breve nota, me la entregó y volvió a la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente. En la nota me imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no me levantara de donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo informe en alemán sobre los prodigios y temores que le asediaban. En vista de ello, permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano mudo corría sobre el papel. Habría transcurrido ya una hora, y yo seguía allí esperando mientras el anciano músico proseguía escribiendo febrilmente y las hojas se apilaban unas sobre otras, cuando, de repente, Zann dio un respingo como si hubiera recibido una fuerte sacudida. No cabía error; sus ojos miraban a la ventana con la cortina echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Luego, creí oír un sonido, esta vez no era horrible sino que, muy al contrario, se asemejaba a una nota musical extraordinariamente baja e infinitamente lejana, como si procediera de algún músico que habitase en alguna de las casas próximas o en una vivienda allende el imponente muro por encima del cual nunca conseguí mirar. El efecto que le produjo a Zann fue terrible, pues, soltando el lápiz, se levantó al instante, cogió el violín entre las manos y se puso a desgarrar la noche con la más frenética interpretación que había oído salir de su arco, a excepción de cuando lo escuchaba del otro lado de la atrancada puerta. Sería inútil intentar describir lo que tocó Erich Zann aquella espantosa noche. Era infinitamente más horrible que todo lo que había oído hasta entonces, pues ahora


podía ver la expresión dibujada en su rostro y podía advertir que en esta ocasión el motivo era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de emitir un ruido con el fin de alejar, o acallar algo, qué exactamente no sabría decir, pero en cualquier caso debía tratarse de algo pavoroso. La interpretación alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio, pero sin perder ni una sola de aquellas cualidades de magistral genio de que estaba dotado aquel singular anciano. Reconocí la melodía -una frenética danza húngara que se había hecho popular en los medios teatrales-, y durante unos segundos reflexioné que aquélla era la primera vez que oía a Zann interpretar una composición de otro autor. Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y lastimero alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos acordes creía ver sombríos faunos y bacantes que bailaban y giraban como posesos en abismos desbordantes de nubes, humo y relámpagos. Y luego me pareció oír una nota más estridente y prolongada que no procedía del violín; una nota pausada, deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección oeste. En este trance, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento nocturno que se había levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la furiosa música que se oía dentro. El chirriante violín de Zann se superó a sí mismo y se lanzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran salir de las cuerdas de un violín. La persiana trepidó con más fuerza, se soltó y comenzó a golpear con estrépito la ventana. Como consecuencia de los persistentes impactos en su superficie el cristal se hizo añicos, dejando entrar una bocanada de aire frío que hizo chisporrotear la llama de las velas y crujir las hojas de papel que había sobre la mesa en que Zann intentaba poner por escrito su abominable secreto. Eché una mirada a Zann y comprobé que estaba totalmente absorto en su tarea. Sus ojos estaban inflamados, vidriosos y ausentes, y la frenética música había acabado transformándose en una orgía desenfrenada e irreconociblemente automática que ninguna pluma podría siquiera intentar describir. Una repentina bocanada, más fuerte que las anteriores, arrebató el manuscrito y se lo llevó hacia la ventana. Preso de la desesperación, me lancé tras las cuartillas que volaban por la habitación, pero ya se las había llevado el viento antes de conseguir llegar yo a las abatidas hojas de la ventana. En aquel momento recordé mi deseo aún insatisfecho de mirar desde aquella ventana, la única de la Rue d´Auseil desde la que podía verse la ladera que había al otro lado del muro y la urbe extendida a sus pies. La oscuridad era total, pero las luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba poder verlas por entre la cortina de lluvia y viento. Pero cuando miré desde la ventana más alta de la buhardilla, mientras las velas seguían chisporroteando y el enajenado violín competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi ciudad alguna debajo de mí ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente de calles conocidas, sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio lleno de música y movimiento, sin parecido alguno con ningún otro rincón de la tierra. Y mientras permanecía allí de pie contemplando con espanto aquel inimaginable espectáculo, el viento apagó las dos


velas que iluminaban aquella vieja buhardilla, sumiéndolo todo en la más brutal e impenetrable oscuridad. Ante mí no tenía sino el caos y el pandemonio más absoluto; a mi espalda, la endiablada enajenación de aquellos nocturnales desgarros de las cuerdas de violín. Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación. Sin poder encender una cerilla, derribé una silla y, finalmente, me abrí paso a tientas hasta el lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble música. Debía tratar de escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me rozara y lancé un grito de espanto, pero éste fue sofocado por la música que salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de aquella oscuridad total me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que pude advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta tocar el respaldo de la silla de Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en un intento de hacerlo volver a sus cabales. Pero Zann no respondió, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar la menor intención de parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su mecánica inclinación y le grité al oído que debíamos escaparnos los dos de aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí respuesta ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas corrientes de aire parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por qué… no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada, tersa, sin la menor señal de respiración, cuyos vidriosos ojos sobresalían inútilmente en el vacío. Y a renglón seguido, tras encontrar milagrosamente la puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de vidriosos ojos que habitaba en la oscuridad y de los horribles acordes de aquel maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada salida de aquella estancia. Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta, empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas. Como una exhalación descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar a las calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé el gran puente oscuro que conduce a las amplias y saludables calles y bulevares que todos conocemos… todas ellas son terribles impresiones que me acompañarán donde quiera que vaya. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían. A pesar de mis afanosas pesquisas e indagaciones, no he vuelto a localizar la Rue d´Auseil. Pero no puedo decir que lo sienta demasiado, ya sea por todo esto o por la pérdida en insondables abismos de aquellas hojas con apretada letra que únicamente la música de Erich Zann podría haber explicado. FIN



La llamada de Cthulhu H. P. Lovecraft Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie... Algernon Blackwood 1. El bajorrelieve de arcilla No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas. Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que


une los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas… y algo más que dudas. Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano. El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación. Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea. Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y


del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925. La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado. En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual. -Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines. Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación


confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn. Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhuy R’lyeh. El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro. El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante


una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista. Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional “sal de la tierra” de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal. Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así. Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de


lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor. 2. El informe del inspector Legrasse Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir… Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas. El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar. No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos


arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes. El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida. La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización. El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado. Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre. Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo


había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando. Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn. Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así: En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando. Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos. El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.


En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie. La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes. Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn. Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.


En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego. Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales. La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse. Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto. Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido


siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo. Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: “En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”. Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los AlasNegras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China. El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos. Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas.


Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños. Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno. En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico: No está muerto quien puede yacer y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.

eternamente,

Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb. El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la


charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox. No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano. Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico. Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas. Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar. Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío


había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales. Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn. Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía. El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell. Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho. 3. La locura del mar


Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número del Boletín de Sidneydel 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el “culto de Cthulhu” y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano. Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido: Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación. El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21′ de latitud sur, y a los 152°17′ longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo. El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana. El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario. Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de


cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres. El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51′ de latitud sur y a los 128°54′ de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos2y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada. Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos. Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo. Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas. Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril. Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones. Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela. Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza. El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente. Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo


había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío? El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres. Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas. En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección. Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la


estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: “Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”. Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg. La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo. No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general. Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres. Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos. Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol. El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los


abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49°9′ de latitud oeste, y 126°43′ de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante! Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert. Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas… superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión. Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.


Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de recuerdo. Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente. Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba. Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva. La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla. La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros


astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez. Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua. Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro. Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés 3; pero Johansen no retrocedió. Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad. Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias,


vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago. Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos. Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe. Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos. FIN


La decisión de Randolph Carter H. P. Lovecraft Les repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso -y casi esperoque ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido parcialmente sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla -deseo fervientemente que así haya sido-, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra -o alguna innombrable criatura que no me es posible describir-, podrían contar. Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los sobrenaturales estudios de Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó el desenlace -volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo-, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así sea, porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, según su teoría, ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren, pues sospecho que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él. Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo -con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había


traído de la India un mes antes-; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya muy alta en el cielo vaporoso. Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas; y bajo sus rayos trémulos y tenues puede distinguir un repulsivo panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros musgosos y ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una vegetación malsana. La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que probablemente fueron un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un lado. La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un tufo de gases miasmáticos tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la memoria las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor; una voz singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:


-Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior -dijo-, pero sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona de tan frágiles nervios como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a un manojo de nervios como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya te digo que no te puedes imaginar cómo son realmente estas cosas! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la tierra y volver! Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues sólo él poseía la clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario. Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna y oyendo el crujido del cable a medida que lo iba soltando; pero la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo la pálida luna creciente. Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuché con febril ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de hora. Luego sonó un chasquido en el aparato, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más siniestro que el más estridente alarido: -¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo! No pude contestar. Enmudecido, sólo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras: -¡Carter, es terrible…, monstruoso…, increíble! Esta vez no me falló la voz, y derramé por el transmisor un aluvión de excitadas preguntas. Aterrado, seguí repitiendo:


-¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es? De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de desesperación: -¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar… No me atrevo a decírtelo… Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo… ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé algo así! Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas. Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror: -¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!… ¡Rápido! Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más! Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, se oyó un grito lastimero de Warren: -¡Esfúmate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y esfúmate, Carter! Aquella jerga infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité: -¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo! Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total desesperación: -¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde… y la culpa es mía. Pon la losa y corre… ¡Ni tú ni nadie puede hacer nada ya! El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí. -¡Rápido…, antes de que sea demasiado tarde! Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún inerte, encadenado por mi absoluto horror. -¡Carter…, apúrate! Es inútil…, debes irte…, mejor uno solo que los dos… la losa… Una pausa, otro chasquido y luego la débil voz de Warren: -Ya casi ha terminado todo… No me hagas esto más difícil todavía… Cubre esa escalera maldita y salva tu vida… Estás perdiendo tiempo… Adiós, Carter…, nunca te volveré a ver.


Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos… -¡Malditas sean estas criaturas infernales…, son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!! Después, el silencio. No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, estupefacto, murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones, susurré y murmuré, llamé, grité, chillé: -¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí? Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que sólo mis propios gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo: -¡Warren!, ¿estás ahí? Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré, caballeros, dar razón de aquella cosa -aquella voz-, ni me aventuraré a describirla con detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no supe más… La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor miraba las sombras amorfas necrófagas, bajo una maldita luna menguante. Y esto fue lo que dijo: -¡Tonto, Warren ya está MUERTO!


La ciudad sin nombre H. P. Lovecraft Al acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita. Avanzaba por un valle terrible reseco bajo la luna, y la vi a lo lejos emergiendo misteriosamente de las arenas, como aflora parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El miedo hablaba desde las erosionadas piedras de esta vetusta superviviente del diluvio, de esta bisabuela de la más antigua pirámide; y un aura imperceptible me repelía y me conminaba a retroceder ante antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debía ver, ni nadie se habría atrevido a examinar. Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre, ruinosa y desmembrada, con sus bajos muros semienterrados en las arenas de incontables años. Así debía de encontrarse ya, antes de que pusieran las primeras piedras de Menfis, y cuando aun no se habían cocido los ladrillos de Babilonia. No hay leyendas tan antiguas que recojan su nombre o la recuerden con vida; pero se habla de ella temerosamente alrededor de las fogatas, y las abuelas cuchichean sobre ella también en las tiendas de los jeques, de forma que todas las tribus la evitan sin saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que el poeta loco Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su dístico inexplicable: «Que no está muerto lo que yace y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir»

eternamente

Yo debía haber sabido que los árabes tenían sus motivos para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad de la que se habla en extraños relatos, pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo, desafiándolos, penetré en el desierto inexplorado con mi camello. Sólo yo la he visto, y por eso no existe en el mundo otro rostro que ostente las espantosas arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se estremezca de forma tan horrible cuando el viento de la noche hace retemblar las ventanas. Cuando la descubrí, en la espantosa quietud del sueño interminable, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en medio del calor del desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé el júbilo de haberla descubierto, y me detuve con mi camello a esperar que amaneciera. Cuatro horas esperé, hasta que el oriente se volvió gris, se apagaron las estrellas, y el gris se convirtió en una claridad rosácea orlada de oro. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las vastas extensiones del desierto permanecían en silencio. Y de repente, por el borde lejano del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, a través de una minúscula tormenta de arena pasajera; y en mi estado febril imaginé que de alguna remota profundidad brotaba un estrépito de música metálica saludando al disco de fuego como Memnon lo saluda desde las orillas del Nilo. Y me resonaban los oídos, y me bullía la imaginación, mientras conducía mi camello lentamente por la arena hasta aquel lugar innominado; lugar que, de todos los hombres vivientes, únicamente yo he llegado a ver.


Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin encontrar relieves ni inscripciones que hablasen de los hombres -si es que fueron hombres- que habían construido esta ciudad y la habían habitado hacía tantísimo tiempo. La antigüedad del lugar era malsana, por lo que deseé fervientemente descubrir algún signo o clave que probara que había sido hecha efectivamente por los hombres. Había ciertas dimensiones y proporciones en las ruinas que me producían desasosiego. Llevaba conmigo numerosas herramientas, y cavé mucho entre los muros de los olvidados edificios; pero mis progresos eran lentos y nada de importancia aparecía. Cuando la noche y la luna volvieron otra vez, el viento frío me trajo un nuevo temor, de forma que no me atreví a quedarme en la ciudad. Y al salir de los antiguos muros para descansar, una pequeña tormenta de arena se levantó detrás de mí, soplando entre las piedras grises, a pesar de que brillaba la luna, y casi todo el desierto permanecía inmóvil. Al amanecer desperté de una cabalgata de horribles pesadillas, y me resonó en los oídos como un tañido metálico. Vi asomar el sol rojizo entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, haciendo más patente la quietud del paisaje. Una vez más, me interné en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las arenas como un ogro bajo su colcha, y de nuevo cavé en vano en busca de reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a señalar los muros, las calles olvidadas y los contornos de los casi desaparecidos edificios. Observe que la ciudad había sido efectivamente poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza. Me representaba el esplendor de una edad tan remota que Caldea no podría recordarla, y pensé en Sarnath la Predestinada, ya existente en la tierra de Mnar cuando la humanidad era todavía joven, y en Ib, excavada en la piedra gris antes de la aparición de los hombres. De repente, llegué a un lugar donde la roca del subsuelo emergía de la arena formando un bajo acantilado y vi con alegría lo que parecía prometer nuevos vestigios del pueblo antediluviano. Toscamente talladas en la cara del acantilado, aparecían las inequívocas fachadas de varios edificios pequeños o templos achaparrados, cuyos interiores conservaban quizá numerosos secretos de edades incalculablemente remotas; aunque las tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que sin duda exhibieron en su exterior. Las oscuras aberturas próximas a mí eran muy bajas y estaban cegadas por las arenas; pero limpié una de ellas con la pala y me introduje a gatas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que hubiese. Una vez en el interior, vi que la caverna era efectivamente un templo, y descubrí claros signos de la raza que había vivido y practicado su religión antes de que el desierto fuese desierto. No faltaban altares primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía esculturas ni frescos, había muchas piedras extrañas, claramente talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy extraña la baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía estar de rodillas; pero el recinto era tan grande que la antorcha revelaba una parte solamente. Algunos de los últimos rincones me producían temor; ya que determinados altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza repugnante e inexplicable que hicieron que me


preguntase qué clase de hombres podían haber construido y frecuentado semejante templo. Cuando hube visto todo lo que contenía el lugar, salí gateando otra vez, ansioso por averiguar lo que pudieran revelarme los templos. La noche se estaba echando encima; pero las cosas tangibles que había visto hacían que mi curiosidad fuese más fuerte que mi miedo, y no huí de las largas sombras lunares que me habían intimidado la primera vez que vi la ciudad sin nombre. En el crepúsculo, limpié otra abertura; y encendiendo una nueva antorcha me introduje a rastras por ella, y descubrí más piedras y símbolos enigmáticos; pero todo era tan vago como en el otro templo. El recinto era igual de bajo, aunque bastante menos amplio, y terminaba en un estrecho pasadizo en el que había oscuras y misteriosas hornacinas. Y me encontraba examinando estas hornacinas cuando el ruido del viento y mi camello turbaron la quietud, y me hicieron salir a ver qué había asustado al animal. La luna brillaba intensamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una densa nube de arena que parecía producida por un viento fuerte, aunque decreciente, que soplaba desde algún lugar del acantilado que tenía ante mí. Sabía que era este viento frío y arenoso lo que había inquietado al camello, y estaba a punto de llevarlo a un lugar más protegido, cuando alcé los ojos por casualidad y vi que no soplaba viento alguno en lo alto del acantilado. Esto me dejó asombrado, y me produjo temor otra vez; pero inmediatamente recordé los vientos locales y súbitos que había observado anteriormente durante el amanecer y el crepúsculo, y pensé que era cosa normal. Supuse que provenía de alguna grieta de la roca que comunicaba con alguna cueva, y me puse a observar el remolino de arena a fin de localizar su origen; no tardé en descubrir que salía de un orificio negro de un templo bastante más al sur de donde yo estaba, casi fuera de mi vista. Eché a andar contra la nube sofocante de arena, en dirección a dicho templo, y al acercarme descubrí que era más grande que los demás, y que su entrada estaba bastante menos obstruida de arena dura. Habría entrado, de no ser por la terrible fuerza de aquel viento frío que casi apagaba mi antorcha. Brotaba furioso por la oscura puerta suspirando misteriosamente mientras agitaba la arena y la esparcía por entre las espectrales ruinas. Poco después empezó a amainar, y la arena se fue aquietando poco a poco, hasta que finalmente todo quedo inmóvil otra vez; pero una presencia parecía acechar entre las piedras fantasmales de la ciudad, y cuando alcé los ojos hacia la luna, me pareció que temblaba como si se reflejara en la superficie de unas aguas trémulas. Me sentía más asustado de lo que podía explicarme, aunque no lo bastante como para reprimir mi sed de prodigios; así que tan pronto como el viento se calmó, crucé el umbral y me introduje en el oscuro recinto de donde había brotado el viento. Este templo, como había imaginado desde el exterior, era el más grande de cuantos había visitado hasta el momento; probablemente era una caverna natural, ya que lo recorrían vientos que procedían de alguna región interior. Aquí podía estar completamente de pie; pero vi que las piedras y los altares eran tan bajos como los de los otros templos. En los muros y en el techo observé por primera vez vestigios del arte pictórico de la antigua raza, curiosas rayas onduladas hechas con una pintura que casi se había borrado o descascarillado; y en dos de los altares vi con


creciente excitación un laberinto de relieves curvilíneos bastante bien trazados. Al alzar en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era demasiado regular para que fuese natural, y me pregunté qué prehistóricos escultores habrían trabajado en este lugar. Su habilidad técnica debió de ser inmensa. Luego, una súbita llamarada de la caprichosa antorcha me reveló lo que había estado buscando: el acceso a aquellos abismos más remotos de los que había brotado el inesperado viento; sentí un desvanecimiento al descubrir que se trataba de una puerta pequeña, artificial, cincelada en la sólida roca. Metí la antorcha por ella, y vi un túnel negro de techo bajo y abovedado que se curvaba sobre un tramo descendente de toscos escalones, muy pequeños, numerosos y empinados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a saber lo que significaban. En aquel momento no sabía si considerarlos peldaños o meros apoyos para salvar una pendiente demasiado pronunciada. La cabeza me daba vueltas, agobiada por locos pensamientos, y parecieron llegarme flotando las palabras y advertencias de los profetas árabes, a través del desierto, desde las tierras que los hombres conocen a la ciudad sin nombre que no se atreven a conocer. Pero sólo vacilé un momento, antes de cruzar el umbral y empezar a bajar precavidamente por el empinado pasadizo, con los pies por delante, como por una escala de mano. Solo en los terribles desvaríos de la droga o del delirio puede un hombre haber efectuado un descenso como el mío. El estrecho pasadizo bajaba interminable como un pozo espantosamente fantasmal, y la antorcha que yo sostenía por encima de mi cabeza no alcanzaba a iluminar las ignoradas profundidades hacia las que descendía. Perdí la noción de las horas y olvidé consultar mi reloj, aunque me asusté al pensar en la distancia que debía de estar recorriendo. Había giros y cambios de pendiente; una de las veces llegué a un corredor largo, bajo y horizontal, donde tuve que arrastrarme por el suelo rocoso con los pies por delante, sosteniendo la antorcha cuanto daba de sí la longitud de mi brazo. No había altura suficiente para permanecer de rodillas. Después, me encontré con otra escalera empinada, y seguí bajando interminablemente mientras mi antorcha se iba debilitando poco a poco, hasta que se apagó. Creo que no me di cuenta en ese momento, porque cuando lo noté, aún la sostenía por encima de mí como si me siguiera alumbrando. Me tenía completamente trastornado esa pasión por lo extraño y lo desconocido que me había convertido en un errabundo en la tierra y un frecuentador de lugares remotos, antiguos y prohibidos. En la oscuridad, me venían al pensamiento súbitos fragmentos de mi amado tesoro de saber demoníaco: frases del árabe loco Alhazred, párrafos de las pesadillas apócrifas de Damascius, y sentencias infames del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía citas extrañas y murmuraba cosas sobre Afrasiab y los demonios que bajaban flotando con él por el Oxus; más tarde, recité una y otra vez la frase de uno de los relatos de Lord Dunsany: «La sorda negrura del abismo». En una ocasión en que el descenso se volvió asombrosamente pronunciado, repetí con voz monótona un pasaje de Tomás Moro, hasta que tuve miedo de recitarlo más: Un tomo

pozo un

de caldero

de

tinieblas. brujas,

negro lleno


De drogas lunares en eclipse destiladas Al inclinarme a mirar si podía bajar el pie Por ese abismo, vi, abajo, Hasta donde alcanzaba la mirada, Negras Paredes lisas como el cristal Recién acabadas de pulir, Y con esa negra pez que el Trono de la Muerte Derrama por sus bordes viscosos. El tiempo había dejado de existir por completo cuando mis pies tocaron nuevamente un suelo horizontal, y llegué a un recinto algo más alto que los dos templos anteriores que, ahora, estaban a una distancia incalculable, por encima de mí. No podía ponerme de pie, pero podía enderezarme arrodillado; y en la oscuridad, me arrastré y gateé de un lado para otro al azar. No tardé en darme cuenta de que me encontraba en un estrecho pasadizo en cuyas paredes se alineaban numerosos estuches de madera con el frente de cristal. El descubrir en semejante lugar paleozoico y abismal objetos de cristal y madera pulimentada me produjo un estremecimiento, dadas sus posibles implicaciones. Al parecer, los estuches estaban ordenados a lo largo del pasadizo a intervalos regulares, y eran oblongos y horizontales, espantosamente parecidos a ataúdes por su forma y tamaño. Cuando traté de mover uno o dos, a fin de examinarlos, descubrí que estaban firmemente sujetos. Comprobé que el pasadizo era largo y seguí adelante con rapidez, emprendiendo una carrera a cuatro patas que habría parecido horrible de haber habido alguien observándome en la oscuridad; de vez en cuando me desplazaba a un lado y a otro para palpar mis alrededores y cerciorarme de que los muros y las filas de estuches seguían todavía. El hombre está tan acostumbrado a pensar visualmente que casi me olvidé de la oscuridad, representándome el interminable corredor monótonamente cubierto de madera y cristal como si lo viese. Y entonces, en un instante de indescriptible emoción, lo vi. No sé exactamente cuándo lo imaginado se fundió a la visión real; pero surgió gradualmente un resplandor delante de mí, y de repente me di cuenta de que veía los oscuros contornos del corredor y los estuches a causa de alguna desconocida fosforescencia subterránea. Durante un momento todo fue exactamente como yo lo había imaginado, ya que era muy débil la claridad; pero al avanzar maquinalmente hacia la luz cada vez más fuerte, descubrí que lo que yo había imaginado era demasiado débil. Esta sala no era una reliquia rudimentaria como los templos de arriba, sino un monumento de un arte de lo más magnífico y exótico. Ricos y vívidos y atrevidamente fantásticos dibujos y pinturas componían una decoración mural continua cuyas líneas y colores superarían toda descripción. Los estuches eran de una madera extrañamente dorada, con un frente de exquisito cristal, y contenían los cuerpos momificados de unas criaturas que superarían en grotesca fealdad los sueños más caóticos del hombre. Es imposible dar una idea de estas monstruosidades. Era de naturaleza reptil con unos rasgos corporales que unas veces recordaban al cocodrilo, otras a la foca,


pero más frecuentemente a seres que el naturalista y el paleontólogo no han conocido jamás. Tenían más o menos el tamaño de un hombre bajo, y sus extremidades anteriores estaban dotadas de unas zarpas delicadas claramente parecidas a las manos y los dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, cuyo contorno transgredía todos los principios biológicos conocidos. No hay nada a lo que aquellas criaturas se pueda comparar con propiedad… fugazmente, pensé en seres tan diversos como el gato, el perro dogo, el mítico sátiro y el ser humano. Ni el propio Júpiter tuvo una frente tan enorme y protuberante; sin embargo, los cuernos, la carencia de nariz y la mandíbula de caimán, les situaba fuera de toda categoría establecida. Durante un rato dudé de la realidad de las momias, casi inclinándome a suponer que se trataba de ídolos artificiales; pero no tardé en convencerme de que eran efectivamente especies paleógenas que habían existido cuando la ciudad sin nombre estaba viva. Como para rematar el carácter grotesco de sus naturalezas, la mayoría estaban suntuosamente vestidas con tejidos costosos y lujosamente cargadas de adornos de oro, joyas y metales brillantes y desconocidos. La importancia de estas criaturas reptiles debió de ser inmensa, ya que estaban en primer término, entre los extravagantes motivos de los frescos que decoraban las paredes y los techos. El artista las había retratado con inigualable habilidad en su propio mundo, en el cual tenían ciudades y jardines trazados según sus dimensiones; y no pude por menos de pensar que su historia representada era alegórica, revelando quizá el progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me decía, debían de ser para los habitantes de la ciudad sin nombre lo que fue la loba para Roma, o los animales totémicos para una tribu de indios. Siguiendo esta teoría, pude descifrar someramente una épica asombrosa de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa metrópoli costera que gobernó el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y sus triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles de sus habitantes -representados aquí alegóricamente como grotescos reptiles- se vieron empujados a abrirse camino hacia abajo, excavando la roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y su conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado era inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos. Al avanzar por el corredor hacia la luz más brillante, vi nuevas etapas de la épica representada: la despedida de la raza que había habitado la ciudad sin nombre y el valle hacía unos diez millones de años; la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus cuerpos habían conocido durante tanto tiempo, en los que se habían asentado como nómadas durante la juventud de la tierra, tallando en la roca virgen aquellos santuarios en los que no habían dejado de practicar sus cultos religiosos. Ahora que había más luz, pude examinar las pinturas con más detenimiento; y recordando que los extraños reptiles debían de representar a los hombres desconocidos, pensé en las costumbres imperantes en la ciudad sin nombre. Había muchas cosas inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto


escrito, había llegado a alcanzar, al parecer, un grado superior al de aquellas otras inmensamente posteriores de Egipto y de Caldea; aunque noté omisiones singulares. Por ejemplo, no pude descubrir ninguna representación de la muerte o de las costumbres funerarias, salvo en las escenas de guerra, de violencia o de plagas; así que me preguntaba por qué esta reserva respecto de la muerte natural. Era como si hubiesen abrigado un ideal de inmortalidad como una ilusión esperanzadora. Más cerca del final del pasadizo había pintadas escenas de máximo exotismo y extravagancia: vistas de la ciudad sin nombre que ahora contrastaban por su despoblación y su creciente ruina, y de un extraño y nuevo reino paradisíaco hacia el que la raza se había abierto camino con sus cinceles a través de la roca. En estas perspectivas, la ciudad y el valle desierto aparecían siempre a la luz de la luna, con un halo dorado flotando sobre los muros derruidos y medio revelando la espléndida perfección de los tiempos anteriores, espectralmente insinuada por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado extravagantes para que resultaran creíbles, retratando un mundo oculto de luz eterna, lleno de ciudades gloriosas y de montes y valles etéreos. Al final, me pareció ver signos de un anticlímax artístico. Las pinturas se volvieron menos hábiles y mucho más extrañas, incluso, que las más disparatadas de las primeras. Parecían reflejar una lenta decadencia de la antigua estirpe, a la vez que una creciente ferocidad hacia el mundo exterior del que les había arrojado el desierto. Las formas de las gentes -siempre simbolizadas por los reptiles sagrados- parecían ir consumiéndose gradualmente, aunque su espíritu, al que mostraban flotando por encima de las ruinas bañadas por la luna, aumentaba en proporción. Unos sacerdotes flacos, representados como reptiles con atuendos ornamentales, maldecían el aire de la superficie y a cuantos seres lo respiraban; y en una terrible escena final se veía a un hombre de aspecto primitivo -quizá un pionero de la antigua Irem, la Ciudad de los Pilares-, en el momento de ser despedazado por los miembros de la raza anterior. Recuerdo el temor que la ciudad sin nombre inspiraba a los árabes, y me alegré de que más allá de este lugar, los muros grises y el techo estuviesen desnudos de pinturas. Mientras contemplaba el cortejo de la historia mural, me fui acercando al final del recinto de techo bajo, hasta que descubrí una entrada de la cual subía la luminosa fosforescencia. Me arrastré hasta ella, y dejé escapar un alarido de infinito asombro ante lo que había al otro lado; pues en vez de descubrir nuevas cámaras más iluminadas, me asomé a un ilimitado vacío de uniforme resplandor, como supongo que se vería desde la cumbre del monte Everest, al contemplar un mar de bruma iluminada por el sol. Detrás de mí había un pasadizo tan angosto que no podía ponerme de pie; delante, tenía un infinito de subterránea refulgencia. Del pasadizo al abismo descendía un pronunciado tramo de escaleras -de peldaños pequeños y numerosos, como los de los oscuros pasadizos que había recorrido-; aunque unos pies más abajo los ocultaban los vapores luminosos. Abatida contra el muro de la izquierda, había abierta una pesada puerta de bronce, increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, capaz de aislar todo el mundo interior de luz, si se cerraba, respecto de las bóvedas y pasadizos de roca. Miré los peldaños, y de momento, me dio miedo descender por ellos. Tiré de la puerta de


bronce, pero no pude moverla. Luego me tumbé boca abajo en el suelo de losas, con la mente inflamada en prodigiosas reflexiones que ni siquiera el mortal agotamiento podía disipar. Mientras estaba tendido, con los ojos cerrados y pensando libremente, me volvieron a la conciencia muchos detalles que había observado de pasada en los frescos con un significado nuevo y terrible; escenas que representaban la ciudad sin nombre en su esplendor, la vegetación del valle que la rodeaba, y las tierras distantes con las que sus mercaderes comerciaban. La alegoría de las criaturas reptantes me desconcertaba por su universal distinción, y me asombraba que se conservase con tanta insistencia en una historia de tal importancia. En los frescos se representaba la ciudad sin nombre guardando la debida proporción con los reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus proporciones reales y su magnificencia, y medité un momento sobre determinadas peculiaridades que había notado en las ruinas. Me parecía extraña la escasa altura de los templos primordiales y del corredor del subsuelo, tallado indudablemente por deferencia a las deidades reptiles que ellos adoraban; aunque, evidentemente, obligaban a los adoradores a reptar. Quizá los mismos ritos comportaban esta imitación de las criaturas adoradas. Sin embargo, ninguna teoría religiosa podía explicar por qué los pasadizos horizontales que se intercalaban en ese espantoso descenso eran tan bajos como los templos… o más, puesto que no era posible permanecer siquiera de rodillas. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyos espantosos cuerpos momificados tenía tan cerca de mí, sentí un nuevo sobresalto de terror. Las asociaciones de la mente son muy extrañas; y me encogí ante la idea de que, salvo el pobre hombre primitivo despedazado de la última pintura, la mía era la única forma humana, en medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primordial. Pero en mi extraña y errabunda existencia, el asombro siempre se imponía a mis temores; pues el abismo luminoso y lo que podía contener planteaban un problema valiosísimo para el más grande explorador. No me cabía duda de que al pie de aquella escalera de peldaños singularmente pequeños había un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí los recuerdos humanos que las pinturas del corredor no me habían podido ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta región inferior, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me esperaban. Mis temores, efectivamente, se relacionaban más con el pasado que con el futuro. Ni siquiera el horror físico de mi situación en aquel angosto corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, millas por debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y brumas espectrales, podía compararse con el miedo que sentía ante la abismal antigüedad del escenario y de su espíritu. Una antigüedad tan inmensa que empequeñecía todo cálculo parecía mirar de soslayo desde las rocas primordiales y los templos tallados de la ciudad sin nombre, mientras que los últimos mapas asombrosos de los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades geológicas ya que las pinturas se interrumpían, y la resentida y rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían


hervido de vida; ahora, me encontraba solo entre estas vívidas reliquias, y temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas reliquias habían mantenido una vigilia muda y abandonada. De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo terror que de cuando en cuando me asaltaba desde que había visto el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la fría luna; y a pesar de mi cansancio, me sorprendí a mí mismo incorporándome frenéticamente, y mirando hacia el oscuro corredor, hacia los túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el mismo sentimiento que me había hecho abandonar la ciudad sin nombre por la noche, y que era tan inexplicable como acuciante. Un momento después, sin embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido definido: el primero que quebraba el absoluto silencio de estas profundidades sepulcrales. Fue un gemido bajo, profundo, como de una multitud lejana de espíritus condenados; y provenía del lugar hacia donde yo miraba. El rumor fue creciendo rápidamente, y no tardó en resonar de forma espantosa por el bajo pasadizo. Al mismo tiempo, tuve conciencia de una corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El contacto de ese viento pareció devolverme el equilibrio, porque instantáneamente recordé las súbitas ráfagas que se levantaban en torno a la entrada del abismo en el amanecer y el crepúsculo, una de las cuales, efectivamente, me había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba poco para amanecer, así que me preparé para resistir el vendaval que regresaba a su caverna, del mismo modo que había salido al atardecer. Mi miedo disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar las lucubraciones sobre lo desconocido. Cada vez entraba con más violencia el quejumbroso y aullante viento de la noche, precipitándose en el abismo subterráneo. Me dejé caer de nuevo boca abajo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No me había esperado una furia semejante; y al darme cuenta de que, en efecto, me iba deslizando por el suelo hacia el abismo, me asaltaron mil nuevos terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente despertó en mí increíbles figuraciones; una vez más me comparé, con un estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos demoníacos de los torbellinos parecían contener una furia vindicativa tanto más fuerte cuanto que me sentía casi impotente. Cerca del final, creo que grité frenéticamente -casi enloquecido-; si fue así, mis gritos se perdieron en aquella babel infernal de espíritus aulladores. Traté de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida, pero no podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido. Por último, se me debió de trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel inexplicable dístico del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre: «Que no está muerto lo que yace Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».

eternamente,

Sólo los ceñudos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió en realidad; qué forcejeos y luchas sostuve en la oscuridad, o qué Abaddón me guió de nuevo


a la vida, donde siempre habré de recordar, y estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido o algo peor me reclame. Fue monstruoso, inmenso, antinatural… muy lejos de cuanto el hombre pueda concebir, salvo en las primeras horas silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir. He dicho que la furia del viento era infernal -cacodemoníaca-, y que sus voces eran espantosas a causa de una perversidad reprimida durante eternidades de desolación. Luego, estas voces, aunque delante de mí seguían siendo caóticas, imaginó mi cerebro enfebrecido que adoptaban forma articulada detrás; y allá en la tumba de unas antigüedades muertas hacía innumerables evos, leguas debajo del mundo diurno de los hombres, oí horribles maldiciones y gruñidos de demonios de extrañas lenguas. Al volverme, vi recortarse contra el éter luminoso del abismo lo que no podía verse en la oscuridad del corredor: una horda pesadillesca de seres que se precipitaban, de demonios semitransparentes distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, y pertenecientes a una raza que nadie habría podido confundir: la de las criaturas reptiles de la ciudad sin nombre. Cuando se calmó el viento, me envolvió la negrura más absoluta de las entrañas de la tierra; porque detrás de la última de las criaturas, la gran puerta de bronce se cerró de golpe con un estruendo ensordecedor de música metálica cuyos ecos ascendieron hasta el mundo distante para saludar al sol naciente, como lo saluda Memnón desde las orillas del Nilo. FIN


La bestia en la cueva H. P. Lovecraft La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido. Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación. Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros. Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.


Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios. Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna. ¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies. Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo. Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato,


esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, guiada por mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse. Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento


siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas. Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola. La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.


Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte. El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento. Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí. El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!! FIN


El extraño H. P. Lovecraft Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro. No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar. Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba. Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las


sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio. Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día. A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba. De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario. Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del


castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos. Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna. De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido. Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas


alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas. Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas. Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos. No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún. Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar


la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado. No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos. Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación. Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo. FIN


Reanimador 6: Las legiones de la tumba H. P. Lovecraft Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor; pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído. Sabían, efectivamente, que West había estado complicado en actividades que iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres ordinarios, pues sus espantosos experimentos sobre la reanimación de cadáveres habían sido demasiado numerosas para poder mantener un perfecto secreto en torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final adquirió caracteres de demoníaca fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi. Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos habíamos conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio había participado yo en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente una solución que, inyectada en las venas de un recién fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo requería abundancia de cadáveres frescos, y comportaba, consiguientemente, las actividades más espantosas. Más horribles aún eran los resultados de alguno de sus experimentos: masas horrendas de carne que había estado muertas, pero que West despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación. Éstos eran los resultados usuales, ya que para que volviera a despertar la mente era necesario que los ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido la más mínima descomposición. Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran difíciles de conseguir, y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando aun estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja y un poderoso alcaloide lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo durante un instante breve y memorable; pero West salió de él con un alma seca y endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación de los hombres de cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas, aunque me notaban asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas. En realidad West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos le hacían llevar una vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le daba miedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba relacionado con abominaciones indescriptibles a las que había inyectado una vida morbosa, y en las que no había visto extinguirse dicha vida. Por lo general terminaba sus experimentos con el revólver; pero a veces no era bastante rápido. Es lo que ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descubrieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió también con el cadáver de aquel profesor de


Arkham que cometió actos de canibalismo antes de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de Sefton donde estuvo seis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil hablar, dado que en los últimos años el celo científico de West había degenerado en una manía insana y fantástica, y había consagrado su prodigiosa habilidad a vitalizar no sólo cuerpos enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia orgánica no humana. En la época en que desapareció se había convertido en algo diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos no podrían ser referidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como cirujanos, había intensificado este aspecto de West. Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era brumoso pensaba sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo al hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en parte a su miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias. La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del Manicomio. Pero, además, había un miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica, consecuencia de un extraño experimento que llevó a cabo en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una enconada batalla, West había reanimado al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos duplicado. Le había seccionado la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida cuasiinteligente del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente y, por increíble que parezca, tuvimos la seguridad de que brotaron sonidos articulados de la cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio. En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West jamás estuvo seguro, como habría sido su deseo, de que fuéramos él y yo los únicos supervivientes. Después solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para reanimar a los muertos. La ultima residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que dominaba uno de los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el lugar por razones puramente simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los enterramientos databan del periodo colonial, y por tanto era de muy poca utilidad para un científico que necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el laboratorio en un subsótano secretamente construido por obreros traídos de otra región, y en él tenía un gran incinerador para la total y discreta eliminación de los cadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban de los morbosos experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la excavación de este sótano, los obreros habían dado con cierta albañilería extraordinariamente antigua; sin duda comunicaba con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para que desembocara en ningún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó que debía de haber alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último enterramiento se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando


estudió las paredes goteantes y nitrosas que habían dejado al descubierto las palas y los picos de los obreros, y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos aguardaba en el instante de descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero por primera vez, la nueva timidez de West se impuso a su natural curiosidad, y traicionó su degenerada fibra imponiéndole que dejase intacta la albañilería y la tapase con yeso. Y así permaneció, hasta la noche infernal, como parte de las paredes del laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento de West, pero debo añadir que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue el mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar. Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y miraba por encima del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que mordía y manoteaba los barrotes de Sefton. El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraído su atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle desde dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta millas de distancia, había sucedido algo espantoso e increíble que había dejado estupefactos al vecindario y perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada un grupo de hombres silenciosos había penetrado en el parque de la institución y su jefe había despertado a los celadores. Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios, cuya voz parecía conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que transportaba. Su inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta el punto de dar la impresión de una belleza radiante, aunque el director se había llevado un sobresalto cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera, y los ojos de cristal pintado. Debió de sucederle algún accidente atroz a este hombre. Otro, más alto, guiaba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara azulenca aparecía medio devorada por alguna enfermedad desconocida. El que hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído de Arkham hacía dieciséis años, y al serle negada dio una señal que provocó un espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las criaturas se habían comportado menos como hombres que como puros autómatas guiados por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la criatura caníbal habían desaparecido sin dejar rastro. Desde el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente. Todos los criados se encontraban durmiendo en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que depositaron en la entrada, después de gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana: -Correo urgente; pagado.


Salieron de la casa con paso desigual, y al verlos alejarse tuve el extraño convencimiento de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente: “Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes”. Seis años antes, en Flandes, el hospital se había derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual -quizá- había llegado a proferir sonidos articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso. Dijo rápidamente: -Es el fin… pero incineremos… esto. Transportamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles -ya pueden imaginar mi estado síquico-, pero es una mentira maliciosa decir que fue el cuerpo de Hebert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta y conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno de la caja. Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había sido cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr, pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las entrañas abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún ruido; pero en ese preciso instante se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta fosforescencia del mundo inferior una horda de seres silenciosos que avanzaban penosamente, producto de la locura… o de algo peor. Sus siluetas eran humanas, semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha, entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera. Una especie de monstruosidad con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus ojos azules, detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando por primera vez una frenética y visible emoción. Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. El incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han interrogado; pero, ¿qué puedo decir?. No relacionarán a West con la tragedia de Sefton; ni con eso, ni con los hombres de la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me han enseñado el yeso intacto de la pared y se han reído. Así que no les he contado nada más. Quieren dar a entender que estoy loco o que soy un asesino… probablemente es que estoy loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no estuviesen tan calladas.


Las revelaciones de Becka Paulson Stephen King Lo que pasó fue muy simple, por lo menos al principio. Lo que pasó fue que Rebecca Paulson se disparó en la cabeza con el revólver del calibre 22 de Joe, su marido. Ocurrió durante la limpieza anual de primavera, es decir, más o menos a mediados de junio (como todos los años). Becka solía atrasarse en estas cosas. Estaba subida a una escalera revolviendo los trastos acumulados en el estante más alto del armario del vestíbulo de la planta baja, mientras el gato de los Paulson, un macho grande y de piel rayada que se llamaba Ozzie Nelson, la vigilaba desde la puerta de la sala de estar. De la sala llegaban las voces nerviosas de otro mundo que brotaban del gran televisor Zenith de los Paulson, que más tarde sería mucho más que un televisor. Becka cogió un puñado de objetos y los revisó, con la esperanza de que todavía sirvieran, pero sin creerlo en el fondo. Había cuatro o cinco gorros invernales de punto, todos apolillados y deshilachados. Los tiró al suelo. También dio con las Novelas condensadas del Reader's Digest del verano de 1954: «Corre en silencio», «Corre a las profundidades» y «Con los ojos desorbitados». El volumen estaba tan hinchado por el agua que tenía el tamaño de la guía telefónica de Manhattan. Lo tiró hacia atrás. ¡Ah! Allí había un paraguas que parecía recuperable... y una caja con algo dentro. Era una caja de zapatos. Becka no sabía lo que había dentro, pero era algo pesado. Cuando cambió la caja de sitio, el objeto se movió en el interior. Quitó la tapa y también la tiró hacia atrás (casi golpeó a Ozzie Nelson, que decidió marcharse de allí). Dentro de la caja había un revólver de cañón largo y cachas de madera. -Vaya- exclamó -Era esto- Lo sacó de la caja sin darse cuenta de que estaba cargado y sin seguro, y le dio la vuelta para mirar por el cañón, pensando que si había una bala dentro la vería. Se acordaba del revólver. Hasta hacía cinco años, Joe había sido miembro de los Derry Elks. Hacía unos diez años (o tal vez quince), había comprado quince boletos de la rifa de los Elks en un momento en que estaba borracho. Becka se había enfadado tanto con él que durante dos semanas no le había dejado que le metiera el canario. El primer premio había sido un Bombardier Skidoo; el segundo, un motor Evinrude. El revólver del calibre 22 había sido el tercero. Joe había estado disparando con él en el patio, rompiendo latas y botellas durante un tiempo, hasta que Becka se quejó del ruido y Joe se llevó el revólver al hoyo de grava del final del camino; Becka se había dado cuenta de que su marido ya estaba


perdiendo el interés, aunque seguiría disparando durante varios días para que ella no pensara que le había ganado la partida. Después, el revólver desapareció. Becka pensó que Joe lo había cambiado por otra cosa, llantas para la nieve, quizás, o una batería... pero allí estaba. Becka escudriñó el cañón del revólver en busca de la bala. No vio más que negrura. Por lo tanto, debía de estar descargado. Voy a hacer que se deshaga de esto de una vez por todas, pensó mientras bajaba de la escalera. Esta misma noche. Cuando vuelva de correos, me pondré en jarras frente a él y le diré: <<Joe, no está bien tener un arma en casa, aunque no haya niños y esté descargada. Y además, ni siquiera la usas, así pues, ¿para qué la quieres?». Eso es lo que voy a decirle. Era un pensamiento agradable, pero en el fondo sabía que no lo haría. Claro que no. En casa de los Paulson, Joe era el que llevaba los pantalones. No, pensó que lo mejor sería que se librara de aquel chisme ella misma; lo metería con el resto de los trastos en una bolsa de basura y lo guardaría en el armario. El revólver iría a parar al vertedero con todo lo demás la próxima vez que pasara Vinnie Margolies a recoger los desechos. Joe no echaría de menos un objeto que ya había olvidado, pues la tapa de la caja estaba cubierta de polvo. No lo echaría de menos, salvo que ella fuera lo bastante estúpida para llamarle la atención al respecto. Becka llegó al final de la escalera. Después dio un paso atrás y pisó las Novelas condensadas del Reader's Digest. La cubierta resbaló hacia atrás. Becka se tambaleó con el revólver en una mano mientras agitaba la otra en el aire para recobrar el equilibrio. Apoyó el pie derecho en el montón de gorros de punto, que también se deslizó hacia atrás.Mientras caía, se dio cuenta de que parecía más una mujer a punto de suicidarse que un ama de casa en día de limpieza. Bueno, no está cargado, tuvo tiempo de pensar, pero el revólver estaba cargado y amartillado, como si llevase años esperándola. Becka cayó al suelo y, con el golpe, el percutor se lanzó hacia delante. Se oyó un ruido seco, no más fuerte que el de una lata golpeada por un niño, y una bala Winchester del calibre 22 penetró en el cerebro de Becka Paulson justo encima del ojo izquierdo. Hizo un pequeño agujero negro cuyos bordes eran del color azul pálido de los lirios recién florecidos. La cabeza cayó hacia atrás golpeando la pared con un ruido sordo y un reguero de sangre se deslizó desde el agujero hasta la ceja izquierda. El revólver, aún humeante, cayó en el regazo de Becka. Sus manos tamborilearon en el suelo durante unos cinco segundos, la pierna derecha que tenía flexionada se estiró de repente. La pantufla voló a través del vestíbulo y golpeó la pared opuesta. Sus ojos permanecieron abiertos durante treinta minutos; las pupilas se contraían y se dilataban, se contraían y se dilataban. Ozzie Nelson fue hasta la puerta de la sala de estar, maulló y empezó a lavarse.


Becka servía la cena cuando Joe advirtió la tirita encima del ojo. Llevaba en casa alrededor de hora y media, pero últimamente no se fijaba mucho en ella, la mayor parte del tiempo parecía estar pensando en otra cosa. A Becka esto apenas le molestaba, no tanto como podría haberla molestado en otra época. Por lo menos así no la buscaba para meterle el canario en la jaula. -¿Qué te has hecho en la cabeza?- preguntó a su mujer cuando ésta puso en la mesa un plato de judías y otro de salchichas. Becka se tocó la tirita con gesto vago. Sí, ¿qué le había hecho a su cabeza? No podía acordarse. La primera mitad del día estaba velada por un vacío oscuro y extraño, como si contuviera una mancha de tinta. Recordaba haberle servido el desayuno y haberse quedado en el porche cuando Joe había salido hacia correos con la camioneta. Respecto de aquello no cabía la menor confusión. Recordaba haber lavado la ropa blanca en la nueva lavadora Sears mientras La rueda de la fortuna sonaba en el televisor. Tampoco con esto había confusión. Era entonces cuando empezaba la mancha de tinta. Recordaba haber puesto la ropa de color en la lavadora y haber elegido el programa en frío. Recordaba vagamente haber metido un par de comidas congeladas en el horno -Becka Paulson comía mucho-, pero después nada. Hasta que se despertó sentada en el sofá de la sala de estar. Se había cambiado el pantalón y la camisa por un vestido y unos zapatos de tacón alto y se había trenzado el cabello. Tenía algo pesado en la falda y sobre los hombros, y sentía un cosquilleo en la frente. Era Ozzie Nelson. Ozzie tenía las patas traseras apoyadas en el vientre de su dueña y las delanteras en sus hombros, mientras le lamía la sangre que le salía de la frente y la ceja. Becka se lo quitó de encima y consultó el reloj. Joe llegaría en una hora y ni siquiera había empezado a preparar la comida. Después se tocó la cabeza, que le latía ligeramente. -Becka. -¿Qué?- Se había sentado y comenzaba a servirse las judías. -Te he preguntado qué te has hecho en la cabeza.-Un golpe- respondió, aunque cuando había ido al baño y se había mirado en el espejo, no parecía un golpe. Parecía un agujero. -Me he dado un golpe.-Ah- dijo él y se olvidó del tema. Abrió el Sports Illustrated que había llegado aquel mismo día y se puso a contemplar una fantasía. En ella acariciaba lentamente el cuerpo de Nancy Voss, actividad (junto con todas las actividades parecidas que probablemente habría a continuación) a la que se había estado abandonando durante las últimas seis semanas. Bendita fuera la Dirección General de Correos de los Estados Unidos por trasladar a Nancy Voss de Falmouth a Haven; era ló único que podía decir. Lo que Falmouth había perdido lo había ganado Joe Paulson. Había días en que estaba totalmente convencido de que había muerto y había ido


al cielo; la verdad es que no tenía el pájaro tan exigente desde que a los diecinueve años había recorrido Alemania occidental con el Ejército de los Estados Unidos. Becka habría tenido que hacer algo más que ponerse una tirita en la frente para que Joe le hiciera caso. Becka se sirvió tres salchichas, lo pensó un momento y se sirvió una cuarta. Roció las salchichas y las judías con salsa de tomate y lo revolvió todo. El resultado se parecía un poco a lo que queda tras un accidente de carretera. Se sirvió un vaso de mosto Kool-Aid (Joe bebía una cerveza) y se tocó la tirita con la punta de los dedos. Había estado haciéndolo desde que se la puso. Nada, sólo un poco de plástico frío. Así estaba bien... pero notaba el hueco que había debajo. El agujero. Y eso no estaba tan bien. -Sólo un golpe- murmuró de nuevo, como si al decirlo lo hiciera más real. Joe no levantó la vista y Becka empezó a comer. Sea lo que fuere, no me ha quitado el apetito, pensó. No es que haya muchas cosas capaces de quitármelo, claro, probablemente nada. El día que digan por la radio que hay un montón de misiles surcando el cielo y que ha llegado el fin del mundo, seguramente seguiré comiendo hasta que alguno caiga en Haven. Cortó un pedazo de pan y lo mojó en la salsa de las judías. Verse aquello... aquella marca en la frente, la había puesto nerviosa, muy nerviosa. No tenía sentido engañarse al respecto, como no tenía sentido hacerse ilusiones de que sólo era una señal, una magulladura. En caso de que alguien quisiera saberlo, pensó Becka, afirmaría que mirarse al espejo y ver un agujero de más en la cabeza no es una experiencia divertida. Después de todo, en la cabeza está el cerebro. Y en cuanto a lo que había hecho después... Intentó no pensar en ello, pero era demasiado tarde. Demasiado tarde, Becka, dijo una voz en su interior... una voz que se parecía a la de su padre muerto. Ella había mirado el agujero con insistencia y luego había abierto el cajón del lavabo donde se encontraban sus escasos productos de maquillaje, revolviéndolos con manos que parecían no pertenecerle. Sacó el lápiz de cejas y volvió a mirarse al espejo. Entonces levantó el lápiz, se acercó el extremo romo a la cara y empezó a introducírselo poco a poco en el agujero. No, se dijo con un gemido, no, basta, Becka, no quieres hacerlo... Pero al parecer una parte de ella sí quería, porque siguió haciéndolo. No era doloroso y el lápiz entraba sin ninguna dificultad. Lo introdujo unos tres centímetros,


después seis, después diez. Se miró en el espejo: una mujer con un vestido de flores y un lápiz que le salía de la cabeza. Lo introdujo dos centímetros más. No queda mucho, Becka, ten cuidado, no querrás perderlo ahí dentro, haría ruido cuando te movieras por la noche, despertaría a Joe... Se rió con nerviosismo histérico. Quince centímetros y el extremo romo del lápiz encontró resistencia. Era algo duro, pero con un leve empujoncito proporcionaba una sensación esponjosa. De repente el mundo entero se volvió de un verde brillante y un montón de recuerdos acudió a su mente: un viaje en trineo con el equipo de esquiar de su hermano mayor; una limpieza de pizarras en el instituto; un Impala del 59 que había tenido su tío Bill; el olor del heno recién cortado. Se sacó el lápiz de la cabeza, impresionada, aterrorizada ante la idea de que saliera sangre del agujero. Pero no salió sangre y tampoco la había en la brillante superficie del lápiz de cejas. Ni sangre, ni ... ni... Pero no podía pensar en aquello. Arrojó el lápiz al cajón y lo cerró de un golpe. Su primer impulso, tapar el agujero, volvió a ella con más fuerza que antes... Abrió el botiquín del cuarto de baño y sacó la caja de tiritas. Esta escapó de sus dedos temblorosos y cayó al lavabo con un ligero golpe. Becka gritó al oír el ruido; tenía que tranquilizarse. Taparlo, hacerlo desaparecer. Eso era lo que debía hacer, ése era el truco. Lo del lápiz de cejas no importa, olvídalo. No tenía ninguna de las lesiones cerebrales que había visto en los noticiarios vespertinos y en Marcus Welby, doctor en Medicina; eso era lo importante. Ella estaba bien. Y en cuanto al lápiz de cejas, lo olvidaría. Y lo había olvidado, sí, por lo menos hasta ese momento. Contempló su cena a medio comer y se dio cuenta, con cierta amargura, de que se había equivocado con respecto al apetito: no podía tragar ni un bocado más. Tiró a la basura lo que había dejado, mientras Ozzie se restregaba contra sus piernas. Joe no levantó la vista de lo que estaba leyendo. En su imaginación, Nancy Voss le preguntaba de nuevo si su lengua era tan larga como parecía. Despertó en plena noche de un sueño confuso en el que todos los relojes de la casa hablaban con la voz de su padre. Joe, en calzoncillos, roncaba a su lado. Se tocó la tirita. El agujero no dolía ni palpitaba, pero escocía. Se lo frotó despacio; tenía miedo de provocar otro relámpago verde y deslumbrante. Nada. Se dio la vuelta. Tienes que ir al médico, Becka, pensó. Para que te lo mire. No sé lo que te habrás hecho, pero...


No, se contestó a sí misma. Nada de médicos. Volvió a darse la vuelta pensando que estaría despierta durante horas, inquieta, preguntándose cosas que le daban miedo. Pero al poco rato se durmió. Por la mañana, el agujero ya casi no le escocía y así era más fácil no pensar en él. Preparó el desayuno para Joe y salió a despedirlo cuando se fue al trabajo. Terminó de lavar los platos y sacó la basura. La guardaban en un pequeño cobertizo construido por Joe detrás de la casa y que apenas era más grande que una caseta de perro. Tenían que cerrarla con llave para que los mapaches del bosque no entraran y lo pusieran todo patas arriba. Así que entró, arrugando la nariz por el olor, y puso la bolsa verde junto a las otras. Vinnie llegaría el viernes o el sábado y ventilaría bien el cobertizo. Justo en el momento en que salía, vio una bolsa sin atar de la que sobresalía una empuñadura curva, como la de un bastón. Tiró del mango con curiosidad y descubrió que se trataba de un paraguas. Unos cuantos gorros deshilachados y apolillados salieron con él. En la cabeza de Becka sonó una alarma lejana. Durante un momento, casi le pareció ver lo que había detrás de aquella mancha de tinta, lo que le había pasado (el fondo está en el fondo objeto pesado objeto en una caja de la que Joe no se acuerda ni irá a) el día anterior. Pero ¿quería saberlo realmente? No. No quería. Quería olvidar. Salió del cobertizo y cerró la puerta con manos temblorosas. Una semana después (se cambiaba la tirita todas las mañanas aunque la herida ya se estaba cerrando y podía ver el tejido rosado que se le formaba en el interior cuando se iluminaba la frente con la linterna de Joe y se miraba en el espejo), Becka descubrió lo que la mitad de Haven ya sabía, que Joe la engañaba. Se lo había dicho Jesús. En los tres últimos días, Jesucristo le había contado las cosas más sorprendentes, terribles e inquietantes que se puedan imaginar. Cosas que la trastornaban, turbaban su sueño y estaban acabando con su cordura... ¿no era un milagro? ¿Y no era verdad lo que le decía? ¿Acaso podía cerrar los oídos a Jesús, darle unas palmaditas en la cabeza, gritarle que cerrara la boca? Claro que no. En primer lugar, era el Salvador. Por otra parte, era una especie de repugnante obligación enterarse de las cosas que Jesús le contaba.


Becka no relacionó el comienzo de las comunicaciones divinas con el agujero de la cabeza. Hacía 20 años que Jesús estaba sobre el televisor Zenith de los Paulson. Antes había estado encima de dos RCA ( Joe Paulson siempre compraba productos nacionales). Se trataba de un hermoso cuadro tridimensional que les había enviado la hermana de Rebecca, que vivía en Portsmouth. Jesús vestía una sencilla túnica blanca y llevaba un cayado de pastor en la mano. Como el cuadro se había creado (Becka consideraba que fabricado era una palabra demasiado vulgar para un cuadro tan realista que incluso se habría podido entrar en él) antes de los Beatles y de los cambios que habían introducido éstos en el peinado masculino, Jesús llevaba el pelo algo corto, limpio y muy bien peinado. El Cristo del televisor de Becka Paulson se peinaba más bien como Elvis Presley al salir de la mili. Tenía los ojos castaños, apacibles y amables. Tras Él, en perfecta perspectiva, unas ovejas tan blancas como la ropa de los teleanuncios de detergentes se perdían poco a poco en la distancia. Becka, su hermana Corinne y su hermano Roland habían crecido en una granja de New Gloucester y Becka sabía por experiencia propia que las ovejas nunca eran tan blancas ni tenían la lana tan suave como nubes que hubieran caído a la tierra. Pero, razonaba, si Jesús podía transformar el agua en vino y resucitar a los muertos, no había razón por la que no pudiera hacer desaparecer todas las cagarrutas de un rebaño de ovejas si tal era Su deseo. Joe había intentado un par de veces quitar el cuadro de encima del televisor y ahora sabía por qué, vaya que sí, vaaaaaya que sí. A Joe, como es natural, no le faltaban razones. -No me parece bien tener a Jesús encima del televisor mientras vemos Tres son compañía o Los ángeles de Charlie-argumentaba-. ¿Por qué no lo pones en tu tocador, Becka? Mejor aún. ¿Por qué no lo dejas en el tocador hasta que acabe Domingo y luego lo vuelves a poner encima de la tele mientras ves a Jimmy Swaggart, Rex Humbard y Jerry Falwell? Seguro que a Jesús le gusta más Jerry Falwell que Los ángeles de Charlie. Ella se negaba. -Cuando montamos la timba de póquer los jueves, los chicos se quejan-protestaba el marido-. Nadie quiere que Jesucristo le mire mientras se tira un farol o sube la apuesta. -Tal vez se sienten incómodos porque saben que el juego es obra del Diablo-decía Becka. Joe, que era un buen jugador de póquer, se encrespaba. -Entonces, tu secador de pelo y tus rulos también son obra del Diablo. No sé por qué no los devuelves y das el dinero al Ejército de Salvación. Espera, creo que tengo las facturas en el estudio.


Becka acabó por ceder y dejó que Joe pusiera el cuadro de Jesús de cara a la pared, pero sólo una vez al mes, el jueves en que invitaba a jugar al póquer a aquellos amigotes que no paraban de beber cerveza... Pero ahora sabía la verdadera razón por la que él quería librarse del cuadro. Seguramente sabía desde el principio que el cuadro era mágico. Bueno... la palabra indicada era sagrado, porque la magia era cosa de paganos: cortadores de cabezas, católicos e individuos por el estilo, ya que en el fondo todos se parecían, ¿verdad? Seguramente Joe había notado desde el principio que era un cuadro especial, un cuadro por mediación del cual se descubriría su pecado. Ah, tenía que haber imaginado la razón de las recientes preocupaciones de su marido, tenía que haber sabido que había un motivo concreto por el que ya no la buscaba por la noche. Pero en realidad, para ella había representado un alivio; la sexualidad era exactamente lo que su madre le había dicho que sería; algo desagradable y brutal, a veces doloroso y siempre humillante. ¿No había percibido además, de vez en cuando, cierto olor a perfume en la camisa de Joe? De ser así, la verdad es que no había hecho caso y nunca le habría dado importancia si el cuadro de Jesús no hubiera empezado a hablarle el 7 de julio. Entonces se dio cuenta de que había pasado por alto otro detalle; más o menos cuando habían terminado los achuchones nocturnos y había comenzado ella a percibir el perfume, el viejo Charlie Eastbrooke se había jubilado y para sustituirlo en la estafeta de correos habían mandado a una mujer llamada Nancy Voss, que hasta entonces había trabajado en Falmouth. Becka se daba cuenta de que la tal Voss (a quien ella llamaba la Golfa), tenía por lo menos cinco años más que ella y que Joe, es decir que era ya una cincuentona, pero una cincuentona elegante, maciza y guapa. Becka, por su parte, había engordado un poco desde que había contraído matrimonio y había pasado de cincuenta y siete kilos a ochenta siete y medio, sobre todo desde que Byron, su único hijo, se había ido de casa. Mejor habría sido seguir haciendo la vista gorda. Si la Golfa disfrutaba realmente de la animalidad del contacto carnal, con los gruñidos y empujones que comportaba y aquel pegajoso chorro final que olía levemente a bacalao y parecía un lavavajillas barato, era evidente que la Golfa era una bestia, lo cual, dicho sea de paso, liberaba a Becka de una obligación ocasional pero fastidiosa. Claro que cuando el cuadro de Jesús empezó a hablar y a decirle exactamente lo que pasaba, Becka supo que había que hacer algo. El cuadro se puso a hablar exactamente el martes a las tres de la tarde. Ocho días después de haberse disparado en la cabeza y cuatro días después de surtir efecto su resolución de olvidar que era un agujero y no sólo una señal. Becka acababa de volver a la sala de estar con algo para comer (medio pastel de moka y una jarra de mosto) y dispuesta a ver Hospital General. Ya no creía que Luke pudiera encontrar a Laura, pero no conseguía que su corazón abandonara la esperanza. Estaba a punto de encender el Zenith cuando Jesús dijo:


-Becka, Joe se cepilla a la Golfa todos los días en los lavabos a la hora de la comida y a veces por la tarde a la hora de salir. Una vez estaba tan caliente que se la enseñó cuando en teoría tenía que ayudarla a clasificar la correspondencia. ¿Y sabes qué? Ella ni siquiera dijo: «Espera por lo menos a que ponga los certificados en su sitio».Becka dio un grito y derramó la jarra de mosto por la pantalla del televisor. Fue un milagro, pensó más tarde, que el tubo del aparato no estallara. El pastel de moka acabó en la alfombra. -Y eso no es todo- prosiguió Jesús. Paseó por el cuadro con la túnica agitándose alrededor de Sus tobillos y se sentó en una roca que sobresalía. Sujetó el cayado con las piernas y la miró con amargura. -Pasan muchas cosas en Haven. No vas a poder creerlo, te lo aseguro.Becka chilló de nuevo y cayó de rodillas. Una de sus piernas aterrizó sobre el pastel y proyectó parte del relleno de frambuesa sobre la cara de Ozzie Nelson, que se había deslizado hasta allí para ver qué ocurría. -¡Señor! ¡Señor!- exclamó Becka. Ozzie echó a correr, furioso, hacia la cocina; se metió debajo de la nevera mientras la masa roja y pegajosa le goteaba de los bigotes y no volvió a salir en todo el día. -Nunca hubo un Paulson bueno- dijo Jesús. Una oveja se acercó a Él y Él la alejó con el cayado, con una actitud abstraída y al mismo tiempo intransigente que hizo que Becka, a pesar de su petrificación, se acordara de su difunto padre. La oveja se alejó, ligeramente distorsionada por un efecto de la tridimensionalidad. Desapareció del cuadro como si se curvara para caerse por el borde... pero era sólo una ilusión óptica, estaba segura-. Ni uno bueno-prosiguió Jesús-. El abuelo de Joe era un chuloputas de pura raza, como ya sabes. Toda su vida se rigió por el canario. Y cuando llegó aquí, ¿sabes lo que le dijimos? «No hay sitio». Jesús se inclinó hacia delante con el cayado todavía en la mano-. «Ve allá abajo y habla con el Señor Macho cabrío», le dijimos. «Seguro que encontrarás casa en su Paraíso. Aunque tal vez descubras que tu casero es un tirano», le dijimos.-Aunque parezca mentira, Jesús le guiñó un ojo... y Becka salió de la casa corriendo y gritando. Se detuvo en el patio jadeando; el cabello, de un rubio parduzco, le caía sobre la cara. El corazón le latía con tanta fuerza que se asustó. Nadie había oído sus chillidos ni sus alaridos, gracias a Dios; ella y Joe vivían lejos del pueblo, en la carretera de Nista, y los vecinos más cercanos eran los Brodsky, unos polacos que habitaban en una sucia caravana. Los Brodsky estaban a kilómetro y medio. Si alguien la había oído, creería que había una loca en casa de Joe y Becka Paulson. Pero hay una loca en casa de los Paulson, ¿no es cierto?, pensó. Si realmente crees que ese cuadro de Jesús ha empezado a hablarte, debes estar loca, Beck.. Papá te molería a golpes por pensar algo así . . Tres buenos golpes por lo menos: uno por mentir, otro por creerte la mentira y otro por gritar. Becka, ESTAS loca. Los cuadros no hablan.


