Diario de Anne Frank

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EL DIARIO DE ANA FRANK

sentados el uno al lado del otro, sin hablar, para estar contentos. No comprenden lo que nos impulsa al uno hacia el otro. ¡Ah, estas dificultades! ¿Cuándo serán vencidas? De cualquier modo, hay que vencerlas, el desenlace será bellísimo. Cuando lo veo tendido, la cabeza sobre los brazos y los ojos cerrados, no es más que un niño; cuando juega con Mouschi, es un encanto; cuando se le encarga traer las papas u otras cosas pesadas, está lleno de fuerza; cuando va a mirar los bombardeos o a sorprender a los ladrones en la noche, es valiente; y cuando es desmañado y torpe resulta sencillamente delicioso. Prefiero recibir de él una explicación a tener que enseñarle algo; querría reconocerle superioridad en todo, o en casi todo. ¿Qué pueden importarme nuestras madres? ¡Ah, si sólo me hablara! Tuya, ANA

Miércoles 29 de marzo de 1944 Querida Kitty: Anoche, en la transmisión holandesa de ultramar, el ministro Bolkestein dijo en su discurso que después de la guerra se coleccionarán cartas y memorias concernientes a nuestra época. Naturalmente, todos los ojos se volvieron hacia mí; mi diario parecía tomado por asalto. ¡Figúrate una novela titulada El anexo secreto, cuya autora fuera yo! ¿Verdad que sería interesante? (El mero título ya haría pensar en una novela policial). Pero hablemos con seriedad. Diez años después de la guerra, seguramente causaría un extraño efecto mi historia de ocho judíos en su escondite, su manera de vivir, de comer y de hablar. Aunque de ello te haya dicho mucho, en realidad sabes muy poco,

poquísimo. ¡Todas las angustias de las mujeres durante los bombardeos sin tregua! El del domingo, por ejemplo, cuando 350 aviones ingleses descargaron medio millón de kilos de bombas sobre Ijmuiden, haciendo retemblar las casas como briznas de hierba en el viento. Además, el país está infestado por toda clase de epidemias. Tú no sabes nada de estas cosas, porque si quisiera contártelo en detalle, no cesaría de escribir en todo el día. La gente forma fila para la menor de sus compras; los médicos están imposibilitados de ir a ver a sus enfermos, pues les robarían su vehículo al dejarlo en la calle y esto es lo corriente; el robo y las raterías están a la orden del día, a tal punto que nos preguntamos cómo nuestros holandeses han podido revelarse así de ladrones de la noche a la mañana. Los niños de ocho a once años rompen los vidrios de las casas y rapiñan lo que encuentran a mano. Nadie se atreve ya a dejar su casa cinco minutos, por miedo de que sus bienes desaparezcan durante su ausencia. Todos los días aparecen anuncios ofreciendo recompensas por la devolución de máquinas de escribir robadas, alfombras persas, relojes eléctricos, telas, etc. Los relojes eléctricos de las calles y los teléfonos de las cabinas son desmontados hasta el último hilo. No tiene nada de extraño que la población esté convulsionada: todos tienen hambre, y las raciones de una semana no bastan siquiera para vivir dos días, excepto en cuanto al sucedáneo del café. Ante la perspectiva de una invasión envían los hombres a trabajar a Alemania. Los niños están enfermos y mal nutridos, todo el mundo está mal calzado y mal vestido. Unas medias suelas cuestan 7,50 florines; la mayoría de los remendones no aceptan clientes, a menos que esperen cuatro meses, al cabo de los cuales tus zapatos pueden haberse perdido. Una cosa apreciable es el sabotaje contra las autoridades, que aumenta día tras día, a pesar de las medidas cada vez más severas contra el pueblo, que no se contenta con una alimentación que empeora progresivamente. Los servicios de racionamiento, la

© Pehuén Editores, 2001.

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