POBRE NEGRO

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De todos los cuadros de la guerra que en cuatro años habían desfilado ante sus ojos, espectador o actor de las tremendas escenas de la matanza y del exterminio, uno sólo, como si los refundiera todos, no se le apartaba ahora de la mente: Juan Coromoto, el leal compañero que tanto esperó de él, desplomándose del caballo, en el ademán de las manos a la espalda por donde le habían dado muerte, porque su fidelidad estorbaba la traición. Y Juan Coromoto no era un hombre, sino el pobre negro, que es todo un pueblo, abandonado por él de espaldas al golpe artero, pues si él no penetra en la Casa Grande tal vez no sucede aquello. Juan Coromoto recitaba décimas en los velorios de cruz y entonces parecía un negro feliz. Juan Coromoto esclavo plantó cacao en La Fundación de los Alcortas y un día bailó muy contento su tambor de la abolición, para volver a plantarlo después, "como endenante". Sobrellevó su carga, atravesó sus venas y tuvo sus gozos, sin duda; pero Juan Coromoto no había existido realmente sino en aquel ademán de los brazos atrás, como para salirle al encuentro con todo el pecho a la gran esperanza de su vida. Pero Juan Coromoto se desplomó de su caballo de guerra sin verla realizada. El mar bate contra los peñascos desprendidos de la montaña inmensa y el aire de la desolación flota sobre el angosto litoral abrupto. Hay a lo lejos unos cocales que entre brisas y terrales crecieron cimbrados y el paisaje recoge la angustia del cuadro que no se borra de la mente: el pecho a la reventazón de la fatalidad, los brazos como si trataran de apoyarse en la muerte para un salto inmenso hacia toda la vida. De lo demás, no queda en el espíritu de Pedro Miguel Candelas sino la niebla de una profunda decepción de sí mismo y así se le pasan los días, contemplando en silencio la marina angustiosa, donde se materializa su único recuerdo de la guerra. A veces habla de marcharse, porque ya se siente bien. —¿Adónde? –le pregunta Luisana. Él encoge los hombros y continúa contemplando el paisaje. Otro estaba también en trances de marcha. Ya era viejo y no habrían de ser largas las nuevas andanzas; pero aún no había tenido oportunidad de quedarse a solas con el dolor de su Cecilio muerto y quería llevárselo consigo por los caminos sin rumbo ni objeto, una sombra dialogando con otra. Mucho había durado el alto en la marcha y ya declinaba el sol de su vida sobre la desolación de su gran amor, mas no quería verlo ponerse entre los que aún esperasen algo risueño de las posibilidades del porvenir. Deseaba terminar solo, sin rostros afligidos que le afeasen la serenidad de la muerte, sin despedidas definitivas que le frustrasen la ilusión de viaje no interrumpido, sino más bien prolongado en la jornada sin término ni fatiga. Quería desaparecer en el misterio de la vida antes de hundirse en el de la muerte. Luisana se daba cuenta de todo esto y comprendiendo que la situación se hacía ya insostenible, por momentos se abandonaba a las soluciones pesimis tas: —Ya va siendo hora de dejar en libertad al andarín. ¿Tendré que ir a refugiarme en el cuarto que me tenía destinado Carmela?... Por el momento, lo apremiante era abandonar aquella costa inhospitalaria donde aún corrían peligros – como en toda la región las personas calificadas de mantuanas–, pues ya los dos negros todavía fieles a Pedro Miguel habían recogido noticias de partidas armadas que recorrían el litoral, precisamente para impedir que por allí se escapasen las familias oligarcas que huían de las poblaciones de Barlovento, donde la pugna política había sido desbordada por los tremendos caracteres de la lucha de clases, agudizada por la desigualdad racial. Hacia la isla de Margarita habían emigrado ya casi todos los mantuanos de Barlovento y ésta era la salida que se procuraba el Licenciado Céspedes, aprovechando un falucho de patrón amigo que debía de recalar por allí de un día a otro, según le había dicho el pescador que les dio asilo. Lo inmediato era salvar a Luisana, principalmente, sobre la cual se cernían los peores atropellos de los federales. En cuanto a Pedro Miguel, cuya salud todavía se resentía del riesgo de muerte corrido, de ningún modo habrían de convenir en que se quedase por allí. Luego, ya se pensaría en el rumbo que cada cual quisiese coger. Y un día amaneció fondeado el falucho en la ensenada.


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