No... pero si no ha hablado, le dijo otra voz de pronto. La voz provenía de tu cabeza, Becka. No sé cómo ha podido ocurrir... cómo podías saber esas cosas... pero eso es lo que ha sucedido. Puede que tenga algo que ver con lo de la semana pasada y puede que no, pero has hecho que el cuadro de Jesús expresara tu propio interior. No habló en realidad, no más de lo que habla el Topo Gigio en el Show de Ed Sullivan. Pero de alguna manera, la idea de que pudiera tener algo que ver con el... (agujero) asunto aquel, la asustaba más que la idea de que el cuadro hubiera hablado, porque tales eran las cosas que a veces pasaban en Marcus Welby, como aquel episodio sobre un tipo que tenía un tumor cerebral y el tumor le hacía ponerse las medias de nailon y las bragas de su mujer. Becka no quería admitirlo. Tal vez era un milagro. Después de todo, había milagros. Estaban la Sábana Santa de Turín, las curaciones de Lourdes y el mejicano que había encontrado un retrato de la Virgen María impreso en un rollo de primavera, en una ensalada o en algo parecido. Por no hablar de los niños que habían salido en primera plana, los niños que lloraban piedras. Esos eran milagros auténticos (el de los niños que lloraban piedras, había que admitir que daba dentera), tan edificantes como un sermón de Jimmy Swaggart. Oír voces era sólo locura. Pero eso es lo que ha ocurrido. Y además hace bastante tiempo que oyes voces, ¿no es cierto? Hace tiempo que oyes SU voz La voz de Joe. Y de ahí procedía, no de Jesús, sino de Joe, de la cabeza de Joe.. . -No- gimió Becka -No, no he oído voces.Fue junto al tendedero y miró sin ver el bosque del otro lado de la carretera de Nista. Se retorció las manos y empezó a llorar. -No he oído voces.Loca, replicó la implacable voz de su padre muerto. Loca por culpa del calor, es eso. Ven aquí, Becka Bouchard, te voy a moler a golpes por decir locuras. -No he oído voces-sollozó Becka-. El cuadro hablaba, en serio, lo juro. No soy ventrílocua. Mejor creer en el cuadro. Si era el agujero, se trataba de un tumor cerebral, de eso no había duda. Si era el cuadro, se trataba de un milagro. Los milagros venían de Dios. Los milagros venían del Exterior. Un milagro podía volver loco a cualquiera (y Dios sabía que ella se sentía como si fuera a volverse loca), pero ello no significaba que la persona estuviera loca realmente ni que el cerebro sufriera trastornos. Y en


cuanto a creer que se podía oír los pensamientos de otras personas... eso sí que era una locura. Becka se miró las piernas y vio que le salía sangre de la rodilla izquierda. Volvió a chillar y corrió hacia la casa para llamar al médico, a urgencias, a quien fuese. Estaba de nuevo en la sala, tratando de marcar un número con el auricular pegado a la oreja, cuando Jesús dijo: -Es relleno de frambuesa del pastel de moka, Becka. ¿Por qué no te tranquilizas antes de que te dé un ataque al corazón?Becka miró hacia el televisor y el teléfono cayó en la mesa con un ruido metálico. Jesús todavía estaba sentado en la roca. ¿No había cruzado las piernas? Era sorprendente lo mucho que se parecía a su difunto padre... sólo que Él no parecía autoritario, ni propenso a enfurecerse y a repartir leña en el momento menos pensado. La miraba con una especie de paciencia exasperada. -A ver, comprueba si me equivoco- insistió. Becka se tocó la rodilla con cuidado, con los ojos cerrados, esperando el dolor. No hubo dolor. Vio las semillas de las frambuesas del relleno y se tranquilizó. Se lamió lo que le había quedado en los dedos. -Además- dijo Jesús -, tienes que quitarte de la cabeza eso de oír voces y volverte loca. Soy Yo, eso es todo. Yo puedo hablarle a quien quiera y de la manera que quiera.-Porque eres el Salvador- murmuró Becka. -Sí- asintió Jesús y bajó la vista. Debajo de Él, dos ensaladeras bailaban en la pantalla para agradecer la Guarnición Rancho del Valle Escondido que estaban a punto de recibir. -Y me gustaría que por favor apagaras ese trasto. No lo necesitamos. Me hace cosquillas en los pies.Becka se acercó al televisor y lo apagó. -Señor- susurró. Era el domingo 10 de julio. Joe estaba profundamente dormido en la hamaca del patio, con Ozzie cruzado sobre su estómago, como una piel de lujo, blanca y negra. Ella estaba en la sala, apartando la cortina con una mano y mirando a Joe. Durmiendo en la hamaca. Soñando con la Golfa, sin duda, soñando con tumbarla sobre un montón de catálogos de Carroll Reed y de correo comercial para... ¿cómo lo dirían Joe y sus asquerosos amigotes del póquer? «Cepillársela».


Becka sostenía la cortina con la mano izquierda porque tenía un puñado de pilas de nueve voltios en la derecha. Las había comprado el día anterior en la ferretería. Dejó caer la cortina y fue a la cocina para proseguir el bricolaje del día anterior. Jesús le había explicado cómo se hacía lo del bricolaje. Becka dijo que no sabía construir nada. Jesús le replicó que no fuera tonta. Si podía seguir las instrucciones de una receta de cocina, también podía montar aquel artilugio. Becka se dio cuenta con alegría de que Él tenía razón. No sólo era fácil, sino además divertido. Mucho más divertido que cocinar, desde luego: a ella nunca le había gustado cocinar, nunca había tenido talento culinario. Sus tartas casi nunca subían y los panes tampoco. Había empezado a hacer aquello el día anterior. Trabajaba con la tostadora, el motor de la licuadora Hamilton-Beach y un extraño tablero lleno de puñetitas electrónicas que había pertenecido a una vieja radio que se guardaba en el cobertizo de la basura. Pensaba que terminaría mucho antes de que Joe se despertara y fuera a la sala a ver el partido de las dos. La verdad es que estaba sorprendida por la abundancia de ideas que había tenido en los últimos días. Algunas se las había dicho Jesús y otras se le ocurrían en los momentos más inesperados. La máquina de coser, por ejemplo; siempre había querido uno de esos aparatos que hacían las costuras en zigzag, pero Joe le había dicho que tendría que esperar hasta que él pudiera comprarle una máquina nueva (y eso, conociendo a Joe, probablemente sería el día de nunca jamás). Cuatro días antes había advertido que si movía el interruptor y ponía otra aguja en el mismo sitio, en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la primera, podía hacer todos los zigzags que quisiera. Lo único que necesitaba era un destornillador (incluso una tonta como ella sabía utilizarlo) y funcionaba de maravilla. También se dio cuenta de que el eje del prénsatelas se desnivelaría en poco tiempo por el cambio de peso, pero ya lo arreglaría cuando sucediera. Después vino lo de la Electrolux. Jesús se lo había explicado. Para prevenirla contra Joe, tal vez. Había sido Jesús quien le había dicho cómo utilizar el soplete de butano de Joe y así había sido más fácil. Había ido a Derry para comprar tres juegos electrónicos Simon en la juguetería KayBee. Al llegar a casa, los abrió y sacó los circuitos. Siguió las instrucciones de Jesús: los conectó y después empalmó los cables a las pilas Eveready. Jesús le dijo cómo programar la Electrolux y cómo cargarla (esto último ya lo había adivinado, pero decírselo a Él habría sido como faltarle el respeto). El aparato limpiaba ahora la sala, la cocina y el cuarto de baño de la planta baja. Tenía tendencia a quedarse encallado bajo la banqueta del piano o en el cuarto de baño (donde tropezaba como un tonto con la taza y Becka tenía que correr para darle la vuelta) y a Ozzie le ponía los pelos de punta, pero era un gran adelanto. Mucho mejor que arrastrarlo por toda la casa como si fuera un perro muerto de quince kilos. Así tenía suficiente tiempo para ver las noticias de la tarde y comprobar que contenían las verdades que le contaba Jesús. La nueva Electrolux gastaba mucha electricidad, eso era cierto, y a veces se enredaba con el cable. Uno de aquellos días le quitaría las pilas y le conectaría la batería de una moto. Habría tiempo... Cuando hubiera resuelto el problema de Joe y la Golfa.


O... la noche anterior, sin ir más lejos. Había permanecido despierta, pensando en números, hasta mucho después de que Joe empezara a roncar. Se le ocurrió (a Becka, que nunca había pasado de Contabilidad I durante el bachillerato) que si daba valor de letras a los números, podía descongelarlos, convertirlos en algo parecido a la gelatina. Cuando los números son letras, se les puede moldear como se quiera. Y entonces se vuelven a pasar a números; era como poner la gelatina en la nevera para que cuaje y mantenga la forma del molde hasta que llega el momento de vaciarla en una fuente. Así siempre se podrían calcular las cosas, había pensado Becka con complacencia. No se había dado cuenta de que tenía los dedos encima del ojo izquierdo ni de que se frotaba sin parar el punto que había allí. Por ejemplo, mira... Podrías poner todo en una línea diciendo ax + bx + c = O. y esto lo demuestra. Siempre funciona. Es como el Capitán Marvel cuando dice ¡Shazam! Bueno, está lo del factor cero. <<A» no puede ser cero porque si no, se estropea todo, pero por lo demás... Había estado despierta un buen rato, pensando en lo anterior y después se había dormido sin darse cuenta de que había reinventado las ecuaciones de segundo grado, los polinomios y el álgebra entera. Ideas. Muchas, últimamente. Becka cogió el soplete de Joe y lo encendió con una de las cerillas de la cocina. Unos días antes se habría reído si alguien le hubiera dicho que iba a trabajar con algo así. Pero era fácil. Jesús le había dicho exactamente cómo soldar los cables al tablero electrónico de la vieja radio. Igual que arreglar la aspiradora, pero esta idea en particular era mucho mejor aun. Jesús le había dicho muchas más cosas en los tres últimos días. Cosas que le habían hecho perder el sueño (y el rato que podía dormir estaba plagado de pesadillas), cosas que le hacían tener miedo de asomar la cara por el pueblo (siempre sé si has hecho algo malo, Becka, le había dicho su padre, porque no sabes guardar un secreto. Se te nota en la cara), cosas que le habían quitado el hambre. Joe, totalmente concentrado en su trabajo, en los encuentros televisados y en la Golfa, no notaba nada... aunque unas noches antes, mientras veían la televisión, había advertido que Becka se mordía las uñas, cosa que no había hecho hasta entonces; además, era una de las pocas cosas que Becka le reprochaba a él. Pero ahora lo hacía ella, sí, estaban mordisqueadas hasta la carne. Joe Paulson lo pensó durante unos diez segundos antes de volver a concentrarse en la televisión y perderse en una fantasía protagonizada por los blancos y turgentes senos de Nancy Voss. He aquí ahora algunas de las noticias vespertinas que Jesús le había contado y que habían sido responsables de que Becka durmiera tan mal y empezara a comerse las uñas a la avanzada edad de cuarenta y cinco años:


En 1973, Moss Harlingen, uno de los amigotes de Joe, había matado a su padre. Estaban cazando ciervos en Greenville y supuestamente había sido uno de tantos accidentes de caza. Pero el tiro que acabó con Abel Harlingen no había sido un accidente. Moss se había escondido con el rifle detrás de un árbol caído y esperado a que su padre cruzara el arroyo que discurría a unos cincuenta metros por debajo de él. Le disparó cuidadosa y deliberadamente a la cabeza. El propio Moss creía que lo había hecho por dinero. La empresa de Moss, Constructora de Acequias, tenía que saldar dos deudas con dos bancos diferentes y ninguno quería alargar el plazo a causa del otro. Moss fue a ver a Abel, pero Abel se negó a ayudarle, aunque habría podido hacerlo. Así pues, Moss mató a su padre y heredó un buen fajo de billetes en cuanto el juez de primera instancia dictaminó que había sido muerte accidental. Moss Harlingen pagó la deuda y creyó realmente que había cometido un homicidio con ánimo de lucro (excepto, tal vez, en sus sueños más profundos). El verdadero motivo había sido otro. Hacía mucho tiempo, cuando Moss tenía diez años y su hermanito Emery solamente siete, la mujer de Abel se había ido al sur, a Rhode Island, a pasar todo el invierno. El tío de Moss y de Emery había muerto súbitamente y su mujer necesitaba ayuda para ir tirando. Mientras la madre estuvo ausente, hubo unos cuantos episodios de sodomía en la casa de los Harlingen, a la que habían puesto el nombre de Troya. Los actos de sodomía terminaron cuando la madre regresó y no volvieron a repetirse. Moss se había olvidado de ellos por completo. No volvió a acordarse de su insomnio en medio de la oscuridad, del miedo que sentía mientras, acostado en la cama, miraba la puerta para ver si aparecía la sombra de su padre. No guardaba el menor recuerdo de haber estado acostado, con la boca apretada contra el antebrazo paterno, con lágrimas ardientes de rabia y vergüenza en los ojos abiertos y las mejillas mientras Abel Harlingen se untaba el miembro con manteca de cerdo y lo introducía por la portezuela trasera del hijo entre gruñidos y suspiros. La experiencia le había dejado una huella tan superficial que no recordaba haberse mordido el brazo hasta sangrar para reprimir los gritos, como tampoco recordaba las exclamaciones entrecortadas que su hermano Emery lanzaba en la otra cama: «Por favor, papá, por favor, a mí no, esta noche no, a mí no, papá, por favor, por favor>,. Los niños, ya se sabe, olvidan fácilmente. Pero algún recuerdo subconsciente debió de quedar, porque cuando Moss Harlingen apretó el gatillo, tal como había soñado todas las noches de los últimos treinta y dos años de su vida, y mientras los ecos del disparo se perdían entre los troncos para desaparecer en el silencio de la inmensidad de los bosques del norte de Maine, Moss susurró: «Tú no, Em, esta noche no». Que Jesús se lo hubiera contado dos horas después de que Moss se presentara para devolver a Joe una caña de pescar fue un dato en el que no reparó Becka. Alice Kimball, maestra de la escuela de Haven, era lesbiana. Jesús se lo dijo a Becka el viernes, poco después de que la señora en cuestión, vestida con un traje pantalón verde que le daba un aire muy puesto y respetable, hubiera llamado a la puerta para pedir dinero para la campaña contra el cáncer. Darla Gaines, la bonita joven de diecisiete años que repartía el periódico dominical, tenía quince gramos de «hierba cojonuda» entre el colchón y el somier de la cama. Quince minutos después de que Darla fuera a cobrar las cinco últimas semanas


(tres dólares más una propina de cincuenta centavos de la que Becka se arrepintió después), Jesús le dijo que Darla y su novio se fumaban la marihuana en la cama después de hacer lo que llamaban «el rebote horizontal». Casi todos los fines de semana, de dos a tres, hacían el rebote horizontal y fumaban hierba. Los padres de Darla trabajaban en Derry, en El Zapato Soberbio, y no llegaban a casa hasta pasadas las cuatro. Hank Buck, otro de los amigotes de Joe, trabajaba en un gran supermercado de Bangor y odiaba tanto a su jefe que el año anterior le había echado media caja de laxantes en un batido de chocolate cierto día en que él, el jefe, lo había mandado a McDonald's por la comida. El jefe se había cagado en los pantalones a las tres y cuarto de la tarde, mientras cortaba un filete en la charcutería. Hank se las arregló para aguantarse hasta la hora de salir, después se sentó en el coche y se rió tanto que casi se cagó encima también él. «Se rió, ¿entiendes?», le dijo Jesús a Becka. «Se rió. ¿Te lo imaginas?» Y aquello era sólo la punta del iceberg, por decirlo de alguna manera. Parecía que Jesús sabía cosas desagradables o turbadoras de todos los habitantes del pueblo... por lo menos de todos los que estaban en contacto con Becka. Era imposible vivir con aquellos secretos. Pero tampoco sabía Becka si podría vivir sin ellos. De una cosa sí estaba segura: tenía que hacer algo. Algo. -Ya haces algo- le dijo Jesús. Hablaba desde detrás de ella, desde el cuadro que estaba encima del televisor, por supuesto que sí, y la idea de que la voz surgiera de su propio interior y de que fuese una mutación fría de sus propios pensamientos... no era más que un espejismo horrible y pasajero. -En realidad, ya casi has terminado esta parte, Becka. Lo único que te falta es soldar el cable rojo al punto que hay detrás de ese chisme... no, ése no, el otro, el que está al lado... eso es. ¡No tanta soldadura! Es como el fijador, Becka. Con un poquito basta.Resultaba extraño oír a Jesús hablar de fijadores...

Joe despertó a las dos y cuarto, se quitó a Ozzie de encima y fue hasta el fondo del patio, regó la hiedra con una larga meada y enfiló hacia la casa para ver a los Yankees contra los Red Sox. Abrió la nevera de la cocina, miró de reojo los pedacitos de cable que había en el estante y se preguntó en qué andaría metida su mujer. Dejó estar el asunto y cogió una botella grande de cerveza.


Fue a la sala. Becka estaba en la mecedora, fingiendo leer un libro. Unos diez minutos antes de que entrara Joe había terminado de soldar los cables del artilugio a la consola del Zenith, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Jesús. «Hay que tener cuidado cuando se quita la tapa trasera de un televisor, Becka», le había dicho Joe. «Ahí dentro hay más voltios que una tienda de electrodomésticos.» -Creía que ibas a calentar algo para mí- apuntó Joe. -Puedes hacerlo tú- replicó Becka. -Sí, supongo que sí- dijo Joe, dando por terminada la última conversación que tendrían. Apretó el interruptor del televisor y más de dos mil voltios le recorrieron el cuerpo. Se le abrieron los ojos de par en par. Cuando sufrió la sacudida, la mano se le contrajo con tanta fuerza que la botella de cerveza se rompió y el vidrio se le hundió en los dedos y en la palma. La cerveza espumeó y se derramó. -¡IIIIIUUUUUAARRRREEEMMMMM!- gritó Joe. La cara empezó a ponérsele negra. Un humo azul le salía del cabello. Su dedo parecía pegado al interruptor del Zenith. Apareció una imagen en la pantalla. Mostraba a Joe y Nancy Voss jodiendo en el suelo de la estafeta de correos, sobre una alfombra de catálogos, boletines oficiales y publicidad de las carreras de caballos. -¡No!- aulló Becka y la imagen cambió. Entonces vio a Moss Harlingen detrás de un pino caído, apuntando con un rifle 30-30. La imagen volvió a cambiar y vio a Darla Gaines y a su novio practicando el rebote horizontal en el dormitorio de Darla, mientras Rick Springfield les miraba fijamente desde la pared. La ropa de Joe Paulson se incendió. La sala de estar se había llenado de olor a cerveza cocida. Un momento después explotó el cuadro tridimensional de Jesús -¡No!- chilló Becka, al comprender de pronto que desde el principio había sido ella y sólo ella quien lo había pensado todo, quien de alguna manera había leído los pensamientos de aquellas personas; había sido el agujero en la cabeza y el agujero le había hecho algo en el cerebro; se lo había vigorizado, como quien dice. La imagen de la pantalla cambió de nuevo y Becka se vio bajando de la escalera con el revólver calibre 22 en la mano, apuntándose con él... parecía una mujer a punto de suicidarse más que un ama de casa en día de limpieza.


Su marido se estaba poniendo negro delante de sus propios ojos. Corrió hacia él, le cogió la mano carbonizada y húmeda... y también ella recibió la descarga eléctrica. No pudo apartarse, como el conejo de los dibujos animados que no pudo despegarse del muñeco de brea a quien había dado una bofetada por insolente. Jesús, Jesús, pensó cuando la corriente la fulminó y la hizo poner de puntillas. Y una voz enloquecida, como un maullido, la voz de su padre, se elevó en su cabeza. Te he engañado, Becka. ¿A que sí? Y has picado como una tonta. La tapa trasera del televisor, que Becka había vuelto a poner en su sitio después de hacer los cambios (por si acaso a Joe se le ocurría echar una mirada), salió despedida hacia atrás con un gran relámpago de luz azul. Joe y Becka Paulson cayeron sobre la alfombra. Joe ya estaba muerto. Y cuando el papel humeante de la pared de detrás del televisor empezó a quemar las cortinas, Becka también.


Una tarde en lo de dios Stephen King Una obra de un minuto, 1990 ESCENARIO EN PENUMBRAS. Acto seguido un reflector ilumina un globo de papel maché que gira sobre sí mismo en el medio de la oscuridad. Poco a poco, las luces del escenario SE ENCIENDEN y podemos ver una desnuda representación de una sala de estar: una silla común y corriente junto a una mesa (hay una botella de cerveza abierta sobre esa mesa) y un televisor al otro lado del cuarto. Hay un refrigerador de picnic lleno de cerveza bajo la mesa, además de cierta cantidad de botellas vacías. DIOS la está pasando en grande. Se advierte una puerta a la izquierda del escenario. DIOS —un tipo corpulento de barba blanca— está sentado en la silla, leyendo un libro (Cuando las cosas malas le suceden a las personas buenas) y mirando la pantalla alternadamente. Cada vez que quiere mirar la tele tiene que estirar el cuello porque el globo flotante (que imagino que en realidad cuelga de un hilo) se encuentra justo en la línea de su visión. Por la tele están pasando una comedia. De vez en cuando DIOS se ríe entre dientes junto a las risas grabadas. Suena un golpe en la puerta. DIOS (con la voz bien amplificada): ¡Adelante! ¡Pase, pase que está abierto! La puerta se abre. SAN PEDRO entra en escena, vestido con una moderna túnica blanca. Además está llevando un maletín. DIOS: ¡Pedro! ¡Creí que estabas de vacaciones! SAN PEDRO: Salgo en una hora y media, pero pensé en traerle los papeles para que los firme. ¿Y usted cómo se encuentra, DIOS? DIOS:


Mejor. Ahora sé lo que es comer esos ajíes picantes. Me hacen salir fuego por ambos extremos. ¿Trajiste las cartas de las transmisiones del infierno? SAN PEDRO: Sí, por fin. Gracias a DIOS. Si es que me disculpa el juego de palabras. Saca algunos papeles de su cartera. DIOS los examina y luego tiende una mano con impaciencia. SAN PEDRO se había quedado observando el globo flotante. Luego vuelve la mirada, descubre que DIOS lo está esperando, y le coloca una lapicera sobre la mano extendida. DIOS garrapatea su firma. Mientras lo hace, SAN PEDRO vuelve a mirar fijamente al globo. SAN PEDRO: ¿De modo que la Tierra sigue allí, eh? Después de todos estos años. DIOS le devuelve los papeles y la contempla. Luce bastante irritado. DIOS: Sí, la mujer de la limpieza es la perra más olvidadiza del universo. Una EXPLOSIÓN DE RISAS suena en la televisión. DIOS estira el cuello para poder ver, pero es demasiado tarde. DIOS: ¡Maldición! ¿Ese era Alan Alda? SAN PEDRO: Puede que haya sido, señor; en realidad no logré verlo. DIOS: Yo tampoco. Se inclina hacia adelante y aplasta al globo flotante, reduciéndolo a polvo. DIOS (inmensamente satisfecho): Bien. Hace bastante tiempo que andaba con ganas de hacerlo. Ahora puedo ver la televisión tranquilo. SAN PEDRO observa con tristeza los restos aplastados de la Tierra.


SAN PEDRO: Umm... me temo que ése era el mundo de Alan Alda, DIOS. DIOS: ¿En serio? (risitas en la televisión) ¡Robin Williams! ¡Yo AMO a Robin Williams! SAN PEDRO: Me parece que Alda y Williams se encontraban allí cuando... bueno... cuando usted pronunció el Juicio Final, señor. DIOS: Oh, no hay problema: tengo todos los vídeos. ¿Quieres una cerveza? Cuando SAN PEDRO acepta una, las luces del escenario comienzan a bajar de intensidad. Un reflector se concentra sobre los restos del globo. SAN PEDRO: Realmente me caía bien, DIOS; la Tierra, quiero decir. DIOS: No estaba tan mal, pero hay más de esas por ahí. Y ahora... ¡Brindemos por tus vacaciones! Ambos no son más que dos sombras en la penumbra, aunque DIOS es el más fácil de distinguir porque tiene un débil halo de luz alrededor de su cabeza. Hacen entrechocar sus botellas. En la tele suenan varias carcajadas. DIOS: ¡Mira! ¡Es Richard Pryor! ¡Ese tipo me mata! Aunque imagino que también estaba... SAN PEDRO: Ummm... así es, señor. DIOS: Mierda. (Una pausa). Tal vez fuera mejor que dejara de beber. (Otra pausa). Aunque de todas formas... iba a terminar de esa manera.


La escena se funde en negro, salvo por el reflector que ilumina las ruinas del globo flotante. SAN PEDRO: Sí señor. DIOS (murmurando): ¿Mi hijo volvió, no? SAN PEDRO: Así es señor, hace ya algún tiempo. DIOS: Bueno. Entonces está todo al pelo. EL REFLECTOR SE APAGA.


El coco Stephen King —Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper. El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos. —No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos. El doctor Harper puso en marcha el magnetófono. Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes. —Quiere decir que los mató realmente, o... —No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo. El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky. —Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría. —¿Por qué? —Porque... Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.


—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros. —¿Qué es qué? —Esa puerta. —El armario empotrado –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos. —Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro. El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo. —¿Conforme? –preguntó el doctor Harper. —Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior. —Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué? —Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada. —¿Cómo fueron asesinados sus hijos? —¡No trate de arrancármelo por la fuerza! Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa. —Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo. —Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa. —Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos.


Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece? Harper emitió un gruñido neutro. —Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa. —¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper. —El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme. —Le escucho –dijo Harper. —Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica? >>Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben. >>Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella. >>De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco, papá."


>>Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera. >>Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de <<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos. >>Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar. >>Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño. Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca. —Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé... —¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente. —Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó. —¿Qué fue? —La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía? —Sí. ¿Qué sucedió después? Billings se encogió de hombros.


—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes. —¿Hubo una investigación? —Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años! —El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor... —¡Mierda! –espetó Billings violentamente. Harper volvió a encender su pipa. —Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: <<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios. >>Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!" >>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación. —¿Y la llevó? —No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.


—Por otro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella. Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper. —¿Pretende tomarme el pelo? —Claro que no –respondió Harper. —Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings—. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas. —De acuerdo –asintió Harper. —De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada. —¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper. —¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos? Y después de una pausa, dijo: —El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó. —¿La puerta del armario estaba abierta? —Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo <<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo. —¿Galochas? –preguntó Harper. —¿Eh?


—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso. —Quizá –murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía <<garras>>. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro. —¿Miró dentro del armario? —S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo. —¿Había algo dentro? ¿Vio al...? —¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme>>. Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla. —Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró—. Con la luz encendida. —¿Sucedió algo? —Tuve un sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la


mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras... El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora. —Cuando su esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted? —Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar... Su... su... eh... —¿Su sitio en la vida? —¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente. >>Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro... con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda. Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho. —El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta. —Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por


contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación. —Sí. O la mujer se lo puede quitar. —Es posible. —¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios. Mierda. —¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl? —Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo. >>Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí. >>Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando? >>Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos. >>Y demasiados armarios. >>El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico. Billings miró el techo con expresión morbosa.


—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro. >>Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá... —¿Se está evadiendo de algo, señor Billings? Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente: —Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús. >>Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse. Billings se humedeció los labios. —El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl. —¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper. —Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—. Lo mudé.


Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón. >>Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían... y los ruidos... los ruidos... Se pasó la mano por el cabello. —Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: <<Es sólo el reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería... >>Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello. Billings estaba pálido y tembloroso. —De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <<El coco, papá... el coco..., quiero ir con papá, quiero ir con papá.>> La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván. —Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto— . Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.


—¿Qué sucedió después? Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija. Se cayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos. —Pídale una hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves? —Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió... finalmente. —Señor billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa—. Cre que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos. —¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos. —Aún no –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves? —Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien. —Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós. Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás. La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía <<Vuelvo enseguida>>. Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta. —Doctor, su enfermera ha... Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija. —Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.


Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas. Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima. —Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies. Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.


Soy la puerta Stephen King Richard y yo estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando las dunas del Golfo. El humo de su cigarro se enroscaba mansamente en el aire, alejando a los mosquitos. El agua tenía un fresco color celeste y el cielo era de un color azul más profundo y auténtico. Era una combinación agradable. —Tú eres la puerta –repitió Richard reflexivamente—. ¿Estás seguro de que mataste al chico... y de que no fue todo un sueño? —No fue un sueño. Y tampoco lo maté... ya te lo he explicado. Ellos lo hicieron. Yo soy la puerta. Richard suspiró. —¿Lo enterraste? —Sí. —¿Recuerdas dónde? —Sí. –Hurgué en el bolsillo de la pechera y extraje un cigarrillo. Mis manos estaban torpes, con sus vendajes. Me escocían espantosamente—. Si quieres verla, tendrás que traer el <<buggy>> de las dunas. No podrás empujar esto –señalé mi silla de ruedas—, por la arena. El <<buggy>> de Richard era un <<Volkswagen 1959>> con neumáticos grandes como cojines. Lo usaba para recoger los maderos que traía la marea. Desde que había dejado su actividad de agente inmobiliario en Maryland, vivía en Key Caroline y confeccionaba esculturas con los maderos de la playa, que luego vendía a los turistas de invierno a precios desorbitados. Le dio una chupada a su cigarro y miró el Golfo. —Aún no. ¿Quieres volver a contarme la historia? Suspiré y traté de encender mi cigarrillo. Me quitó las cerillas y lo hizo él. Di dos chupadas, inhalando profundamente. El prurito de mis dedos era enloquecedor. —Está bien –asentí—. Anoche a las siete estaba aquí afuera, contemplando el Golfo y fumando, igual que ahora, y...


—Remóntate más atrás –me exhortó. —¿Más atrás? —Háblame del vuelo. Sacudí la cabeza. —Richard, lo hemos repasado una y otra vez. No hay nada... su rostro arrugado y fisurado era tan enigmático como una de sus esculturas de madera pulida por el océano. —Es posible que recuerdes –dijo—. Es posible que ahora recuerdes. —¿Te parece? —Quizá sí. Y cuando hayas terminado, podremos ir a buscar la tumba. —La tumba –repetí. La palabra tenía un acento hueco, atroz, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso aún que aquel tétrico océano por donde Cory y yo habíamos navegado hacía cinco años. Tenebroso, tenebroso, tenebroso. Bajo las vendas, mis nuevos ojos escrutaron ciegamente la oscuridad que las vendas les imponían. Escocían. Cory y yo entramos en la órbita impulsados por el Saturno 16, aquel que los comentaristas denominaban el cohete Empire State Building. Era una mole, sí señor. Comparado con él, el viejo Saturno 1-B parecía un juguete, y para evitar que arrastrase consigo la mitad de Cabo Kennedy había que lanzarlo desde un silo de setenta metros de profundidad. Sobrevolamos la Tierra, verificando todos nuestros sistemas, y después nos disparamos. Rumbo a Venus. El Senado quedó atrás, debatiendo un proyecto de ley sobre nuevos presupuestos para la exploración del espacio profundo, mientras la camarilla de la NASA rogaba que descubriéramos algo, cualquier cosa. —No importa qué –solía decir Don Lovinger, el niño prodigio del Proyecto Zeus, cada vez que tomaba unas copas de más—. Tenéis todos los artefactos, más cinco cámaras de TV reacondicionadas y un primoroso telescopio con un trillón de lentes y filtros. Encontrad oro o platino. Mejor aún, encontrad a unos bonitos y estúpidos hombrecillos azules, para que podamos estudiarlos y explotarlos y sentirnos superiores a ellos. Cualquier cosa. Para empezar, nos conformaríamos con el fantasma de Blancanieves.


Cory y yo estábamos ansiosos por complacerle, a poco que fuera posible. El programa de exploración del espacio profundo había sido siempre un fracaso. Desde Borman, Anders y Lovell que habían entrado en órbita alrededor de la Luna, en 1968, y habían encontrado un mundo vacío, hostil, semejante a una playa sucia, hasta Markhan y Jacks, que se posaron en Marte quince años más tarde y encontraron un páramo de arena helada y unos pocos líquenes maltrechos, el programa había sido un fiasco costoso. Y había habido bajas. Pederser y Lederer, que girarían eternamente alrededor del Sol porque todo había fallado en el penúltimo vuelo Apolo. John Davis, cuyo pequeño observatorio en órbita había sido perforado por un meteorito a pesar de que sólo existía una posibilidad entre mil de que se produjera semejante accidente. No, el programa espacial no prosperaba. Tal como estaban las cosas, el vuelo orbital alrededor de Venus sería nuestra última oportunidad de cantar victoria. Fue un viaje de dieciséis días –comimos un montón de concentrados, jugamos muchas partidas de naipes, y nos contagiamos mutuamente un resfriado— y desde el punto de vista técnico fue un paseo. Al tercer día perdimos un transformador de humedad atmosférica, recurrimos al dispositivo auxiliar, y eso fue todo, con excepción de algunas nimiedades, hasta el regreso. Vimos cómo Venus crecía y pasaba del tamaño de una estrella al de una moneda de veinticinco céntimos y luego al de una bola de cristal lechoso, intercambiamos chistes con el control de Huntsville, escuchamos cintas magnetofónicas de Wagner y los Beatles, y vigilamos los dispositivos automáticos que lo abarcaban todo, desde las mediciones del viento solar hasta la navegación del espacio profundo. Practicamos dos correcciones de rumbo a mitad de trayecto, ambas infinitesimales, y después de nueve días de vuelo cory salió de la nave y martilleó la AEP retráctil hasta que ésta se decidió a funcionar. No pasó nada raro hasta que... —La AEP –me interrumpió Richard—. ¿Qué es eso? —Un experimento frustrado. La jerga de la NASA para designar la Antena de Espacio Profundo... Irradiábamos ondas pi en alta frecuencia para cualquiera que se dignara escucharnos. –Me froté los dedos contra los pantalones pero fue inútil. En todo caso empeoró el prurito—. El mismo principio del radiotelescopio de West Virginia..., tú sabes, el que escucha las estrellas. Sólo que en lugar de escuchar transmitíamos, sobre todo a los planetas del espacio profundo: Júpiter, Saturno, Urano. Si hay vida inteligente en ellos, en ese momento se estaba echando una siesta. —¿El único que salió fue Cory? —Sí. Y si introdujo una peste interestelar, la telemetría no la detectó. —Igualmente... —No importa –proseguí, irritado—. Sólo interesa el aquí y el ahora. Anoche ellos asesinaron a ese chico, Richard. No fue agradable verlo... ni de sentirlo. Su


cabeza... estalló. Como si alguien le hubiera ahuecado los sesos y le hubiera introducido una granada de mano en el cráneo. —Termina el relato –dijo Richard. Lancé una risa hueca. —¿Qué quieres que te cuente? Entramos en una órbita excéntrica alrededor del planeta. Una órbita radical, declinante, de noventa por ciento quince kilómetros. En la segunda pasada nuestro apogeo estuvo más alto y el perigeo más bajo. Disponíamos de un máximo de cuatro órbitas. Recorrimos las cuatro. Le echamos una buena mirada al planeta. Más de seiscientas fotos y Dios sabe cuántos metros de película. La capa de nubes está formada en partes iguales por metano, amoníaco, polvo y mierda voladora. Todo el planeta se parece al Gran Cañón en un túnel de viento. Cory calculó que el viento soplaba a unos novecientos kilómetros por hora cerca de la superficie. Nuestra sonda transmitió durante todo el descenso y después se apagó con un gemido. No vimos vegetación ni rastros de vida. El espectroscopio sólo detectó vestigios de minerales valiosos. Y eso era Venus. Nada de nada..., con una sola salvedad: me asustó. Era como girar alrededor de una casa embrujada en medio del espacio. Sé que ésta no es una definición muy científica, pero viví sobrecogido por el miedo hasta que nos alejamos de allí. Creo que si se nos hubieran parado los cohetes, me habría degollado en medio de la caída. No es como la Luna. La Luna es desolada pero relativamente antiséptica. El mundo que vimos era totalmente distinto de cuantos se habían visto antes. Quizá sea una suerte que esté cubierto por el manto de nubes. Parecía una calavera descarnada... Ésta es la única analogía que se me ocurre. Durante el vuelo de regreso nos enteramos de que el Senado había resuelto reducir a la mitad el presupuesto para la exploración espacial. Cory dijo algo así como <<parece que volvemos a la época de los satélites meteorológicos, Artie>>. Pero yo estaba casi contento. Quizás el espacio no es un buen lugar para nosotros. Doce días más tarde Cory estaba muerto y yo había quedado lisiado para toda la vida. Todas las desgracias nos ocurrieron durante el descenso. Falló el paracaídas. ¿Qué te parece esta ironía? Habíamos pasado más de un mes en el espacio, habíamos llegado más lejos que cualquier otro ser humano, y todo terminó mal porque un tipo con prisa por tomarse un descanso dejó que se enredaran unos cordeles. La caída fue violenta. Un tripulante de uno de los helicópteros dijo que nos precipitamos del cielo como un bebé gigantesco, con la placenta flameando atrás. Cuando nos estrellamos me desvanecí.


Recuperé el conocimiento mientras me transportaban por la cubierta del Pórtland. Ni siquiera habían tenido tiempo de enrollar la alfombra roja que teóricamente deberíamos haber recorrido. Yo sangraba. Sangraba y me llevaban a la enfermería sobre una alfomra roja que no estaba ni remotamente tan roja como yo... —... Pasé dos años en el hospital de Bethesda. Me dieron la Medalla de Honor y una fortuna y esta silla de ruedas. Al año siguiente vine aquí. Me gusta ver cómo despegan los cohetes. —Lo sé. –Richard hizo una pausa—. Muéstrame las manos. —No. –La respuesta fue inmediata y vehemente—. No puedo permitir que ellos vean. Te lo he advertido. —Han pasado cinco años –dijo Ricard—. ¿Por qué ahora, Arthur? ¿Me lo puedes explicar? —No lo sé. ¡No lo sé! Quizás eso, sea lo que fuere, tiene un largo período de gestación. ¿Y quién puede asegurar, además, que me contaminé en el espacio? Eso, lo que sea, pudo haberse implantado en Fort Lauderdale. O tal vez en este mismo porche. Qué se yo. Richard suspiró y contempló el agua, ahora enrojecida por el sol del crepúsculo. —Procuro creerte. Arthur, no quiero pensar que estás perdiendo la chaveta. —Si es indispensable, te mostraré las mandos –respondí. Me costó un esfuerzo decirlo—. Pero sólo si es indispensable. Richard se levantó y cogió su bastón. Parecía viejo y frágil. —Traeré el <<buggy>> de las dunas. Buscaremos al chico. —Gracias, Richard. Se encaminó hacia la huella accidentada que conducía a su cabaña: veía el tejado de ésta asomando sobre la Duna Mayor, la que atraviesa casi todo el ancho de Key Caroline. El cielo había adquirido un feo color ciruela, sobre el agua, en dirección al Cabo, y el fragor del trueno me llegó débilmente a los oídos. No sabía cómo se llamaba el chico pero lo veía de vez en cuando, caminando por la playa al ponerse el sol, con la criba bajo el brazo. El sol le había bronceado y estaba moreno, casi negro, y siempre vestía unos vaqueros deshilachados, tijereteados a la altura del muslo. Del otro lado de Key Caroline hay una playa pública, y en una jornada propicia un joven emprendedor puede reunir hasta cinco dólares, tamizando pacientemente la arena en busca de monedas enterradas. A


veces le saludaba agitando la mano y él contestaba de igual manera, ambos con displicencia, extraños pero hermanos, eternos habitantes de ese mundo de derroche, de <<Cadillacs>>, de turistas alborotadores. Supongo que vivía en la pequeña aldea apiñada alrededor de la estafeta, a casi un kilómetro de mi casa. Cuando pasó esa tarde ya hacía una hora que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que me había quitado las vendas. El prurito había sido intolerable, y siempre se aliviaba cuando podían ver con sus ojos. Era una sensación que no tenía parangón en el mundo: como si yo fuera un portal entreabierto a través del cual espiaban un mundo que odiaban y temían. Pero lo peor era que yo también podía ver, hasta cierto punto. Imaginad que vuestra mente es transportada al cuerpo de una mosca común, una mosca que mira vuestra propia cara con un millar de ojos. Entonces quizás empezaréis a entender por qué tenía las manos vendadas incluso cuando no había nadie cerca, nadie que pudiera verlas. Empezó en Miami. Yo tenía que tratar allí con un hombre llamado Cresswell, un investigador del Departamento de Marina. Me controla una vez al año, porque durante un tiempo tuvo todo el acceso que es posible tener a los materiales secretos de nuestro programa espacial. No sé qué es exactamente lo que busca. Tal vez un destello taimado en mis ojos, o una letra escarlata en mi frente. Dios sabe por qué. La pensión que cobro es tan generosa que se vuelve casi embarazosa. Creswell y yo estábamos sentados en la terraza de su habitación, en el hotel, discutiendo el futuro del programa espacial norteamericano. Eran aproximadamente las tres y cuarto. Empezaron a picarme los dedos. No fue algo gradual. Se activó como una corriente eléctrica. Se lo mencioné a Cresswell. —De modo que tocó una hiedra venenosa en esa islita escrofulosa –comentó sonriendo. —El único follaje que hay en Key Caroline es un arbusto de palmito –respondí—. Quizás es la comezón del séptimo año. –Me miré las manos. Manos Absolutamente vulgares. Pero me picaban. Más tarde firmé el mismo viejo documento de siempre (<<Juro solemnemente que no he recibido ni revelado ni divulgado ninguna información susceptible de...>>) y volví a Key Caroline. Tengo un antiguo <<Ford>>, equipado con freno y acelerador de mano. Lo adoro..., me hace sentirme autosuficiente. El trayecto de regreso es largo, por la Autopista 1, y cuando salí de la carretera y doblé por la rampa de salida de Key Caroline ya estaba casi enloquecido. Las manos me escocían espantosamente. Si alguna vez habéis tenido que soportar la cicatrización de un corte profundo o de una incisión quirúrgica, quizás entenderéis la clase de comezón a la que me refiero. Algo vivo parecía estar arrastrándose por mi carne y horadándola.


El sol casi se había ocultado y me estudié cuidadosamente las manos bajo el resplandor de las luces del tablero. Ahora, en las puntas de los dedos había una pequeñas manchas rojas, perfectamente circulares, un poco por encima de la yema donde están las impresiones digitales y donde se forman callos cuando uno toca la guitarra. También había círculos rojos de infección entre la primera y la segunda articulación de cada pulgar y de cada dedo, y en la piel que separaba la segunda articulación del nudillo. Me llevé los dedos de la mano derecha a los labios y los aparté rápidamente, con súbita repulsión. Dentro de mi garganta se había formado un nudo de horror, agodonoso y asfixiante. Los puntos donde habían aparecido las marcas rojas estaban calientes, afiebrados, y la carne estaba blanda y gelatinosa, como la pulpa de una manzana podrida. Durante el resto del trayecto traté de convencerme de que en verdad había tocado una hiedra venenosa sin darme cuenta. Pero en el fondo de mi mente germinaba otra idea chocante. En mi infancia había tenido una tía que había pasado los últimos diez años de su vida encerrada en un desván, aislada del mundo. Mi madre le llevaba los alimentos y estaba prohibido pronunciar su nombre. Más tarde me enteré de que había padecido la enfermedad de Hansen, la lepra. Cuando llegué a casa telefoneé al doctor Flanders, que vivía en tierra firme. Me atendió su servicio de recepción de llamadas. El doctor Flanders estaba participando de un crucero de pesca, pero si se trataba de algo urgente el doctor Ballenger... —¿Cuándo regresará el doctor Flanders? —A más tardar mañana por la tarde. ¿Le parece...? —Sí. Colgué lentamente el auricular y después marqué el número de Richard. Dejé que la campanilla sonara doce veces antes de colgar. Permanecí un rato indeciso. La comezón se había intensificado. Parecía emanar de la carne misma. Conduje la silla de ruedas hasta la biblioteca y extraje la destartalada enciclopedia médica que había comprado hacía muchos años. El texto era exasperantemente vago. Podría haber sido cualquier cosa, o ninguna. Me recosté contra el respaldo y cerré los ojos. Oí el tic tac del viejo reloj marino montado sobre la repisa, en el otro extremo de la habitación. También oí el zumbido fino y agudo de un reactor que volaba hacia Miami. Y el tenue susurro de mi propia respiración. Seguía mirando el libro.


El descubrimiento se infiltró lentamente en mí y después se implantó con aterradora brusquedad. Tenía los ojos cerrados pero seguía mirando el libro. Lo que veía era algo desdibujado y monstruoso, una imagen deformada, cuatridimensional, pero igualmente inconfundible, de un libro. Y yo no era el único que miraba. Abrí los ojos y sentí la contracción de mi músculo cardíaco. La sensación se atenuó un poco, pero no por completo. Estaba mirando el libro, viendo con mis propios ojos las letras impresas y las ilustraciones, lo cual era una experiencia cotidiana perfectamente normal, y también lo veía desde un ángulo distinto, más bajo, y con otros ojos. No lo veía como un libro sino como algo anómalo, algo de configuración aberrante e intención ominosa. Alcé las manos lentamente hasta mi rostro, y tuve una macabra imagen de mis sala transformada en una casa de horrores. Lancé un alarido. Unos ojos me espiaban entre las fisuras de la carne de mis dedos. Y en ese mismo instante vi cómo la carne se dilataba, se replegaba, a medida que esos ojos sea asomaban insensatamente a la superficie. Pero no fue solo eso lo que me hizo gritar. Había mirado mi propia cara y había visto un monstruo. El <<buggy>> de las dunas bajó por la pendiente de la loma y Richard lo detuvo junto al porche. El motor ronroneaba intermitentemente. Hice rodar mi silla de ruedas por la rampa situada a la derecha de la escalinata común y Richard me ayudo a subir al vehículo. —Muy bien, Arthur –dijo—. Tú mandas. ¿A dónde vamos? Señalé en dirección al agua, donde la Duna Mayor finalmente empieza a menguar. Richard hizo un ademán de asentimiento. Las ruedas posteriores giraron en la arena y partimos. Yo solía burlarme de Richard por su manera de conducir, pero esa noche no lo hice. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar... Y demasiadas cosas para sentir. Ellos estaban disgustados con la oscuridad y me daba cuenta que hacían esfuerzos por espiar entre las vendas, exigiéndome que se las quitara. El <<buggy>> se zarandeaba y rugía entre la arena en dirección al agua, y casi parecía levantar vuelo desde la cresta de las dunas más bajas. A la izquierda, el sol se ponía con sanguinaria espectacularidad. Directamente enfrente y del otro lado del agua, las nubes oscuras avanzaban hacia nosotros. Los rayos zigzagueaban sobre el mar.


—A tu derecha –dije—. Junto a esa tienda. Richard detuvo el <<buggy>> junto a los restos podridos de la tienda, despidiendo un surtidor de arena. Metió la mano en la parte posterior y extrajo una pala. Respingué cuando la vi. —¿Dónde? –preguntó Richard inexpresivamente. —Allí –respondí, señalando. Se apeó y se adelantó despacio por la arena, vaciló un segundo, y después clavó la pala en el suelo. Me pareció que excavaba durante un largo rato. La arena que despedía por encima del hombro tenía un aspecto húmedo. Las nubes eran más negras y estaban más altas, y el agua parecía furiosa e implacable bajo su sombra y en el reflejo rutilante del crepúsculo. Mucho antes de que dejara de excavar me di cuenta de que no encontraría al chico. Lo habían cambiado de lugar. La noche anterior no me había vendado las manos, de modo que habían podido ver... y actuar. Si habían conseguido servirse de mí para matar al chico también podían haberlo hecho para trasladarlo, incluso mientras dormía. —No hay nada aquí, Arthur. Arrojó la pala sucia en la parte posterior del <<buggy>> y se dejó caer, cansado, en el asiento. La tormenta en ciernes proyectaba sombras movedizas, semicirculares, sobre la playa. La brisa cada vez más fuerte hacía repicar la arena contra la carrocería herrumbrada del vehículo. Me picaban los dedos. —Me usaron para transportarlo –dije con voz opaca—. Están asumiendo el control, Richard. Están forzando su puerta para abrirla, poco a poco. Cien veces por día me descubro en pie delante de un objeto que conozco como una espátula, un cuadro o una lata de guisantes, sin saber cómo he llegado allí, y tengo las manos alzadas, mostrándoselo, viéndolo como lo ven ellos, como algo obsceno, como algo contorsionado y grotesco... —Arthur –murmuró—. No, Arthur. Eso no. –Bajo la luz menguante su rostro tenía una expresión compungida—. Has dicho que estabas en pie delante de algo. Has dicho que transportaste el cuerpo del chico. Pero tú no puedes caminar, Arthur. Estás muerto de la cintura para abajo. Toqué el tablero de instrumentos del <<buggy>> de las dunas. —Esto también está muerto. Pero cuando lo montas puedes hacerlo marchar. Podrías hacerlo matar. No podría detenerse aunque quisiera. –Oí que mi voz


aumentaba de volumen histéricamente—. ¿Acaso no entiendes que soy la puerta? ¡Ellos mataron al chico, Richard! ¡Ellos transportaron el cuerpo! —Creo que será mejor que consultes a un médico –dijo con tono tranquilo—. Volvamos. —¡Investiga! ¡Pregunta por el chico, entonces! Averigua... —Dijiste que ni siquiera sabes cómo se llama. —Debía de vivir en la aldea. Es un pueblo pequeño. Pregunta... —Cuando fui a buscar el <<buggy>> telefoneé a Maud Harrington. No conozco a una persona más chismosa que ella, en todo el Estado. Le preguntó si había oído el rumor de que un chico no había vuelto anoche a su casa. Contestó que no. —¡Pero tenía que vivir en esta zona! ¡Tenía que vivir aquí! Arthur se dispuso a hacer girar la llave del encendido, pero le detuve. Se volvió para mirarme y yo empecé a quitarme las vendas de las manos. El trueno murmuraba y gruñía desde el Golfo. No había consultado al médico ni había vuelto a llamar a Richard. Pasé tres semanas con las manos vendadas cada vez que salía. Tres semanas con la ciega esperanza de que desaparecieran. No era un comportamiento racional, lo confieso. Si yo hubiera sido un hombre sano que no necesitaba una silla de ruedas para sustituir sus piernas o que había vivido una vida normal consagrándose a una ocupación normal, quizás habría recurrido al doctor Flanders o a Richard. Aun en mis condiciones podría haberlo hecho si no hubiera sido por el recuerdo de mi tía, aislada, virtualmente convertida en una prisionera, devorada en vida por su propia carne enferma. De modo que guardé un silencio desesperado y le pedí al cielo que me permitiera descubrir un día, al despertarme, que todo había sido una pesadilla. Y poco a poco los sentí. A ellos. Una inteligencia anónima. Nunca me pregunté qué aspecto tenían ni de dónde provenían. Habría sido inútil. Yo era su puerta, y su ventana abierta sobre el mundo. Recibía suficiente información de ellos para sentir su revulsión y su horror, para saber que nuestro mundo era muy distinto al suyo. La información también me bastaba para sentir su odio ciego. Pero igualmente seguían espiando. Su carne estaba implantada en la mía. Empecé a darme cuenta de que me usaban, de que en verdad me manipulaban. Cuando pasó el chico, alzando la mano para saludarme con la displicencia de siempre, yo ya casi había resuelto llamar a Cresswell, a su número del Departamento de Marina. Había algo cierto en la teoría de Richard, estaba seguro


de que lo que se había apoderado de mí me había atacado en el espacio profundo o en esa extraña órbita alrededor de Venus. La Marina me estudiaría pero no me convertiría en un monstruo de feria. No tendría que volver a ahogar un grito cuando me despertaba en la oscuridad crujiente y los sentía vigilar, vigilar, vigilar. Mis manos se estiraron hacia el chico y me di cuenta de que no las había vendado. Vi los ojos que miraban en silencio, en la luz crepuscular. Eran grandes, dilatados, de iris dorados. Una vez había pinchado uno con la punta de un lápiz y había sentido que un dolor insoportable me recorría el brazo. El ojo pareció fulminarme con un odio impotente que fue peor que el dolor físico. No volví a pincharlo. Y ahora estaban mirando al chico. Sentí que mi mente se disparaba. Un momento después perdí el control de mis actos. La puerta estaba abierta. Corrí hacia él por la arena, moviendo velozmente las piernas insensibles, como si éstas fueran maderos accionados por un mecanismo. Mis propios ojos parecieron cerrarse y sólo vi con aquellos ojos extraterrestres: vi un monstruoso paisaje marino de alabastro rematado por un cielo semejante a una gran franja purpúrea, y vi una cabaña ladeada y corroída que podría haber sido la carroña de una desconocida bestia carnívora, y vi un ser abominable que se movía y respiraba y llevaba debajo del brazo un artefacto compuesto por ángulos rectos geométricamente imposibles. Me pregunto qué pensó él, ese pobre chico anónimo con la criba bajo el brazo y los bolsillos hinchados por una insólita multitud de monedas arenosas perdidas por los turistas, qué pensó él cuando me vio correr hacia él como un director ciego tendiendo las manos sobre una orquesta lunática, qué pensó él cuando los rayos postreros del sol cayeron sobre mis manos, rojas y fisuradas y fulgurantes con su carga de ojos, qué pensó cuando las manos batieron súbitamente el aire un momento antes de que estallara su cabeza. Sé qué fue lo que pensé yo. Pensé que había atisbado por encima del borde del universo y había visto ni más ni menos que los fuegos del infierno. El viento tironeó de las vendas y las transformó en pequeños gallardetes flameantes a medida que las desenrollaba. Las nubes habían ocultado los vestigios rojos del crepúsculo, y las dunas estaban oscuras y cubiertas de sombras. Las nubes desfilaban y bullían sobre nuestras cabezas. —Debes hacerme una promesa, Richard –dije, levantando la voz por encima del viento cada vez más fuerte—. Si tienes la impresión de que intento..., hacerte daño, corre— ¿Me entiendes? —Sí.


El viento agitaba y ondulaba su camisa de cuello abierto. Su rostro permanecía impasible, con los ojos reducidos a poco más que dos cavidades en la prematura oscuridad. Cayeron las últimas vendas. Yo miré a Richard y ellos miraron a Richard. Yo vi una cara que conocía desde hacía cinco años y que había aprendido a querer. Ellos vieron un monolito viviente, deforme. —Los ves –dije roncamente—. Ahora los ves. Se apartó involuntariamente. Sus facciones parecieron dominadas por un súbito pavor incrédulo. Un rayo hendió el cielo. Los truenos rodaban sobre las nubes y el agua se había ennegrecido como la del río Estigia. —Arthur... ¡Qué inmundo era! ¿Cómo podía haber vivido cerca de él, cómo podía haberle hablado? No era un ser humano sino una pestilencia muda. Era... —¡Corre! ¡Corre, Richard! Y corrió. Corrió con grandes zancadas. Se convirtió en un patíbulo recortado contra el cielo imponente. Mis manos se alzaron, se alzaron sobre mi cabeza con un ademán aullante, aleteante, con los dedos estirados hacia el único elemento familiar de ese mundo de pesadilla: estirados hacia las nubes. Y las nubes respondieron. Brotó un rayo colosal, blanco azulado, que parecía marcar el fin del mundo. Alcanzó a Richard, lo envolvió. Lo último que recuerdo es la fetidez eléctrica del ozono y la carne quemada. Me desperté en mi porche, plácidamente sentado, mirando hacia la Duna Mayor. La tormenta había pasado y la atmósfera estaba agradablemente fresca. Se veía una tajada de luna. La arena estaba virgen, sin rastros del <<buggy>> de Richard. Me miré las manos. Los ojos estaban abiertos pero vidriosos. Se hallaban extenuados. Dormitaban. Sabía bien qué era lo que debía hacer. Tenía que echar llave a la puerta antes de que pudieran terminar de abrirla. Tenía que clausurarla definitivamente. Ya empezaba a observar los primeros signos de un cambio estructural en las mismas manos. Los dedos empezaban a acortarse... y a modificarse.


En la sala había una pequeña chimenea, y en verano me había acostumbrado a encender una fogata para combatir el frío húmedo de Florida. Prendí otra ahora, moviéndome de prisa. Ignoraba cuánto tardarían en captar mis intenciones. Cuando vi que ardía vorazmente me encaminé hacia la cuba de queroseno que había en la parte posterior de la casa y me empapé las manos. Se despertaron de inmediato, con un alarido de dolor. Casi no pude llegar de vuelta a la sala, y a la fogata. Pero lo conseguí. Todo eso sucedió hace siete años. Aún estoy aquí, contemplando el despegue de los cohetes. Últimamente se han multiplicado. Éste es un gobierno que da importancia a la exploración espacial. Incluso se habla de enviar otra serie de sondas tripuladas a Venus. Averigüé el nombre del chico, aunque eso ya no importa. Tal como sospechaba, vivía en la aldea. Pero su madre creía que pasaría aquella noche en tierra firme, con un amigo, y no dio la alarma hasta el lunes siguiente. En cuanto a Richard..., bien, de todos modos la gente opinaba que Richard era un bicho raro. Piensan que tal vez volvió a Maryland o se fugó con una mujer. A mí me toleran, aunque tengo fama de ser excéntrico. Al fin y al cabo, ¿cuántos exastronautas les escriben regularmente a los funcionarios electos de Washington para decirles que sería mejor invertir en otra cosa el dinero que se asigna a la exploración espacial? Yo me apaño bien con estos garfios. Durante el primer año los dolores fueron atroces, pero el cuerpo humano se acostumbra a casi todo. Me puedo afeitar e incluso me ato los cordones de los zapatos. Y como véis, escribo bien a máquina. Creo que no tendré problemas para meterme la escopeta en la boca ni para apretar el gatillo. Veréis, esto empezó hace tres semanas. Tengo sobre el pecho un círculo perfecto de doce ojos dorados.


Los misterios del gusano Stephen King 2 de octubre de 1850 Querido Bones: Fue estupendo entrar en el frío vestíbulo de Chapelwaite, poblado de corrientes de aire, con todos los huesos doloridos a causa del viaje en ese abominable carruaje, ansioso por desahogar inmediatamente mi vejiga distendida... Y ver sobre la obscena mesita de madera de guindo vecina a la puerta una carta en la que aparecían escritas mis señas con tus inimitables garabatos. Te aseguro que me dediqué a descifrarla apenas me hube ocupado de las necesidades de mi cuerpo (en un frío y decorado cuarto de baño de la planta baja donde veía cómo el aliento se remontaba delante de mis ojos). Me alegra la noticia de que te has recuperado de las miasmas que te habían atacado hace tanto tiempo los pulmones, aunque te aseguro que comprendo el dilema moral que te ha creado el tratamiento. ¡Un abolicionista enfermo, que se cura en el clima soleado del territorio esclavista de Florida! Pese a ello, bones, este amigo que también ha marchado por el valle de las sombras, te pide que te cuides y que no vuelvas a Massachussets hasta que el organismo te lo autorice. Tu inteligencia sutil y tu pluma incisiva no nos servirán si te reduces a arcilla, y si el Sur es el lugar ideal para tu curación, ¿no te parece que hay en ello un elemento de justicia poética? Sí, la casa es tan bella como me habían dicho los albaceas de mi primo, pero bastante más siniestra. Se levanta sobre un colosal promontorio situado unos trece kilómetros al norte de Pórtland. Detrás de ella se extiende un parque de alrededor de hectárea y media, donde la Naturaleza ha vuelto a imponerse con increíble ferocidad: enebros, malezas, arbustos y muchas variedades de enredaderas que trepan, exuberantes, por los pintorescos muros de piedra que separan la propiedad del territorio municipal. Unas espantosas imitaciones de estatuas griegas espían ciegamente entre el follaje, desde lo alto de varias lomas, y en la mayoría de los casos parecen a punto de abalanzarse sobre el caminante. Los gustos de mi primo Stephen parecían recorrer toda la gama que va desde lo inaceptable hasta lo francamente horroroso. Hay una extraña glorieta casi sepultada en zumaques escarlatas y un grotesco reloj de sol en medio de lo que antaño debió de ser un jardín. Éste constituye el último toque lunático. Pero el paisaje que se divisa desde la sala compensa con creces todo lo demás. Se domina un vertiginoso panorama de las rocas que se levantan al pie de chapelwaite Head, y también del Atlántico. Un inmenso ventanal combado se abre sobre este espectáculo y junto a él descansa un enorme escritorio inflado como un escuerzo.


