Flaubert, gustave madame bovary

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Le pareció, pues, así tan virtuosa a inaccesible, que abandonó hasta la más remota esperanza. Pero con esta renuncia la colocaba en condiciones extraordinarias. Para él, Emma se desprendió de sus atractivos carnales de los cuales él nada podía conseguir; y en su corazón fue subiendo más y más despegándose a la manera magnífica de una apoteosis que alza su vuelo. Era uno de esos sentimientos puros que no estorban el ejercicio de la vida, que se cultivan porque son raros y cuya pérdida afligiría más de lo que alegraría su posesión. Emma adelgazó, sus mejillas palidecieron, su cara se alargó. Con sus bandós negros, sus grandes ojos, su nariz recta, su andar de pájaro, y siempre silenciosa ahora, ¿no parecía atravesar la existencia, apenas sin rozarla, y llevar en la frente la señal de alguna predestinación sublime? Estaba tan triste y tan tranquila, tan dulce y a la vez tan reservada, que uno se sentía a su lado prendido por un encanto glacial, como se tiembla en las iglesias bajo el perfume de las flores mezclado al frío de los mármoles. Tampoco los demás escapaban a esta seducción. El farmacéutico decía: —Es una mujer de grandes recursos y no desentonaría en una subprefectura. Las señoras del pueblo admiraban su economía, los clientes su cortesía, los pobres su caridad. Pero ella estaba llena de concupiscencia, de rabia, de odio. Aquel vestido de pliegues rectos escondía un corazón agitado, y aquellos labios tan púdicos no contaban su tormenta. Estaba enamorada de León, y buscaba la soledad, a fin de poder deleitarse más a gusto en su imagen. La presencia de su persona turbaba la voluptuosidad de aquella meditación. Emma palpitaba al ruido de sus pasos; después, en su presencia la emoción decaía, y luego no le quedaba más que un inmenso estupor que terminaba en tristeza. León no sabía, cuando salía desesperado de casa de Emma, que ella se levantaba detrás de él para verle en la calle. Se preocupaba por sus idas y venidas; espiaba su rostro; inventó toda una historia a fin de encontrar un pretexto para visitar su habitación. La mujer del farmacéutico le parecía muy feliz por dormir bajo el mismo techo; y sus pensamientos iban a abatirse continuamente en aquella casa, como las palomas del «León de Oro» que iban a mojar allí, en los canalones, sus patas rosadas y sus alas blancas. Pero Emma, cuanto más se daba cuenta de su amor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo. Hubiera querido que León lo sospechara; a imaginaba casualidades catástrofes que lo hubiesen facilitado. Lo que la retenía, sin duda, era la pereza o el miedo, y el pudor también. Pensaba que lo había alejado demasiado, que ya no había tiempo, que todo estaba perdido. Después el orgullo, la satisfacción de decirse a sí misma: «Soy virtuosa» y de mirarse al espejo adoptando posturas resignadas la consolaba un poco del sacrificio que creía hacer. Entonces, los apetitos de la carne, las codicias del dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundía en un mismo sufrimiento; y, en vez de desviar su pensamiento, lo fijaba más, excitándose al dolor y buscando para ello todas las ocasiones. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta entreabierta, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado pequeña.


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