Flaubert, gustave madame bovary

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Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Hubo que ponerse en marcha. Y sentados en una silla del coro, uno al lado del otro, vieron pasar y volver a pasar delante de ellos continuamente a los tres chantres que salmodiaban. El serpentón soplaba a pleno pulmón. El señor Bournisien, revestido de ornamentos fúnebres, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el sagrario, elevaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudis circulaba por la iglesia con su varilla de ballena; cerca del facistol reposaba el ataúd entre cuatro filas de cirios. A Carlos le daban ganas de levantarse para apagarlos. Trataba, sin embargo, de animarse a la devoción, de elevarse en la esperanza de una vida futura en donde la volvería a ver. Imaginaba que ella había salido de viaje, muy lejos, desde hacía tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo y que todo había terminado, que la llevaban a la tierra, se apoderaba de él una rabia feroz, negra, desesperada. A veces creía no sentir nada más, y saboreaba este alivio de su dolor reprochándose al mismo tiempo ser un miserable. Se oyó sobre las losas como el ruido seco de una barra de hierro que las golpeaba rítmicamente. Venía del fondo y se paró en seco en una nave lateral de la iglesia. Un hombre con gruesa chaqueta oscura se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del «Lion de d'Or». Se había puesto su pierna nueva. Uno de los chantres vino a dar la vuelta a la nave para hacer la colecta y las grandes monedas sonaban, unas detrás de otras, en la bandeja de plata. —¡Dense prisa! ¡Estoy que ya no puedo más! exclamó Bovary al tiempo que echaba encolerizado una moneda de cinco francos. El eclesiástico le dio las gracias con una larga reverencia. Cantaban, se arrodillaban, se volvían a levantar, aquello no terminaba. Recordó que una vez, en los primeros tiempos de su matrimonio, habían asistido juntos a misa y se habían puesto en el otro lado, a la derecha, contra la pared. La campana empezó de nuevo, hubo un gran movimiento de sillas. Los portadores pasaron las tres varas bajo el féretro y salieron de la iglesia. Entonces apareció Justino en el umbral de la farmacia. De pronto se volvió a meter dentro, pálido, vacilante. La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, en cabeza, iba muy erguido. Parecía sereno y saludaba con un gesto a los que, saliendo de las callejuelas o de las puertas, se incorporaban a la muchedumbre. Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban a paso corto y algo jadeantes. Los sacerdotes, los chantres y los dos niños de coro recitaban el De profundis, y sus voces se esparcían por el campo subiendo y bajando con ondulaciones. A veces desaparecían en los recodos del sendero, pero la gran cruz de plata seguía irguiéndose entre los árboles. Seguían las mujeres, tapadas con negros mantones con la capucha bajada; llevaban en la mano un gran cirio ardiendo, y Carlos se sentía desfallecer en aquella continua repetición de oraciones y de antorchas bajo esos olores empalagosos de cera y de sotana. Soplaba una brisa fresca, verdeaban los centenos y las colzas, unas gotitas de rocío temblaban al borde del camino sobre los setos de espinos. Toda suerte de ruidos alegres llenaba el horizonte: el crujido lejano de una carreta a lo largo de las roderas, el grito de un gallo que se repetía o el galope de un potro que se veía desaparecer bajo los manzanos. El


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