Será un buen lugar para dar comienzo a esa novela de la que te he hablado durante tanto tiempo (sin duda hasta hartarte). Hoy tenemos un día gris, con lluvia intermitente. Cuando miro hacia fuera, todo parece un estudio en color pizarra: las rocas, viejas y desgastadas como el Tiempo mismo; el cielo; y, por supuesto, el mar, que se estrella contra las fauces graníticas de abajo con un ruido que más que ruido es como una vibración. Mientras escribo, las olas repercuten bajo mis pies. La sensación no es totalmente desagradable. Sé que desapruebas mis hábitos de hombre solitario, querido Bones, pero te aseguro que me siento bien y dichoso. Calvin me acompaña, tan práctico, silencioso y confiable como siempre, y estoy seguro de que a mitad de semana, entre ambos habremos puesto las cosas en orden y habremos concertado un acuerdo para que nos envíen desde el pueblo todo lo que necesitamos. Además, habremos contratado una legión de criadas que se encargarán de quitar el polvo de esta casa. Es hora de poner punto final. Todavía tengo que ver muchas cosas, tengo que explorar muchas habitaciones, y sin duda estos delicados ojos deberán posarse aún sobre un millar de muebles execrables. Nuevamente te agradezco el toque familiar que me trajo tu carta, y tu permanente afecto. Cariños a tu esposa de quien os quiere a ambos. Charles 6 de octubre de 1850 Querido Bones: ¡Qué lugar tan extraño es éste! Continúa maravillándome, lo mismo que la reacción de los habitantes de la aldea vecina ante mi presencia en la casa. Dicha aldea es un lugar insólito, que ostenta el pintoresco nombre de Preacher’s Corners, o sea, esquinas de los predicadores. Fue allí donde Calvin se aseguró el envío de las provisiones semanales. También hizo otra diligencia, que consistió en comprar una cantidad de leña que creo nos bastará para todo el invierno. Pero Cal volvió con un talante lúgubre, cuando le pregunté qué le sucedía respondió hoscamente: —¡Piensan que usted está loco, señor Boone! Me reí y dije que quizás habían oído hablar del acceso de fiebre encefálica que había sufrido después de la muerte de mi Sarah... Claro que entonces divagaba como un demente, como tú bien puedes atestiguarlo.


Pero Cal replicó que lo único que sabían acerca de mi persona era lo que había contado mi primo Stephen, quien había utilizado los mismos servicios que yo acabo de contratar. —Lo que dijeron, señor, es que en Chapelwaite sólo puede vivir un lunático o alguien que se arriesga a enloquecer. Esto me dejó perplejo, como te imaginarás, y le pregunté quién le había dado esa asombrosa información. Me contestó que le habían puesto en contacto con un huraño y bastante embrutecido plantador llamado Thompson, que posee cien hectáreas pobladas de pinos, abedules y abetos, y que los corta con la ayuda de sus cinco hijos para venderlos a los aserraderos de Pórtland y a las familias de la comarca. Cuando Cal, que desconocía su raro prejuicio, le informó a dónde debía transportar la lepa, Thompson le miró boquiabierto y dijo que enviaría a sus hijos con la madera, en pleno día, y por el camino que bordea el mar. Calvin, que aparentemente confundió mi desconcierto con aflicción, se apresuró a aclarar que el hombre apestaba a whisky barato y que luego se había explayado en una serie de desvaríos acerca de una aldea abandonada y las relaciones de mi primo Stephen... ¡con los gusanos! Calvin cerró el trato con uno de los hijos de Thompson que, según parece, se mostró bastante insolente y tampoco estaba demasiado sobrio ni olía bien. Creo que en la misma aldea de Preacher’s Corners se produjeron algunas reacciones análogas, por ejemplo en el almacén donde Cal habló con el propietario, aunque allí el tono fue más confidencial. Nada de esto me ha inquietado mucho. Ya sabemos que a los rústicos les encanta enriquecer sus vidas con los aires del escándalo y el mito, y supongo que el pobre Stephen y su rama de la familia fueron un blanco adecuado. Como le dije a cal, un hombre que encontró la muerte al caer prácticamente desde el porche de su casa es un excelente candidato para inspirar habladurías. La casa no cesa de despertar mi asombro. ¡Veintitrés habitaciones, Bones! Los paneles de madera que recubren las plantas superiores y la galería de cuadros están un poco mohosos pero conservan su grosor. Mientras me hallaba en el dormitorio de mi difunto primo, arriba, oí las ratas que correteaban detrás de esos paneles, y deben de ser muy grandes, a juzgar por el ruido que hacen..., casi como si se tratara de pisadas de seres humanos. No me gustaría toparme con una de ellas en la oscuridad. Ni, a decir verdad, en plena luz. De todas formas, no he visto cuevas ni excrementos. Es curioso. A lo largo de la galería superior se alinean unos feos retratos cuyos marcos deben de valer una fortuna. Algunos de esos rostros tienen un aire de semejanza con Stephen, tal como yo lo recuerdo. Creo haber identificado a mi tío Henry Boone y a su esposa Judith, pero los otros no despiertan en mí ninguna evocación. Supongo que uno de ellos puede ser el de mi famoso abuelo, Robert. Pero la rama de la


familia de la que forma parte Stephen me resulta prácticamente desconocida, cosa que lamento de todo corazón. Estos retratos, a pesar de su escasa calidad, reflejan el mismo buen humor que chispeaba en las cartas que Stephen nos escribía a Sarah y a mí, la misma irradiación de refinada inteligencia. ¡Qué estúpidas son las razones por las cuales riñen las familias! Un escritorio desvalijado, unas injurias intercambiadas entre hermanos que han muerto tres generaciones atrás y se produce un distanciamiento injustificado entre descendientes inocentes. No puede dejar de alegrarme de que tú y John Petty consiguierais comunicaros con Stephen cuando todo parecía indicar que yo seguiría a mi Sarah al otro mundo..., al mismo tiempo que me apena que el azar nos haya privado de un encuentro personal. ¡Cómo me habría gustado oírle defender las estatuas y los muebles ancestrales! Pero no me dejes denigrar exageradamente esta casa. Es cierto que el gusto de Stephen no coincide con el mío, mas debajo de sus agregados superpuestos hay auténticas obras maestras (algunas de ellas cubiertas por fundas en las habitaciones superiores). Hay camas, mesas, y pesadas tallas oscuras en teca y caoba, y muchos de los dormitorios y antecámaras, el estudio de arriba y una salita, tienen un austero encanto. Los pisos son de sólido pino y lucen con un resplandor íntimo y secreto. Aquí encuentro dignidad, dignidad y el peso de los años. Aún no puedo decir que me gusta, pero sí me inspira respeto. Y estoy ansioso por ver cómo el lugar se transforma a medida que pasamos por los cambios de este clima septentrional. ¡Qué prisa, Señor! Escribe pronto, Bones. Háblame de tus progresos y cuéntame qué noticias tienes de Petty y los demás. Y por favor no cometas el error de inculcar tus ideas en forma demasiado compulsiva a tus nuevas amistades sureñas... Entiendo que allí no todos se conforman con responder sólo con la boca, como lo hace nuestro locuaz amigo, el señor Clhoun. Afectuosamente, Charles 16 de octubre de 1850 Querido Richard: Hola, ¿cómo estás? He pensado muchas veces en ti desde que me instalé aquí, en Chapelwaite, y no perdía la esperanza de recibir noticias tuyas... ¡pero ahora Bones me comunica por tu carta que olvidé dejar mis señas en el club! Puedes estar seguro de que de todas maneras te habría escrito, porque a veces me parece que mis auténticos y leales amigos son lo único seguro y absolutamente normal que me queda en el mundo. ¡Y, ay Dios, cómo nos hemos dispersado! Tú estás en Boston, y escribes consecuentemente en The Liberator (al que, te advierto, también le he enviado mi dirección). Hanson está en Inglaterra, en una de sus condenadas correrías, y el pobre viejo Bones está en la mismísimaguarida del león curando sus pulmones.


Aquí todo marcha bien, dentro de los límites de lo previsible, y no dudes que te suministraré una reseña completa cuando no esté tan apremiado por lo que ocurre a mi alrededor. En verdad creo que algunos hechos que se han sucedido en Chapelwaite y en la comarca circundante estimularían tu sensibilidad jurídica. Pero entretanto debo pedirte un favor, si es que puedes dedicarme un poco de tiempo. ¿Recuerdas al historiador que me presentaste en la cena que organizó Clary para recaudar fondos para la causa? Creo que se llama Bigelow. Sea como fuere, comentó que su hobby consistía en reunir leyendas históricas sobre la región donde estoy viviendo. El favor que te pido, pues, es el siguiente: ¿Puedes ponerte en contacto con él y preguntarle qué datos, testimonios folklóricos o rumores generales ha recogido, si es que ha recogido alguno, acerca de una pequeña aldea abandonada cuyo nombre es JERUSALEM’S LOT, próxima al pueblo denominado Preacher’s Corners, sobre el Royal River? Este río es tributario del Androscoggin, y vierte sus aguas en él aproximadamente dieciocho kilómetros antes de su desembocadura en las cercanías de Chapelwaite. Me complacería mucho recibir esta información que, sobre todo, podría tener bastante importancia. Al releer esta carta siento que he sido un poco parco contigo, Dick, y lo lamento sinceramente. Pero puedes estar seguro de que pronto seré más explícito, y hasta que llegue ese momento os envío mis saludos más cordiales a tu esposa, a tus dos maravillosos hijos y, por supuesto, a ti. Afectuosamente, Charles 16 de octubre de 1850 Querido Bones: Debo contarte una historia que nos parece un poco extraña (e incluso inquietante) a Cal y a mí... Veremos qué opinas tú. ¡En el peor de los casos, te servirá para distraerte mientras lidias con los mosquitos! Dos días después de que te hube enviado mi última carta, llegó aquí un grupo de cuatro jovencitas de Corners, supervisadas por una dama madura, de aspecto intimidatoriamente idóneo: la señora Cloris. Venían a poner la casa en orden y a eliminar el polvo que me hacía estornudar constantemente. Todas parecían un poco nerviosas mientras realizaban sus faenas. Incluso, una damisela arisca lanzó un gritito cuando entré en la salita de arriba mientras ella limpiaba. Le pedí una explicación a la señora Cloris (que quitaba el polvo del vestíbulo con una implacable tenacidad que te habría asombrado, con el cabello protegido por un pañuelo desteñido) y ella se volvió hacia mí con aire resuelto.


—No les gusta la casa, señor, y a mí tampoco, porque siempre ha sido un lugar siniestro. Cuando oí tan inesperado aserto se me desencajó la mandíbula, y la mujer prosiguió con un tono más amable: —No quiero decir que Stephen Boone no fuese una excelente persona, porque lo era. Mientras vivió aquí le limpiaba la casa todos los jueves, así como antes había estado al servicio de su padre, el señor Randolph Boone, hasta que él y su esposa fallecieron en 1816. El señor Stephen era un hombre bueno y afable, como parece serlo usted, señor (y le ruego que disculpe mi tono tan directo, pero no sé hablar de otro modo), mas la casa es siniestra y siempre lo ha sido, y ningún Boone ha sido dichoso en ella desde que su abuelo Robert y el hermano de éste, Philip, riñeron en 1789 [al decir esto hizo una pausa casi culpable] por un robo. ¡Qué memoria tiene la gente, Bones! La señora Cloris continuó: —La casa fue construida en una atmósfera de desdicha, ha sido habitada en una atmósfera de desdicha [no sé si sabes o no, Bones, que mi tío Randolph estuvo implicado en un accidente, en la escalera del sótano, que le costó la vida a su hija Marcella, y después él se suicidó en un acceso de remordimiento. Stephen me contó el episodio en una de sus cartas, en la triste circunstancia del cumpleaños de su difunta hermana], y en ella se han producido desapariciones y accidente. He trabajado aquí, señor Boone, y no soy ciega ni sorda. He oído ruidos espantosos en las paredes, señor, ruidos espantosos: golpes y crujidos y una vez un extraño aullido que era mitad risa. Aquello me congeló la sangre. Éste es un lugar sórdido, señor. Al decir esto calló, quizá tenía miedo de haberse excedido. En cuanto a mí, no sabía si sentirme ofendido o divertido, curioso o sencillamente indiferente. Temo que la socarronería se impuso sobre mis otros sentimientos. —¿Y qué sospecha, señora Cloris? ¿Que los fantasmas hacen rechinar las cadenas? Pero ella se limitó a dirigirme una mirada enigmática. —Es posible que haya fantasmas. Pero no en las paredes. No son fantasmas los que aúllan y sollozan como condenados y chocan y tropiezan en la oscuridad. Son... —Vamos, señora Cloris –la azucé—. Si ha llegado hasta este punto, ¿por qué no completa lo que empezó?


En su rostro asomó la expresión más rara de terror, resentimiento y, lo juraría, respeto religioso. —Algunos no mueren –susurró—. Algunos viven en las sombras crepusculares, entre los dos mundos, para servirlo... ¡a Él! Y eso fue todo. Seguí acosándola con mis preguntas durante unos minutos, pero ella se empecinó aún más y se resistió a agregar una palabra. Por fin desistí, temiendo que recogiera sus trastos y abandonara la casa. Éste fue el fin de un incidente, pero a la noche siguiente se suscitó otro. Calvin había encendido la chimenea, en la planta baja, y yo estaba sentado en la sala, aletargado sobre un ejemplar de The Intelligencer y oyendo el ruido que producían las trombas de lluvia al azotar el amplio ventanal. Me sentía tan a gusto como sólo puedes sentirte en una noche como ésa, cuando fuera reina la inclemencia y dentro todo es tibieza y comodidad. Pero Cal apareció un momento después en la puerta, excitado y un poco nervioso. —¿Está despierto, señor? –preguntó. —Apenas –respondí—. ¿Qué sucede? —Arriba he descubierto algo que creo que usted debería ver –explicó, con el mismo aire de excitación reprimida. Me puse en pie y le seguí. Mientras subíamos por la ancha escalera, Calvin dijo: —Estaba leyendo un libro en el estudio de arriba, un lugar bastante extravagante, cuando oí un ruido en la pared. —Ratas –comenté—. ¿Eso es todo? Se detuvo en el rellano y me miró solemnemente. La lámpara que tenía en la mano proyectaba sombras estrafalarias y acechantes sobre las cortinas oscuras y sobre fragmentos de retratos que ahora parecían hacer muecas en lugar de sonreír. Fuera, el viento aumentó de intensidad hasta trocarse en un breve alarido y después amainó renuentemente. —No son ratas –dictamió Cal—. De detrás de los anaqueles brotaba una especie de ruido torpe y sordo, seguido por un gorgoteo. Horrible, señor. Y algo arañaba la pared, como si tratara de salir..., ¡de echarse sobre mí! Te imaginarás mi sorpresa. Bones. Calvin no es propenso a las fantasías histéricas. Empecé a pensar que aquí hay un misterio, al fin y al cabo..., y quizás un misterio realmente pasmoso.


—¿Qué ocurrió, después? –le pregunté. Habíamos reanudado la marcha por el pasillo, y vi que la luz del estudio se derramaba sobre el piso de la galería. Lo miré con cierto sobresalto: la noche ya no me parecía tan confortable. —Los arañazos cesaron. Al cabo de un momento se repitieron los ruidos sordos, deslizantes, esta vez alejándose de mí. Hicieron un alto, ¡y juro que escuché una risa extraña, casi inaudible! Me acerqué a la biblioteca y empecé a tirar, pensando que quizás había un tabique, o una puerta secreta. —¿Encontraste alguna? Cal se detuvo en el umbral del estudio. —No... ¡Pero hallé esto! Entramos y vi un agujero negro y cuadrangular en el anaquel de la izquierda. Allí los libros no eran tales sino imitaciones, y lo que Cal había descubierto era un pequeño escondite. Alumbré su interior con la lámpara y no vi más que una espesa capa de polvo, que debía de haberse acumulado durante década. —Sólo contenía esto –dijo Cal parsimoniosamente, y me entregó un folio amarillento. Era un mapa, dibujado con trazos aracnoideos de tinta negra, el mapa de un pueblo o una aldea. Había quizá siete edificios, y uno, nítidamente marcado con un campanario, ostentaba esta leyenda al pie: El Gusano Que Corrompe.

En el ángulo superior izquierdo, una flecha señalaba hacia lo que debería haber sido el noroeste de la aldehuela. Debajo de ella estaba escrito: Chapelwaite.

—En el pueblo, señor –dijo Calvin—, alguien mencionó con aire bastante supersticioso una aldea abandonada que se llama Jerusalem’s Lot. Es un lugar que todo el mundo elude. —¿Y esto? –pregunté, mostrando la extraña leyenda que figuraba al pie del campanario. —Lo ignoro. Por mi mente cruzó el recuerdo de la señora Cloris, inflexible pero asustada.


—El Gusano... –murmuré. —¿Sabe algo, señor Boone? —Quizá... Sería divertido salir mañana hacia esta aldea, ¿no te parece, Cal? Hizo un ademán afirmativo, con los ojos brillantes. Después pasamos casi una hora buscando una abertura en la pared, detrás del compartimiento que había descubierto Cal, pero fue en vano. Tampoco se repitieron los ruidos de los que había hablado Cal. Esa noche nos acostamos sin más incidentes. A la mañana siguiente Calvin y yo iniciamos nuestra expedición por el bosque. La lluvia de la noche había cesado, pero el cielo estaba oscuro y encapotado. Vi que Cal me miraba dubitativamente, y me apresuré a asegurarle que si me cansaba, o si la caminata se prolongaba demasiado, no vacilaría en desistir. Llevábamos con nosotros los víveres adecuados para un picnic, una excelente brújula <<Buckwhite>> y, por supuesto, el singular y antiguo mapa de Jerúsalem’s Lot. Era un día raro y melancólico. Mientras avanzábamos hacia el Sur y el Este por el espeso y tenebroso bosque de pinos no oímos el gorjeo de ningún pájaro ni observamos el movimiento de ningún animal. El único ruido era el de nuestras pisadas y el rítmico romper de las olas contra los acantilados. El olor del mar, de una intensidad casi sobrenatural, nos acompañó constantemente. No habíamos recorrido más de tres kilómetros cuando encontramos un camino cubierto de vegetación, de esos que según creo reciben la denominación de <<estriberones>>. Seguía más o menos el mismo rumbo que nosotros y nos internamos por él, acelerando el paso. Hablábamos poco. La jornada, estática y ominosa, pesaba sobre nuestro espíritu. Aproximadamente a las once oímos el ruido de un torrente. Los vestigios del camino torcieron de repente hacia la izquierda, y del otro lado del arroyuelo turbulento, gris, surgió, como una aparición, Jerusalem’s Lot. El arroyo tenía quizá dos metros y medio de ancho y era atravesado por un puente para peatones cubierto de musgo. Del otro lado, Bones, se levantaba la aldehuela más perfecta que puedas imaginar, lógicamente deslucida por la intemperie, pero asombrosamente conservada. Varias casas, construidas en el estilo austero pero imponente por el que los puritanos conquistaron justa fama, se apiñaban junto al escarpado barranco. Más allá, flanqueando una calle poblada de malezas, se levantaban tres o cuatro edificios que quizá correspondían a las primitivas tiendas, y más lejos aún, se alzaba hacia el cielo gris el campanario marcado en el mapa, indescriptiblemente tétrico con su pintura descascarada y su cruz herrumbrada, ladeada.


—Jerusalem’s Lot. El destino de Jerusalén –comentó Cal en voz baja—. Han elegido bien el nombre. Nos encaminamos hacia la aldea y empezamos a explorarla... ¡Y aquí es donde mi relato se torna un poco extravagante, Bones, de modo que prepárate! Cuando marchamos entre los edificios la atmósfera nos pareció pesada. O cargada, si te parece mejor. Las construcciones estaban decrépitas, con los postigos desquiciados y los techos vencidos bajo el peso de las copiosas nevadas que habían tenido que soportar. Las ventanas polvorientas remedaban muecas maliciosas. Las sombras de las esquinas irregulares y los ángulos combados parecían agazaparse en charcas siniestras. Primeramente visitamos una antigua taberna descalabrada, porque por algún motivo no nos pareció correcto invadir una de las casas donde la gente se había refugiado en busca de intimidad. Un viejo cartel emborronado por los elementos y atravesado sobre la puerta astillada, anunciaba que ésa había sido la BOAR’S HEAD INN AND TAVERN. La puerta chirrió con gran estridencia sobre la única bisagra que le quedaba, y entramos en el recinto sombrío. El olor de descomposición y moho estaba volatilizado y era casi insoportable. Y debajo de él parecía flotar otro aún más concentrado, un hedor viscoso y pestilente, una fetidez que era producto de los siglos y de su corrupción. Era un tufo semejante al que podría desprenderse de ataúdes putrefactos o tumbas profanadas. Me llevé el pañuelo a la nariz y Cal hizo otro tanto. Inspeccionamos el local. —Válgame Dios, señor... –musitó Cal. —No ha sido tocado jamás –dije, completando su frase. Y en verdad no lo había sido. Las mesas y las sillas estaban apostadas como centinelas espectrales, polvorientas, combadas por los cambios de temperatura que han hecho célebre el clima de Nueva Inglaterra, pero por lo demás en perfectas condiciones..., como si hubieran esperado durante décadas silenciosas y reiteradas que quienes se habían ido hacía mucho tiempo volvieran a entrar, pidiendo a gritos una jarra de cerveza o un vaso de aguardiente, para luego tomar los naipes y encender una pipa de arcilla. Junto al reglamento de la taberna había un espejito, intacto. ¿Entiendes lo que quiero decir, Bones? Los niños son famosos por sus exploraciones y sus actos de vandalismo. No hay una sola casa <<embrujada>> que tenga las ventanas intactas, aunque corra el rumor de que está ocupada por seres macabros y feroces. No hay un solo cementerio tenebroso donde los jóvenes bromistas no hayan derribado por lo menos una lápida. Ciertamente debía de haber una veintena de gamberros de Preacher’s Corners, que estaba a menos de tres kilómetros de Jerusalem’s Lot. Y sin embargo el espejo del tabernero (que debía de haber costado bastante) seguía intacto..., lo mismo que otros elementos frágiles que exhumamos durante nuestros huroneos. Los únicos deterioros que se observaban en Jerusalem’s Lot habían sido causados por la Naturaleza impersonal. La connotación era obvia; Jerusalem’s Lot ahuyentaba a la gente. ¿Pero por qué?


Tengo una hipótesis, pero antes de atreverme siquiera a insinuarla, debo llegar a la inquietante conclusión de nuestra visita. Subimos a los aposentos y encontramos las camas tendidas, con las jofainas de peltre pulcramente depositadas junto a ellas. La cocina también estaba indemne, únicamente alterada por el polvo de los años y por ese horrible y ubicuo hedor de putrefacción. La taberna habría sido un paraíso para cualquier anticuario: el artefacto fabulosamente estrafalario de la cocina habría alcanzado, por sí solo, un precio exorbitante en una subasta de Boston. —¿Qué opinas, Cal? –pregunté, cuando volvimos a salir a la incierta luz del día. —Creo que éste es un mal asunto, señor Boone –respondió con su tono melancólico—, y pienso que tendremos que ver más para saber más. Prestamos poca atención a los otros locales: había una fonda con mohosos artículos de cuero colgados de ganchos herrumbrados, una mercería, un almacén donde todavía se apilaban las tablas de roble y pino, una herrería. Mientras nos dirigíamos hacia la iglesia situada en el centro de la aldea, entramos en dos casas. Ambas, de perfecto estilo puritano, estaban llenas de objetos por los que un coleccionista hubiera dado su brazo, y además ambas estaban abandonadas e impregnadas de la misma pestilencia putrefacta. Allí nada parecía vivir o moverse, excepto nosotros dos. No vimos insectos ni pájaros. Ni siquiera una telaraña tejida en el ángulo de una ventana. Sólo polvo. Por fin llegamos a la iglesia. Se alzaba sobre nosotros, hosca, hostil, fría. Sus ventanales estaban ennegrecidos por las sombras interiores, y hacía mucho tiempo que habían perdido todo vestigio de divinidad o santidad. De ello estoy seguro. Subimos por la escalinata y apoyé la mano sobre el gran tirador de hierro. Calvin y yo intercambiamos una mirada decidida, lúgubre. Abrí la puerta. ¿Cuánto tiempo hacía que no la tocaban? Me atrevería a afirmar que yo era el primero que lo hacía en cincuenta años, o quizá más. Los goznes endurecidos por la herrumbre chirriaron cuando la abrí. El olor de podredumbre y descomposición que nos ahogó era casi palpable. Cal cuto arcadas y volvió involuntariamente la cabeza para respirar aire fresco. —Señor –dijo—, ¿está seguro de que...? —Me siento bien –respondí con tono tranquilo. Pero mi serenidad era fingida, Bones. No estaba tranquilo, como no lo estoy ahora. Creo, igual que Moisés, que Joroboam, que Increase Mather, y que nuestro propio Hanson (cuando está de humor filosófico) que hay lugares espiritualmente aviesos,


edificios donde la leche del cosmos se ha puesto agria y rancia. Esta iglesia es uno de esos lugares. Podría jurarlo. Entramos en un largo vestíbulo equipado con un perchero polvoriento y con anaqueles llenos de libros de oraciones. No había ventanas. De trecho en trecho había lámparas de aceite empotradas en nichos. Un recinto vulgar, pensé, hasta que oí la exclamación ahogada de Calvin y vi lo que él había visto. Era una obscenidad. Me resisto a describir ese cuadro primorosamente enmarcado, y sólo diré que estaba pintado en el estilo opulento de Rubens, que se trataba de una grotesca parodia de la Madona y el niño, y que unas criaturas extrañas, parcialmente envueltas en sombras, retozaban y se arrastraban por el fondo. —Dios mío –susurré. —Aquí no está Dios –contestó Calvin, y sus palabras parecieron quedar flotando en el aire. Abrí la puerta que conducía a la iglesia propiamente dicha, y el olor se convirtió en una miasma casi asfixiante. Bajo la media luz reverberante de la tarde, los bancos se extendían, fantasmales, hasta el altar. Sobre ellos se elevaba un alto púlpito de roble y un retablo penumbroso en el que refulgía el oro. Calvin, ese devoto protestante, se persignó con un débil sollozo, y yo le imité. Porque el elemento de oro era una gran cruz, bellamente..., pero que colgaba invertida, simbolizando la Misa de Satán. —Debemos sonservar la calma –me oí decir—. Debemos conservar la calma, Calvin. Debemos conservar la calma. Sin embargo, una sobra había aleteado sobre mi corazón, y estaba más asustado que nunca lo había estado antes en mi vida. He marchado bajo el palio de la muerte y pensaba que no había ningún otro más negro. Pero lo hay. Sí que lo hay. Avanzamos por la nave, oyendo el eco de las pisadas sobre nuestras cabezas y alrededor de nosotros. Las huellas de nuestro calzado quedaban marcadas sobre el polvo. Y en el altar encontramos otros tenebrosos objects d’art. Pero no quiero volver a pensar en ellos. Empecé a subir al púlpito —¡No, señor Boone! –exclamó súbitamente Cal—. Tengo miedo...


Mas ya había llegado. Un libro inmenso descansaba abierto sobre el atril. Estaba escrito en latín y en un jeroglífico rúnico que mi ojo inexperto catalogó como druídico o precéltico. Te adjunto una tarjeta con varios de estos símbolos, dibujados de memoria. Cerré el libro y leí las palabras estampadas sobre el cuero: De Vermis Mysteriis. Mis conocimientos de latín casi se han desvanecido pero me bastan para traducir: Los misterios del gusano. Cuando toqué el volumen, la iglesia maldita y las facciones de Calvin, blancas y levantadas hacia mí, parecieron fluctuar ante mis ojos. Tuve la impresión de oír voces apagadas, que entonaban un cántico impregnado de miedo y al mismo tiempo abyecto y ansioso... Y debajo de este sonido otro, que llenaba las entrañas de la Tierra. Una alucinación, sin duda..., pero en ese mismo momento la iglesia se pobló con un ruido muy concreto, que sólo puedo describir como una colosal y macabra convulsión bajo mis pies. El púlpito tembló bajo mis dedos; la cruz profanada se estremeció en la pared. Cal y yo salimos juntos, dejando la iglesia librada a su propia oscuridad, y ninguno de los dos se atrevió a mirar atrás después de haber cruzado los toscos maderos que unían las dos márgenes del arroyo. No diré que echamos a correr, mancillando los mil novecientos años que el hombre ha pasado tratando de superar su condición de salvaje intimidado y supersticioso, pero mentiría si dijera que caminábamos plácidamente. Ésta es mi historia. No ensombrezcas tu recuperación pensando que ha vuelto a atacarme la fiebre. Cal ha sido testigo de todo lo que narro en estas páginas, incluyendo el pavoroso ruido. Pongo fin a esta carta, agregando sólo que anhelo verte (seguro de que si te viera gran parte de mi perplejidad se disiparía inmediatamente) y que sigo siendo tu amigo y admirador, Charles 17 de octubre de 1850 De mi mayor consideración: En la última edición de vuestro catálogo de artículos para el hogar (o sea, el que corresponde al verano de 1850), figura una sustancia llamada Veneno para Ratas. Deseo comprar una lata de un kilogramo de este producto al precio estipulado de treinta céntimos. Adjunto franqueo de retorno. Enviar a: Calvin McCann, Chapelwaite, Preacher’s Corners, Cumberland County, Maine. Agradezco vuestra atención, y os saludo muy atentamente,


Calvin McCann 19 de octubre de 1850 Querido Bones: Novedades inquietantes. Los ruidos de la casa de han intensificado, y estoy cada vez más convencido de que las ratas no son las únicas que se mueven dentro de nuestras paredes. Calvin y yo practicamos otra búsqueda infructuosa de recovecos o pasadizos ocultos. No encontramos ninguno. ¡qué mal encajaríamos en una de las novelas de la señora Radcliffe! Cal alega, sin embargo, que buena parte de los ruidos proceden del sótano, y esa parte de la casa es la que pensamos explorar mañana. No me tranquiliza el saber que allí es donde encontró su trágico final la hermana del primo Stephen. Entre paréntesis, su retrato cuelga de la galería de arriba. Marcella Boone era una joven de triste belleza, si el artista supo captar sus rasgos con fidelidad, y sé que nunca se casó. A veces pienso que la señora Cloris tenía razón, que ésta es una casa siniestra. Ciertamente, no ha traído más que desventuras a sus anteriores ocupantes. Pero debo agregar algo más acerca de la formidable señora Cloris, porque hoy estuve hablando otra vez con ella. Puesto que la considero la persona más sensata de Corners de cuantas he conocido hasta ahora, la busqué esta tarde, después de una desagradable entrevista que describiré a continuación. Esta mañana deberían haber traído la leña, y cuando llegó y pasó el mediodía sin que apareciese la madera, resolví encaminarme hacia el pueblo en mi paseo cotidiano. Mi propósito era visitar a Thompson, el hombre con quien Cal había cerrado el trato. Éste ha sido un hermoso día, impregnado por la incisiva frescura del otoño radiante, y cuando llegué a la propiedad de los Thompson (Cal, que se quedó en casa para seguir hurgando en la biblioteca del primo Stephen, me había descrito el itinerario preciso) me sentía de mejor humor que en todos los días pasados, y estaba predispuesto para disculpar la tardanza del proveedor. Me encontré ante una multitud de malezas enmarañadas y construcciones destartaladas que necesitaban una mano de pintura. A la izquierda del establo, una puerca descomunal, lista para la matanza de noviembre, gruñía y se revolcaba en una pocilga lodosa, y en el patio lleno de basura que separaba la casa de las dependencias anexas, una mujer que usaba un astroso vestido de algodón alimentaba a las gallinas con el maíz acumulado en el hueco de su delantal. Cuando la saludé, volvió hacia mí un rostro pálido y desvaído.


Fue asombroso ver cómo su expresión absolutamente estólida se transformaba en otra de frenético terror. Sólo se me ocurre pensar que me confundió con Stephen, porque hizo el ademán típico para ahuyentar el mal de ojo y lanzó un alarido. Los granos de maíz se desparramaron a sus pies y las gallinas se alejaron aleteando y cacareando. Antes de que yo pudiera articular una palabra, un hombre gigantesco y encorvado, cuya única vestimenta eran unos calzoncillos largos, salió tambaleándose de la casa con un rifle para cazar ardillas en una mano y un porrón en la otra. Al ver sus ojos inyectados en sangre y su porte inseguro, llegué a la conclusión de que era el leñador Thompson en persona. —¡Un Boone! –bramó—. ¡Maldito sea! –Dejó caer el porrón y él también hizo la señal. —He venido –dije, con la mayor ecuanimidad posible, dadas las circunstancias—, porque no recibí la madera. Según lo convenido con mi acompañante... —¡Maldito sea también su acompañante, es lo que digo! –Y por primera vez me di cuanta de que pese a su actitud fanfarrona tenía un miedo atroz. Empecé a preguntarme seriamente si su ofuscación no lo induciría a dispararme con el rigle. —Como testimonio de cortesía... –empecé a decir cautelosamente. —¡Maldita sea su cortesía! —Muy bien, pues –manifesté, con la mayor dignidad posible—. Me despido hasta que recupere el control de sus actos. Di media vuelta y eché a caminar hacia la aldea. —¡No vuelva! –chilló a mis espaldas—. maldición! ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito!

¡Quédese

allí

con

su

Me arrojó una piedra que me golpeó en el hombro, porque no quise darle la satisfacción de agacharme. De modo que fui en busca de la señora Cloris, resuelto a elucidar por lo menos el misterio de la hostilidad de Thompson. Es viuda (y olvida tus condenados instintos de casamentero, Boones; me lleva quince años y yo no volveré a ver los cuarenta) y vive sola en una encantadora casita a orillas del mar. La encontré tendiendo su colada, y pareció sinceramente complacida al verme. Esto me produjo un gran alivio: es muy irritante que te traten como un paria sin ninguna justificación.


—Señor Boone –dijo, con una mínima reverencia—, si ha venido a pedirme que le lave la ropa, debo comunicarle que no hago ese trabajo después de setiembre. El reumatismo me hace sufrir tanto que a duras penas puedo lavar la mía. —Ojalá fuera ése el motivo de mi visita. He venido a pedirle ayuda, señora Cloris. Quiero que me cuente todo lo que sabe acerca de Chapelwaite y Jerusalem’s Lot y que me explique por qué la gente del lugar me mira con tanta desconfianza y miedo. —¡Jerusalem’s Lot! De modo que también sabe eso. —Sí –contesté—. Visité el pueblo con mi acompañante hace una semana. —¡Válgame Dios! –Se puso pálida como la leche, y trastabilló. Extendí la mano para sostenerla. Sus ojos giraron espantosamente en las órbitas y por un momento me sentí seguro de que se iba a desmayar. —Señora Cloris, discúlpeme si he dicho algo que... —Entre –me interrumpió—. Tiene que saberlo. ¡Jesús, han vuelto los malos tiempos! No quiso pronunciar una palabra más hasta que terminó de preparar un té cargado en su cocina luminosa. Cuando la taza estuvo frente a mí, se quedó mirando el océano un rato, con expresión pensativa. Inevitablemente sus ojos y los míos se dirigieron hacia el promontorio de Chapelwaite Head, donde la casa se alza sobre el mar. El amplio ventanal refulgía como un diamante al reflejar los rayos del sol poniente. El espectáculo era hermoso pero producía una enigmática inquietud. Se volvió de pronto hacia mí y exclamó vehementemente: —¡Debe irse en seguida de Chapelwaite, señor Boone! Quedé perplejo. —Desde que se instaló allí flota un hálito siniestro en el aire. Durante la última semana, a partir del momento en que pisó aquel lugar maldito, se han sucedido los presagios y portentos. Un velo sobre la faz de la luna; bandadas de chotacabras que anidan en los cementerios; un parto anómalo. ¡Debe irse! Cuando recuperé el uso de la palabra, hablé con la mayor afabilidad posible: —Señora Cloris, todo esto son fantasías. Usted debe saberlo. —¿Es una fantasía que Bárbar Brown haya dado a luz un niño sin ojos? ¿O que Clifton Brocken haya encontrado un huella lisa, aplastada, de un metro y medio de ancho, más allá de Chapelwaite, donde todo se había marchitado y blanqueado? Y


usted, dice que ha visitado Jesusalem’s Lot, ¿puede afirmar sinceramente que no hay algo que sigue viviendo allí? No atiné a contestar. Lo que había visto en esa iglesia inicua reapareció ante mis ojos. La mujer juntó sus manos nudosas, en un esfuerzo por calmarse. —Sólo me he enterado de estas cosas porque se las oí contar a mi madre, y, antes, a la madre de ella. ¿Usted conoce la historia de su familia en lo que concierne a Chapelwaite? —Vagamente –respondí—. La casa ha sido la morada del linaje de Philip Boone sesde la décaa de 1780. su hermano Robert, mi abuelo, se instaló en Massachussets después de una reyerta por papeles robados. Sé poco acerca del linaje de Philip, excepto que lo cubrió una sombra infausta, transmitida de generación en generación: Marcella murió en un accidente trágico y Stephen se mató en una caída. Stephen quiso que Chapelwaite se convirtiera en mi hogar, y en el de los míos, y que así se enmendara la división de la familia. —Nunca se enmendará –musitó ella—. ¿Sabe algo acerca del altercado originario? —A Robert Boone le sorprendieron en el momento en que registraba el escritorio de su hermano. —Philip Boone estaba loco –afirmó la señora Cloris—. Se dedicaba a un tráfico impío. Robert Boone intentó despojarle de una Biblia profana escrita en lenguas antiguas: latín, druídico, y otras. Un libro infernal. —De Vermis Mysteriis. Respingó como si la hubieran golpeado. —¿Lo conoce? —Lo he visto... lo he tocado. –Nuevamente me pareció que estaba a punto de desmayarse. Se llevó una mano a la boca como si quisiera ahogar un grito—. Sí, en Jerusalem’s Lot. Sobre el púlpito de una iglesia corrompida y profanada. —De modo que está aún allí, aún allí. –Se meció en su silla—. Confiaba en que Dios, con Su sabiduría, lo habría arrojado al foso del infierno. —¿Qué relación tuvo Philip Boone con Jerusalem’s Lot? —Una relación de sangre –dijo la señora Cloris con tono lúgubre—. Llevaba la Marca de la Bestia, aunque lucía las vestiduras del Cordero. Y el 31 de octubre de


1789, Philip Boone desapareció..., junto con toda la población de esa condenada aldea. No agregó mucho más. En verdad, no parecía saber mucho más. Sólo atinó a reiterar sus súplicas de que me fuera, argumentando algo sobre <<la sangre que llama a la sangre>> y murmurando acerca de <<los que vigilan y los que montan guardia>>. A medida que se acercaba el crepúsculo pareció más agitada, y no menos, para aplacarla le prometí que prestaría atención a sus deseos. Marché de regreso a la casa entre sombras cada vez más largas y tétricas. Mi buen humor se había disipado por completo y la cabeza me daba vueltas, poblada de dudas que aún me atormentan. Cal me recibió con la noticia de que los ruidos de las paredes se habían intensificado..., como yo mismo puedo atestiguarlo en este momento. Procuro convencerme de que solo oigo ratas, pero enseguida veo el rostro aterrorizado y grave de la señora Cloris. La luna se ha levantado sobre el mar, tumefacta, redonda, roja como la sangre, y salpica el océano con un reflejo repulsivo. Mi pensamiento vuelve hacia aquella iglesia y (aquí hay un renglón tachado) Pero tú no verás eso, Bones. Es demasiado demencial. Creo que es hora de que me vaya a dormir. No me olvido de ti. Saludos, Charles

(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin MacCann.) 20 de octubre de 1850 Esta mañana me tomé la libertad de forzar la cerradura que impide abrir el libro. Lo hice antes de que el señor Boone se levantara. Es inútil. Está todo él escrito en clave. Una clave sencilla, me parece. Quizá me resultará tan fácil descifrarla como forzar la cerradura. Estoy seguro de que se trata de un Diario. La escritura tiene un asombroso parecido con la del señor Boone. ¿A quién puede pertenecer este volumen, arrumbado en el rincón más oscuro de la biblioteca y con sus páginas herméticamente cerradas? Parece antiguo, ¿pero quién podría afirmarlo con certeza? El papel ha estado bastante bien protegido de la influencia corruptora del aire. Más tarde me ocuparé de él, si tengo tiempo. El señor Boone está empeñado en explorar el sótano. Temo que estos fenómenos macabros sean nefastos para su salud aún inestable. Debo tratar de persuadirle...


Pero aquí viene... 20 de octubre de 1850 Bones: Todavía (sic) no puedo escribirte yo, yo, yo (El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann). 20 de octubre de 1850 Tal como temía su salud se ha quebrantado... ¡Dios mío, Padre Nuestro que estás en el Cielo! No soporto ese recuerdo. Sin embargo está implantado, grabado en mi cerebro como un ferrotipo. ¡El horror del sótano! Ahora estoy solo. Son las ocho y media. La casa está silenciosa pero... Lo encontré desvanecido sobre su escritorio. Aún duerme. Sin embargo, durante esos breves momentos, ¡con cuanta gallardía se comportó mientras yo estaba paralizado y descalabrado! Su piel está cérea, fría. Gracias a Dios no ha vuelto a tener fiebre. No me atrevo a moverlo ni a dejarlo ir a la aldea. Y si fuera yo, ¿quién volvería conmigo para ayudarle? ¿Quién vendría a esta casa maldita? ¡Oh, el sótano! ¡Los monstruos del sótano que han invadido nuestras paredes! 22 de octubre de 1850 Querido Bones: Me he recuperado, aunque todavía estoy débil, después de pasar treinta y seis horas sin conocimiento. Me he recuperado... ¡Qué broma tan amarga y macabra! Nunca volveré a recuperarme. Jamás. Me he enfrentado con una locura y un horror indescriptibles. Y el fin aún no está a la vista. Si fuera por Cal, creo que terminaría con mi vida ahora mismo. Cal es una isla de cordura en este mar de demencia. Lo sabrás todo.


Nos habíamos equipado con velas para la exploración del sótano, y sus llamas proyectaban un fuerte resplandor que era harto suficiente..., ¡diabólicamente suficiente! Calvin intentó disuadirme con el argumento de mi reciente enfermedad, y dijo que lo más que encontraríamos, probablemente, serían unas grandes ratas a las que luego habría que envenenar. Sin embargo, me empeciné. Calvin lanzó un suspiro y dijo: —Hágase entonces su voluntad, señor Boone. Al sótano se entra por un escotillón implantado en el piso de la cocina (que Cal jura haber tapiado sólidamente) que sólo conseguimos levantar después de muchos forcejeos y tirones. De la oscuridad brotó un olor fétido, asfixiante, no muy distinto del que saturaba la aldea abandonada allende el Royal River. La vela que yo sostenía arrojaba su fulgor sobre una escalera empinada que conducía a las tinieblas. La escalera estaba en pésimas condiciones de conservación –faltaba incluso un escalón íntegro, sustituido por un boquete negro— y en seguida comprendí cómo la desventurada Marcella había encontrado allí la muerte. —¡Tenga cuidado, señor Boone! –exclamó Cal. Le contesté que eso era lo que más tendría, y bajamos. El piso era de tierra, y las paredes de sólido granito apenas estaban húmedas. Eso no parecía en absoluto un refugio de ratas, porque no se veía ninguno de los materiales que éstas utilizan para construir sus nidos, tales como cajas viejas, muebles abandonados, pilas de papel y cosas por el estilo. Levantamos las velas, ganando así un pequeño círculo de luz, pero pese a ello nuestro radio visual seguía siendo muy reducido. El piso tenía un declive gradual que parecía pasar debajo de la sala y el comedor principal, o sea que se extendía hacia el Oeste. Ése fue el rumbo que tomamos. Todo estaba sumido en un silencio absoluto. La pestilencia del aire era cada vez más intensa y la oscuridad circundante parecía comprimirse como una envoltura de lana, como si estuviera celosa de la luz que la desbancaba momentáneamente después de tantos años de hegemonía indiscutida. En el extremo final, los muros de granito eran remplazados por una madera pulida que parecía totalmente negra y desprovista de propiedades reflectoras. Allí terminaba el sótano, aislando lo que parecía ser un compartimiento separado del recinto principal. Estaba sesgado de manera tal que era imposible inspeccionarlo sin contornear el recodo. Eso fue lo que hicimos Calvin y yo.


Fue como si un corroído espectro del pasado siniestro de la mansión se hubiera alzado delante de nosotros. En ese compartimiento había una silla solitaria y, sobre ésta, sujeto a una de las gruesas vigas del techo, colgaba un podrido lazo de cáñamo. —Entonces fue aquí donde se ahorcó –murmuró Cal—. ¡Dios mío! —Sí..., con el cadáver de su hija postrado al pie de la escalera, detrás de él. Cal empezó a hablar. Pero sus ojos se desviaron hacia un punto situado a mis espaldas. Entonces sus palabras se trocaron en un alarido. ¿Cómo narrar, Bones, el cuadro que contemplaron nuestros ojos? ¿Cómo describir a los abominables inquilinos que tenemos entre nuestras paredes? El muro más lejano giró sobre sí mismo, y desde aquellas tinieblas nos sonrió un rostro..., un rostro de ojos tan negros como el mismo Estigia. En su boca desmesuradamente abierta se formó una mueca desdentada, atormentada. Una mano amarilla, descompuesta, se estiró hacia nosotros. Emitió un sonido repulsivo, como un maullido, y avanzó un paso, tambaleándose. La luz de mi vela cayó sobre él... ¡Y vi la laceración amoratada de la cuerda en su cuello! Algo más se movió, detrás de él, algo con lo que soñaré hasta el día en que se extingan todos los sueños: una chica de facciones pálidas, agusanadas, y sonrisa cadavérica; una chica cuya cabeza se ladeaba en un ángulo lunático. Nos deseaban, lo sé. Y sé que si no hubiera arrojado la vela directamente contra lo que se alzaba en la abertura, y si no le hubiera lanzado inmediatamente después la silla que descansaba debajo del nudo corredizo, nos habrían arrastrado a la oscuridad y se habrían apoderado de nosotros. Después de eso, todo se condensa en oscuridad confusa. Mi mente ha corrido la cortina. Me desperté, como he dicho, en compañía de Cal. Si pudiera partir, huiría de esta casa de horror con el camisón flameando sobre mis tobillos. Pero no puedo. Me he convertido en el instrumento de un drama más profundo, más tenebroso. No me preguntes cómo lo sé. Lo sé, y eso es todo. La señora Cloris tenía razón cuando habló de los que vigilan y los que montan guardia. Temo haber despertado una Fuerza que pasó medio siglo aletargada en la siniestra aldea de Jerusalem’s Lot, una Fuerza que ha asesinado a mis antepasados y los ha subyugado diabólicamente, convirtiéndolos en nosferatu: muertos vivientes. Y alimento temores aún peores que éstos, Bones, pero sólo tengo vislumbres. Si supiera..., ¡si por lo menos lo supiera todo!


Charles Posdata – Y por supuesto esto lo escribo sólo para mí. Estamos aislados de Preacher’s Corners. No me atrevo a llevar allí mi corrupción, y Calvin no quiere dejarme solo. Quizá, si Dios es misericordioso, esta carta te llegará de alguna manera. C. (El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann). 23 de octubre de 1850 Hoy está más vigoroso. Hablamos brevemente sobre las apariciones del sótano. Convinimos que no eran alucinaciones ni entes de origen ectoplásmico, sino reales. ¿Pero el señor Boone sospecha, como yo, que se han ido? Quizá. Los ruidos se han acallado. Sin embargo, todo sigue siendo ominoso, y pesa sobre nosotros un palio oscuro. Parece como si estuviéramos esperando en el engañoso Ojo de la Tempestad... En una alcoba de la planta alta he hallado una pila de papeles, guardados en el último cajón de un viejo escritorio con tapa de corredera. Algunas cartas y facturas pagadas de Robert Boone. Sin embargo, el documento más interesante consiste en unas pocas anotaciones al dorso de un anuncio de sombreros de copa para caballeros. Arriba está escrito: Benditos sean los mansos. Abajo, el siguiente texto aparentemente absurdo: bkndihoesmahlssaafsgs eemdotrsresnaodmdnroh Creo que ésta es la clave del libro cerrado y cifrado que encontré en la biblioteca. La clave de arriba, muy simple, es la que se empleó en la Guerra de la Independencia. Cuando se eliminan las <<letras neutras>> que componen la segunda parte de la escritura, queda lo siguiente: bniosalsass edtsenomno Leyendo De arriba abajo, en lugar de hacerlo transversalmente, se obtiene la cita originaria de las Bienaventuranzas.


Antes de atreverme a mostrárselo al señor Boone, debo verificar el contenido del libro... 24 de octubre de 1850 Querido Bones: Ha ocurrido algo prodigioso. Cal, que siempre mantiene un silencio hermético hasta que está seguro de sí mismo (¡singular y admirable rasgo humano!) ha encontrado el Diario de mi abuelo Robert. El documento estaba escrito en una clave que el mismo Cal ha descifrado. Él afirma modestamente que el hallazgo fue casual, pero pienso que en realidad fue producto de su perseverancia y afán. Sea como fuere, ¡qué tétrica es la luz que arroja sobre nuestros misterios! La primera anotación corresponde al 1º de junio de 1789, y la última, al 27 de octubre de 1789: cuatro días antes de la desaparición cataclísmica de la que habló la señora cloris. Narra la historia de una obsesión creciente, o mejor dicho, de una locura, y da una imagen repulsiva de la relación que existía entre el tío abuelo Philip, la aldea de Jerusalem’s Lot, y el libro que descansa en la iglesia profanada. Según Robert Boone, la aldea misma es anterior a Chapelwaite (construida en 1782) y a Preacher’s Corners (conocida en aquella época por el nombre de Preacher’s Rest y fundada en 1741). Fue erigida por una secta que se escindió de la fe puritana en 1710 y cuyo jefe era un adusto fanático religioso llamado James Boon. ¡Qué sobresalto me produjo su nombre! Me parece difícil poner en duda que este Boon perteneció a mi estirpe. La señora Cloris no se equivocó al enunciar su convicción supersticiosa de que en este asunto tiene una importancia crucial el linaje de sangre, y recuerdo despavorido la respuesta sobre la relación que existió entre Philip y Jerusalem’s Lot. <<Una relación de sangre>>, dijo, y mucho me temo que sea así. La aldea se convirtió en una comunidad estable construida alrededor de la iglesia donde Boon predicaba..., o recibía a sus feligreses. Mi abuelo insinúa que también tenía comercio carnal con muchas damas de la localidad, a las que aseguraba que ésa era la ley y la voluntad de Dios. En razón de ello la aldea se transformó en una anomalía que sólo pudo existir en aquellos tiempos de aislamiento y extravagancia en que era posible creer simultáneamente en las brujas y en la Inmaculada Concepción: una aldea religiosa de ayuntamientos consanguíneos, bastante degenerada, controlada por un predicador medio loco cuyos evangelios gemelos eran la Biblia y el siniestro Demon Dwellings de De Gouge; una comunidad donde se celebraban regularmente los ritos del exorcismo, y donde proliferaban el incesto la locura y los defectos físicos que acompañan tan a menudo a este pecado. Sospecho (y creo que Robert Boone debió de pensar lo mismo) que uno de los hijos bastardos de Boon huyó de Jerusalem’s Lot (o fue sacado de allí) para buscar fortuna en el Sur... Y así fundó nuestro actual linaje. Sé, porque mi propia familia lo ha confesado, que nuestro clan se originó en aquella región de Massachussets que


posteriormente se transformó en este Estado soberano de Maine. Mi bisabuelo, Kenneth Boone, se enriqueció gracias al entonces floreciente tráfico de pieles. Fue su fortuna, acrecentada por el tiempo y las buenas inversiones, la que levantó esta mansión ancestral mucho después de que él muriera en 1763. sus hijos, Philip y Robert, edificaron Chapelwaite. La sangre llama a la sangre, como dijo la señora Cloris. ¿Acaso Kenneth, hijo de James Boon, huyó de la locura de su padre y de la aldea de éste, sólo para que después sus hijos, totalmente ajenos a lo sucedido, construyeran la mansión de los Boone a menos de tres kilómetros del lugar donde Boon había iniciado su carrera? Y si fue así, ¿no hay motivos para pensar que nos ha guiado una Mano gigantesca e invisible? Según el Diario de Robert, en 1789 James Boon era anciano... y así debió de ser. Si contaba veinticinco años cuando se fundó la aldea, en 1789 debía de tener ciento cuatro, una edad prodigiosa. Lo que sigue lo copio textualmente del Diario de Robert Boone: 4 de agosto de 1789 Hoy he visto por primera vez a este Hombre por el que mi Hermano siente una admiración tan malsana. Debo admitir que este Boon posee un extraño Magnetismo que me alteró inmensamente. Es un verdadero Anciano, de barba blanca, y viste una Sotana negra que por alguna razón me pareció obscena. Era más inquietante aún el Hecho de que estuviese rodeado de Mujeres, como un Sultán lo estaría por su Harén, y P. me asegura que todavía está activo, aunque por lo menos es Octagenario... En cuanto a la Aldea propiamente dicha, yo sólo la había visitado una vez, anteriormente, y no volveré a ella. Sus Calles son silenciosas y están pobladas por el Miedo que el Anciano inspira desde su Púlpito. También temo que se hayan multiplicado los Acoplamientos incestuosos, porque hay demasiadas Caras parecidas. Tenía la impresión de que no importaba hacia donde mirara, me encontraba con el rostro del Anciano..., todos están muy pálidos; parecen Desvaídos, como si les hubieran succionado toda la Vitalidad, y vi Niños sin Ojos ni Narices, Mujeres que lloraban y farfullaban y señalaban el Cielo sin ningún Motivo, y que mezclaban citas de las Escrituras con discursos sobre Demonios..., P. me pidió que asistiera a los Servicios, pero la idea de ver a este siniestro Anciano me repugnó y di una Excusa... Las anotaciones anteriores y posteriores a ésta describen el comportamiento de Philip, cada vez más fascinado por James Boon. El 1º de setiembre de 1789, Philip fue bautizado en el seno de la iglesia de Boon. Su hermano dice: <<Estoy atónito y horrorizado..., mi Hermano ha cambiado delante de mis propios Ojos..., ahora creo que incluso se parece cada Día más a ese Hombre nefasto.>> La primera mención del libro aparece el 23 de julio. El Diario de Robert sólo lo cita brevemente: <<P. ha vuelto esta noche de la Aldea menor con un Talante que me pareció bastante alterado. Se negó a hablar hasta la Hora de acostarse, cuando dijo


que Boon había preguntado por un libro que se titula Misterios del gusano. Para complacer a P. le prometí que consultaría por carta a Johns and Goodfellow. P. mostró un agradecimiento casi servil.>> El 12 de agosto escribió esta anotación: <<Hoy he recibido dos cartas... una de ellas de Johns and Goodfellow, de Boston. Tienen Noticia del Volumen por el cual P ha manifestado Interés. Sólo hay cinco Ejemplares en este País. La Carta es bastante fría, lo cual me extraña bastante. Hace Años que conozco a Henry Goodfellow.>> 13 de agosto: P. muestra una excitación anormal por la carta de Goodfellow; se niega a explicar por qué. Sólo dice que Boon está desmedidamente ansioso por conseguir el Ejemplar. No entiendo la Razón, pues el título sólo parece ser el de un inofensivo Tratado de jardinería... Estoy preocupado por Philip. Cada día le encuentro más extraño. Ahora lamento que hayamos regresado a Chapelwaite. El Verano es caluroso, asfixiante, y está lleno de Presagios... En el Diario de Robert sólo hay otras dos menciones del libro infame (aparentemente no comprendió su verdadera importancia, ni siquiera al final). De sus anotaciones del 4 de setiembre: Le he pedido a Goodfellow que actúe como Agente de P. en la cuestión de la Compra, aunque mi prudencia clama contra esta Operación. ¿Qué Pretexto puedo emplear para resistirme? ¿Acaso no podría comprarlo con su propio Dinero, si yo me negara a ayudarlo? Y a cambio de ello le he arrancado a Philip la Promesa de abjurar de este infame Bautismo... Y sin embargo está tan Ofuscado, casi Afiebrado, que no confío en él. Respecto de esta cuestión estoy totalmente en Ayunas... Por fin, el 16 de setiembre: Hoy ha llegado el Libro, junto con una Nota de Goodfellow en la que dice que no quiere seguir interviniendo en mis Transacciones... P. se mostró anormalmente excitado y casi me arrancó el Libro de las Manos. Está escrito en Latín y con Caracteres Rúnicos que no sé descifrar. Parece casi caliente al Tacto y tuve la impresión de que vibraba en mis Manos, como si contuviera una inmensa Energía... Le recordé a P. su promesa de Abjurar y se limitó a lanzar una Risa desagradable, demencial, mientras blandía el Libro delante de mi Cara y gritaba una y otra vez: <<¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos! ¡El Gusano! ¡El Secreto del Gusano!>> Ahora se ha ido corriendo, supongo que al encuentro de su Benefactor loco, y no he vuelto a verle en el resto del Día...


No vuelve a hablar del libro, pero he hecho ciertas deducciones que parecen por lo menos plausibles. En primer término, tal y como ha dicho la señora Cloris, este libro fue el motivo de la ruptura entre Robert y Philip; en segundo término, es un compendio de hechizos impíos, posiblemente de origen druida (los conquistadores romanos de Gran Bretaña conservaron por escrito muchos de los ritos de sangre druidas, en nombre de la erudición, y muchos de estos recetarios infernales forman parte de la literatura prohibida del mundo); en tercer término, Boon y Philip se proponían utilizar el libro para sus propios fines. Quizá, por alguna vía tortuosa, tenían buenas intenciones, pero lo dudo. Lo que sí creo es que mucho antes se habían asociado con las potencias misteriosas que existen más allá de la urdimbre misma del Tiempo. Las últimas anotaciones del Diario de Robert Boone confirman ambiguamente estas especulaciones, y los deja hablar por sí mismos: 26 de octubre de 1789 Hoy reina una terrible Conmoción en Preacher’s Corners. Frawley, el Herrero, me ha cogido por el Brazo y me ha preguntado: <<Qué traman su Hermano y ese Anticristo loco allá arriba.>> Godoy Randall afirma que en el Cielo ha habido Presagios de un gran Desastre inminente. Ha nacido una vaca con dos Cabezas. En cuanto a Mí, ignoro qué nos amenaza. Quizá la Demencia de mi Hermano. Su Cabello ha encanecido casi de un Día a otro, sus Ojos son grandes Círculos inyectados en Sangre de los cuales parece haberse desvanecido la atractiva luz de la Cordura. Sonríe y susurra y, por alguna Razón Particular, ha empezado a frecuentar nuestro Sótano cuando no está en Jerusalem’s Lot. Las Chotacabras se congregan alrededor de la Casa y sobre la Hierba. Su Clamor conjunto desde la bruma se mezcla con el del Mar hasta modular un Chillido sobrenatural que quita el Sueño 27 de octubre de 1789 Esta Noche seguí a P. cuando partió rumbo a Jerusalem’s Lot, manteniéndome a una Distancia razonable para evitar que me descubriera. Las condenadas Chotacabras vuelan en bandada por el Bosque, llenándolo todo con una Melopea fatal, de ultratumba. No me atreví a cruzar el Puente. Toda la Aldea estaba a oscuras, exceptro la Iglesia, que se hallaba iluminada por un tétrico Resplandor rojo que parecía transformar las altas ventanas ojivales en los Ojos del Infierno. Las Voces fluctuaban entonando la Letanía del Diablo, riendo a ratos, sollozando luego. La Tierra misma pareció hincharse y gemir bajo mis pies, como si soportara un Peso atroz, y yo huí, asombrado y despavorido, oyendo cómo los Graznidos demoníacos y estridentes de las Chotacabras reverberaban dentro de mi Cabeza mientras corría por ese Bosque sombrío. Todo apunta hacia un Clímaz aún imprevisto. No me atrevo a dormir porque me asustan los posibles Sueños, y tampoco a permanecer despierto porque no sé qué


Terrores lunáticos me aguardan. La Noche está poblada de Ruidos sobrecogedores y temo... Y sin embargo siento la necesidad de volver allí, de mirar, de ver. Tengo la impresión de que Philip en persona me llama, y el Anciano. Los Pájaros. Malditos malditos malditos. Aquí termina el Diario de Robert Boone. Observa, Bones, que cerca del final alega que el mismo Philip parecía llamarlo. Estas líneas, las palabras de la señora Cloris y los demás, pero sobre todo las espantosas figuras del sótano, muertas y sin embargo vivas, son las que me llevan a deducir una última conclusión. Nuestra estirpe sigue siendo infortunada, Bones. Sobre nosotros pesa una maldición que se resiste a dejarse sepurltar: vive en un avieso mundo de sombras, dentro de esta casa y aquella aldea. Y se aproxima nuevamente la culminación del ciclo. Soy el último de los Boone. Temo que haya algo que lo sabe, y que yo sea el nexo de una abyecta empresa que nadie que esté en sus cabales podría entender. Dentro de una semana se cumple el aniversario, en la Víspera de Todos los Santos. ¿Qué debo hacer? ¡Si por lo menos tú estuvieras aquí para aconsejarme, para ayudarme! Necesito saberlo todo, debo volver a la aldea que todos rehuyen. ¡Que Dios me dé fuerzas para ello! Charles. (El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann). 25 de octubre de 1850 El señor Boone ha dormido durante casi todo el día de hoy. Su rostro está pálido y mucho más demacrado. Temo que la repetición de la fiebre sea inevitable. Mientras refrescaba su botellón de agua vi dos cartas dirigidas al señor Granzón de Florida, que no han sido despachadas. Se propone volver a Jerusalem’s Lot. Si se lo permitiera, eso le costaría la vida. ¿Me atreveré a escabullirme hasta Preacher’s Corners para alquilar un carruaje? Debo hacerlo, pero qué sucederá si se despierta? ¿Si al volver descubro que se ha ido? Han reaparecido los ruidos en las paredes. ¡Gracias a Dios él aún duerme! Mi mente tiembla al pensar en lo que significa todo esto.


Más tarde Le llevé la comida en una bandeja. Se propone levantarse dentro de un rato, y a pesar de sus evasivas qé qué es lo que planea. Sin embargo, ire a Preachers Corners. Conservo en mi equipaje varios de los polvos somníferos que le recetaron durante su enfermedad. Bebió uno de ellos con su té, sin saberlo. Duerme nuevamente. Me espanta dejarle con las Cosas que se deslizan detrás de nuestras paredes, pero me espanta aún más que permanezca otro día entre estos muros. Le he encerrado bajo llave. ¡Dios quiera que esté todavía aquí, a salvo y durmiendo, cuando yo vuelva con el carruaje! Más tarde aún ¡Me apedrearon! ¡Me apedrearon como si fuera un perro salvaje y rabioso! ¡Monstruos depravados! ¡Éstos que se dicen hombres! Estamos prisioneros aquí... los pájaros, las chotacabras, han empezado a congregarse. 26 de octubre de 1850 Querido Bones: Está casi oscuro y acabo de despertarme, después de haber dormido casi veinticuatro horas seguidas. Aunque Cal no ha dicho nada, sospecho que echó en mi té unos polvos somníferos cuando descubrió mis intenciones. Es un buen y fiel amigo, que sólo desea lo mejor, de modo que no le reprenderé. Sin embargo estoy resuelto. Mañana es el día. Estoy sereno, decidido, pero también me parece sentir el retorno de la fiebre. En ese caso, tendrá que ser mañana. Quizá sería aún mejor esta noche, pero ni siquiera los fuegos del mismo Infierno podrían inducirme a pisar esa aldea en la oscuridad. Si no volviera a escribirte, que Dios de bendiga y te dé muchos años de vida, Bones Charles. Posdata – Los pájaros han empezado a graznar y se reanudaron los horribles deslizamientos. Cal cree que no los oigo, pero se equivoca. C. (El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).


27 de octubre de 1850 5 de la mañana Se ha empecinado. Muy bien. Iré con él. 4 de noviembre de 1850 Querido Bones: Débil pero lúcido. No estoy seguro de la fecha, pero mi calendario me asegura que debe ser la correcta, por el horario de la marea y la puesta del sol. Estoy sentado frente a mi escritorio, en el mismo lugar desde donde te escribí mi primera carta de Chapelwaite, y contemplo el mar oscuro del que se borran rápidamente los últimos vestigios de luz. Nunca volveré a verlo. Esta noche es mi noche. La cambiaré por las sombras que me aguardan, cualesquiera sean éstas. ¡Cómo rompe contra las rocas, este mar! Despide nubes de espuma hacia el cielo tenebroso, sacudiendo el suelo bajo mis pies. En el cristal de la ventana veo reflejada mi imagen, pálida como la de un vampiro. No como desde el 27 de octubre, y tampoco habría bebido si ese día Calvin no hubiera dejado un botellón de agua junto a mi lecho. ¡Oh, Cal! Le he perdido, Bones. Ha sucumbido en mi lugar, en lugar de esta ruina con brazos esqueléticos y rostro cadavérico que veo reflejarse en el cristal oscurecido. Y sin embargo es posible que él sea el más afortunado de los dos, porque no le atormentan sueños como losque me han atormentado a mí durante estos días: formas contorsionadas que acechan en los corredores de la pesadilla delirante. Mis manos tiemblan todavía, he manchado el papel con tinta. Calvin salió a mi encuentro aquella mañana, precisamente cuando me disponía a escabullirme... Y yo que creía haber sido tan astuto. Le dije que había resuelto irme con él de aquí, y le pedí que fuera a alquilar un carruaje en Tandrell, situado a unos quince kilómetros donde éramos menos conocidos. Accedió a hacer la larga caminata y le vi partir por el sendero de la costa. Cuando le perdí de vista me equipé rápidamente con un abrigo y na bufanda (porque hacía mucho frío, y los prolegómenos del invierno inminente se manifestaban en la brisa cortante de la mañana). Lamenté por un momento no tener una pistola, y después me reí de mi propia idea. ¡Para qué sirve un arma en estas circunstancias? Salí por la puerta de la despensa y me detuve un momento para echar una última mirada al mar y al cielo; para inhalar el aire fresco y acorazarme con él contra el hedor pútrido que, lo sabía muy bien, no tardaría en respirar; para disfrutar del espectáculo que brindaba una gaviota voraz al revolotear bajo las nubes. Me volví... y allí estaba Calvin McCann.


—No irá solo –dijo, con una expresión implacable que no le había visto nunca. —Pero, Calvin... –empecé a protestar. —¡No, ni una palabra! Iremos juntos y haremos lo que sea necesario, o le arrastraré por la fuerza a la casa. Usted no se encuentra bien. No irá solo. Es imposible describir las emociones encontradas que se apoderaron de mí: confusión, irritación, gratitud..., pero la más intensa de todas fue el afecto. Pasamos en silencio delante de la glorieta y del reloj de sol, recorrimos el sendero cubierto de malezas y nos internamos en el bosque. Reinaba una paz absoluta: no se oía el gorjeo de un pájaro ni el chirrido de un grillo. El mundo parecía cubierto por un manto de silencio. Sólo flotaba el olor ubicuo de la sal y, desde lejos, llegaba el tenue aroma del humo de leña. El bosque era una inflamada sinfonía de colores, pero, a mi juicio, parecía predominar el escarlata. El olor de la sal no tardó en dispersarse y lo sustituyó otro, más siniestro: el de la descomposición a la que ya he hecho referencia. Cuando llegamos al puente para peatones que unía las dos márgenes del Royal, pensé que Cal volvería a pedirme que desistiera, pero no lo hizo. Se detuvo, miró el torvo campanario que parecía burlarse de la bóveda celeste, y después me miró a mí. Seguimos adelante. Nos encaminamos con paso rápido pero temeroso hacia la iglesia de James Boon. La puerta seguía entreabierta, tal como la habíamos dejado después de nuestra última salida, y la oscuridad interior parecía hacernos muecas. Mientras subíamos por la escalinata sentí que mi corazón se trocaba en bronce y mi mano tembló cuando entró en contacto con el picaporte y tiró de él. Dentro, el olor era más intenso y más mefítico que antes. Entramos en el vestíbulo envuelto en penumbras y, sin detenernos, pasamos al recinto principal. Estaba en ruinas. Algo descomunal se había desenfrenado allí, produciendo una terrible destrucción. Los bancos estaban volcados y apilados como briznas de paja. La cruz nefasta descansaba contra la pared oriental, y un agujero mellado que se veía en el revoque, encima de ella, atestiguaba con cuánta violencia la habían arrojado. Las lámparas habían sido arrancadas de sus soportes, y la pestilencia del aceite de ballena se mezclaba con la fetidez que impregnaba la ciudad. Y a lo largo de la nave central se extendía un rastro de jugo negro, mezclado con fibras sanguinolentas, de modo que el conjunto remedaba una macabra alfombra nupcial. Nuestros ojos siguieron ese rastro hasta el púlpito, que era lo único que permanecía intacto dentro de nuestro radio visual. Desde lo alto de aquel, un cordero inmolado nos miraba con ojos vidriosos por encima del Libro blasfemo.


—Dios –susurró Calvin. Nos acercamos, evitando pisar la franja viscosa. Nuestros pasos reverberaban en el recinto, que parecía transmutarlos en el estruendo de una risa gigantesca. Subimos juntos al púlpito. El cordero no había sido descuartizado ni comido. Más bien, tuvimos la impresión de que lo habían estrujado hasta reventarle los vasos sanguíneos. La sangre formaba charcos espesos y malolientes sobre el mismo atril, y alrededor de su base..., ¡pero era transparente donde cubría el libro, y a través de ella se podían leer los jeroglíficos rúnicos, como si se tratara de un cristal coloreado! —¿Es necesario que lo toquemos? –preguntó Cal, con tono resuelto. —Sí, es mi deber. —¿Qué hará? —Lo que tendrían que haber hecho hace sesenta años. Lo destruiré. Apartamos el cadáver del cordero de encima del libro y cayó al suelo con un abominable y fluctuante ruido sordo. Ahora las páginas manchadas de sangre parecieron cobrar vida con su propio fulgor escarlata. Mis oídos empezaron a resonar y zumbar. Un cántico apagado parecía brotar de las mismas paredes. Al ver el rostro convulsionado de Cal comprendí que oía lo mismo que yo. El piso se estremeció debajo de nosotros, como si aquello que embrujaba esa iglesia se estuviera acercando para proteger lo suyo. La urdimbre del espacio y el tiempo lógicos pareció retorcerse y desgarrarse; la iglesia pareció llenarse de espectros e iluminarse con el resplandor infernal del eterno fuego frío. Creí ver a James Boon, repulsivo y deforme, retozando alrededor de lcuerpo supino de una mujer. Y a mi tío abuelo Philip detrás de él, transformado en un acólito enfundad oen una capucha negra, con un cuchillo y un cuenco en la mano. <<Deum vobiscum magna vermis...>>> Las palabras tremolaron y se enroscaron sobre la página que tenía frente a mí, empapadasen la sangre del sacrificio, en aras de una criatura que se arrastra más allá de las estrellas... Una congregación ciega, incestuosa, meciéndose al son de una alabanza absurda, demoníaca; rostros deformes en los que se leía una expectación anhelante, innombrable... Y el latín fue remplazado por una lengua más antigua, que ya era arcaica cuando Egipto estaba en sus albores y las pirámides aún no habían sido construidas, que


ya eran arcaicas cuando la Tierra aún flotaba en un firmamento informe y bullente de gas vacío. —¡Gyyagin vardar Yogsoggoth! ¡Verminis! ¡Gyyagin! ¡Gyyagin! ¡Gyyagin! El púlpito empezó a partirse y seccionarse, pujando hacia arriba... Calvin lanzó un alarido y alzó un brazo para cubrirse el rostro. La bóveda osciló con un movimiento descomunal, tenebroso, semejante al de un barco zarandeado por la borrasca. Manoteé el libro y lo mantuve alejado de mí: parecía impregnado por el calor del Sol y pensé que me calcinaría, que me cegaría. —¡Corra! –gritó Calvin—. ¡Corra! Pero yo estaba paralizado y la emanación sobrenatural me llenó como si mi cuerpo fuera un cáliz antiguo que había esperado durante años..., ¡durante generaciones! —¡Gyyagin vardar! –aullé—. ¡Siervo de Yogsoggoth, el Innombrable! ¡El Gusano de allende el Espacio! ¡Devorador de Estrellas! ¡Cegador del Tiempo! ¡Verminis! ¡Llega la Hora de Colmar, la Hora de Tributar! ¡Verminis! ¡Alyah! ¡Alyah! ¡Gyyagin! Calvin me empujó y trastabillé. La iglesia giraba a mi alrededor y caí al suelo. Mi cabeza se estrelló contra el borde de un banco volcado, se llenó de un fuego rojo..., que sin embargo pareció despejarla. Manoteé las cerillas de azufre que había traído conmigo. Un trueno subterráneo pobló el recinto. Cayó el revoque. La campana herrumbrada de la torre hizo repicar un ahogado carillón diabólico por vibración simpática. Mi cerilla chisporroteó. La acerqué al libro en el mismo momento en que el púlpito se desintegraba en medio de un desquiciante estallido de madera. Debajo de él quedó al descubierto un inmenso boquete negro. Cal se tambaleó hasta el borde con las manos extendidas y con el rostro desfigurado por un clamor incoherente que resonará eternamente en mis oídos. Entonces emergió una mole de carne gris y vibrante. La pestilencia se convirtió en una marea de pesadilla. Fue una erupción formidable de gelatina viscosa y supurante, una masa enorme y atroz me pareció alzarse desde las entrañas mismas de la tierra. Y sin embargo, con una súbita y espantosa lucidez que ningún ser humano puede haber experimentado, ¡me di cuenta de que eso no era más que un anillo, un segmento, de un gusano monstruoso que había vivido a ciegas durante años en la oscuridad encapsulada que reinaba debajo de la iglesia maldita! El libro se inflamó en mis manos, y Eso pareció lanzar un alarido mudo sobre mi cabeza. Calvin recibió un golpe rasante y fue despedido al otro extremo de la iglesia como un muñeco con el cuello roto.


Se replego... Eso se replegó y dejó sólo un boquete descomunal y mellado, rodeado de baba negra, y un portentoso chillido ululante que pareció disiparse a través de distancias colosales y que al fin se acalló. Bajé la vista. El libro había quedado reducido a cenizas. Comencé a reír y, después, a aullar como una bestia herida. Perdí hasta el último vestigio de cordura y me senté en el suelo, sangrando por la sien, gritando y farfullando en esas sombras blasfemas, mientras Calvin, despatarrado en un rincón, me miraba con ojos vidriosos, despavoridos. No sé cuánto tiempo pasé en ese estado. No podría determinarlo. Pero cuando recuperé mis facultades, las sombras habían trazado largos senderos alrededor de mí y me envolvía el crepúsculo. Un movimiento atrajo mi atención, un movimiento en el boquete abierto al pie del púlpito. Una mano se deslizó a tientas sobre las tablas claveteadas del suelo. Una carcajada demencial se me atascó en la garganta. Toda la histeria se fundió en un aturdimiento exangüe. Una carroña se alzó de las tinieblas con escalofriante y vengativa lentitud y vi que me espiaba la mitad de una calavera. Los escarabajos se arrastraban sobre su frente descarnada. Una sotana podrida se adhería a los huecos sesgados de sus clavículas mohosas. Sólo los ojos estaban vivos: cavidades enrojecidas y vesánicas que me escudriñaban con algo más que demencia. En ellas brillaba la vida vacía de los páramos sin rumbo que se extienden más allá de los confines del Universo. Venía a arrastrarme a la oscuridad. Fue entonces cuando huí, chillando, dejando desamparado el cuerpo de mi viejo amigo en este antro de inquidad. Corrí hasta que el aire pareció estallar como magma en mis pulmones y mi cerebro. Corrí hasta llegar de nuevo a esta casa poseída y contaminada, y a mi habitación, donde me dejé caer y donde he permanecido postrado como un muerto hasta hoy. Corrí porque a pesar de mi enajenación había visto un aire de familia en los pingajos de esa figura muerta pero animada. Mas no se trataba de Philip ni de Robert, cuyas imágenes cuelgan en la galería de arriba. ¡ese rostro putrefacto era el de James Boon, Guardián del Gusano! Él vive todavía en algun lugar de los tortuosos y oscuros recovecos que se enroscan debajo de Jerusalem’s Lot y Chapelwaite... y Eso todavía vive. Al quemar el libro se frustraron los planes de Eso, pero hay otros ejemplares. Sin embargo yo soy el portal, y soy el último de los linajes de los Boone. Por el bien de toda la Humanidad debo morir..., cortando definitivamente la cadena.


Ahora me voy al mar, Bones. Mi viaje concluye, como mi relato. Que Dios te proteja y te conceda la paz. Charles. Este extraño cúmulo de papeles llegó por fin a manos del señor Everett Granzón, a quien habían sido dirigidos. Se supone que una recidiva de la infortunada fiebre encefálica que le había atacado originariamente después de la muerte de su esposa, en 1848, desencadenó la locura de Charles Boone y le indujo a asesinar a su acompañante y amigo de mucho años, el señor Calvin McCann. Las anotaciones del Diario del señor McCann son un fascinante modelo de falsificación, y es indudable que Charles Boone los escribió él mismo para reforzar sus propios delirios paranoides. Sin embargo, se ha comprobado que Charles Boone se equivocó respecto de dos cuestiones. En primer término, cuando <<redescubrieron>> (empleo el término en el sentido histórico, por supuesto) la aldea de Jerusalem’s Lot, el piso del púlpito, aunque carcomido, no mostraba huellas de una explosión o de grandes daños. Y si bien los antiguos bancos estaban volcados y había varias ventanas rotas, es lícito suponer que estos actos de vandalismo fueron perpetrados por gamberros de las poblaciones vecinas, a lo largo de los años. Los habitantes más viejos de Preacher’s Corners y Trandrell siguen repitiendo algunos rumores ociosos acerca de Jerusalem’s Lot (quizás, antaño, fue una de aquellas inofensivas leyendas tradicionales la que omnibuló la mente de Boone y la llevó por la senda fatal), pero esto no parece pertinente. En segundo término, Charles Boone no era el último de su linaje. Su abuelo, Robert Boone, engendró por lo menos dos bastardos. Uno murió en la infancia. El segundo asumió el apellido Boone y se instaló en la ciudad de Central Falls, Rhode Island. Yo soy el último vástago de esta rama del tronco de los Boone, primo segundo de Charles Boone en tercera generación. He sido depositario de estos documentos durante diez años, y ahora los hago publicar aprovechando la circunstancia de que me he instalado en el hogar ancestral de los Boone, Chapelwaite. Espero que el lector se compadezca de la pobre alma descarriada de Charles Boone. Por lo que veo, sólo acertó en una cuestión: esta casa necesita urgentemente los servicios de un exterminador. A juzgar por el ruido, en las paredes hay unas ratas enormes. Firmado: James Robert Boone 2 de octubre de 1971


El brazo Stephen King <<El brazo era más ancho en aquellos días>>, contó Stella Flanders a sus bisnietos durante el último verano de su vida, el verano antes de que empezara a ver fantasmas. Los niños la miraban con ojos expectantes, silenciosos, y su hijo Alden se volvió en el banco del porche donde estaba sentado, tallando. Era domingo y Alden no sacaba la barca en domingos por alto que estuviera el precio de la langosta. -¿Qué quieres decir, abuela? –preguntó Tommy, pero la anciana no contestó; siguió sentada en su mecedora junto a la estufa apagada, con las zapatillas golpeando plácidamente en el suelo. -¿Qué quiere decir? –preguntó Tommy a su madre. Lois se limitó a mover la cabeza, sonrió, y los mandó a recoger bayas. Stella pensó: Se le ha olvidado ¿O acaso lo había sabido? El brazo había sido más ancho en aquellos días. Si alguien podía estar enterado, esa persona era Stella Flanders. Había nacido en 1884, era la más antigua residente de Goat Island, y nunca, ni una sola vez en su vida, había estado en el continente. ¿Amas? Esta pregunta había empezado a obsesionarla y ni siquiera sabía lo que significaba. Y llegó el otoño, un otoño frío sin la lluvia necesaria para que los árboles adquirieran un color bonito, ni en Goat, ni en Racon Head al otro lado del Brazo. Aquel otoño, el viento sopló con notas largas y heladas, y Stella sintió resonar cada nota en su corazón. El 19 de Noviembre, cuando los primeros copos empezaron a caer de un cielo plomizo, Stella celebró su cumpleaños. La mayor parte del pueblo vino a verla. Hattie Stoddard, cuya madre había muerto de pleuresía en 1954 y cuyo padre se había perdido en el Dancer en 1941, también la visitó. Vinieron Richard y Mary Dedge, Richard andando despacio, con su bastón, caminillo arriba, invadido por la artritis como por un pasajero invisible. Naturalmente, Sarah Havelock también; la madre de Sarah, Annabelle, había sido la mejor amiga de Stella. Habían ido juntas a la escuela de la isla, desde el primer curso al octavo, y Annabelle se había casado con Tommy Frane, que le tiraba del pelo en clase de quinto y le hacía llorar, así


como Stella se había casado con Bill Flanders, que una vez le tiró todos los libros al barro (pero ella había conseguido no llorar). Ahora, tanto Anabelle como Tommy, habían desaparecido y Sarah era la única, de sus siete hijos, que quedaba aún en la isla. Su marido, George Havelock, conocido por todo el mundo como Big George, había muerto de una muerte horrenda en el continente, en 1967, el año que no hubo pesca. Un hacha había resbalado en manos de George, se había derramado sangre -¡demasiada!-, y tres días después hubo un funeral en la isla. Y cuando llegó Sarah a la fiesta de Stella y gritó: <<¡Feliz cumpleaños, abuela!>> Stella la abrazó con fuerza y cerró los ojos. (¿Amas?) Pero no lloró. Hubo un enorme pastel de cumpleaños. Hatti lo había hecho con la ayuda de su mejor amiga, Vera Spruce. Todos los reunidos cantaron ¡Cumpleaños Feliz! En un coro bastante fuerte para ahogar al viento, al menos por un momento. Incluso Alden cantó, que en el curso normal de la vida sólo cantaba Adelante soldados de Cristo y el Gloria, en la iglesia, y pronunciaba las palabras como todos los demás pero con la cabeza gacha y sus grandes orejas enrojecidas. En el pastel de Stella había noventa y cinco velas, e incluso oía el viento por encima de la canción, aunque su oído ya no era el de antes. Le pareció que el viento la llamaba por su nombre. <<Yo no era la única>>, hubiera contado a los niños de Lois, de haber podido. <<En mi tiempo había muchos que vivían y morían en la isla. En aquellos días no había barco correo; Bull Symes solía repartir el correo cuando lo había. Tampoco había ferry. Si uno tenía algo que hacer en tierra, vuestro hombre os llevaba en la barca langostera. Por lo que he oído decir, en la isla no hubo retrete son sifón hasta 1946. fue precisamente el hijo de Bull, Harold, quien instaló el primero, al año siguiente de que un ataque de corazón se llevara a Bull mientras recogía las redes. Recuerdo haber visto cómo llevaban a Bull a su casa. Recuerdo que le trajeron envuelto en un hule, y cómo sobresalía una de sus botas verdes. Recuerdo...>>> Y ello dirían: <<¿Qué, abuela? ¿Qué recuerdas?>> ¿Cómo les contestaría? ¿Acaso había más?

El primer día de invierno, un mes o así después del cumpleaños, Stella abrió la puerta trasera para recoger leña y descubrió a un gorrión muerto en el umbral. Se agachó cuidadosamente, lo levantó por una pata y lo contempló.


-Helado –dictaminó, y algo en su interior pronunció otra palabra. Hacía cuarenta años que no veía un pájaro helado, desde 1938. El año en que el brazo se heló. Estremecida, se ciñó más el abrigo y tiró el gorrión muerto al viejo incinerador oxidado. Era un día frío. El cielo era de un azul limpio y profundo. En la noche de su cumpleaños cayeron doce centímetros de nieve, y desde entonces no había vuelto a nevar. -No tardará mucho –dijo Larry McKeen, en la tienda de Goat Island, como si desafiara al invierno a mantenerse alejado. Stella llegó al montón de leña, cogió una brazada y la llevó a la casa. Su sombra, nítida y bien recortada, la seguía. Al llegar a la puerta trasera, donde había caído el gorrión, Bill le habló... pero el cáncer se había llevado a Bill hacía doce años. -Stella –dijo Bill, y vio su sombra caer junto a ella, más larga pero igualmente recortada, a la sombra de la visera, inclinada coquetamente a un lado, como siempre la había llevado. Stella sintió que un grito se le helaba en la gartanga. -Stella –volvió a decirle- ¿cuándo vas a venir al continente? Pediremos el viejo Ford de Norm Jolley y bajaremos a Bean’s en Freeport para echar una cana al aire. ¿Qué te parece? Se volvió bruscamente, dejando casi caer la leña, pero allí no había nadie. Sólo el patio trasero que bajaba por la ladera, luego la hierba salvaje, y más allá, al borde de todo, claro y magnífico, el Brazo... y más allá el continente. <<Abuela, ¿qué es el Brazo?>>. Podía haber preguntado Lona... aunque nunca lo había hecho. Y ella habría dado la respuesta que cualquier pescador sabía de memoria: <<un Brazo es la extensión de agua que hay entre la isla y el continente>>, dándoles pasteles de melaza y té caliente y muy azucarado. <<Esto lo sé bien. Lo sé tan bien como el nombre de mi marido... y cómo solía llevar la gorra.>> <<¿Abuela? –diría Lona-. ¿Cómo es que nunca has cruzado el Brazo?>> <<Cariño –le contestaría-, nunca vi ninguna razón para hacerlo.>>

En enero, dos meses después de la fiesta de cumpleaños, el Brazo se heló por primera vez desde 1938. La radio advirtió a los isleños y a los del continente que desconfiaran del hielo, pero Steve McClelland y Russel Bowie cogieron el patín


especial de Steve después de una larga tarde dedicada a beber vino de Apple Zapple, y claro, el patín se hundió en el Brazo. Steve consiguió salvarse (aunque perdió un pie por congelación). El Brazo se quedó con Russel Bowie y se lo llevó. En aquel 25 de enero hubo un funeral para Russel, Stella fue con su hijo Alden y éste pronunció las palabras de los himnos y cantó con su potente voz desafinada, antes de la bendición. Después, Stella se sentó, con Sarah Havelock, Hattie Stoddard y Vera Spruce al calor del fuego de leña de los bajos del ayuntamiento. Se celebraba una fiesta en memoria de Russell, en la que se servía ponche y unos pequeños bocadillos de queso de crema cortados en triángulos. Naturalmente, los hombres entraban y salían en busca de algo más fuerte que el ponche. La flamante viuda de Russel Bowie estaba sentada con los ojos enrojecidos y todavía impresionada al lado de Ewel McCracken, el capellán. Estaba embarazada de siete meses (sería el quinto), y Stella, medio adormilada al calor del fuego, pensó: No tardará en cruzar el Brazo. Se trasladará a Freeport o Lewiston y se pondrá a trabajar de camarera. Miró alrededor, a Vera y Hattie, para enterarse de qué se hablaba. -No, no me he enterado –decía Hattie-. ¿Qué dijo Freddy? Estaban hablando de Freddy Dinsmore, el más viejo de la isla (dos años más joven que yo, pensó Stella, con cierta satisfacción), que había vendido su tienda a Larry McKeen en 1960 y que ahora vivía de su renta. -Dijo que nunca había visto un invierno semejante –aclaró Vera sacando su labor de punto-. Dice que mucha gente enfermará. Sarah Havelock miró a Stella, y le preguntó si recordaba otro invierno como aquél. No había vuelto a nevar desde aquel entonces; la tierra estaba tiesa, desnuda y oscura. El día antes, Stella había caminado unos pasos por el campo que había detrás, y la hierba que crecía allí se había partido con un ruido seco, como si se rompiera vidrio. -No –contestó Stella-. El Brazo se heló en el treinta y ocho, pero fue un año de nieve. ¿Te acuerdas de Bull Symes, Hattie? Hattie se echó a reír. -Creo que todavía conservo el cardenal que me dejó en las posaderas en la fiesta de Año Nuevo del cincuenta y tres. ¡Vaya pellizco que me dio! Nunca supe por qué lo hizo. -Lo hizo porque Bull y mi propio hombre cruzaron aquel año el Brazo a pie para ir al continente –explicó Stella-. Fue en febrero de 1938. Se calzaron zapatos de nieve y anduvieron hasta Dorrit´s Tavern en Head, se bebieron un vaso de güisqui y


regresaron. Me pidieron que fuera con ellos. Eran como dos chiquillos que fueran a deslizarse en un tobogán. Todos la miraban, asombrados. Incluso Vera la contemplaba con ojos muy abiertos, y Vera seguro que había oído la historia antes. Si uno iba a creer lo que se decía, Bull y Vera habían jugado a parejas, tiempo atrás, aunque resultaba difícil, mirándola ahora, creer que Vera había sido tan joven. -¿Y no fuiste? –preguntó Sarah, viendo quizá el alcance del Brazo en su imaginación, tan blanco que casi parecía azul bajo el helado sol invernal, el brillo de los cristales de nieve, el continente cercano, Stella cruzando el Brazo, sí, cruzando por encima del océano como Jesús al bajar de la barca de los pescadores, saliendo de la isla por primera y única vez en la vida a pie... -No –respondió Stella. De pronto deseó haber traído su propia labor de punto-. No fui con ellos. -¿Por qué no? –insistió Hattie, casi indignada. -Era el día de la colada –dijo secamente Stella, y en aquel momento Missy Bowie, la viuda de Russell prorrumpió en sollozos fuertes como rebuznos. Stella miró hacia ella y vio allí sentado a Bill Flanders, con su chaquetón a cuadros rojos y negros, la gorra ladeada, fumando un Herbert Tareyton, con otro sobre la oreja, para después. Sintió que el corazón le daba un vuelco y casi se ahogó en sus latidos. Se le escapó un gemido, pero un leño crepitó en el hogar, y ninguna de las mujeres lo oyó. -Pobrecilla –la compadeció Sarah. -Se ha librado de ese zángano –masculló Hattie. Rebuscó en las negras profundidades de la verdad todo lo concerniente a Russel Bowie y lo encontró-. No era más que un vagabundo. Por lo menos se ha librado de esa carga. Stella apenas oyó lo que decían. Allí seguía Bill, sentado, lo bastante cerca del reverendo MacCraken para pellizcarle la nariz; no parecía mayor de cuarenta, con las patas de gallo apenas marcadas bajo los hundidos ojos, con los pantalones de franela y las botas de goma, con los calcetines de lana gris doblados sobre la parte alta. -Te esperamos, Stel –le dijo-. Cruza con nosotros y verás el continente. Ese año no necesitarás botas de nieve. Y seguía sentado allí en los bajos del ayuntamiento, tan grande como era Bill, y luego otro leño crepitó y él desapareció. Y el reverendo MacCraken siguió consolando a Missy Bowie como si nada hubiera ocurrido.


Aquella noche, Vera telefoneó a Annie Phillips y en el curso de la conversación mencionó que Stella Flanders no parecía estar nada bien. -Alden tendría un trabajo ímprobo para sacarla de la isla si cayera enferma – comentó Annie. A Annie le gustaba Alden porque su propio hijo Tobby le había dicho que Alden no bebía nada más fuerte que cerveza. Annie era una tenaz detractora del alcohol. -No podría sacarla a menos que estuviera en coma –dijo Vera-. Cuando Stella dice <<rana>>, Alden da un salto. Alden es muy corto, ¿sabes? Stella lo domina. -¿Ah, sí? –murmuró Annie. En ese momento se oyó un chasquido metálico en la línea. Vera pudo oír a Annie Phillips unos segundos más... no las palabras, sino el sonido de su voz que seguía hablando entre chasquidos, y después nada más. El viento había soplado con fuerza y las líneas telefónicas se habían caído, quizá por Godlin’s Pond o a lo mejor en Borrow’s Cove, donde entraban en el Brazo, forradas de goma- también era posible que se hubieran caído al otro lado, en Head... y algunos podían incluso decir (sólo en broma, claro) que Rusell Bowie había sacado una mano helada y partido el cable, por hacer algo. A pocos metros de distancia, Stella Flanders descansaba bajo su colcha de retales y escuchaba los ronquidos de Alden en la otra habitación. Escuchaba a Alden para no tener que escuchar el viento... pero seguía oyéndolo, oh sí, el viento que llegaba a través de la extensión helada del Brazo, algo más de un kilómetro de agua ahora cubierta por una placa de hielo, hielo con langostas por debajo, y meros, y quizá el cuerpo retorcido y bailarín de Russell Bowie, que solía ir cada mes de abril con su vieja motosierra Rogers a trabajarle el jardín. ¿Quién me trabajará la tierra, este abril?, se preguntó mientras estaba aterida bajo su colcha de retales. Y como en un sueño, oyó que su voz contestaba a su voz: ¿Amas? El viento arreció y sacudió la ventana. Parecía como si la ventana le hablar,a pero volvió la cara para no oír las palabras. Y no lloró. -Pero, abuela –insistiría Lona (ésa no se daba por vencida, era como su madre, y su abuela antes que ella)-, todavía no me has dicho por qué nunca cruzaste el Brazo. -Porque, niña, siempre he tenido todo cuanto quería aquí, en Goat. -¡Pero es tan pequeño! Nosotros vivimos en Pórtland. ¡Hay autobuses, abuela! -Veo en la televisión todo lo que ocurre en las ciudades. Creo que me quedaré donde estoy.


Hal era más joven, pero en cierto modo más intuitivo; no insistiría como hacía su hermana, pero sus preguntas se acercarían más al fondo de la cuestión: <<¿Nunca quisiste cruzar, abuela? ¿Nunca?>> Y ella se inclinaría hacia él y cogería sus manitas y le contaría cómo su padre y su madre habían venido a la isla poco después de casarse y cómo el abuelo de Bull Symes había tomado al padre de Stella como aprendiz en su barca. Le contaría que su madre había concebido cuatro veces, pero que uno de los niños no había llegado a buen fin y otro había muerto una semana después de nacer... habría salido de la isla si hubieran podido salvarlo en el hospital, pero naturalmente toda había terminado antes de que pudieran pensarlo. Le contaría que Bill había ayudado a nacer a Jane, su abuela, pero no que cuando hubo terminado fue al cuarto de baño, donde vomitó y después se echó a llorar como una mujer histérica que tiene reglas especialmente dolorosas. Jane, naturalmente, había salido de la isla a los catorce años para asistir al instituto; las niñas ya no se casaban a los catorce años y cuando Stella la vio marcharse en la barca con Bradley Maxwell, cuya obligación aquel mes era llevar y traer niños, sintió en el fondo de su corazón que Jane se había ido para siempre, aunque volviera por cierto tiempo. Les contaría que Alden había llegado diez años más tarde, cuando ya no le esperábamos, y como si quisiera compensar su tardanza, allí estaba Alden, soltero de por vida, y Stella lo agradecía porque Alden no era muy inteligente y había muchas mujeres dispuestas a aprovecharse de un hombre algo retrasado y de buen corazón (aunque tampoco les diría esta última parte a los niños). Les diría: Louis y Margaret Godlin concibieron a Stella Godlin, que después fue Stella Flanders; Bill y Stella Flanders concibieron a Jane y Alden Flanders; y Jane Flanders pasó a ser Jane Wakefield; Richard y Jane Wakefield concibieron a Lois Wakefield, que fue Lois Perrault; David y Lois Perrault concibieron a Lona y Hal. Éstos son vuestros nombres niños: sois Godlin-Flanders-Wakefield-Perrault. Vuestra sangre está en las piedras de esta isla y yo me quedo aquí porque el continente está demasiado lejos para alcanzarlo. Sí, amo: he amado, o por lo menos he tratado de amar, pero el recuerdo es tan vasto y tan profundo, y no puedo cruzar, Godlin-Flanders-Wakefield-Perrault...

Éste fue el febrero más frío en mucho tiempo, y a mediados de mes la capa de hielo del Brazo no entrañaba peligro. Los pequeños vehículos para andar por la nieve zumbaban y a veces incluso volcaban cuando tomaban mal una pendiente. Los niños trataban de patinar, pero encontraban el hielo demasiado irregular, y como no era divertido regresaron a Godlin Pond, en el lado opuesto de la colina, no antes de que el pequeño Justin McCraken, el hijo del reverendo, encallara el patín en una grieta y se rompiera el tobillo. Le llevaron al otro lado, al hospital, donde un doctor que era propietario de un Corvette le dijo: -Hijo, vas a quedar como nuevo.


Freddy Dinsmore murió tres días después de que Justin McCraken se rompiera el tobillo. Había enfermado de gripe a últimos de enero, no quiso que le viera el médico y le dijo a todo el mundo que se trataba de <<un resfriado por ir a recoger el correo sin mi bufanda>>, se metió en la cama y murió antes de que nadie pudiera llevarle al continente para que lo enchufaran en todas aquellas máquinas que tienen dispuestas para casos como el de Freddy. Su hijo George, un bebedor de primera incluso a la avanzada edad de sesenta y ocho años, encontró a Freddy con un ejemplar del Bangor Daily News en una mano y su Remington, descargado, cerca de la otra. Al parecer había pensado limpiarlo antes de morir. George Dinsmore se fue tres semanas de juerga financiada por alguien que sabía que George iba a cobrar el seguro de su viejo papá. Hatti Stoddard fue diciendo, a todo el que quería oírla, que el viejo George Dinsmore era una vergüenza, y apenas mejor que un vagabundo. Había mucha gripe. En aquel febrero, la escuela cerró dos semanas en lugar de una porque muchos alumnos estaban enfermos. -La nieve no trae microbios –declaró Sarah Havelock. Casi a final de mes, cuando la gente empezaba a mirar esperanzada la insegura comodidad de marzo, Alden Flanders enfermó también de gripe. La paseó casi una semana y por fin cayó en cama con cuarenta y pico de fiebre. Lo mismo que Freddy, se negó a ver al médico, y Stella se consumió, se preocupó y sufrió. Alden no era tan viejo como Freddy, pero en mayo cumpliría sesenta. Por fin llegó la nieve. Un palmo, el día de san Valentín, otro palmo el veinte, y dos con un fuerte viento el día bisiesto, 29 de febrero. La nieve se extendía blanca y rara entre la isla y el continente, como un prado blanco donde, desde tiempo inmemorial, sólo había habido agua turbulenta y gris en esta época del año. Varias personas fueron y volvieron andando. No eran necesarias las botas de nieve porque la nieve al helarse había formado una costra firme y brillante. También, a lo mejor, se bebían un vaso de whisky, pensó Stella, pero no en Dorrit’s. Dorrit’s había ardido de arriba abajo en 1958. Y vio a Bill cuatro veces. Una vez le dijo: -Deberías venir pronto, Stella. Iremos andando. ¿Qué te parece? No pudo decirle nada. Se había metido todo el puño en la boca. Todo lo que quería o necesitaba estaba aquí, les diría. Teníamos la radio y ahora tenemos la televisión, y con esto me basta respecto al mundo más allá del brazo. Tuve un jardín año sí, año no. ¿Y langosta? Vaya, siempre tuvimos una olla de estofado de langosta sobre los fogones y solíamos sacarla y esconderla detrás de la puerta de la despensa, cuando venía el reverendo de visita para que no viera que comíamos <<sopa de pobre>>.


He conocido buen tiempo y mal tiempo, y si alguna vez me pregunté cómo sería comprar en Sears en lugar de encargar por catálogo, o entrar en uno de los supermercados que veo en la televisión en lugar de comprar en una tienda de aquí, o mandar a Alden al otro lado por algo especial como un capón para Navidad o un jamón para Pascua... o si en alguna ocasión hubiera querido todas estas cosas, después he querido esto más. No soy rara. No soy peculiar, ni siquiera excéntrica para una mujer de mis años. Mi madre solía decirme; <<toda la diferencia del mundo está entre trabajo y necesidad>>, y lo creo de todo corazón. Creo que es mejor arar profundamente que en extensión. Ésta es mi tierra y la amo.

Un día de mediados de marzo, con un cielo tan blanco y pesado como pérdida de memoria, Stella Flanders se sentó en su cocina por última vez, ajustó los cordones de las botas a sus delgadas pantorrillas por última vez, y se enroscó un chal de lana roja (un regalo de Navidad de Hattie, tres años atrás) al cuello por última vez. Debajo del traje llevaba un juego de ropa interior de Alden. La cintura de los calzoncillos le llegaba exactamente debajo de los desmañados vestigios de pechos; la camisa, hasta las rodillas. Fuera, volvía a levantarse viento y la radio dijo que por la tarde nevaría. Se puso el abrigo y los guantes. Después de pensarlo un momento, se puso un par de guantes de Alden sobre los suyos. Alden se había recuperado de la gripe y esta mañana él y Harley Blood estaban recomponiendo y reforzando una puerta de Missy Bowie, que había dado a luz una niña. Stella la vio y la pobrecilla era igualita a su padre. Estuvo un rato frente a la ventana, mirando el Brazo, y allí estaba Bill, como había esperado, de pie a mitad de camino entre la isla y Head, de pie sobre el Brazo lo mismo que Jesús, llamándola, diciéndole con el ademán que se estaba haciendo tarde si se proponía ir alguna vez al continente en esta vida. -Si eso es lo que quieres, Bill –murmuró- bien sabe Dios que yo no quiero. Pero el viento dijo otras palabras. Quería ir. Quería disfrutar de aquella aventura. Había sido un mal invierno para ella. La artritis, que iba y venía con irregularidad, había vuelto con fuerza, inflamando las articulaciones de sus dedos y rodilla con fuego rojo y hielo azul. Uno de sus ojos se había apagado y veía borroso (precisamente el otro día Sarah había comentado, con cierta inquietud, que la mancha roja que estaba allí desde que Stella cumplió sesenta años o así, parecía crecer a saltos). Lo peor era que le había vuelto aquel dolor que le desgarraba el estómago, y dos mañanas atrás se había levantado a las cinco y se había arrastrado por el suelo helado hasta el cuarto de baño, donde escupió un gran coágulo de sangre en la taza del retrete. Esta mañana también había vomitado algo de mal sabor, cobrizo y espantoso.


El dolor de estómago había sido intermitente en los últimos cinco años, a veces mejor, a veces peor, y casi desde el principio temía que fuese cáncer. Se había llevado a su madre y su padre, y al padre de su madre. Ninguno de ellos había vivido más de setenta años, así que se suponía que había vencido a las estadísticas de los aseguradores. -Comes como un caballo –le había dicho Alden, riendo, poco después de que le empezaran los dolores y de haber observado por primera vez sangre en sus deposiciones-. ¿No sabes que las viejas como tú deben comer como pajaritos? -¡Déjame en paz o recibirás tu merecido! –respondió Stella alzando una mano hacia su canoso hijo, que se encogió, simuló miedo y gritó: -¡No lo hagas, Má! ¡Retiro lo dicho! Sí, había comido bien, no porque quisiera hacerlo sino porque creía (como muchos de los de su generación) que si se daba de comer al cáncer, éste te dejaba en paz. Y quizá funcionó, por lo menos una temporada: la sangre en sus deposiciones iba y venía, y hubo largos períodos en que no apareció. Alden se acostumbró a verla servirse por dos veces (o tres, cuando el dolor era especialmente fuerte), pero nunca aumentó de peso. Ahora parecía como si el cáncer hubiera finalmente llegado a lo que los franceses llaman la pièce de rèsistance.

Fue hacia la puerta y vio el gorro del Alden, el que tenía las orejeras forradas de piel, colgado de una percha de la entrada. Se lo puso; la visera le llegaba a las canosas cejas. Después miró alrededor por última vez, para ver si se le había olvidado algo. La estufa estaba baja, y Alden había dejado otra vez el tiro demasiado abierto. Se lo decía y repetía, pero esto era algo que nunca llegaría a entender. -Alden, cualquier invierno cuando yo no esté quemarás demasiada leña... –murmuró y abrió la estufa. Miró al interior y soltó un suspiro angustiado. Cerró de golpe y arregló el tiro con dedos temblorosos. Por un instante había visto a su vieja amiga Annabelle Frane entre las brasas. Su rostro era como en vida, hasta el lunar en la mejilla. ¿Annabelle le había guiñado el ojo? Pensó dejar una nota a Alden explicándole a dónde había ido, pero pensó que quizá Alden lo entendería, a su aire, aunque lento. El viento zarandeó y tuvo que volver a ponerse el gorro de Alden antes de que las ráfagas se lo quitaran, para jugar, y se lo llevaran lejos. El frío parecía encontrar


cualquier resquicio para meterse dentro de ella; un frío húmedo, cargado de nieve mojada y mal intencionada, propio de marzo. Inició el descenso hacia la orilla, cuidando de pisar la ceniza y serrín que George Dinsmore había esparcido sobre el camino. Una vez, cuando George había conseguido el empleo de conducir el arado mecánico para la villa de Raccoon Head, pero durante la galerna de 1977 se había emborrachado con whisky de centeno y se estrelló, no contra un poste, sino contra tres postes de alta tensión. Durante cinco días el Head se había quedado sin luz, Stella recordaba ahora qué raro le había parecido mirar a través del Brazo y no ver más que oscuridad. Un cuerpo se acostumbra a ver aquel pequeño conjunto de lucecitas. Ahora, George trabajaba en la isla, y como no había arados, no se metía en ningún tropiezo. Les diría esto: En la isla siempre cuidábamos de los nuestros. Cuando Gerd Henrieid tuvo una hemorragia en el pecho, todos economizamos en la comida para poder pagar su operación en Boston... y Gerd regresó con vida, gracias a Dios. Cuango George Dinsmore derribó aquellos postes y la compañía le puso un gravamen sobre su casa, procuramos que la compañía recibiera su dinero y Georoge tuviera un empleo que le mantuviera de cigarrillos y bebidas, ya que una vez terminada su jornada de trabajo no servía para nada más, pero mientras trabajaba lo hacía como un caballo. Esa vez se metió en el lío porque era de noche y por la noche era cuando George bebía. Su padre, por lo menos, le daba de comer. Ahora Missy Bowie tiene otro hijo. Quizá se quede y cobre la seguridad social aquí, pero es probable que no sea suficiente y necesite toda clase de ayuda. A lo mejor se irá, pero si se queda no morirá de hambre... Y escuchadme bien, Lona y Hal: si se queda podrá conservar algo de este pequeño mundo con el Brazo pequeño en un lado y el gran Brazo en el otro, algo que fácilmente perdería sirviendo desayunos en Lewiston, o donuts en Pórtland, o bebidas en el Nashville North de Bangor. Yo ya soy lo bastante vieja para no andarme por las remas respecto a lo que es aquello: una forma de vivir, de ser... un sentimiento. También habían cuidado de los suyos de otra forma, pero de eso no quiso hablarles. Los niños no lo comprenderían, ni siquiera Lois y David, aunque Jane se había enterado de la verdad. El niño de Norman y EttieWilson había nacido mongólico, con sus piececitos torcidos hacia dentro, y su cráneo calvo lleno de bultos, con los dedos pegados como si hubiera dormido demasiado profundamente mientras nadaba en el útero de su madre; el reverendo McCraken había ido y bautizado al niño, y un día después fue Mary Dodge, que ya entonces había traído al mundo más de cien niños, y Norman se llevó a Ettie colina abajo para que viera la barca nueva de Frank Child y aunque apenas podía andar, Etti fue sin protestar, pero se paró en la puerta para mirar a Mary Dodge que estaba sentada, haciendo punto tranquilamente, junto a la cuna del niño idiota. Mary había levantado la vista y cuando sus ojos se encontraron, Ettie se echó a llorar.


<<Vamos –le había dicho Norman, turbado -. Venga. Ettie, vámonos.>> Y cuando regresaron, una hora más tarde, el niño había fallecido de muerte dulce, y no era una suerte que el niño no hubiera sufrido. Y muchos años antes de eso, antes de la guerra, durante la Depresión, tres chiquillas habían sido atacadas al volver de la escuela, atacadas donde no podía verse la herida, y todas contaron que un hombre les ofreció mostrarles un mazo de naipes que tenía un dibujo distinto en cada carta. Les mostraría esa maravillosa baraja, des dijo el hombre, si se metían con él entre las matas, y una vez entre la maleza el hombre dijo: <<Pero tenéis que tocar esto primero.>> Una de las niñas era Gert Symes, que en 1978 sería votada como Profesora del Año en Mine por su trabajo en el instituto de Brunswick. Y Gert, que entonces contaba cinco años, dijo a su padre que al hombre le faltaban unos dedos en la mano. Otra de las niñas lo corroboró. La tercera no recordaba nada. Stella se acordaba de que Alden había salido un día de tormenta, aquel verano, sin decirle a dónde iba, aunque se lo preguntó. Mirando por la ventana había visto que Alden se reunía con Bull Symes al final del camino y luego se les había unido Freddy Dinsmore, y abajo, en la playa, vio a su propio marido, al que había despedido aquella mañana con la fiambrera bajo el brazo como siempre. Otros hombres se les unieron y cuando por fin se pusieron en marcha, contó una docena menos uno. El antecesor del reverendo McCraken estaba entre ellos. Y aquella noche, un individuo llamado Daniels fue encontrado al pie del cabo Slyder, donde las rocas asomaban sobre el agua como los dientes de un dragón que se ahogara con la boca abierta. Este Daniels era un tipo que George Havelock había contratado para aque le ayudara a colocar nuevas puertas en su casa y un motor nuevo en su camión Ford A. Procedía de New Hampshire y era convincente al hablar lo que le había valido otros trabajos cuando hubo terminado el de Havelock; y en la iglesia, ¡cómo cantaba! Se decía que, por lo visto, Daniels había estado paseando por Slyder’s Point y habría resbalado, cayendo hasta el fondo. Se había roto el cuello y aplastado la cabeza. Como no había nadie que le conociera, fue enterrado en la isla y el reverendo, el antecesor de McCraken, pronunció el responso en el cementerio y dijo que Daniels había sido un gran trabajador y una gran ayuda aunque le faltaran dos dedos de la mano derecha. Luego volvió a leer la bendición y el grupo que fue al cementerio regresó a los bajos del ayuntamiento, donde bebieron ponche y comieron bocadillos de queso, y Stella nunca preguntó a sus hombres a dónde habían ido aquel día en que Daniels se cayó de Slyder’s Point. Niños, les diría, siempre cuidamos de los nuestros. Teníamos que hacerlo, porque en aquellos días el Brazo era más ancho y cuando soplaba el viento y los rompientes rugían y la noche caía pronto, nos sentíamos muy pequeños... poco más que motas de polvo a los ojos de Dios. Así que era natural que nos uniéramos, unos y otros. Juntamos nuestras manos, niños, y si alguna vez nos preguntamos por qué lo hacíamos, o si existía una cosa llamada amor, era sólo porque habíamos oído el viento y las aguas a lo largo de interminables noches de invierno, y teníamos miedo. No, nunca sentí la necesidad de abandonar la isla, mi vida estaba aquí. El brazo, en aquellos días, era más ancho.


Stella llegó a la playa. Miró a derecha e izquierda y el viento agitó su traje como una bandera. Si hubiera habido alguien allí, habría avanzado algo más entre las rocas, aunque estaban cubiertas de hielo. Pero no había nadie y anduvo hacia el muelle, pasado el cobertizo para las barcas del viejo Symes. Llegó a la punta y permaneció allí, un momento, con la cabeza levantada y el viendo soplando entre las orejeras del gorro de Alden. Bill estaba allí, llamándola. Detrás de él, pasado el Brazo, podía ver la iglesia del Head, con su campanario casi invisible contra el cielo blanquecino. Con dificultad, se sentó al final del muelle y después apoyó los pies en la capa de nieve. Sus botas se hundieron un poco. Se colocó bien el gorro de Alden –el viento estaba empeñado en quitárselo- y echó a andar hacia Bill. Pensó en volver la cabeza y mirar atrás, pero no lo hizo. No creía que su corazón pudiera soportarlo. Andaba, sus botas crujían sobre la costra de nieve y escuchaba el rumor del paso sobre el hielo. Ahora veía el Brazo extendido a ambos lado y pudo, por primera vez en su vida, leer el cartel de Stanton’s Bait & Boat sin los prismáticos de Alden. Podía ver los coches que circulaban por la calle principal de Head, y se dijo asombrada: pueden ir tan deprisa como quieren... Pórtland... Boston... Nueva York. ¡Imagínate! Y casi podía hacerlo, imaginar un camino que sencillamente avanzaba, sin tener en cuenta los límites del mundo. Un copo de nieve pasó ante sus ojos. Otro. Un tercero. Pronto empezó a nevar ligeramente y ella anduvo a través de un mundo blanco brillante, delicioso y cambiante; vio Raccoon Head detrás de una cortina de gasa que a veces se aclaraba. Alzó la mano para volver a colocarse bien el gorro de Alden y la nieve metió la visera en sus ojos. El viento volvió a levantar remolinos de nieve y en uno de ellos vio a Carl Abersham, que se había hundido en el Dancer junto con el marido de Hattie Stoddard. Sin embargo, muy pronto empezó a apagarse el brillo porque la nieve caía más espesa. La calle principal de Head fue apagándose, alejándose, hasta que desapareció. Durante cierto tiempo pudo distinguir la cruz que remataba el campanario y luego también se fue, como un mal sueño. Lo último en desaparecer fue el letrero amarillo y negro de Stanton’s Bait & Boat, donde también vendían aceite para motor, papel matamoscas, sandwiches italianos y Budweiser para acompañar. Después, Stella caminó por un mundo totalmente incoloro, un sueño blancogrisáceo de nieve. Igua lque Jesús-bajando-del-bote, pensó, y por fin volvió la cabeza para mirar atrás, a la isla, pero ahora la isla también se había ido. Podía ver la huella de sus pisadas retrocediendo, perdiendo la forma hasta que sólo podía verse la marca borrosa de los semicírculos de sus tacones... y después nada. Absolutamente nada.


Pensó: El blanco me ha cegado. Debes tener cuidado, Stella, no llegarás nunca al continente. Caminarás dando vueltas en círculos cada vez mayores hasta agotarte y morirás congelada aquí fuera. Se acordó de Bill diciéndole que cuando uno se pierde en el bosque, hay que imaginar que la pierna del mismo lado que tu mano hábil cojea. De lo contrario la pierna hábil te haría andar en círculos sin que te dieras cuenta, hasta volver a encontrarte en el punto de partida, porque el viento y la nieve fresca borrarían las huellas mucho antes de que pudiera volver. Iba perdiendo la sensibilidad de las manos pese a los dos pares de guantes que llevaba, y hacía rato que ya no sentía los pies. En cierto modo esto era casi un alivio. La insensibilidad cerraba, por lo menos, la voz de su rabiosa artritis. Stella empezó a cojear, obligando a su pierna izquierda a esforzarse más. La artritis de sus rodillas no se había dormido. Su pelo blanco ondeaba tras ella. Sus labios se habían apartado de los dientes (excepto cuatro, los demás eran todavía suyos) y miraba fijamente ante sí, esperando a que aquiel letrero amarillo y negro se materializara en medio de aquella blancura flotante. Pero no sucedió así. Poco después, se dio cuenta de que la blancura a esplendorosa del día había empezado a transformarse en un gris uniforme. La nieve caía con más fuerza. Sus pies seguían aún plantados sobre la costra, pero ahora avanzaba a través de varios centímetros de nieve. Miró el reloj, pero se le había parado. Stella comprendió que aquella mañana se había olvidado de darle cuerda por primera vez en veinte o treinta años. ¿O acaso se había parado definitivamente? Había sido de su madre, y lo había denido que mandar, con Alden, un par de veces a Head, donde el señor Dostie se había maravillado y lo había limpiado. Su reloj, por lo menos, había ido al continente. Cayó, por primera vez, un cuarto de hora después de empezar a observar que el día iba oscureciendo. Por un momento permaneció a gatas, pensando qué fácil sería quedarse allí, enroscarse y escuchar al viento, pero entonces la determinación que la había llevado a través de tantas dificultades se reafirmó, y se levantó con una mueca. Permaneció en pleno viento, mirando fijamente al frente, queriendo que sus ojos vieran... pero no vieron nada. Pronto será de noche, pensó. Bueno, se había perdido, de lo contrario ya habría llegado al continente. No obstante, no creía haberse desviado tanto que anduviera ahora paralelamente a la costa, o incluso de vuelta a Goat. Una brújula interior, en su cabeza, le murmuró que se había pasado, así que torció hacia la izquierda. Creía estar acercándose a tierra pero en realidad seguía una línea diagonal que le resultaría cara.


La brújula indicaba que girara a la derecha, pero ella no le obedecería. Por el contrario, volvió a caminar de frente, pero esta vez sin la cojera artificial. Una tos espasmódica la sacudió, y escupió sangre en la nieve. Diez minutos más tarde, (el gris era ahora realmente oscuro y se encontraba metida en la fantasmagórica media luz de una fuerte tormenta de nieve) volvió a caer. Intentó levantarse, y por fin lo consiguió. Se quedó tambaleándose en la nieve, apenas capaz de mantenerse en pie contra el viento, sacudida por oleadas de desfallecimiento que la hacían sentirse alternativamente pesada y ligera. Tal vez todo el ruido que tenía en los oídos no era del viento, pero fue el viento el que al fin logró arrancarle de la cabeza el gorro de Alden. Tendió la mano para agarrarlo, pero el viento lo lanzó fuera de su alcance y sólo pudo verlo un instante rodando alegremente en la gris oscuridad, como un brillante punto naranja. Cayó en la nieve, rodó, volvió a alzarse y desapareció. Ahora su cabello se agitaba libremente. -No importa, Stella –le dijo Bill-. Puedes ponerte el mío. Jadeó y miró la blancura que la rodeaba. Sus manos enguantadas habían subido instintivamente hacia el pecho, y sintió que unas uñas aceradas le arañaban el corazón. No vio otra cosa que membranas de nieve que se movían... y entonces, saliendo de la garganta gris de la noche, el viento chilló como la voz de un demonio en un túnel de nieve, y apareció su marido. Al principio era sólo un conjunto de colores moviéndose en la nieve: rojo, negro, verde oscuro, verde más claro; luego esos colores se transformaron en un chaquetón de lana con un gran cuello, pantalones de franela y botas verdes. Sostenía el gorro en la mano en un gesto que parecía casi absurdamente cortesano, y el rostro era de Bill, sin las huellas del cáncer que se lo había llevado (¿sólo de eso tenía miedo?, ¿de que una sombra descarnada de su marido se le acercara, una figura de campo de concentración, con la piel brillante y tensa sobre los pómulos y los ojos hundidos en las cuencas?), y ella sintió una oleada de alivio. -¿Bill? ¿Eres realmente tú? -Claro. Bill –repitió y dio un paso hacia él. Las piernas la traicionaron y creyó que caería, que caería a través de él, porque después de todo era un fantasma, pero él la cogió en sus brazos, tan fuertes y firmes como aquellos que la levantaron para cruzar el umbral de la casa que sólo había compartido con él y con Alden esos últimos años. La sostuvo y poco después sintió que le ponía firmemente el gorro en la cabeza.


-Soy yo –dijo-. Somos todos nosotros. Entonces ella vio a los otros saliendo de entre la nieve que el viento dispersaba a través del Brazo en la creciente oscuridad. Un grito de felicidad y de miedo se le escapó al ver a Madeleine Stoddard, la madre de Hattie con un traje azul que el viento agitaba como una campana, y cogido de su mano estaba el padre de Hattie, no un esqueleto podrido en el naufragado Dancer, sino entero y joven. Y luego, detrás de esos dos... -¡Annabelle! –gritó-. Annabelle Frane, ¿eres tú? Era Annabelle; incluso en aquella luz sombría, Stella reconoció el traje amarillo que Annabelle lució el día de la boda de Stella, y al esforzarse por acercarse a su querida amiga, del brazo de Bill, pensó que olía a rosas. -¡Annabelle! -Ya casi hemos llegado, querida –le dijo Annabelle, sosteniéndola por el otro brazo. El traje amarillo que había sido considerado atrevido en su día (pero que, por fortuna para Annabelle y alivio de todos, no demasiado escandaloso) dejaba los hombros al descubierto, pero Annabelle no parecía sentir el frío. Su cabello, de un suave caoba oscuro, ondeaba al viento-. Sólo unos pasos más. Cogió el otro brazo de Stella y volvieron a avanzar. Otras figuras fueron saliendo de la noche nevada (porque ya había caído la noche). Stella reconoció a muchos de ellos, pero no a todos. Tommy franse se había unido a Annabelle; el gran George Havelock, que había muerto como un perro en los bosques, andaba detrás de Bill; también estaba aquel hombre que cuidó el faro de Head durante más de veinte años y que solía ir a la isla en los campeonatos de cribbage que Freddy Dinsmore organizaba cada febrero; Stella casi podía recordar su nombre. ¡Y allí estaba el propio Freddy! Andando a su lado, solo y asombrado, iba Russell Bowie. -Mira, Stella -dijo Bill, y ella vio una masa oscura alzándose de las tinieblas como la proa astillada de varios barcos. No eran barcos, sino rocas escarpadas. Había llegado a Head. Había cruzado el Brazo. Oyó voces, pero no estaba segura de que hablaran: Dame la mano, Stella... (¿quieres?) Dame la mano Bill...


(¡oh, ¿quieres, quieres...?) Annabelle... Freddy... Russell... John… Ettie… Franck… dame la mano, dame la mano… la mano. (¿amas?)

-¿Quieres darme la mano, Stella? –preguntó una voz. Se volvió y allí estaba Bull Symes. Le sonreía afectuosamente, no obstante, sintió miedo por lo que vio en sus ojos y por un instante se apartó de él, acercándose a Bill, del otro lado. -¿Es...? -¿Si es la hora? –preguntó Bill-. Oh, sí, Stella, creo que sí. Pero no duele. Por lo menos, nunca lo oí decir. Eso ya pasó. De pronto se echó a llorar –todas las lágrimas que nunca lloró- y tendió su mano a Bill. -Sí –le dijo -, sí quiero, sí quise, si querré. Y los muertos de Goat Island, formaron un círculo y el viento chilló alrededor, arrastrando nieve, y de ella surgió como una canción. Se alzó en el viento, y el viento se la llevó lejos. Entonces todos empezaron a cantar, como cantan los niños con sus voces finas y dulces cuando un atardecer de verano atrae la noche de verano. Cantaban, y Stella se sintió atraída hacia ellos y con ellos se fue finalmente a través del Brazo. Sintió un poco de dolor, pero no mucho; la pérdida de su virginidad había sido peor. Siguieron cantando y... ... y Alden no pudo contárselo a David y Lois, pero en el veranos siguiente a la muerte de Stella, cuando llegaron los niños para sus dos semanas anuales, se lo contó a Lona y Hal. Les contó que durante las grandes tormentas del invierno, el viento parece cantar con voces casi humanas y que a veces casi le parecía entender: <<Gloria a Dios, de quien vienen todas las bendiciones. Alabemos a Dios, nosotros criaturas de la tierra...>> Pero no les dijo (¡imaginen al torpe y poco imaginativo Alden Flanders diciendo semejantes cosas en voz alta, aunque fuera a los niños!) que a veces oía ese sonido y sentía frío aún estando junto a la estufa; que entonces dejaba su talla a un lado, o la red que intentaba remendar, pensando que el viento cantaba con todas las voces de aquellos que habían muerto y se habían ido... que estaban por algún lugar del Brazo y cantaban como los niños. Le parecía oír las voces y aquellas noches a


veces dormía y soñaba que cantaba la doxología, invisible e inaudible, en su propio funeral. Hay cosas que nunca pueden contarse, y hay cosas, no precisamente secretas, que no se discuten. Encontraron a Stella congelada en el continente, un día después de que la tormenta hubiera amainado. Estaba sentada en una especie de silla natural, de roca, a unos cien metros del límite de Raccoon Head, helada, pero tan compuesta como siempre. El doctor, propietario del Corvette, dijo que estaba desconcertada. Debió de recorrer unos cinco kilómetros, y la autopsia había revelado un avanzado proceso canceroso... ¿Iba Alden a contar a David y Lois que la gorra que llevaba no era la suya? Larry McKenn lo había reconocido. También John Benson. Lo había leído en sus ojos, y supuso que ellos lo habían visto en los de él. No era tan viejo como para olvidar la gorra de su difunto padre, su aspecto y los puntos en que la visera se había roto. <<Estas son cosas propias para pensarlas despacio>>, habría contado a los niños, si hubiera sabido cómo hacerlo. <<Las cosas hay que meditarlas mucho, mientras las manos hacen su trabajo y el café espera en un tazón de porcelana. Quizá haya preguntas sobre el Brazo: ¿cantan los muertos?. ¿aman a los vivos?>> La noche después de que Lona y Hal regresaran al continente, junto a sus padres, en la barca de Al Curry, con los niños de pie en la popa despidiéndose, Alden se planteó la cuestión, y lo de la gorra de su padre. ¿Cantan los muertos? ¿Aman? Y en aquellas largas noches de soledad, son su madre Stella Flanders por fin en la tumba, a Alden le pareció que hacían ambas cosas.


Zarabanda nupcial Stephen King En 1927 estuvimos tocando jazz en una taberna de Morgan, Illinois, una ciudad a unos cien kilómetros de Chicago. Era una región algo despoblada, no había ninguna otra ciudad grande en un radio de treinta kilómetros. Pero había muchos granjeros que suspiraban por algo más fuerte que una música dulzona y por muchas supuestas bailarinas de jazz que acudían al local. También acudían algunos casados (se les reconoce siempre, amigo, como si llevaran una etiqueta), pues allí nadie les reconocería mientras se daban un garbeo con las chicas. Esto ocurría cuando el jazz era jazz, no ruido. Formábamos un grupo de cinco: batería, clarinete, trombón, piano y trompeta, y éramos muy buenos. Esto ocurrió tres años antes de que grabáramos nuestro primer disco y cuatro antes del cine sonoro. Estábamos tocando Bamboo Bay cuando entró un individuo muy alto, vestido de blanco y fumando una pipa con más adornos que un cuerno de caza. Nosotros estábamos algo bebidos para entonces, y la gente estaba ciega y armando jaleo, pero sin dar guerra; no habíamos tenido una sola pelea en toda la noche. Todos sudábamos a mares y Tommy Englander, el que llevaba el negocio, seguía mandándonos al escenario un whisky tan suave como la seda. Englander era un buen patrono, y le gustaba la música que hacíamos. Se había ganado mi aprecio. El tío del traje blanco se sentó en la barra y me olvidé de él. Terminamos la noche con Aunt Hagar’s Blues, una composición de 16 compases que por entonces se consideraba atrevida, y nos ganamos unos buenos aplausos. Manny lucía una gran sonrisa que le iluminaba el rostro cuando dejó su trompeta y yo le palmeé la espalda al bajar del escenario. Vi a una muchacha de aspecto solitario, con traje de fiesta verde, que no me había quitado los ojos de encima en toda la noche. Era pelirroja, y yo siempre he tenido debilidad por las pelirrojas. Sus ojos y la inclinación de la cabeza eran como una llamada, así que me abrí paso entre la gente para invitarla a beber algo. Me encontraba a mitad de camino cuando el hombre del traje blanco se plantó delante de mí. Visto de cerca tenía aspecto de tío duro. Se le erizaba el pelo en el cogote a pesar de que olía como una botella entera de gomina, y tenía esa clase de ojos planos, de extraño brillo, que poseen ciertos peces de aguas profundas. -Quiero hablar con usted; fuera –me dijo. La pelirroja apartó la mirada con un mohín de desencanto.


-Más tarde –dije-. Déjeme pasar. -Me llamo Scollay. Mike Scollay. Me sonaba el nombre. Mike Scollay era un gángster de poca monta que pagaba su cerveza y sus juergas traficando con alcohol procedente de Canadá. Su ascendencia irlandesa le rezumaba por todos los poros. Su fotografía había aparecido alguna vez en los periódicos; la última, cuando un rival en el negocio del alcohol había tratado de coserle a tiros. -Se encuentra usted muy lejos de Chicago, amigo –le dije. -Me he traído algunos acompañantes, no se preocupe. Vamos fuera. La pelirroja me lanzó otra mirada. Le señalé a Scollay y me encogí de hombros. Arrugó la nariz y me dio la espalda. -Mire –protesté-. Me ha chafado el plan. -Nenas como ésa las hay a montones en Chi. -Yo no quiero un montón. -Andando. Le seguí, claro. El aire resultaba fresco, después de la atmósfera cargada de humo del club, perfumado por el aroma dulce de la alfalfa recién cortada. Las estrellas habían salido y brillaban dulcemente. También habían salido los acompañantes, pero su aspecto no tenía nada de dulce, y lo único que brillaba eran sus cigarrillos. -Tengo un trabajo para usted –dijo Scollay. -No me diga. -La paga será de doscientos pavos. Puede repartirla con su banda o quedársela para usted solo. -¿De qué se trata? -De música, ¿qué, si no? Mi hermana va a casarse y quiero que usted toque en la boda. Le encanta el jazz. Dos de mis muchachos dicen que lo hace usted muy bien. Ya les he dicho que trabajar para Englander estaba muy bien. Nos pagaba ochenta dólares por semana. Pero aquel tío me ofrecía más del doble por una sola noche.


-Será el próximo viernes, de cinco a ocho –aclaró Scollay en la sala de Los Hijos de Erin en la calle Grover. -Es demasiado dinero –dije-. ¿Por qué? -Por dos razones. Scollay dio unas chupadas a su pipa, que parecía fuera de lugar en aquella cara. Hubiera debido tener un Lucky Strike, colgando de los labios, o mejor un Sweet Caporal, el cigarrillo de los vagos. Aquella pipa le hacía parecer triste y patético. -Por dos razones –repitió-. Tal vez ha oído decir que el Griego intentó liquidarme. -Vi su fotografía en el periódico. Usted era el hombre que se arrastraba por la acera. -Muy listo –masculló-. Soy demasiado grande para él. El Griego se está haciendo viejo. Debería regresar a su tierra a cultivar olivos y contemplar el Pacífico. -Me parece que es el Egeo –le corregí. -Me importa una mierda incluso si es el lago Hurón. El caso es que no quiere envejecer. Sigue queriendo liquidarme. Pero no sabe lo que se le viene encima, ni viéndolo. -Y eso es usted. -Es usted un jodido listillo de primera clase. -En otras palabras, me va a pagar doscientos pavos porque nuestra última pieza podría tocarse con acompañamiento de ametralladora. La ira iluminó su rostro, pero había algo más. No supe entonces qué era, pero ahora lo sé: era tristeza. -Bien, tío listo, tengo la mejor protección que se puede conseguir con dinero. Si algún gracioso intenta meter las narices por allá, no tendrá la oportunidad de contarlo. -¿Y la segunda razón? -Mi hermana se casa con un italiano –musitó. -Tan buen católico como usted –repuse. Apareció la ira de nuevo, incandescente, y por un minuto creí haber ido demasiado lejos.


-¡Soy un buen irlandés! ¡De vieja raíz irlandesa, tío listo, y mejor que no lo olvide! – Y añadió, tan bajo que casi no pude oírle-: Aunque he perdido la mayor parte del cabello, lo tenía rojo. Intenté decir algo, pero no me dio la oportunidad. Me hizo girar y me acercó su cara tanto que nuestras narices casi se tocaban. Jamás había visto tanta rabia y determinación en la cara de un hombre. Hoy en día ya no se ve tal expresión en un rostro blanco, como se siente uno cuando le hieren y humillan. Todo ese orgullo y todo ese odio. Pero lo vi en su rostro aquella noche y supe que si decía otra frase chistosa podía darme por muerto. -Mi hermana es gorda –murmuró, y su aliento olía a menta-. Mucha gente se ha burlado de mí a mis espaldas. Pero no lo hacen cuando puedo verles. Le diré una cosa, señor músico: quizá ese hombre sea el único que lo consiguió. Pero usted no va a reírse de mí, ni de ella ni del italiano. Porque usted va a tocar, y a tocar muy fuerte. Nadie va a reírse de mi hermana. -Nunca nos reímos cuando tocamos... No podríamos soplar. Mi respuesta alivió la tensión. Él prorrumpió en una risa seca, como un ladrido, y dijo: -Bueno, preséntese allí a las cinco, dispuesto a tocar. Los Hijos de Erin, en la calle Grover. También les pagaré los gastos de viaje, ida y vuelta. Me vi obligado a cerrar el trato, sin tiempo de consultarlo con los demás músicos. A continuación se dirigió a su Cupé Packard mientras uno de los acompañantes le mantenía abierta la portezuela. Se marcharon. Permanecí fuera un rato más y fumé un cigarrillo. La noche era agradable y suave, y por un momento Scollay me pareció la criatura de un sueño. Estaba pensando en sacar la tarima al aparcamiento para tocar allá, cuando Biff apoyó una mano en mi hombro. -Ya es hora –me dijo. -Bien. Volvimos dentro. La pelirroja había cazado a un marinero entrecano que parecía doblarle la edad. Ignoro lo que un miembro de la armada estaba haciendo en Illinois, pero allá ella si tenía tan mal gusto. No me sentía bien, el whisky se me había subido a la cabeza y Scollay me parecía más real allí dentro, donde las emanaciones de lo que él y los de su calaña vendían eran bastante sólidas para flotar encima de ellas. -Nos han pedido Camptown Races –dijo Charlie.


-Olvídalo –repliqué-. No tocamos esa música negra hasta pasada la medianoche. Pude ver a Billy Boy, sentado al piano, crisparse fugazmente. Me hubiera dado un puñetazo de buena gana pero, maldita sea, un hombre no puede cambiar su ritmo, su vocabulario, de la noche a la mañana, o en un año, o quizá incluso en diez. En aquellos días, negro era una palabra que odiaba y que sin embargo decía continuamente. Me acerqué a él: -Lo siento Bill... esta noche estoy gilipollas. -Claro –respondió, pero sus ojos miraron por encima de mi hombro y comprendí que no aceptaba mis excusas. Mal asunto, pero les diré lo que era mucho peor: saber que le había decepcionado. Les hablé de la propuesta de Scollay en el siguiente descanso, siendo sincero con ellos respecto al dinero y les dije que Scollay era un gángster de medio pelo (aunque no les conté sobre el otro que iba tras él). También les dije que su hermana era gorda y que Scollay era muy sensible en ese aspecto. Que cualquiera que hiciera bromas sobre ballenas en tierra podía terminar como un colador. Mientras hablaba no perdía de vista a Billy Boy Williams, pero no pude leer nada en aquella cara de gato. Habría sido más fácil intentar descubrir lo que pensaba una nuez leyéndole las arrugas de la cáscara. Billy Boy era el mejor pianista que habíamos tenido y lamentábamos los disgustos que sufría cuando viajábamos de un lugar para otro. Lo peor, naturalmente, era el Sur, pero tampoco lo pasaba muy bien en el Norte. ¿Y qué podía hacer yo? Pues nada. En aquellos días uno tenía que vivir con toda esa basura racial. Llegamos a la sala de Los Hijos de Erin el viernes a las cuatro, una hora antes. Viajamos en un camioncillo Ford que Biff y Manny y yo habíamos acondicionado. La parte de atrás estaba cubierta por una lona y dentro llevábamos dos literas atornilladas al suelo. Incluso llevábamos un hornillo eléctrico, enchufado a la batería, y el nombre del grupo pintado a ambos lados. El día era perfecto, como hecho a la medida, si alguna vez ha habido uno, con nubecillas de verano blancas proyectando sombras sobre los campos. Pero en la ciudad hacía calor y estaba sucia, llena del ajetreo que uno acaba olvidando cuando se vive en un lugar como Morgan. Para cuando aterrizamos en la sala, la ropa se me pegaba al cuerpo y necesitaba reposar en la barra de algún bar. Me hubiera sentado bien un trago del elixir de Tommy Englander. Los hijos de Erin era un gran edificio de madera perteneciente a la iglesia donde la hermana de Scollay iba a casarse. Ya saben el tipo de lugar, si han hecho la comunión: reuniones de jubilados los martes, bingo los miércoles y una fiesta para niños los sábados.


Emprendimos la marcha llevando cada uno su instrumento y parte de los componentes de la batería de Biff. Una señora delgada, sin delantera aparente, por decirlo de algún modo, dirigía el tráfico en el interior. Dos hombres sudorosos colgaban guirnaldas de papel. Había una tarima para la banda en la parte delantera de la sala y por encima una bandera y un par de enormes campanas de papel rosa. Las letras doradas de la bandera auguraban LO MEJOR PARA MAUREEN Y RICO. Maureen y Rico. Pobre Scollay. Sin duda lo estaba pasando muy mal. La señora delgada se acercó a nosotros. Como parecía tener mucho que decir, me adelanté anunciando: -Somos los músicos. -¿Los músicos? –Miró con recelo los instrumentos -. Oh, esperaba que fueran los de la comida. Sonreí como si los proveedores de comida llegaran siempre con timbales y trombones. -Bien... –empezó, pero justo en aquel momento nos interrumpió un joven de unos veinte años. Le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios pero, por lo que pude ver, aquello no mejoraba su imagen y en cambio le hacía llorar el ojo izquierdo. -Abran esta mierda –ordenó. Charlie y Biff me miraron. Me encogí de hombros. Abrimos nuestros estuches y él examinó los instrumentos. Viendo que no había nada que pudiese cargarse y disparar, se volvió a su rincón y se sentó en una silla plegable. -Pueden montar sus cosas cuando quieran –prosiguió la señora delgada como si nunca la hubieran interrumpido-. Hay un piano en la otra habitación. Haré que lo traigan aquí tan pronto como terminen de colocar las decoraciones. Biff empezó a arrastrar sus tambores hasta el pequeño escenario. -Yo creí que eran los proveedores –repitió la mujer con desconsuelo-. El señor Scollay encargó un pastel de bodas y hay unos entrantes, y carne de buey y... -Ya llegarán, señora –le dije-. No se preocupe. -... y costillas de cerdo y un cordero y el señor Scollay se pondrá furioso si... –Vio a un hombre encendiendo un cigarrillo precisamente debajo de una guirnalda de papel y le gritó-: ¡¡Henry!! –El hombre dio un respingo como si le hubieran disparado. Yo subí a la tarima.


A las cinco menos cuarto estábamos listos. Charlie, el del trombón, practicaba en sordina y Biff se desentumecía las muñecas. Los proveedores habían llegado a las cuatro y media y miss Gibson (así se llamaba la mujer; su negocio era ese tipo de fiestas) casi se les echó al cuello. Habían montado cuatro mesas largas, cubiertas de manteles blancos, y cuatro mujeres negras con cofia y delantales blancos ponían platos y cubiertos. El pastel fue colocado en el centro de la sala para que todo el mundo pudiera verlo y admirarlo. Tenía seis pisos de altura y arriba habían colocado una parejita de novios. Salí a la calle para fumar un cigarrillo y a mitad de camino les oí llegar con gran estrépito. Me quedé donde estaba hasta que iv el primer coche dar la vuelta a la esquina más cercana a la iglesia; entonces desistí de fumar y entré. -Ya vienen –dije a miss Gibson. Palideció y casi se tambaleó sobre sus tacones. He aquí una mujer que debió haber elegido otra profesión... decoradora, quizá o bibliotecaria. -¡El zumo de tomate! –chilló-. ¡Traigan el zumo de tomate! Volví junto al grupo y nos preparamos. Habíamos tocado en celebraciones como ésa -¿quién no -, y cuando se abrieron las puertas atacamos una interpretación sincopada de la Marcha Nupcial, que yo mismo había arreglado. Todo el mundo aplaudía y gritaba y silbaba, luego empezaron a hablar entre ellos. Pero por la forma en que algunos movían los pies mientras hablaban, pensé que iba siendo hora. Empezamos. Me dije que iba a ser una buena fiesta. Sé todo lo que se dice de los irlandeses, y la mayor parte es verdad, pero que me aspen si no lo pasan en grande una vez se han decidido a hacerlo. De todos modos, tengo que reconocer que por poco lo estropeo todo cuando el novio y la ruborosa novia entraron. Scollay, vestido de chaqué, me fulminó con la mirada y no crean que no lo advertí. Logré mantener un rostro impasible, y el resto del grupo también... ninguno desafinó. Fue una suerte para nosotros. Al parecer todos los invitados eran los guardaespaldas de Scollay y sus mujeres, y ya habían sufrido la primera impresión. Tenía que ser así si antes habían estado en la iglesia. Ya habrán oído hablar de Jack Sprat y su mujer. Bien, pues esto era cien veces peor. La hermana de Scollay tenía el mismo pelo rojo que él estaba perdiendo, y lo tenía largo y rizado. Pero no era aquel bonito color cobrizo que a lo mejor imagináis. No, éste era rojo de la región de Cork... brillante como una zanahoria y rizado como los muelles de una cama. Su tez era blanca pero estaba cubierta de pecas. Y ¿no había dicho Scollay que era gorda? Vaya si lo era. Parecía un hipopótamo... ciento cincuenta kilos como mínimo. Y estaban todos en el pecho, las caderas y los muslos, como suele ocurrir con las gordas, haciendo que lo que debía ser sensual fuera grotesco y terrorífico a la vez. Algunas gorditas tienen caras patéticamente bonitas, pero la hermana de Scollay ni siquiera había sido agraciada con eso. Sus ojos


estaban demasiado juntos, su boca era demasiado grande y las orejas parecían abanicos. Además, claro, estaban las pecas. Incluso delgada, hubiera sido lo bastante fea para parar un reloj... demonios, todo un escaparate de relojes. Esto, por sí solo, no hubiera hecho reír a nadie, a menos que fuera estúpido y de naturaleza malvada. Era cuando se añadía el novio, Rico, cuando uno deseaba reír hasta llorar. Podía haberse puesto una chistera y así y todo no le hubiese llegado al hombro. Debía de pesar cuarenta kilos. Era delgado como un riel y su tez, olivácea oscura. Cuando sonreía nervioso, sus dientes parecían una valla de los suburbios. Seguimos tocando. Scollay rugió: -¡Vivan los novios! ¡Que Dios les dé toda la felicidad del mundo! << Y si Dios no se las da –anunciaba su expresión feroz-, más os vale dársela vosotros... por lo menos hoy.>> Todo el mundo gritó y aplaudió. Terminamos nuestro número con un floreo que recogió entusiastas aplausos. Maureen, la hermana de Scollay, sonrió. Dios, qué inmensa era su boca. Rico reía como un bobalicón. De momento, todo el mundo hablaba, comía canapés y bebía el mejor whisky de Scollay. Yo había bebido ya tres, entre tema y tema, y dejaba en la sombra al de Tommy Englander. Scollay pareció también más feliz... un poco, por lo menos. Se acercó a la tarima y nos dijo: -Tocáis muy bien. Viniendo de un amante de la música como él, supuse que era un verdadero cumplido. Antes de que todos se sentaran a la mesa, Maureen se acercó personalmente. Vista de cerca aún era más fea y su traje blanco (debía de haber suficiente raso blanco alrededor de aquella mole para cubrir tres camas) no la ayudaba nada. Nos preguntó si podíamos tocar Rosas de Picardía, de Red Nichols y sus Five Pennies, porque, nos dijo, era su canción favorita. Fea y gorda sí era, pero no tonta como algunas de las que habían venido a pedirnos temas. La tocamos, pero no muy bien. De todas formas nos dedicó una dulce sonrisa que casi la hacía bonita, y aplaudió cuando terminamos.


Se sentaron a comer sobre las seis y media y las camareras de miss Gibson les fueron sirviendo. Se abalanzaron sobre los platos como una manada de animales famélicos, lo que no sorprendía demasiado, y siguieron ingiriendo aquel whisky de alto octanaje todo el tiempo. Yo no pude evitar espiar cómo comía Maureen. Me esforcé por desviar la mirada, pero mis ojos volvían como para asegurarse de que estaban viendo lo que veían. Los demás también tragaban, pero ella les hacía parecer damas remilgadas en un salón de té. Ya no tenía tiempo ni para dulces sonrisas ni para escuchar Rosas de Picardía; podía haberse colocado un letrero delante de ella que rezara: MUJER TRABAJANDO. Aquella mujer no necesitaba cuchillo ni tenedor, sino una pala mecánica y una excavadora. Era patético contemplarla. Y Rico (solamente se le veía la barbilla sobre la mesa donde se sentaba la novia y un par de ojos castaños tan tímidos como los de un ciervo) le iba pasando platos, sin por ello perder su sonrisa bobalicona. Descansamos veinte minutos mientras tenía lugar la ceremonia de cortar el pastel y la propia miss Gibson los sirvió la comida en la cocina. Hacía un calor espantoso porque el fogón estaba encendido y ninguno de nosotros tenía mucha hambre. La fiesta había empezado bien, pero se había torcido. Lo leía en las caras de mis muchachos, y también en la de miss Gibson. Cuando volvimos al escenario, el beberaje había empezado en serio. Unos individuos con aspecto de duros se paseaban con falsas sonrisas en sus caras o se reunían en los rincones para rellenar hojas de apuestas. Algunas parejas querían bailar charleston, así que tocamos Aun Hagar’s Blues (y aquellos memos se lo tragaron) y I’m Gonna Charleston Back to Charleston y otros temas por el estilo. Las muchachas se sacudían en la pista, enseñando las medias y chasqueando los dedos junto a la cara y chillando vi-do-di-oh-du, una expresión que hasta hoy me produce náuseas. Estaba oscureciendo. Las mosquiteras de algunas ventanas se habían caído y las polillas entraron y revolotearon en bandadas alrededor de las luces. Y como dice la canción, la orquesta siguió tocando. La novia y el novio se mantenían en segundo plano –ninguno de los dos parecía interesado en marcharse, casi olvidados. Incluso Scollay parecía haberse olvidado de ellos. Estaba bastante bebido. Serían casi las ocho cuando entró el hombrecito. Lo advertí al momento, porque estaba sobrio y tan asustado como un gato en una perrera. Se acercó a Scollay, que estaba hablando con una muñeca junto al escenario, y le tocó el hombro. Scollay se volvió y yo oí cada una de las palabras que dijeron. Ojalá no hubiera oído nada. -¿Quién demonios eres? –ladró Scollay. -Me llamo Demetrius –dijo el hombrecito-. Demetrius Katzenos. Vengo de parte del Griego.


Todo movimiento cesó en la sala. Se desabrocharon las chaquetas y las manos desaparecieron debajo de las solapas. Manny se puso nervioso. Maldición, yo tampoco me sentía muy tranquilo. Pero seguimos tocando. -¿De verdad? –respondió Scollay con arrogancia. -Yo no quería venir, señor Scollay –dijo el hombrecillo-. El Griego tiene a mi mujer. Dice que la matará si no le doy su recado. -¿Qué recado? –gruñó Scollay, ceñudo. -Dice... –El pobre hombre esbozó una expresión angustiada. Se le movía la garganta como si las palabras fueran cosas vivas atrapadas que le estuvieran ahogando-. Dijo que le dijera que su hermana es una cerda gorda. Dice... dice... – Sus ojos enloquecieron al ver la expresión asesina de Scollay. Eché una mirada a Maureen. Parecía como si la hubieran abofeteado. Pero el hombrecillo, a su pesar, prosiguió-: Dice que si una gorda tiene escozor en la espalda, se compra un rascador. Pero si tiene escozor en cierto sitio, se compra un hombre... Maureen lanzó un grito ahogado y salió corriendo, sollozando. El suelo tembló. Rico corrió tras ella, desconcertado, retorciéndose las manos. Scollay había enrojecido y sus mejillas estaban realmente moradas. Yo temí que los sesos se le salieran por el oído. Y volví a ver aquella expresión de enloquecida angustia que le había visto aquella noche, delante del local de Englander. Tal vez era un gángster de poca monta, pero le compadecí. Cualquiera lo habría hecho. Cuando volvió a hablar su voz sonó tranquila... casi bondadosa. -¿Hay algo más? El hombrecillo se encogió, y con voz quebrada por el pánico suplicó: -¡Por favor, no me mate, señor Scollay! Mi mujer... el Griego tiene a mi mujer. Yo no quería decir estas cosas. Pero él tiene a mi esposa... -No voy a hacerte daño –dijo Scollay con voz aún más serena-. Pero termina de decírmelo todo. -Dijo que toda la ciudad se está riendo de usted. Por unos segundos hubo un silencio de muerte. Entonces Scollay elevó los ojos al techo. Le temblaban las manos y las cruzó delante del estómago. Las mantenía tan apretadas que me pareció verle los tendones. -¡Muy bien! –chilló-. ¡Muy bien!


Se dirigió hacia la puerta. Dos de sus hombres intentaron detenerle, trataron de decirle que aquello era un suicidio, que era lo que precisamente quería el Griego, pero Scollay estaba frenético. Los apartó de un empellón y salió fuera, a la noche veraniega. En el silencio absoluto que siguió, lo único que pude oír fue la entrecortada respiración del mensajero y, en el fondo del salón, el apagado llanto de la novia. Entonces, el jovenzuelo que nos había registrado cuando llegamos soltó una maldición y corrió hacia la puerta. Fue el único. Antes de que pasase por debajo del gran trébol de papel de la entrada, se oyó el rugir de varios motores y el chirriar de frenos y neumáticos. Sonaba como el Memorial Day. -¡Oh, maldita sea! –chilló el joven desde la entrada -. ¡Es una jodida encerrona! ¡Agáchese jefe! ¡Agáchese...! La noche se llenó de ráfagas y disparos. Por un minuto, aquello fue como la Primera Guerra Mundial. Las balas entraban por la puerta del vestíbulo y uno de los globos de luz del techo explotó. Fuera la noche resplandecía con los fuegos artificiales de los Thompson y los Colt. Luego los coches se marcharon. Una de las invitadas a la fiesta se estaba quitando fragmentos de cristal del cabello. Ahora que había terminado el tiroteo, el resto de los acompañantes se precipitó fuera. La puerta de la cocina se abrió de golpe y Maureen la cruzó corriendo. Toda su gordura se zarandeaba. Su cara estaba más hinchada de lo normal. Rico fue tras ella como un sirviente desconcertado. Miss Gibson permaneció en la sala vacía, con los ojos como platos, impresionada. El hombrecillo que había empezado todo aquel jaleo se había esfumado. -¿Fue un tiroteo?- murmuró miss Gibson-. ¿Qué ha pasado? -Creo que el Griego acaba de freír al irlandés –dijo Biff. Me miró, asombrada, pero antes de que pudiera traducir, Billy Boy dijo con su voz dulce y correcta: -Quiere decir que han liquidado al señor Scollay, miss Gibson. La mujer se quedó mirándome, con los ojos cara vez más abiertos, y de pronto se desmayó. Yo también me sentí dispuesto a imitarla. Precisamente entonces, desde fuera llegó el grito más angustiado que jamás oí. Aquel espantoso aullido parecía que no iba a acabar nunca. No había que asomarse


a la puerta para saber quién estaba desgañitándose en la calle, llorando sobre el cadáver de su hermano mientras los polis y los periodistas seguramente ya estaban de camino. -Esfumémonos –dije. Antes de que pasaran cinco minutos lo habíamos recogido todo. Algunos matones volvieron a entrar, pero estaban demasiado borrachos y demasiado asustados para fijarse en nosotros. Salimos por la parte de atrás, llevando cada un parte de la batería de Biff. ¡Vaya espectáculo debimos dar yendo calle arriba! Yo abría la marcha con el estuche de mi trompeta bajo el brazo y un tambor en cada mano. Los muchachos esperaron en la esquina mientras yo iba en busca del camioncillo. La poli no había llegado aún. La pobre gorda estaba agachada junto al cuerpo de su hermano, en mitad de la calle, gimiendo como un alma en pena irlandesa, mientras su escuálido marido giraba alrededor como una luna en órbita de un gran planeta. Llevé el vehículo a la esquina y los muchachos lo echaron todo dentro apresuradamente. Luego pusimos pies en polvorosa. Hicimos una media de setenta kilómetros por hora, de regreso a Morgan, por caminos vecinales y secundarios. Por lo demás, o bien los hombres de Scollay no pensaron en denunciarnos a la policía, o a la policía no les interesamos, porque nunca tuvimos noticias suyas. Tampoco cobramos los doscientos dólares. Diez días después, una chica irlandesa, gordísima, vestida de luto, apareció en el local de Tommy Englander cuando estábamos tocando. El negro le sentaba tan mal como el raso blanco. Englander debía de saber quién era (su fotografía había aparecido en los periódicos de Chicago, junto a la de Scollay), porque la acompañó personalmente a una mesa e hizo callar a un par de borrachos que se estaban burlando de la pobre Maureen. Yo lo sentí por ella, lo mismo que compadezco a veces a Billy Boy. No hace falta estar en su lugar para comprenderlos, aunque también creo que uno no puede saber verdaderamente lo que es sentirse objeto del escarnio y la burla constante. Y la había encontrado simpática, por lo poco que hablé con ella. Cuando llegó el descanso, me acerqué a su mesa. -Siento lo de su hermano –le dije-. Sé que la quería mucho y... -Fue como si yo hubiera disparado contra él.


-Se miró las manos, y ahora que me fijaba en ellas vi que realmente era lo mejor que tenía, pequeñas y bien formadas -. Todo lo que aquel hombrecillo dijo era verdad. -Oh, no lo diga –repliqué, pero no supe qué más decirle. Lamenté haberme acercado. Maureen hablaba de una forma muy rara, como una posesa. -Pero no voy a divorciarme de él –prosiguió-. Antes me mataría y me condenaría al infierno. -No diga esas cosas –insistí. -¿Nunca ha querido matarse? –preguntó mirándome exaltada-. ¿No lo ha pensado nunca cuando la gente le trata mal y encima se ríen de usted? ¿O nunca nadie se lo ha hecho? Aunque me lo diga, no le creeré. ¿Sabe lo que se siente cuando uno come y come y se odia por ello, y sigue comiendo? ¿Sabe lo que una siente cuando mata a su propio hermano porque está gorda? La gente se volvía a mirarnos, y los dos borrachos volvieron a reírse. -Lo siento –murmuró. Quería decirle que yo también lo sentía. Quería decirle cualquier cosa que la hiciera sentirse mejor... pero no se me ocurrió nada. Sólo le dije: -He de irme. Tenemos que volver a tocar. -Ya –musitó con dulzura-. Claro que debe irse... o empezarán a reírse de usted. Pero yo venía por... ¿Quiere tocar Rosas de Picardía? Lo tocaron muy bien en la fiesta. ¿Quiere hacerlo por mí? -Por supuesto. Y lo tocamos. Pero se marchó a mitad del tema, y como era una melodía que desentonaba en el local de Englander, lo dejamos y nos lanzamos a una versión sincopada de Varsity Drag. Esto siempre les encanta. Bebí demasiado aquella noche y al acabar me había olvidado de ella. Bueno, casi. Cuando ya me iba, se me ocurrió que debí haberle dicho: que la vida sigue. Eso es lo que debí decirle. Es lo que se dice a alguien cuando se le muere un ser querido. Pero, pensándolo mejor, me alegro de no haberlo hecho. Porque quizá eso era lo que la asustaba. Naturalmente, ahora todo el mundo conoce a Maureen Romano y a su esposo Rico, que la ha sobrevivido como un invitado de los contribuyentes en la Penitenciaría Estatal de Illinois. Se sabe que ella se hizo cargo de la modesta organización


mafiosa de Scollay y la transformó en un imperio que rivalizó con el de Capone, que liquidó a otros dos gángsters de la región y absorbió sus operaciones, que mandó traer al Griego ante ella y al parecer le mató metiéndole una cuerda de piano por el ojo izquierdo hasta llegar al cerebro. Rico, el asombrado esposo, fue su primer lugarteniente y responsable de una docena de matanzas. Fui siguiendo las hazañas de Maureen desde la costa Oeste, donde estábamos grabando unos discos de gran éxito. Pero sin Billy Boy. Él había formado su propio grupo poco después de que dejáramos a Englander, un grupo enteramente negro que tocaban jazz del bueno. Tuvieron mucha suerte y yo me alegré por ellos. Aún recordaba que en muchos lugares no querían contratarnos porque nuestro pianista era un negro. Pero les estaba hablando de Maureen. Era siempre noticia, y no solamente porque fuera una especie de Ma Baker con cerebro, aunque esto también contaba. Era terriblementegorda y terriblemente mala, y los americanos de costa a costa sentían un extraño afecto por ella. Cuando murió, de un colapso cardíaco en 1933, algunos periódicos publicaron que pesaba doscientos cincuenta kilos. Pero yo lo dudo. No creo que nadie pueda ser tan gordo, ¿no creen? En todo caso, su entierro llenó las primeras páginas, mucho más que el de su hermano, que no pasó de la página cuatro en toda su miserable carrera. Se necesitaron diez hombres para llevar el ataúd. En un periódico publicaron una fotografía del séquito fúnebre. Era una fotografía horrible; no se podía mirar. Su ataúd era del tamaño de una cámara frigorífica. Rico no era lo bastante inteligente para llevar solo el negocio y le atraparon por asalto e intento de asesinato al año siguiente. Nunca he podido olvidarla, ni tampoco la expresión angustiada de Scollay la primera noche que habló de ella. Pero volviendo la vista atrás, tampoco la compadezco demasiado. Los gordos pueden siempre dejar de comer, pero los muchachos como Billy Boy Williams sólo pueden dejar de respirar. Todavía no veo bien qué pude haber hecho para ayudarles, pero de vez en cuando me remuerde la conciencia. Probablemente será porque he envejecido y no duermo tan bien como antes, cuando era joven. Será esto, ¿no les parece? ¿No les parece?


Paranoia; Un Canto Stephen King Ya no puedo salir. Hay un hombre junto a la puerta con un impermeable fumando un cigarrillo. Pero Lo he anotado en mi diario y las direcciones están todas en una columna sobre la cama, ensangrentadas por la luz del letrero del bar vecino. Él sabe que si muero (o incluso si desaparezco) aparece el diario y todo el mundo se entera que la CIA está en Virginia. Quinientas etiquetas compradas en quinientos mostradores de tiendas, todas distintas, y quinientos cuadernos con quinientas páginas en cada uno. Estoy preparado Puedo verle desde aquí. Su cigarrillo brilla


por encima del cuello de la gabardina y por alguna parte hay un hombre en un metro sentado debajo de un anuncio y pensando en mi nombre. Los hombres me han sentenciado en cuartos traseros. Si suena el teléfono sólo hay aliento de muerte. En el bar, al otro lado de la calle, un revólver ha cambiado de dueño en el lavabo. Cada bala lleva mi nombre. Mi nombre está escrito en viejos ficheros y buscado en las listas del depósito de cadáveres. Mi madre ha sido investigada; Gracias a Dios que ha muerto. Tienen muestras de escritura y examinan las vueltas de las pes y las cruces de las tes. Mi hermano está con ellos, ¿saben? Su esposa es rusa y él no deja de pedirme que rellene formularios. Lo tengo en mi diario. Escuchen... escuchen escuchen por favor; deben escucharme.


Bajo la lluvia, en la parada del autobús, negros cuervos con negros paraguas simulan mirar sus relojes, pero no está lloviendo. Sus ojos son dólares de plata. Algunos son eruditos a sueldo del FBI, la mayoría extranjeros que invaden nuestras calles. Les engañé salté del autobús entre la Veinticinco y Lexington donde un taxista me miró por encima de su periódico. En la habitación que hay sobre la mía, una vieja ha montado una succión eléctrica en su suelo. se lleva rayos de mi instalación eléctrica y ahora escribo a oscuras al resplandor del letrero del bar. Les digo que lo sé. Me mandarán un perro con manchas pardas y una radio de telaraña en el hocico. Lo ahogué en la fregadera y lo escribí En la carpeta GAMMA. Ya he dejado de mirar el buzón Las felicitaciones son cartas-bomba. (¡Aléjate! ¡Maldito seas! ¡Aléjate! ¡Ya conozco a los altos!


¡Les digo que conozco a gente muy alta!) El pequeño restaurante equipado con suelos parlantes y la camarera dijo que era sal, pero yo conozco el arsénico cuando me lo ponen delante. Y el gusto amarillo de la mostaza para encubrir el amargo olor de las almendras. He visto extrañas luces en el cielo. Anoche, un hombre oscuro, sin rostro, se arrastró trece kilómetros de recorrido de cloacas para salir en mi retrete, esperando oír llamadas telefónicas a través de la endeble madera con orejas de cromo. Se lo digo, hombre, oigo. Vi las huellas embarradas de sus manos sobre la porcelana. Ya no contesto al teléfono, ¿saben? Se proponen inundar la tierra con mierda. Se proponen penetrar a la fuerza. Tienen médicos que abogan por extrañas posturas sexuales. Fabrican laxantes con droga y supositorios que queman. Saben cómo apagar el sol con explosivos.


Yo me envuelvo en hielo... ¿saben? Evita sus infralcances. Conozco encantamientos y llevo amuletos. Podéis creer que me teméis, pero podría destruiros ahora, en cualquier momento. En cualquier momento. En cualquier momento. ¿Quieres un café, mi amor? ¿Les dije que ya no puedo salir? Hay un hombre junto a la puerta con un impermeable.


Para Owen Stephen King Yendo hacia la escuela me preguntas qué otras escuelas son graduadas. Llego hasta Fruit Street y apartas los ojos. Caminando bajo estos árboles amarillos llevas bajo el brazo tu fiambrera del ejército, y tus piernas cortas, enfundadas en ropa de trabajo transforman tu sombra en unas tijeras que no cortan nada en la acera. De pronto me dices que todos los estudiantes allí son frutas. Todos prefieren coger arándanos porque son pequeños. Las bananas, dices, son los guardias. En tus ojos veo reuniones de naranjas, y asambleas de manzanas. Todos, dices, tienen brazos y piernas y las sandías son a veces tardías. Son torpes y gordas. <<Como yo>>, dices. Podría decirte muchas cosas, pero mejor no. Los niños sandía no saben abrocharse los zapatos; se lo hacen las ciruelas.


O cómo te robo la cara... te la robo, te la robo, y la llevaré en lugar de la mía. Pero sobre la mía se gasta enseguida. Lo hace por estirarla. Podría decirte que morir es un arte y que aprendo deprisa. Creo que en esa escuela ya has elegido tu propio lápiz y empezado a escribir tu nombre. Supongo que entre ahora y luego, podríamos algún día hacer novillos y llevarte a Fruit Street y yo aparcaría bajo la lluvia de las hojas de octubre y miraríamos cómo una banana acompaña a la última sandía, retrasada, a través de ese portal.


Reparto matutino (El lechero, 1) Stephen King El alba iluminaba lentamente Culver Street. Para cualquiera que estuviera despierto en el interior, era todavía plena noche, pero el amanecer llevaba avanzando de puntillas casi media hora. En el gran arce que se alzaba en la esquina de Culver con Balfrour Avenue, una ardilla roja parpadeaba y dirigía su mirada insomne a las casas dormidas. En mitad de la calle un gorrión oscuro se posó en la fuente de los Mackenzy y se bañó. Una hormiga avanzó por el arroyo y descubrió una pequeña miga de chocolate y un viejo envoltorio de caramelo La brisa nocturna que había agitado cortinas y revuelto las hojas dio por terminado su trabajo. El arce de la esquina se estremeció por última vez y se quedó quieto, esperando la completa obertura que seguiría a este tranquilo preludio. Una franja de tenue luz tiñó el cielo, al este. El pardo chotacabras dejó la guardia y los otros pájaros aparecieron. Todavía vacilantes, como si temieran saludar al día por su cuenta. La ardilla desapareció en un agujero de la horquilla del arce. El gorrión se posó al borde del agua y esperó. También la hormiga se paró sobre su tesoro, como un bibliotecario reflexionando sobre una vieja edición. Culver Street tembló silenciosamente en el borde soleado del planeta... sobre aquel borde móvil que los astrónomos llaman el terminator. Un sonido surgió poco a poco del silencio, creciendo sin llamar la atención hasta que parecía haber estado siempre allí, oculto entre los ruidos de la noche que acababa de pasar. Creció, se hizo más nítido y resultó el rumor sordo del motor del camión de la leche. Entró en Culver procedente de Balfour. Era un furgón de color arena con letras rojas en los lados. La ardilla salió del agujero, como una lengua, estudió el furgón y descubrió un trocito de algo apropiado para un nido. El gorrión alzó el vuelo. La hormiga cargó con todo el chocolate que pudo y marchó hacia su hormiguero.


Los pájaros se pusieron a cantar con más fuerza. En la manzana siguiente, un perro ladró. Las leyendas del furgón anunciaban: GRANJA CRAMER. Había una botella de leche pintada, y debajo de ella: ¡NUESTRA ESPECIALIDAD: EL REPARTO MATUTINO! El lechero vestía un uniforme gris y un gorro ladeado. Sobre el bolsillo del uniforme y con hilo dorado había un nombre bordado: SPIKE. Iba silbando por encima del familiar traqueteo de las botellas metidas en hielo, detrás de él. Detuvo el furgón frente a la casa de los Mackenzy, junto a la acera, cogió una caja de la leche y echó a andar. Paró un momento para olfatear el aire, fresco, nuevo y misterioso. Después reanudó el camino hacia la puerta. Un pequeño cuadro de papel blanco estaba sujeto al buzón por un clip magnético que parecía un tomate. Spike leyó lo que estaba escrito, despacio, de cerca, como leería un mensaje encontrado en una botella encostrada de sal: <<1 litro de leche. 1 botellín nata. 1 zumo naranja. Gracias. Nella M.>> Spike, el lechero, miró la caja que llevaba, la dejó en el suelo y sacó la leche y la nata. Volvió a leer el papel, levantó el tomate magnético para asegurarse de que no olvidaba nada, asintió, volvió a pegar el tomate, levantó la caja y regresó al furgón. La trasera del furgón estaba oscura, húmeda y fresca. En el aire había un desagradable olor. El zumo de naranja estaba detrás de la belladona. Sacó un envase de cartón del hielo, volvió a asentir con la cabeza y regresó a la casa. Dejó el brick de zumo junto a la leche y la nata y se dirigió a su furgón. No lejos de allí se oyó el silbido de las cinco, de la lavandería industrial donde Rocky, el viejo amigo de Spike, trabajaba. Pensó en Rocky empezando a mover las ruedas de la colada en medio del vapor y el pegajoso calor y sonrió. Quizá vería a Rocky más tarde. A lo mejor por la noche, cuando hubiera terminado el reparto. Spike puso el furgón en marcha y siguió su recorrido. Un pequeño transistor colgaba del techo del furgón. Lo encendió y una tranquila música puso un contrapunto al motor mientras iba hacia la casa de los McCarthy. La nota de la señora McCarthy estaba donde siempre, sujeta por la tapa del buzón. Era breve y concisa: <<Chocolate.>> Spike sacó su pluma, garabateó <<Entregado>> y la echó al buzón. Luego fue a la parte trasera del furgón. El chocolate con leche estaba metido detrás de dos refrigeradores cerca de la puerta, porque se vendía mucho en junio. El lechero miró los refrigeradores, pasó por encima de ellos y cogió uno de los cartones de


chocolate con leche vacíos que guardaba en un rincón. La caja era marrón con el dibujo de un muchacho saltando por encima de las letras que informaban al consumidor que ésta era la BEBIDA SANA Y DELICIOSA DE LA GRANJA CRAMER, SÍRVASE CALIENTE O FRÍA, ¡ENCANTA A LOS NIÑOS! Colocó el cartón vacío encima de una caja de leche. Apartó el hielo picado hasta ver el bote de mayonesa. Lo agarró y miró dentro. La tarántula se movía aún, pero pesadamente. El frío la había anestesiado. Spike desenroscó la tapa del bote y lo inclinó sobre el cartón abierto. La tarántula hizo un débil esfuerzo por sostenerse en la superficie resbaladiza del bote, pero no lo consiguió. Cayó en el cartón vacío de chocolate con leche. El lechero cerró cuidadosamente el cartón, lo puso en su portabotellas y se apresuró por el camino de los McCarthy. Las arañas eran sus favoritas, y las arañas eran lo mejor que hacía, aunque no le estuviera bien decirlo. El día que podía entregar una araña era un día feliz para Spike. Mientras, la sinfonía del alba continuaba. La franja nacarada del este iba pasando de un rosa al principio casi imperceptible a un carmín que, casi inmediatamente, empezó a fundirse en un azul de verano. Los primeros rayos de sol, tan bellos como el dibujo de un niño, esperaban entre bastidores para salir. En casa de los Webber, Spike dejó una botella de crema de leche llena de gel ácido. En casa de los Jenner dejó cinco litros de leche. Allí había niños que estaban creciendo. Nunca les había visto, pero había una casa en un árbol, y a veces bicicletas y pelotas abandonadas en el patio. En casa de los Collins, dos litros de leche y un cartón de yogur. En la de la señorita Ordway un cartón de natillas a las que había añadido belladona. Hacia el final de la manzana oyó cerrarse una puerta. El señor Webber, que tenía que ir a trabajar a la ciudad, abrió la vieja puerta del garaje y entró, con su cartera en la mano. El lechero esperó a que se oyera el motor de su pequeño Saab, y sonrió cuando lo oyó. <<La variedad es la sal de la vida –solía decir la madre de Spike, que Dios la tuviera en la gloria-, pero nosotros somos irlandeses y los irlandeses prefieren hacer las cosas con calma. Sé constante en todas tus cosas, Spike, y serás feliz.>> Aquello era una verdad como un templo, iba pensando, mientras recorría el camino de la vida en su limpio furgón color arena de repartidor de leche. Ahora solamente le quedaban tres casas. En la de los Kincaid encontró una nota que decía <<Hoy nada, gracias>>, y dejó una botella de leche, cerrada, que parecía vacía pero que contenía un gas de cianuro mortal. En la de los Walker dejó dos litros de leche y uno de nata montada. Cuando llego a la de los Merton, al extremo de la manzana, los rayos del sol brillaban a través de los árboles y moteaban la acera que pasaba ante el patio de los Merton.


Spike se inclinó, recogió lo que parecía una piedra apropiada para el juego de la pata coja –lisa por una cara-, y la lanzó. La piedra dio contra una cuerda. Sacudió la cabeza, sonrió y subió silbando hacia la casa. La brisa le trajo el olor del jabón de lavandería industrial, haciéndole pensar de nuevo en Rocky. Tenía la seguridad de que esa noche se encontraría con Rocky. Aquí la nota estaba pegada al portadiarios de los Merton: <<Anule.>> Spike abrió la puerta y entró. La casa estaba helada como una tumba y sin muebles. Completamente vacía, y las paredes desnudas. Incluso los fogones de la cocina habían desaparecido; en el lugar donde habían estado se veía el linóleo de tono más claro. En la sala de estar habían arrancado el papel de la pared a tiras. El globo había dejado la bombilla al descubierto, fundida y negra. Un gran manchón de sangre a medio secar cubría parte de una pared. Era como la mancha de tinta de un psiquiatra. En el centro de ella un agujero profundo se abría en la argamasa. Dentro del agujero se veía un mechón de cabello, apelmazado, y alguna astilla de hueso. El lechero movió la cabeza, volvió a salir y permaneció un momento en el porche. Iba a ser un día precioso. El cielo estaba ya más azul que el ojo de un niño y salpicado de inocentes nubecillas de verano... Arrancó la nota del portadiarios y la arrugó. Hizo con ella una pelota que se guardó en el bolsillo delantero izquierdo de sus blancos pantalones de lechero. Volvió a su furgón, dio una patada a la piedra, que cayó de la acera al arroyo. El furgón de la leche traqueteó al dar la vuelta a la esquina y desapareció. El día se hizo más brillante. Un niño salió corriendo de una casa, miró al cielo sonriendo y recogió la leche.


La balsa Stephen King La distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta las seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara. Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar. La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro (ojos de francotirador, se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto. —¡Ahí está ! —gritó, golpeando el capó del Camaro— ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina! —Deke... —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz. Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla. Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke. Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia..., pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y salto por encima de la valla. —¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo. Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la


agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación. Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico. Deke entró en el agua y gritó: —¡Qué fría está, María Santísima! Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto. Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke. Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió. —Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente— ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa? Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke. Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex– alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes—y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron).


Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña. pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos. —Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake — comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior. Encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió— Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado. Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables. —Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol. —La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo. Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado. Pero ahora la muchacha le miró a él. —Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo. —Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy— Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como... —se encogió de hombros— Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año. Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo..., ni siquiera Deke. —El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne. —Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza— con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke?


El aludido asintió. —Jugaba en el equipo hasta que se lesionó. —Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos..., por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo. Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena transmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo. —Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior— ¡Qué fastidio! —Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy— Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado. De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición. —¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy. —¡Sí, hagámoslo! —Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada. —No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta. Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.


«Olvídalo, Cisco... yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza). —¡Me apunto! —exclamó. —¡Entonces vayamos! —dijo Deke mirando a Randy— ¿Y tú qué dices, Pancho? El había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos... Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta... —¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke. Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenia una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro... —¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro— ¿Qué tal estás, Pancho? —¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos. En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería. por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento. —¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente. Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo. Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua,


como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia. «¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo. ..?» Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse. —¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos. —Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa— ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio? —¡Sí, estoy completamente sobrio! Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas. Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos. —¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos. —¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír. Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él. —¡Nadad! —gritó a las chicas. Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera. —¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es...? LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa.


—¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta...? —¡Nada, LaVerne, nada! Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror. LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa. —¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke. Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsas con uno de sus bordes ahora recto. —¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha — ¡Rápido! Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes. —¿Es que te has vuelto loco, Randy? LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros. —Esa cosa —dijo Randy, señalándola— ¿Qué es eso, Deke? Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular limitándose a flotar allí. —Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke. —Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy — Eres un... —No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy — ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas. —Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el


delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna — Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri. —Me va a salir un morado —dijo Rachel. Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne. —¡Dios mío qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente. —Iba a por las chicas —dijo Randy. —Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio. —Iba a por las chicas —repitió tercamente. Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto». —¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho? Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no —pero tenia la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua..., eso era lo que le preocupaba. —Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy— Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos. —Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio— Si, creo que lo tuyo es la ecología. —Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenia el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta. Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito». —Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel. Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.


—Entonces vámonos —dijo LaVerne. También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel.... pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha. Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel..., el sentimiento interno que traslucía aquella expresión. —Tengo miedo —dijo Rachel. —¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír. El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy. Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisofia y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano. —Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy. LaVerne le sonrió con indulgencia. —Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño— Quiero ver la salida de las estrellas. Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada. Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había


terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla. Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeo con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto... Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway. —¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha— ¿Qué es, Randy? —No lo sé. Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vivida familiaridad que de desprecio, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad. Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén. —No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia. —Basta ya, LaVerne — —intervino Deke, todavía sonriendo. Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.


Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua. —¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó. Entonces todo sucedió con extrema rapidez. Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula. LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica. —Rachel, será mejor que... —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última. —¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate— ¡Qué preciosidad de colores! —¡Rachel! La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas. —Ra. . . Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera. Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia. La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró


con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua. La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído. —¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos— ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado? Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto. —No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él. Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos. No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado. —¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse. Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor— ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO ! El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intento saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos. —No, está muerta —susurró con voz ronca— Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho. Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que sonaba o sufría alucinaciones. LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.


Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí. Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por si misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa. LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente. «Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?». Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no seria presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol para llevarte de calle a las chicas guapas", entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne. Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media. —Ah, Cisco —logró decir— Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío. —¿Qué es eso? —una mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente— La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso? —No lo sé. ¿No me has oído antes? —¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera sigues todos los jodidos cursos de ciencias! Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.


—No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy — La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años. La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa. —Es más grande —gimió LaVerne. Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenia un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio. —¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamo LaVerne, y empezó a gritar de nuevo. —Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no en seguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco. Tenía los ojos desorbitados. Deke miró de nuevo a Randy. —¿Estás bien, Pancho? —No lo sé. Supongo que sí. —Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía. ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?— ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser? Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa... o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía? ¿Quién podía saberlo? —¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy. —¡No! —gritó LaVerne. —Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez— No bromeo.


—Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy. —Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke— Pero quizás ahora esté harto. Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas. —Inténtalo —le dijo a Deke. El muchacho sonrió con gran esfuerzo. —Ajá, Pancho. —Ajá, Cisco. —Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo— ¿De acuerdo? Ninguno de los dos le respondió. —Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke— Si ha venido, tendrá que irse. —Tal vez. Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad. —¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»? —Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer. Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco. —Esperaremos —dijo— Dejémosle que coma pescado. Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados, y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos, Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente, pero con suficiente firmeza. —Ahora déjame en paz —le dijo.


Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien. Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro. —Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo. —Exactamente —replicó Randy. —No se lo hemos dicho a nadie. —No. —Así que nadie sabe que estamos aquí. —No. —¡Basta! —gritó LaVerne — ¡Basta, me estáis asustando! —Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo. No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía destornillarse— Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada— ¿No es cierto? —Ya sabes dónde estamos —respondió Randy— Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal. —Con casas de campo cada quince metros. —Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros. —¿Y qué? Algún vigilante. Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba


perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea y le procuraba un placer perverso. —No hay nada que robar, nada que destruir —replicó — Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses. —Cazadores... —Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe. También había conseguido asustarse. —Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa— Quizá sólo... bueno..., nos dejará en paz. —Puede que los cerdos... —empezó a decir Deke. —Se está moviendo —le interrumpió Randy. LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa. La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando... Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando: —¡No lo mires, Deke ! ¡No lo mires ! ¡Los colores te atontan ! —Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente— ¿Qué es esa mierda, Cisco? Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció


amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa. Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados. —¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba— ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros? —Sí —dijo Deke, y miró a Randy— Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad. —¡No! —gritó LaVerne— No nos dejes aquí, no... —Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha— Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo. Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica. De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa. —Bien —le dijo a Deke— pero no creo que lo consigas. —Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa. Dio un par de pasos y se detuvo. Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello. —¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar. Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.


—¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo. Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa. Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores. La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había... —¡Tira del pie! —gritó de súbito— ¡Tira, Deke, maldita sea, tira! —¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras. La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo. Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más. Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie habla pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón. «Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle en seguida o no podremos sacarle nunca... Aguanta, Cisco, por favor, aguanta.» LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade


Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo. Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke. ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible. La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando. Deke aulló. «No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo. Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad. «No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho.» —Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho— Abrázame, por favor, ¿quieres? Esta vez él lo hizo. Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde. Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna. Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran


chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca. —¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia— ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre! Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes. La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!». La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable. Y entonces, de repente, falleció. Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado. Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión. Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. El miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción. Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenia un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas. «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.» «Calla.»


Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado». Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica. Deke se derrumbó. Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí. Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez. El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar. Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta. Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo. Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.» Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta. La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas. Los ojos todavía estaban abiertos.


Aún tenía la lengua fuera de la boca. —Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista. Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio. «Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.» Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado. El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse. Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid. Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana. Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.


«Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a través de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?» Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne. fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él. La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua — un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las onda suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ve los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista. Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse. Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo). Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos; cómo capturar piojos; un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurra Bon Scott, el dirigente de AC/DC. —¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos— Prueba esto. Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión. Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne. La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba


ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible. Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas. —¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas— ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago! Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas. —¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso— ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando! Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo. —¡No puedo respirar! Ella aflojó un poco la presa. —Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si... Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse. —Ponte de pie en las tablas. —¡No! Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla. —No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas. —No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,... Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor. —Baja o te tiro, LaVerne.


La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes. —¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes— ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche! —Deke... —Está muerto. Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo. —Randy —susurró— ¿Dónde está? —Debajo. Mira. Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta. —Randy, por favor. —Calla. Permanecieron allí, de pie. Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes. —Voy a sentarme —dijo Randy. —¡No! —Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma —Le dio su reloj—. Quince minutos. —Devoró a Deke —susurró ella. —Sí.


—¿Qué es? —No lo sé. —Tengo frío. —Yo también. —Entonces abrázame. —Ya te he abrazado bastante. Ella dejó de insistir. Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua. —¿Qué vamos a hacer, Randy? Él reflexionó un momento. —Esperar. Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida. —Calla —dijo él— es sólo un somorgujo. —Me estoy helando, Randy. Estoy aterida. —No puedo remediarlo. —Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y vigilar juntos a la cosa. El titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió. —De acuerdo. Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo, natural o perverso, pero sucedió. Randy sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la


muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy. Él deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas. —No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez. —Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada— Puedo vigilarlo. Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho. Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente. Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenia los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole (colores) color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autostop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores (se mueve, está empezando a moverse) y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankees cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de (pelo su pelo SU PELO ESTA EN EL OH DIOS EN EL AGUA SU PELO)


Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo. Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo. Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo. Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más. Una media hora después, cuando ya hacia mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos habían terminado, los somorgujos empezaron responder con sus gritos. La noche fue interminable. El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible! —aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara. «¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!» La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo. Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa esta vez el amanecer verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que


su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta. Miró a la izquierda y allí estaba la cosa, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista en seguida. —Vete a casa —graznó— Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística. Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría "como un murciélago salido del infierno". La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único.» Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor. La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo. Quizá podía oír, o sentir, o... lo que fuera. Randy esperó. Esta vez Pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera. Llegó la tarde. Randy lloraba. Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado. —Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke— Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz.


La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus tejanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como Si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias. Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo». Estaba de pie en la balsa. El sol se puso. Tres horas después salió la luna. No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar. Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor, tal vez los colores eran para eso. La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas. —Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca. Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.


La balada del proyectil flexible Stephen King Hacía ya bastante rato que habían acabado de cenar. La barbacoa era todo lo agradable que podía ser, por cierto. Chuletas a la brasa, ensalada verde con una salsa especial preparada por Meg, y bebidas. Se habían sentado hacia las cinco de la tarde y ya eran las ocho y media pasadas, casi anochecido. Era esa hora en que las reuniones empiezan a ser más ruidosas que de costumbre, aunque no fueran muchos. Tan sólo cinco personas: el agente literario y su mujer, el célebre escritor joven y la suya, más el redactor jefe de una revista que, aunque contaba con sesenta y pocos años, parecía algo mayor. Tal vez por ello había pasado la velada bebiendo sólo refrescos. Antes de su llegada, el agente le había explicado al escritor que el redactor había tenido un problema con el alcohol. Afortunadamente, el problema había desaparecido... al mismo tiempo que su mujer. Por eso eran cinco en lugar de seis. Ocurría que la reunión, en lugar de animarse cada vez más, estaba cayendo en picado. La oscuridad empezaba a extenderse sobre el jardín, cuyo césped llegaba casi hasta el lago, detrás de la casa. La primera novela del escritor había constituido un formidable éxito de crítica y había vendido una cantidad considerable de volúmenes. Cabía decir que había tenido una suerte inmensa de lo cual él era plenamente consciente. La conversación giró al principio sobre la fortuna de los escritores noveles, y se acabó hablando de aquellos que, habiendo disfrutado de un éxito temprano en sus carreras, habían acabado en suicidio. Se mencionó a Ross Lockridge y a Iam Hagen. La mujer del agente nombró a Sylvia Plath y a Anne Sexton, y el escritor dijo que no consideraba a la Plath una escritora de éxito. Según él, había sido precisamente a causa del suicidio que había ganado una cierta notoriedad. El agente sonrió ante el comentario. —Por favor, ¿por qué no hablamos de otra cosa?—interrumpió la mujer del escritor, algo nerviosa. El agente prosiguió haciendo caso omiso de ella. —Y también la locura. Algunos se volvieron locos después de alcanzar el éxito. Hablaba con el tono ligeramente afectado de un actor fuera de escena. La mujer del escritor quiso protestar de nuevo. De sobras sabía que a su marido le encantaba hablar de aquellos temas. Así encontraba excusa para bromear sobre ellos. Y si le gustaba bromear sobre ellos, era precisamente porque no dejaba de


darle vueltas. Pero en aquel preciso instante empezó a hablar el redactor, y lo que dijo fue tan sorprendente que la mujer del escritor olvidó sus protestas. —La locura es como un proyectil flexible. La mujer del agente hizo un gesto de sorpresa ante la frase. El escritor se inclinó hacia adelante, con una expresión irónica. —Me suena bastante —dijo. —Claro —respondió el redactor—. La frase, la imagen del proyectil flexible, es de Marianne Moore, que utilizaba esa expresión para designar los coches. Yo siempre pensé que describía magníficamente el fenómeno de la demencia. La locura es una especie de suicidio mental. ¿Acaso no aseguran los médicos que la única medida cierta de la muerte es la muerte mental? La demencia es una especie de bala flexible dirigida al cerebro. La mujer del escritor se levantó. —¿Quién quiere beber algo? Nadie respondió a la oferta. —Pues yo sí, si es que vamos a seguir hablando de esto —dijo, preparándose algo de beber. —Una vez, cuando todavía trabajaba en Logan’s, me enviaron un relato —dijo el redactor—. La revista tuvo el mismo destino que Collier’s y el Saturday Evening Post, aunque ellos tuvieron que cerrar mucho antes que nosotros —prosiguió, con un cierto tonillo orgulloso—. Publicábamos unos treinta y seis cuentos al año y, a veces, más. Cada año, tres o cuatro eran incluidos en alguna relación de los mejores relatos. Por si fuera poco, la gente los leía realmente. Pues bien, el titulo del relato era «La balada del proyectil flexible», y lo había escrito un tal Reg Thorpe, un escritor joven con tanto éxito como tú —dijo, dirigiéndose al escritor. —Escribió también Imágenes del sub mundo, ¿verdad? —preguntó la mujer del agente. —Sí. Fue un éxito extraordinario para tratarse de una primera novela. Tuvo unas críticas inmejorables y las ventas no le fueron a la zaga, tanto en edición de lujo como de bolsillo. Apareció en todas las listas. Incluso la película fue bastante buena, aunque no tanto como la novela, ni mucho menos. —Me gustó mucho ese libro —dijo la mujer del escritor, que había acabado por interesarse en el tema, a pesar de su aprensión inicial. Tenía el aspecto sorprendido y encantador de quien recuerda de pronto un tema olvidado por largo tiempo—. ¿Ha


escrito algo más desde entonces? Recuerdo haber leído Imágenes del sub mundo cuando estaba en la universidad, hace ya tanto... que ni me acuerdo. —Pues se te ve igual que entonces —dijo la mujer del agente, sonriendo, aunque en realidad pensara que la mujer del escritor usaba unos sostenes demasiado pequeños y una falda demasiado corta para su edad. —No, no ha vuelto a escribir nada desde entonces—prosiguió el redactor—. Excepto el relato que he mencionado antes. La verdad es que se suicidó. Se volvió loco y se mató. —¡Oh! —exclamó la mujer del escritor, decepcionada. Otra vez estaban hablando de lo mismo. —¿Llegó a publicar el relato? —preguntó el escritor. —No, pero no porque el tipo se volviera loco y acabara matándose, sino porque el redactor se volvió loco y estuvo a punto de matarse también. El agente se levantó de pronto para servirse algo de beber, aunque una copa más no fuera precisamente lo que necesitaba. Sabía que el redactor había sufrido una importante depresión nerviosa en 1969, un poco antes de que Logan’s llegara a los números rojos. —Yo era el redactor en jefe —informó a los otros el redactor—. En cierto sentido, nos volvimos locos los dos, Reg Thorpe y yo, aunque él vivía en Omaha y yo en Nueva York, y nunca llegamos a conocernos personalmente. El libro había sido publicado hacía unos seis meses y Reg se fue a vivir a Omaha para «encontrarse a sí mismo», como se decía entonces. Y ocurre que conozco su versión de la historia porque conozco a su mujer y de vez en cuando coincido con ella en Nueva York. Es pintora, y bastante buena, por cierto. Además, tuvo mucha suerte. Reg estuvo a punto de llevársela con él. El agente volvió con su vaso y se sentó. —Creo recordar algo —dijo—. No fue sólo su mujer, ¿no es cierto? Me parece que disparó contra un par de personas, una de ellas, un niño, si mal no recuerdo. —Exacto —replicó el redactor—. Y fue precisamente el niño el que desató su locura. —¿Que el niño desató su locura? —preguntó la mujer del agente—. ¿Qué quieres decir? El redactor prosiguió su relato, ignorando la pregunta. Estaba claro que no permitiría que dirigiesen su discurso.


—Conozco mi parte de la historia porque la viví—prosiguió—. He tenido bastante suerte. O muchísima suerte. Hay algo interesante en la gente que trata de suicidarse apuntando una pistola a su cabeza y apretando el gatillo. Creen que es el método más seguro, mejor que tomar un frasco entero de somníferos o cortarse las venas, pero no es así. Cuando uno se dispara en la cabeza, no se sabe muy bien lo que va a pasar. La bala puede rebotar y matar a otra persona. O seguir la curva del cráneo y salir por el otro lado. O alojarse en el cerebro, dejarte ciego, y, en cambio, no matarte. Te puedes disparar en la frente con un 38 y despertarte en el hospital y, en cambio, te disparas con un 22 y te despiertas en el infierno..., si es que existe. Aunque creo que sí existe: me han dicho que está en Nueva Jersey. La mujer del escritor lanzó una carcajada estridente. —El único método de suicidio que no falla es el salto desde un edificio muy alto, que es lo que hacen los que verdaderamente lo desean. Pero es que quedas tan cochambroso, ¿verdad...? »Lo que quiero decir es lo siguiente: cuando te disparas un proyectil flexible en la cabeza no sabes a ciencia cierta qué es lo que va a pasar. En mi caso concreto, lo que hice fue tirarme desde un puente, y me desperté sobre un montón de basura en la margen de un río, mientras un camionero me daba unos golpes tremendos en la espalda, moviéndome los brazos como si fuera un monigote. En cambio, para Reg, la bala fue mortal de necesidad... Pero no sé si os interesa mucho lo que estoy contando... Miró a su alrededor. Sus amigos le miraban con un aire inquisitivo, incluso preocupado. El agente y su mujer se miraron. La mujer del escritor estaba a punto de decir que ya se había hablado bastante del asunto, cuando su marido se le adelantó. —A mí me gustaría oírlo —dijo—. A menos que tengas alguna razón personal en contra. —Es la primera vez que hablo de todo esto —contestó el redactor—. No porque tuviera razones personales para no hacerlo, sino, tal vez, porque nunca he encontrado a nadie que quisiera escucharlo. —Pues, adelante —dijo el escritor. —Paul —su mujer le puso una mano en el hombro—. ¿No crees que...? —Ahora no, Meg. El redactor continuó hablando. —El relato nos llegó por correo, en una época en que la revista no aceptaba ya originales que no hubiera solicitado previamente. Cada vez que llegaba un nuevo


relato, una de las secretarias lo introducía en un sobre con una carta que decía: «Debido a los crecientes costes y a la imposibilidad creciente del personal de la revista de ocuparse del creciente número de originales recibidos, Logan’s no acepta escritos que no hayan solicitado previamente. Le deseamos muy buena suerte en sus intentos si lo remite usted a otras publicaciones». ¿Qué os parece? ¿Verdad que es una maravilla cómo te dan la patada tan finamente? Además, no es nada fácil utilizar la palabra «creciente» tres veces en la misma frase, pero se atrevían a todo. —Estoy seguro de que el original acababa en la papelera, a menos que adjuntaran un sobre con el remite puesto y ya franqueado, ¿a que sí? —comentó Paul. —¡Ah, absolutamente! No hay piedad en la ciudad desnuda. Un brillo incómodo se reflejó en los ojos de Paul. Sabía que se hallaba en la madriguera de un tigre, en la que docenas de escritores tan buenos o mejores que él habían sido reducidos a migajas. Y que, aunque de momento no podía quejarse, la caída podía producirse cuando menos lo esperase. —Como iba diciendo —dijo el redactor, sacando su pitillera—, el relato llegó a la redacción y la secretaria le había puesto ya un clip con la carta de rechazo en la primera página, cuando se fijó casualmente en el nombre del autor. Ella también había leído Imágenes del sub mundo. Aquel año, todos habían leído lo mismo. Y el que no lo había leído todavía, se lo pedía prestado a un amigo, o se lo compraba, o lo leía en una biblioteca pública... Meg, preocupada por la expresión de su marido, le tomó la mano. Paul sonrió por toda respuesta. El redactor encendió un nuevo cigarrillo. El oro del encendedor brilló en la oscuridad con la punta del pitillo. A la luz de la débil llama todos vieron su cara gastada, las bolsas bajo los ojos, las mejillas flácidas, las facciones de un hombre en la segunda mitad de la vida. Paul pensó: «Es la faz de la vejez». Y nadie quiere llegar a ella, pero, ¿hay alguna manera de evitarla? No hay otra solución que cruzarla con toda la gracia posible. La luz del encendedor se apagó. El redactor dio una intensa calada al tabaco. —La secretaria que pasó el relato a redacción en lugar de rechazarlo es ahora la redactora jefe de G. P. Putnam’s Sons. No recuerdo ahora su nombre, pero carece de importancia. En cambio, lo que si la tiene es que su camino y el de Reg Thorpe se cruzaron. Ella llevaba un camino ascendente; él, descendente. En fin, la chica pasó la historia a su jefe y éste, a mí. La leí y me encantó, realmente. Tal vez fuese demasiado larga, pero se veía dónde era posible podar unas quinientas palabras sin perjuicio. Y con eso bastaría. —¿De qué se trataba? —preguntó Paul.


—No hay ni que preguntarlo —respondió el redactor—. Tiene que ver precisamente con todo lo que hablábamos. —¿Sobre la locura? —Indudablemente. ¿Qué es lo primero que se enseña en la clase de literatura en cuanto a redacción? Escribe sobre algo que te sea conocido. Reg Thorpe sabía perfectamente lo que significaba volverse loco porque él mismo estaba viviendo el proceso. Creo que la historia me atrajo aún más porque yo me encontraba en un camino paralelo. Aunque, ya que hablamos del tema, me parece que el público norteamericano ya está harto de libros como La locura elegante en Estados Unidos o Ya nadie habla con nadie o Esperando el fin del mundo frente a un televisor. Todo eso es tópico en la literatura del siglo veinte. Todos los grandes han tocado el tema, de una manera u otra. Pero aquel relato era realmente muy particular, muy divertido. Nunca había leído nada parecido con anterioridad, ni ha llegado a mis manos nada igual desde entonces. Se podía comparar con algunos de los cuentos de Scott Fitzgerald... o con Gatsby. El protagonista enloquecía de una manera muy interesante. Te hacía sonreír durante toda la acción, pero había fragmentos en los que no te quedaba más remedio que reír abiertamente, a carcajadas. Por ejemplo, cuando el héroe le tira la mermelada por la cabeza a la chica. Ése es uno de los mejores pasajes, en mi opinión. Aunque eran carcajadas de doble filo. Te ríes y luego miras por encima del hombro a ver quién te ha oído. Las líneas de tensión opuestas en la composición, eran realmente muy interesantes. Cuanto más reías, más nervioso te ponías. Y cuanto más nervioso te ponías, más reías... hasta el punto en que el protagonista se va de la fiesta que dan en su honor y mata a su mujer y a su hija. —¿Cuál es el argumento? —preguntó el agente. —No —contestó el redactor—. No tiene la menor importancia. Es la historia de un hombre que lucha por no perder la batalla contra el éxito. Dejémoslo así. Las Sinopsis de los argumentos suelen ser muy aburridas. Casi siempre. —En fin, le escribí una carta diciéndole: «Querido Reg Thorpe, acabo de leer "La balada del proyectil flexible" y creo que se trata de un gran relato. Me gustaría publicarlo en Logan’sa principios del año que viene. ¿Le parecen bien 800 dólares? El pago se efectuaría a su aceptación, más o menos. Punto y aparte.» El editor llenó el anochecer con el humo de su cigarrillo. —«El cuento es un poco largo y quisiera saber si es posible reducirlo en unas quinientas o, al menos, doscientas palabras. En caso contrario, siempre podemos eliminar una ilustración. Punto y aparte. Puede llamar, si lo desea.» Y envié la carta a Omaha.


—¿Y la recuerdas así, palabra por palabra? —preguntó Meg. —Guardaba toda la correspondencia en una carpeta especial —contestó el redactor—. Sus cartas y las copias de las mías. Al final reuní un considerable volumen de correspondencia contando tres o cuatro cartas de Jane Thorpe, su mujer. He releído toda la carpeta infinidad de veces. Sin resultado, a decir verdad. Tratar de comprender el Proyectil Flexible es como preguntarse por qué una cinta de Moebius tiene un solo lado. Las cosas son así en el mejor de los mundos posibles. Pues sí, lo recuerdo todo, casi textualmente. Otros se dedican a otras cosas. Hay quien conoce de memoria la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. —Apuesto a que te llamó al día siguiente —dijo el agente, sonriendo—. A cobro revertido. —Pues no, no llamó. Poco después de la publicación de Imágenes del sub mundo, Thorpe dejó de usar el teléfono. Esto me lo contó su mujer. Cuando se mudaron de Nueva York a Omaha decidieron no solicitar teléfono. Por lo visto, Thorpe había llegado a la conclusión de que el sistema telefónico no funciona con electricidad, sino con radio. Según él, el aumento del número de casos de cáncer se debía al radio, no a los coches, ni a los cigarrillos, ni a la polución industrial. Creía que cada auricular tenía dentro un pequeño cristal de radio y que, cada vez que te lo ponías a la oreja, irradiaba directamente al cerebro. —¡Jo, pues sí que estaba loco! —exclamó Paul, entre las carcajadas de los demás. —En lugar de llamarme, me escribió una carta—prosiguió el redactor, lanzando la colilla hacia el lado del lago—. Decía: «Querido Henry Wilson (o simplemente Henry, si me lo permite). Su carta ha sido para mí un estímulo y una gran alegría a la vez. Mi mujer estaba más satisfecha que yo, si cabe. La retribución me parece correcta... Aunque, con toda honestidad, debo confesar que la idea de publicar en Logan’s me parece compensación más que suficiente. (Pero acepto el dinero, lo acepto, lo acepto.) He considerado la posibilidad de reducir la extensión del texto y estoy de acuerdo. Quizás lo mejore, y así quedará espacio para las ilustraciones. Mis mejores deseos. Reg Thorpe». Debajo de la firma había hecho un dibujito muy divertido... algo así como un garabato. Era un ojo incluido dentro de una pirámide, como los que aparecen en los billetes de a dólar. Pero en lugar de las palabras Novus Ordo Seculorum, decía: Fornit Sorne Fornus. —Lo mismo puede ser latín que una frase de Groucho Marx —comentó Meg. —No era más que una muestra de la excentricidad de Reg Thorpe —dijo Henry—. Su mujer me explicó que había empezado a creer en «personitas», es decir,


duendecillos o gnomos. Los llamaba Fornits. Eran enanitos de la suerte y estaba convencido de que vivían en su máquina de escribir. —¡Vaya por Dios! —exclamó Meg. —Según Thorpe, cada Fornit tenía un aparatito, como aquellos antiguos pulverizadores para insecticidas, pero en miniatura, y estaban llenos de... bueno, de polvos de la buena suerte, por decirlo de alguna manera. Y ese polvo lo llamaba Thorpe... —Fornus —completó Paul, con una amplia sonrisa. —Sí. Y a su mujer todo aquello le parecía muy divertido. Al menos, al principio. De hecho, en los primeros tiempos (Thorpe había inventado lo de los Fornits dos años antes, mientras escribía Imágenes del sub mundo), creyó que Reg le estaba tomando el pelo. Y tal vez fuera así. Pero lo que empezó siendo un chiste, pasó a ser una superstición, y acabó por convertirse en una creencia inamovible. Era... una fantasía flexible. Pero que acabó mal. Muy mal. Todo estaba en silencio. Las sonrisas habían desaparecido de los labios de todos. —Los Fornits tenían un aspecto muy divertido—continuó Henry—. Thorpe empezó a enviar su máquina de escribir con frecuencia a un taller de reparaciones mientras vivieron en Nueva York. Cuando se mudaron a Omaha, la máquina pasaba más tiempo en el taller que en su casa. Lo que hacía era alquilar una usada en el mismo taller mientras reparaban la suya. Después de la primera reparación, el taller le envió una carta con una factura por la limpieza de la máquina alquilada, además de la suya propia. —¿Qué hacía con las máquinas? —preguntó la mujer del agente. —Imagino qué —intervino Meg.—Estaban llenas de migajas —respondió Henry—. Trocitos de pastel, de galletas, hasta restos de mantequilla había dentro. Reg les daba de comer a sus Fornits. Lo malo es que también puso alimentos en la máquina de alquiler, por si se hubieran mudado a ella. —¡Vaya! —exclamó Paul. —Como podréis suponer, yo no sabía nada de todo ello por entonces. De momento, le contesté, diciéndole que estaba muy satisfecho. Mi secretaria pasó la carta a máquina y me la trajo para la firma, mientras ella salía a hacer no sé qué. La firmé y, sin razón alguna, hice debajo de la firma el mismo garabato que Reg había hecho en la suya, es decir, lo de la pirámide, el ojo y lo de Fornit Sorne Fornus. Era una verdadera memez. Cuando la secretaria lo vio, me preguntó cautelosamente si quería que la carta saliera tal como estaba. Me encogí de hombros y le dije que sí, que la echara al correo.


Dos días más tarde me llamó Jane Thorpe por teléfono. Me dijo que mi carta había alterado mucho a su marido. Reg creía haber encontrado un alma gemela... alguien que también creía en los Fornits. ¿Os dais cuenta del lío en que me estaba metiendo? Por lo que a mí respecta, en aquellos días, un Fornit era para mí lo mismo que un mono zurdo o un cuchillo polaco. Igual con la otra palabra, Fornus. Le dije a Jane que lo único que había hecho había sido copiar el dibujo de Thorpe. Me preguntó por qué lo había hecho. Evité darle una respuesta directa, aunque tendría que haberle dicho que estaba borracho como una cuba al escribir aquella carta. Henry hizo una pausa. Un silencio incómodo se aposentó en el jardín. Nadie sabía qué cara poner. Empezaron a inspeccionar con verdadero interés el cielo, el lago, los árboles, que estaban exactamente igual que diez minutos antes. —Había pasado bebiendo toda mi vida adulta. Realmente, no puedo decir en qué momento lo de la bebida empezó a salirse de control. En un sentido estrictamente clínico, sólo al final estuve completamente alcoholizado. Empezaba a beber con la comida del mediodía y volvía a la oficina dando tumbos. Aun así, funcionaba sin problemas. Después, cuando salía del trabajo, iba a beber a otros sitios. Al llegar a casa ya no controlaba mis movimientos. »Mi mujer y yo teníamos problemas, como todas las parejas, pero la bebida los agravó muchísimo. Pasó mucho tiempo considerando si dejarme o no. Finalmente, una semana antes de que yo recibiera el relato de Thorpe, me abandonó. Traté de adaptarme a mi nueva situación. Por si fuera poco, estaba en plena..., bueno, lo que ahora se llama la crisis de la mitad de la vida. Todo lo que sabía era que me sentía tan hundido en mi vida privada como en mi vida profesional. Me dominaba la idea de que publicar literatura de masas, de la que acaba en las antesalas de los dentistas y en las peluquerías, no era precisamente una ocupación muy noble. Además, me preocupaba mucho, lo mismo que al resto del personal de la revista, la posibilidad de encontrarme, en unos cuantos meses, tal vez no más de seis, en la calle. En medio de este paisaje otoñal deprimente, me llega una buena historia de un escritor magnífico, una visión divertida, llena de hallazgos interesantes, del proceso de la locura. Fue como un rayo de sol en medio de aquellas negruras. Ya sé que parece un poco extraño referirse en esos términos a una narración cuyo protagonista acaba asesinando a su mujer y a su hija, pero cualquier redactor sabe qué alegría proporciona un material semejante. Es como un inesperado regalo de Navidad. Mirad, todos conocéis el cuento de Shirley Jackson «La lotería». Termina con uno de los pasajes más deprimentes que se puedan imaginar. Quiero decir, aniquilan a una anciana a pedradas. Su hijo y su hija participan en el crimen.., que ya está bien. Pero es una brillante pieza narrativa y estoy seguro de que el primer redactor que la leyó se fue aquella noche a casa más contento que unas pascuas. »Lo que quiero decir es que la historia de Thorpe era lo mejor que me había ocurrido en bastante tiempo. Lo único bueno. Y, según me dijo su mujer por teléfono, el que


yo hubiera aceptado el relato había sido lo mejor que le había ocurrido a él. La relación entre redactor y escritor reviste siempre ciertos rasgos de parasitismo, pero entre nosotros eso se elevaba hasta puntos inconcebibles. —¿Y qué pasó con Jane Thorpe? —preguntó Meg. —Ah, sí, casi la dejo de lado, ¿verdad?... Pues bien, al principio, le molestó que yo hubiera copiado el dibujito de los Fornits. Le dije que lo había hecho sin intención alguna y que, si me había excedido en algo, lo sentía mucho. »Se le pasó el enfado y me lo explicó todo. Estaba cada vez más preocupada y no tenía a quién contárselo. Sus padres habían muerto, todos sus amigos estaban en Nueva York y Thorpe no quería que nadie entrase en su casa. Según decía, eran todos de la CIA, del FBI o de Hacienda. Poco después de trasladarse a Omaha, un día llamó a la puerta una niñita vendiendo galletas para las Girl Scouts. Reg le echó una bronca soberana, gritándole que hiciera el favor de largarse cuanto antes, que ya sabía qué estaba tramando, etcétera. Jane intentó hacerle entrar en razón. Le dijo que la niña no tenía más de diez años. La respuesta de Reg fue que la gente de Hacienda no tenía ni conciencia ni alma y que, además, la niña podía muy bien ser un androide y que los androides no estaban sujetos a las leyes laborales para niños. Según él, la gente de Hacienda era muy capaz de enviar Girl Scouts androides llenas de cristales de radio para averiguar si guardaba secretos y de paso, llenarle la casa de rayos cancerígenos. —¡Vaya! —exclamó la mujer del agente. —Jane había estado esperando un amigo, y yo fui el primero. Me explicó la anécdota de la niña. También lo de los Fornits, lo de la comida, su rechazo al teléfono. Me llamó desde una cabina pública, a cinco manzanas de su casa. Me dijo también que lo que más le preocupaba era que Reg no sólo temía a la CIA, al FBI y a Hacienda, sino, simplemente, a ellos, es decir, a un grupo de seres anónimos que odiaban a Reg y que le tenían celos y que no se detendrían ante nada para destruirlo. Y que, además, habían descubierto a su Fornit y lo querían destruir junto con él. Y si su Fornit moría, no habría más novelas, ni más relatos, ni nada. ¿Comprendéis? Era la esencia misma de la demencia. Ellos no hacían más que perseguirlo. Al final, ya no eran ni siquiera los de Hacienda —con los que había tenido unos cuantos problemas al publicar Imágenes del sub mundo— los causantes de todo. Al final eran sólo ellos. La fantasía paranoica por excelencia. Ellos querían asesinar a su Fornit. —¡Dios Santo! ¿Y tú qué le dijiste? —preguntó el agente. —Traté de darle ánimos —contestó Henry—. Ahí me tenéis, después de una comida y cinco martinis, nada menos, hablando por teléfono con una mujer que me llama desde una cabina pública en Omaha, diciéndole que no debía preocuparle tanto el que su marido creyera que las niñas de diez años eran androides que lo espiaban para robarle sus secretos, ni el que su marido creyera que los teléfonos estaban


llenos de radio, ni el que su marido hubiera desconectado su talento de la mente hasta el punto de creer que había un duende viviendo en su máquina de escribir. »No creo haber sido muy convincente. »Me pidió, no, me rogó que trabajara conjuntamente con Reg en su relato y que, por favor, intentara publicarlo. Me dijo todo lo que pudo, excepto que «El proyectil flexible» era el último punto de contacto entre Reg y lo que ridículamente llamamos "realidad". »Le pregunté qué quería que hiciera si Reg me volvía a hablar del Fornit. "Sígale la corriente", me contestó. Fueron exactamente sus palabras: "Sígale la corriente". Y colgó. »Al día siguiente recibí una carta de Reg, cinco páginas escritas a máquina, a un solo espacio. El primer párrafo se refería a la publicación de su historia. La segunda redacción seguía su curso sin problemas, me explicaba. Creía posible eliminar setecientas de las diez mil cinco palabras originales, reduciéndolas exactamente a nueve mil ocho. »El resto de la carta hablaba tan sólo de los Fornits y de los Fornus. Sus propias observaciones y muchas preguntas, cientos de preguntas. —¿Observaciones? —Paul se inclinó hacia delante—. ¿Es que los veía realmente? —No —replicó Henry—. No es que los viera real mente, pero, en cierto sentido..., supongo que sí, que los veía. Hombre, ya sabéis que los astrónomos conocían la existencia de Plutón antes de que fuese visto, simplemente porque habían estudiado la órbita de Neptuno y percibían la influencia de otro planeta sobre ella. Pues bien, Reg veía a los Fornits de la misma manera. Según él, les gustaba comer por la noche y me preguntaba si yo había observado lo mismo. Les daba de comer durante todo el día, pero había notado que la comida desaparecía hacia las ocho de la noche. —¿Es que tenía alucinaciones? —preguntó Paul. —No —contestó Henry—. Sucedía que su mujer limpiaba la máquina cada día mientras él se iba a dar una vuelta, por lo general alrededor de aquella hora. —Me parece que la mujer era un poco inconsecuente al cargarte a ti toda la responsabilidad —intervino el agente, moviendo su corpulento esqueleto en la silla—. Ella alimentaba las fantasías del marido. —Creo que no acabas de entender bien por qué me llamó y por qué estaba tan preocupada —contestó Henry lentamente—, pero estoy seguro de que tú sí lo entiendes, Meg —dijo, dirigiéndose a ella.


—Quizás —contestó Meg, mirando de reojo a Paul, un tanto incómoda—. No se había enfadado contigo porque le estuvieras siguiendo la corriente. Lo que verdaderamente temía era que la interrumpieses. —¡Bravo! —exclamó Henry, encendiendo otro cigarrillo—. Precisamente por eso limpiaba la máquina cada día. Si la comida se hubiese acumulado en la máquina, Reg habría llegado a la conclusión lógica, dentro de su demencia, de que el Fornit se había ido o se había muerto. Es decir, si no había Fornit, no había Fornus. Lo que significaba que no habría más novelas, no podría seguir escribiendo... Sería el fin de todo. Henry dejó morir sus palabras, contemplando las volutas de humo. —Creía probable que los Fornits fuesen seres nocturnos —prosiguió—. No les gustaba el ruido. Por ejemplo, había notado que a él mismo le era imposible escribir después de una noche de juerga. Tampoco les gustaban la radio ni la tele, y odiaban la electricidad. Reg habla vendido el televisor por veinte dólares y hacía tiempo que se había desprendido del reloj con la esfera radial. Seguía preguntándose cómo había llegado a mi conocimiento lo de los Fornits. ¿Acaso tenía uno en mi casa? Y si era así, ¿qué era lo que pensaba de esto, de aquello y de lo de más allá? Bueno, no me parece necesario abundar en esos detalles. En fin, ya sabéis lo que pasa cuando uno tiene un perro nuevo y empieza a pedir toda clase de información sobre alimentación, hábitos, enfermedades, etc. Pues era lo mismo. Y un garabato que yo mismo no llegaba a comprender, puesto debajo de mi firma, habría bastado para abrir la caja de Pandora. —¿Qué le contestaste? —preguntó el agente. —Es ahí donde realmente empezó el problema, tanto para él como para mí — respondió Henry lentamente—. Jane me había rogado que le siguiera la corriente, y eso fue lo que hice. Lamentablemente, me excedí. Contesté su carta en casa, completamente borracho. Mi apartamento tenía un aspecto desolado, triste, vacío. Había peste de humo frío por todas partes, los ceniceros llenos, el fregadero lleno de platos sucios, la funda del sofá hecha un guiñapo. En fin, ya os lo podéis imaginar, desde la partida de Sandra, la casa era una pocilga. El hombre de mediana edad que nunca se ha enfrentado a los problemas domésticos. »Así que allí estaba yo sentado, con el papel en la máquina, pensando: "Ojalá tuviera un Fornit. No uno, sino una docena y que me echaran Fornus por toda la casa, de cabo a rabo". Estaba tan borracho que envidiaba a Reg la suerte de contar con aquellos seres maravillosos. ‘Le contesté que yo también tenía un Fornit, como es natural. Y que el mío se parecía bastante al suyo. Era nocturno. Odiaba los ruidos, pero parecía adorar a Bach y a Brahms... escribía mejor después de escucharlos un rato por la noche, le dije. Le expliqué que mi Fornit se volvía loco por la mortadela... que si él lo había probado. Dejaba siempre trocitos, por la noche, junto a mi portátil, y por la mañana


habían desaparecido. A menos, como él mismo decía, que hubiera habido mucho ruido la noche anterior. Le agradecí también sus explicaciones sobre el radio, aunque hacía mucho tiempo que yo tampoco tenía reloj de esfera luminosa. También le dije que mi Fornit había vivido conmigo desde mi salida de la universidad. En fin, me entusiasmé tanto con aquella historia que le escribí casi seis páginas. Al final añadí algo sobre su novela, en tono más bien oficial, pero muy breve, y firmé la carta. —Y debajo de la firma... —dijo Meg. —Pues claro. Fornit Sorne Fornus —hizo una pausa—. Ahora no podéis verme, porque estamos casi a oscuras, pero tengo la cara roja de vergüenza. Estaba tan borracho, tan destrozado... Tal vez si hubiera dejado pasar un par de horas, por la mañana habría destruido la carta, pero no fue así. —¿La echaste al correo enseguida? —preguntó Paul. —Así es. Durante una semana y media esperé contestación, rogando a Dios que no hubiese complicado las cosas aún más. Un día recibí el cuento, dirigido a mí, sin carta adjunta. Había hecho los cortes de los que habíamos hablado y el relato era perfecto, aunque el manuscrito.., tuve que llevármelo a casa y copiarlo íntegro. Estaba cubierto de unas manchas amarillas rarísimas... Pensé... —¿Que eran manchas de orina? —preguntó Meg. —Eso fue precisamente lo que pensé. Pero no era eso. Al llegar a casa, me encontré con una carta de Reg. Esta vez, nada menos que diez páginas. Entre otras cosas, me explicaba lo de las manchas. Imaginaos, me dijo que no había conseguido encontrar mortadela italiana, pero que había descubierto que a su Fornit le gustaba realmente la salchicha con mostaza. »Aquel día apenas había probado una copa. Pero aquellas páginas con las manchas de mostaza y toda aquella carta me dieron ganas de empezar a beber otra vez. No podía contenerme, de manera que me emborraché como una cuba. —¿Y qué más decía la carta? —preguntó la mujer del agente. Estaba cada vez más fascinada con aquella historia, inclinada sobre un vientre bastante desarrollado, que le recordaba a Meg los dibujos de Snoopy. —Sólo dos líneas sobre la novela. Toda la carta se refería al Fornit... y a mí. Lo de la salchicha había sido una excelente idea, según él. Rackne la adoraba y, a consecuencia... —¿Rackne? —preguntó Paul.


—Era el nombre del Fornit —contestó Henry—. Rackne. A consecuencia de la salchicha, Rackne se había retrasado un poco. El resto de la carta era un verdadero delirio paranoico, nunca habréis leído nada semejante. —Reg y Rackne... un buen matrimonio —comentó Meg, riendo, nerviosa. —Nada de eso —respondió Henry—. Su relación era estrictamente laboral. Además, Rackne era de sexo masculino. —Bueno, cuéntenos más sobre la carta. —Es una de las que no recuerdo de memoria. Lo que, en el fondo, es mejor para vosotros, porque a veces la extravagancia llega a aburrir si es reiterativa. En fin, el cartero era de la CIA, el repartidor de periódicos del FBI, Reg había llegado a vislumbrar un revólver entre los diarios. Sus vecinos eran espías y tenían un equipo electrónico de vigilancia en la furgoneta. Ni siquiera se atrevía a ir a la tienda de la esquina porque el propietario era un androide. Hasta entonces, sólo lo había sospechado, pero ahora estaba absolutamente seguro porque un día, mientras le despachaba, había visto los cables que cruzaban bajo la piel de la calva. Por si fuera poco, la cantidad de radio en la casa no paraba de crecer. Una noche llegó a ver una luz fosforescente verde en las habitaciones. »Acababa la carta diciendo: "Espero que me contestes enseguida y me digas cuál es tu situación y la de tu Fornit en lo que concierne a los enemigos, Henry. Creo que el habernos conocido está más allá de la mera coincidencia. Supongo que es un salvavidas que me ha enviado Dios, o la Providencia, o el Destino, o lo que sea, precisamente en el último momento, cuando ya empezaba a desesperar. "Un hombre no puede luchar solo contra miles de enemigos durante mucho tiempo. Y descubrir, de pronto, que uno no está solo... ¿Acaso sea excesivo afirmar que es lo común de nuestras experiencias lo que me salva de la destrucción final? Tal vez no. Pero tengo que saber: ¿están tus enemigos tratando de destruir tu Fornit como a Rackne? Si es así, ¿qué haces contra ellos? Y, si no, ¿tienes alguna idea de por qué? Repito, tengo que saberlo." »La carta iba firmada con aquel garabato del FORNIT SOME FORNUS y después, una posdata. Solamente una frase. Pero letal. Decía: "A veces, dudo hasta de mi mujer". »Leí la carta de cabo a rabo tres veces, por lo menos, mientras me bebía una botella de whisky. Estuve pensando durante mucho rato en cómo contestarla. Era evidente que se trataba del pedido de auxilio de un hombre al borde de la caída. El relato le había servido de apoyo durante algún tiempo, pero ahora lo había terminado y lo único que aún le sostenía era yo. Algo perfectamente irrazonable. Me lo había buscado.


»Empecé a pasearme por todo el apartamento, por las habitaciones vacías, desenchufándolo todo. Recordad que estaba completamente borracho y que se puede esperar lo más inimaginable de un borracho. Por eso los editores, al igual que los abogados, necesitan dos o tres martinis antes de discutir un contrato en una comida. El agente lanzó una carcajada, pero el ambiente siguió siendo incómodo, tenso. —No olvidéis que Reg Thorpe era un escritor genial. Estaba absolutamente convencido de todo lo que me escribía. Lo de la CIA, lo del FBI, lo de Hacienda... Ellos. Los enemigos. Algunos escritores poseen un don único: son capaces de escribir tanto más fríamente cuanto más les apasiona el tema. Era el don de Hemingway y de Steinbeck, y Reg Thorpe lo tenía. Si te deslizabas dentro de su mundo, acababas por aceptar su propia lógica, por particular que fuese. Al final, pensabas como él. Llegabas a aceptar lo del Fornit y que el chico de los periódicos se paseaba con un revólver, o que sus vecinos, los de la furgoneta, eran en realidad agentes del KGB con cápsulas de cianuro en los dientes y en misión especial subida para capturar a Rackne. »Claro que yo no aceptaba lo del Fornit, pero me era difícil pensar con claridad y acabé por desenchufarlo todo. Primero, la tele, porque todo el mundo sabe que, efectivamente, emite radiaciones. Una vez publicamos un artículo en Logan’s según el cual —y lo había escrito un científico digno de todo crédito— las radiaciones emitidas por un televisor casero alteraban las ondas cerebrales de manera infinitesimal, pero permanente. »El autor del artículo alegaba que tal vez ésa fuera la razón por la que el nivel de educación en este país estaba en franca decadencia, ya que, después de todo, ¿quién pasa más tiempo delante de un televisor que un niño? »Así que desenchufé la tele y tuve la impresión de verlo todo un poco más claro. De hecho, lo veía todo tan claro, que continué desenchufando todo lo que estuviera conectado a la red. La radio, la tostadora, la lavadora, la secadora, el horno microondas... Aquel horno era uno de los primeros del mercado y era grande como un ropero. En verdad, desenchufarlo me tranquilizó muchísimo. Actualmente parecen mucho más seguros. »Pensé en la cantidad de cosas enchufadas que hay en una casa de clase media. Era una especie de pulpo, con todos aquellos enchufes, todos aquellos cables conectados a otros cables exteriores y éstos a unas grandes centrales, controladas a su vez por el gobierno. »Curiosamente, obedecía a una doble idea al hacer todo aquello —continuó Henry, bebiendo un sorbo de su refresco—. Básicamente, respondía a un impulso supersticioso. Hay muchísima gente que no pasa por debajo de una escalera ni abre el paraguas en casa. Hay jugadores de baloncesto que se persignan cada vez que intentan un enceste y jugadores de béisbol que se cambian de calcetines cuando


les falla el juego. Creo que es la mente racional cantando a dúo con la fuerza irracional del cerebro. Si tuviese que definir el subconsciente irracional, diría que es una pequeña habitación forrada en nuestro interior, con un único mueble: una mesita con un revólver, cargado con proyectiles flexibles. »Cada vez que se da un rodeo para no pasar por debajo de una escalera o se sale de casa con el paraguas cerrado en medio de la lluvia, se desnuda la parte irracional del cerebro de toda protección y se entra en la habitación del revólver para tomarlo en las manos. Puede que se tengan dos ideas al mismo tiempo. Por ejemplo: "Pasar debajo de una escalera no es peligroso". "No pasar debajo de una escalera tampoco es peligroso". Pero en cuanto dejas atrás la escalera o el paraguas abierto, vuelves a ser el mismo. —Es muy interesante —interrumpió Paul—. Explícame un poco más, si no te importa. ¿En qué punto deja la mente irracional de jugar con la pistola para apuntar directamente a la sien y disparar? —Cuando la persona en cuestión empieza a escribir cartas a todos los diarios — contestó Henry— diciendo que hay que eliminar todas las escaleras, porque es peligroso pasar por debajo de ellas. Hubo una carcajada general. —Es más, creo que el yo irracional dispara el proyectil flexible al cerebro cuando esa persona va por todas partes tirando escaleras al suelo o peleándose con la gente por la misma causa, o hiriendo a los que trabajan en ellas. Puedes dar un rodeo antes que pasar bajo una escalera. Puedes incluso escribir una carta al periódico diciendo que la ciudad de Nueva York está en bancarrota por culpa de toda la gente que pasa insensiblemente bajo escaleras. Pero lo que no puedes hacer es ir por la calle derribando todas las escaleras que veas. —Porque tienes público —murmuró el escritor. —¿Sabes? Tal vez tengas razón a este respecto, Henry —dijo el agente—. A mí, por ejemplo, no me gusta encender tres cigarrillos con una misma cerilla. No recuerdo cuándo adquirí esa costumbre, pero hace ya mucho. Luego leí no sé dónde que es una superstición nacida en la primera guerra mundial. Se decía que los alemanes mataban a un inglés cuando tres soldados encendían un cigarrillo con la misma cerilla. El primero les permite calcular la distancia. El segundo, la dirección del viento. Al tercero le volaban la cabeza de un tiro. Pues muy bien, a pesar de todo ello, no puedo, aunque quiera, encender tres cigarrillos con el mismo fuego. Una parte de mi cabeza me dice que no tiene la menor importancia, incluso si quiero encender doscientos, pero otra parte —mi Boris Karloff interior— dice: ¡UUUUUUHHHHHH, cuidadoooooo! —Pero la demencia no tiene nada que ver con las supersticiones, ¿no es así? — preguntó Meg.


—Ah, ¿no? —replicó Henry—. Juana de Arco oía voces celestiales. Otra gente se cree poseída por el demonio. Otros ven duendes... o diablos... o Fornits. Los términos que se utilizan para definir la demencia sugieren superstición de una forma u otra. Manías..., anormalidad..., irracionalidad..., lunatismo..., locura... Para el loco, la realidad es oblicua. La personalidad se recompone en la habitación con la pistola. »La parte racional de mi cerebro funcionaba mal, estaba herida, dañada, pero seguía en su sitio, a pesar de todo, diciendo: "Bueno, no importa. Mañana, cuando estés sobrio, puedes volver a enchufarlo todo, gracias a Dios. Si es eso lo que deseas ahora, puedes jugar un poquito, mientras no vayas más lejos". »Pero la voz racional tenía mucha razón en asustarse. A todos nos atrae la locura. Todos hemos sentido la loca tentación de saltar al mirar al vacío desde un edificio muy alto, o desde un acantilado. Y quien se ha apuntado a la cabeza con una pistola cargada... —¡Oh, por favor! —exclamó Meg. —De acuerdo —prosiguió Henry—. Lo único que quiero decir es: hasta la persona más razonable está unida a su racionalidad por un finísimo hilo. Estoy realmente convencido de ello. Los circuitos racionales en el animal humano son sumamente endebles. »Después de desenchufarlo todo, le escribí una carta a Reg en mi estudio, la metí en un sobre y la eché al correo. En realidad, no recuerdo haber hecho nada. Estaba tan borracho... Pero supongo que es eso lo que hice, porque, al día siguiente, tenía la copia de la carta junto a la máquina, con los sobres y los sellos. La carta, como era de esperar, era la de un borracho. En resumen, venía a decirle que a los enemigos les atraía la electricidad tanto como los Fornits, y que si desenchufaba todo lo eléctrico, los enemigos desaparecerían. Al final, añadí: "La electricidad está fastidiando tus ondas mentales, Reg. ¿Por casualidad tienes una batidora en casa?". —De hecho, tú también estabas empezando a escribir cartas a los periódicos — intervino Paul. —Sí. Escribí la carta un viernes por la noche. A la mañana siguiente me levanté sobre las once, con sólo una vaga idea de las tonterías que había cometido la noche anterior. Sufrí una vergüenza infinita al volver a enchufar todos los aparatos. Pero más vergüenza me dio ver lo que había escrito a Reg. Empecé a buscar por toda la casa, con la absurda esperanza de no haber echado la carta al correo. Pero no apareció. Me pasé el resto del día haciendo propósitos de enmienda. No era posible... »El miércoles siguiente recibí una carta de Reg. Una de las páginas estaba escrita a mano, toda ella llena de Fornit Sorne Fornus. Y en el centro, tan sólo: «Tenías


razón. Gracias. Gracias. Gracias. Reg. Tenias razón. Reg. Todo está bien ahora. Reg. Muchas gracias. Reg. Fornit también está bien. Reg. Gracias. Reg». —¡Qué miedo! —dijo Meg. —Supongo que la mujer estaría hecha un basilisco—intervino la esposa del agente. —Pues no. Porque funcionó. —¿Funcionó? —preguntó el agente. —Recibió mi carta el lunes por la mañana. El mismo lunes por la tarde fue a la compañía de electricidad para darse de baja. Jane, por supuesto, se puso histérica. En la casa había infinidad de cosas eléctricas. No sólo tenía una batidora, sino también una máquina de coser, una lavadora, una secadora... en fin, todo lo que hay en una casa normal. Estoy seguro de que aquel día, Jane hubiera querido ver mi cabeza en una bandeja. »Pero fue la conducta de Reg lo que la impulsó a creer que yo era un maravilloso remedio para su marido, y no otro chalado. Reg la hizo sentar en el salón y le habló de la manera más racional del mundo. Le dijo que era consciente de que se había comportado de una manera bastante rara, que sabía que estaba muy preocupada, que se sentía mucho mejor sin electricidad en la casa y que le ayudaría en todo lo necesario para superar los inconvenientes que eso acarreara. Y que, además, quería ir a la casa de al lado para saludar a aquellos chicos y charlar con ellos un rato. —¿Los del KGB con el radio en la furgoneta?—preguntó Paul. —Exactamente. Jane no cabía en sí de asombro. Le dijo que sí, que de acuerdo, aunque me confesó más tarde que se había preparado mentalmente para la peor de las escenas. Temía que hubiera acusaciones, amenazas, histeria... Consideraba ya la posibilidad de abandonar a su marido si las cosas no mejoraban. El miércoles por la mañana me dijo por teléfono que se había hecho una promesa a sí misma. Aquello de la electricidad era la gota de agua que había estado a punto de rebasar el vaso. Una sola cosa más y se volvía corriendo a Nueva York. Además, tenía miedo, como comprenderéis. La situación había ido empeorando poco a poco, muy lentamente, pero aun para ella, que estaba realmente enamorada de su marido, aquello iba demasiado lejos. Decidió largarse si Reg les decía la menor inconveniencia a aquellos chicos. Mucho más tarde supe que, por aquellas fechas, ya había averiguado cómo divorciarse sin consentimiento del cónyuge en Nebraska. —¡Pobre mujer! —murmuró Meg. —Pero todo fue como una seda —prosiguió Henry—. Rey estuvo más encantador que nunca... y, según Jane, cuando quería, era literalmente irresistible. Es más,


hacía casi tres años que no lo veía de aquel talante. Había desaparecido la actitud doliente, furtiva, así como también los tics nerviosos, los sobresaltos que tenía cada vez que se abría una puerta. Se tomó una cerveza con los chicos y estuvo hablando de todos los tópicos de que se hablaba en aquel tiempo, que si la guerra, que si las manifestaciones, que si un ejército voluntario, que si las leyes sobre la marihuana... »Cuando descubrieron en la conversación que era el autor de Imágenes del sub mundo, se quedaron viendo visiones, dijo Jane. Tres de ellos lo habían leído ya y el cuarto se lo fue a comprar aquella misma noche. Paul sonrió, asintiendo. Sabía muy bien de qué hablaba Henry. —Así que —siguió Henry— vamos a dejar a Reg Thorpe y a su mujer por un rato, sin electricidad, pero más felices que nunca... —Menos mal que su máquina de escribir no era eléctrica —comentó el agente. ... y volvamos al redactor —dijo Henry, haciendo caso omiso del comentario—. Pasaron un par de semanas. El verano llegaba a su fin. El redactor, por supuesto, seguía emborrachándose hasta caer al suelo con más frecuencia de la necesaria, pero se las arreglaba para mantener un exterior bastante respetable. Pasaron los días. En Cabo Kennedy se disponían a enviar un hombre a la Luna. El nuevo número de Logan’s, con John Lindsay en portada, estaba en todos los quioscos y se vendía tan mal como siempre. Yo había iniciado en el despacho las gestiones necesarias para la compra de un relato titulado «La balada del proyectil flexible», derechos sobre primera edición, para publicar en enero de 1970, a un precio de 800 dólares, que era lo que la revista pagaba por una historia de primera calidad. »En eso estábamos cuando un día me llamó mi jefe, Jim Dohegan. Si podía pasar por su despacho. A las diez de la mañana estaba allí, sintiéndome mejor que nunca y con un aspecto, creo yo, bastante aceptable. Sólo más tarde me di cuenta de que no había visto a Jane Morrison, su secretaria. »Me senté y le pregunté qué podía hacer por él o viceversa. No diré que no tuviera a Reg Thorpe en la cabeza. Yo estaba firmemente convencido de que el relato era sensacional y esperaba que me felicitaran. Ya os podéis imaginar el chasco que me llevé cuando Jim puso ante mí, sobre la mesa, dos obras rechazadas: el cuento de Reg y un relato largo de John Updike programado para el número siguiente. En los dos sobres se leía DEVUÉLVASE. »Miré las obras rechazadas, miré a Jim, miré otra vez las obras rechazadas... No entendía. Mi cerebro se resistía a admitir lo evidente. Miré a mi alrededor y vi un calentador que la secretaria de Jim encendía cada mañana para hacer café. Hacía años que estaba allí pero yo pensé en aquel momento: si ese cacharro no estuviera enchufado, no tendría problema alguno para poder poner orden en mis ideas. Sé perfectamente que si eso estuviera desenchufado entendería lo que ocurre.


—¿ Qué sucede, Jimmy? —le pregunté. —No sabes cuánto siento tener que decírtelo precisamente yo, Henry —contestó Jim—. Logan’s dejará de publicar obras de ficción en diciembre de 1969. Henry hizo una pausa, buscando otro cigarrillo, pero el paquete estaba vacío. —¿Alguien tiene un cigarrillo? Meg le ofreció uno mentolado. —Gracias, Meg. Henry lo encendió, apagó la cerilla y aspiró profundamente. La brasa brilló un instante en la oscuridad. —Bueno —siguió—. Le dije a Jim: «¿Te importa?», me acerqué al calentador y lo desenchufé. Por la forma en que me miró me di perfecta cuenta de que pensaba que yo estaba loco de remate. »Sólo abrió la boca para decirme: —Pero, ¿qué haces, Henry? —No puedo pensar cuando hay cosas enchufadas. Interferencias —contesté. »En realidad, así me lo parecía, porque, con el aparato desenchufado vi la situación con mucha más claridad. —¿Quieres decir que me quedaré en la calle? —le pregunté. —No lo sé —contestó—. Depende de Sam y del consejo. Realmente no lo sé, Henry. »Podía haber dicho muchas cosas. Supongo que Jimmy esperaba una apasionada defensa de mi puesto. De repente, me encontré desnudo... era jefe de un departamento que había dejado de existir. »Pero no defendí mi causa ni la existencia de mi sección. Sólo le rogué que publicara el relato de Reg Thorpe. Primero propuse adelantar la fecha y publicarlo en diciembre. —¡Venga, hombre! —contestó Jimmy—. Ya sabes que el número de diciembre está cerrado. Y esa historia tiene casi diez mil palabras. —Nueve mil ocho —rectifiqué.


—Una ilustración a toda página —insistió—. Imposible. —Bien, eliminemos la ilustración —dije—. Escucha, Jimmy, es el mejor relato que hemos recibido en cinco años. —Ya lo sé, lo he leído —contestó Jimmy—, pero no podemos publicarlo en diciembre. Es Navidad, por Dios, Henry. ¿Quieres publicar la historia de un hombre que mata a su mujer y a su hija cuando todo el mundo está reunido alrededor de un árbol de Navidad? Debes de estar... »Jimmy se interrumpió, pero vi cómo miraba el calentador. Hubiese dado lo mismo que lo dijese en voz alta. Paul asintió lentamente, sin apartar los ojos del rostro en sombras de Henry. —Me empezó a doler la cabeza. Al principio, sólo un poco. Volvía a pensar con dificultad. Recordé que Janey Morrison tenía un afilador de lápices eléctrico en su mesa. Además, todas aquellas luces fluorescentes en el techo, y los calefactores, y las máquinas de refrescos en el pasillo. Todo el maldito edificio se movía en base a electricidad y nadie hacía nada. Fue entonces cuando se me ocurrió que Logan’s se hundía porque nadie podía pensar correctamente. Estábamos presos en aquel inmenso rascacielos lleno de electricidad. Nuestras ondas mentales estaban absolutamente podridas. Recuerdo haber pensado que, de presentarse allí un médico con un electroencefalógrafo, hubiese obtenido las gráficas más raras del mundo. Llenas de esas enormes alfas agudas que caracterizan los tumores cerebrales. »Me bastó pensar en ello para que el dolor de cabeza arreciara. Pero decidí intentarlo una vez más. Le pedí que intercediera ante Sam Vadar, el redactor en jefe, para que la historia apareciera en el mes de enero. Como una especie de despedida de la sección literaria de Logan’s, si fuera preciso. El último cuento de la revista. »Jimmy asentía con la cabeza, sin dejar de jugar con un lápiz. —Bueno, lo intentaré, pero sabes que no servirá de nada. Tenemos un cuento de un escritor novel y otro de John Updike, que es tan bueno, si no mejor que el de Thorpe... —1E1 cuento de Updike no es mejor que el de Thorpe! —protesté. »Jimmy me miró fijamente. Mi dolor de cabeza se hacía más agudo. Tenía el zumbido de los fluorescentes metido en el cerebro como un puñado de moscas atrapadas en una botella. Era un sonido realmente odioso. Y hasta creí oír a su secretaria afilando un lápiz en la maquinilla eléctrica. "Lo están haciendo a propósito. Saben que soy incapaz de pensar correctamente con todo eso


enchufado. Así que..., así que...", me dije. Jim me hablaba de algo relativo a la reconsideración del tema en el siguiente consejo de redacción, tal vez la propuesta de no eliminar la sección literaria de golpe y dejar, en cambio, que se agotara por sí misma, con la publicación de las narraciones pendientes. »Me levanté, sin escucharle, y apagué las luces. —¿Por qué apagas las luces? —preguntó Jimmy. —Ya sabes por qué, Jimmy —contesté—. Tú mismo tendrías que salir corriendo de aquí antes de que te hicieran añicos. Jim se levantó y vino hacia mí. —Creo que deberías irte a casa, Henry —dijo—. Vete a casa y descansa. Sé que últimamente has tenido problemas. No te preocupes, haré cuanto esté en mis manos. Estoy completamente de acuerdo contigo... bueno, casi completamente de acuerdo. Pero insisto en que te marches a casa, te eches, pongas los pies en alto, mires un poco la tele... —¡Tele! —exclamé. No pude contener la carcajada. Era una de las cosas más divertidas que había oído en mi vida—. Mira, Jimmy. Ve a ver a Sam Vadar y dile otra cosa. —¿Qué quieres que le diga, Henry? —Dile que necesita un Fornit. Toda la compañía necesita un Fornit. ¿Qué estoy diciendo...? ¡Cientos de Fornits! —Un Fornit... —contestó Jimmy, asintiendo—. Muy bien, de acuerdo. No te preocupes, le diré que necesita un Fornit. »El dolor de cabeza me ocasionaba problemas de visión. En alguna parte de mi cerebro me preguntaba cómo iba a decirle a Reg que su cuento no se publicaría y cómo se lo tomaría. —Yo mismo firmaré la orden de compra si averiguo dónde adquirir un Fornit —dije— . Tal vez Reg me pueda informar dónde. No menos de una docena, sí, una docena de Fornits y que echen Fornus por toda la oficina, sin dejar el más mínimo resquicio. Ah, y apagar la luz. Odio la electricidad —empecé a dar vueltas por la oficina, mientras Jim me contemplaba con la boca abierta, atónito—. Hay que desconectar toda la electricidad, Jimmy, diles eso. Díselo a Sam. Nadie puede pensar correctamente con todas estas interferencias eléctricas, ¿es que no lo ves? —Tienes toda la razón, Henry, toda la razón —dijo Jim—. Ahora, creo que sería mejor que te fueras a casa y descansaras un poco. Intenta dormir un rato, o algo.


—Además, a los Fornits no les gustan todas estas interferencias —proseguí—. Que si la radio, que si la electricidad.., todo esto les sienta fatal. Hay que darles mortadela, pasteles y mantequilla. ¿Podemos dar la orden de compra de todo eso? »El dolor de cabeza era como una enorme bola pesada y negra encima de la nuca. Veía dos Jimmys, dos de todo. De pronto, sentía una tremenda necesidad de un trago. Si no había Fornus, y la parte racional de mi cerebro me decía que no lo había, entonces, lo único que me proporcionaría cierto bienestar era algo de beber. —Claro que podemos dar una orden de compra—dijo Jimmy. —No crees ni media palabra de lo que estoy diciendo, ¿verdad, Jimmy? —le espeté. —Claro que sí. Y estoy completamente de acuerdo. Lo que tienes que hacer es irte a casa y descansar un poco. —No lo crees ahora —contesté—. Pero quizá lo hagas cuando todo esto se derrumbe. ¿Cómo puedes suponer, por el amor de Dios, que tus decisiones son racionales cuando tienes a menos de cincuenta metros un montón de máquinas de venta de coca-cola, máquinas de venta de bocadillos, máquinas de venta de toda clase de tonterías? —para colmo, se me ocurrió algo terrible—. ¡Y hasta un horno microondas! ¡Tenéis hasta un horno microondas para calentar los bocadillos! »Jimmy empezó a decir algo, pero no le hice caso. Me marché. Convencido de que el horno microondas lo explicaba todo. Era eso lo que me producía dolor de cabeza. Recuerdo haber visto a Janey y Kate Junger, del departamento comercial, y Mert Strong, del de publicidad, que me miraban. Debían de haberme oído gritar. »Mi despacho estaba en el piso inferior. Bajé corriendo por las escaleras, entré en él, apagué todas las luces y agarré mi cartera. Después tomé el ascensor hasta el vestíbulo. Durante el trayecto, me puse la cartera entre los pies y me tapé los oídos. En el ascensor bajaban otras cuatro personas, que me miraron como se debe de mirar a un marciano... Henry sonrió secamente. —Estaban asustados, por así decir. Vosotros también lo hubierais estado, atrapados en una cajita en movimiento, con un tío evidentemente loco. —Hombre, no es una situación sencilla —comentó la mujer del agente. —En absoluto. La locura tiene que empezar en algún momento. Y si esta historia versa sobre algo —suponiendo que los acontecimientos en la vida de un individuo tengan algún significado— es precisamente sobre la génesis de la locura. La locura debe iniciarse en algún punto e ir hacia algún otro. Como una carretera. O la bala


expulsada de la recámara de una pistola. Yo estaba todavía a años luz de Reg Thorpe, pero en el mismo camino. »No sabía dónde ir, de manera que me dirigí a un bar llamado Los Cuatro Padres, en la calle cuarenta y nueve. Recuerdo perfectamente que elegí aquel bar porque no tenía televisión, ni tocadiscos, ni demasiadas luces. Recuerdo también haber pedido la primera copa. Después, no recuerdo nada más hasta la mañana siguiente, cuando me desperté. Había vomitado en la alfombra y encontré un agujero en la sábana, producido por un cigarrillo. En mi estupor, me percaté de que había estado a punto de morir de dos interesantes maneras: asfixiado o quemado. Aunque, en honor a la verdad, lo más probable es que no me hubiese dado cuenta de ninguna de las dos. —¡Jesús! —dijo el agente, con respeto. —Había sufrido una especie de apagón mental. Era el primero en mi vida. Pero siempre hay una señal al final del túnel, y nunca son muchos. Pero un alcohólico sabe muy bien que no es lo mismo que desmayarse, por ejemplo. Si así fuese, habría muchos menos problemas. No, cuando un alcohólico tiene un apagón, continúa haciendo cosas. Un alcohólico que sufre un apagón es como un diablillo trabajador, una especie de Fornit maligno. Puede hacer muchísimas cosas, como llamar a su mujer al trabajo y ponerla de vuelta y media, o conducir por la izquierda en una autopista y pegársela contra un autocar lleno de niños. Puede irse del trabajo o robar en una tienda o regalar su alianza de matrimonio. Son como diablillos que trabajan afanosamente sin cesar. »Lo que hice en aquella ocasión, aparentemente, fue irme a casa y escribir una carta. Sólo que esta vez no iba dirigida a Reg, sino a mí mismo. Y no fui yo mismo quien la escribió, para ser exactos. —¿Quién la escribió? —preguntó Meg. —Bellis. —¿Quién es Bellis? —Su Fornit —intervino Paul, con aire ausente. Sus ojos brillaban en la sombra, mirando a lo lejos. —Exactamente —dijo Henry, sin el menor asomo de sorpresa. Volvió a recrear la carta en el dulce aire de la noche para sus amigos, marcando los puntos y aparte con los dedos. »"Bellis te dice hola. Siento muchísimo que tengas tantos problemas, amigo mío, pero quiero decirte para empezar que no eres el único que los tiene. No es una tarea fácil para mí. Si lo deseas, puedo echarle Fornus a tu máquina de escribir de aquí


a la eternidad, pero darle a las teclas es trabajo tuyo, no mío. Dios creó a la gente precisamente para eso. Así que siento algo de compasión por ti, pero sólo algo. "Comprendo que estés preocupado por Reg Thorpe. Pero a mí no me quita el sueño, porque el encargado de protegerle es mi hermano Rackne. Thorpe está muy nervioso porque teme que Jane lo deje, pero es que es muy egoísta. Es la maldición del escritor: son todos unos malditos egoístas. A Thorpe no le preocupa en absoluto lo que será de Rackne si él se va. O si se convierte en un bonzo seco. Por lo visto, nunca se le ha pasado por la cabeza, tan inteligente, tan sensible. Pero, afortunadamente para todos nosotros, esos problemas tienen una solución muy fácil, por eso te tiendo mis pequeños brazos y te la brindo, mi borracho amigo. Tal vez lo que a TI te preocupe sean las consecuencias a largo plazo, pero te aseguro que no las hay. Todas las heridas son mortales. Toma lo que te es dado. A veces, te encuentras con un nudo en la cuerda, pero la cuerda siempre tiene un final. ¿Y qué? Bendice el nudo y no malgastes palabras maldiciendo la caída. Un corazón agradecido sabe que, al final, nos columpiamos todos. »"Debes pagarle a Reg el cuento tú mismo. Pero no con un cheque personal. Reg tiene problemas mentales bastante graves y quizás peligrosos, pero no es un estúpido —Henry se detuvo y deletreó, e-s-t-ú-p-i-d-o. Luego, prosiguió—. Si le das un cheque personal se dará cuenta del juego en nueve segundos. »Retira ochocientos dólares de tu cuenta privada y abre otra cuenta a nombre de Arvin Publishing Inc. Asegúrate de que el banco donde la abras te proporcione cheques que parezcan realmente profesionales, nada de fotos de perritos ni vistas del Mediterráneo. Busca un amigo, alguien de tu confianza, y autoriza su firma en tu cuenta. Cuando te remitan el talonario, haz firmar a tu amigo un cheque por ochocientos dólares. Después, se lo envías a Reg por correo. De momento, estarás a salvo." »Acababa así. Iba firmada por Bellis. No con una holografía, sino en letra de imprenta. —¡Jo...! —exclamó Paul de nuevo. —Cuando me levanté de la cama, lo primero que vi fue la máquina de escribir. Parecía que alguien la hubiese empleado como máquina fantasma en una película de tercera. La noche anterior era una máquina de oficina, negra, una Underwood, pero cuando me levanté (con una cabeza de las dimensiones de Dakota del Norte) era de un color próximo al gris. Las últimas frases estaban mal escritas y borrosas. Miré la carta y me dije que mi máquina estaba dando sus últimas boqueadas. Pasé un dedo por ella y me lo llevé a la boca. Después fui a la cocina. Sobre el mostrador había un paquete de azúcar abierto y una cucharilla. Había un reguero de azúcar entre la cocina y el estudio. —Alimentando a tu Fornit —comentó Paul—. Bellis era un goloso, o a ti te lo parecía.


Henry empezó a contar con los dedos. —Primero, Bellis era el apellido de mi madre. Segundo, lo del bonzo seco: era una expresión familiar que mi hermano y yo empleábamos de niños y nos servía para decir de alguien que estaba loco. »Tercero, y eso era lo peor, la manera de escribir la palabra estúpido. Es una de esas palabras en las que siempre me equivoco. Una vez conocí un escritor, asombrosamente culto, que, invariablemente, escribía nebera, con b, a pesar de las veces que le había corregido todo el personal de la oficina. Y para otro, doctorado en Princeton, horrendo siempre era horrendo. Meg soltó una carcajada alegre y avergonzada a la vez. —A mí también me pasa. —Lo que quiero decir —prosiguió Henry— es que las faltas de ortografía en un escritor son como sus huellas digitales literarias. Se lo podéis preguntar a cualquier corrector que haya revisado varios originales de un mismo autor. »No, Bellis era yo, y yo era Bellis. A pesar de todo, el consejo era magnífico. Pero había algo más. El subconsciente también deja sus huellas, aunque, en el fondo, hay también un desconocido. Un tipo raro que sabe mucho. Nunca en mi vida había visto la palabra co-firmante... pero allí estaba. Un día me enteré de que realmente existía y de que los bancos la usaban regularmente. »Tomé el teléfono para llamar a un amigo y una oleada de dolor me atravesó la cabeza. Pensé en Reg y en la historia de los teléfonos llenos de cristales de radio, y colgué en un segundo. Me duché, me afeité, me vestí lo mejor que pude y me miré al espejo nueve veces antes de salir; quería asegurarme de que mi aspecto era el de una persona normal. Después me fui a ver a mi amigo. A pesar de mis precauciones, el tipo no dejaba de observarme y de hacerme toda clase de preguntas capciosas. Supongo que hay cosas que una buena ducha, un perfecto afeitado y unas gárgaras interminables con Listerine no pueden borrar. Mi amigo trabajaba en un campo diferente del mío, lo cual era un gran alivio. Las noticias vuelan, ya sabéis. Y vuelan más de prisa dentro de los círculos en que uno se mueve. Además, si hubiera trabajado en el mismo negocio, se hubiera percatado de que Arvin Publishing Inc. era la empresa editora de Logan’s y le hubiera extrañado mucho y posiblemente me hubiera preguntado en que lío le estaba metiendo. Pero, afortunadamente, no era así. Me las arreglé para hacerle creer que Arvin era una pequeña aventura editorial mía en la que quería invertir algunos ahorrillos y publicar mi propia obra, ya que Logan’s estaba a punto de cerrar su sección literaria. —¿No te preguntó por qué la llamabas así? —interrumpió Paul.


—Sí. —¿Qué le dijiste? —Le dije —respondió Henry, con una sonrisa— que Arvin era el apellido de mi madre. Hubo una pequeña pausa. Luego, Henry continuó casi sin interrupción hasta el final. —De manera que esperé a que llegasen los cheques del banco, a pesar de que sólo necesitaba uno. Mientras, para pasar el tiempo, me dediqué a hacer ejercicio. Ya sabéis, coges un vaso, empinas el codo, vacías el vaso, bajas el codo, dejas el vaso, llenas el vaso, empinas el codo otra vez, vacías el vaso, etcétera. Hacía esa clase de ejercicio hasta que me daba con la cabeza en la mesa y me quedaba K. O. Ocurrieron también muchas otras cosas, pero las que realmente me preocupaban eran esas dos: esperar y empinar el codo. Por lo que recuerdo. Debo repetir esto y espero que me perdonéis por aburriros con ello, pero no perdáis de vista que pasé todo aquel tiempo alcoholizado y por cada cosa que recuerdo, debe de haber por lo menos sesenta de las que no tengo la menor idea. »Dejé el trabajo, un alivio para todos los que trabajaban conmigo, estoy seguro. Fue un alivio para ellos, porque les evité el mal trago de tener que echarme a la calle por loco, cuando en realidad lo hubieran hecho de todas formas al cerrar mi departamento. Para mí, porque nunca más volvería a ver aquel edificio, con los fluorescentes, el ascensor, los teléfonos, toda aquella electricidad. »Le escribí un par de cartas a Reg Thorpe y otras dos a Jane en un período de unas tres semanas. Recuerdo haber escrito las dirigidas a ella, pero no las demás. Como la carta de Bellis, fueron redactadas en momentos de apagón. Pero seguía aferrado a mis propias rutinas aun en plena borrachera, como a mis viejas faltas de ortografía. Nunca dejaba de hacer copias de todo lo que escribía.., y cuando, a la mañana siguiente, volvía a la máquina, las copias estaban allá. Y era como leer cartas de un extraño. »No es que fueran obra de un loco. En absoluto. La de la posdata acerca de la batidora era mucho peor. Comparadas con aquélla, éstas eran casi razonables. Henry hizo una pausa y sacudió la cabeza, lentamente con dificultad. —¡Pobre Jane Thorpe! Las cosas no parecían ir tan mal hacia el final de los acontecimientos. Debía de creer que el redactor de su marido estaba haciendo algo muy humano y muy hábil al seguirle la corriente para evitar que se fuera hundiendo paulatinamente en su depresión. Alguna vez tiene que haberse planteado la cuestión de si era o no buena idea seguirle la corriente a alguien con fantasías paranoicas (fantasías, que, por otra parte estuvieron a punto de culminar en el ataque a una niña). De ser así, decidió, sin duda, ignorarla por completo tal vez por


que también ella le estaba siguiendo la corriente. De todos modos, nunca la he culpado de nada. Porque Reg no representaba para ella tan sólo el sustento, ni le tenía por un idiota al que había que exprimir hasta dejarle en los huesos. No. Estaba realmente enamorada de su marido. A su manera Jane Thorpe era una auténtica señora. Después de compartir su vida con Reg desde los Tiempos Difíciles, pasando por los Tiempos de Triunfo hasta llegar al Tiempo de la Locura, hubiera coincidido con Bellis en bendecir la cuerda y no perder el tiempo maldiciendo la caída. Naturalmente, mientras más cuerda te den más dura será la caída final, pero aun una caída puede ser una bendición, lo reconozco. »Porque, ¿quién quiere morir estrangulado? »Recibí respuesta de los dos en el mismo período. Eran unas cartas notablemente luminosas aunque la luz tenía ya una cualidad extraña, casi final. Daban la impresión de... bueno dejémonos de filosofía barata. Si doy con la fórmula adecuada para expresar lo que quiero decir, lo haré. Por ahora, dejémoslo así. »Reg se llevaba divinamente con sus vecinos. Iba a verles cada noche y, para cuando las hojas empezaron a caer los chicos estaban convencidos de que Reg era Dios en persona. Cuando no jugaban a las cartas o a la pelota, hablaban de literatura, en lo que Reg les llevaba la delantera con mucha ventaja, como es natural. Reg se había comprado un perrito y lo sacaba a pasear por la mañana y por la noche, de modo que conoció mucha gente del barrio con la que se detenía a hablar del animal. La gente que al principio lo había tomado por un bicho raro, empezó a cambiar de opinión. Cuando Jane sugirió un día que, puesto que no disponía de electrodomésticos, necesitaba cierta ayuda, Reg accedió enseguida. Jane se maravilló de la facilidad con que había acogido la idea. No era cuestión de dinero (después del éxito de Imágenes del sub mundo, les sobraba), era cuestión, pensaba Jane, de ellos. Ellos estaban en todas partes, eran la obsesión de Reg y ¿qué mejor agente podían enviar que una mujer de la limpieza, que se metería en todos los rincones de la casa y miraría debajo de la cama y dentro de los armarios y seguramente también en los cajones, de no ser porque los tenía cerrados con llave y claveteados, para mayor seguridad? »Pero Reg le dijo que sí, le dijo que se sentía como un animal sin sensibilidad alguna por no haber pensado en ello antes, aunque, y Jane hizo hincapié al decirme esto, la mayor parte de los trabajos pesados, como lavar a mano, los haría él mismo. Reg sólo puso una condición: la mujer de la limpieza no deberla entrar en su estudio con ningún pretexto. »Lo mejor de todo, y lo más alentador desde el punto de vista de Jane, era que Reg había vuelto al trabajo y estaba escribiendo una nueva novela. Había leído los tres primeros capítulos y los había encontrado maravillosos. Todo había empezado, según me explicó, al aceptar yo "La balada del proyectil flexible" para su publicación en Logan’s. El período anterior había sido bastante deprimente y Jane me estaba profundamente agradecida.


»Estoy seguro de que me estaba sinceramente agradecida, pero su gratitud carecía de un punto de cordialidad Y la luminosidad de su carta se perdía en algunos pasajes... o sea, que otra vez estamos en lo mismo. La luz de su carta tenía algo de la de los días nublados en que se espera una lluvia abundante. »Todas aquellas buenas noticias... los juegos con los vecinos, el perro, la mujer de la limpieza, la novela reciente... Jane era demasiado inteligente, a pesar de todo, para creer realmente que Reg estuviera mejorando.., al menos, eso pensaba yo, aun en mi propia niebla. Reg presentaba síntomas de psicosis. La psicosis es, en cierto sentido, como el cáncer de pulmón. Ninguno de los dos se cura, aunque tanto los cancerosos como los locos tengan días mejores y peores. —¿Te queda otro cigarrillo, guapa? —pidió Henry. Meg le dio otro cigarrillo. —Después de todo —prosiguió, sacando el encendedor—, los signos de su idée fixe estaban presentes. No tenían teléfono, ni electricidad. Reg había cubierto los interruptores con cinta aislante. Seguía poniéndole comida a la máquina de escribir con la misma regularidad con que se la ponía al perro. Los estudiantes de al lado creían que era un tipo genial, pero los estudiantes de al lado no le habían visto nunca por la mañana, cuando recogía el periódico con guantes de goma por miedo a las radiaciones. Ni le habían oído gemir en sueños, ni le habían tenido que calmar cuando se despertaba gritando a causa de unas horrorosas pesadillas que luego no conseguía recordar. »Tú, Meg, te has estado preguntando por qué Jane seguía con Reg. Aunque no lo hayas dicho, lo piensas. ¿Tengo razón o no? Meg asintió. —Sí. Y no te voy a ofrecer una larguísima tesis sobre sus motivos. Lo mejor de las historias reales es que basta con decir «esto es lo que sucedió» y dejar que la gente se pregunte el por qué de todo ello. En general nadie sabe por qué las cosas suceden de determinada manera... especialmente quienes creen saberlo. »Pero en términos de la propia percepción selectiva de Jane, las cosas habían mejorado notablemente. Tuvo una entrevista con una mujer negra de mediana edad para tratar la cuestión de la limpieza y le habló con toda la franqueza posible de las rarezas de su marido. La mujer, Gertrude Rulin, se rió y contestó que había trabajado para gente mucho más rara. Jane pasó la primera semana en que Gertrude trabajó en la casa, como si hubiera estado de visita en casa de un extraño, esperando que ocurriera lo peor en cada momento. Pero Reg fascinó a Gertrude, lo mismo que había fascinado a sus vecinos, hablándole de su trabajo, de la iglesia, de su marido, de su hijo menor, comparado con el cual, según Gertrude, Atila era Blancanieves. Había tenido once hijos, pero la diferencia de edad entre Jimmy y el


siguiente hermano era de nueve años. Lo que creaba infinidad de problemas a la pobre mujer. »Reg parecía mejorar, al menos si mirabas las cosas desde su mismo punto de vista. Pero estaba tan loco como siempre, lo mismo que yo. Puede que la locura sea un proyectil flexible, pero cualquier experto en balística os dirá que no hay dos balas exactamente iguales. En una de sus cartas, Reg dedicaba unas pocas líneas a su nueva novela y el resto a los Fornits en general, y a Rackne en particular. Especulaba sobre la posibilidad de que ellos no quisieran su Fornit para matarlo, y pretendiesen, en cambio, capturarlo vivo con el propósito de estudiarlo en profundidad. Acababa la carta con esta frase: "Tanto mi apetito como mi visión de la vida han mejorado inmensamente desde el inicio de nuestra correspondencia, Henry. Te estoy muy agradecido. Afectuosamente tuyo, Reg". Y debajo una posdata preguntando, de paso, si ya tenía ilustrador para su relato. Me sentí culpable y me metí inmediatamente en un bar, para olvidar todo aquello. »A Reg le preocupaban los Fornits. A mí, los cables. »Le escribí una carta en la que sólo mencionaba los Fornits de pasada. Por entonces, realmente le seguía la corriente. Ésa era la verdad. Un duende con el apellido de mi madre y mis propias faltas de ortografía no bastaban para despertar todo mi interés. »Lo que me intrigaba cada vez más era el tema de la electricidad, las microondas, las ondas de radio y las interferencias de los electrodomésticos pequeños, las radiaciones de bajo nivel y Dios sabe cuántas cosas más... Iba a la biblioteca y me llevaba libros sobre el tema, los compraba. Había una gran cantidad de cosas inquietantes.., que era precisamente lo que yo buscaba. »Hice desconectar el teléfono y la electricidad. Durante un tiempo, eso me ayudó, pero una noche en que entré en mi dormitorio dando tumbos, con una botella de whisky en la mano y otra en el bolsillo de la chaqueta, vi aquel ojillo rojo que me espiaba desde el techo. ¡Dios mío, por un minuto creí que iba a tener un ataque al corazón! Al principio, me pareció un inmenso gusano colgado allí arriba, un gusano enorme con un ojo brillante. »Tenía una linterna de gas y la encendí. Enseguida entendí lo que ocurría. Sólo que, en lugar de sentirme aliviado, me sentí peor. En cuanto pude examinarlo, empecé a tener prolongados y agudos estallidos de dolor en la cabeza —como ondas de radio—. Por un momento, fue como si mis ojos se volviesen dentro de sus órbitas para ver el interior de mi cerebro, donde las células fumaban, se ponían negras y morían finalmente. El ojo pertenecía a un detector de humos, un aparato aún más nuevo en 1969 que un horno microondas. »Cerré el apartamento y bajé por las escaleras. Aunque vivía en un quinto piso, me había acostumbrado a no usar el ascensor. Llamé a la puerta del encargado. Le dije que quería que me quitara aquella cosa de allí, que lo quitara inmediatamente, que


lo quería fuera esta noche, que lo quería fuera dentro de una hora. Me miró como si me hubiera vuelto completamente (perdonadme la expresión) bonzo seco. Naturalmente, ahora entiendo por qué. El detector de incendios debía procurarme la felicidad, debía hacerme sentir más seguro. Ahora se coloca obligatoriamente y por ley, pero entonces era un Gran Paso Adelante, pagado por la asociación de vecinos. »El portero lo retiró, lo que no tomó demasiado tiempo, pero sin quitarme los ojos de encima, y alcancé, hasta cierto punto, a percibir sus sentimientos. Llevaba barba de días, el pelo engrasado, apestaba a alcohol y mi abrigo estaba increíblemente sucio. Por otra parte, debía de saber que había dejado mi trabajo, que había renunciado al televisor y que había desconectado el teléfono y la electricidad. Con toda razón, pensaba que estaba como una cabra. »Puede que estuviera loco, pero, al igual que Reg, no era estúpido: sustituí la falta de lógica por el encanto personal. Ya sabéis que los redactores tienen encanto a raudales cuando quieren. Además, no me era muy difícil subsanar cuantos disgustos ocasionaba con billetes de diez dólares. Por otra parte, nadie desconocía la situación y durante las dos semanas que siguieron a lo del detector de humos, las últimas que pasé en aquel edificio, por cierto, ningún miembro de la asociación de vecinos se me acercó para pedirme aclaraciones o presentarme quejas. Supongo que esperaban que les persiguiera con un cuchillo de carnicero. »Pero todo aquello era secundario para mí aquella noche. Me senté a la luz de la lámpara de gas, la única luz de que disponía en las tres habitaciones de que constaba mi apartamento, sin contar la de Manhattan, que llegaba por las ventanas. Me senté con una botella en la mano, un cigarrillo en la otra, mirando el lugar del techo en que había estado el detector de humos con su único ojo rojo, un ojo tan poco conspicuo durante el día que ni siquiera me había dado cuenta de su presencia. Pensé que, seguro como estaba de que la electricidad había sido desconectada del apartamento, el detector había escapado a todo control y, si un objeto eléctrico había escapado al control, debía haber más. »Pero aun en el supuesto de que no hubiera más objetos eléctricos en mi apartamento, todo el maldito edificio estaba tan lleno de cables, como un enfermo de cáncer lo está de células mortíferas y órganos podridos. Cerraba los ojos y los veía, brillando débilmente, de un verde fosforescente. Y más allá, la ciudad toda. Un cable, inofensivo en sí mismo, conectado a un interruptor... que conectaba con otro cable, un poco más grueso, que conducía hasta el sótano, donde se conectaba con una caja unida a un cable todavía más grueso, que a su vez se unía con otros muchos en la calle, cada vez más y más gruesos... »Cuando recibí la carta de Jane diciéndome que Reg había cubierto todos los interruptores con cinta aislante, una parte de mi mente reconocía que ella lo tomaba como un síntoma más de la locura de Reg, y esa parte sabía que había que responder como si toda mi mente dijera que sí, que estaba en lo cierto. Pero la otra parte de mi mente, que ya por entonces pesaba más que la anterior, decía: "¡Qué


magnífica idea! ". Al día siguiente, hice lo mismo con todos los interruptores de mi apartamento. Y no olvidéis que de mí se esperaba que ayudase a Reg Thorpe. ¿No os parece divertido? »Aquella misma noche decidí abandonar Manhattan. Mi familia poseía una vieja casa, deshabitada durante la mayor parte del tiempo, en los montes Adirondacks, y me pareció el lugar ideal para empezar una nueva vida. Lo único que me retenía en Nueva York era el cuento de Reg Thorpe. «La balada del proyectil flexible» era el salvavidas que mantenía a Reg a flote en un mar de demencia. Pero era también mi propio salvavidas. Me propuse publicar el relato en otra revista y, una vez hecho eso, salir de la ciudad como alma que lleva el diablo. »Fue en este punto de la no demasiado famosa correspondencia Wilson-Thorpe cuando por fin estalló la tragedia. Éramos como un par de drogadictos en plena agonía comparando los méritos de la heroína con los de la mescalina, por ejemplo. Reg tenía Fornits en su máquina de escribir. Yo los tenía en las paredes. Y los dos, los teníamos en la cabeza. »Además, estaban ellos, no lo olvidéis. Al cabo de un tiempo de ir con el relato a cuestas por las redacciones de otras revistas, decidí que entre ellos se contaban todos los editores de revistas de ficción de Nueva York, que, hacia finales de 1969 no eran muchos. De haberlos reunido, se los habría podido eliminar a todos con una sola bomba, idea que cada vez me parecía más brillante. »Tardé cinco años en entender las cosas desde el punto de vista de ellos... Me peleé con el portero, al que sólo veía cuando se me estropeaba la calefacción y por Navidades, cuando subía a buscar su aguinaldo. Y los otros... Lo irónico del caso es que, en su mayoría, eran amigos míos. Jared Baker era redactor auxiliar de Squire por aquel entonces y él y yo habíamos formado parte de la misma compañía de tiro durante la segunda guerra mundial, por ejemplo. Aquellos tipos, al enfrentarse a mi nueva personalidad, no sólo se sentían incómodos: estaban estupefactos. Si me hubiera limitado a enviar el relato de Reg por correo, con una carta de presentación en términos elogiosos, es probable que hubiera logrado publicarla en poco tiempo. Pero no, eso no bastaba. Al menos, para aquel relato. Tenía que lograr lo mejor de lo mejor. En consecuencia, me dediqué a hacer visitas y ¿qué es lo que veían? Un ex redactor despeinado, sudado, apestando a alcohol, con caspa en el abrigo y un hematoma en la mejilla, producto de un encontronazo con la puerta del baño una noche en que me levanté a buscar la botella a tientas. Seguro que no les hubiese sorprendido en absoluto yerme con una camisa de fuerza. »Por si fuera poco, me negaba a conversar en sus oficinas. De hecho, no podía. El tiempo que había que pasar en un ascensor para subir cuarenta pisos me resultaba excesivo. Así que concertaba entrevistas con ellos como lo hacen los traficantes de drogas: en parques, en escaleras, en casa de Jared Baker o en una hamburguesería de la Cuarenta y Nueve. Jared, al menos, se hubiera sentido encantado de invitarme


a comer en un lugar decente, pero corría el riesgo de que, por mi aspecto, nos impidieran la entrada en el restaurante del caso. »Obtuve vagas promesas respecto del relato, seguidas por preguntas acerca de cómo me encontraba, si bebía mucho... Recuerdo, de una manera algo brumosa, haber explicado a unos cuantos redactores cómo la electricidad y las radiaciones afectaban el cerebro de la gente. Y cuando Andy Rivers, que era redactor de American Crossing, me dijo que debería ir a ver a un psiquiatra, le contesté que el que necesitaba un psiquiatra era él. —¿Ves la gente ahí fuera? —le pregunté. Estábamos en Washington Square—. Muchos, tal vez las dos terceras partes, tienen un tumor en el cerebro. Apostaría a que no comprarás el relato de Thorpe, Andy. No lograrás entenderlo. Tienes el cerebro hecho papilla y ni siquiera te has enterado. »Traía una copia del relato en la mano, enrollada como un periódico. Le di con ella en la nariz, como se le hace a un perro para castigarlo cuando se hace pipí en la alfombra, y me marché. Recuerdo que me gritó, pidiéndome que volviera y que tomásemos un café juntos para seguir hablando del asunto, y que, en la calle, pasé por delante de una tienda de discos, con toda aquella música en la acera, a pleno volumen, y los fluorescentes dentro, y poco a poco las palabras de Andy se fueron confundiendo con el ruido de dentro de mi cabeza y me dije una vez más que tenía que abandonar la ciudad lo antes posible o me encontraría yo también con un tumor en el cerebro y que lo único que deseaba, en aquel momento, era otro trago. »Aquella noche, al entrar en el apartamento, encontré una nota que alguien había deslizado por debajo de la puerta: "Váyase de aquí. Está usted loco de remate". La arrugué y la tiré a un rincón, sin inmutarme. ¿Sabéis? Los locos de remate tienen cosas más importantes por las que preocuparse que las notas anónimas de los vecinos. »Estaba pensando en lo que le había dicho a Andy sobre el relato de Thorpe. Cuanto más pensaba en ello y cuanto más whisky me echaba entre pecho y espalda, más razonable me parecía. «La balada» era divertida y fácil de leer, pero, bajo esta superficie, era realmente compleja. ¿Estaba yo verdaderamente convencido de que había otro redactor en la ciudad capaz de entenderla en todos los niveles? Tal vez antes lo creyera, pero ahora, después de haber abierto los ojos... Dudaba que hubiera lugar para entender y apreciar aquella pieza literaria en una ciudad tan llena de cables como la bomba de un terrorista. ¡Dios mío, no había más que cables sueltos por todos lados! »Me puse a leer el periódico con la poca luz diurna que quedaba, tratando de olvidar por un rato todo aquel maldito asunto, cuando mis ojos tropezaron en el Times con una información acerca de sustracciones de material radiactivo de diversas centrales nucleares.


»Allí estaba yo sentado, en la mesa de la cocina, dominado por la imagen de ellos en busca de plutonio como los buscadores de oro de 1849. Pero ellos no sólo pretendían volar la ciudad, no, sino que, no contentos con eso, trataban de fastidiar la cabeza de todo el mundo con una lluvia de plutonio. Eran los Fornits perversos y toda aquella radiactividad no era más que Fornus pernicioso, el peor de todos los tiempos. »Decidí que no, que no quería vender el relato de Thorpe después de todo. Al menos, no en Nueva York. Pensaba largarme de la ciudad en cuanto recibiera los cheques que había pedido. Cuando estuviera en otro lugar, podría empezar a enviarlo a revistas de otras ciudades. Sewanee Review podría ser un buen punto de partida. O tal vez Iowa Review. Después, podría explicarle las cosas a Reg. Reg comprendería. Eso parecía resolver el problema y me tomé un trago para celebrarlo. Después, el trago tomó un trago. Después, el trago se tomó al hombre. Es lo que se suele decir. Me quedaba un solo apagón mas. »Al día siguiente llegaron los cheques de la compañía Arvin. Rellené uno y fui a ver a mi amigo, el co-firmante. Naturalmente, tuve que soportar un nuevo interrogatorio casi policiaco por su parte, pero mantuve la calma. Yo sólo pretendía que me firmara el cheque, cosa que al fin hizo. A continuación me dirigí a una imprenta rápida e hice hacer papel de oficina con el membrete de la nueva empresa y sobres con una dirección de remitente. Escribí las señas de Reg a máquina (con alguna dificultad, ya que, si bien el azúcar para los Fornits había desaparecido, las teclas tenían tendencia a protegerse). Agregué una breve nota personal, diciendo que nunca había experimentado mayor satisfacción al enviar un cheque a un autor, cosa que era cierta, de todas maneras. Y que todavía lo es. Esto sucedía casi una hora antes de que lograra llevarla al correo. Estaba orgulloso de mi creación y del aspecto tan oficial que tenía, y no quería perder el contacto con ella. Nadie hubiera adivinado que un borracho maloliente, que no se había cambiado la ropa interior en diez días, hubiera sido capaz de una impostura tan perfecta. Henry hizo otra pausa, apagó el cigarrillo, miró su reloj. Entonces, con una extraña inflexión en la voz, como si fuera el revisor de un tren anunciando la llegada a una ciudad, añadió: —Hemos llegado a lo inexplicable. »Este es el punto de mi historia que más interesó a los dos psiquiatras y a los diversos especialistas en trastornos mentales con los que me vinculé durante los treinta meses siguientes de mi vida. Era lo único de lo que querían que me retractara, como prueba de recuperación mental. Uno de ellos llegó a decirme que era la única parte de mi historia que no podía ser explicada como una inducción errónea, una vez, claro está, restablecido mi sentido de la lógica. Al final me retracté porque sabía, aunque ellos no estuviesen de acuerdo, que realmente me estaba recuperando y ansiaba desesperadamente abandonar aquel sanatorio. Estaba convencido de que si no salía pronto de entre aquellas cuatro paredes, volvería a enloquecer. Así que me retracté, lo mismo que Galileo cuando le pusieron los pies


en el fuego, pero jamás me retracté en mi interior. No quiero decir que todo lo que voy a relatar a continuación sucediera realmente, pero sí que creo que ocurrió. Es un pequeño matiz, pero es crucial para mi... »Así que, amigos míos, he aquí lo inexplicable: »Me pasé los dos días siguientes haciendo preparativos para irme a vivir al campo. La idea de conducir un coche no me molestaba en absoluto, por cierto. De pequeño, había leído que, en caso de tormenta, el lugar más seguro contra los rayos es el interior de un coche, ya que los neumáticos actúan como aislantes casi perfectos. Todo lo que anhelaba era meterme en mi viejo Chevrolet, cerrar las ventanillas y alejarme rápidamente de la ciudad, que había empezado a ver como un inmenso relámpago. A pesar de todo, una parte de los preparativos consistía en quitar la bombilla de la luz interior, poner una cinta aislante en el porta bombillas y disponer las luces del coche de manera que no deslumbraran. »La noche antes de mi partida no quedaba en el apartamento más que la mesa de la cocina, la cama y la máquina de escribir, que había puesto en el suelo. No tenía intención alguna de llevármela conmigo. No creía que me hiciera falta y las teclas tenían toda la intención de continuar pegándose hasta el día del Juicio Final. Pensé que sería un estupendo regalo para el próximo inquilino, la máquina y Bellis en su interior. »Se ponía el Sol y todo el apartamento aparecía bañado por un extraño color. Yo estaba bastante borracho y llevaba otra botella en el bolsillo, para casos de emergencia. Pasé por mi estudio con la intención, supongo, de dirigirme al dormitorio y tenderme en la cama a pensar en los cables y la electricidad y las radiaciones y todos aquellos interesantes temas mientras tomaba otra copa y otra más y luego otra, hasta quedarme dormido. »Lo que yo llamo mi estudio era en realidad la sala de estar. La había convertido en mi habitación de trabajo porque tenía la mejor luz de todo el apartamento. Un gran ventanal, hacia el oeste, con una vista que se prolongaba hasta el horizonte. Era lo más parecido al Milagro de los Panes y los Peces en un apartamento en Manhattan, pero la vista era magnífica. Me encantaba, aun en días lluviosos, cuando la luz tenía un punto de melancolía. »Pero la cualidad de la luz era aquella noche inquietante. La puesta de Sol había bañado el apartamento con un resplandor rojizo. Luz de hoguera. La habitación vacía parecía excesivamente grande. Mis tacones resonaban sobre el parquet. »La máquina de escribir estaba en el centro del estudio y, al pasar junto a ella, advertí que había un trozo de papel arrugado en el rodillo. Me sobresalté, porque sabía que no había papel en la máquina cuando salí a comprar mi botella.


»Miré a mi alrededor, preguntándome si habría alguien más conmigo en el apartamento, algún intruso. Aunque no pensaba en intrusos, ni en ladrones, ni en delincuentes, sino.., en fantasmas. «Vi que faltaba un trozo de papel de la pared, a la izquierda de la puerta del dormitorio. Al menos, comprendí de dónde había salido el papel de la máquina: alguien lo había arrancado de la pared. »Estaba examinando el desgarrón en el papel, cuando oí un ruido, claro y definido, a mi espalda —,clac!—. Di un salto y giré sobre mis talones con el corazón en la boca. Estaba aterrado, aunque sabía perfectamente de dónde provenía aquel sonido. Cuando te has pasado la vida trabajando con máquinas de escribir, reconoces inmediatamente el sonido de las teclas contra el rodillo, aunque estés a oscuras. La noche se había cerrado casi por completo. Los oyentes de Henry no eran más que unos círculos borrosos, blanquecinos. Meg había estrechado entre las suyas una mano de su marido. —Me sentí... fuera de mí. Irreal. Tal vez era lo que se siente cuando se enfrenta uno a lo inexplicable. Me acerqué a la máquina muy, muy lentamente. Mi corazón galopaba. En cambio, tenía la cabeza más fría que de costumbre, casi helada. »¡Clac! Otra letra golpeó el papel. Esa vez la vi moverse. Era la tercera, empezando por la izquierda, de la fila superior. »Me arrodillé lentamente, sin apartar los ojos de la máquina. Las piernas me flaqueaban y tuve que hacer un gran esfuerzo para no perder el equilibrio y seguir allí arrodillado, con el sucio abrigo extendido a mi al rededor, como una debutante en sociedad que hiciera su primera reverencia. La máquina se movió un par de veces más, sin detenerse, hizo una pausa y marcó otra tecla. Cada ¡clac! resonaba en la habitación vacía como mis pisadas. »El papel estaba puesto en la máquina de modo que dejaba ver la cara encolada. Las letras eran poco claras, debido a la rugosidad de la cola, del papel y de los restos del yeso de la pared, pero pude leer: rackn. Pulsó una tecla más y la palabra quedó completa: rackne. »Entonces... —Henry se aclaró la garganta y sonrió levemente—. Después de tantos años, aún me resulta difícil contar esta historia. Bueno. El simple hecho, sin adornos literarios, es éste: vi salir de la máquina una mano. Una mano increíblemente diminuta. Salió de entre las letras B y N, en la fila inferior, cerrada, en forma de puño, y golpeó la barra del espaciador. La máquina saltó un espacio, muy rápida, y el puño desapareció en el interior. La mujer del agente lanzó una carcajada aguda.


—¡Cállate, Marsha! —la riñó su marido con dulzura. —Las teclas empezaron a moverse un poco más de prisa —prosiguió Henry— y al cabo de un rato creí oír jadear a la criatura que movía las palancas, jadear como quien hace un tremendo esfuerzo final, casi al borde del colapso. Pasaron unos minutos. La cinta apenas imprimía nada, los tipos se habían llenado de cola del papel, pero distinguí los caracteres. Deduje: «Rackne se está m». La letra «u» se pegó a la cola. La contemplé un momento y la levanté con mi propio dedo. No sé exactamente si no lo hizo el mismo Bellis. Creo que no. Pero no quería ver aquella mano en miniatura otra vez. Ni hablar de ver al duende entero: hubiese perdido la razón. Y no tenía fuerza en las piernas para salir corriendo. »¡Clac-clac-clac-clac-clac-clac! aquellos sonidos, y el jadeo del esfuerzo y, después de cada palabra, aquel puñito blanco y azul de entre la B y la N para golpear la barra del espacio. No sé cuánto duró aquello. Tal vez siete minutos. O diez. O tal vez toda la vida. »Al fin, cesó el tecleo y dejé de oír aquellos bufidos. Tal vez se hubiese desmayado... o marchado... tal vez hubiese muerto... de un ataque al corazón o algo semejante. Todo lo que sé es que el mensaje no estaba completo. Decía, todo en minúsculas: "rackne se está muriendo es el niño jimmy thorpe no lo sabe dile a thorpe el niño Jimmy está matando a rackne bel... ". Eso era todo. »Encontré la fuerza necesaria para ponerme de pie y salir de la habitación. A grandes pasos, de puntillas, como si Bellis se hubiera ido a dormir y el ruido de mis pisadas pudiera despertarlo para que volviera a escribir... y si eso ocurriera, yo empezaría a gritar hasta que me estallara la cabeza... o el corazón. »Tenía el coche abajo, con el depósito lleno de gasolina y con todo lo que había decidido llevarme, de manera que me senté al volante y recordé que tenía una botella. Las manos me temblaban de tal manera que, al sacarla del bolsillo, se me cayó, con tanta fortuna que cayó sobre el asiento y no se rompió. Me acordé de mis "apagones" y, amigos míos, os juro que eso era lo que deseaba en aquel momento y lo que conseguí. Recuerdo que bebí el primer trago de la botella. También recuerdo el segundo trago. Y recuerdo que puse la llave en el contacto y encendí la radio. En aquel preciso instante, Frank Sinatra cantaba Esa vieja magia negra, lo que iba como un guante a la situación. Me puse a cantar a dúo con Frank y tomé unos cuantos tragos más de la botella. El coche estaba estacionado junto a la esquina, y desde mi asiento veía cómo el semáforo cambiaba de color. No podía quitarme de la cabeza el tecleo de la máquina y el color rojo del apartamento. Y los jadeos en la máquina, como si alguien estuviera haciendo gimnasia dentro. Y el trozo de papel con la superficie rugosa y todavía llena de cola. Quería imaginar lo que había sucedido en el apartamento antes de que yo volviera, cómo había conseguido Bellis arrancar aquel trozo de papel de la pared, porque no había en todo el piso, el esfuerzo que le había costado desprenderlo y cómo se las habría arreglado para llevarlo hasta la máquina y colocarlo en el rodillo. Y nada de eso me producía el tan ansiado "apagón" y Frank había dejado de cantar, por lo que seguí


bebiendo y después oí un anuncio de Eddy el Loco y después Sarah Vaugham empezó a cantar Voy a sentarme a escribirme una carta a mi misma, lo que también parecía muy adecuado a las circunstancias, porque eso era lo que creía haber estado haciendo hasta hacía poco o, al menos, hasta aquella noche, cuando sucedió todo aquello que me dio que pensar y tuve que recapacitar sobre todo lo que me había estado sucediendo últimamente y seguí cantando a dúo con la buena de Sarah y seguramente fue a partir de aquel momento cuando empecé a despegar, porque en medio del segundo bis sin solución de continuidad empecé a devolver hasta las entrañas porque alguien me estaba golpeando en la espalda con las palmas de las manos y luego me levantaba los codos y los ponía detrás de mí y luego me los volvía a bajar y me bombeaba la espalda otra vez y era el camionero y cada vez que me apretaba con los puños sentía una gran arcada y todo subía y tenía ganas de vomitar y luego todo quería bajar otra vez, pero ya el camionero me levantaba los codos y todo salía fuera y no era whisky, sino agua de río y cuando por fin pude levantar la cabeza y mirar a mi alrededor eran las seis de la tarde, tres días después, y estaba tendido en la margen del río Jackson en Pennsylvania, a unos sesenta kilómetros al norte de Pittsburgh. El morro del coche había desaparecido en el agua. Todavía vela la pegatina de McCarthy en la ventanilla posterior. —¿Queda algo fresco, Meg? Tengo la garganta seca. Meg se levantó en silencio y fue a buscarle otro refresco. Dejándose llevar por un impulso se inclino y le besó en aquella mejilla arrugada de viejo cocodrilo. Henry sonrió y sus ojos se iluminaron en las sombras. Meg era una mujer bondadosa, gentil, y aquel brillo en sus ojos no logró engañarla. No es la alegría la que hace brillar así los ojos. —Gracias, Meg. Tomó un largo sorbo. Luego tosió, rechazando un cigarrillo que le tendían. —Ya he fumado bastante para toda la semana. Además, quiero dejarlo del todo. En mi próxima encarnación, claro. »El resto de mi historia no necesita ser contado. Tiene el único defecto que nunca debe tener un relato: es previsible. Bien, pescaron unas cuantas botellas de whisky del coche, buen número de ellas, vacías. Yo empecé a farfullar una interminable letanía de cables y de Fornits y de radiaciones y de Fornus y de radiactividad y de electricidad y, naturalmente, llegaron a la conclusión de que estaba loco de atar, y precisamente así era como estaba entonces. »Mientras yo conducía borracho por las autopistas de cinco estados, a juzgar por los recibos de gasolina que se encontraron en el coche, en Omaha estaban sucediendo otras cosas. Todo esto lo sé, naturalmente, porque me lo contó Jane Thorpe en sus cartas, ya que mantuvimos una prolongada y penosa correspondencia antes de vernos personalmente en New Haven, donde vive en la actualidad, poco después de que me dieran de alta en el sanatorio, tras mi retractación. Al final de aquella entrevista lloramos, el uno en brazos del otro, y fue


entonces cuando empecé a creer que podría reconstruir mi vida y tal vez hasta mi felicidad. »Aquel día, hacia las tres de la tarde, alguien llamó a la puerta de Reg. Era un repartidor de telegramas. El telegrama era mío, el último elemento de nuestra desgraciada comunicación. Decía: ME LLEGA INFORMACIÓN CONFIANZA. Alto. RACKNE ESTA MURIENDO. Alto. SEGÚN BELLIS ES EL NIÑO. Alto. SE LLAMA JIMMY. Alto. FORNIT SORNE FORNUS. HENRY. »Si os estáis preguntando qué sabía y cuándo lo había sabido, os diré que estaba al tanto de que Jane había contratado una mujer para la limpieza. No sabía (excepto por Bellis) ésta que tuviera un hijo que era como un diablo y que se llamaba Jimmy. Ya sé que es difícil creerme, pero no puedo probar lo que digo. En honor a la verdad, debo confesar que los psiquiatras que me visitaron durante dos años y medio tampoco me creyeron nunca. »Cuando llegó el telegrama, Jane había salido a hacer unas compras. Lo encontró en uno de los bolsillos de Reg, después de muerto. Tenía anotadas las horas de recepción y entrega, junto a una línea que decía: "Sin teléfono. Entregar original". Jane me dijo que, aunque el telegrama sólo tenía un día, estaba tan manoseado que parecía haber llegado un mes antes. »En Cierto sentido, el telegrama, esas cuatro frases, fueron el proyectil flexible que se alojó en el cerebro de Reg y fui yo quien lo disparó, desde Paterson, Nueva Jersey. Estaba tan completamente borracho que ni siquiera recuerdo haberlo hecho. »Durante las dos últimas semanas de su vida, Reg había llevado una vida que era el paradigma de la normalidad. Se levantaba a las seis, preparaba el desayuno para él y para su mujer y se ponía a escribir durante una hora. Alrededor de las ocho cerraba su estudio con llave y se iba a dar un largo paseo con el perro por los alrededores. Según parece, sus paseos eran de lo más apacible. Se detenía a charlar con cualquiera, llegaba a un bar cercano, ataba al animal fuera y se tomaba un café. Luego, seguía su camino. Raras veces volvía a casa antes de las doce. Muchos días, a las doce y media o la una. Al parecer, se esforzaba por no encontrarse mucho tiempo con Gertrude Rulin, que era una charlatana empedernida. Según Jane, su conducta nunca había sido tan rutinaria como empezó a serlo un par de días después de que Gertrude empezara a trabajar para ellos. »Hacía una comida ligera a mediodía, se tumbaba durante aproximadamente una hora, y luego escribía otras dos o tres horas. Por las noches, solía ir a visitar a los chicos de al lado, solo o con Jane, o iban al cine juntos, o bien se quedaban en casa leyendo. Se acostaban temprano; Reg, por lo general, un poco antes que Jane. Ella me escribió una vez que hacían muy poco el amor y casi siempre era insatisfactorio para ambos. Jane dijo: "Pero el sexo no tiene demasiada importancia para la


mayoría de las mujeres. Reg estaba trabajando intensamente y ése era un sustitutivo razonable para él. Diría que, vistas las circunstancias, aquéllas fueron las dos semanas más felices en cinco años". Estuve a punto de echarme a llorar al leer eso. »Yo no sabía nada acerca de Jimmy, pero Reg, sí. Reg lo sabía todo, salvo lo más importante: que el chico había empezado a acompañar a su madre al trabajo. »¡Qué furioso debe de haberse puesto al recibir mi telegrama! Después de todo, ellos habían llegado. Y, a juzgar por las apariencias, su propia mujer era uno de ellos, puesto que estaba en la casa cuando Gertrude y Jimmy se encontraban allí, y nunca le había mencionado la existencia del chico. ¿Qué es lo que me había escrito en una de sus primeras cartas? "A veces desconfío de mi mujer." »El día del telegrama, cuando Jane llegó a casa, Reg había salido. Había una nota sobre la mesa de la cocina: "Cariño, voy a la librería. Volveré para la cena". Aquellas palabras no despertaron sospecha alguna en Jane. Aunque, creo que, de haber leído el telegrama, precisamente la inocuidad de la nota podría haberle dado un susto mortal. Se habría dado cuenta de que Reg pensaba que se había pasado al enemigo. »Naturalmente, Reg no fue a ninguna librería. Fue a una armería del centro de la población. Compró un 45 automático y dos mil rondas de municiones. Habría comprado una ametralladora si hubiese estado a la venta. Pretendía proteger a su Fornit, ¿os dais cuenta?, protegerlo de Gertrude, de Jimmy e incluso de Jane. De todos ellos. »A la mañana siguiente, todo se desarrolló según la rutina de cada día. Jane notó que Reg se había puesto un jersey excesivamente grueso para el tiempo que hacía, pero nada más. El jersey le servía, claro está, para ocultar su pistola debajo. Se fue a pasear el perro con la pistola y las municiones. »Sólo que esta vez fue directamente al bar donde acostumbraba a tomar su café matutino, con el perro y sin detenerse en el camino para charlar con nadie. Ató el perro a la puerta trasera, donde se recibían las mercancías, y volvió a casa por calles apartadas. »Conocía el horario de los estudiantes y sabía que, a aquella hora, estaban todos fuera. Sabía también dónde guardaban la llave. Él mismo abrió la casa, se introdujo sin ser visto, subió al piso de arriba y desde allí empezó a vigilar su propia vivienda. »A las ocho y cuarenta vio llegar a Gertrude Rulin, que no estaba sola. La acompañaba su hijo. Jimmy Rulin, era un niño tan problemático, tan travieso, que el director de la escuela le había dicho a su madre que sería mejor que esperase otro año para empezar la enseñanza básica, con total desconsuelo de Gertrude, que hubiera deseado con toda su alma tener al niño bien lejos unas cuantas horas al día. Jimmy no tuvo más remedio que volver al jardín de infancia y durante la primera


mitad del año fue a las clases de tarde. Las dos escuelas de su zona estaban llenas y no había plazas disponibles. Gertrude, por otra parte, no podía ir a casa de los Thorpe por la tarde, porque tenía otra ocupación de dos a cuatro. De manera que convenció a Jane de que le permitiera ir con su hijo al trabajo hasta que encontrara una solución. Jane accedió, no sin cierta resistencia. Sabía que a Reg no le gustaría aquel arreglo, tal como, fatalmente, ocurrió. »Jane esperaba que Reg no le diese mayor importancia. Había estado tan amable últimamente... Pero, por otro lado, era posible que le diera un ataque. Y, si se llegaba a ese extremo, habría que introducir algunos cambios. Gertrude dijo que lo comprendía. Y Jane añadió: "Por el amor de Dios, no deje que el niño toque ninguna de las cosas de Reg". Gertrude respondió que no se preocupara, que el estudio estaba bien cerrado y que bien cerrado continuaría. »Reg debió de cruzar los patios de las dos casas como un pistolero cruza la tierra de nadie. Al pasar, vio a Jane y a Gertrude lavando ropa de cama en la cocina. No vio al pequeño. Se deslizó por un lado de la casa. No había nadie en el comedor. Tampoco en el dormitorio. Por fin, encontró al niño en el estudio, precisamente donde Reg esperaba encontrarlo. El chico se lo debía estar pasando en grande y Reg debió de haber considerado indudable que tenía delante a un agente de ellos. »El chico apuntaba al escritorio con una especie de pistola de rayos X. Reg oyó perfectamente los gritos de terror de Rackne dentro de la máquina. »Tal vez creáis que estoy añadiendo detalles de mi propia cosecha a la historia de alguien que ya ha muerto o, para decirlo de una manera más clara, que me lo estoy inventando. Pues os juro que no es así. Jane y Gertrude oían desde la cocina el ruido de la pistola de plástico que Jimmy blandía. Hacía unos cuantos días que no hacía más que correr por toda la casa disparando el maldito invento cada cinco segundos. Jane deseaba con toda su alma que se le acabaran las pilas al juguete. Tampoco había dudas respecto del lugar del que provenía el sonido: el estudio de Reg. »El chico era realmente una plaga bíblica, ya os lo podéis imaginar. Si se le prohibía entrar en algún sitio de la casa, no paraba hasta entrar precisamente allí, o morir de curiosidad. No tardó mucho en descubrir la llave del estudio de Reg que Jane dejaba sobre la repisa de la chimenea del comedor. Jane estaba segura de que Jimmy había entrado en el estudio varias veces. Recordó haberle dado una naranja cuando, días después, limpiando la habitación, encontró restos de la cáscara bajo el sofá. Reg no comía naranjas. Decía ser alérgico. »Jane dejó caer la sábana que estaba lavando en el fregadero y corrió hacia el dormitorio. Oyó el tacatacataca de la pistola iónica de Jimmy. El niño gritaba: "¡Te cogeré! ¡No puedes escaparte! ¡Te veo a través del CRISTAL!" Jane me dijo que oyó gritar algo. Un grito agudo, agudo, tan doloroso que era casi insoportable.


—Cuando oí aquello —me dijo—, supe que tenía que dejar a Reg costase lo que costase, porque, al final, los cuentos de brujas resultaban ciertos: la locura me estaba ganando. Porque era a Rackne a quien oía, aquel maldito niño estaba asesinando a Rackne con una pistola jónica de plástico que no costaba más de dos dólares. »La puerta del estudio estaba completamente abierta, la llave todavía en la cerradura. Aquel mismo día, un poco más tarde, vi una de las sillas del comedor junto a la chimenea, con huellas de las zapatillas de Jimmy por todas partes. Jimmy se había inclinado sobre la máquina de escribir, que era una de esas antiguas, de oficina, con los lados de cristal. Apuntaba con el cañón de la pistola por uno de los cristales laterales y disparaba dentro de la máquina, taca tacataca... De la máquina surgían leves pulsaciones luminosas. De pronto, entendí todo lo que Reg me había dicho sobre la electricidad, porque, a pesar de que aquel juguete funcionaba con unas sencillas pilas, percibí que de él salían oleadas de veneno que me atravesaban el cerebro, destrozándolo. —iYa te veo! —gritaba Jimmy con todo el entusiasmo de un chico de su edad, a la vez lleno de belleza y de horror—. ¡No te puedes escapar del Capitán Fu tu-ro! ¡Estás muerto, marciano! —y los gritos se fueron apagando, haciéndose cada vez más débiles, más lejanos... —í Jimmy, deja eso inmediatamente! —grité. »Jimmy dio un salto, asustado. Pero se volvió, me vio y me sacó la lengua. Entonces, volvió a disparar con la pistola a través del cristal. Tacataca taca y otra vez la maldita luz violeta. Gertrude se acercaba por el pasillo gritándole a su hijo que dejara aquello inmediatamente, que saliera del cuarto enseguida, que le iba a dar la paliza de su vida cuando, de pronto, la puerta de la casa se abrió violentamente y Reg apareció en ella vociferando como un poseso. Nada más verlo comprendí que se había vuelto loco del todo, que ya no había retroceso. Llevaba la pistola en la mano. —¡No le dispare a mi niño! —gritó Gertrude al verlo, tratando de arrancarle el arma de las manos, pero Reg le dio un golpe, lanzándola contra la pared. »Jimmy parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Seguía disparando con la pistola iónica, a través del cristal. Yo veía aquella luz púrpura metiéndose entre los oscuros mecanismos de la máquina y pensaba en esos arcos eléctricos que hay que mirar con gafas especiales para no quedar ciego. Reg entró en el estudio y me apartó de un manotazo, tirándome al suelo. —¡RACKNE! ¡ESTÁS MATANDO A RACKNE!—gritó.


Aun cuando Reg irrumpió en el estudio, aparentemente con la intención de matar al niño —me dijo Jane—, tuve tiempo para preguntarme cuántas veces habría entrado allí Jimmy, disparando sobre la máquina, mientras su madre y yo lavábamos sábanas o tendíamos ropa en el patio sin oír los gritos de desesperación de Rackne... del Fornit. »Jimmy no se detuvo siquiera cuando Reg entró como una tromba. Disparaba sobre la máquina, como si no quisiera perder su última oportunidad. Muchas veces, recapitulando los hechos de aquel día, he llegado a preguntarme si Reg no tendría razón respecto de ellos también; sólo que tal vez ellos estén siempre por allí y de vez en cuando se metan en el cerebro de alguien y le hagan hacer el trabajo sucio y se esfumen cuando lo han conseguido. Entonces, el que ha perpetrado el hecho mira a su alrededor, sorprendido, y dice: ¿Qué? ¿Yo? ¿Que he hecho? ¿Qué? »Y un segundo antes de la entrada de Reg en el estudio, el grito dentro de la máquina se convirtió en un chillido breve, agudísimo y vi salpicaduras de sangre en la cara interna del cristal, como si lo que hubiera allí dentro acabara de estallar, como dicen que estallaría un animal vivo si se le metiera en un horno microondas. Ya sé que parece increíble, demencial, pero te juro que vi el chorro de sangre contra el cristal, y luego su caída en un reguero lento y espeso. —¡Lo maté! —decía Jimmy, satisfecho—. ¡Lo maté! »Reg agarró al niño y lo lanzó de un solo golpe hasta el fondo del estudio, contra la pared. La pistola saltó de su mano, cayó al suelo y se partió en mil pedazos. Plástico y pilas, como era de esperar. »Reg vio la máquina de escribir y empezó a gritar. No era un grito de dolor o de furia, aunque algo de furia había en él, sino un grito de auténtica desolación. Se volvió hacia el chico, que había caído al suelo. Jimmy era una plaga bíblica, sí señor, pero, en aquel momento, no era más que un niño de seis años dominado por el más intenso terror. Reg apuntó al chico con la pistola y ya no recuerdo nada más. Henry acabó su bebida y colocó la botella a un lado, cuidadosamente. —Gertrude Rulin y su hijo recuerdan lo suficiente como para reconstruir lo que sucedió a continuación—siguió su relato—. Jane gritó: "jReg, NO!". Reg se volvió al oírla y Jane empezó a forcejear con él para arrancarle la pistola de las manos. Reg disparó, rozándole el codo izquierdo, pero Jane no cedió. Gertrude llamó a su hijo y éste corrió hacia las faldas de su madre. »Reg apartó a Jane y volvió a dispararle. La bala, esta vez, pasó junto al lado izquierdo de su cabeza. Un centímetro más a la derecha y la habría matado. No hay ninguna duda de que, de no haber sido por su intervención, Reg hubiera matado al niño y, con toda probabilidad, a la madre también.


»Reg realmente disparó sobre el pequeño cuando éste corría hacia los brazos de su madre, ya en el pasillo. La bala perforó la nalga izquierda del niño, en trayectoria descendente, pero sin tocar el hueso, salió y atravesó la pierna de Gertrude Rulin a la altura de la pantorrilla. Hubo muchísima sangre, pero, afortunadamente, las heridas no fueron graves. »Gertrude cerró la puerta del estudio de golpe y salió corriendo a la calle con el niño en sus brazos. Henry hizo una nueva pausa, pensativo. —O Jane estaba inconsciente en aquellos momentos o decidió olvidar deliberadamente todo lo sucedido. Reg se sentó en su sillón y apoyó el cañón del 45 contra su propia frente. Después, apretó el gatillo. La bala, no atravesó su cerebro convirtiéndole en un vegetal para toda la vida, ni rodeó el cráneo para salir por el otro lado sin lesión alguna. No. La fantasía era flexible, pero la bala final era todo lo rígida que puede llegar a ser una bala. Reg cayó de bruces sobre su máquina de escribir, muerto. »Cuando la policía irrumpió en el estudio, lo encontraron así. Jane estaba sentada en el suelo, en un rincón, semiinconsciente. »La máquina de escribir estaba cubierta de sangre, y presumiblemente también llena de sangre por dentro. Las heridas en la cabeza son muy escandalosas y muy feas. »Toda la sangre era del tipo O. »Ese era el tipo de Reg Thorpe. »Y ésta, señoras y caballeros, es mi historia. No puedo añadir nada más. En realidad, la voz de Henry se había convertido en un susurro grave y ronco. Hubo un silencio prolongado. Nadie se atrevió a decir una palabra, cosa que sucede a veces, cuando se quiere ignorar una revelación no deseada, o una situación embarazosa. Cuando Paul acompañó a Henry hasta el coche, no pudo evitar hacerle una pregunta que le estaba rondando por la cabeza. —El relato —dijo—. ¿Qué pasó al fin con el relato? —¿Te refieres al relato de Reg?


—Sí, «La balada del proyectil flexible». La causa de tanta desgracia. Ese era el verdadero proyectil, al menos para ti, ya que no para él. ¿Qué demonios pasó al final con un relato tan increíblemente bueno? Henry abrió la portezuela del coche. Era un Chevette pequeño, de color azul, con una pegatina en el guardabarros que decía: No PERMITAS A TUS AMIGOS CONDUCIR BORRACHOS. —No, nunca llegó a publicarse. Si Reg tenía alguna copia, debió de destruirla al recibir mi carta de aceptación. Teniendo en cuenta sus sentimientos paranoicos respecto de ellos, sería lo más lógico. »Yo llevaba conmigo el original y tres fotocopias cuando caí al río Jackson. En una carpeta. Si hubiera guardado la carpeta en el maletero, ahora tendría el relato, porque sólo se hundió la mitad delantera del coche. Aunque se hubieran mojado, se podrían haber secado después. Pero quería tenerlos cerca de mí, de manera que estaban sobre el asiento. Las ventanillas estaban abiertas cuando caí al agua, supongo que salieron del coche flotando y la corriente los arrastró hasta el mar. Prefiero pensar eso a creer que se pudrieron en el fondo del río, en medio de todos los desechos, o que se los comieron los peces, o cualquier otra posible y antiestética explicación. Pensar que el río los entregó al mar es mucho más romántico y bastante más improbable, pero todavía soy muy flexible en cuanto a lo que quiero pensar. »Por decirlo de alguna manera. Henry entró en el coche y se alejó. Paul se quedó allí, contemplando las luces traseras hasta que desaparecieron. Meg esperaba en la entrada de la casa, sonriendo indecisa. Tenía los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho, a pesar de la calidez de la noche. —Se han ido todos —dijo—. ¿Vamos dentro? —Vamos. A medio camino, Meg se volvió y dijo: —Tú no tendrás ningún Fornit en tu máquina de escribir, ¿verdad, Paul? Y el escritor, que algunas veces —a menudo— se preguntaba de dónde nacían las palabras, respondió con firmeza: —De ninguna manera. Entraron en la casa con los brazos entrelazados y cerraron la puerta a la noche.


El camión del tío otto Stephen King Es para mí un gran alivio escribir esto. No he dormido bien desde que encontré a mi tío Otto muerto y a veces he llegado a preguntarme si me he vuelto loco... o si me volveré. En cierto modo todo hubiera sido una suerte, de no tener aquí, en mi despacho, el verdadero objeto, donde puedo verlo, tocarlo, sopesarlo. Pero no quiero tocar eso. Aunque a veces lo hago. Si no me lo hubiera llevado de aquella casa, cuando huí de ella, podría creer que no todo fue más que una alucinación... un invento de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero ahí está. Pesa. Puedo sopesarlo en mi mano. Todo ocurrió realmente. La mayoría de los que lean estas memorias no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Encuentro que el hecho de que lo crean y mi alivio se excluyen mutuamente, así que me encantará contarles la historia. Crean hasta donde quieran. Cualquier cuento de horror debería tener un origen o un secreto. El mío tiene ambas cosas. Empezaré por el origen contando cómo mi tío Otto, que era rico según los cánones del condado de Castle, tuvo la idea de pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola habitación, sin agua corriente, en un camino apartado de una pequeña ciudad. Otto había nacido en 1905, era el mayor de los cinco hermanos Schenk. Mi padre, nacido en 1920, era el más joven. Yo fui el hijo menor de mi padre, nacido en 1955, así que tío Otto siempre me pareció viejísimo. Como muchos alemanes diligente, mis abuelos llegaron a América con algún dinero. Mi abuelo se instaló en Derry, por la industria maderera, que conocía bien. Ganó dinero y sus hijos nacieron en un hogar acomodado. Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que por entonces contaba veinte años, fue el único hijo que recibió la herencia completa. Se trasladó a Castle Rock y empezó a especular en bienes raíces. En el transcurso de los cinco años siguientes ganó mucho dinero negociando en madera y terrenos. Compró una gran casa en Castle Hill y disfrutaba de su posición de joven soltero, buen partido y relativamente apuesto (lo de «relativamente» lo digo porque llevaba gafas). Nadie le encontraba raro. Eso vino después.


La Depresión le perjudicó, no tanto como a otros, pero le perjudicó. Conservó su gran casa de Castle Hill hasta 1933, cuando la vendió porque un extenso terreno boscoso se había puesto a la venta a un precio irrisorio y se obstinó en comprarlo. El terreno pertenecía a la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra. La Papelera existe aún, y les aconsejaría que compraran acciones de la misma. Pero en 1933 la compañía ofrecía enormes terrenos a precio de saldo en un esfuerzo por mantenerse a flote. ¿Cuánta tierra quería mi tío? El título de propiedad original se ha perdido, y los cálculos difieren pero según lo que todos dicen, superaba los cuatro mil acres. La mayor parte se encontraba en Castle Rock, pero se extendía también hasta Waterford y Harlow. La Papelera pedía dos dólares y medio por acre si el comprador se quedaba con todo. El precio total sumaba diez mil dólares. El tío Otto no podía reunir aquel dinero, así que buscó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Si viven ustedes en Nueva Inglaterra conocerán el nombre Schenk y McCutcheon; hace tiempo que se vendió la compañía, pero hay todavía ferreterías Schenk y McCutcheon en cuarenta ciudades de Nueva Inglaterra, y serrerías Schenk y McCutcheon desde Central Falls hasta Derry. McCutcheon era un hombre corpulento con una gran barba negra. Usaba gafas, como mi tío Otto, y también había heredado dinero. Debió de ser bastante, porque entre él y mi tío Otto compraron todo aquel terreno boscoso sin ningún problema. Ambos eran, en el fondo, unos piratas, y se llevaban bien. Su sociedad duró veintidós años, hasta el año en que yo nací, y sólo conocieron prosperidad. Pero todo empezó con la adquisición de aquellos cuatro mil acres, y los exploraron en el camión de McCutcheon, recorriendo los caminos del bosque y siguiendo los pasos de los madereros, en primera la mayor parte del tiempo, tambaleándose sobre pasarelas y salpicándose al pasar por los charcos de agua, McCutcheon al volante la mayor parte del tiempo, y mi tío Otto el resto. Ignoro cómo McCutcheon se procuró aquel camión. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tenía una enorme cabina pintada de rojo, guardabarros y arranque eléctrico, pero si fallaba podía dársele a la manivela, aunque a veces se despistaba y podía romperte el hombro si no ibas con cuidado. Tenía unos seis metros de largo, con los laterales de la caja de estacas, pero lo que recuerdo mejor de aquel camión es el morro. Lo mismo que la cabina, era rojo como la sangre. Para llegar al motor había que levantar dos aletas de acero, una de cada lado. El radiador alcanzaba al pecho de un hombre alto. Era una máquina fea, monstruosa. El camión de McCutcheon se estropeó y fue reparado, volvió a estropearse y lo volvieron a reparar. Cuando por fin el Cresswell exhaló su último suspiro, lo hizo de forma espectacular.


McCutcheon y tío Otto subían por la carretera de Black Henry un día del año 1953 y, según la propia confesión de tío Otto, ambos estaban «rematadamente borrachos». Tío Otto puso la primera para subir por Trinity Hill. Aquello estuvo bien pero borracho como estaba no se le ocurrió volver a cambiar la marcha al emprender la bajada. El agotado y viejo motor del Cresswell se recalentó. Ni tío Otto ni McCutcheon se fijaron en que la aguja de la temperatura se había disparado. Al llegar al pie de la colina, una explosión hizo saltar las aletas del capó como si fueran las alas de un dragón rojo, y el tapón del radiador saltó hacia el cielo de verano. El chorro de humo se elevó como un géiser. Saltó el aceite sobre el parabrisas, inundándolo. Tío Otto pisó el freno, pero el Cresswell había adquirido la mala costumbre de perder líquedo de frenos y el pedal se hundió hasta el fondo. Como no veía nada se salió de la carretera, primero a una cuneta y luego fuera de ella. Si el Cresswell se hubiera calado, las cosas no hubiesen ido tan mal. Pero el motor siguió funcionando y los pistones petardearon como si fuese Cuatro de Julio y luego estallaron. Uno de ellos, según tío Otto, perforó su puerta. Por el agujero que le hizo podía pasarse el puño. Al final fueron a parar a un campo de flores amarillas. Hubieran disfrutado de una preciosa vista de las White Mountains si el parabrisas no hubiera estado cubierto de aceite Diamond Gem. Éste fue el último paseo del Cresswell de McCutcheon; jamás volvió a moverse de aquel campo. Los dos hombres se apearon para examinar los daños. Ninguno de los dos era mecánico, pero tampoco había que serlo para darse cuenta de que la herida era mortal. Tío Otto estaba abochornado, o al menos eso le dijo a mi padre, y ofreció pagar la reparación del camión. George McCutcheon le respondió que no dijese tonterías. McCutcheon estaba extasiado. Había echado un vistazo al campo, al paisaje de las montañas, y había decidido que aquél era el lugar donde construiría su hogar cuando se retirara. Se lo dijo así a tío Otto, con el tono que uno suele emplear para una conversación religiosa. Volvieron andando a la carretera y consiguieron que el camioncillo de la panadería Cushman, que pasaba a la sazón, les llevara de regreso a Castle Rock. McCutcheon dijo a mi padre que había sido un milagro, que el lugar perfecto que había estado buscando había estado allí todo el tiempo, en aquel campo ante el que pasaban dos o tres veces por semana sin mirarlo siquiera. La mano de Dios, insistió, sin imaginar que iba a morir en aquel campo dos años más tarde, aplastado por su propio camión... el camión que pasó a ser propiedad de tío Otto cuando McCutcheon murió. McCutcheon hizo que Billy Dodd enganchara su grúa al Cresswell y lo girara de frente a la carretera. Así podría velo, dijo, cada vez que pasara por allí, y saber que cuando Dodd volviera a engancharlo a la grúa para llevárselo definitivamente, sería porque llegaban los constructores para construir su casa. Era un sentimental, pero no lo suficiente para perderse la oportunidad de ganar un dólar. Cuando un año después, un maderero llamado Baker le ofreció comprar las ruedas del Cresswell, incluidos los neumáticos, McCutcheon aceptó sin pestañear los veinte dólares del maderero. También encargó a Baker que pusiera bloques bajo el camión para que se quedara levantado. Dijo que no quería pasar por delante y velo en el campo medio cubierto por el heno, las hierbas y las flores amarillas, como si se tratara de un trasto viejo. Baker lo hizo. Un año más tarde, el Cresswell se salió de sus bloques


y aplastó a McCutcheon. Los viejos del lugar disfrutaban contando la historia, y siempre agregaban que esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado los veinte dólares que había sacado de las ruedas. Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre llevaba trabajando diez años para Schenk y McCutcheon, y el camión que había pasado a ser propiedad de tío Otto, junto con todo lo que McCutcheon poseía, fue un punto de referencia en mi vida. Mi madre compraba en casa de Warren, en Brigton, y la carretera de Black Henry era el camino que llevaba allí. Así que todas las veces que íbamos, allí estaba el camión, en medio del campo, con las White Mountains al fondo. Ya no estaba sobre los bloques, pero la sola idea de lo que había ocurrido era suficiente para que un chiquillo de pantalón corto se echara a temblar. Estaba allí en verano; en otoño le rodeaban los olmos rojos, plantados en los tres lados del campo, como antorchas; en invierno, la nieve le llegaba hasta los faros, así que parecía un mastodonte debatiéndose en arenas movedizas; en primavera, cuando el campo era un lodazal, como un pantano, uno se preguntaba por qué no se hundía en la tierra. De no haber sido por la base de buena piedra de Maine, tal vez hubiera ocurrido así. Pero allí estaba, a lo largo de las estaciones de todos los años. Una vez incluso estuve dentro. Mi padre se detuvo a un lado de la carretera, un día en que íbamos camino de la feria de Fryeburg me cogió de la mano y me llevó al campo. Esto debió de ser en 1960 o 1961, supongo. Yo tenía miedo al camión. Había oído la historia de cómo había caído y aplastado al socio de mi tío. Lo había oído contar en la barbería, sentado inmóvil detrás de la revista Life que no sabía leer, escuchando a los hombres que contaban cómo había sido aplastado el viejo Georgie y cómo esperaban que hubiera disfrutado los veinte dólares que sacó de aquellas ruedas. Uno de ellos –pudo haber sido Billy Dodd, el padre del pobre Frank, dijo que McCutcheon parecía una «calabaza aplastada por la rueda de un tractor». Eso me obsesionó durante meses, pero mi padre, claro, no tenía la menor idea de ello. Mi padre sólo pensó que a lo mejor me gustaría sentarme en la cabina del viejo camión; se había fijado en cómo lo miraba todas las veces que pasábamos, y supongo que debió tomar mi miedo por admiración. Recuerdo las flores, con su vívido color amarillo apagado por el frío de octubre. Recuerdo el sabor gris del aire, un poco amargo, un poco picante y el color plateado de la hierba muerta. Recuerdo el rumor de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es el tamaño del camión, que cada vez parecía mayor y mayor... y la mueca de su radiador, y el rojo sangre de su pintura, el cristal turbio del parabrisas. Recuerdo que el miedo me envolvió en una oleada fría y gris cuando mi padre me cogió por debajo de los brazos y me subió a la cabina, diciéndome: «¡Condúcelo hasta Pórtland, Quentin, venga! » Recuerdo el aire resbalando sobre mi cara a medida que me subía y de pronto cómo el sabor límpido fue reemplazado por el olor del aceite Diamon Gem rancio, curo viejo, excrementos de rata y –lo juro- sangre.


Recuerdo mis esfuerzos por no llorar mientras mi padre me miraba sonriente, convencido de que me estaba proporcionando una gran emoción (como así era, aunque no del signo que creía él). Tuve la certeza de que se alejaría, o por lo menos que me daría la espalda, y que entonces el camión me comería... me comería vivo. Y lo que escupiría parecería masticado y desgarrado y... y como estallado. Como una calabaza aplastada por la rueda de un tractor. Empecé a llorar y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me consoló y me devolvió al coche. Me llevó en brazos, sobre el hombro, y mientras yo miraba el camión que se iba alejando, plantado allí en el campo, con su enorme radiador, y el gran orificio donde se metía la manivela, que parecía la cuenca de un ojo vacía, mal colocada, y quería poder decirle que había olido a sangre y que por eso había llorado. Pero no supe cómo decírselo. En todo caso, me temo que no me hubiera creído. Como un chiquillo de cinco años que creía aún en Papá Noel, en el Ratón Pérez de los dientes y en los Reyes Magos, también creía que el pánico que me había embargado cuando mi padre me aupó a la cabina del camión, procedía del camión. Me llevó veintidós años decidir que no fue el Cresswell el asesino de George McCutcheon, sino tío Otto. El Cresswell fue un punto de referencia en mi vida. Si explicabas a alguien cómo tenía que ir de Bridgeton a Castle Rock, le decías que para tener la seguridad de que iban por el buen camino, tenían que ver un viejo camión rojo, a la izquierda, plantado en un campo de heno a unas tres millas más o menos, después de salir de la 11. Con frecuencia solían verse turistas aparcados en la cuesta (a veces se quedaban anclados allá, siempre motivo para reírnos) fotografiando las White Mountains con el camión del tío Otto en primer término para hacer más pintoresca la vista... Durante mucho tiempo mi padre llamó al Cresswell »el Trinity Hill Memorial al Camión Turístico», pero luego lo dejó. Para entonces, la obsesión de tío Otto por el camión se había hecho excesiva para resultar divertida Esto en cuanto al origen. Ahora el secreto. De que él mató a McCutcheon es lo único de que estoy absolutamente seguro. «Despachurrado como una calabaza», decían los sabios de la barbería. Uno de ellos añadió: «Apuesto a que estaba arrodillado frente a ese camión rezando como uno de esos árabes a Alá. Estaban majaretas, los dos. Miren, si no, cómo terminó Otto Schenk, en aquella casita que creyó que la ciudad aceptaría como escuela, y tan tocado como una rata de cloaca. » Esto lo escuchaban con miradas cómplices, porque para entonces ya creían que tío Otto estaba chiflado..., oh sí, pero no había uno solo al que la visión de McCutcheon de rodillas ante el camión «como uno de esos árabes rezando a Alá», le pareciera sospechosa o excéntrica.


Los rumores son siempre algo peligroso en una pequeña ciudad; se acusa a la gente de ladrones, adúlteros, cazadores furtivos y estafadores por la más insignificante sospecha o la más absurda deducción. Estoy seguro de que casi siempre el rumor empieza por puro aburrimiento. Pienso que lo que evita que la cosa pase a ser grave y malintencionada –que es como muchos novelistas han pintado la vida en las pequeñas comunidades, desde Nathaniel Hawthorne- es que la mayoría de los chismorreos salidos de la línea telefónica común, las tiendas de alimentación y las barberías son curiosamente ingenuos... Es como si toda esa gente contara con la mezquindad y la bajeza, o la inventara, pero que la maldad auténtica y consciente estuviera más allá de su concepción, incluso cuando la tienen flotando ante sus ojos como la alfombra mágica de uno de esos árabes de las historias mágicas. Me preguntarán cómo sé que lo hizo. ¿Solamente porque estaba con McCutcheon aquel día? No. Por el camión Cresswell. Cuando su obsesión empezó a dominarle, se fue a vivir enfrente, en aquella casita... aunque en los últimos años de su vida sintió un miedo mortal del camión aparcado al otro lado del camino. Creo que tío Otto llevó a McCutcheon al campo, donde el Cresswell estaba sobre sus bloques, haciéndole hablar de sus planes para la casa. McCutcheon estaba siempre dispuesto a hablar de su casa y de su próximo retiro. Una compañía más importante que la suya les había hecho una buena oferta –no voy a decir su nombre, pero si lo hiciera la conocerían-, y McCutcheon quería aceptarla. Tio Otto no. Desde la primavera, ambos socios habían discutido la oferta. Creo que su desacuerdo fue la razón por la que Otto decidió deshacerse de su socio. Creo que mi tío se preparó para quel momento haciendo dos cosas: primero, minando los bloques que sostenían el camión y, segundo, clavando en el suelo delante del camión algo donde MxCutcheon pudiera verlo. ¿Qué clase de cosa? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Un trozo de cristal? No importa. Algo que relucía al sol. A lo mejor McCutcheon lo vio. Si no, pueden estar seguros de que tío Otto se lo hizo ver. «¿Qué es eso?» preguntaría, señalándolo. «No lo sé», contestaría McCutcheon. McCutcheon se arrodilló frente al Cresswell, igual que uno de ésos árabes rezando a Alá, intentando sacar el objeto del suelo, mientras mi tío se iba a la parte trasera del camión. Un empujón y todo se vino abajo, aplastando a McCutcheon, despachurrándole como una calabaza. Sospecho que era demasiado duro para morir fácilmente. En mi imaginación le veo bajo el capó del Cresswell, sangrando por la nariz y boca y las orejas, con sus ojos oscuros suplicando a mi tío que fuera en busca de ayuda. Rogando, suplicando... y finalmente maldiciendo a mi tío, jurándole que le mataría, acabaría con él... y mi tío allí, contemplándole, con las manos en los bolsillos, hasta que todo terminó. Después de la muerte de McCutcheon mi tío no tardó en hacer cosas que, en un principio, los sabios de la barbería calificaron de raras, luego de peculiares, y después como «extrañas locuras». Cosas que finalmente hicieron que se le


calificara, en el argot de la barbería como «tan loco como una rata de cloaca»; habían existido siempre, pero no parecía caber la menor duda de que sus peculiaridades empezaron justo en el momento en que murió McCutcheon. En 1965, tío Otto había hecho construir una casita de una sola habitación al otro lado de la carretera, frente al camión. Se habló mucho de lo que el viejo Otto Schenk estaría tramando allá arriba, en el camino a Black Henry, en Trinity Hill, pero la sorpresa fue general cuando tío Otto dio por terminada la casita haciendo que Chuckie Barger le diera una mano de pintura roja brillante y anunciando a continuación que era un regalo para la ciudad. «Una bonita escuela nueva», dijo, y lo único que pidió fue que le pusieran el nombre de su difunto socio. Los prohombres de Castle Rock se quedaron estupefactos. Los demás, también. Casi toda la gente de Castle Rock había ido a una escuela de una sola aula (o creían haber ido, que viene a ser lo mismo). Pero todas las escuelas de ese tipo habían desaparecido de Castle Rock en 1965. La última de ellas, la Escuela Castle Ridge, había cerrado el año anterior. Ahora era la Pizzería de Steve, en la carretera 117, Por entonces la ciudad poseía una escuela de cristal y cemento, en Carbine Street. Como resultado de su excéntrico ofrecimiento, tío Otto pasó de ser «raro» a un «condenado loco». Los concejales le enviaron una carta (ni uno solo de ellos se atrevió a visitarle en persona) dándole amablemente las gracias y confiando en que se acordaría de la ciudad en el futuro, pero rechazando la pequeña escuela, alegando que las necesidades educativas de los niños de la ciudad estaban perfectamente cubiertas. Tío Otto montó en cólera. ¿Recordar a la ciudad en un futuro?, protestó ante mi padre. Ya lo creo que se acordaría de ellos, pero no como esperaban. Él no se había caído de un carro de heno, no. Él sabía distinguir muy bien un halcón de una sierra. Y si lo que querían era enfrentarse a él en una competición de meadas, dijo, descubrirían que podía mear como una mofeta que acabara de beberse un barril de cerveza. -¿Y ahora qué? –preguntó mi padre. Estaban sentados ante la mesa de la cocina de nuestra casa. Mi madre se había llevado la costura arriba. Decía que tío Otto no le gustaba; decía que olía como un hombre que se baña una vez al mes, «y tan rico» añadía siempre con un respingo. Creo que su olor la molestaba de verdad, pero también pienso que le tenía miedo. En 1965 tío Otto había empezado a tener un aspecto tan peculiar como su comportamiento. Andaba vestido con un pantalón verde, de obrero, sujeto con tirantes, ropa interior de invierno y unos zapatones amarillos. Sus ojos se movían en direcciones opuestas mientras hablaba. -¿Eh? -¡Que qué vas a hacer con la casa ahora?


-Vivir en ella, maldita sea –respondió tío Otto, y así lo hizo. La historia de sus últimos años no tiene mucho que merezca contarse. Sufrió el tipo de locura y de fin que uno lee con frecuencia en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muere de inanición en un piso barato», «La pordiosera era rica, revelan los archivos del banco», «Olvidado prohombre de la banca muere en soledad». Se trasladó a la casita roja, que últimamente se había vuelto de un rosa pálido y apagado, a la semana siguiente. Un año después vendió el negocio por el cual había cometido un asesinato. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido del negocio no le había abandonado, y obtuvo una buena ganancia, mejor dicho impresionante. Así que allí estaba tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares, instalado en aquella casucha en la carretera de Black Henry. Su casa en la ciudad estaba cerrada a cal y canto. Ya había pasado de «condenado loco» a «rata de cloaca». La siguiente progresión se expresió de una forma menos colorida, más ominosa: «Puede que sea peligroso». Ésta va siempre seguida de la reclusión. A su manera, tío Otto se hizo tan célebre como el camión del otro lado del camino, aunque dudo que alguna vez los turistas quisieran fotografiarle. Se había dejado la barba, que se le volvió amarillenta, como teñida por la nicotina de sus cigarrillos. Había engordado mucho. Las mejillas le colgaban en una papada flácida. La gente solía verle de pie en el umbral de su extraña casita, solo, inmóvil, mirando el camino y el campo de enfrente. Mirando al camión... su camión. Cuando tío Otto dejó de venir a la ciudad, fue mi padre el que se preocupó de que no muriera de hambre. Le llevaba provisiones todas las semanas, y las pagaba de su propio bolsillo porque Otto nunca se las pagó... supongo que nunca pensó en ello. Papá murió dos años antes que tío Otto, cuya fortuna terminó yendo a la Universidad de Maine, departamento de bosques. Tengo entendido que se mostraron encantados. Teniendo en cuanta la cantidad, había que estarlo. Después de sacar mi carnet de conducir en 1972, con frecuencia le llevé sus provisiones semanales. Al principio tío Otto me miraba con suspicacia, pero pasado un tiempo empezó a distenderse. Fue tres años más tarde en 1975, cuando me dijo por primera vez que el camión se iba acercando a su casa. A la sazón yo asistía a la Universidad de Maine, pero en vacaciones de verano iba a casa y volvía a mi vieja rutina de llevarle las provisiones semanales. Estaba sentado ante su mesa, fumando, mirando cómo guardaba las conservas y escuchándome hablar. Pensé que tal vez había olvidado quién era yo; a veces lo


hacía... o lo simulaba. En una ocasión me puso la carne de gallina, gritándome desde la ventana: «¿Eres tú, George? », mientras yo subía hacia la casa. En aquel día de julio de 1975 interrumpió la conversación que mantenía con él para preguntarme con dureza: -¿Qué piensas de ese camión, Quentin? Lo inesperado de la pregunta provocó una respuesta sincera. -Cuando tenía cinco años me mojé los pantalones en la cabina de ese camión –dije. Y creo que si volviera a subir ahora, volvería a mojármelos. Tío Otto rió un buen rato. Me volví y le miré asombrado. No recordaba haberle oído reír nunca. Su risa terminó en un acceso de tos que le coloreó las mejillas. Luego me miró con ojos brillantes. -Se está acercando, Quent. -¿Qué, tío Otto? –pregunté. Creí que había dado uno de sus desconcertantes altos de un tema a otro, que a lo mejor quería decir que se acercaba Navidad, o el milenio, o el regreso de Cristo. -Ese maldito camión –contestó mirándome fijamente de un modo que no me gustó nada-. Cada año se va acercando más. -¿De verdad? –pregunté cauteloso, pensando que aquello era una idea bastante desagradable. Miré al Cresswell, al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains de fondo... y por un momento me pareció que realmente estaba más cerca. Después parpadeé y se esfumó la ilusión. El camión, naturalmente, estaba donde siempre. -Oh, sí –insistió-. Cada año se acerca un poco más. -Vaya. A lo mejor necesitas gafas. Yo no veo ninguna diferencia, tío Otto. -¡Claro que no la ves! Tampoco puedes ver cómo se mueve la aguja de las horas en tu reloj de pulsera, ¿verdad? Esa maldita cosa se mueve demasiado despacio para poder verla... a menos que la vigiles todo el tiempo. Exactamente como yo hago. -Me guiñó el ojo y me estremecí. -¿Y por qué iba a moverse? –pregunté. -Porque viene por mí, por eso. Ese camión me tiene siempre presente. Cualquier día entrará aquí y todo terminará. Me aplastará como hizo con Mac, y será mi final.


Esto me llenó de pánico. Su tono razonable fue lo que más asustó. El modo en que reaccionan los jóvenes ante el miedo es la broma. -Si tanto te preocupa, tío Otto, deberías trasladarte a tu casa de la ciudad –le dije, y por la forma en que le hablé nadie hubiera supuesto que tenía el espinazo erizado. Me miró, y luego al camión al otro lado de la carretera: -No puedo, Quentin –dijo-. A veces un hombre tiene que quedarse en su sitio y esperar a que le llegue. -¿Esperar qué, tío? –pregunté, aunque ya suponía que se refería al camión. -Al destino. –Y volvió a guiñarme el ojo, pero parecía muy asustado. Mi padre enfermó en 1979, con una dolencia de riñón que pareció mejorar justo unos días antes de que le matara. A lo largo de innumerables visitas a hospitales, en el otoño de aquel año mi padre y yo hablamos mucho de tío Otto. Mi padre había empezado a sospechar lo que realmente pudo haber ocurrido en 1955, sospechas que fueron la base de otras más serias. Mi padre no tenía la menor idea de la gravedad o la profundidad, de lo seria que se había vuelto la obsesión de tío Otto con el camión. Yo sí. Pasaba todo el día en la puerta de su casa mirándolo. Mirándolo como un hombre que mira su reloj para ver moverse la manecilla de las horas. En 1981 tío Otto había perdido la poca cordura que le quedaba. A un hombre más pobre ya le habrían encerrado hacía años, pero tanto millones en el banco hacen que se perdonen muchas locuras en una ciudad pequeña... especialmente si cierta gente cree que puede haber algo, en el testamento del loco, para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar seriamente sobre la posibilidad de internar a tío Otto por su propio bien. Aquella expresión lisa y mortífera, «quizá sea peligroso», ya pesaba más que «rata de cloaca». Había empezado a salir a orinar al borde de la carretera, en lugar de adentrarse en el bosque donde tenía su retrete. A veces amenazaba al Cresswell con el puño mientras lo hacía, y más de una persona al pasar en su coche pensó que tío Otto les amenazaba a ellos. El camión, con sus pintorescas White Mountains de fondo, era una cosa; tío Otto orinando al borde del camino, con los tirantes colgando hasta las rodillas, era algo distinto. Eso no era ninguna atracción turística. Para entonces ya vestía yo un traje de ciudad en lugar de los tejanos propios de un estudiante, en la época en que le llevaba las provisiones semanales, pero seguía llevándoselas. También traté de disuadirle de que dejara de hacer sus cosas en la carretera, por lo menos en verano, cuando toda la gente procedente de Michigan, Missouri y Florida solían circular por allí y le veían.


Pero no conseguí nada. No podía pensaar en estas nimiedades cuando tenía un camión por el que preocuparse. Su obsesión con el Cresswell era ya una fijación. Ahora aseguraba que ya estaba en su lado de la carretera... en mitad de su patio, según decía. -Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin –dijo. Lo vi, con la luz de la luna reflejada en su parabrisas, a pocos metros de donde yo yacía, y casi se me paró el corazón. Casi se me paró, Quentin. Le saqué fuera y le hice ver que el Cresswell estaba donde siempre había estado, al otro lado del camino donde McCutcheon había pensado edificar. No sirvió de nada. -Eso es lo que tú ves, muchacho –declaró con un loco e infinito desprecio, con un cigarrillo temblando en una mano y con los ojos girando alocadamente-. Eso es lo que tú ves. -Tío Otto –dije tratando de aligerar la cosa-, lo que ves es lo que recibes. Fue como si no lo hubiera oído. -El muy maldito por poco me atrapa –murmuró. Sentí un escalofrío. No tenía aspecto de loco. De desgraciado sí, y ciertamente aterrorizado... pero no loco. Por un momento me acordé de mi padre izándome a la cabina de aquel camión. Recordé el olor a aceite, cuero... y sangre-. Por poco me atrapa –repitió. Y tres semanas más tarde, lo hizo. Yo fui quien le encontró. Era un miércoles por la noche y yo había subido con dos bolsas de provisiones en el asiento trasero, como hacía casi todos los miércoles por la noche. Era una noche pegajosa y sofocante. De vez en cuando se oía tronar a la distancia. Recuerdo que me sentía nervioso mientras subía por la carretera de Black Henry en mi Pontiac, extrañamente seguro de que algo iba a ocurrir, ero tratando de convencerme de que sólo se trataba de la baja presión atmosférica. Di la vuelta a la última curva, y en el momento preciso en que la casita de mi tío apareció a la vista, experimenté una extraña alucinación... Por un instante creí que el condenado camión estaba en su patio, enorme y pesado con su pintura roja y sus podridos laterales. Busqué el pedal de freno, pero antes de que mi pie llegara a pisarlo parpadeé y la ilusión se desvaneció. Pero supe que tío Otto estaba muerto. Ni trompetazos ni destellos; sólo la simple convicción, como saber dónde están los muebles en una habitación conocida. Llegué al patio y bajé del coche, dirigiéndome a la casa a toda prisa.


La puerta estaba abierta; nunca cerraba con llave. Una vez le pregunté por qué lo hacía y me explicó, como se explica un hecho obvio a un tonto, que el cerrar la puerta no impediría la entrada del Cresswell. Yacía en la cama, a la izquierda de la única habitación, porque la cocina estaba a la derecha. Vestía sus pantalones verdes y la camiseta de invierno, con los ojos abiertos y vidriosos. No creo que llevara muerto más de dos horas. No había moscas ni apestaba, aunque el día había sido brutalmente caluroso. -¿Tío? –dije a media voz, sin esperar que me respondiera. Uno no yace en la cama con los ojos abiertos por gusto. Si algo sentí en aquel momento, fue alivio. Todo había terminado-. ¿Tío Otto? –insistí acercándome-. Tío... Me paré en seco al ver lo deformada que tenía la cara, hinchada y torcida. Viendo que sus ojos no miraban fijamente sino que tenía una expresión vacía, torcidos hasta el ventanuco que había encima de la cama. «Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin. Por poco me atrapa.» «Despachurrado como una calabaza», había oído decir a uno de los sabios de la barbería mientras yo, sentado, fingía leer la revista Life, oliendo el perfume de Vitalis y de la brillantina Wildroot. «Por poco me atrapa, Quentin.» Había cierto tufo allí... pero no de barbería, y no sólo el hedor de un viejo sucio. Olía a aceite, como un garaje. -¿Tío Otto? –musité, y mientras me acercaba a la cama, me sentí disminuir, no solamente en tamaño sino en años... veinte, quince, diez, ocho, seis y finalmente cinco. Vi mi temblorosa manita tenderse hacia su hinchada cara. Al tocar mi mano su cara, levanté los ojos y la ventana estaba ocupada por el brillante parabrisas del Cresswell, y aunque sólo fue un segundo, podría jurar sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí, asomado a la ventana, a menos de metro y medio de distancia. Apoyé los dedos en la mejilla de tío Otto, y el pulgar en la otra, porque quería investigar, su pongo, su extraña hinchazón. Cuando descubrí al camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en puño, olvidando que abarcaba la mandíbula del cadáver. En aquel instante el camión desapareció, se desvaneció como el fantasma que supongo era. Y en el mismo momento oí un espantoso ruido de chorro. Un líquido caliente me mojó la mano. Bajé los ojos y lo vi, y entonces empecé a gritar. De la


boca y nariz de tío Otto salía aceite a borbotones. También salía aceite por sus ojos, como lágrimas. Aceite Diamond Gem, el aceite reciclado que puede comprarse en garrafas de plástico de cinco litros, el aceite que McCutcheon había utilizado siempre para su Cresswell. Pero no era solamente aceite lo que le salía de la boca. Seguí chillando un rato, incapaz de moverme, incapaz de apartar mi aceitosa mano de su cara, incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa grande y grasienta que le salía de la boca... aquella cosa que había distorsionado tanto la forma de su rostro. Al fin cedió mi parálisis y salí huyendo de la casa, sin dejar de chillar. Crucé el patio corriendo hacia mi Pontiac, subí y me alejé del lugar. Las provisiones para tío Otto cayeron del asiento al suelo. Los huevos se rompieron. Fue milagroso que no me matara en los dos primeros kilómetros... Miré el cuentakilómetros y vi que rebasaba en mucho el límite de velocidad. Me paré y respiré profundamente hasta recuperar cierto control. Pensé que no podía dejar a tío Otto tal como lo había encontrado; despertaría demasiada curiosidad. Tenía que regresar. Además, he de reconocerlo, la curiosidad me embargaba. Una curiosidad malsana. Ojalá no la hubiera sentido, ojalá me hubiera resistido; en verdad, ojalá hubiera dejado que fueran y formularan sus preguntas. Pero volví. Me quedé unos minutos delante de su puerta... de pie, casi en el mismo lugar y en la misma postura que él solía adoptar cuando contemplaba aquel camión. Y allí llegué a esta conclusión: allá en el campo, el camión estaba en una posición distinta, ligeramente distinta. Luego entré. Las primeras moscas empezaban a revolotear y zumbar junto a su rostro. Podía ver las marcas de aceite en su cara: el pulgar a la izquierda, tres dedos a la derecha. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto al Cresswell, después fui hasta su cama. Saqué el pañuelo y borré las huellas. Luego me incliné y abrí la boca de tío Otto. Lo que cayó de ella fue una bujía Champion, una del viejo modelo Maxy-Duty, casi tan grande como un puño. La cogí y me la llevé. Ojalá no lo hubiera hecho, pero en aquel momento era presa del horror. Habría sido más aconsejable no tener ese objeto conmigo, en mi despacho, donde puedo verlo, cogerlo y sopesarlo... la bujía de 920 que saqué de la boca de tío Otto. Si no la tuviera conmigo, si no me la hubiera llevado cuando salí huyendo de la casita por segunda vez, quizá hubiera podido tratar de creer que todo (no solamente ver el Cresswell, desde la carretera, pegado a la casa como un enorme perro


colorado, sino todo) había sido únicamente una alucinación. Pero aquí la tengo; le da la luz. Es auténtica. Pesa. «El camión se acerca cada año un poco más», me había dicho tío Otto, y ahora me parece que tenía razón, pero ni siquiera tenía la menor idea de lo cerca que podía llegar el Cresswell. El veredicto de la ciudad fue que tío Otto se había suicidado tragando aceite, y fue la comidilla de una semana en Castle Rock. Carl Durkin, el encargado de la funeraria, dijo que cuando los médicos lo abrieron para la autopsia, encontraron casi un litro de aceite en su interior... y no solamente en el estómago. Todo su organismo estaba lubricado. Lo que la gente de la ciudad quería saber era qué había hecho con la garrafa de plástico. Porque jamás encontraron ninguna. Tal como he dicho, la mayoría de los que lean este relato no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Pero el camión aún sigue en su campo... y, créanlo o no, todo aquello sucedió.


La expedición Stephen King —Último aviso para la Expedición 701 —anunció una agradable voz femenina en el Vestíbulo Azul de la terminal de Port Authority, Nueva York. El edificio no había sufrido demasiados cambios en los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único agradable allí. —Es la Expedición para Whitehead, Marte —prosiguió la voz—. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala de embarque del Vestíbulo Azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documentos estén en regla. Muchas gracias. La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Cinco auxiliares del Servicio de Expediciones ofrecían vasos de leche a los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de los empleados de la compañía examinaba atentamente los papeles de un recién llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto, el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una especie de rampa que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo, desnudo, sin puertas. Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos esperaban en sus tumbonas, cerca de la salida. —Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la Expedición? —preguntó Ricky—. Lo habías prometido. —Sí, papá, lo habías prometido —añadió Patricia, con una risita estúpida. Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedicarse a los negocios y la misma constitución que un toro de lidia, los miró de soslayo, sin decir palabra. Tendido en su tumbona, con unos zapatos maravillosamente lustrosos, hojeaba sus papeles. El rumor de las conversaciones en voz baja y el apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por llenar completamente la sala.


Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió, aunque parecía tan asustada como Patty. «¿Por qué no?», se preguntó Mark. Era la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texaco Water, le había informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras, Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la familia en pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin después de arduas deliberaciones, decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos años que él tendría que pasar allí. Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos. Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco. —De acuerdo —dijo. Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía doce años y Pat, nueve. Pensó que, para cuando regresaran a la Tierra, el chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi no podía creerlo. Había decidido tras consultar con Marilys, que los niños asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los otros empleados de la compañía. Ricky podría participar en una excursión geológica a Phobos, situado a pocos meses de distancia. Increíble, pero tan cierto como que estaban allí en aquel momento. «¿Quién sabe? —se dijo—. Hasta es posible que me calme yo mismo.» —Por lo que sé, el Método de Expedición, o de Salto, como también se lo conoce, fue inventado por un individuo llamado Víctor Carune, hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial, para realizar investigaciones. Finalmente, el Gobierno —o las compañías petroleras— puso las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era bastante excéntrico. —¿Quieres decir que estaba loco? —preguntó Ricky.

—Sólo un poco loco —precisó Marilys, sonriendo a Mark. —¡Ah, ya! —Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin informar de sus hallazgos al Gobierno, y sólo habló de ellos porque se le acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención. —Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos el dinero —interrumpió Pat, riendo nuevamente.


—Exacto, cariño —replicó Mark, acariciándole tiernamente el flequillo. En aquel momento, entraron silenciosamente dos nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo brillante de los empleados de la empresa de viajes espaciales. Llevaban en una mesilla de ruedas un pulverizador de acero inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos por los faldones del mantel de la mesilla —Mark lo sabía— había dos bombonas de gas; en la bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un centenar de mascarillas desechables. Mark continuó hablando, con la esperanza de que su familia no reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos abiertos. Por otra parte, tampoco tenían otra alternativa. —Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un proceso de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las novelas de ciencia-ficción. En una de ellas, llamada Destino a las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la experiencia sólo con el pensamiento, mientras que, en la práctica, no es posible. En aquel momento los auxiliares aplicaron la mascarilla a una anciana, esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su tumbona. La falda se había levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el otro cambiaba la mascarilla usada por una nueva, lo que llevó a Mark a pensar en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitaciones de los moteles. Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara; había visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos seguían chillando hasta que las mascarillas les cubrían el rostro. No es que no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza. —Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubrimiento llegó en el momento oportuno —prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su padre, rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas. »El mundo estaba a punto de agotar las reservas de petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países del Oriente Medio, los cuales lo utilizaban como arma política. Habían formado un cártel petrolero al que llamaban OPEP. —¿Qué es un cártel? —preguntó Patty. —Pues... un monopolio —respondió Mark.


—Algo así como un club, cariño —interrumpió Marilys—. Pero sólo puedes pertenecer a ese club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo. —No me voy a detener a explicaros ahora cómo estaba el mundo en aquella época. Ya lo estudiaréis en la escuela. Pero era un verdadero caos. Sólo se podía utilizar el automóvil dos veces por semana, y la gasolina costaba quince dólares antiguos el galón... —¡Diablos! —exclamó Ricky—. Ahora sólo cuesta tres o cuatro centavos, ¿no es así, papá? Mark sonrió. —Precisamente por eso vamos a donde vamos. En Marte hay petróleo para ocho mil años más, y en Venus para otros veinte mil... De todos modos, ese combustible ya no es tan importante. Lo que realmente necesitamos ahora es... —¡Agua! —chilló Patty. El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles y le sonrió durante un instante. —Exacto —replicó Mark—. Porque entre los años 1960 y 2030 contaminamos casi toda el agua de que disponíamos. El primer envío de agua de las capas de hielo de Marte a la Tierra se conoce como... —Operación Paja —aclaró Ricky. —Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho antes se había utilizado el mismo procedimiento —el Salto— en la búsqueda de nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua representa la mayor parte de las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario. Pero entonces, era vital. Los chicos asintieron. —El caso es que estas cosas siempre habían estado allí, pero sólo pudimos conseguirlas cuando se inventó el teletransporte. Cuando Carune descubrió el proceso, el mundo se estaba sumiendo en una nueva Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron congeladas en los Estados Unidos por falta de calefacción. —¡Caramba! —comentó Patty, flemática. En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un hombre de aspecto tímido, con la finalidad de que se atuviera a sus indicaciones. Finalmente aceptó la mascarilla y cayó como muerto sobre su tumbona a los pocos segundos.


«Primerizo —pensó Mark—. Se adivina enseguida.» —Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas llaves, un reloj de pulsera y unos cuantos ratones. Los ratones le demostraron que había un problema... Víctor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría. Creía saber ahora lo que habían sentido Morse, Alexander Graham Bell, Edison..., pero su descubrimiento superaba los de sus predecesores, y en dos ocasiones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mundo eran los dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho, seguramente no le hubiese importado. Había habilitado un viejo granero como laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento. Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro enfebrecido las ideas giraban como un torbellino. Nada de lo que sucedió a continuación era totalmente inesperado. Una de las razones por las que el Gobierno le había asignado la mísera suma de veinte mil dólares al año era la posibilidad, hasta entonces no satisfecha, de la transmisión de partículas. Pero que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío! Aparcó la furgoneta frente al granero. En el asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIENDA DE ANIMALES DE STACKPOLE e imágenes de perros, gatos, cobayas y peces dorados. Carune agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio. Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar que no podía, recordó que lo había cerrado con llave. —¡Demonios! —aulló, buscándolas en los bolsillos del pantalón. Siempre olvidaba que una de las condiciones impuestas por el Gobierno al concederle la subvención era la de mantener su centro de investigaciones permanentemente cerrado con llave. Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado ante la que abría el granero. Así como el teléfono fue empleado por primera vez de una manera totalmente fortuita —Bell, al verter un poco de ácido sobre unos papeles y quemarse, gritó al


aparato: « ¡Watson, venga enseguida!»—, el primer teletransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuenta, Victor Carune teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos ciento cincuenta metros. Carune había instalado dos ventanillas, una a cada extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola jónica, de las que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos dólares. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño aproximados a los de un libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño pudiera ser de plomo. La idea consistía en disparar iones a través de la primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el experimento sólo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no tenía ni la menor idea. Estaba instalando la pistola iónica en su correspondiente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventanilla, sin darse cuenta. Habitualmente, no había problemas, pero, aquella mañana, Carune había accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido —el zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible—, hasta que sintió un hormigueo en los dedos. «No tenía nada que ver con una descarga eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo publicar antes de que el Gobierno le hiciera callar. El artículo apareció nada menos que en Mecánica Popular, y lo vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de mantener su invento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable deshilachado. Se parecía más a la sensación que se tiene al tocar una máquina que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.» «Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anular.» Carune, profiriendo un grito, había retirado la mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto sangre, aunque, obviamente, se trataba sólo de una alucinación. Al moverse, golpeó la pistola, que se estrelló contra el suelo. Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba trabajando demasiado, que estaba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que acababa de descubrir algo... muy importante. Carune no se atrevió a pasar los dedos por la ventanilla otra vez. De hecho, sólo lo hizo dos veces en su vida.


Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo, estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por el pelo y preguntándose si debía llamar a Carson, de Nueva Jersey, o a Buffington, de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás aceptaba conferencias a cobro revertido, pero quizás Buffington lo hiciera. De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cruzado el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla. Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones de embalaje. Parecía una especie de guillotina, sólo que de juguete y sin hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisiones, que era poco más que un transformador de partículas unido a un ordenador. Esto le recordó que... Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si bien el Gobierno le daba poco dinero, le proporcionaba tiempo de ordenador, algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo... «Volví a contemplar los cajones —escribió Carune en su famoso artículo— y después examiné las puntas de mis dedos. No había duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excepción de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno mismo?» —¿Y qué era? —preguntó Ricky. —Sí —añadió Patty—, ¿qué era? Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes de un hilo. Casi habían olvidado dónde se hallaban. Mark vio por el rabillo del ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito entre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y discutían. El zumbido y la máscara de goma recordaba demasiado a un quirófano, donde los cirujanos, con sus bisturíes, acechaban tras los anestesistas y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre alguno perdía los nervios. Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares, se marcharon sin volver la cabeza. Los empleados de la compañía tenían instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su propósito. Siempre había listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viajero entraba con su etiqueta sujeta a la camisa.


—Carune encontró dos astillas en su dedo índice —continuó Mark—. Las extrajo y las guardó. Una de ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se conserva en una vitrina herméticamente cerrada del Anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy cerca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros espaciales. —¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? —preguntó Ricky. —La nuestra —respondió Mark, sonriendo—. En Marte ha aterrizado un solo vuelo tripulado por el hombre, Ricky, una expedición francesa, alrededor del 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer objeto teletransportado a través del espacio. —Y después, ¿qué ocurrió? —preguntó Patty. —Pues, según cuentan, Carune echó a correr... Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y permaneció junto a ella unos segundos, sin aliento, el corazón saltándole en el pecho con fuertes latidos. «Tengo que serenarme —se dijo—. Concentrarme en esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo. » Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de terciopelo y eternamente vigilada por un circuito interno de televisión. Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo introdujo con precaución en la primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo lentamente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en una ilusión óptica. Llevaba impresas, sobre el barniz amarillo, unas letras en negro: EBERHARD FABER, nº 2. Cuando sólo quedaban las letras EBERH, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla. Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho inconteniblemente cuando lo tomó. Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió: ¡FUNCIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por quebrarse. Carune se echó a reír como un loco en el granero desierto; rió tanto que una bandada de golondrinas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo.


—¡Funciona! —gritó, corriendo de nuevo hacia la primera ventanilla. Agitaba los brazos como un poseso, blandiendo el lápiz quebrado en una mano—. ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y ES OBRA MÍA! ¡ES OBRA MÍA!

—Mark, no hables así a los niños —le reprochó Marilys. Mark se encogió de hombros. —Según cuentan, eso fue lo que dijo. no podrías dar una versión expurgada de los hechos? —Papá —interrumpió Patty—. ¿El lápiz también está en el Instituto? —¿No es verdad que los osos cagan en el bosque? —replicó Mark, tapándose la boca, fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad. Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente. Las risas de Patty habían perdido aquel tono nervioso, pensó Mark, aliviado. Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a reír también. A continuación, Carune experimentó con las llaves. Empezaba a pensar con claridad. Se preguntó si no habría llegado el momento de averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso. Vio pasar las llaves por la ventanilla y, exactamente en el mismo instante las oyó caer en el otro extremo, sobre el cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa, aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque la pistola había quedado hecha pedazos. Probó una de las llaves del candado que el Gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta. Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pequeño ordenador bajo la esfera. Veinticuatro botoncitos permitían efectuar cualquier operación matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Además de un magnífico cronómetro, un delicado mecanismo de precisión. Carune colocó el reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz.


El reloj reapareció instantáneamente al otro extremo. En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.37. Cuando Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor disponer de un ayudante junto a los cajones para certificar que no había alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el Gobierno lo cubriría de ayudantes. Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continuaba siendo dos. La raíz cuadrada de once no había variado: 3,3166247..., etcétera. Había llegado el momento de experimentar con los ratones. —¿Qué pasó con los ratones, papá? —preguntó Ricky. Mark dudó un momento. Tendría que andar con cautela si no quería asustar a sus hijos —y a su esposa— cuando faltaba ya tan poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien. —Como iba diciendo, surgió un pequeño problema... Si. El horror, la locura y la muerte. ¿Qué os parece, niños?

Carune colocó la caja con los ratones sobre un estante y miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Sólo le quedaba una hora y cuarto de ordenador. «Es increíble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes», pensó, echándose a reír. Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo situó delante de la ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una maldición, e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó por una grieta en el suelo, entre dos tablones. —¿Demonios! —gritó Carune. Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que dos ratones escaparan. Agarró otro ratón, esta vez por el cuerpo. Era físico, y no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente. El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue inútil: éste lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamente lo oyó caer sobre el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respirando débilmente. Carune se le acercó despacio. No estaba acostumbrado a


bregar con ratones, pero no hacía falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemente mal. (—El ratón no estaba, después de la experiencia, tan bien como al principio —dijo Mark, con una amplia sonrisa, que sólo Marilys percibió forzada.) Carune tocó el ratón. Era algo inerte —como paja o serrín—, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera. Carune chasqueó los dedos ante los ojillos rosados del ratón, que parpadeó varias veces.., y cayó muerto. —Así que Carune decidió probar con otro ratón —continuó Mark. —Y al primero, ¿qué le había pasado? —preguntó Ricky. Mark volvió a forzar una sonrisa. —Se le retiró con todos los honores —dijo. Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una bolsa de papel. Quería llevárselo al veterinario Mosconi aquella misma noche. Mosconi podría hacer una autopsia para averiguar lo ocurrido. El Gobierno desaprobaría la inclusión de un ciudadano particular en un proyecto que había sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había prestado, podía esperar. Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a verle y regresar. Pero eran las 2.03. Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la maldita autopsia. Carune construyó una especie de embudo, que fijó delante de la ventanilla de partida. (—En realidad —explicó Mark—, se trataba de la primera rampa jamás construida para realizar expediciones. —A Patty, la idea de que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le resultaba extraordinariamente divertida.)


El investigador dejó caer otro ratón al embudo. Bloqueó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos pocos momentos, el ratón pasó por la ventanilla y desapareció. Carune corrió hacia el otro extremo del granero. El animal estaba muerto. No había sangre ni edemas que indicaran que un cambio violento de la presión sanguínea hubiese roto algún órgano interno. Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera... Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había tardado una millonésima de segundo en aparecer en la segunda ventanilla. El reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por lo menos, aparentemente. El segundo ratón fue a reunirse con el primero en la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible. Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio reaparecer las patas... sólo las patas, que se aferraban desesperadamente al cajón. Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba rabiosamente vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, haciéndole sangrar. Devolvió el ratón a la caja y se desinfectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín. Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11. Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla, íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por el cajón, aunque tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por volver a incorporarse, sólo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más débilmente, hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto. Carune sintió un escalofrío. Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y lo introdujo de cabeza, pero sólo hasta la mitad. Lo vio reaparecer en el otro lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin


embargo, a sujetarlo si se ponía nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en cada extremo del granero. Carune corrió a ver el resultado en la segunda ventanilla. El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados estaban opacos, velados. Los bigotes no se movían. Al mirar desde detrás, Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas, los tejidos del esófago en movimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos, como escribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría constituir un magnífico instrumento de diagnóstico. Entonces advirtió que los movimientos del esófago del ratón habían cesado. Estaba muerto. Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa de papel, junto a los anteriores. «Basta ya de ratones —pensó—. Mueren si los introduces íntegros, tanto si los metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si sólo metes la mitad anterior. Pero, si metes sólo la parte trasera, conservan toda su vitalidad.» ¿Qué demonios estaría pasando? Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al hacer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que huelan algo que los fulmina. Pero, ¿ qué? No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo. Le quedaban cuarenta minutos antes de que le desconectaran el ordenador. Descolgó un termómetro que había en la pared, junto a la puerta de la cocina, y lo introdujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta grados, la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el asunto. Aún le restaban cinco minutos para la hora fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y girando agitados. Empujó la pecera hacia el interior de la ventanilla. La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de embalaje. Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nadaba lentamente cerca del fondo de la pecera, como aturdido. Segundos después flotaba también como su compañero. Carune iba a tomar la pecera cuando Percy sacudió débilmente la cola y volvió a nadar con indiferencia. Poco a poco, al parecer, superaba los efectos del proceso, fueran éstos los que


fuesen, y aquella noche, a las nueve, cuando Carune regresó de la Clínica Veterinaria de Mosconi, Percy parecía más vivo que nunca. Patrick había muerto. Carune le dio a Percy una ración doble de comida y enterró a Patrick en el jardín, con los honores de un héroe. Cuando por fin le desconectaron el ordenador, Carune decidió llegarse hasta la clínica de Mosconi, haciendo autostop. A las cuatro menos cuarto estaba en la carretera, con tejanos, una camisa a cuadros y bolsa de papel en la mano. Un coche del tamaño de una lata de sardinas frenó junto a él. Carune se acomodó en el interior. —¿Qué llevas en la bolsa, amigo? —preguntó el conductor. —Ratones muertos —replicó Carune. Pasado un rato, otro coche lo recogió. Esta vez, cuando el conductor le preguntó por la bolsa, Carune dijo que llevaba un par de bocadillos. Mosconi realizó la disección de uno de los ratones en el acto. Prometió a Carune llamarle aquella misma noche para informarle sobre los resultados. Pero los primeros datos no eran muy alentadores; por lo que Mosconi podía decir, el ratón que había explorado estaba perfectamente sano, salvo por el hecho de que estaba muerto. Deprimente. —Victor Carune era un excéntrico, pero no era ningún idiota —prosiguió Mark. Los auxiliares de la compañía de Expediciones se hallaban muy próximos, así que tendría que apresurarse... o acabar su relato en la sala de llegada de Whitehead City—. Carune volvió a su casa aquella misma noche haciendo autostop. Aunque no tuvo más remedio que hacer a pie la mayor parte del trayecto... y mientras caminaba se dio cuenta de que era posible que hubiera compensado en una tercera parte el déficit de energía existente, de un solo golpe. Todas las mercancías que hasta entonces había que transportar por tren, camión, avión o barco, se podrían teletransportar. Se podría escribir una carta, por ejemplo, a un amigo en Londres, Roma o Senegal, y él la recibiría el mismo día, sin necesidad de gastar una sola gota de carburante. Ahora nos parece lo más natural del mundo, pero... fue un descubrimiento de extraordinaria magnitud, no sólo para Carune, sino para todos. —Pero, ¿qué pasó con los ratones? —preguntó Ricky.


—Eso era precisamente lo que Carune no dejaba de preguntarse —replicó Mark— . Porque comprendía también que, si la gente podía ser teletransportada, la crisis energética se resolvería en su totalidad. Y que podríamos conquistar el espacio. En su célebre artículo decía que aun las estrellas serían finalmente nuestras. Con sentido metafórico, sostenía que se podría cruzar una corriente de agua sin necesidad de mojarse los zapatos. Primero, tomas una piedra y la lanzas a la corriente; después, tomas otra, y, parado sobre la primera, la lanzas a su vez; regresas a buscar una tercera... y así sucesivamente, hasta hacer un sendero de piedras para cruzar el agua... o, en este caso, el sistema solar, o quizás incluso la galaxia. —No acabo de entenderlo —dijo Patty. —Porque tienes serrín en la cabeza, en lugar de cerebro —apuntó Ricky, muy pagado de sí mismo. —¡No, señor! Papá, Ricky dice que... —Niños, no empecéis... —intervino Marilys con ternura. —Carune presentía lo que iba a suceder —continuó Mark—. Naves espaciales para llegar a la Luna primero. Después, tal vez, Marte, luego Venus, y las lunas exteriores de Júpiter... En realidad, todas programadas para hacer una cosa tras su aterrizaje... —Establecer estaciones de teletransporte para astronautas —dijo Ricky. Mark asintió. —Y ahora hay estaciones científicas a lo largo y a lo ancho del sistema solar, y tal vez, algún día, cuando nosotros ya no estemos aquí, se llegue a disponer de otro planeta. En este mismo momento, hay cuatro naves teletransportadas hacia cuatro galaxias diferentes, cada una de ellas con su propio sistema solar. Pero pasará mucho, mucho tiempo, antes de que lleguen a sus destinos. —Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —insistió Patty, impaciente. —A la larga, el Gobierno tomó en sus manos el asunto —prosiguió Mark—. Carune se mantuvo fuera de su control mientras pudo, pero finalmente cayeron sobre él. Carune fue el jefe nominal del Proyecto de Teletransporte, hasta su muerte, ocurrida diez años más tarde, pero nunca volvió a estar realmente a cargo de ello. —¡Jo, pobre tío! —exclamó Ricky. —Pero se convirtió en un héroe nacional —dijo Patricia—. Sale en todos los libros de historia, como el presidente Lincoln y el presidente Hart.


«Seguro que es un gran consuelo para Carune», pensó Mark. El Gobierno, metido en un callejón sin salida por la crisis energética, cada día más grave, se hizo cargo del proceso. Querían comercializarlo lo antes posible, como de costumbre. La situación económica era caótica y los terribles espectros de la anarquía y del hambre se cernían sobre el mundo hacia 1990. El Gobierno y los científicos, que experimentaron con los objetos más dispares antes de certificar que el teletransporte no alteraba la naturaleza de los objetos, estuvieron enfrentados durante mucho tiempo. Finalmente, anunció al mundo, con bombo y platillos, la inauguración del nuevo sistema de teletransporte. El Gobierno, dando pruebas de inteligencia por una vez, puso el tema en manos de una agencia de relaciones públicas. Así se elaboró el mito de Carune, un anciano bastante peculiar, que se duchaba a lo sumo un par de veces a la semana y se cambiaba de ropa cuando se le ocurría. Aquella empresa de relaciones públicas y las que la siguieron, hicieron de Carune una mezcla de Thomas Edison, Eh Whitney, Pecos Bill y Flash Gordon. Lo más macabro y divertido de todo (y Mark lo ocultó a su familia) era que, para entonces, Carune había muerto o estaba loco de remate. Dicen que el arte imita a la vida y quizás Carune hubiese leído la novela de Robert Heinlein que trata de la suplantación de personajes públicos por sus dobles en la vida real. Victor Carune se convirtió en un problema. Un problema persistente e irritante que se resistía a cualquier solución. Era un bocazas y un vago, un vestigio del ecologismo de los años sesenta, cuando había la suficiente energía como para permitir que el andar a pie fuese un lujo. Pero se estaba en los terribles años ochenta, con sus nubes de carbón ocultando el cielo y la posibilidad de que gran parte de la costa de California fuese inhabitable durante unos sesenta años debido a una «distracción» nuclear. Victor Carune siguió siendo un problema hasta 1991. Después, pasó a ser un sello de correos, un benévolo abuelo sonriente, una imagen vista en los noticiarios saludando desde las tribunas con el brazo. En 1993, tres años antes de fallecer oficialmente, paseó en una carroza del Desfile del Torneo de Rosas. Asombroso. Y un poco siniestro. El anuncio oficial de la inauguración del sistema de teletransporte, el 19 de octubre de 1988, se tradujo en una explosión de entusiasmo mundial y locura económica. El viejo dólar en decadencia, repentinamente, subió como la espuma en los mercados mundiales de dinero. Gente que habla comprado oro a ochocientos seis dólares la onza se encontró de la noche a la mañana con que una libra de oro les representaba algo menos de mil doscientos dólares. En un solo año, entre el anuncio oficial del teletransporte y la inauguración de las primeras estaciones en Nueva York y Los Ángeles, la bolsa subió por encima de los mil puntos. El precio del petróleo bajó sólo siete centavos, pero en 1994, con estaciones de teletransporte en las setenta mayores ciudades de los Estados Unidos, la OPEP había dejado de


existir y el precio del petróleo empezó a descender. En 1998, con estaciones teletransporte en la mayoría de las ciudades del mundo y siendo noticia el teletransporte de mercancías entre Tokio y París, París y Londres, Londres y Nueva York, Nueva York y Berlín, el petróleo había descendido ya a catorce dólares el barril. En 2006, cuando los seres humanos empezaron a ser teletransportados regularmente, la bolsa se había situado cinco mil puntos por encima del nivel de 1987, el petróleo se vendía a seis dólares el barril y las compañías petroleras habían empezado a cambiar sus nombres. Texaco pasó a llamarse Texaco Agua/Petróleo y Mobil cambió su nombre por el Mobil Hidro-2-Ox. En 2045, la prospección acuífera adquirió prioridad absoluta y el petróleo volvió a ser lo que había sido en 1906: una bagatela. —¿Qué ocurrió con los ratones? —insistió Pat, impaciente—. ¿Qué ocurrió con los ratones? Mark decidió que todo estaba tranquilo y llamó la atención de los niños sobre auxiliares del Salto, que ya se encontraban, con su carrito, sólo tres filas más allá. Ricky se contentó con asentir, pero Patty se sobresaltó al ver que una señora, con la cabeza elegantemente afeitada y pintada a la moda, caía hacia atrás, inconsciente, después de colocarse la mascarilla. —No se puede saltar estando despierto, ¿verdad, papá? —preguntó Ricky. Mark asintió, sonriéndole a su hija, alentadoramente. —Carune comprendió lo que sucedía antes de que el Gobierno interviniera en el asunto —prosiguió. —¿Y cómo se enteró el Gobierno de todo aquello? —intervino Marilys. Mark sonrió. —A través del servicio de ordenadores. Toda la información básica que Carune manejaba. Era lo único que no podía ocultar ni disimular ni robar. La transmisión de partículas dependía del ordenador, y eso representa miles de millones de datos. Aun hoy, sigue siendo el ordenador el encargado de que no llegues al otro lado con la cabeza en medio del estómago, por ejemplo. Un escalofrío recorrió la espalda de Marilys. —No te asustes, Mari. Hasta ahora, nunca ha ocurrido un accidente de ese tipo. Jamás. —Alguna vez tiene que ser la primera —musito Marilys, sombría. Mark se dirigió a Ricky:


—¿Cómo se dio cuenta Carune de que para dar el salto había que estar dormido? —Porque cuando introducía los ratones al revés —repuso lentamente Ricky— no había problema alguno. Siempre y cuando no los introdujera del todo. En cambio, cuando los metía de cabeza, salían un poco fastidiados. ¿No es así? —Exactamente —contestó Mark. Los auxiliares del Salto se acercaban con su silencioso carro de olvido. No habría tiempo para terminar el relato. Tal vez fuera mejor así. —Naturalmente, no le fue muy difícil a Carune dar con la causa. El sistema de teletransporte acabó con la correspondiente industria especializada convencional, pero, al menos, los científicos respiraron más tranquilos. Sí, el andar a pie había vuelto a ser un lujo. Las pruebas de laboratorio continuaron durante veinte años más, aunque las primeras pruebas de Carune con ratones drogados le habían convencido de que ningún animal en estado de inconsciencia sufría lo que se conoce como Efecto Orgánico, o más sencillamente, Efecto Salto. Carune y Mosconi habían drogado varios ratones, introduciéndolos en la ventanilla, y recuperándolos al otro extremo. Esperaron pacientemente que volvieran en si... o muriesen. Volvieron en sí. Después de un breve período de recuperación, reiniciaban sus vidas ratoniles, comiendo, jugando y defecando sin consecuencias ulteriores. Fueron los primeros de una serie de generaciones estudiadas con extraordinario interés. Nunca aparecieron en ellos trastornos a largo plazo; no murieron prematuramente ni tuvieron crías con dos cabezas o pelaje verde, ni nada de nada. —¿Cuándo empezaron a experimentar con seres humanos, papá? —preguntó Ricky, que conocía perfectamente la respuesta, por haber leído sobre el tema en la escuela—. Cuenta eso. —Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —repitió Patty. Aunque los auxiliares habían llegado al principio de su fila, Mark hizo una pausa para reflexionar. Su hija, a pesar de saber menos, era la que hacía la pregunta clave. Precisamente por ello, decidió contestar a su hijo. Los primeros seres humanos teletransportados no habían sido astronautas, ni pilotos de pruebas, sino condenados a muerte que ni siquiera estaban protegidos por una preocupación por su estabilidad psicológica. De hecho, en opinión de los estudiosos del caso (Carune era tan sólo el titular del proyecto), cuanto más desequilibrados, mejor. Si un perturbado podía salir indemne de la experiencia o, al menos, no peor que antes, el proceso probablemente fuese seguro para políticos, ejecutivos y modelos.


Seis de esos voluntarios fueron trasladados a Province, Vermont, lugar que llegó a ser tan famoso a raíz de aquellos acontecimientos como antes lo había sido Kitty Hawk, Carolina del Norte. Después de dormirlos con gas, se les introdujo en unas ventanillas separadas por una distancia de exactamente tres kilómetros. Mark contó esto a sus hijos porque, por supuesto, los seis voluntarios regresaron indemnes y de excelente humor. No les habló del séptimo voluntario. No se sabe si se trata de un mito, o de un personaje real o, lo que es muy probable, de una combinación de ambos elementos. Pero tenía un nombre: Rudy Foggia. Foggia era un condenado a muerte en el estado de Florida, por el asesinato de cuatro viejos en una partida de bridge en Sarasota. Según las crónicas las fuerzas combinadas de la CIA y el FBI le habían hecho una oferta única, irrepetible: lo toma o lo deja. Se trataba de dar el salto en completa vigilia. Si salía bien, el gobernador Thurgood le indultaba. Quedaba en libertad para convertirse en adepto de la Única Cruz Verdadera o para seguir asesinando ancianos en partidas de bridge, con sus zapatos blancos y sus pantalones amarillos. Si, en cambio, salía de la experiencia muerto o loco, mala suerte, como dijo la gata. ¿Qué te parece, Rudy? Foggia, que era consciente de que en el estado de Florida no se andaban con remilgos a la hora de aplicar la pena de muerte, y cuyo propio abogado le había confesado que lo más probable era que el siguiente turno para la Tostadora fuese el suyo, accedió. El Gran Día del verano del año 2007 había en el lugar de la experiencia tantos científicos como para formar un equipo de fútbol con unos cuantos suplentes. No obstante, si la historia de Foggia era cierta —y Mark así lo creía—, resultaba difícil que hubiese transcendido por alguno de aquellos científicos. Parece más probable que se tratara de alguno de los guardias que habían acompañado a Foggia desde Raiford hasta Montpelier y de allí a Province, en un vehículo blindado. —Si salgo de ésta con vida —dicen que dijo Foggia—, quiero un pollo para cenar antes de marcharme. Dicho y hecho. Foggia entró en la primera ventanilla y reapareció inmediatamente en la segunda. Salió vivo, pero no en condiciones de comerse un pollo. En el tiempo que tardó en cruzar los dos kilómetros (según el ordenador, la 0,000000000067 parte de un segundo), el cabello se le puso blanco como la nieve. Sus facciones no habían cambiado en el sentido físico —no tenía arrugas, ni barba, ni se le veía cansado—, pero daba la impresión de haber envejecido de una manera fantástica, increíble. Foggia salió disparado por la segunda ventanilla, los ojos desorbitados, la boca torcida en un rictus violento, las manos extendidas hacia delante, como queriendo asir algo. Un segundo después, empezó a babear inconteniblemente. Los científicos que se habían congregado a su alrededor, retrocedieron horrorizados. Aun así, Mark estaba convencido de que ninguno de ellos había revelado lo sucedido. Después


de todo, habían experimentado con ratas, con cobayas, con hámsters. En una palabra, habían experimentado con todo tipo de animal dotado de un cerebro más complejo que el de un gusano. Debían de haberse sentido como los científicos alemanes, que habían intentado fecundar mujeres judías con el esperma de pastores arios. —¿Qué ha sucedido? —gritó uno de ellos (es fama que gritó). Aquélla fue la única pregunta que Foggia tuvo ocasión de responder. —Allí está la eternidad —dijo, y cayó muerto a consecuencia de lo que se diagnosticó como ataque cardíaco. Los científicos allí reunidos se quedaron con un cadáver (limpiamente despachado por la CIA y el FBI) y aquella extraña e inquietante declaración: «Allí está la eternidad.» —Papá, yo quiero saber qué pasó con los ratones —repitió Patty. El hombre del traje impecable y los zapatos lustrosos resultaba un problema para los auxiliares. Hacía todo lo posible por impedir que le aplicaran el gas. No cesaba de charlar, les hacía preguntas sin sentido, procuraba distraerlos. Los pobres auxiliares intentaban controlar la situación haciendo uso de toda su experiencia — bromeando, sonriendo, usando razonamientos convincentes— pero llevaban retraso. Mark suspiró. Él mismo había sacado el tema. Es cierto que su intención era distraer a sus hijos mientras esperaban. Pero ahora no le quedaba más remedio que acabar el relato, siendo tan veraz como pudiese, sin sobresaltarles ni alarmarles. Decidió no hablar, por ejemplo, del libro de C. K. Summers, Politica del Teletransporte, uno de cuyos capítulos, «El Salto bajo la Rosa», era un compendio de todos los rumores más verosímiles sobre la cuestión. La historia de Rudy Foggia, el asesino de los jugadores de bridge, el que no pudo dar cuenta del pollo que tanto le apetecía, formaba parte de él. Se incluían otros treinta relatos, más o menos, todos ellos sobre voluntarios, cobayas humanos o locos que se habían atrevido a dar el Salto completamente conscientes, durante los tres últimos siglos. En su mayoría habían llegado al otro extremo muertos. Los restantes, perdieron irremisiblemente la razón. En algunos casos, el hecho de volver a salir parecía producirles tal shock que fallecían instantáneamente. El mismo capítulo del libro de Summers, en que se narraban tales experiencias contenía otro inquietante dato. Según parece, el Salto había sido utilizado varias veces como arma homicida. Uno de los casos más célebres (y el único documentado) había tenido lugar hacía no más de treinta años. Un investigador del tema, llamado Lester Michaelson, había maniatado a su esposa con la cuerda de saltar a la comba de la hija de ambos y la empujó hacia la ventanilla en Silver City, Nevada. Previsoramente, había pulsado el botón que borraba toda información


referente a las infinitas ventanillas de salida y situadas entre Reno y la estación experimental de teletransporte de lo, una de las lunas de Júpiter. Así que la pobre señora Michaelson se encontró saltando en el ozono cósmico para toda la eternidad, perdida y sin saber por dónde salir. Michaelson fue declarado mentalmente sano y apto para ser llevado ante los tribunales (aunque quizás estuviese cuerdo dentro los estrictos límites de la ley, para el sentido común estaba loco de remate). Su abogado diseñó una defensa original: no se podía juzgar a su cliente por homicidio ya que nadie podía probar concluyentemente que su esposa estuviera muerta. Durante todo el proceso, estuvo presente el espectro horrible de aquella mujer, sin cuerpo pero en alguna forma aún sintiente, aullando sin cesar en un limbo inacabable. Michaelson fue juzgado culpable y ejecutado. Según Summers, el Salto había sido utilizado, asimismo, por varios dictadores para desembarazarse de sus oponentes políticos. Incluso se había llegado a insinuar que la propia Mafia contaba con estaciones privadas, conectadas al ordenador central de la CIA, lo cual resultaba mucho más práctico, limpio y eficaz para deshacerse de cuerpos muertos —no como el de la pobre señora Michaelson— que el tradicional bloque de cemento o el peso atado a los pies. Todo lo cual contribuía a dar respaldo a las ideas y teorías de Summers sobre el tema y, finalmente, llevó a Patty a insistir en su pregunta acerca de los ratones. Mark titubeó. —Bueno, pues... —Marilys le imploró prudencia con un rápido movimiento de ojos— . En realidad, nadie lo sabe con certeza, Patty. Pero lo que los experimentos realizados con animales permiten suponer es que, si bien el Salto es instantáneo en el sentido físico, en el sentido mental, en cambio, dura mucho, muchísimo tiempo... —No entiendo nada. Ya me lo temía —susurró Patty con aire sombrío. Fue Ricky quien tomó la palabra, con aire solemne. —Los animales con los que se han hecho experiencias continuaban pensando. Y lo mismo nos sucedería a nosotros, si no estuviéramos inconscientes. —Eso es —añadió Mark—. Es lo que se cree en la actualidad. Los ojos de Ricky empezaron a brillar con un extraño fulgor. Tal vez horror, tal vez atracción por lo desconocido. —No se trata tan sólo del teletransporte, ¿verdad, papá? ¿Verdad que es algo así como una curva en el tiempo? «Allí está la eternidad», pensó Mark.


—En cierto modo —replicó—. Pero eso no es más que una frase, Ricky, no significa nada. Parece girar en torno de la idea de que la conciencia no es desintegrable, de que permanece íntegra y constante. También tiene que ver con cierta delirante concepción del tiempo. Pero no se sabe cómo la conciencia pura percibe el paso del tiempo, ni si el concepto mismo tiene sentido para la conciencia pura. Ni siquiera podemos imaginar la conciencia pura. Mark enmudeció. Le preocupaba la expresión de su hijo, tensa, inquieta. Lo entiende y, sin embargo, no lo entiende, todo a la vez, pensó. La mente puede ser el mejor amigo del hombre. Puede entretenerte cuando no tienes nada que leer, o nada que hacer. Pero puede volverse en tu contra si la dejas en blanco durante demasiado tiempo. Puede volverse contra ti, o sea, contra sí misma, tornarse incontrolable, quizás incluso consumirse a sí misma, en un inconcebible acto de canibalismo intelectual. ¿Cuánto dura el Salto? Sí, 0,000000000067 segundos para el cuerpo. Pero, ¿cuánto tiempo transcurre para la conciencia? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Cuánto tiempo permanece inmersa en sus propios pensamientos en un infinito campo blanco? Y después, al cabo de mil millones de eternidades, el increíble retorno de la luz, la forma y el cuerpo. ¿No es para volverse loco? —Ricky... —balbució, pero los auxiliares habían llegado. —¿Están dispuestos? —preguntó uno de ellos. Mark asintió. —Papá, tengo miedo —susurró Patty, con un hilo de voz—. ¿Hace daño? —No, cariño. No hace ningún daño —contestó Mark con voz firme y segura, aunque el corazón parecía querer saltársele del pecho, como siempre, a pesar de haber pasado por aquella experiencia más de veinticinco veces—. Pasaré primero. Ya verás qué fácil es. El auxiliar aguardaba su indicación. Mark movió la cabeza y sonrió. Se colocó la mascarilla con sus propias manos y aspiró con fuerza aquella oscuridad. Lo primero que vio fue el negro cielo de Marte a través de la cúpula que cubría Whitehead City. En la noche, las estrellas centelleaban con un fulgor salvaje nunca soñado en la Tierra. Después se dio cuenta de que algo extraño ocurría en la sala de llegada. Murmullos, luego gritos, por fin, un horrible alarido. «¡Dios mío! —pensó—. ¡Es Marilys!» Trató de incorporarse en su tumbona, luchando por sobreponerse al vértigo. Entonces hubo un segundo grito y vio que varios auxiliares corrían hacia ellos. Marilys se le acercó, tambaleándose y señalando algo con la mano. En medio de


otro grito desgarrador, se desplomó, arrastrando en su caída una banqueta, que salió rodando por el pasillo. Mark miró en la dirección que le había indicado Marilys. Lo sabía. No era miedo lo que había visto en los ojos de su hijo, sino curiosidad. Debería haberse dado cuenta antes. Conocía a Ricky, Ricky, que se había roto un brazo al caer de la rama más alta de un árbol en Schenectady, a los siete años. Ricky, quien se atrevía a patinar hasta más lejos y más rápido que ningún otro chico del barrio. Ricky, siempre el primero en arriesgarse. Ricky no sabia lo que era el miedo. Hasta aquel momento. Patty dormía plácidamente. Pero a su lado, lo que había sido su hijo, se retorcía en la tumbona como una serpiente. Un chico de doce años con los cabellos blancos como la nieve y ojos de un amarillo enfermizo. Era un ser más viejo que el tiempo mismo, con el disfraz de un adolescente, que se convulsionaba horriblemente, con muecas de obsceno júbilo. Los auxiliares retrocedieron, aterrorizados por sus carcajadas. Dos o tres huyeron, olvidando todo lo que les habían enseñado para hacer frente a imprevistos. Las piernas de Ricky, jóvenes y eternas al mismo tiempo, se retorcían sobre la tumbona. Las manos, casi unas garras, se agitaban en el vacío, tratando de asir algo invisible. Inesperadamente, esas garras cayeron sobre el rostro del que había sido un niño y se clavaron en él con saña. —¡Es mucho más largo de lo que crees, papá! —Mark apenas podía entender sus palabras en medio de aquellas carcajadas espantosas—. ¡Más largo de lo que crees! Contuve la respiración cuando me pusieron la mascarilla. ¡Quería ver! ¡Y he visto! ¡He visto! ¡Es mucho más largo de lo que tú crees! Entre siniestros alaridos e inhumanas carcajadas, el ser que yacía en la tumbona se arrancó los ojos. La sangre manó a borbotones. La sala de llegada estaba llena de aullidos, como una jaula. —¡Más largo de lo que tú crees, papá! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Ha sido un salto eterno, papá, eterno! Dijo muchas otras cosas antes de que el personal auxiliar finalmente reaccionara y se lo llevara de la sala mientras seguía aullando y clavándose los dedos en las cuencas donde ya no estaban aquellos ojos que habían visto lo invisible de una vez para siempre. Aún aulló muchas otras cosas, pero Mark Oates no las oyó porque sus propios alaridos se lo impidieron.


Hay tigres Stephen King Charles necesitaba desesperadamente ir al lavabo. Era inútil engañarse pensando que podía esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y miss Bird le había descubierto retorciéndose. Había tres profesoras en el tercer curso del colegio de Acorn Street. Miss Kinney era joven, rubia y llena de vivacidad. Mrs. Trask tenía la hechura de un almohadón moruno, se peinaba con trenzas y reía ruidosamente. Y luego estaba miss Bird. Charles había sabido que acabaría con miss Bird. Era inevitable. Porque estaba claro que miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano. El sótano, explicó miss Bird, era donde se encontraban las calderas de calefacción, y las señoras y los señores bien educados jamás iban allí, porque los sótanos eran lugares decrépitos y llenos de hollín. Los jóvenes y las señoritas, repitió, no bajan al sótano. Van al cuarto de baño, dijo. Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró. —Charles —dijo mientras señalaba Bolivia con el puntero—, ¿no necesitas ir al baño? Cathy Scott, que tenía el putitre delante de él, rió cubriéndose prudentemente la boca con la mano. Kenny Griffen hizo una mueca y le dio una patada por debajo del pupitre. Charles se ruborizó. —Di algo, Charles —insistió miss Bird—. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice orinar) —Sí, miss Bird. —¿Sí qué? —Que tengo que ir al só... al baño. Miss Bird sonrió. —Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar?


Charles bajó la cabeza abrumado. —Muy bien, Charles. Ve. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte. Risitas sofocadas. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero. Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda. Cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que guardó silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado al vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a cerrar la puerta. Anduvo hacia el baño de los chicos... (sótano, sótano, sótano, SÍ QUIERO) ... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos tamborilear sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la... (ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA) ... superficie roja de la caja de la alarma contra incendios. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott —que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?— y de todos los demás. P-e-r-r-a, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si deletreaba, Dios no lo consideraba pecado. Entró en el baño de los chicos. Dentro estaba muy fresco, con un leve y no desagradable olor a cloro. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre en la ciudad. El baño... (¡sótano!) ... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel... (NIBROC)


... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubículos con sus tazas. Charles enfiló la esquina después de contemplar, aburrido, su rostro delgado y pálido en uno de los espejos. El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo del ventanuco blanco. Era un gran tigre, con rayas y manchas oscuras en su piel. Levantó la cabeza vivamente APRA mirar a Charles y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido, suave como un ronroneo, escapó de su boca. Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó contra los lados de porcelana del último urinario. El felino parecía muy hambriento y agresivo. Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta pareció tardar años en cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se sintió a salvo. No recordaba haber leído u oído que los tigres supieran abrir puertas. Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón palpitaba desbocadamente. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca. Se revolvió y apretó la mano contra el vientre. Tenía que ir al sótano. Si pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podría entrar en el de las niñas. Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no se atrevería ni en un millón de años. ¿Y si llegaba Cathy Scott? Oh, horror de los horrores... ¿Y si la que llegaba era miss Bird? Quizá el tigre habían sido imaginaciones suyas. Abrió la puerta lo suficiente para mirar por el resquicio. El tigre le miró a su vez desde el ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó ver una minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus ojos. Como si... Una mano rodeó su cuello. Charles lanzó un grito sofocado y sintió que el corazón y el estómago se le anudaban en la garganta. Por un momento tuvo la terrible sensación de que iba a orinarse encima. Era Kenny Griffin, sonriendo burlonamente. —Me ha mandado miss Bird porque llevas años sin volver. Prepárate.


—Sí, pero aún no he podido entrar en el baño —dijo Charles medio muerto del susto que le había dado Kenny. —¡Estás estreñido! —exclamó Kenny alegremente—. ¡Espera a que se lo cuente a Cathy! —¡No se te ocurra! —dijo Charles—. Además, no lo estoy. Ahí dentro hay un tigre. —¿Y qué está haciendo? —preguntó Kenny— ¿Pis? —No lo sé —murmuró Charles mirando a la pared—. Yo sólo quiero que se vaya. —Y se echó a llorar. —Eh —dijo Kenny, desconcertado—. ¿Qué te ocurre? —Tengo que ir al lavabo. Pero no puedo entrar ahí... Miss Bird dirá que... —Vamos —insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la otra—. Te lo estás inventando. Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera zafarse y retroceder. —¡Un tigre! —se burló Kenny-. Chico, miss Bird te matará. —Está del otro lado. Kenny empezó a avanzar junto a las palanganas: —Gatito, gatito... ¡Gatito! —¡No lo hagas! —chilló Charles. Kenny desapareció tras la esquina. —Gatito, gatito... Gat... Charles salió disparado por la puerta y se apoyó contra la pared, esperando, cubriéndose la boca con las manos, y los ojos cerrados con fuerza. No se oyó ningún grito. No sabía cuánto tiempo permaneció allí, paralizado, con la vejiga a punto de reventar. Contemplaba la puerta del lavabo de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta. No iría.


No podría. Pero al fin entró. Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora parecía que había otro olor por debajo de aquél, un olor vagamente desagradable, como de cobre. Con gemidos de impaciencia pero silenciosos se acercó al ángulo de la L y miró. El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patas con una enorme lengua rosa. Miró a Charles con indiferencia. En una de sus garras había un trozo de camisa. Pero la necesidad era ya pura agonía, y no podía esperar un segundo más. Tenía que orinar. Se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta. Miss Bird entró como un vendaval cuando él se abrochaba los pantalones. —¡Vaya, niño repugnante! —le increpó. Charles, asustado, no dejaba de mirar la esquina. —Lo siento, miss Bird... el tigre... voy a limpiar la palangana... lo haré con jabón... le aseguro que lo haré... —¿Dónde está Kenneth? —preguntó miss Bird con calma. —No lo sé. —Era verdad. —¿Está ahí dentro? —¡No! —gritó Charles. Miss Bird se acercó a la esquina. —Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo. —Miss Bird... Pero ella ya había desaparecido tras la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles, pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad. Volvió a salir por la puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera norteamericana colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. Mochuelo del Bosque avisaba: GRITAD, PERO NO


CONTAMINÉIS. Buen Amigo aconsejaba: NO OS VAYÁIS CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo dos veces. Después volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con la mirada en el suelo, y se deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer la lección «Bill en el Rodeo».


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